

Mathieu Terence
MINA LOY
Traducción de Isabel González-Gallarza
«Harto estoy de saber que el pesar consume la vida.»
William ShakeSpeare, Noche de reyes
Me topé con Mina Loy cuando descubrí a Arthur Cravan, al final de mi adolescencia. Junto con Rimbaud y Lautréamont, los tres formaban, a mi juicio, un trío de exploradores prodigioso. La edición de las obras del poeta boxeador publicadas por Champ Libre que había adquirido incluye Colossus, el relato inacabado que Mina Loy dedica a su marido desaparecido en el mar en el Golfo de México. De modo que el inverosímil Cravan había estado casado... Me interrogué de inmediato sobre la mujer amada. La información que pude reunir entonces se resumía en pocas palabras. Pintora y poeta, desde el futurismo hasta el feminismo había coqueteado con todas las escuelas de la modernidad artística e intelectual, sin abrazar ninguna. Había conocido, íntimamente en muchos casos, a todos los genios de su tiempo. Nacida en Inglaterra en la época victoriana, había fallecido en Estados Unidos en la década de 1960.
Mina y yo coincidimos de tarde en tarde. Como por casualidad, con ocasión de un viaje u otro, en
París, Florencia, Londres, Nueva York y hasta en México, le seguía los pasos y me detenía allí donde ella había vivido. Cada vez, el azar y la geografía nos reunían de manera más cercana.
Mientras tanto, Olivier Apert publicó las excelentes traducciones de sus obras principales en la editorial L’Atelier des Brisants: su figura se iba precisando. Más cerebral que frívola, más sensible que sentimental, tan solitaria como libre – pero ¿podría ser de otro modo?–, desde joven se adelanta al futuro. Cosmopolita, intrépida, sexi de inteligencia, devuelve los prejuicios y la obsesión por el dinero y las comodidades a la nada de la que provienen. Si consideramos sinónimas la modernidad de una época y la libertad de las mujeres que en ella viven, sin duda alguna su trayectoria es testimonio de su emancipación al principio del siglo xx en Occidente.
Un día, una amiga muy querida me hizo llegar una foto de Mina. Nunca se me había ocurrido buscar su imagen en internet. Que fuera bella no le quitaba nada, aunque su belleza me saturó un tiempo la percepción de sus demás cualidades, que poseía en abundancia. Sus pómulos marcados, su frente inmensa, su cabellera como un bosque de ensueño, sus ojos, dorados e infinitos, la gran fruta roja de su boca en forma de beso, su cuerpo nervioso, lleno del deseo palpable que la impaciencia activa; su apariencia toda traducía la urgencia de sus movimientos y su motivo común. Tras leer todo lo
que pude encontrar sobre ella, comprendí que su independencia soberana y su carácter fuerte provenían de una infancia de estrecheces y falta de cariño, asfixiada a la sombra de una época y de una madre cuya pasión era su propia desgracia. Tras escapar de las garras de esa mujer arácnida, teniendo para ello que alejarse de un padre al que adoraba, dedicó su vida por completo a la creación: de la pintura a la poesía, pasando por el manifiesto político y el art déco.
Porque tiene la hechura de una heroína contemporánea, la vida de Mina es también legendaria. Los anales del mundo se componen de muchas mentiras, pero en el corazón de un destino como el suyo hay una verdad superior, aquella con la que una persona ilumina la época que le toca vivir. Una existencia así no elude la fatalidad, pero tampoco escatima la voluntad necesaria para desdeñarla.
Al seguirla en su periplo apasionado, huyendo del tedio como de la peste, de Londres a Múnich, de Montparnasse a Nueva York, de Berlín a México, de Florencia a Aspen, pareciera que las sociedades que ella frecuentó fueron más libres, abiertas y, en el fondo, más audaces que la nuestra. De exceso en exceso, la belle époque, los Locos años veinte, la década de 1950, entre dos conflictos planetarios –con sus horrores y milagros incluidos– le enseñaron todos los matices de la experiencia humana así como el necesario fervor tenaz para plasmarlos, en forma de arte, en la vida. Históricos o personales,
aún me impresiona el sinfín de obstáculos tras los cuales la acechó la muerte.
Ahora ya saben por qué la aventura del espíritu que supone este libro no es tanto una biografía como un relato que tiene como eje central una figura ingobernable, lúcida y justa.
