El alacrán es Juan

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El AlAcrรกn Es JuAn

JuAn Antonio cAnEl cAbrErA


Juan Antonio Canel Cabrera El Alacrán es Juan

Edición de autor © Juan Antonio Canel Cabrera Correo electrónico: jcanel27@gmail.com Guatemala, marzo de 2012

Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio, sin autorización escrita y con fierro del autor. A quienes contravengan esta prohibición, los iremos a traer (con El Alacrán), pie con jeta y, previo crosh, se les enviará al calamaco sin derecho a trago, chancuaco ni visita conyugal. Impreso y hecho en Guatemala.


Casi biografía de Juan Villagrán Marín

Juan Antonio Canel Cabrera


El autor agradece a Perseo historiador de lucha libre, por facilitar algunas de las fotos utilizadas en este librĂ­n y por la correcciĂłn de algunos datos consignadas en el texto.


¡Qué chilero se siente, ya concluida mi etapa de luchador, desempacar los recuerdos. Los invito a que me acompañen en este recordatorio.

A Canel le conté mis rollos y él se encargó de ponerlos en bonito. Aquí encontrarán tristezas, alegrías, triunfos, derrotas pero, sobre todo mi amor por la vida.


AquĂ­, en portada de la revista La Hora Dominical del 30 de julio de 1978; aparezco junto a MĂĄscara de Hierro.


Aquí estoy, todavía virguito en la lucha, con mi traje mostaza, la capona negra y sin haber perdido máscara ni cabellera. Me miro chilero, vaá.

Esta foto es de cuando me llevó la tiznada y perdí la máscara frente a El Escorpión, en 1972.


Perdí la máscara por un error. Como pueden ver, a El Escorpión lo tenía bien jodido. Casi le había quitado la máscara y estaba todo penqueado. Pero como dice el dicho, el que pispilea, pierde.

Aquí se mira mejor cómo tenía de puzpo a El Escorpión.


Una de las satisfacciones mĂĄs tuanis que tuve fue haber ganado el Campeonato Centroamericano y del Caribe de Lucha Libre.

Esta foto es de cuando estaba en mi apogeo. Estoy retando a JosĂŠ Azzari, que no se anima a subir.


Aparezco con mi hijo, El Alacrán Junior. Me pone triste ver esta foto porque, aunque es triunfal el momento, él ya no está en este mundo.

Bueno, chatos, antes que se me arrejunten y salgan las de cocodrilo, mejor me pongo a chambear. Ojalá les guste este librito del mentado Juan Antonio Canel Cabrera.


Número Nombre de capítulo

Página

1 La lucha libre

13

2 Toma de réferi

17

3 Soñando la lucha

23

4

Juan Pelos

33

5 La nostalgia

41

6

En acción

51

7

El jolgorio

63

8

El Alacrán Junior

75

9 La vida continúa

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1- La lucha libre El globo que aparece en esta foto debe estar dirigido a la persona de la derecha.

A

Antes de entrar a la lucha libre, peleé como boxeador. Aquí estoy recibiendo un jab, en pleno pocillo, de José Humberto Gómez, más conocido como chepe campeón.

bro la puerta para salir a la calle; siento un aire muy fresco que pasa corriendo y, como cartero atrasado en su recorrido, me deja miles de mensajes remitidos desde mi infancia. Volteo mi cara para ver la dirección de su camino pero sólo observo la perspectiva diluyéndose en un paisaje hecho con pinturas de un impresionismo vaporoso. Hago una inspección por 13


las paredes de mi vida y advierto: así como hoy lucen tapizadas por la literatura, durante los años de mi infancia y toda mi adolescencia estuvieron preñadas de afiches con luchadores, fotos autografiadas, revistas de lucha libre, los graffiti insolentes y máscaras de seda cubriendo a veces mi cara para sentirme héroe en medio de la pobreza que me rodeaba. Todas mis divagaciones estaban orientadas a convertirme en el redentor de la familia, en la salvación del barrio y en el orgullo de mi país. Mi madre trabajaba de manera denodada; mi padre, por más que se empeñaba en incrementar los ingresos, sentía una rabia enorme porque miraba flotar a la familia muy lejos de la realidad soñada por él. La adolescencia abrió una puerta para la subversión en mi conciencia y creí, con convicción, en todo lo que atentaba contra el sistema. Pistolas de plástico escondidas bajo la chumpa, pelo largo y actitudes delincuenciales componían el formato de mi personalidad. Y en ese sentido, la lucha libre representaba una forma pública con la cual identificarme, sobre todo con los luchadores rudos. Fui imitador de todo lo emparentado con la insolencia: golpes bajos y violación de las reglas; irrespeto al árbitro, provocación de la rabia contraria... Nada hubo, ni la dulzura de mi madre, capaz de atraerme al redil de la bondad y el orden. En ese ámbito admiré a un luchador guatemalteco que encarnaba, para mí, todo ese fuego juvenil incitándome a saltar la talanquera de los preceptos: El Alacrán. Había en él la fuerza suficiente para evocar al histórico Atila montado en Othar (subespecie de caballo) con su poder desafiante, arrasador y determinante. Se decía que por donde pasaba Othar no volvía a crecer la hierba. Cada movimiento de El Alacrán en el ring me parecía un ademán del rey de los hunos aguijoneando a sus huestes para socavar el imperio romano. Sus victorias me llenaban de un gozo marginal muy intenso. Verlo a él era ver a Atila cruzando el congelado río Rin en la noche fatídica del 406, eufórico, sólo cubierto con una piel de animal feroz, bajo el arco triunfal de la noche invernal. Nada quedaba parado a su paso y no hubo poder terrenal capaz de detenerlo. Yo mismo fui un huno gritando desaforadamente en las gradas del gimnasio donde luchaba. Todo era euforia, desenfreno y adrenalina. 14


Sentado en el graderío y viendo las luchas en las cuales El Alacrán peleaba los domingos, cada grito emitido, cuando él le asestaba un golpe al enemigo, lo sentía como si su brazo, sus pies y su agilidad fueran una extensión de toda esa fuerza juvenil luchando dentro de mí por expresar mi desenfado e irreverencia. Era la protesta por la suerte de haber nacido pobre y soñador. Esa fue, pues, la salida drenadora del veneno que me sofocaba en las instancias de mi juventud. Me encantaba ver al público odiando al rudo, lanzándole improperios, invocándolo para ser benigno pero en el fondo, disfrutando de su propia crueldad, insanía, furia y cólera insatisfecha. El luchador era el espejo retratándonos a todos pero ninguno quería aceptar públicamente esa imagen. Para mí, en ese entonces, el Gimnasio Teodoro Palacios Flores, donde se celebraban los encuentros de lucha libre dominicales, era el escenario del mundo. Allí se representaba sin tapujos toda la vida. Nada de filosofía, política o diplomacia. En ese recinto estaban todo el bien y todo el mal reunidos para oficiar el ritual de la existencia. A nadie allí congregado le era posible quedarse sin sufrir o gozar hasta las lágrimas. Gritos, sillas lanzadas sobre los luchadores, objetos contundentes amenazando la integridad de los del bando contrario, chiflidos, insultos y una paranoia general eran los símbolos de ese lenguaje encargado de exorcizar toda la energía acumulada del ciudadano común y corriente. Luego, de manera mágica, cuando la sangre había corrido, cuando todos habían satisfecho su hambre de violencia, se terminaba el espectáculo. Una pila de sillas destrozadas era la cauda de la insurrección. Vencedores y vencidos, fanáticos de un bando y del otro salían del gimnasio como si la vida apenas empezara; agotados por la dosis de adrenalina provista por los mismos cuerpos y satisfechos porque la subsistencia diaria hubiese estado tan bien representada. Santos en paz; «calabaza, calabaza, cada quien para su casa». Ya había tema para conversar toda la semana y esperanza para volver el próximo domingo a dirimir los deseos de venganza siempre acumulados. Allí estaba el tema para los diarios y revistas de lucha. Las columnas quedarían pobladas de consignas y censuras; de alabanza para la caballerosidad de los luchadores técnicos. Todos, hacedores de ese brote de güiri-güiri parecían sacerdotes predicando la lucha del bien contra 15


el mal. Y yo pensaba: la lucha debía ser al revés. O que el mal fuera el bien, y el bien el mal. O no existiera ni bien ni mal sino cada quien gozara de total libertad para hacer lo que le diera la gana sin ser etiquetado como bueno o malo; o todo lo contrario, como dicen los charros mejicanos. Sin embargo, el mundo tiene su cerco. Nada hay eterno, aunque tengamos la duda; todo evoluciona o se extingue. Y de esa manera, mi vida salió del capuchón de la adolescencia y rompí, de forma aparente, mi relación con la lucha libre. La literatura, sentida al principio como una corriente subterránea, emergió con fuerza y, de ese modo, entré en un mundo donde los libros fueron los nuevos reyes de mi vida. Las novelas se convirtieron en la fuente fresca de la cual bebí la existencia. Y movido por esa corriente autodidacta, comencé a hacer literatura y periodismo... hasta el día de hoy. Sin embargo, en estos momentos, vuelvo la vista hacia las viejas cajas contenedoras de revistas y recortes de lucha libre. Y al observarlas, brota la sonrisa encargada de signar mi nostalgia.

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1- Toma de réferi

U

n día de septiembre de 2003, mientras almorzaba en el extinto comedor El Calamar, de la zona 5, su dueño Marco Tulio López se acercó a mí; interrumpiéndome un buche de raspante aguardiente, apto para potenciar el gozo de la comida, me dijo, como conspirando: «vos, hay un cuate que te quiere 17


conocer.» Yo, acostumbrado a sus bromas, le dije: «Mejor que sea cuata». Sin embargo, movido por la curiosidad, le inquirí: «¿Quién es, vos?» Él, con una sonrisa de negociador satisfecho, me dijo: «Es El Alacrán-cran-cran». De inmediato mi mirada corrió a encontrarse con los ojos pensativos del luchador al que siempre saludaba pero con quien no tenía una relación amistosa. Luego, acompañado de Maco, como si fuera su presa cazada, fui a sentarme a la mesa alacranezca. Frente a frente. Un fuerte apretón de manos se encargó de ahorrarnos miles de palabras hasta que me dijo: «Me gusta su columna periodística que publica los martes y los viernes en Nuestro Diario.» En seguida, reponiéndome de la sorpresa, le conté del viejo interés emotivo por la lucha libre y del recuerdo de sus faenas en el ring. Hubo mucha calidez en sus palabras y, mientras me hablaba, lo vi a los ojos; de inmediato, intuí: dentro de El Alacrán hay una historia merecedora de contarla. Un torrente extraño, cargado de sabrosa añoranza, me recorrió como regando los recuerdos niños y adolescentes, fruteciendo de manera casi espontánea. Pensé en el territorio de la lucha libre desierto pero, atónito, vi cómo la primavera reverdecía frente a mí y me mostraba lo contrario. Esa vitalidad de El Alacrán, corriendo diariamente más de diez kilómetros, me dio cierta envidia porque yo no recorro ni uno. Después de ese primer encuentro ocurrieron otros esporádicos hasta que, en un convivio fuera de temporada, nos juntamos; él, como para hurgar la conversación, comenzó a contarme algunas anécdotas de su vida de luchador. Las pláticas sostenidas después se multiplicaron; frutecieron nuestras parrafeadas y el terreno se abonó con recuerdos, experiencias y expectativas. Entonces comencé a descubrir todo lo que venía envuelto en tanta sencillez anecdótica. Y, claro, confirmé mi intuición primaria y no se diluyó en el ácido de mis pensamientos. La historia de El Alacrán, Juan Villagrán Marín, debía contarla; debía escribirla. La vida, no por sencilla esconde a los audaces; de esa cuenta, a veces, al conducir motocicleta o pasar en carro por la «Calzada de la Paz» lo veía a él corriendo para hacer ejercicio y mantenerse en forma y refrescar sus más de 60 años bien cumplidos. 18


