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Tiende tu mano al pobre
Las personas en situación de pobreza están a nuestro alrededor. Solo hay que abrir los ojos para verlas. Estas personas siempre nos interrogan y cuestionan. De alguna forma siempre están ahí para que nos enfrentemos a una pregunta: ¿Mis actos son coherentes con mi fe?
Victoria Luque
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El 15 de noviembre próximo se conmemora la IV Jornada Mundial de los Pobres. Día dedicado especialmente por la Iglesia a reflexionar sobre este drama humano –la pobreza– que abarca a 1.300 millones de personas en todo el mundo, de las cuales, la mitad (663), son niños. A pesar de estos datos, el último Índice sobre pobreza Multidimensional, publicado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, apunta a una tendencia positiva, pues estima que 270 millones de personas han salido de la pobreza multidimensional en el último año, sobre todo en Asia meridional. El espectacular crecimiento económico de China y de otros países del Este de Asia ha conseguido que más de mil millones de personas salgan de la pobreza extrema en las últimas dos décadas.
La pobreza extrema ha dejado de ser la norma en los países del Sudeste asiático, en China y en la India, además de en el resto de continentes, y de todo ello hemos de congratularnos… pero África es otra historia. Millones de africanos siguen viviendo con menos de 1,9 dólares al día. Sin acceso a la educación, la salud, el agua corriente, el saneamiento, la electricidad, el transporte o las telecomunicaciones, mueren antes de cumplir los 40 años por enfermedades fácilmente tratables, experimentando hambre y desnutrición.
Por otro lado, si miramos a España, la situación se complica igualmente, así Intermón Oxfam en su informe «Una reconstrucción justa es posible y necesaria» calcula que la pandemia arrojará a la pobreza a unas 700 mil personas.
Esta ONG pone en el punto de mira a la población migrante, y señala que esta podría alcanzar una tasa de desempleo diez puntos por encima de las personas nacidas en España. Asimismo, indica que la probabilidad de perder el empleo por parte de la población migrante se dispararía al 145% en relación con la población de nacionalidad española, es decir, uno de cada tres migrantes podría engrosar la lista de personas por debajo del umbral de la pobreza. Una vez conocidos los datos, ¿qué podemos hacer nosotros los cristianos? Los datos en principio pueden apabullarnos, pero habría que descender a lo tangible, a las personas concretas con las que nos relacionamos cada día, y a sus necesidades imperiosas. La Palabra no deja lugar a dudas: «Si alguien ve a su hermano en necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo morará en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17). Las personas en situación de pobreza están a nuestro alrededor. Solo hay que abrir los ojos para verlas.
Estas personas siempre nos interrogan y cuestionan, de alguna forma siempre están ahí para que nos enfrentemos a una pregunta: ¿Mis actos son coherentes con mi fe? Y como comunidad cristiana estamos llamados a involucrarnos, a vivir la pobreza evangélica en primera persona, en primera línea, como ha dicho el papa Francisco en su Mensaje para la IV Jornada Mundial de los pobres:
«Tender la mano es un signo: un signo que recuerda inmediatamente la proximidad, la solidaridad, el amor. En estos meses, en los que el
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mundo entero ha estado como abrumado por un virus que ha traído dolor y muerte, desaliento y desconcierto, ¡cuántas manos tendidas hemos podido ver! La mano tendida del médico que se preocupa por cada paciente tratando de encontrar el remedio adecuado. La mano tendida de la enfermera y del enfermero que, mucho más allá de sus horas de trabajo, permanecen para cuidar a los enfermos. La mano tendida del que trabaja en la administración y proporciona los medios para salvar el mayor número posible de vidas. La mano tendida del farmacéutico, quien está expuesto a tantas peticiones en un contacto arriesgado con la gente. La mano tendida del sacerdote que bendice con el corazón desgarrado. La mano tendida del voluntario que socorre a los que viven en la calle y a los que, a pesar de tener un techo, no tienen comida. La mano tendida de hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad. Y otras manos tendidas que podríamos describir hasta componer una letanía de buenas obras. Todas estas manos han desafiado el contagio y el miedo para dar apoyo y consuelo.
Esta pandemia llegó de repente y nos tomó desprevenidos, dejando una gran sensación de desorientación e impotencia. Sin embargo, la mano tendida hacia el pobre no llegó de repente. Ella, más bien, ofrece el testimonio de cómo nos preparamos a reconocer al pobre para sostenerlo en el tiempo de la necesidad. Uno no improvisa instrumentos de misericordia. Es necesario un entrenamiento cotidiano (…)».