I aSpen, 1953
Todos los caminos de vuelta se han perdido en la ventisca. Arropada de nieve, Aspen se acurruca contra el invierno. Mina Loy pronto cumplirá setenta años, y las callejuelas fangosas que recorre le recuerdan a la Inglaterra victoriana de su infancia. Sólo hay una avenida adoquinada, los edificios no tienen más de dos plantas. Nueva York, de la que salió esa misma mañana, queda lejos ya. Tras la fiebre del oro, Aspen se convirtió en una de las ciudades fantasma de Colorado. Hasta que su pequeña estación de esquí y su universidad la resucitaron un poco. Cuando el promotor Walter Paepcke la atravesó durante la Segunda Guerra Mundial, vio todo el lujoso partido que podría sacarle como lugar de vacaciones. Encargó a Herbert Bayer y Frederikc Benedict, los dos yernos arquitectos de Mina, que rediseñaran la ciudad, cuya renovación no llevaría más de veinte años.
Cuando Mina llega a las Montañas Rocosas, la gente todavía viene a caballo desde el profundo Oeste. La gran mayoría de sus novecientos habitantes son granjeros o ganaderos. También están los artistas y los intelectuales del Instituto de Estudios Humanistas, la clase de universidad
utópica que atrae a los libertarios del país, pero no se mezclan con el resto de la gente.
Desde hace varios años, grupos de austriacos adeptos del esquí y algunas estrellas de Hollywood vienen a disfrutar de las dos pistas en servicio, para después arrellanarse, copa en mano, en los sillones sapo del hotel Jerome. De hecho, ¿no es Gary Cooper, con «Rocky», su mujer, el que acaba de entrar en el bar?
Mina no llama la atención por su notoriedad sino por sus vestidos de terciopelo hechos a mano y sus turbantes coronados con un escarabajo dorado.
Fritz Benedict era el hijo espiritual del maestro de la arquitectura moderna, Frank Lloyd Wright. Tenía un pequeño rancho en Aspen cuando Herbert Bayer se afincó allí con su mujer Joella y su cuñada Fabienne, las dos hijas de Mina, con el objetivo de «transformar la ciudad». Fritz, el futuro marido de Fabienne, será el creador de los doscientos edificios de esta renovación. Una de sus construcciones más emblemáticas es la casa de la cascada de Edmundson, que se reparte en dos niveles al borde del majestuoso salto de agua.
Mina asiste a la eclosión de la nueva Aspen, reflejo de la época que la promueve: la del ocio y la celebridad, el puritanismo y la obscenidad audiovisual, el consumismo eufórico de los años cincuenta. Sin llegar a condenarla, tampoco respaldará toda esa ostentación. Para ella, lo esen-
Mina frecuenta el Epicure, un nuevo restaurante enfrente del Jerome, destinado precisamente a aquellos que no ven con buenos ojos el aburguesamiento del único gran hotel de la ciudad. Sirven sopa y pasta a cualquier hora. Los carritos cromados de los postres exhiben tartas de cumpleaños de un llamativo color azul. Mina le sugiere al dueño que instale un jardín de invierno. Éste seguirá su consejo, y ella acudirá a leer allí todas las tardes. Poesía, las pasiones de su juventud: Yeats y Keats.
En la habitación que le ha reservado su hija Fabienne, justo encima del apartamento que ocupa con su marido, tiene el mismo batiburrillo que la rodea desde hace cuarenta años. Todo lo necesario para realizar sus creaciones, collages o ensamblajes, que dedica a los mineros desaparecidos –junto con los tramperos– en las fauces de la modernidad. Siempre esa cercanía con los relegados, los desheredados, desde los mendigos londinenses de su primera juventud hasta los jinetes de rodeo, pasando por los pilotos de stockcar, marginados ellos también por el impulso que sus yernos le están dando a la ciudad.
Durante mucho tiempo esperó de las personas que fueran encantadoras. Hoy prefiere que sean sinceras. El futuro ya no le interesa tanto como antes, sabe que no pasará en él el resto de
15 cial está en el corazón, en lo más hondo del cuerpo del tiempo, en la poesía, en la belleza perpetua, cambiante y viva de lo secreto de la vida.
su vida. El presente le parece muy niño comparado con otras épocas que ha conocido. No le interesa la televisión. No tardó en ver que oculta la belleza y la verdad. La prensa adormece con dramas sensacionalistas. Hay que ser millonario para tener un periódico, pero hay que tener uno para seguir siendo millonario. En cuanto a los políticos, ahora está peor visto decir una tontería que hacerla. Mina sigue considerando más graves los crímenes de los abogados que las faltas de ortografía de los escritores.
Le preocupa Israel, siempre al filo de la navaja: Fénix del éxodo, ¿qué te divierte de tu martirio para que quieras instalarte en él?,1 se pregunta en un poema. Sólo hay un dios que pueda salvar al género humano de la religión.
