Clínica y Sociedad
Jaime Sebastian F. Galán Jiménez Victor Javier Novoa Cata
ClĂnica y Sociedad
Discurso, clínica y psicoanálisis
AUTO LESIÓN Clínica y Sociedad
Compiladores Jaime Sebastian F. Galán Jiménez Victor Javier Novoa Cata
México, 2018.
Primera edición, noviembre de 2018. Guanajuato, Gto. México. ____________________________________________
D.R. © Autolesión: clínica y sociedad Derechos reservados de las ediciones en castellano Editorial digital Revuelta Dirección: Alfredo Pérez Bolde s/n, Fraccionamiento Astaug C.P. 36250, Guanajuato, Gto. ____________________________________________
Diseño editorial: Aimee Mata
ISBN: 0000 0000 0000 0000 Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro idioma.
Agradecimientos
Se agradece a la Universidad Autónoma de San Luis Potosí por el soporte al proyecto “autolesión clínica y sociedad”, a la Universidad Guanajuato quien a través de la Editorial digital Re-Vuelta ha aceptado y apoyado en el proceso de edición y publicación de este libro, en especial al Dr. Antonio Sustaita quien con su constante ímpetu e interés ha logrado hacer este proyecto posible. Al Colegio de Psicólogos de la Zona Media. También se extiende un afectuoso agradecimiento al equipo de trabajo y colaboradores que participaron en la convocatoria, a la Mtra. Ana Lucía Arguelles de la Universidad Complutense de Madrid, a la Dra. Xochiquetzaly Yeruti de Ávila de la UASLP, al Mtro. Miguel Ángel de la Cruz, a la Dra. Marisol Ochoa de la Universidad Autónoma Nacional de México. Al Dr. David Pavón de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y la Dra. Hada Soria de la Universidad de Monterrey; para todas las personas involucradas gracias por su esfuerzo y trabajo.
Colaboradores
Arguelles Gutiérrez Ana Lucía. Estudiante del doctorado en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, Licenciada y maestra en psicología por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Ha impartido cátedra en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, entre otras universidades. De Ávila Ramírez Xochiquetzaly Yeruti. Doctora en psicología clínica por la Universidad Católica de Sao Paulo. Licenciada y maestra en psicología por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Actualmente docente en la Universidad de San Luis Potosí. Candidata a Sistema Nacional de Investigadores. De la Cruz Esparza Miguel Ángel. Doctorante y maestro en psicoterapia psicoanalítica por el Centro de Estudios en posgrado en Salud Mental. Realizó estancia académica con Ricardo Rodulfo. Actualmente docente en diversas universidades de San Luis Potosí y psicoterapeuta en su consultorio particular. F. Galán Jiménez Jaime Sebastián. Doctor en psicología por la Universidad Guadalajara. Licenciado y maestro en psicología por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Coordinador del Centro de Orientación psicológica, investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y Candidato a Sistema Nacional de Investigadores. Ochoa Elizondo Marisol. Doctora en historia por la Universidad Iberoamericana enfocada en análisis de violencia y criminalidad. Actualmente cursa el segundo año de posdoctorado adscrita al Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, imparte cátedra en el Colegio de Saberes. Pavón Cuellar David. Doctor en psicología por la Universidad de Santiago de Compostela y Doctor en filosofía por la Universidad de Rouen. Autor de múltiples libros, director de la revista Teoría y Crítica de la psicología. Actualmente profesor de tiempo completo en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y Sistema Nacional de Investigadores Nivel I.
Novoa Cota Víctor Javier. Doctor en fundamentos y desarrollos Psicoanalíticos por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor - Investigador de tiempo completo en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Autor de múltiples libros y miembro fundador de la asociación civil Inscripción Psicoanalítica. Soria Escalante Hada. Doctora en Psicología por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, actualmente investigadora en la Universidad de la Universidad de Monterrey. Directora y coordinadora de la revista Décsir y Candidata a Sistema Nacional de Investigadores.
Índice
1. El cuerpo en la filosofía occidental
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2. Aproximaciones psicoanalíticas a las autolesiones
43
3. Autolesiones y desviaciones: Un re-encuentro creativo entre las experiencias límites
67
4. Fantasma y pasaje al acto entramados en la clínica de lo autolesivo
78
5. Narcisismo y autolesión
85
6. Trastornos del límite: un caso a la luz de la verleugnung freudiana
95
7. La voz y el cuerpo: un caso de autolesión
109
8. El dolor por el deseo insatisfecho: “Lacri” y el sacrificio del cuerpo
139
Conclusiones
152
1. El cuerpo en la filosofía occidental. Jaime Sebastián F. Galán Jiménez y David Pavón Cuéllar
Autolesión: clínica y social
Por más inequívoco y evidente que parezca a primera vista, el cuerpo huma-
no puede concebirse de formas diferentes y contradictorias entre sí. Es posible
que se vea como real o imaginario, sensible o insensible, subjetivo u objetivo, superficial o profundo, consistente o inconsistente, material o ideal, aislante o
vinculante. La sustancia corporal estará unida o fragmentada, sometida o liberada, personalizada o mundanizada. El cuerpo será o no indisociable del alma, estará unido a ella o separado de ella, será su prisión o aquello que la libere.
Todas estas posibilidades y otras más han sido consideradas y justificadas en la historia de la filosofía occidental. Sin pretender exponerlas en su totalidad y
de manera exhaustiva, el presente capítulo explora tan sólo algunas de las más elaboradas, conocidas e influyentes. Cuestión que se ha considerado pertinente abordar para enmarcar el fenómeno de la autolesión.
A diferencia de trabajos anteriores próximos al nuestro, se analizan con-
cepciones del cuerpo que se han desarrollado en la esfera de la filosofía o que tienen implicaciones filosóficas a pesar de surgir en otros campos, como la so-
ciología, la psicología o el psicoanálisis. La decisión de atenernos al ámbito filosófico no implica que se ahondará en cuestiones filosóficas precisas como la
relación entre el alma y el cuerpo (v. g. Cyrulnik, 2007). Sin embargo, por más
general y amplio que sea este estudio, se distinguirá de aquellos que desbordan cualquier ámbito específico y que estudian la construcción social del cuerpo (Salinas, 1994; Barreiro, 2004), sus expresiones culturales (Planella, 2006) o
la historia de sus concepciones políticas, sociales y culturales (Courtine, Corbin
y Vigarello, 2005). Esta investigación también se distinguirá evidentemente de aquellas dedicadas a las concepciones del cuerpo en otros ámbitos, como el jurídico (Borrillo, 1994) y el psicológico (Schweitzer, 1992).