En ese frecuente cruzar nuestros caminos, pensé muchas veces en escribir algo sobre la vida de Juan Villagrán, El Alacrán. La idea rondó con insistencia mis meandros cerebrales y me aguijoneaba para decidirme a hacerlo. Al escribirlo creí, podría agradecerle a la vida el gozo y libertad de esos años de mi vida adolescente y, a la vez, celebrar la vida de personas como él, encargadas de mi diversión y de proveer mis alforjas con experiencias que, después, me serían tan importantes como escritor y periodista. En octubre de 2003, casi flotando por la noticia que le iba a dar, llegué a su barbería. Él estaba sentado en la banqueta de la calle, frente a su peluquería, sobre un pequeño banco y leía el periódico. Personas adultas y jóvenes al pasar en el bus o en automóvil lo saludaban: «¡Adiós Alacrán!» Y con un movimiento de manos y una sonrisa, él respondía esas palmaditas verbales de la gente. Después abrió la reja protectora de la entrada y me invitó a pasar. Yo sentí la emoción experimentada la primera vez que fui al gimnasio a ver una pelea de lucha libre. Mis ojos llegaron a todos los objetos pobladores de la peluquería como una sonda estudiándolos. A la vez escuchaba la voz de Juan como si se tratara de un testimonio judicial del cual no debía perderme ni una palabra. Todos los objetos, lo sentí, habían germinado allí mismo, sin que nadie los hubiese llevado, y proveían el ambiente de una atmósfera espacial en la cual yo podía moverme con toda comodidad; como si, dentro de una burbuja, manejara mi trayectoria y decidiera dónde situarme. Advertí el panorama; pude recorrer con facilidad cada uno de los trescientos sesenta grados que lo abarcaban. Fue como estar en Krakatoa, después de la desolación que arrasó con toda la vida animal y vegetal y, de pronto, ver cómo de ese suelo pétreo surgía la sonrisa de la vida. Le formulé muchas preguntas sin que él me cuestionara el motivo por el cual se las planteaba y eso me hizo sentir gran confianza. Su voz pausada parecía la de un shamán hablando, con sólo ver los ojos de su interlocutor, de las cosas intuidas y necesarias de decir en ese momento. Cada ademán suyo parecía un ritual ceremonial, aunque extraño, muy familiar. Luego, como para abrir el tapanco de su memoria, comenzó por contarme la razón de las rejas que protegían la entrada a su barbería. 19


Comparó los tiempos pasados con los actuales y puso énfasis al decir que antes las barberías se abrían a las seis de la mañana y se cerraban a la una de la madrugada. A él, en ese entonces, tal horario le pareció cruel porque era un niño que debía esperar acurrucado en el sillón de la barbería la llegada de los clientes de su padre. Aparecían después de salir del cine, a las diez o doce de la noche. Ahora lo ve como un signo de confianza de la gente de esa época para transitar sin peligro por las calles citadinas a la hora que fuera, solo o junto a los amigos, sin temer por los peligros planteados hoy en cada calle. Y, desde esa esquina de sus palabras, cruzó para decirme: —Tuve que enrejarme porque un día, entró un par de ladrones a robarme. Yo estaba pelando a un amigo que se llama Raúl cuando, de repente, se pararon frente a la puerta dos tipos; uno le dijo al otro: «Vos, me voy a cortar las greñas». Y diciendo eso entró y se metió hasta el fondo de la peluquería y sacó la pistola. Entonces el otro entró y cerró la puerta. Entre las cosas que se llevaron, cargaron con mi viejo pasaporte; en esas páginas constaban mis salidas a los países donde fui a pelear; además, un dinero que estaba apartando celosamente porque mi nieta iba a cumplir quince años y ese iba a ser mi regalo para ella. También cargaron con mis máquinas Yo me había cortado la cola que siempre me hacía en el pelo y eso, creo, los hizo no reconocerme. Al final, uno de los ladrones se percató de mi identidad y después de observarme titubeó; entonces se fueron para no darse más color. Desde entonces me volví a dejar la cola; de repente, me la vuelvo a cortar; ya no me luce, creo, y además, no son mis tiempos de peleador de lucha libre en los que debía ser feroz, infundir odio en los aficionados y ser el malo de la lica. Y aquí me tenés tras la reja que mi cuate, Haroldo Luna, en su taller situado a la vuelta, en la 36 avenida 23-15 de la zona 5, me hizo para que yo me protegiera. Valga el comercial. —¿Cuál fue el origen de tu nombre deportivo «El Alacrán»? —Pues... hace años, no sé si vos te recordás, venían a Guatemala muchas historietas llamadas chistes. Fueron revistas 20


ilustradas con dibujos que hicieron la gloria de muchachos y adultos. Gozaban de mucha popularidad quizá porque la televisión no se había extendido tanto como hoy. Una de esas series de revistas se llamaba Chanoc: Nombre del personaje principal y, además, constituía la personificación del bien y de la justicia. Hubo, también, un personaje contrapuesto como el malo: El Alacrán. Y como a mí me gustó, lo adopté como mío. Se quedó para siempre dentro de mí. A tal grado que, si te das cuenta, es poca la gente que me dice Juan Villagrán. Casi todos me nombran, a secas, «Alacrán»; hasta los chiricitos que pasan frente a la puerta, al verme, me dicen: Adiós Alacrán. Luego de una conversación muy amena, que fue, como se dice en lucha libre, una «toma de réferi», le dije: —Vos, Alacrán, quiero escribir algo sobre tu vida y la lucha libre, ¿qué te parece? —Ala, vos —me respondió—, sería el mejor regalo de mi vida. Y estoy, pues, cumpliendo con entregarle a «El Alacrán» lo que él considera el mejor regalo de su vida.

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3- Soñando la lucha

M

e metí a la lucha libre porque la llevo licuada en la sangre, y por necesidad. Desde pequeño se me prendió como una chaquirria incurable. Aunque primero quise ser boxeador profesional, eché la reculada porque tuve mala racha. No tuve 23


buena estrella, como después en la lucha libre. A tal punto que llegué a ser el luchador guatemalteco más contratado. Como luchador sí tuve ángel. En realidad, sólo una vez boxeé como profesional y, después de esa experiencia, me desilusioné del box. Recuerdo que un tal Johny Castle organizó una función de boxeo, no recuerdo si en Mazatenango o Retalhuleu. Él me invitó a participar y yo, felizón porque iba a debutar, acepté. En ese tiempo era costumbre organizar en los pueblos veladas de box; para mí, como boxeador, fue un fracaso. Como yo no sabía cómo era el asunto, me fui con el tal Jhony Castle y, de paso, me llevé a un amigo; yo digo que ha de tener algún parentesco conmigo por el apellido Roberto Villagrán; le decíamos «Kid Veneno». Íbamos ilusionados al pensar que peleando ganaríamos algo de dinero para ayudar a nuestras jodidas economías. Pero, como dice el viejo refrán, «fuimos por lana y regresamos trasquilados». El Johny Castle no nos dio nada por pelear. Y ya estando allá, se hizo humo y lo perdimos de vista. Nos quedamos «sin el mico y sin la montera». Total, tuve que vender mis zapatos de boxeo para poder regresar a Guatemala. Y mi compa Roberto también hizo lo mismo que yo, con el fin de ajustar para nuestros gastos. Entonces se me quitó a mí la intención de continuar como boxeador. En mi mente comenzaron a tratar de generarse otras formas de sobrevivencia pero todas las iba descartando. En parte porque la emoción del ring me producía cierta nostalgia. En esas rondas del pensamiento andaba cuando conocí a Faki Raki, Máscara Roja, y a Caperusa quien fue mecánico de aviones. Ellos aparecieron en mi camino y se encargaron de meterme de lleno al redil de la lucha que siempre combiné con el de peluquero porque mi viejo, Genaro Villagrán, desde que fui chavito me enseñó el oficio de volar «clines» en su barbería El Fígaro, en la 14 calle central del barrio El Gallito, en la zona 3 de la ciudad de Guatemala. A mi papá le encantaba la marimba; de esa cuenta, y como también era un poco sordo, a veces se pasaba un cacho con el volumen del radio cuando sonaba el programa Chapinlandia de la 24


TGW, que lo emitían a las diez de la noche; a tal grado que una vez, en el noticiero Guatemala Flash, lo reportaron por ponerle mucho volumen al chillón. Así era la introducción: «Con la dulce vibración criolla, de sus cálidos ritmos y sus tristes...» Recuerdo que mi papá, quizá porque yo debí ser muy travieso, me untaba de riendazos casi a diario con un chicote de alambre trenzado. Era la costumbre en ese entonces; a uno lo educaban con rigurosidad para que, como decían, no agarrara el mal camino. «Pan y palo» era la consigna. Por tal circunstancia, a mí me costaba zafar bulto para jugar con mis amigos. Sin embargo, la oportunidad de liberarme de ese control llegaba dos o tres veces a la semana cuando don Emilio, un amigo zapatero de mi padre, se aparecía en la peluquería para jugar a las damas. Yo veía la gloria porque mi viejo me despegaba los ojos de encima y podía liberarme de preocupaciones. ¿Y sabés a dónde iba? A jugar guantes con mis amigos, a echar y que me echaran reata. Eso sucedió desde que tuve siete años; a esa edad creo que comenzó a metérseme la ponzoña de la lucha. De esa cuenta a mí me gustaba echarme penca en la calle. Fui una especie de peleador callejero en miniatura. Lo anterior no quiere decir que no me gustaran otros juegos; lo que pasó fue que yo sentía que todo lo que me rodeaba era hostil. Por ejemplo, volé barrilete pero sólo porque algún cuate me daba colazo. Sí, porque yo no llegaba a tener nada de eso. Hacíamos carritos de los carrizos que servían para enrollar hilo, que se le hacían incisiones en la orilla y le metías un hule adentro y se lo enrrollabas y cuando el hule se iba desenrollando, comenzaba a caminar. Así eran los famosos carritos de carrizo. De patojo, lo que no me costaba ni dinero ni puteadas, ni penqueadas sucedía en tiempo de invierno, vos. Yo hacía mis barquitos de papel con primor; cada doblez era como una caricia que yo hacía; luego, bajo los pepitazos de agua, salía a la puerta, a la orilla, cuando se formaban aquellas correntadas y ponía mis barquitos a que navegaran; en seguida veía como partían en medio de la turbulenta correntada e iban a morir en la boca del tragante... esa era uno de 25


mis juegos favoritos. Y capirucho. Y los juegos que nos hacían a todos varones; recuerdo los famosos desconecta, electrizado o saltaburros. El desconecta era como la tenta, sólo que te pegaban un cachimbazo; en cambio la tenta te dicen sólo «la lleva». Y salta burro, vos sabés, verdá. Había un juego que se adapta a la desconecta, vos. Se ponía un chavo, así, agachado (estábamos todo el grupo), y decía «placa, placa mayor, jura». Y, plen-guen, le zampábamos el trancazo a quien estaba agachado, pero fuerte. «¿Quién fue?», decíamos; el cachimbeado tenía que responder quién fue. Si atinaba, se ponía en su lugar el que había dado el cuentazo, y si no acertba seguía recibiendo reata. Yo no sé si nosotros, patojos rudos, lo inventamos. En los años que siguieron le tomé más afición a la bronca. Recuerdo con claridad unos episodios que viví en mi barrio, con un muchacho de apodo Majunche, cuando tuve 9 o 10 años; creo que me marcaron de manera definitiva para mis futuras actividades. El tal Majunche era hijo de una señora que vendía chicharrones en la 14 calle central y Avenida del Cementerio, frente a una barbería llamada «La Fama». Entre él y yo hubo una rivalidad inexplicable. Al nomás vernos, como que se nos metía el chamuco y nos ponía violentos. Estudiábamos en escuelas distintas y siempre nos encontrábamos al salir de estudiar; en ocasiones tirábamos libros y cuadernos y nos liábamos a golpes de una manera feroz. Calculo que nos peleamos unas 10 veces. Combatíamos hasta que nos separaban. Nos enfrascábamos con tal pasión en la pelea que siempre resultábamos muy golpeados, con los ojos puzpos y la jeta hinchada. Y mientras fuimos patojos la antipatía persistió. Nos caíamos mal, pero requete mal; como patada en donde ya sabés. No sé de donde surgía esa hostilidad que la sentimos tan honda. Fue un odio que aún cuando dejamos de vernos persistió en nosotros y sólo terminó mucho después cuando, a raíz que don Augusto «Pijas», ya viviendo yo en la zona cinco, nos incitaba a los muchachos a practicar deporte, sobre todo Box; entonces, yo fui a parar al gimnasio. 26