Aplaudió al hombre en la Luna. El país de Nueva York, esa plataforma de los mil cohetes, tenía que lanzar al cielo el del mito de la técnica. Las distancias se reducen al relámpago de la intemporalidad.
No aprueba la taxidermia del turismo, el mundo disecado en sus tarjetas postales, la naturaleza naturalizada, el planeta envasado al vacío. Pero todo eso está bien. El tiempo no salvará lo que se hace sin él.
Sus hijas le ponen una señorita de compañía. El pudor y la independencia de Mina chocan con
1. Todos las palabras o frases en cursiva provienen de las cartas, los textos en prosa y los poemas autobiográficos de Mina Loy.
la enérgica Billie Brondizi, cuyo nombre cantarín la fascina. Modelo de la escuela de arte, es de lo más desmañada y vive como una gitana. Algo que contraría a Fabienne y a Joella pero que gusta a Mina, pues así ha vivido siempre ella también. Billie le prepara los batidos de fruta y cereales que, preocupada por la dietética, Mina le enseña a hacer.
Cada noche escribe textos, poemas o breves piezas de ficción que se publicarán mucho después de su muerte. También lee, y busca en la lectura alegrías y penas que le son desconocidas y sin embargo muy íntimas.
No hace caso de los aduladores, su curiosidad recibe también otro nombre: el odio. Elude asimismo responder a sus prestigiosos conocidos del mundillo artístico, pero para ella recibir un ramo de flores es como abandonarse al abrazo de un ser querido. A los creadores los ve más como tenderos que como artistas. La novedad no es una cuestión de cronología sino una virtud perenne. Con Cravan, Duchamp, Pound, Joyce, Picabia, Gertrude Stein y Djuna Barnes conoció lo novedoso por excelencia: lo que regenera. Con ciertos artistas, el arte encuentra de pronto lo que buscaba desde siempre. La vanguardia por la vanguardia no es más que un mero déjà-vu. El «arte contemporáneo» no es lo suyo. Estaba muy bien abolir el academicismo venerado por la alta sociedad del siglo xix , pero no para convertirse en el academicismo por el que puja alto la del xx. Hay que alcanzar aquello a lo que muy
pocos aspiran, el suntuoso acabado de lo irreversible.
Su gusto por la soledad y su rechazo a toda impostura la mantienen al margen.
Se entera del fallecimiento de la libertina Louise Norton, a la que conoció en casa de los Arensberg a su llegada a Nueva York en 1917. Walter Arensberg, que elevó el mecenazgo al rango de las bellas artes, también falleció. Así como Muriel Draper, a la que conoció en Florencia, hace aún más tiempo. Se había convertido en una activista política implicada en la Guerra civil española y, tras la Segunda Guerra Mundial, el Comité de Actividades Antiamericanas le prohíbe todo compromiso militante.
Como el sol en el rostro, la raza de Adán danza sobre la tierra.
Los años transcurren lenta y agradablemente. Un poco de tedio en un poco de sol. Mina no se queja. La añoranza no tiene cabida en su corazón.
Viste un jersey y una falda de terciopelo marrón, un sombrero redondo y flexible de fieltro gris, medias negras y una capa beis a la que le ha cosido un ribete de piel de castor. Ha vivido mucho pero sin aparentar su edad. Nunca se ha roto nada. La enfermedad es una merma que la vida no ha añadido a los golpes que le ha dado. Sólo ha conocido el hambre, pero es la adversidad que da un halo de sorpresa a todas las banalidades de la vida material.
Miles de átomos forman su cuerpo todavía ágil. Su fricción le da calidez hasta en la voz. Se juntan entre sí para pensar, sonreír, amar y callar. Se desharán como se disipa un perfume. Ve poco a sus hijas. ¿Por qué les pediría que pasaran conmigo un tiempo que yo nunca les dediqué?
Recibe la visita de su indefectible amigo el poeta William Carlos Williams, que sufre depresión y acaba de salir del hospital Saint-Elizabeth, donde ha coincidido con Ezra Pound, otro viejo amigo, internado al final de la guerra –él por razones políticas, pese a las protestas de Mina. Los dos poetas se conocieron en la Universidad de Pensilvania. Bill le cuenta que Pound era un hombre cabal, solitario, sensible y culto. Jugaba al billar y al ajedrez. Hacía esgrima. «Conocerlo era como pasar de antes a después de Cristo.»