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Concepciones tradicionales: de Homero a San Agustín Homero (1998) se refiere tanto al cuerpo vivo, en lucha con otro cuerpo,
como al cuerpo muerto, “cuerpo en el que se extingue la vida”, que “se corrom-
pe” y por cuyas heridas “penetran las moscas” (p. 293). La principal diferencia entre el cadáver y el cuerpo vivo es que el segundo conserva el alma que lo
mantiene con vida. Una vez que pierde su alma [psique], el sujeto muere, y al
morir, puede ser testigo de la separación entre su cuerpo y su alma, “volando su alma desde su cuerpo a la mansión de Edes y llorando por su destino adverso,
su vigor y su juventud” (p. 336). Los relatos homéricos presentan un alma que
puede perderse: “se arriesga peleando” (p. 147), y se distingue claramente del
sustento corporal, pudiendo separarse de él, por ejemplo, cuando “abandona los miembros” (p. 212). Al desprenderse del cuerpo, el alma sigue existiendo en
el Hades, pero sólo “como una imagen vana e incorpórea” (p. 343). Es como si la falta de cuerpo fuera una carencia importante para el alma, lo que distingue claramente a Homero de Platón. A diferencia de la filosofía idealista platónica, la concepción homérica es la de un alma que requiere del sustento corporal para no ser una simple imagen vana.
El vínculo sustancial con el cuerpo no excluye que el alma, tal como se la
representa Homero (1998), sea por sí misma una entidad sensible, capaz de conmoverse, y extensa, como sitio en el que se ocultan los pensamientos. Sin
embargo, más que un órgano de la sensibilidad o un sitio en el que pensamien-
tos y sentimientos ocurren, el alma homérica parece corresponder a una “fuerza vital que anida en nosotros” (Charles, 1996, p. 134), que es “lo que se escapa del cuerpo al llegar la muerte” (Charles, 1996, p. 134). Podemos conjeturar
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que el alma, como fuerza vital, le aporta cierta unidad al cuerpo vivo, el cual, en Homero, suele aparecer fragmentado en su “piel” y en sus “miembros”, sólo
adquiriendo unidad por sí mismo una vez que ha muerto, que se ha convertido en un cadáver y que ya no requiere del alma para mantenerse unido.
Diógenes de Apolonia (499 – 428 a. C.) consideró que el aire, principio
material de todas las cosas, era un “eterno e inmortal cuerpo” (Diógenes, 1944,
p. 335) que podía revestir lo mismo una forma etérea como la del alma que una forma tangible como la del organismo corporal (Diógenes de Apolonia, 2007). Otro filósofo presocrático materialista, el atomista Demócrito (460 – 370 a.C.),
pensaba también que el alma estaba compuesta de aire, en este caso, átomos de
aire, y no aceptaba la distinción entre lo anímico y lo corporal sino para insistir en la existencia de los “firmes y bien arraigados lazos que el alma tiene en la
médula” (Demócrito, 2007, p. 351). Esta estrecha imbricación entre el alma y el cuerpo no le impidió a Demócrito diferenciar entre las “pasiones”, que residirían en el “alma” y serían curadas por la “sabiduría”, y las “enfermedades”, que afectarían al “cuerpo” y deberían ser tratadas con la “medicina” (p. 354).
Contemporáneo de Demócrito, el médico Hipócrates (460 – 370 a.C.) se
interesa particularmente en la cuestión de la enfermedad corporal y concibe al
cuerpo como ente biológico susceptible de enfermar o de mantenerse en buena
salud. Por más abarcador que aquí sea el cuerpo, no se confunde totalmente con el alma, como puede apreciarse en el aforismo 415, en el que Hipócrates (1999) describe:
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415. Mas el final verdadero de la vida llega cuando el calor
que la retiene, situado en la región supraumbilical sube por encima del diafragma y consume completamente toda la humedad. El pulmón privado de ella y lo mismo el corazón por la concentración de aquél en estas importantes vísceras, el
espíritu del calor, que enlaza el todo con el todo, exhalase en
el mismo momento y luego, escapándose el alma de su cárcel material, ya por entre los músculos, ya por los respiraderos de la cabeza, que tanto hacen por el mantenimiento de la
vida, deja por siempre el frío simulacro humano, compuesto todavía de carne, sangre y pituita. (p.65)
En este aforismo hipocrático, el alma es lo que se libera del cuerpo cuando
llega la muerte, mientras que el cuerpo es la cárcel material del alma. El médico traza una división clara entre el alma, como último aliento, y el cuerpo limita-
do y visible, compuesto de sangre, carne y pituita, humor o mucosidad. Como veremos a continuación, esta división habrá de acentuarse particularmente en Platón.
Platón (427 – 347 a. C.) coincide con Hipócrates al ver el cuerpo como
contenedor del alma y como algo sustancial diferente del alma. Sin embargo, a diferencia de Hipócrates, Platón ya no se representa el cuerpo como un campo
de estudio y de conocimiento. El cuerpo ya no es vía para llegar a la verdad, sino camino hacia el error. El mismo Platón (1969) afirma claramente que “el cuerpo
nunca nos conduce a la sabiduría” (p. 393). Por lo tanto, hay que apartarse de lo corporal, de lo físico y material, para conocer algo realmente.
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El conocimiento, como contacto con la idea y con lo inteligible, proviene del alma. Por otro lado, en la tradición de Parménides en la que se ubica Platón, el
cuerpo cambia, mientras que el alma permanece; “nuestra alma se parece a lo
divino, y nuestro cuerpo a lo que es mortal” (p. 404). El cuerpo es una mancha terrestre, efímera y visible, distante de lo divino y sustancialmente diferente del
alma. Sin embargo, en el ser humano, el alma está sujeta al cuerpo y restringida por él. Es así como Platón, en su dualismo corporal-anímico, presenta al cuerpo como una traba limitante para el alma.