Don Pijas, que en realidad se llamaba César Augusto Romero, sembraba cuatro palos en el patio y nos ponía a jugar guantes. De esa manera le agarré un cacho de gusto al box. Luego, en la recién creada colonia La Labor, conocí a William Junior, que fue novio y después esposo de mi hermana; él se convirtió en el eslabón para que yo llegara al llamado Palacio de los Deportes Teodoro Palacios Flores e iniciara mi corto camino como boxeador. Un día, entrenando, haciendo sombra, vi bajar las gradas del Palacio a Majunche, que también iba a ejercitarse. A saber qué pasó por nuestras mentes en ese momento porque allí mismo se terminó el rencor y nació un respeto mutuo. Ni siquiera jugamos guantes. Majunche estaba en una categoría y yo en otra. Mi mero ingreso a la lucha libre ocurrió después. No vayas a creer que me metí de repente. No. Hubo un proceso que tuve que quemar para que me aceptaran. Figurar como luchador profesional me fue muy difícil. En parte porque el grupo de luchadores que tenía cartel en ese entonces era muy cerrado; costaba mucho que abriera la puerta. Entre los nombres que más sonaban en esa época recuerdo a «El Asesino», «El Judío Dreyfus», «Máscara Roja», «Máscara Negra», «Faki Raki», «El Moreno Fuentes», «El Inocente Castellanos», «El Chato Sosa», «El Salvaje», «Hugo el Maldito», «El Fantasma» (mister Guatemala; fue físico-culturista), «El Cirujano», José Azari, Leonel Rivas, que luchaba como «El Bárbaro», «La Fiera», «El Cuervo»... Sin embargo, como yo estaba empeñado en ser luchador, me abrí paso trabajando; primero, como sacador de chamarras en el gimnasio, aunque no me pagaban nada. Lo hice para que me fueran conociendo y porque los amigos me aconsejaron que era la puerta para entrar a ese mundo en donde el celo y los obstáculos eran muy grandes; ni siquiera lo dejaban a uno pararse cerca del ring para observar las peleas. Y, por supuesto, no me permitían que yo fuera a entrenar o verlos entrenar en el gimnasio. Después, me dieron trabajo como peluquero y fui el encargado de quitar las cabelleras de los perdedores. Me cayó de perlas 27


porque yo era ducho para botar las greñas. En esa actividad me comenzaron a pagar. En ese entonces tenía veinticinco años. Recuerdo que me remuneraban con 15 quetzales por cada cabellera que traía abajo. Como peluquero del ring, recuerdo una anécdota dolorosa y humillante para mí. Fue la ocasión en que vinieron a Guatemala los luchadores mexicanos «El Santo» y el melenudote «Gory Casanova». El Santo puso en juego su máscara y Gory Casanova, la cabellera. Fue una pelea emocionante, llena de acción y, al final, ganó El Santo. Yo, todo ufano, caminé teatralmente sobre el ring, llevando la máquina en la mano y me sentía un poco como el verdugo encargado de ejecutar la sentencia de muerte de alguien que me caía mal. Los jueces tenían aprisionado a Gory Casanova, que era un fortachón grandote. Yo era menudito y pilishte. Sin embargo, como galán de película, me acerqué de manera triunfal al Gory. Para ese entonces, ya tenía práctica como cortador de cabelleras y, con toda la seguridad y confianza del mundo, me aproximé, de frente, al luchador derrotado. Justo cuando le iba a quitar el primer mocho de greñas con mi maquinita manual, me metió un patadón en los testículos. De la fuerza del golpe, sentí que me llegaron a la garganta. Estrellas, luces y truenos me llenaron la vista. Ante tremendo patadón, yo creo que el público debió gritar «¡gooooool!». Sentí que el ring se me desfundaba, que el cielo y la tierra se juntaban y el universo entero se venía encima. Aunque ahora me da risa, me resulta difícil describirte el dolor, la cólera, la impotencia y la rabia sentida en ese preciso momento. El techo del gimnasio desapareció de mi vista y vi que el cielo se estrellaba, pero cada estrella me dolía, me punzaba donde más duele. «¡Gory maldito!» fue la única expresión que mis pensamientos lograron procesar. Y en silencio. Luego, el Gory se zafó de los jueces, saltó del cuadrilátero y, como loco, se fue a los camerinos. Al día siguiente tomó su avión y se largó con la cabellera intacta. Después de cortar melenas, trabajé como guardaespaldas de los luchadores, sobre todo de los rudos. Ya en esta fase 28


me pagaban siete quetzales semanales. Recuerdo que en esa chamba tuve un compañero, Lino Alonso, que era pintor y también boxeador. ¡Qué buen compañero, vos! Nunca me dejó solo y repartimos reata parejo. A nosotros nos tocaba liarnos y proteger a los luchadores del público que los trataba de golpear o agredir. Sin embargo, todavía no me codeaba de manera directa con los luchadores, aunque yo me moría de las ganas de entrenar junto a los demás, que lo hacían a puerta cerrada en el gimnasio. Pero nanay; me impedían codearme con ellos. Eran como clase aparte Me ponían obstáculos y problemas, quizá por celos, o porque cuidaban su círculo profesional al considerar que las personas aspirantes no tenían la capacidad necesaria para enfrentarse a ellos. Por ese entonces, el mero tatascán de la lucha era Oswaldo Johnston, a quien yo conocía desde que él fue luchador amateur y yo boxeador amateur. Él decidía quién luchaba y quién podía practicar en el gimnasio. Él era como la voz de Dios en esos asuntos. Y yo: ruega y ruega. De manera persistente le pedía que me dejara entrenar con los demás pero él no me decía ni sí, ni no. Siempre se me hacía la rana y salía con evasivas. Hasta que un día decidí saltarme a su charco y enfrentarlo; al encontrarlo, le dije: —Mire Valo, por favor, o me dice no, o me dice sí. Yo entiendo que «donde manda capitán no manda marinero». Y aquí manda usted. Por tanto, si usted quiere, yo vengo a prepararme aunque los demás se opongan. Entonces él sonrió y me dijo, «está bien, puede venir». Y así fue como me inicié y tuve la oportunidad de entrenar a la par de los que ya estaban fogueados. Allí comenzó también una etapa en la que los muchachos se daban gusto golpeándome. Me agarraban como tambor de jubileo. En ese año aguanté las penqueadas de todos, hasta que me consideraron apto y dejaron de pegarme tan duro. Y resistí todo eso porque estaba empeñado en convertirme en un luchador profesional. Recuerdo que uno de los castigos más crueles resistidos fue el famoso «crosh». Este escarmiento consistía en que le meten una mano entre las pier29


nas y la otra sobre la cabeza. Y al apretarle los coyoles, uno mismo pega el envión hacia arriba. Aparte, el empujón que el otro le da. Total, uno es impulsado a bastante altura y desde allí te dejan caer de espaldas. Es un golpe tremendo. Y a mí, durante ese año que te digo, me lo aplicaban veinte o treinta veces diarias. Así pues, como te habrás de imaginar, yo resultaba con mis cojones como que eran chuchos apedreados. En una ocasión de esas, al no apretar bien mis dientes y por los mismos golpes que me aturdieron, se me partió la lengua de lado a lado; entonces pasé como unos quince días con la sin hueso morada y un poco partida. Así que comer durante esos días no fue un placer sino una prolongación del castigo sufrido a manos de esos desgraciados. Total, me hice luchador «a puro tubo» porque no tuve, realmente, maestros. Algunos consejos me dieron, por ejemplo sobre cómo caer y rodar; todo lo demás debí aprenderlo por mi propia cuenta, observando a los demás, recibiendo reata. Hoy, en cambio, cualquiera que puede hacer un par de rodadas se autonombra luchador. Ahora te voy a contar mi mero comienzo como luchador. Mi debut no lo hice en el gimnasio sino en un predio de los buses La Unión, a un costado de la colonia 20 de Octubre, de la zona cinco. En parte fue chiripazo porque el que iba a pelear era Rodolfo Girón, «El Ángel». Para mi suerte, Rodolfo tenía que viajar hacia los Yunais y no podía asistir a cumplir su compromiso. Eso ocurrió el 30 de julio de 1965, día del patrono de los pilotos, San Cristóbal. Ante la oportunidad, mi amigo el Chino López me llevó en moto hacia tal lugar. Ese día ocurrió algo que ahora me da risa pero en ese momento me puso como once mil diablos. Se trató de una lucha de relevos. Mi pareja fue El Indio Jerónimo. Yo luché enmascarado como «El Demonio Rojo» y mi contrincante fue «El Águila Solitaria», también vestido del mismo color. Su pareja fue Black Man. La pelea fue poco deportiva porque, como no éramos profesionales, realmente luchamos casi a matarnos. Para mí fue un pleito de verdad. Nos dimos golpes como si estuviéramos peleando en la calle. Lo jodido fue que al Águila Solita30


ria lo tenía sangrando y yo estaba encaramado encima de él, dándole penca. Mis hermanas, que estaban presenciando la lucha, confundidas porque mi traje era del mismo color que el de mi contrincante, creyeron que quien sangraba era yo y, decididas, se acercaron a las cuerdas. Metieron las manos debajo de la lona y sacaron puñados del aserrín que servía para acolchonarla. En seguida, creyendo que a quien agredían era al Aguila Solitaria, me lo lanzaron a la cara, según ellas, para defenderme. ¡Qué horrible! A mí me costó que pasara el efecto en los ojos y la boca. Hubieras visto ese cuadro... yo sentí que las huestes celestiales, al mando de El Águila Solitaria, se me venían encima. Fue la confusión de disfraz más desdichada que sufrí. Por fortuna, el otro luchador estaba tan penqueado que no tuvo oportunidad de amacizarse y revertir lo que yo le había hecho. Por supuesto, la consideré como mi necesario bautizo; contó con la originalidad de mis hermanas al usar aserrín en lugar de agua. Y, como has de suponer, gané la lucha.

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4- Juan Pelos Aquí estoy, como peluquero del ring, volándole las clines a Jorge Allende. A la par mía tengo a Black Shadow y a El Santo. Tiempo después lucharía contra estos dos luchadores.

