Hawking y el final de los tiempos

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Hawking y el final de los tiempos Eduardo Blandón

He leído en días pasados que para Hawking la probabilidad de vida inteligente es baja. Según los estudiosos, el astrofísico consideraba que la vida apareció como una especie de lotería, un golpe de suerte en un universo en el que priva el caos y tiende a la entropía. Por ello, creer que haya vida en otros planetas es casi un absurdo, solo concebible en el mundo de la ficción o en el imaginario exacerbado de los directores de cine. Menos mal, diría un amigo, soñando con el exterminio de la raza voraz. No hay desgracia en la noticia, lo oigo bufar, nada más perniciosos que los homínidos. De hecho, insiste, los hombres (y mujeres) no solo son una peste pululante, sino una auténtica parva de descerebrados que bien les valdría desaparecer de la faz de la tierra. “Una bomba atómica es lo que necesita la humanidad para empezar de cero. Eso sí, no debe quedar ni uno solo para que haya un verdadero inicio”, acierta molesto. Hawking es tan pesimista, al parecer, como mi apocalíptico socio. Lo expresa en la convicción del espíritu destructivo de la comunidadsapiens. Los humanos, desde su filosofía, somos partícipes de una vocación parasitaria orientada a fagocitar. Por ello soñamos, en nuestro afán aniquilador, colonizar otros planetas, para seguir extendiendo el instinto de muerte y ánimo suicida. Somos una auténtica bomba de tiempo.


En lo que a mí respecta, oscilo entre la inocencia que espera en los hombres y la desilusión de la maldad humana. Cuando estoy próximo a las lágrimas frente al heroísmo de un santo o la bondad de un niño, el acto hipócrita de los que viven en la mentira me recuerda la mala levadura de la naturaleza pervertida. El sabio no se equivocaba, somos seres destinados a la desaparición. Tenemos un plazo fatal, dice Hawking. “La humanidad tiene un margen de mil años antes de autodestruirse a manos de sus avances científicos y tecnológicos”, aseguraba. Y quizá sea menos, por fortuna, celebraría mi amigo, si se alinean los astros. Algo así como la casualidad de la contemporaneidad de Trump, Putin y Kim Jong-un. Un cóctel de la muerte que aligeraría cualquier vaticinio optimista de los milenaristas. Mientras se cumple la profecía de Hawking, debemos soportar con estoicismo las tragedias propias de la vida: un presidente descafeinado, sectores a favor del latrocinio y sinvergüenzas políticos vendidos al mejor postor. No es nada halagüeño, pero es lo que nos toca, padecer de a poco hasta que los humanoides consigan su proyecto.


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