Y ese «entrenamiento» bebe directamente en la oración a Dios. La oración y la solidaridad con el que sufre van a la par, nadie da de lo que no tiene. El papa Francisco lo expresa con estas palabras: «El tiempo que se dedica a la oración nunca puede convertirse en una coartada para descuidar al prójimo necesitado; sino todo lo contrario: la bendición del Señor desciende sobre nosotros y la oración logra su propósito cuando va acompañada del servicio a los pobres». Por último, recordémonos unos a otros que toda persona, incluso la más despreciada, lleva en sí misma, impresa a fuego la imagen de Dios, así, practiquemos la acogida como forma de encontrarnos con el Señor de nuestra historia.
VIDA CONSAGRADA
La clave de BÓVEDA, de la pastoral VOCACIONAL
Alejandro Fernández Barrajón, mercedario
Dios nos ha predestinado a ser santos e inmaculados en su presencia. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justifi có; a los que justifi có, los glorifi có (Rom 8,29-30).
Como todas las cosas de Dios, esto de las vocaciones tiene mucho de misterio y paradoja. Porque Dios mismo es eso. Uno de los jóvenes seminaristas que estuvo conmigo, cuando fui formador y que era el que menos prometía, según el criterio de los hombres, porque casi nadie creía en él –de hecho, no fue admitido para entrar en el seminario diocesano de su diócesis–, es hoy un admirable y entregado consagrado misionero que lleva a cabo una labor eclesial y carismática de primer orden en un país muy empobrecido. Los hombres no creían en él, pero Dios sí.
Estoy convencido, cada día más, de que la mejor promoción vocacional que podemos hacer es mostrar, sin más, la autenticidad de lo que La mejor promoción vocacional que podemos hacer es mostrar, sin más, la autenticidad de lo que somos.
somos. Que los jóvenes puedan ver en nosotros, comunidades maduras, evangélicas, humanas y apasionadas por la misión. La clave de la oferta vocacional es que los jóvenes «vean».
Y como para muestra basta un botón, os voy a presentar dos botones que refuerzan que esto es así. Y que conste que no soy enemigo de programaciones y reuniones inacabables y actividades «vacacionales» para la pastoral vocacional, pero sí cuestiono que tanto ruido produzca tan pocas nueces. Vamos a ello.
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Mi amigo, ex alumno y paisano, el P. Tomás García, mercedario, es un misionero intrépido en Santo Domingo, donde lleva ya trece años y que se ha empeñado en un proyecto para recuperar a los niños limpiabotas al que dedica su vida por entero. Los técnicos de Manos Unidas, que han conocido in situ su proyecto, están encantados con el P. Tomás y le invitan a España de vez cuando para que dé su testimonio misionero en distintas diócesis, colegios, parroquias, a voluntarios de Manos Unidas, coincidiendo con febrero, el mes de la campaña contra el hambre. Este año ha vuelto a venir y ha pasado por Ciudad Real, Jaén y Guadalajara, hablando y promocionando la misión. Por donde va cautiva y cambia corazones. Tiene carisma. En Pastoral juvenil vocacional se diría: «Tiene gancho».
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Estuve con él en un encuentro con jóvenes en Ciudad Real, convocado por la diócesis. Había carpinteros, soldadores, informáticos, enfermeras… Y todos, sin excepción, quedaron prendados de la misión y con ganas de hacer una experiencia misionera. Porque Tomás les hablaba de la vida, de su vida y no de teorías y teologías de la misión, aunque también hagan falta. A los jóvenes les toca y les convence la vida auténtica y entregada, la vida en primera persona.
Sería bueno que tomáramos nota de lo que cautiva hoy a los jóvenes. No son las actividades vocacionales que organizamos, sino la vida que seamos capaces de transmitirles en nuestra vida y misión.
A la vuelta de Guadalajara, me comentaba Tomás que se había quedado impresionado de la acogida y afecto con que ha sido recibido por donde ha pasado y resaltó, especialmente, esta acogida en el noviciado de los hermanos de la Cruz Blanca. Tienen muchos novicios, me decía, y yo le preguntaba: «¿cuál crees que puede ser la razón?». Tomás me contestó sin dudar: «¡La fraternidad que se respira!». Esto es ver y esto es
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impactar. ¿Están todas nuestras comunidades preparadas y dispuestas para ofrecer este tipo de testimonio de sana fraternidad?