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ací en Santiago Atitlán el 30 de marzo de 1937. Sin embargo, los recuerdos de mi infancia en ese lugar son muy vagos. Mis padres, que eran oriundos de Santiago, me llevaron muy niño a vivir a San Antonio Suchitepéquez donde, según recuerdo, la vida no fue tan mala. Mi padre tuvo un taller de barbería y un salón de zapatería. Un recuerdo vago es que cuando mi mamá me quería bañar, yo salía corriendo y lle33


gaba hasta el parque en mi huída. En San Antonio Suchi vivimos pocos años porque a mi padre, Genaro Villagrán, le vino la mala pata e hizo que nuestra vida en San Antonio durara muy poco; por andar metido en babosadas de política lo perdió todo. De la barbería y la zapatería no quedaron ni las cintas de los zapatos. Lo dejaron con los brazos cruzados y casi en la calle. La vida se hizo cuesta arriba y pronto aparecieron las amenazas. Una noche llegaron a la casa a avisarle a mi viejo que se las pelara porque en San Antonio «les estaban quebrando el cutete a los que pensaban y hacían proselitismo como él», y ya habían matado a fulanito y a sutanito. Total que mi viejo, arralado ante tales augurios, tuvo que salir de madrugada de la casa con sus pocos tiliches y se vino para la capital. Yo tenía, por ese entonces, cuatro o cinco años. Y cómo son las ironías de la vida... mi ruco era proclive a Jorge Ubico y, al llegar a la ciudad, quien lo recibió en su casa fue su hermana, Julia Villagrán, que era arevalista a morir. No obstante, esa circunstancia fue ideal para él porque, ¿quién iba a decir que la tía Julia alojaba en su casa a un ubiquista? Ella lo protegió un tiempo; y un familiar, de nombre Teófilo, y de oficio chafarote, interpuso sus inf luencias y a nosotros nos mandaron a traer a San Antonio Suchitepéquez. Ese viaje, lo hice junto a mi madre y mis dos hermanas; fue algo fantástico. La experiencia de desplazarnos en tren fue muy impresionante para mis ojos infantiles. Qué bonito ver a los árboles saludarme a mi paso. Dentro del tren también sentí cierta nostalgia por mi abuelita Rosalía. Rosalía Marín. Recordé su casona. Era pobre y el suelo era de tierra pero en ese momento me conmovió ese paulatino alejamiento. Llevaba en mi olfato el grato olor de la tierra y los adobes mojados con su musgo verdoso. Y, en el centro de la ternura, estaba ese canasto añoso que contenía pan de manteca y pendía de un alambre que se prolongaba del techo del cuarto grande hasta donde llegaban las manos de la abuela. ¡Ahhh! Hoy que ese escenario de San Antonio vuelve a visitar mi memoria, regreso a vivir los momentos cuando la abuelita Rosa, al verme 34


llegar, bajaba el canasto y me daba dos champurradas y dos panitos redondos. Veo sus ojitos menudos que no se explican por qué sólo me comía dos y guardaba los otros. —Comételos todos, Juanito, allí hay más si querés. Y ella se llenaba de ternura cuando yo le decía: «No, mama Rosa, le voy a llevar dos a mi mamá». Ese tiempo de mi inocencia fue nutrido de sensaciones y recuerdos especiales que, sobre todo, mi abuela y mi madre se encargaron de proveer. Hay en mi memoria una diversión de lo más sencilla pero que me llenaba de una dicha inmensa. Además, me proveía de ese dominio absoluto sobre todo lo que me rodeaba y me daba libertad total. Yo tenía una rueda de metal que la empujaba con una palanca larga que, al final, tenía una especie de gancho. Propulsándola corría tras ella y toda mi energía infantil se encargaba de proveerme de alegría. Hoy, al recordar esa rueda me hace recorrer el terreno hermoso de mi infancia; pienso en toda la dicha cosechada, a pesar de las pobrezas vividas; evocarla es como sentarme en el cine y ver cómo la vida se me presenta como una lica fantástica. Pasa frente a mí la ternura, el cariño, el amor y la severidad paternal; también veo el amor por mis siete hijos (cinco mujeres y dos varones) y los momentos de mi apogeo luchístico. Y mientras todas esas imágenes circulan frente a mí, siento cómo, de poco a poco, mi garganta comienza a hacer sus nudos. Esa rueda, también, al morir mi abuelita, sirvió para hacerle una corona de f lores; por eso, muchas veces he llorado por mi rueda y por mi abuelita. Esas lágrimas han servido con eficacia para llegar a amortajar mis emociones. Entonces, aunque triste, me siento dichoso. De veras, dichoso. Y en el viaje a la capital, como te decía, un detalle que me pareció sacado de algún libro encantado fue cuando llegamos a la ciudad. Al nomás bajar del tren nos subieron a un carruaje que nos llevaría rumbo a la casa de mi tía Julia. Mis ojos trataban de retratar todo lo visto. Iba de sorpresa en sorpresa; llevaba el corazón lleno de inquietud y, a la vez, de un gozo por el mundo que se me abría. A cierta distancia, mi papá nos esperaba. Llegaba a encontrarnos y a todos se nos alborotó 35


una turbación extraña cuando lo vimos. Iba con sombrero, entacuchado y con corbata, a la usanza antigua. Subió con nosotros para acompañarnos, preguntarle a mi madre sobre el viaje y para contarnos sobre su situación. Todavía suena en mis oídos el ruido metálico de las ruedas del carruaje y evoco el movimiento sobresaltado que se sentía dentro. Fueron momentos muy intensos porque experimenté muchas emociones nuevas; cada vez que las traigo a la memoria me hacen celebrar la vida y sentirme agradecido con ella. Ya estando en la ciudad de Guatemala, mi padre consiguió un trabajo en una «Casa del Niño». Allí su chamba diaria era cortarles los cabellos a cuarenta patojos. Fue un chanzal tremendo porque en ese entonces no existían las máquinas eléctricas, o mi papá no tuvo la posibilidad de tener una y, en consecuencia, tuvo que cortar el pelo con máquinas manuales. Por ese trabajo le pagaban cinco quetzales semanales. La parte más jodida de mi infancia, creo yo, fue cuando entré en la etapa de los ocho o nueve años. Y digo que fue dura porque, en realidad, tuve poco tiempo para enfrascarme en lo más propio de la infancia: el juego. Desde güiro, mi viejo me puso a trabajar. Y mi chamba consistió en aprender el oficio de peluquero. Yo creo que, por eso, después, muchos me decían «Juan Pelos». Cada vez que llegaba un cliente al taller de mi viejo, yo debía estar atento a lo que él hacía. O si llegaban varios, me encargaba de ofrecerles lustre para sus zapatos y llevarles revistas para entretenerlos. Por supuesto, la remuneración la recibía mi papá. Y cuando no había clientes y era de día, yo salía a ofrecer lustre en las calles cercanas a mi casa. Recuerdo que, como mi viejo no me daba ni un centavo, yo a veces lustraba a cinco gentes y metía mano de mono porque reportaba sólo cuatro. En esos tiempos se cobraba cinco centavos por lustre. A mí me gustaba salir a la calle a lustrar porque, aparte del tiempo dedicado a la chamba, tenía oportunidad de juntarme con amigos como «El Gallo», «El Zurdo» y «Fimf lo» con quienes armábamos unas chamusconas alegrísimas con pelotas de 36


trapo. Jugábamos hasta el cansancio. Cuando yo terminaba de retozar era porque le pegaba a alguna piedra y se me levantaba la uña o se me rebanaba el pedazo de pellejo... Al primer chamaco que yo le corté el cabello fue un compañero de escuela. Yo creo que andaba en mis ocho años. Mi papá, para mi aprendizaje, me exigió que llevara a alguien para cortarle el cabello. Como en ese tiempo había mucha pobreza, todos querían que su hijo anduviera con el pelo cortado. Recuerdo que llevé a un amigo y mi papá me puso a que le cortara las clines en disminución alta... y, para la mala suerte de mi cuate y la mía, pegué un mal maquinazo; mi ruco me hizo que se lo subiera un poco más, estilo cadete. Y otro maquinazo; total que resulté cortándolo un poquito a la francesa, con un copetío enfrente. Y cuando ya casi terminaba se me fue otro poquito la máquina; entonces resulté dejándolo pelón... pero cada tijerazo, cada maquinazo que yo hacía mal, era un huevazo que me pegaba mi papá, vos. Pienso que para ese entonces yo ya cortaba bien el pelo pero cometía esos errores, por lo nervioso que me hacía sentir mi viejo. Cuando él me llamaba la atención y yo miraba que el ojo izquierdo le tastaseaba, era segura cachimbeada. Cuando me reclamaba o me decía algo, y no le tastaseaba el ojo, no me pegaba, sólo me metía un par de gritos regañones. Llegué a conocerlo bien. En esa etapa vivimos en una pobreza tremenda que de sólo recordarla me da escalofríos; sin embargo, aunque parezca increíble, no pasamos hambre porque existían los comedores infantiles, gracias a la sensibilidad del presidente Juan José Arévalo que, para mí, fue el mejor presidente que Guatemala ha tenido. Y en la zona tres, donde residíamos, había uno de esos comedores a los que acudía con María Litidia y Zoila, mis dos hermanas. Recuerdo aquellos almuerzos tan nutritivos y sabrosos que muchas veces consistían en una tazota llena de arroz con pollo, refresco y un muñecón de tortillas. Salíamos satisfechos y eructando felicidad. Por las mañanas, en esos lugares llamados patronatos, ponían una mesota grande y, sobre ella, una gran olla de leche y un azafatón con rodajas de 37


banano con aceite de bacalao encima. Además, nos daban unas shecas grandes que eran una delicia. El chiste era que debías comerte tres o cuatro rodajas del banano con bacalao, para fortalecer tus pulmones y, después de eso, podías servirte la leche y las shecas que quisieras. No había aquella mezquindad de «vos ya pasaste, patojo». De esa cuenta, no recuerdo haber visto en ese tiempo a ningún chamaco con hambre. Todos andábamos, como se decía, «con la tripa llena y el corazón contento». De los años de mi infancia y de la pobreza que viví, recuerdo algo que me pasó y, como chavo, me marcó mucho. Fijate vos que la situación era tan jodida, pero tan jodida que papá, como se decía antes, me regaló con el tío Pedro, quien tenía a su mujer llamada Julia. Cabrona esa señora, vos. No me quería. Me dejaba en el corredorcito de la barbería. En una ocasión, cuando estaba en el primer año de la primaria, era el tiempo del mejor presidente del mundo, vos, Arévalo, te pasaban examinando con frecuencia en las escuelas y me encontraron algún mal y me mandaron al hospital. Como te repito era tan penosa la situación por la que pasaban mis papás que me dejaron abandonado en el hospital. Por Dios, me dejaron abandonado; ya no llegaron por mí. Sólo de recordarlo se encaraman los huevos a la garganta. El Hospital General tenía comunicación con la capilla que estaba a la par y quizá por eso había un montón de monjas que nos atendían, adoctrinaban y aconsejaban para que tuviéramos una buena conducta. De la Casa Central nos llevaban comidita sabrosa. Después de unos días, me escapé del hospital a través de la capilla. Y como no tenía a donde ir, comencé a buscar a mis viejos. Los encontré en la 20 calle, entre 3ª. y 4ta. avenidas; allí estaban vendiendo bananos y plátanos para obtener algunos centavos. Al verme se les alegró la cara y a mí se me fue esa sensación de abandono y mandé la tristeza a la chingada. Mientras estuve en el hospital trataron de meterme al hospicio pero no me aceptaron porque tenía a mis papás. Ahora entiendo la situación de los viejos pero, en ese entonces mi percepción era jodida y yo no le encontraba justifi38


cación; puta, mano, todo eso me hizo daño, mucho daño. Quizá por esa manera tan ruda en la que crecí yo no fui con mis hijos lo que hubiera querido ser... tuve limitaciones en darles mi cariño, o entregarme con ellos. Una serie de babosadas vos, que chinga, vaá... Desde pequeño, todo lo que es tristeza siento que me jala. Por eso, cuando veo alguna película o leo alguna historia en las que papá, mamá o hijos se abrazan, puta, yo no puedo evitar que se me salgan las lágrimas; eso a veces me pone como la gran diabla, fijate vos. Tiempo después, cuando nos pasamos a la zona 5, mi papá me dejó a mí un sillón... él se quedó allá en la zona 3 con una señora hermosa: doña Licha. Nosotros tuvimos que zafar bulto y, al trasladarnos llamó a mi mamá y le dijo que, de allí en adelante, yo sería el que le iba a dar de comer a ella y a mis siete hermanos. Además del sillón, me dio un espejo, el tocador, dos máquinas manuales, una tijera, un cepillo y polvos. Yo sentí que el peso de la responsabilidad me aplastaba. Pensé: «Ya me llevó la chingada». Esa época la vi color de hormiga. Yo ya era un barbero; sin embargo, cuando llegaban clientes a querer cortarse el cabello me rechazaban porque me veían muy patojo. Yo les decía: «Siéntense». Y me respondían: «No, yo quiero pelarme con el barbero». Entonces manifestaba: «Yo soy el barbero». Todos, por mi edad, me consideraban un aprendiz y eran pocos los que se cortaban el pelo conmigo. No obstante, había un señor que mi papá lo tuvo de barbero llamado Mario Ríos y él tenía una barbería en la colonia Santa Ana, en la zona 5. Ese señor a mí me conoció desde chiriz. Él sabía toda la trayectoria de mi vida. Entonces, cuando yo llegaba a su peluquería, él le decía a determinados clientes: «El chamaco le va a cortar el pelo. No tenga pena él es barbero». Y los quince centavos que pagaba el cliente por el corte de pelo, Mario no me los pedía. Me decía: «Llevátelos». Y eso me servía para llegar a la casa y comprar tortillas y la comida del día.