En oposición al dualismo de Platón, Aristóteles (384 – 322 a. C.) ofrece
una visión monista en la que el alma y el cuerpo aparecen como dos aspectos, respectivamente formal y material, de una misma realidad unitaria (Aristóteles, 2004). No hay realización de la esencia de un ente corporal, o entelequia del
cuerpo, sin que intervenga el alma que realiza esa esencia en acto al animar al
cuerpo y darle cierta forma. En su Metafísica, Aristóteles (1978) concibe también al alma como “sustancia del ser animado”(p. 84), entendiendo sustancia como “causa intrínseca de la existencia de los seres que no se refiere a un sujeto”
(p. 84). Se puede decir, en este sentido, que los seres vivos existen corporalmente por causa de su propia sustancia anímica, la cual, realizando su esencia, les
permite ser bajo cierta forma. Es por eso que Aristóteles (1978) puede afirmar
que “el alma de los seres animados es la forma sustancial, la esencia misma del cuerpo animado, porque el alma es la esencia de los seres animados” (p. 124).
Por su parte, “el cuerpo y sus partes son posteriores al alma” (p. 125). Ésta debe preceder su manifestación corporal para ser “la esencia y el acto de un cuerpo” (p. 141).
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En contraste con Aristóteles y en concordancia con Hipócrates y con Platón,
San Agustín (354 – 430) se representó el cuerpo como una prisión para el alma,
y al referirse a la muerte corporal, celebró al alma “librada y desencarcelada de este cuerpo terrenal” (Agustín, 1972, p. 80). El alma agustiniana, mientras
permanece en el mundo, está “encerrada en estas clausuras carnales, desea salir
de ellas, luchando con su cuerpo, para que, salida de este destierro, goce de su propia tierra” (p. 87). El alma desea, pero su deseo no está puesto en el cuer-
po, sino en ella misma. El alma es en donde habita un deseo entendido como “amor de las cosas invisibles” (p. 105). El alma aparece como algo cercano a lo divino, que se manifiesta como invisible, como incorpóreo, lo que nos remite a la filosofía platónica. En Agustín, lo mismo que en Platón, la vida es caduca y
transitoria, y el cuerpo es débil y mortal, además de ser puramente aparente en
su exterioridad. Para Charles (1996), San Agustín empleó una dicotomía parecida a Platón, pero agregando la distinción “en términos de interior/exterior.” (p. 137).
Concepciones modernas: Descartes, Nietzsche y Freud En la tradición dualista de Platón y Agustín, el filósofo moderno francés
René Descartes (1596 – 1650) concibe el alma como la parte racional, perceptiva y cognoscente, y el cuerpo como extensión, como parte física, material y extensa, en la cual acontecen sucesos mecánicos. Estos sucesos son los “movimientos del cuerpo” que “se reflejan en el alma” a través de la “pasión” (Descartes, 1968, p. 23). Como sabemos, Descartes ofrece una filosofía que parte de la primera persona, del yo del filósofo, quien se refiere a sí mismo como una sus-
tancia, alma o cosa pensante, cuya naturaleza y esencia es el pensar. Esta alma se
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distingue claramente del cuerpo, cosa extensa, en el que se encuentran diversas
funciones y acciones “que pueden realizarse en nosotros, sin que pensemos en
ellas y, por consiguiente, sin que contribuya en nada nuestra alma” (Descartes, 1968, p. 58).
En la perspectiva cartesiana, si bien hay una escisión mente-cuerpo, tam-
bién una interacción, un cuerpo que permite que las cosas lleguen al alma o a la
conciencia, y una conciencia que se percata de un cuerpo y que no puede hacer esto con respecto al sentir de otro cuerpo, ya que está ligada al cuerpo que la contiene. Sin embargo, esta relación interactiva entre la mente y el cuerpo no
implica de ningún modo una confusión. De hecho, según Charles (1996), Descartes viene a terminar con tal confusión, ya que:
plena conciencia de ser inmaterial implica percibir distinta-
mente la fisura ontológica que existe entre los dos, y eso implica captar el mundo material como simple extensión. El
mundo material, en este caso, incluye el cuerpo, y llegar a
ver la verdadera distinción requiere desvincularse la habitual
perspectiva encarnada, dentro de la cual la persona corriente tiende a ver los objetos que la rodean (p. 161).
La concepción cartesiana del cuerpo domina una tradición filosófica mo-
derna que recibe uno de sus más profundos y decisivos cuestionamientos en Friedrich Nietzsche (1844-1900). En la filosofía nietzscheana, el cuerpo es re-
valorizado a costa de un alma que se convierte en una simple idea y que deja de monopolizar la función de fuente de vida. El cuerpo es origen de su propia
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vida, se da su propio ímpetu, su vigor y su fuerza, pero puede sufrir los efectos
debilitantes e incluso mortíferos del pensamiento. Esto lo que ocurre, en los términos del propio Nietzsche (1998), con “esos conceptos falaces, esos con-
ceptos auxiliares de la moral”, como es el caso del “alma” o el “espíritu”, que
sólo servirían para “arruinar fisiológicamente a la humanidad” al “no conceder importancia a la autoconservación, al aumento de la fuerza corporal, es decir,
a la vida” (p.114), y al hacer “un ideal de la anemia” (p. 114) e interpretar “el desprecio del cuerpo en términos de «salud del alma»” (p. 114).
En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche (1968) desafía la tradición filosófica
al negar la inmortalidad del alma, que “estará muerta más pronto aún que el
cuerpo” (p. 13). El filósofo también realiza un elogio del cuerpo, cambiando completamente su noción filosófica anterior, y haciendo que deje de estar su-
jeto al alma. Ya no es el alma la que se libera del cuerpo con la muerte, sino el cuerpo el que se libera del alma en su vida. De modo retrospectivo, es el cuerpo el que desesperó del cuerpo, el que “palpó con los dedos del espíritu extraviado
las últimas paredes”, el que “desesperó de la tierra” y “oyó hablar al vientre del ser” (p. 22).