Más tarde, Pound interpretó a fondo el papel de loco, para poder decir lo que se le pasara por la cabeza, éxtasis o delirios por igual, pero tiró demasiado de una cuerda de la que al final todos querían verlo colgar. En Saint-Elizabeth le confió: «Si te internan sin estar loco, ya se encargará el manicomio de volverte majara.»
La visitan jóvenes estudiantes del Instituto de Estudios Humanistas y escritores de paso por la ciudad. Los recibe sentada sobre un edredón, mascando jengibre. Sólo parece de mal humor a ojos de quienes quieren tratarla como a una niña.
Su aire grave se disipa tras una sonrisa. Nada eclipsa lo que más ha brillado en sus gustos. En mi vida todo ha sido divertido salvo perder a Arthur Cravan, le dice a todo el que insiste en saber sobre su trayectoria.
No se muestra sin embargo tan tierna cuando evoca a Stephen Haweis, su primer marido, afincado en el Caribe. Lo llama el Enano. Hace tiempo que ya no lo desprecia, pero le guardará rencor hasta el final por haberse llevado a su hijo a las antípodas. Murió allí de cáncer, cuando sólo tenía catorce años.
Como quien no quiere la cosa, regala pequeñas lecciones de sabiduría paradójica a sus visitantes. La vida es una búsqueda vagabunda. Hay que destruir los propios prejuicios para no estar a merced de uno mismo. Coloread a vuestro gusto lo que os rodea. Hay que entenderse con la gente a la que se quiere, y ya está. Tratar de comprenderla sólo lleva al alejamiento y a la incomprensión. La verdadera generosidad consiste en aceptar la ingratitud de los demás. Hay que tener tiempo de aburrirse y no hacerlo nunca. La desesperación en líneas generales, pero el placer en detalle, en sumo detalle.
Con la edad ni siquiera el dolor golpea ya con tanta precisión como en la juventud. Mina descansa.
Los dos polos de su destino han sido dos talantes. Uno orientado hacia la ciencia del instante, sensible al bien y al mal, indiferente a la glo -
ria. El otro, inventivo, capaz de discernir bien los principios, un cero a la izquierda en sociedad como se es nulo en matemáticas, menos apto aún para la mentira pero semejante a un imán para el amor verdadero, decidido ante todo a ponerse en danza.
La muerte le es indiferente porque es tonta. Ignorarla hizo más llevadera su vida. Su vida y su muerte, de hecho.
Se zambulló en los rápidos de la existencia. Evitó las contracorrientes. Le extrañó que los muertos se mantuvieran a raya, y amó a los genios porque eran insaciables. Sintió una deliciosa compasión por el vacío. Morirá sin expresar otra cosa que poemas.
El final es estar satisfecho. La luz se atenúa, Mina escucha discos. Piano. Alfred Cortot. Fraseado directo al espacio abierto. También Sinatra.
Unos tipos fuertes van a su guarida a embalar unas pocas obras inéditas, tan frágiles que apenas pueden transportarse. Su viejo amigo Marcel Duchamp se las ingenia para organizar una exposición en Nueva York. Consigue también que le concedan un premio al conjunto de su obra. El animal de sangre fría que es Duchamp mostró con ella unas atenciones que escatimó con otros. Si volvieran a verlo, Cézanne y ella seguirían metiéndose con él: «Nunca hay que tener una idea al alcance cuando lo que se necesita es una sensación.»
Son muchos los que admiran a los genios más por su sufrimiento que por su genialidad. El que
está más solo es el más grande. Piensa en Cravan. Ya le llegará a él también. Hay momentos de revolución en que se reconoce el mérito de aquellos a quienes el poder condenaba y sus agentes ignoraban hasta entonces. Al poder no le importa la poesía pues desconfía de la verdad. Mina desconfía del poder. Arthur Cravan, su Fabian, lo detestaba. Hace mucho tiempo que para ella el silencio es su ausencia.
Todo tiene hambre de magia. Y si esa certeza es vana, si el mundo razonable la considera una estupidez, ella quiere seguir unida con secreta confianza a aquello que no se menoscaba por el hecho de ser irrisorio.
El día de su muerte, el 25 de septiembre de 1966, recibe una carta de un admirador, un monje trapense. Introversión imponente, silencio habitado, esa vida de retiro vigilante le habla como una lengua materna. Toma la mano de Joella, su hija mayor. Nunca he sabido quién eres. Sin duda pronuncia una frase que podría haberle dicho su propia madre en su lecho de muerte si hubiera tenido su franqueza. Muere muy tranquila, a los ochenta y cuatro años, en paz con el momento. Ese día lleva puestos unos zapatos de salón que ella misma se tiñó de dorado.