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5- La nostalgia Cuando veo esta máscara, parece como si abriera el libro de mi vida.

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uchas veces he pensado en la capacidad de amar y de sacrificio que tuvo mi madre, María del Carmen Marín. Sinceramente creo que fue una santa. Murió hace poco, el 13 de julio de 2003, a los 89 años; sin embargo, en ocasiones me parece mentira que ya no esté con nosotros. Su deceso me ha dolido de manera muy profunda; no obstante, pienso que fue justa su muerte; ahora ya está descansando de esta vida tan penqueada que le tocó a ella. Sacrificios, limitaciones, 41


angustias, desvelos, sufrimientos y pocas alegrías le tocaron en ese bingo de la existencia. Literalmente se la llevó la chingada. Su vida con mi papá, fue dura porque le tocó hacer milagros con los pocos ingresos familiares y con el rigor de él en todo. Para aliviar esas limitaciones, ella tenía que ingeniárselas para aumentar los recursos. Y, claro, en muchas ocasiones nosotros tuvimos que ayudarla. Recuerdo, por ejemplo, que en la casa hacíamos, mis hermanas, ella y yo, bolsitas de papel para envolver manías garrapiñadas que luego le vendía a los de la fábrica de manías La Única, creo que así se llamaba; hacíamos cientos de bolsitas de papel (del que se hace el envoltorio de los cohetes). Teníamos un palo que nos servía de molde; lo forrábamos, lo enrollábamos, le echábamos el pegamento en una de las orillas y lo cerrábamos; luego le sellábamos el culito y las dejábamos listas para rellenarlas. Esa tarea que, en sí, era tediosa, nos dio la oportunidad de alimentarnos del cariño mutuo. Chistes, conversaciones, anécdotas y miradas afectuosas nos servían de complemento alimenticio. Además, hicimos bolsitas para veladoras que una señora encargaba. Mi madre supo motivarnos para hacer esas labores que tanto ayudaban a la economía de la casa. También, cuando no había pedidos de las mentadas bolsitas, con mi hermana Lety salíamos a vender pan que una señora nos proveía. Era una actividad que compartía con la de aprendiz de peluquero en la barbería de mi viejo. Como nosotros éramos niños y no advertíamos la complejidad de nuestra pobreza, cualquier cosa nos divertía. Es el caso de esta doña que era gorda, déspota y sholca de uno de los dientes frontales; a mí me recreaba de manera enorme verla cuando, para disimular la falta dental, se ponía un chicle en el orificio. Y más me deleitaba cuando, al hablar, el chicle se le zafaba. Era divertidísimo. Ella tragándose la bilis y yo la risa. Otro aspecto simpático era cuando ya con el canasto en la cabeza, amortiguado su peso por un yagual, salíamos a la venta con mi hermana. Ella tocaba la puerta y yo gritaba: «¿Quiere pan de huevo?» Sin embargo, lo que me descomponía la seriedad de vendedor era cuando Lety me remedaba y decía con una gracia increíble: «¿Quiere pan dea’huevo?» Por esa tarea, la doña me daba, si no recuerdo mal, cinco o diez centavos; aunque poco, en algo contribuía con mi viejita. Yo andaba por los siete u ocho años de edad. En ese tiempo no hubo 42


comidas especiales; sólo recuerdo los frijoles, el arroz y los famosos piloyes. A veces, mi madre cocinaba la flor del palo de pito, envuelta en huevo, con arroz o con frijoles. Eso era banquetazo para nosotros. Luego, cuando de la casa de la zona tres nos pasamos a la zona cinco, creo que tenía 17 años, la pobreza también se vino persiguiéndonos. Para ese entonces yo era un adolescente y mi padre se había desvinculado de nosotros; entonces a mí me tocó trabajar con la responsabilidad de sostener a la familia. Mi madre, en consecuencia, siguió haciendo los mismos sacrificios para poder optimizar los pocos recursos hogareños. Fue una etapa muy dura. A veces, ella salía al mercado y buscaba a las vendedoras de tomate. Observaba si habían separado los tomates aguados que, se suponía iban a tirar, y ella los negociaba; generalmente, por un centavo le daban un montón y, luego en la casa, los hacía chirmol y con las tortillas que nos daba doña Justa, allí las mojábamos, Y cuando no llegábamos ni a chirmol, entonces disponíamos de un buffet que consistía en limón, tortillas y sal. Le echábamos limón y unos granitos de sal a las tortillas y ese era nuestro almuerzo. ¡Ah, qué tiempos tan duros! Debo decir de doña Justa Hernández, la vecina, que fue espléndida porque nos proveyó de tortillas sin reparar en su propia pobreza. Ella fue una señora de gran corazón; casi tan pobre como nosotros pero nunca dejó de surtirnos las tortillas. Ya en ese entonces de mi adolescencia, era peluquero y, como doña Justa no me cobraba en efectivo las torcuatas, a cambio yo le pelaba a sus cuatro hijos. A mí me daba mucha satisfacción contribuir con el mantenimiento de la familia. Hoy siento una dicha inmensa al evocar a mi viejita. Cuando yo llegaba con el dinero y se lo daba, ella dirigía mis ojos a los míos y, con una ternura inmensa, me abrazaba y luego besaba mis manos; en seguida me decía: «papito, nunca nos vayas a dejar». Recordar esos instantes tan intensos me parten el alma y me llenan de electricidad la sangre; también me proveen de legítimo orgullo por la suerte de haber tenido una madre como ella. Hay anécdotas que, junto a la nostalgia, también me traen recuerdos graciosos; en su momento, se mezclaron con situaciones difíciles. Por ejemplo, cuando una noche buena nos encontrábamos mi madre y yo en la puerta de la casa. Estábamos allí un poco obligados por la 43


situación en que nos encontrábamos: nos habían cortado la energía eléctrica. Podrás imaginarte cómo se siente uno en navidad y sin luz. Mi papá tenía algunos meses de no llegar. Y en la plática con mi madre me encontraba cuando ella, me dijo: «Allá viene tu papá». Yo vi que él venía con sus tragos y cargando el morral en el que guardaba los fierros. Él, en ese entonces, se echaba los guaros y se volvía algo agresivo; yo, para evitar problemas me retiré un poco de mi mamá. Ella se movió un poco hacia dentro de la casa. A cierta distancia me quedé observando. Sin embargo, cuando mi papá llegó frente a ella, comenzó a discutirle no me acuerdo qué asunto y, además, intentó pegarle con el morral. En ese momento fui a ponerme en medio de ellos y, sin faltarle respeto, impedí que la golpeara. Creo que entendió que no debía lastimarla físicamente pero se quedó gritando un montón de cosas. Atrás de nosotros, estaba mi hermana mayor, María Litidia, llamada Lety por nosotros, que en ese entonces era novia de William Junior, campeón centroamericano y del Caribe de boxeo, peso pluma, título que ganó en Barranquilla, Colombia en 1948. Entonces, como dentro de la casa había una gran bulla ocasionada por la llegada de mi viejo, en la puerta, que estaba abierta, se detuvo un chavo grandulón con la intención de observar lo que estaba sucediendo y, de repente, ayudar a solucionar el problema. En esas estaba cuando el sapo William, que así le decíamos por lo chaparro que era, se apareció y, para colmo iba con tragos entre pecho y espalda; al ver al cuate en la puerta, pensó que se estaba cantineando a mi hermana y como él la adoraba, entonces se puso a reclamarle al intruso. Mi hermana salió y, parada atrás del chavo, trató de explicarle que él no tenía nada que ver en lo que estaba sucediendo ni lo conocía, pero al William se le había metido el demonio de los celos y, como era fornido y tenía una espaldona que Dios guarde, le respondió a Lety: —A este hijuelagran.... lo voy a cahimbear. Y diciendo eso le mandó tremendo swinazo; sin embargo, como el otro desgraciado era cadete, logró agacharse y, entonces, la que recibió tan tremendo morongazo fue mi querida hermana. A Willi, literalmente, se le fue el alma al culantro y sólo logró decirle al cadete: «Hijuelagranputa». Y dicho eso el grandulón salió disparado como pedo y nadie lo pudo alcanzar. Mi hermana, que había caído de cu44


lumbrón estaba llorando en el suelo y todos nos apresuramos a tratar de levantarla. El William, pálido por lo que hizo, se le fue el efecto de los tragos a la chingada y no paraba de pedirle perdón a Lety. —¿Cómo supiste que el individuo era cadete? Porque vi que tenía su pelado con el chirulito de pelo en la mollera; además, era muy atlético y en ese tiempo proliferaban mucho los cadetes por allí, porque estaban la Guardia de Honor y la Escuela Politécnica cerca. También, por la agilidad que tenía; no podía ser de otra manera, verdá... Y siguiendo con mi viejo, Genaro Villagrán, muchas veces, de niño y adolescente, me embronqué con él a causa de su rigor conmigo. En ese entonces no tuve la comprensión que me han dado los años sobre su comportamiento. Eran otros tiempos en los que la severidad regía casi todos los ámbitos de la vida. Muchas veces renegué de por qué, cuando niño, no me dejaba jugar y, a los ocho años, me enseñó el oficio de peluquero. En la peluquería, cuando había clientes, yo estaba pegado al sillón. Mis ojos apuntaban a la tarea de mi viejo pero mis pensamientos estaban puestos en otros lugares. Por las noches, aunque hubiese frío, yo permanecía en el sillón, esperando que a las diez o a la media noche, llegaran los clientes. En mis pensamientos se me revolvían los enojos porque hasta en las noches, que se supone debía descansar, no se me permitía hacerlo hasta que mi padre concluía su faena. La gente llegaba a esas horas porque, antes, no había la inseguridad de ahora y las personas iban al cine y transitaban tranquilamente por las calles sin miedo a los peligros de hoy; entonces, al regreso pasaban a cortarse el pelo a la peluquería de mi papá. Había noches muy frías, quizá porque por ese lugar no había árboles y el aire pasaba sin sosiego. Hubo veces en las cuales me quedé dormido en el sillón y, al llegar los clientes, mi papá me despertaba con un coscorrón y me ponía a que les ofreciera lustre o les diera revistas para leer. Era jodida la cosa y a mí, como niño, me emputaba tanta rudeza de mi viejo. Yo añoraba que de él saliera la ternura que para mí era tan necesaria; sentir abrazos, cariños o apapachos de mi viejo creo que me hubieran sido de mucho bien. No obstante, creo que él, aún sabiendo esa necesidad que yo sentía, se abstenía de mostrar debilidad y creo que también sufría. Te digo eso porque, 45


cuando ya fui adulto, él me abrió su corazón y lo vi verdaderamente interesado en mis actividades como luchador. A veces cuando, entre semana pasaba a visitarlo, me preguntaba: —M’hijo, ¿vas a luchar ahora? Cuando yo le contestaba que no, él me decía: —Ay, te espero. Entonces yo aterrizaba por su casa y llevaba una botellita de guaro y comprábamos Seven Up, que era la gaseosa con la que él hacía la mezcla atarantadora. Los tragos de él, en ese entonces, eran simbólicos pero le servían para expandirse, para acercarse a mí, para contarme sus asuntos. En el fondo creo que él tenía remordimiento por la forma tan estricta en la que me educó. Y estoy cierto en eso porque un día, me dijo: «Disculpá que yo fui pura lata o fui muy duro con vos». Yo le argumenté que no sentía ningún rencor por su forma de haberme tratado cuando niño. Y mientras le decía eso, sentí un nudo áspero y enorme en la garganta. Fue como un reencuentro con la vida que me hizo vibrar de la emoción al estar con mi viejo. Mi viejita a veces se embroncaba conmigo porque yo me reunía con él y le llevaba licor pero yo le argumentaba que era la oportunidad que tenía para acercarme a él; para mostrarnos nuestro afecto. Sin embargo, en el fondo, creo que mi madre lo que temía es que algún día, entre él y yo, surgieran los reclamos y pudiésemos entrar en escenas violentas o discutir acaloradamente. Por suerte eso nunca sucedió. Esos últimos años en los que pude acercarme a mi viejo, en parte, me recompusieron el mundo. En ese ámbito de dureza, sólo hasta que murió pude darle un abrazo intenso y tres besos en la frente. Cuando se me arremolinan esos recuerdos, no siento el enojo que se me revolvía en la niñez. Ahora esas escenas vienen enchamarradas en la nostalgia y creo que mi papá, lo único que quería era preservarme de ser un delincuente o un bueno para nada. Y aquí estoy, con ese oficio que me enseñó mi viejo y nunca me dejó morir de hambre ni a mi familia. Además, si no hubiera resultado peluquero, quién sabe si habría logrado entrar a la lucha libre que, en definitiva, fue el deporte que llenó muchas expectativas en mi vida. Como decía mi viejita, «no hay mal que por bien no venga». Creo también que, aunque como luchador tuve la oportuni46