En la filosofía nietzscheana, el cuerpo y sus entrañas, el vientre del ser, se
sustituye a la cosa pensante cartesiana. La cosa pensante es también extensa, física, material y corporal, y ya no es cárcel del alma como en Hipócrates, Platón y Agustín, sino que ocupa el lugar del alma y piensa y siente en lugar de ella. El
cuerpo desempeña el papel principal, mientras que el alma y su mundo, “el ‘otro
mundo’, ese mundo deshumanizado e inhumano, que es una nada celeste, está bien oculto de los hombres; y el vientre del ser no habla al hombre sino
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es como el hombre”, y “el Yo habla del cuerpo, y quiere el cuerpo” (Nietzsche, 1968, p. 23).
El Yo nietzscheano habla del cuerpo y quiere el cuerpo. Para Nietzs-
che(1968), ni siquiera puede existir un Yo sin el cuerpo. Quienes reniegan del
cuerpo y prefieren una vida imaginada, un alma que no tienen y desean, lo ha-
cen porque su cuerpo es un despojo, algo que no han empleado y que no han valorado, por lo cual les es fácil y hasta conveniente desear que exista otra vida en la cual el cuerpo no esté en juego. Sin embargo, según las palabras del propio Nietzsche, “ellos (quienes reniegan del cuerpo) también creen más que en nada
en el cuerpo, y su propio cuerpo es lo que miran como la cosa en sí” (p. 24), pero “cosa enfermiza es ese cuerpo suyo, y de buena gana saldrán de su pellejo” (Nietzsche, 1968, p. 24).
La aportación crucial de la filosofía de Nietzsche (1968) podría sintetizarse
en su tajante afirmación: “todo yo soy cuerpo y nada más; el alma no es sino
nombre de un algo del cuerpo” (p. 24). El cuerpo se convierte así en lo más
abarcador, lo más importante, algo que uno es y que le permite ser, pero que está afectado por conceptos como los del alma y la moral, que debilitan al mis-
mo cuerpo del que surgen y que los hace posibles. En esta perspectiva, ya no es el alma la que anima al cuerpo, sino el cuerpo el que moviliza al Yo, al sujeto,
a un alma que ya no es más que algo del cuerpo. Si el alma consigue debilitar al
cuerpo, es el propio cuerpo el que se debilita. La lucha tiene lugar en el campo corporal que todo lo abarca, en el cuerpo que “es una razón en grande, una
multiplicidad con un solo sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor” (Nietzsche, 1968, p. 24).
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Contemporáneo de Nietzsche, Freud viene también a dar un giro a la con-
cepción médica y filosófica tradicional del cuerpo, considerando que lo psíquico
o anímico, irreductible al plano de la conciencia, está inmerso en el cuerpo, el cual, a su vez, se encuentra constantemente afectado por lo anímico. Alma y cuerpo resultan entonces tan inseparables entre sí como en Aristóteles. En este sentido, Freud (1986/1888) habla de una acción recíproca entre lo anímico y
lo corporal, y forja conceptos que están entre lo uno y lo otro, que tienen rasgos de ambos y que no pueden abstraerse de ninguno de ellos, como es el caso de la pulsión, el síntoma y específicamente la conversión histérica (1986/1896).
Tan llamativa es también la participación del cuerpo en ciertos estados
anímicos descritos por Freud, entre ellos los afectos, que éstos pueden llegar a mostrarse como simples exteriorizaciones corporales. Esto se pone de mani-
fiesto, por ejemplo, en las mencionadas formaciones sintomáticas. Ya desde un principio, Freud (1986/1888, 1986/1896) considera que la hipnosis modifica el
cuerpo, y esta modificación habrá de encontrarse también en las innovaciones técnicas posteriores (1986/1913).
En El yo y el ello, Freud (1986/1923) consideró que el cuerpo propio, sobre
todo en su superficie, es un sitio en el que se originan experiencias internas y
externas. Esta idea va más allá de la distinción previa entre el exterior corporal y el interior anímico. La misma distinción es cuestionada por la concepción freudiana en la que el cuerpo interviene como un objeto y se relaciona estrechamente con la vida inconsciente, mientras que el Yo, como conciencia y como esen-
cia-cuerpo, no es tan sólo una superficie, sino la proyección de una superficie
cuya referencia anatómica radicará en las partes del cerebro ligadas al lenguaje.
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Maurice Merleau-Ponty Las ideas freudianas, nietzscheanas y cartesianas marcarán decisivamente
aquellas reflexiones contemporáneas sobre el cuerpo en las que se intenta ir
más allá de concepciones tradicionales que han seguido imperando tanto en
la ciencia como en las ideologías dominantes que vemos confluir en el senti-
do común. Uno de los autores del siglo XX que rompe con las concepciones tradicionales fue el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty (1908-1961). En
su Fenomenología de la percepción, muestra una gran originalidad al examinar múltiples aspectos del cuerpo: su carácter de objeto y su exploración a través de la fisiología mecanicista, su experiencia y su lugar en la psicología clásica, su
espacialidad y su motricidad, su síntesis como ser sexuado y como expresión de la palabra (Merleau-Ponty, 1945/1993).
Para Merleau-Ponty (1945/1993), desde su “punto de vista acerca del
mundo”, el cuerpo aparece “como uno de los objetos de este mundo” (p. 90). Sin embargo, al mismo tiempo, el filósofo reconoce que no habla de su cuerpo
“más que en idea” (p. 91). El cuerpo es idea en la palabra y no sólo objeto en
el mundo, concepto expresado y no sólo realidad objetiva. Pero aun como rea-
lidad objetiva, el cuerpo está penetrado por la expresión y por la palabra, por el concepto y por la idea: “la conciencia del cuerpo invade al cuerpo, el alma se
difunde por todas sus partes, el comportamiento desborda su sector central” (p. 94). Desde el punto de vista contrario, el cuerpo aparece como una “máquina bien limpiada”, sin rastro anímico difundido en su extensión, con el alma “inmediatamente unida al cerebro y sólo a éste” (p. 95).