Vamos a otro caso. Paseaba con Tomás por Madrid. Había ido a una reunión con un constructor, que es un bienhechor de la misión, y les ayuda en el proyecto. Tomás estaba feliz porque le habían prometido, en esa reunión, construir una guardería en la misión. Pasábamos cerca de Villa Teresita y me dijo: «¿Quieres que visitemos a las hermanas?». Y llamamos al timbre. Nos abrió Geña, que nos recibió con inmensa alegría. Una joven religiosa que, con sus hermanas, dedica su vida a trabajar en favor de las mujeres de la calle y contra la trata. Mujeres valientes y carismáticas que no tienen problema de visitar en plena noche los polígonos donde se ejerce la prostitución para ofrecer su apoyo e información a las mujeres, muchas de ellas explotadas y engañadas. Un carisma impactante que es un magnífico reclamo vocacional. Allí es donde me dijo la hermana Mercedes: «Las vocaciones tienen que fraguarse en la misión». Toda pastoral para ser auténtica tiene que estar abierta a la vocación matrimonial, consagrada y laica, y ha de abrir caminos para que sea cada día más evangélica y más misionera.
Por estos ejemplos, y por otras razones, creo que la Pastoral vocacional adolece de excesivas ofertas, rebajas y comodidades. La mejor propuesta es poner a los jóvenes frente a la cruda realidad de la misión con el respaldo de una comunidad que sea humana, abierta y acogedora. Donde prime la persona y no la ley. «Venid y veréis» se ha convertido, ahora más que nunca, en el eslogan de toda pastoral. Una pastoral que ha de ser siempre vocacional para que sea auténtica pastoral. No hay una pastoral vocacional y una pastoral viuda. Toda pastoral para ser auténtica tiene que estar abierta a la vocación matrimonial, consagrada y laica, y ha de abrir caminos para que sea cada día más evangélica y más misionera.
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La clave de una auténtica vocación es la felicidad. La vocación innata del ser humano es la felicidad. Cuando los consagrados no somos felices difícilmente vamos a suscitar vocaciones. Porque los jóvenes no son torpes y no van a invertir su vida en un proyecto donde no ven felicidad ni esperanza.
No olvidaré, por curiosa, esta invitación que le hacía una monja contemplativa a unas chicas, con las que yo había ido a visitar a las madres al locutorio para que conocieran la vida contemplativa: «Hijas, a ver si alguna de vosotras se anima a entrar de monja porque, si no, no vamos a tener quien nos entierre».
La conclusión de una de las chicas era firme: «Yo no tengo vocación de enterradora». Y todos lo entendimos perfectamente.
Dadme una comunidad cristiana feliz, comprometida y madura y yo os daré vocaciones.
Pero si nuestras comunidades son pequeños castillos de invierno, con muchas llaves y con un buen foso defensivo, donde no nos falta nada, donde todo se hace secundario cuando hay un partido de fútbol, incluida la oración, donde cada uno se monta su pequeño reino de taifas y escasea alegría de la buena, no esperemos vocaciones, aunque las pidamos todos los días en la oración porque no las merecemos.
Los jóvenes no se impactan por consagrados perfectos y cumplidores, sino por consagrados humanos y fascinados por Jesucristo. Que recitan menos jaculatorias, pero están dispuestos a dejarse querer y a entregarse a los demás.
La dimensión afectiva de la vida consagrada, que es tan importante para los jóvenes, es todavía una asignatura pendiente. Los primeros cristianos atrajeron a muchos a la fe por su espíritu fraterno: «Mirad cómo se aman». Las comunidades de hoy somos, en general, muy educadas y cumplidoras, guardamos mucho las formas, pero no sé si puede decirse de nosotros con la misma contundencia: «Mirad cómo se aman». Y si no puede decirse eso de nosotros, es mejor que nos dediquemos a otra cosa.
Siempre he pensado que defraudar a un joven que quiere iniciar una experiencia de vida consagrada con nosotros y provocar su fracaso es un pecado muy serio porque podemos estar echando a perder una vocación que, en condiciones normales, hubiera podido florecer. Y acaba perdiéndose para nuestra congregación y para la Iglesia. Ya es grave que no merezcamos vocaciones, pero es más aún que malogremos las pocas que hay.