dad de viajar a varios países, como peluquero también lo logré porque, a través de las conversaciones con mis clientes, me han contado sobre sus viajes, aventuras y desventuras. Mientras uno corta el pelo tiene la posibilidad de abrir sus horizontes si se muestra comprensivo y atento a lo que la gente quiere contar. Se aprende bastante y se acumulan las experiencias de otros que a uno le sirven de referencia para su propia vida. Por eso pienso que los presidentes del país deberían contar con la asesoría de los barberos porque nosotros, prácticamente, somos, aparte de los curas en el confesionario, los que más oímos a la gente; además tenemos la ventaja de no discriminar a las personas por sus creencias. Sin embargo, me refiero a los barberos de antes, o formados en esa escuela, no a los ultramodernos, pomposamente llamados estilistas, quizá por el caminado tan coqueto que algunos de ellos adoptan. El oficio de barbero es tan viejo como el invento de la piedra con filo; nuestra fama resulta de esa misteriosa intimidad en la que entramos al manosear, de manera reiterada, las cabelleras de los clientes. Ese contacto nos da, aunque sea de manera periférica, una relación con las vidas y conocimientos de los pelados. De tal manera, al cabo de un tiempo de ejercer dicha actividad, los quitapelos logramos una visión detallada de sus entornos. He conocido a otros peluqueros que, por el chingo de conocimientos que poseen o poseyeron, pudieron ser conferencistas de cashé. Además, la mayoría de barberos por lo proclives que son a las reflexiones, entre cliente y cliente, han resultado campeones imbatibles en los juegos de damas y ajedrez. Yo soy de esas excepciones porque no le atino al ajedrez. En muchos periódicos y revistas de antes, era frecuente encontrar secciones dedicadas al güiri-güiri de los barberos. En la revista Entre broma y broma, ¿quién no la recuerda? hubo la famosísima sección Mientras me afeita el barbero en la que el personaje principal era el mordaz «maistro» que pelaba a don García. Además de todas las virtudes enunciadas, poseemos los dones de contar chistes y reírnos de las desgracias propias y ajenas, como ya lo demostró Rossini, en el siglo antepasado, con El Barbero de Sevilla. Y, por si fuera poco, somos expertos en dar consejos sobre cómo conquistar a una muchacha, contentar a la múcura o encontrarle virtudes a la más fea de la cuadra. Así somos. Por eso creo que seríamos los asesores ideales: poseemos un rico caudal 47


de conocimientos adquiridos de nuestros clientes, paciencia ajedrecística y la diplomacia necesaria para decir las cosas con gracia y no de sopetón. Somos, también, despiadados, como cuando en la lucha libre a los barberos se nos encarga la tarea de sumir en la máxima desgracia al perdedor… siempre y cuando no sea el Gory Casanova. Y con respecto a mi vida como luchador, también a veces siento nostalgia por esos tiempos en los que me metí de lleno, con pasión y alegría. Las dificultades y problemas que enfrenté, ahora los veo como los aderezos de mis triunfos y de mis satisfacciones. Me hace un gran bien, además, rememorar los tiempos gloriosos de la lucha libre en Guatemala. Lástima que el cuerpo no aguante para vivir todo el tiempo en el ring; sin embargo, tengo muchas vivencias inolvidables. Tuve también la dicha de estar en la mente de muchos aficionados, de contribuir a su diversión y de ayudarles a botar ese estrés ingrato que la vida diaria les imponía. Aunque como luchador casi siempre fui rudo, y mi chance era poner como la gran diabla a todos los aficionados, al final eso me llenaba de satisfacción porque me indicaba que estaba cumpliendo a cabalidad con mi trabajo de ser odiado por las multitudes. Fui una de las figuras que la gente admiraba por su rudeza y porque tenía la característica de poner como la gran chingada a todos los aficionados. Y más cuando, la mayoría de las veces, salía victorioso y los luchadores técnicos quedaban tendidos en la lona del ring o sangrando fuera de él. Me gustaba ver esos adrenalinazos de la gente que los incitaban a querer lincharme. Me encantaba ver al público odiándome, lanzándome improperios, invocándome para ser benigno pero en el fondo, disfrutando de su propia crueldad, insanía, furia y cólera insatisfecha. Como luchador rudo era el espejo en el que todos se veían retratados pero ninguno quería aceptar públicamente esa imagen. Para mí, en ese entonces, el Gimnasio Teodoro Palacios Flores, donde se celebraban los encuentros de lucha libre dominicales, era el escenario del mundo. Allí se representaba sin tapujos toda la vida. Nada de encumbrada filosofía, política o diplomacia. En ese recinto estaban todo el bien y todo el mal reunidos para oficiar el ritual de la existencia. A nadie que estuviera allí congregado le era posible quedarse sin sufrir o gozar hasta las lágrimas. Gritos, sillas lanzadas sobre nosotros los luchadores, objetos contunden48


tes amenazando nuestra integridad física, chiflidos, insultos y una loquera general eran los símbolos de ese lenguaje encargado de exorcizar toda la energía acumulada del ciudadano común y corriente. Y, luego, cuando ya todo el estrés y la tensión quedaban rebajados, todos regresaban contentos a la realidad y yo satisfecho de haber cumplido con mi papel, digamos de terapeuta. Nada había que lamentar. El espectáculo concluía y sólo nos quedaba esperar el próximo domingo para volver a la emoción. Son recuerdos gratos. Y también lo son los amigos que tuve ya siendo luchador. Quizá el recuerdo que más me golpea cuando viene a mí es el de César Augusto Toledo Gómez, alias Faki Raki. Yo no recuerdo a alguien que tuviera tan metido el sentido del riesgo como él. En una ocasión en la que él andaba con su novia Herlinda, nos subimos los tres al carro que él conducía como chofer del Ministro de Salud Pública, y ya encaramados en el automóvil, me dijo: —Jetón, nos morimos. —Murámonos, le respondí. Y me puso la pistola en la cabeza; no obstante, el instinto, o mi pensamiento en Dios o qué se yo, cuando él iba a disparar el boris, me moví para atrás y «¡bang!», sonó el morongazo, fijate vos. Si no hubiera reculado la shola, no te estaría contando el cuento. Me hubiera dado matarili. La chamaca que andaba con nosotros se bajó vomitando y Faki Raki carcajéandose. Porque ése así era; hasta el riesgo más grande, una vez que lo había emprendido y salía vivo, le daba risa. Pero yo pienso que estaba asustado y eso sí no se me olvida, fijate vos. Aparte de esos desmadres, tengo muchos, muchos recuerdos gratos de Faki Raki. —¿De dónde surgió el nombre de Faki Raki? De un fakir que vino a Guatemala y era bastante flaco. Este fakir se acostaba en una tabla llena de clavos y a Cesar Augusto lo impresionó y decidió tomar su nombre deportivo como derivado de Fakir. —¿Y Faki Raki, cómo murió, vos? Fijate que con Linda, su traida-amante, en una ocasión fueron a una fiesta en donde casi sólo había chontes. En ese tiempo todavía existía la llamada Policía Judicial. Uno de los jefes de ese cuerpo policíaco parece que se acercó a Linda con la intención de invitarla a bailar con él y, de inmediato, Faki le dijo: «Esta hija de puta no baila 49


con ninguno»; en seguida se sacó la escuadra y la puso en la mesa. Entonces hubo un conato de cachimbazos. Después de la obligada discutidera, convencieron a Faki de calmarse porque, además estaban en la casa de una amante de un amigo nuestro, también luchador. Esta amante estaba muy involucrada con la Policía. Después de convencerlo, le recogieron el arma... Cuando concluyó el chonguengue, y él estaba por retirarse, se la devolvieron... Linda se fue con él y, según dice, en la calle donde antes estaba la Unidad Periférica del IGSS, en la veintisiete calle (en la esquina estaba el cine Olimpia) de la zona 5, Faki Raki sacó la pistola y le dijo que se iba a matar y, sin más, se metió un plomazo en la shola. Qué de cierto haya en su versión, a saber... lo seguro es que se palmó el Faki Raki, uno de mis mejores amigos. Aunque vos no sos creyente, yo sí creo que Dios usó a Faki para compensarme mucho de lo que sufrí. Cuando apareció en mi camino yo me sentí con muchas satisfacciones porque era muy tolerante y paciente conmigo, no me miraba errores; al contrario. Y siempre compartía lo que tenía conmigo; era un cuatazo, vos. Recuerdo que él estuvo trabajando en aquellos proyectos habitacionales de la zona 6 que los llamaron de esfuerzo propio y ayuda mutua. Y yo lo esperaba en el muñecón. Regresaba de trabajar entre diez o diez y media de la noche. Él venía en su moto. Entonces, al encontrarnos íbamos a tomar café con algún panito u otra cosa. Y no sólo eso, en todas las situaciones de la vida fue muy solidario. Fue un gran amigo, vos. Lo extraño mucho, a pesar que tiene más de cuarenta años de calaqueado. Guardo muchas satisfacciones de nuestra amistad. Faki Raki era un cuatazo de esos que en un millón se encuentra uno. Era un tipo que llegó a mi vida en un momento en el cual yo estaba pasando muchas necesidades, muchos problemas. Para colmo, mi papá me había botado de la casa. Los otros buenos amigos de esa época, que siempre entran en mi recuerdo, son Máscara Roja y Caperusa. A Máscara casi no lo veo porque se fue a vivir a otra zona pero siempre le guardo afecto. Antes de marcharse, siempre venía a la peluquería a que le cortara el cabello. Ahora tiene una empresa de seguros y es un hombre próspero. Caperusa murió de un infarto, antes del terremoto de 1976.

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6- En acción

Aquí estoy sosteniendo el cinturón de Campeón Mundial de Lucha Libre, el 21 de octubre de 1979.