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En uno u otro caso, el concepto de alma es empleado con relación al ser, pero este ser aparece necesariamente mediado por el cuerpo. Es por el cuerpo que el alma puede salir del espacio lógico de la abstracción y ser de modo concreto en
un lugar determinado. Merleau-Ponty aclara incluso que el cuerpo es “el vehí-
culo del ser-del-mundo, y poseer un cuerpo es para un viviente conectar con un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse continua-
mente con ellos” (p. 100). Es el alma la que así existe a través del cuerpo hasta el punto de que se borra la frontera entre lo corporal y lo anímico. La indistinción es tal que “la unión del alma y del cuerpo no viene sellada por un decreto
arbitrario entre dos términos exteriores: uno, el objeto, el otro, el sujeto” (p. 101).
Merleau-Ponty habla también sobre el cuerpo en el espejo, el cual, aunque
simulando un cuerpo táctil, es un cuerpo visual en el que sólo puede verse ya
sea el cuerpo sin los ojos o los ojos sin el cuerpo. Se trata entonces de un cuerpo seccionado por la mirada, y “cuando quiero colmar este vacío recorriendo a la imagen del espejo, ésta me remite aún a un original del cuerpo que no está ahí,
entre las cosas, sino de este lado de mí, más acá de toda visión” (Merleau-Ponty, 1945/1993, p. 109). El cuerpo ve además de ser visto, imagina además de ser
una imagen. El cuerpo se observa en el mundo, pero es igualmente un lugar desde el cual es posible observar. En otras palabras, el cuerpo es “objeto del
mundo”, pero es además “aquello gracias a lo cual existen objetos” (p. 110), así como un “medio de nuestra comunicación” con “el mundo” (p. 110). Esta idea también se encuentra en las concepciones del cuerpo como “mediador de un mundo” (p. 162), como “nuestro medio general de poseer un mundo” (p. 16) y
como forma de “estar anudado a un cierto mundo” (p. 165). Pero estas concepciones del cuerpo no deben hacernos olvidar que “yo no estoy delante de
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mi cuerpo, estoy en mi cuerpo, o mejor, soy mi cuerpo” (p. 167). Al insistir en
esto, Merleau-Ponty adopta una posición próxima a la de Nietzsche, en la cual, recordemos, el cuerpo es lo más abarcador, es mi ser y engloba mi alma.
Merleau-Ponty se refiere igualmente al cuerpo sexuado. La sexualidad
hace que el cuerpo se perciba de un modo particular que lo distingue de cual-
quier otro cuerpo no sexuado. Esto es así porque “la percepción objetiva está
habitada por una percepción más secreta: el cuerpo visible está subtendido por un esquema sexual, estrictamente individual, que acentúa las zonas erógenas, dibuja una fisionomía sexual” (Merleau-Ponty, 1945/1993, p. 173). Lo percibi-
do no es un objeto de conciencia o de conocimiento, sino que aparece como un
blanco u objetivo, como un objeto de ansia, deseo y acción. En otras palabras, “la percepción erótica no es una cogitatio que apunta a un cogitatum; a través
de un cuerpo apunta a otro cuerpo, se hace dentro del mundo, no de una conciencia” (p. 173).
La última cuestión que Merleau-Ponty aborda es la del cuerpo en relación
con la expresión y específicamente con la palabra. Al igual que la palabra, el
cuerpo tiene capacidad expresiva. Puede llegar a expresar lo mismo que la pala-
bra, pero su expresividad es más fundamental, ya que “expresa a cada momento la existencia”, tal como “la palabra expresa el pensamiento” (Merleau-Ponty,
1945/1993, p. 182). Se piensa porque se existe en el mundo, que es aquello en lo que se piensa al existir, existiendo a través del cuerpo que lo relaciona a uno
con todo aquello en lo que se piensa. Esta relación es un compromiso corporal: “me comprometo con mi cuerpo entre las cosas, éstas coexisten conmigo como sujeto encarnado, y esta vida dentro de las cosas nada tiene en común con la
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construcción de los objetos científicos” (p. 202). No se trata de una elaboración explicativa conceptual, sino de una experiencia comprensiva existencial que es
puesta por Merleau-Ponty en el mismo nivel que la percepción ordinaria: “es por
mi cuerpo que comprendo al otro, como es por mi cuerpo que percibo cosas” (p. 203). Tanto en la percepción de un objeto como en la comprensión de otro
sujeto, hay una “experiencia del propio cuerpo” que “se opone al movimiento reflexivo que separa al objeto del sujeto y al sujeto del objeto, y que solamente nos da el pensamiento del cuerpo o el cuerpo en realidad” (p. 215). Jacques Lacan Un connacional y contemporáneo de Merleau-Ponty, el psicoanalista Ja-
cques Lacan (1901-1981), plantea una teoría del cuerpo centrada en los tres registros de lo real, lo simbólico y lo imaginario, los cuales, siendo indisociables
entre sí, forman un nudo borromeo (Lacan, 1974). Lacan distingue un cuerpo de
lo imaginario que se inscribe y se conforma en la imagen especular, un cuerpo
de lo simbólico que se ve constituido y determinado por el lenguaje, y un cuerpo de lo real que no se puede situar en ninguna dimensión identificable y que no
aparece de un modo que pueda saberse y expresarse (Lacan, 1976). De estas manifestaciones corporales, la única objetivable, cognoscible o enseñable es la
imaginaria, pero ésta implica un sustrato real y está organizada y cifrada por una serie de factores que remiten a un sistema simbólico.
El desciframiento de la imagen, que se detiene en el sentido, es lo primero
que puede ofrecernos una intuición de lo que hay que simbolizar (Lacan, 1973). Por lo tanto, para poder incursionar en lo simbólico, se debe partir de una
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referencia corporal imaginaria, siguiéndose así el movimiento originario que
permite ingresar en el lenguaje a través de la imagen del cuerpo. El reconocimiento da lugar a una serie de identificaciones que llevan al sujeto en la
dirección de lo simbólico en lo que se aliena su cuerpo (Lacan 1957/1999). La sustancia corpórea debe alienarse para poder encarnar el significante con el
que se identifica el sujeto y que lo representa para otro significante de la estruc-
tura del lenguaje. De ahí la alienación constitutiva del cuerpo de lo simbólico, como cuerpo del Otro, en la teoría psicoanalítica lacaniana.
El cuerpo de lo real se demuestra por no tener sentido (Lacan, 1974). El
sinsentido confirma que el cuerpo en cuestión está fuera de lo simbólico y que no puede simbolizarse más que a través de enigmas, paradojas o vaguedades
que evidencian el carácter inaprehensible de lo real. Pero esto no quiere decir que el cuerpo de lo real, tal como lo concibe Lacan, sea independiente de lo simbólico. El lenguaje, al encontrarse con el cuerpo, es el que le hace decir todo
aquello que desborda el lenguaje, que va más allá de sus posibilidades expresivas y que se pone a cuenta de lo real porque no puede asimilarse a lo simbólico.
En palabras de Lacan, lo real es “el misterio del cuerpo que habla, es el misterio
del inconsciente.” (Lacan, 1972/1989, p. 158). Este misterio puede aparecer a
través de síntomas, lapsus o sueños, y siempre, de modo general, en un malentendido que indica la forma esencial de aparición del aspecto real del cuerpo (Lacan, 1980).
Lo real no se presenta sino anudado con los otros dos registros. En su anu-
damiento, puede llegar a convertirse en algo que insiste de un modo negativo, que falta incesantemente en lo imaginario y que no deja de no escribirse en lo
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Autolesión: clínica y social
simbólico. Se trata de algo que, al reanimarse, obstaculiza todo intento de en-
tablar un contacto intersubjetivo, correspondiendo a ese algo que es el falo, que obedece a la castración simbólica y que asegura la inexistencia de la relación
sexual (Lacan, 1973). No hay relación y la sexualidad es intrínsecamente defici-
taria porque lo real del cuerpo sexuado ha sido radicalmente desalojado y sólo aparece como resto u orificio, en los bordes o apéndices, en reminiscencias de
una mirada o del seno materno, en piezas u objetos desprendidos que escapan al sujeto.
El cuerpo de lo simbólico es el nombrado y alienado en el lenguaje, el cuer-
po que se habita y que permite la emergencia del sujeto en el “intercambio simbólico” por el que “se vincula entre sí a los seres humanos” (Lacan, 1981/1953,
p. 215). Por lo tanto, el efecto de lenguaje, que es también un efecto corporal,
precede toda percepción de sujeto que pueda autorizarse a sí misma por ser aprehensión de conciencia. Para que haya conciencia, debió haber primero len-
guaje, cuerpo y sujeto, y es por eso que ni el lenguaje ni el cuerpo ni el sujeto
pueden llegar a ser aprehendidos por la conciencia. La preceden, la determinan y la fundan, y es así como constituyen el inconsciente en el sentido en que lo entiende el psicoanálisis. Es a través de este inconsciente que se manifiesta el
cuerpo de lo simbólico, el cual, por lo tanto, no puede ser objeto de conciencia, lo que no supone, desde luego, que sea inexpresable o inefable. Por el contra-
rio, el cuerpo de lo simbólico es la expresión misma del lenguaje, y cuando
se habla del cuerpo en lo simbólico, no se habla de modo metafórico (Lacan, 1969/1992).
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Finalmente, para pensar en el cuerpo de lo imaginario, se debe considerar
que lo real y lo imaginario actúan en el mismo nivel, lo que Lacan (1981/1953)
ilustra mediante la suposición de que “un espejo es un vidrio”, y quienes lo ven “se ven en el vidrio y ven los objetos que están más allá”, de tal modo que hay
una “coincidencia entre ciertas imágenes y lo real” (p. 214). Tal coincidencia es la que aseguraría la “relación entre nuestras imágenes y las imágenes” (p. 214)
cuando “evocamos una realidad oral, anal, genital” como “imágenes del cuerpo humano, y de la humanización del mundo, su percepción en función de imáge-
nes ligadas a la estructuración del cuerpo” (p. 214). Estas imágenes únicamente pueden percibirse a través del espejo, pero se requiere la superficie especular para que aparezcan en el reflejo imaginario del cuerpo, el cual, por más imaginario que sea, nunca es exclusivamente imaginario.
En el psicoanálisis lacaniano, a diferencia del discurso médico, el organis-
mo y el cuerpo no coinciden y tampoco son una misma cosa. Mientras que el organismo es algo dado al nacer, el cuerpo, en sus tres dimensiones real, simbó-
lica e imaginaria, no existe por sí mismo, sino que es algo que se crea y que sólo tiene la posibilidad de crearse hasta que ocurre un encuentro con el lenguaje (Grases, 2005). El origen de la creación de un cuerpo radica precisamente en
el corte que la palabra opera sobre lo real, separando así el cuerpo y el organis-
mo, y permitiendo la entrada en lo simbólico. Sin la violencia de lo simbólico sobre un organismo, sin el gesto de la cuchilla del lenguaje, sin esta separación,
pérdida y/o corte, no existiría sujeto ni cuerpo, y sin ellos, tampoco habría su expresión más precisa, el síntoma que está en el centro de la teoría psicoanalítica (Cruz, 2006).
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Otras concepciones del cuerpo en los siglos XX y XXI Por más representativas que sean de la perspectiva intelectual de la actua-
lidad, las concepciones del cuerpo de Lacan y de Merleau-Ponty no alcanzan a englobar ni siquiera una pequeña fracción de los múltiples sentidos que ha adquirido el cuerpo en la reflexión contemporánea. En esta reflexión como en las anteriores, la determinación histórica de la representación del cuerpo ha sido
evidente y decisiva, suscitando una gran variabilidad irreductible a una sola representación e inabarcable para una sola perspectiva. Rojas y Sternbach (1997)
consideran con razón que “las determinaciones de época penetran hasta los
reductos más íntimos de la subjetividad: así, el cuerpo y la sexualidad mismos se historizan” (p. 19). Cada momento histórico, en efecto, define ciertos modos predominantes de relación del ser humano con el cuerpo propio y el cuerpo del
otro. En todos ellos, el imaginario social modela los cuerpos y se expresa direc-
tamente a través de ellos e indirectamente a través de la manera en que se les representa y se les concibe en la filosofía o en la ciencia. No obstante, aun entre
quienes aprecian la importancia de la historicidad, la corporeidad y la esencia de la sexualidad suelen ser percibidas como un sustrato natural e inmodificable a través de los tiempos.