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i debut profesional fue en el Gimnasio Teodoro Palacios Flores, en una lucha preliminar contra «El Paladín», un luchador chiquitío pero bueno para los cachimbazos. Salí al ring con mi tradicional traje color mostaza y la máscara del mismo color; sólo los alacrancitos eran negros. Esa vestimenta me la preparó Celedonio López, un boxeador que tenía fábrica de ropa; además me compuso una pintura del citado color para que tiñera mis zapatos. No recuerdo si fue en 1967 o 1968. 51


Entré con buen pie porque le gané; además recibí mi primera paga. Haber debutado como «El Alacrán» fue mi éxito. Me sentí feliz porque me dije: «Bueno, al fin logré entrar. Ahora no me sacan». De El Paladín no sé qué fue de él, como te dije, era muy menudito, muy chico de estatura y complexión; además, de muy bajo peso. Yo también era algo pilishtío y me vi en la necesidad de aumentar de peso y creo que por eso me puse panzón. Por esa distancia de pesos, creo que él se fue a luchar a las arenas chicas. No me acuerdo de su nombre, sólo de su apellido Archila. Tuve buen comienzo y en las siguientes disputas (—¿dis qué?) no tuve mala racha. Pocas luchas, aunque sí las tuve, las consideré realmente difíciles. En ese sentido, me parece, la más desgraciada que libré fue cuando la empresa Dominicana de Espectáculos CATCH, cuyos dueños eran Vampiro Cao y Jack Veneno, me contrató para ir a la República Dominicana, creo que fue en abril de 1974, dos años antes del terremoto. Las empresas que contratan a luchadores para luchar en otros países parten de la premisa de que uno es buen luchador. Saben de las cualidades que se deben poseer para dar un buen espectáculo; de lo contrario ni un pedo hediondo le tiran a uno. Fijate que son empresas tan serias que, a pesar que te han contratado, siempre te hacen una prueba. Y a mí me la pusieron. Fue una lucha que estaba en el tercer lugar de la cartelera y como contrincante tuve a alguien que, en la jerga luchística, se llama catador. Si no das la talla, al día siguiente te ponen en el avión, de retache. Pues en esa ocasión, el catador era un negrón descomunal, bien mamado que peleaba como «Toro Negro». Creo que pesaba doscientas ochenta libras y tenía una cara de maldito que hacía temblar a cualquiera. Fue un «mano a mano». Yo pesaba en ese entonces ciento ochenta libras; es decir, El Toro Negro tenía cien libras más. Yo, a la par suya, estaba pilishtío. Después subí más peso pero me puse panzón, verdá, para subir de catego. Pues en esa lucha me subieron a trabajar y, púchica vos... La primera caída yo creo que el moreno ha de haber dicho: «a este cabrón lo mando para su casa». Entonces, ya luchando, ese negro me dio un golpe tremendo que puso el mundo a dar vueltas al rededor mío; como se dice en la calle: fue «un señor morongazo». Sentí que iba a caer, trastrabé y andaba medio zonzo; entonces, me salí del ring. El árbitro comenzó 52


a contar uno, dos... Y como vos sabés, cuando uno permenece veinte segundos fuera del ring, pierde. Para evitar esa situación, cuando él iba por el 18, plun, me metía. Y al meterme, pues dejaba de contar. Y como no me recuperaba bien, me volvía a salir. Me salí como tres veces del ring, fijate vos, hasta que logré coordinar mi mente, veá. Yo sentía como que iba en un carrusel indetenible; todo continuaba dando vueltas. Por fortuna, me acompañaba una condición física muy buena... quizá lo que más me fastidió fue que los golpes que me dio el negrón fueron con el puño cerrado en la cabeza y, como vos sabés, eso es prohibido. Total que cuando ya me repuse, me enfrenté a Toro Negro. Vi que venía sobre mí esa mole y gracias al respectivo adrenalinazo que me llegó en ese momento, me olvidé del tamañón de mi contrincante y le metí un gancho al hígado, también prohibido, y lo crucé con la derecha y lo tapé; allí se acabó. Ese gancho al bofe que le di fue genial. Allí le gané. Entonces la empresa dijo: «A este lo vamos a pegar». A pegar, dicen ellos cuando creen que ya te merecés el contrato y te llevan hasta arriba, verdá. Esa creo que fue mi pelea más difícil. —¿Y aquí en Guatemala cuál fue tu contrincante más duro? Mi contrincante más difícil fue Jorge Mendoza pero siempre fue un placer luchar con él. Hasta lo soñaba. —¿Cuántas veces luchaste con él? Con Jorge Mendoza... creo que unas doscientas veces. Pero mirá, vos, ¡qué luchador! Mis respetos para Jorge Mendoza. Bueno, bueno. Recuerdo una emocionante anécdota con él. Fijate que la empresa de Colombia había llevado a Jorge Mendoza y a Leonel Rivas varias veces para luchar en ese país. Entonces, cuando hubo un Campeonato mundial de peso completo, vinieron muchos luchadores de muchos países; vino Bill Martínez que era el empresario de Colombia. Fue en 1972. Entonces me vio trabajar a mí y a La Fiera, a quien le habló por un lado un día, sin yo saberlo. Después me llamó a mí y fui al hotel donde estaba hospedado y hablamos; llegamos a un acuerdo y me dijo: «Bueno, te vas de pareja con tu compañero La Fiera; van a luchar como Las Fieras». Entonces nos fuimos para Colombia. Eso fue en febrero de 1974. En el debut, no nos pusieron como guatemalte53


cos porque nuestros contrincantes iban a ser también guatemaltecos; habría tenido la empresa cuatro chapines y esto no le convenía comercialmente. Entonces nos presentaron a nosotros como una pareja de hondureños. Y nuestro debut fue contra Jorge Mendoza y Leonel Rivas. Recuerdo muy bien esa lucha. —¿Y aquellos sabían que ustedes eran guatemaltecos? De plano. Por ese entonces Mendoza hacía su famosísima tijera consistente en que brincaba para subirse a la tercera cuerda del ring y, desde allí, se tiraba para arriba, echaba el salto mortal y te caía en tijera en la cabeza; era algo maravilloso; por supuesto, había que practicarla, tanto para hacerla como para recibirla. —¿Esa era la llave con la que él ganaba la lucha? No. El ganó muchas de sus luchas con una llave que se llamaba la «Mendoza Especial». —¿En qué consistía la Mendoza Especial? —Era una llave personal de Jorge Mendoza. Una obra de arte. Consistía en que, cuando Jorge ya tenía medio morongueado a su rival; además, ya casi sin aire, entonces le metía un cachimbazo en la panza; éste al sentir el talaguashtazo, instintivamente se agachaba; en ese momento, Jorge levantaba la pierna sobre la cabeza de su rival y le enganchaba el brazo izquierdo. Luego, con la otra pierna enganchaba el otro brazo y lo castigaba con una palanca. El dolor era tan tremendo que su rival, a puro tubo, se rendía. —Don Alacrán, seguí con lo que me estabas contando. —Para continuar con lo de Colombia, la tijera, era parte del trabajo. Como te decía, nos enfrentamos dos chapines contra dos chapines. Nuestro éxito creo que se debió en buena parte a que la lucha en Colombia era muy a ras de lona; de forcejeo, de llaveo; era muy cerrada, casi lucha grecorromana; en cambio nuestra manera de luchar era muy espectacular, quizá por la escuela mexicana que nos influyó bastante. Para nosotros una lucha de puro llaveo no era muy atractiva. Total, como los colombianos no estaban acostumbrados a nuestra 54


forma de luchar, se pusieron emocionadísimos y casi todo el combate lo vieron de pie. Era una conmoción a hervir. Estaban desbordados de agitación y nosotros felizones por el espectáculo que estamos dando. En esa oportunidad Mendoza lució su tijera contra mí. Debo decirte también que éramos muy pocos los luchadores que le podíamos recibir la tijera a Jorge porque implicaba mucho peligro; si te cae acá, en la nuca y no la recibís bien, te descalabra. Creo que los únicos que la podíamos absorber éramos el «Corsario II» y yo. Esa fue una de las luchas que más disfruté. Aparte, nos pagaron bien. Nosotros, Las Fieras, luchamos como rudos y logramos encabronar a todo el público. Fue un hervidero de gritos y movimiento. Hicimos un buen trabajo como los malos. A tal punto que cuando concluyó la lucha, aparte de los insultos y demás agresiones verbales que uno recibe, a mí me alcanzó el verduguillo de un espectador. En la panza me dio el desgraciado. No fue profunda porque al sentir que el fanático de los técnicos venía sobre mí, me eché el reculón y eso evitó que me puyara hasta dentro de la puliquera. Ya en el camerino, el médico tuvo que extirparme la sangre porque no me salía. En resumidas cuentas, esa lucha estuvo a todisísima madre. Y el lucimiento, creo, que más hizo vibrar a la afición lo dimos, modestia aparte, Jorge y este tu servilleta. —¿Y tu llave favorita cuál era? —El cangrejo.

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La vida luchística del rudo es emocionante porque uno logra sacarle toda la adrenalina a la muchachada, extirparle esa violencia interna que tiene y con la cual, en el fondo, se identifica. Por eso, en términos de espectáculo, al rudo le toca la peor parte. Como ejemplo de eso, recuerdo que allá por 1978, unos quince días antes de navidad, fuimos a luchar a Escuintla. Hice pareja con «Frankestein», un luchador mexicano; cuate deá huevo. Nos tocó luchar como rudos contra «El Hombre Araña» y «Huracán Ramírez». Una luchona, vos. La gente, por supuesto apoyaba a los técnicos, en buena parte por la fama de «Huracán Ramírez». Y nosotros, con todas las marufias que les hacíamos a los técnicos, teníamos verdaderamente emputado al público. Y para colmo, les ganamos la primera caída a Huracán y El Hombre Araña. Realmente los estábamos masacrando. Yo comencé a chingarle la máscara a Huracán Ramírez y le rompimos la frente; comenzó a sangrar. Verdaderamente los estábamos cachimbeando; en ese entonces yo pesaba 190 libras. Y en eso estábamos, vos, cuando de repente, sentí un golpe en la cara. Fue un gran talaguashtazo el que me cayó. Un espectador se subió al ring, y me fue a zampar el gran cachimbazo. El árbitro, y toda la gente no lo pudo controlar porque se encaramó, así, de repente y, pen-guen, pen-guén. El trancazo me lo dio en el ojo y yo creo que de esa agresión, más tarde, me vino el desprendimiento de retina. Después del zocón que sentí, vi luces e instintivamente me tapé el ojo. Y con el otro, iiiii, vi a mi agresor que salió corriendo y se fue a meter hasta arriba de las gradas. Sin embargo, le hice yemas y me bajé del ring y pin, pin, pin, subí encarrerado el graderío; como que fuera corriendo sobre brasas y, cuando lo alcancé, lo levanté y pen-guen, le partí la nariz en tres pedazos, le hice un hoyo. Shhhh, sangre, verdá. Y como era de allí, de Escuintla, imaginate la gente... se fue encima de mí... y empecé, pin, pin, pin a repartir penca, y el mexicano Dimas, vos, como era grande, reventando también... —¿Quién era este Dimas? —Frankenstein. El nombre completo no lo recuerdo. Entonces, mirá vos, empezó la pelotera. Como la gente me quería linchar, tuvo que pelear hasta Huracán y el Hombre Araña. Edgar Echeverría, que era el empresario, tuvo que tirar balazos al aire para 56


detener a la gente que me quería matar, fijate vos. Y como no detenían a la marabunta, un policiíta, de esos de la Policía Militar Ambulante, agarró la tartaja y pa, pa, pa, pa; sólo con eso se detuvo la multitud y yo me logré proteger en los camerinos. Total, allí se acabó la lucha. Llegó la tira y a mí me zamparon una máscara para que, al salir, no me reconociera la gente y no me fuera a pasar nada. Fuimos a parar al tambo todos los luchadores; toda la mara al bote. Mi agresor era un muchacho como de unos dieciocho o veinte años, aunque era grandote el pisado. Cuando los chontes nos llevaron donde su jefe, que estaba sentado detrás de su escritorio, sin saludar y con esa prepotencia de los desgraciados de ese tiempo, me preguntó: —¿Qué pasó? —Pues mire señor, le dije, ustedes al igual que nosotros, a mucha gente le caemos mal; especialmente a la gente mala porque ustedes los combaten y bla, bla, vaá. Y esa es mi situación. A mí, como rudo, la gente no me quiere. Usted sabe que es mi trabajo igual que el suyo. Ustedes apalean a alguien porque se lo merece, le dije. La gente los odia por eso. Y a mí me odia porque cachimbeo a los técnicos. Eso fue lo que pasó conmigo; yo estaba trabajando... porque para nosotros es un trabajo ése. Y ese muchacho se encaramó al ring y me dio un golpe; mire. Y le enseñé el ojo todo puzpo. —¡Ahh, bueno! Entonces llamaron al chavo que yo había cachimbeado y, como ya lo había visto el médico, iba vendado. El forense le detectó tres quebraduras en la nariz. Recuerdo a Huracán Ramírez, con su máscara; se me quedaba viendo incrédulo de lo que había pasado. —Pinche bigotudo, por tu culpa estamos aquí presos —me dijo. Porque según él, todos íbamos a pasar la noche allí, verdá. Total, me interrogó el jefe de los tiras. Y luego hizo lo mismo con el que cachimbeé. —Vamos a ver, usté, por qué fue a la lucha, cuénteme. —Ah, pues, fíjese jefe, yo iba pasando por allí; iba pasando por allí y miré en la cartelera que esos payasos iban a luchar y entré... —Ah, entonces payasada te hicieron allí —le dijo. —No, ese si me pegó de a verdá. 57