Entre quienes reconocen actualmente las modificaciones históricas del
cuerpo, muchos han sido influidos por el psicoanálisis y especialmente por la
teoría de Jacques Lacan. Tal es el caso de Díaz (2003), quien vincula el enfoque lacaniano con el foucaultiano y explica las transformaciones en el concepto de
lo corporal a partir del poder del Otro sobre el cuerpo. Es el Otro, como lenguaje o sistema simbólico de la cultura, el que incidiría sobre el cuerpo a través de
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ciertos dispositivos de poder como los analizados por Foucault. Entre estos dispositivos, habría los que se relacionan sucesivamente con el suplicio y con el
castigo, con la expiación y con la rectificación, el resarcimiento y la disciplina (Foucault, 1981). Tales dispositivos, según Díaz (2003), reducirían el cuerpo a
un objeto, a un instrumento o medio subordinado a los propósitos de expresar el escarmiento o corregir al criminal. Una vez que ha cumplido con su función
expresiva o correctiva, el cuerpo ya no es más que puro deshecho con el que se
puede llegar a confundir el criminal, borrándose su condición de sujeto y tratándosele como puro objeto que se mortifica y soporta la tiranía y la crueldad.
La condición de ser humano del criminal es denegada. Aunque se reconozca la
pertenencia del cuerpo a un sujeto sensible, se ignora el sufrimiento causado
por el abuso, a la vez que se niega la condición humana de quien sufre, quien aparece a menudo como ser indigno, inhumano y monstruoso.
En la perspectiva foucaultiana, tras el escarmiento y la disciplina del cuer-
po individual, llegamos al actual control del cuerpo social de las poblaciones
(Foucault, 2000a). Este control no libera al cuerpo de la disciplina, así como
tampoco excluye otros avatares de la corporeidad. Consideramos particular-
mente que el momento histórico presente se caracteriza por una modificación constante del cuerpo y por una metamorfosis vertiginosa de su concepto.
Al ocuparse de la misma condición cultural posmoderna del cuerpo hu-
mano, Jameson (1991) considera que la figura humana vive actualmente una
nueva estética, sentida como incompatible con la representación espacial del
cuerpo humano. Habría una fetichización del cuerpo en la que los seres huma-
nos aparecerían como simulacros inanimados de color carne. El mundo perdería
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momentáneamente su profundidad y amenazaría con tornarse una superficie brillosa, una ilusión estereoscópica, un flujo de imágenes fílmicas carentes de densidad.
La fetichización posmoderna del cuerpo a costa del mundo, tal como la
describe Jameson, fue también considerada por Lipovetsky (nacido en 1944),
especialmente en sus reflexiones en torno al neo-narcisismo. Esta forma pos-
moderna de narcisismo configura el cuerpo como una realidad indiferenciada, una imagen global que hay que mantener con salud y en forma (1990/2004). En una actitud narcisista predominantemente masculina, más sintética que analítica, se muestra poco interés por el detalle, y raras son las regiones parciales
del cuerpo que despierten una preocupación propiamente estética. En su obra
clásica, La era del vacío, Lipovetsky (2000) también consideró que se vivía con un cuerpo narcisista que perdería “su estado de alteridad, de res extensa, de materialidad muda, en beneficio de su identificación con el ser-sujeto, con la perso-
na” (p. 60). Esta personalización y subjetivación del cuerpo hace que “el cuerpo por sí mismo se convierta en una finalidad en sí” (p. 62) que “existe para sí” y posee una cierta “autorreflexividad” (p. 62). El cuerpo se vuelve autoconscien-
te, se percibe y experimenta, y debe poder expresarse y comunicar. Y de pronto hay que amarlo y escucharlo. De ahí emanaría la voluntad de redescubrir el cuerpo desde dentro, la búsqueda furiosa de su idiosincrasia, es decir, el mis-
mo narcisismo como agente de psicologización del cuerpo, como instrumento de conquista de la subjetividad del cuerpo por todas las técnicas contemporá-
neas de expresión, concentración y relajación (Lipovetsky, 2000). Por último, en La tercera mujer, Lipovetsky (2002) muestra cómo la localización facial de la
belleza fue reemplazada por una ubicación corporal. En esta segunda ubicación,
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primero habría predominado lo esbelto y saludable, pero luego se enfatizaría lo atemporal y anti-gravitacional del cuerpo como entidad imaginaria, identificada con su imagen, y como parte del nuevo mercado.
El actual aspecto imaginario del cuerpo ya había sido considerado por otro
pensador asociado al movimiento posmoderno, Jean Baudrillard (1929-2007),
quien reconoce la existencia de un cuerpo psicológico, inhibido y neurotizado, como espacio de fantasía y de alteridad en el que se realiza la identidad del su-
jeto atrapado por su imagen. La representación imaginaria del sujeto aparece como una materialización corporal del significado que se atribuye. El resultante
cuerpo imaginario surgiría en una situación en la que todo se ve subordinado al propósito de “producir sentido, hacer significar el mundo, hacerlo visible” (Baudrillard, 1988/2001, p. 54). Esta misma situación es aquella por la que
se explica la histeria, en la cual, para Baudrillard (1998), el cuerpo interviene
como “un obstáculo para la seducción: seducción pasmada de su propio cuerpo, fascinada por sus propios síntomas, que sólo pretende pasmar a su vez al otro,
en un lance que engaña y que no es sino el psicodrama patético –si la seducción es un desafío, la histérica es un chantaje” (p. 114). Después de la histeria en la
que el cuerpo se presenta metafóricamente como significación del chantaje y
del obstáculo, habrá otras materializaciones corporales de significado que pre-
dominarán en ciertas épocas. Paralelamente, llegados al momento posmoderno,
tenemos también un proceso de vaciamiento de sentido en el que vemos cómo el cuerpo deja de ser “metáfora del alma” o “del sexo” para convertirse en “me-
táfora de nada”, lo que no excluye que sea “lugar de la metástasis, del encadenamiento maquinal de todos sus procesos, de una programación al infinito sin organización simbólica, sin objetivo trascendente, en la pura promiscuidad por
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sí misma que también es la de las redes y los circuitos integrados” (Baudrillard, 2001, p. 13).
A través del pensamiento posmoderno, el cuerpo tiende frecuentemente a
fragmentarse, descarnarse y asimilarse al goce libidinal. Cualquier residuo or-
gánico puede parecer entonces, como lo ha notado Rodríguez (2004), “un lastre primitivo” que debe ser convertido en “experimento de ingeniería genética” y expandido ”con prótesis tecnológicas”, lo que daría lugar a “mutantes conectados a la Red, cyborgs que proclaman la era post-cuerpo de lo transhumano” (p. 44).
Esto hace conjeturar al mismo autor que tal vez, “en el albor del nuevo milenio, el cuerpo haya dejado de ser un dato natural e inmutable; el cyborg, el mutante
y el clon nos observan desde un decorado que no parece ya de ciencia ficción” (p. 133). En el mismo sentido, a partir de la noción del hombre post-orgánico
de Paula Sibilia, Lafranconi (2006) considera que las nuevas tecnologías, in-
mersas en la ciencia teleinformática y en las de la vida (genética, neurociencia,
biología molecular), están afectando la forma en que pensamos la corporeidad y su funcionamiento, el cual, después de corresponder a la mecánica material del hombre-máquina en la sociedad industrial, estaría transformándose en un procesamiento inmaterial de datos en la sociedad de información. Llegaríamos
así a “la digitalización del olfato, el tacto y el gusto, el patentamiento de genes,
los psicofármacos destinados a la reprogramación y el resurgimiento de la eugenesia”, todo lo cual constituiría una “matriz en que la impolítica, entendida
como el conjunto de dispositivos de poder que apuntan a la población, se reacomodaría sin sobresaltos” (Lafranconi, 2006, p. 136).
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Es el poder el que intenta o pretende liberar al cuerpo de cualquier sus-
trato biológico y orgánico, reduciéndolo a una simple superficie, apariencia, exterioridad sin interioridad, pero elástica y expansible a través del consumo de materiales y componente ajenos a él. De ahí la influencia de la publicidad en la conformación del cuerpo actual.
Conclusión Es posible distinguir ciertos ejes rectores en la recién desplegada visión
panorámica sobre la manera en que el cuerpo ha sido concebido en la filosofía
occidental. En las concepciones dualistas de Hipócrates, Platón, San Agustín y
Descartes, el cuerpo se ve separado tajantemente del alma. Lo anímico, valorizado a costa de lo corporal, aparece como lo puro, lo incorruptible y lo eterno,
lo esencial o lo verdadero, lo racional o lo pensante, mientras que lo corporal se
ve degradado a una condición quizá extensa, pero impura, corruptible y mortal, accidental e ilusoria o engañosa. De modo paralelo, en las mismas concepciones dualistas, el cuerpo se ubica en el polo receptor o pasivo, mientras que el alma,
como aquello por lo que se ve animado el cuerpo, se encuentra en el polo activo.
Detectamos reminiscencias de este dualismo en la representación foucaultiana
del cuerpo como aquello sobre lo que se ejerce el poder, el control y la disciplina.
En contraposición al dualismo corporal-anímico, tenemos las concepcio-
nes monistas en los que se descarta la diferenciación entre el cuerpo y el alma. Podemos distinguir aquí, por un lado, las filosofías monistas-materialistas de
Diógenes de Apolonia y de Demócrito, en las que alma es tan corporal como
el cuerpo, y por otro lado, una fenomenología monista idealista como la de
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Merleau-Ponty, en la que el cuerpo es una idea, siendo así tan ideal como cualquier otro contenido del alma. Otra orientación monista, muy diferente de las
anteriores, es la que encontramos en Lipovetsky y en su descripción de la actual personalización o subjetivación del cuerpo reapropiado por el sujeto y así fundido con su ser.
Entre los polos dualista y monista, tenemos un espectro de concepciones
filosóficas del cuerpo en las que se reconoce una distinción en el seno de la identidad común entre el cuerpo y el alma. Tal es el caso de Homero con su formu-
lación implícita de un vínculo sustancial entre el alma y el cuerpo, así como su representación deficitaria del alma sin cuerpo como una imagen vana. Es algo
análogo a la teoría aristotélica del alma como forma y entelequia o realización de la esencia de la materialidad humana corporal. Esta materialidad, tal como la concibe Aristóteles, se realiza en el alma. De ahí que la actividad anímica sea indisociable del cuerpo. Esta idea se ve radicalizada en dos autores modernos
y críticos de la modernidad que tampoco se dejan caer en los extremos del monismo y del dualismo. Uno de ellos es Nietzsche, para quien el cuerpo es todo aquello que tradicionalmente había sido el alma: cosa sensible, pensante y fuen-
te de vida. Sin embargo, en la perspectiva nietzscheana, el cuerpo es también esclavo del alma, y por tanto distinto del alma, lo que no excluye que el cuerpo
y el alma sean indistintos en otro nivel, ya que el primero tiene todas las funciones de la segunda. El otro autor moderno que se mantiene en la frontera entre
la distinción y la indistinción del cuerpo y del alma es Freud, el cual, aunque parta de la distinción entre lo anímico y lo corporal, termina aceptando la indistinción en categorías como la pulsión y la conversión.
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Freud y Nietzsche permiten ir más allá del monismo y del dualismo. Pre-
paran así el terreno para concepciones complejas del cuerpo como la de Lacan, en la que el cuerpo simbólico, vinculante y con sentido, aparece como el alma corporal de un cuerpo real sinsentido. Mientras que la teoría lacaniana parece reabsorber las nociones de alma y cuerpo en un cuerpo en el que distingue las
dimensiones real y simbólica, Baudrillard prefiere desvincular totalmente lo aní-
mico de lo corporal en una concepción del cuerpo como algo que deja de remitir
metafóricamente al alma. Los atributos mismos del cuerpo tienden a disiparse en el pensamiento posmoderno, en el cual, como lo vimos a través de Jameson, el cuerpo terminaría perdiendo su espacialidad y vería fatalmente rebajado a
un simple simulacro inanimado de color carne. Es en este sentido que el cuerpo es abordado en este libro, no como uno estático sino con múltiples funciones, lecturas y aproximaciones.
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