—¿Cómo te pegó? —Pues fíjese que yo estaba de espaldas y no me di cuenta cuando... —Ah, entonces llegó por atrás. —Pues sí, él llegó por atrás... —¡Ah!, llegó por atrás y te metió la mano así. —Pues sí. Y claro, el policía se dio cuenta, veá, que en realidad yo tenía la razón. Pero como había parte pidiente y lesiones, la cosa intentaba complicarse. Total que el único que se iba a quedar preso era yo Empecé a sentir miedo porque los policías me dijeron: —Ya vas a ver la vergueada que te vamos a meter aquí. Como el patojo era de Escuintla, verdá, pensé que lo iban a vengar. Y yo con temor, mano. Porque ni mi cuate Carlos Bran, que en ese tiempo estaba bien parado en la policía, pudo hacer algo para que me sacaran pronto. Total que el tatascán de los chontes dijo que me tenían que dejar allí mientras se arreglaba la situación con el muchacho. Estaban los papás del chavo, estaba Edgar, el empresario, que tenía que sacar la cara por mí. Y me metieron tras las rejas, vos. ¡Ah, la puta!, me metieron y los demás pa´fuera. Uno de los policías me dijo: —Ya vas a ver hijuelagranputa... Entonces a mí se me encabronó la sangre, y brincón le respondí: «Pues hagan lo que quieran hijos de puta, pero más de algún hijuelagranputa voy a verguear. Eso sí, el que llegue a agarrar de la cabeza, lo suelto hasta que le salga el estómago por la boca, pisados», les dije. En ese emputamiento estaba cuando oí que alguien me llamó de 58


afuera. Edgar se arregló con los papás del cachimbeado y les dio un dinero. Entonces me dejaron libre. Después vinieron las bromas sobre el asunto; El Huracán me repetía: —Pinche bigotudo cabrón, por tu culpa iba a estar preso... En el camino de regreso nos vinimos contentos, bromeando a costas de mi ojo morado. De ese mismo tono, hubo también otra ocasión que rebalsó el espectáculo en El Salvador, En esa oportunidad subí al ring con mi compañero «Ringo El Mercenario», con quien fuimos campeones centroamericanos siempre luchando como malos. Eso fue en el año que mataron a Monseñor Romero. Y ya dentro del combate, le partimos la frente a «El Vikingo» que era el ídolo de El Salvador. Lo sangramos y entonces la gente comenzó a lanzarnos objetos, maltratos, insultos, sillas y lo que tuvieron a mano. Fue un verdadero desmadre. Se armó una pijaceadera con toda la gente. Mi compañero y yo, echando reata a diestra y siniestra, penguén y penguén y penguén; abriéndonos paso a puros pijazos. Y como siempre traté de proteger a mis amigos y compañeros, logré que Ringo El Mercenario cruzara la puertecita que da hacia los camerinos. Cuando yo iba a hacer lo mismo, vi que la gente se me venía encima; entonces veo a un hombre que estaba después de la reja con un garrote en la mano. Galán garrote. Y yo no podía detenerme porque la multitud ya me caía encima. Entonces tomé el riesgo de pasar la puerta a sabiendas de lo que me esperaba. Y cabal, pasando la puerta, sentí venir el golpe con el garrote, con tan buena suerte para mí que logré cortarlo y, a la vez, le metí un gran trompón en todo el hocico a mi agresor y lo mandé de fondillo al suelo. Lo desgraciado fue que, cuando vi detenidamente el cuerpo, era una mujer. ¡Era una mujer, vos! Una chava, mi hermano, que estaba con gorra, pelo corto y con pantalón. Me sentí desgraciado. Yo, de lejos, vi que era un hombre, mano. Los espectadores me querían matar y por poco logran romper la malla; sin embargo, mis compañeros me protegieron. Me metieron al camerino, me pusieron la máscara de uno de los luchadores salvadoreños y me lograron sacar, Si no, me matan, porque la gente me estaba esperando para lincharme ¡¿Qué iba yo a saber que era mujer, vos?! 59


Igual, en Panamá, siempre hay espectadores que quisieran matar al que es rudo. Pues en esa ciudad había un espectador negro que medía, palabrita vos, como dos metros y medio. Era un animalón y yo le caí mal. Cada vez que yo luchaba estaba el negro sentado, ahí en ring side, y me insultaba; yo no le entraba, mano, porque aunque no era luchador sí estaba muy grande el pisado. «¡Ah, no!, este maldito me va a matar», decía yo; y para qué te lo voy a negar, me le corrí. Si alguna vez hubiera tenido que enfrentarlo, pues, lo hubiera hecho a sabiendas de la pijiza que recibiría, dado su peso, el tamañón y la fuerza que se le miraba. Vaya que se me acabaron las luchas en Panamá y nunca me enfrenté a él porque no fui baboso. —¿Y con algún luchador tuviste alguna rivalidad personal? Con Leonel Rivas. Tuve una rivalidad muy enconada con ese desgraciado. Las luchas entre Leonel Rivas y yo, hasta nuestros propios compañeros salían a verlas a las rejas del gimnasio porque siempre nos dábamos buenas madreadas. Buenas peleadas. Pero donde yo lo aventajaba era en condición física. Él se quedaba. —¿Volviste a lucha contra Huracán Ramírez? —Simón. Varias veces. Con el fuimos buenos cuates. —¿Y con Blue Demon? —También. Creo que luchamos cuatro o cinco veces, no recuer60


do muy bien. Sin embargo, de esas luchas sólo una me ganó él, cuando perdí la cabellera. Las demás, yo se las gané. A Blue Demon, le decían Manotas. Tenía unas manos enormes, pero así, de roble, mano. En El Salvador le rompió las cuerdas bucales a un luchador y lo dejó sin habla; no pudo volver a casaquear el hombre. Y eso quería hacer conmigo. Yo le caí mal, porque le reempujaba penca. El Santo, Huracán, Shadow... a mí me valía madre quién se me pusiera enfrente. Yo les echaba reata, mano. Nada de que porque eran estrellas, no había que manosearlos. Nel. Para mí eso no era impedimento para ponerme taco a taco con ellos. —¿Y con El Santo? —Con el luché sólo una vez. Él me ganó. Era buena onda. Tuve oportunidad de tratarlo varias veces cuando vino a luchar a Guatemala. Además, lo vi sin máscara. Una vez, cuando yo estaba haciendo mis pinitos en la lucha, después de haber luchado, me pidió la campaña que le cuidara la puerta mientras se bañaba. Luego casaqueamos estando él sin máscara.

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7- El jolgorio

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i primer trago me lo eché a los veinticinco años. Como te darás cuenta, soy tardío. El responsable de la incitación fue el mal cabestro Chilo Pérez quien me puso la piedra de tropiezo. Yo trabajaba, para ese entonces, como operario donde don Pedro Villagrán, en la 26 avenida entre 26 y 25 calle; él era de Quetzaltenango y con quien nunca supe si teníamos algún parentesco. Pues, como te decía, el Chilo, a quien conocía desde adolescente porque con él barranqueábamos en la zona 3, fue el encar63


gado de oficiar mi ingreso al mundo de la cucharada. En realidad nunca fui bolo pero, sí, de vez en cuando me gusta echarme un par de guaros. Pues con el Chilo me llevaba muy bien porque compartimos desde el principio nuestra amistad, confidencias, aventuras y afanes comunes. Él, cuando patojos, me enseñó a hacer flechas con varillas de paraguas. Bajábamos al barranco de La Ruedita y, con esas flechas, y arcos que hacíamos de varejones, quizá influenciados por el rollo de Robin Hood, íbamos a cazar patos. «¡Flish!» hacían las flechas cuando volaban para ensartarse en las pechugas de los animales. Y luego de darles matarili, los llevábamos a nuestras casas para transformarlos en nuestro cuscún. Creo que tenía dieciséis años cuando éramos cazadores de patos. Pues ese pinche Chilo, pasados los años, me dijo un día: —Vos, venite, vamos a echarnos un traguito. —¿Un traguito? —Sí, hombre, venite. Para ese entonces, también ya vivía con mi primera múcura, Marina Consuelo, con quien tenía dos nenas: Sobeida y Nidia. Como quien dice, ya era «don responsable». Total que me convenció de echarnos el traguito. Fuimos al restaurante El Bohemio, en la 27 calle y 26 avenida de la zona 5. Al nomás entrar, Chilo pidió guaro y esa fue mi inauguración; mi mero bautizo. Chilo me observó complacido y con una galana sonrisa cuando el guarito me pasó por el gaznate. «¡Puta, compadre!», exclamé. La parte jodida fue que al tomarme el primer talaguashtazo, me entraron unas ganas ingratas de comer. Por supuesto, no cargaba dinero para pedir comida. —Vos, yo tengo ganas de comer. —Pues pedí un bistequito. Me sirvieron el hijueputo bistequito. Previo a la servida, el dueño, don Tino, me puso en la mesa un mantelito blanco. Todo estaba hecho una chulada. Yo me sentí todo chichudón porque la atención fue realmente buena. Don Faustino Contreras, más conocido como don Tino era, además, amigo de mi papá. Y como te podrás imaginar le entré con devoción al bistequito. Corté a conciencia la carne en pedacitos, disfruté las cebollitas y el tomate fritos y, en resumidas cuentas, me pareció un banquetón. Además, como no hay primero sin segundo, no fue necesario que Chilo me retorciera el brazo para meterme el otro trago. En ese instante, tragos y comida me parecieron la combinación perfecta de la 64


vida. Sin embargo, como también no hay buena sin su mala, después de embucharme el bistequito y la comida, mi estómago se convirtió en uno de esos cuchumbos de los camiones de Mixto Listo que revuelven el cemento y la arena para las fundiciones. Sentí que al rededor de mi cabeza se movían unas rueditas con su infaltable combinación de estrellitas... y «guaaaaaac», se me salió el buitrón. Por fortuna logré salir a la calle a echar la guaca. Allí se fueron abrazados el bistequito y mis traguitos; no hubo señor de Esquipulas que me amparara. La cara se me caía de la vergüenza porque don Tino tomó toda la lica. Sin embargo, como todo bolo es atrevido, y como después de la tormenta viene la calma, me tomé otros tragos hasta que, en calidad de tanate, Chilo me fue a dejar, bien a pichinga, a mi hogar dulce hogar, en la colonia 20 de Octubre. Así fue mi bautizo alcohólico. Después, con esa tarjeta de presentación, tres o cuatro años después, compartí tragos y jolgorio con mis compañeros, que también eran luchadores, Faki Raki, Caperusa y Máscara Roja. Te podrás imaginar cómo eran; les decían «La Trinca Infernal». Sin embargo, la experiencia con ellos, aunque entrañable, no fue tan tranquila como con Chilo sino más brusca; más de luchadores. Y aunque no lo creás, por ellos me hice devoto del señor de Esquipulas. —¿Devoto vos? Pues, aunque no lo creás, sí soy devoto. Y en parte esa devoción se la debo a la Trinca Infernal. Por el tiempo de mis veintipico de años, para enero, una gran cantidad de personas hacía romerías a Esquipulas a puro calcetín. Y la Trinca hacía la romería, sólo que en carro. Yo los miraba en la puerta de mi casa cuando pasaban rumbo a Esquipulas. Los veía y me decía interiormente: «¿Cuándo llegaré a conocer Esquipulas?» Como todas las cosas estaban muy lejos, hasta lo más cerca yo lo miraba muy hasta la chingada, me refiero al alcance de mis posibilidades. Esos cuates eran mayores que yo y el trato cotidiano era, más o menos, así: —¡Hola, vos cerote! Y «¡plas!», venía el trancazo en la espalda o en cualquier otra parte del cuerpo. O, si no, agarraban alguna babosada y «¡plun!», te la tiraban en la cabeza. Entonces yo aparecí en la vida de ellos y encajé por afini65


dad; pasaron a formar parte de mi vida. Se volvieron muy afectuosos, muy cariñosos conmigo y muy acomedidos; me ayudaron bastante pero no me dejaban de tratar como ellos se trataban: a pencazo limpio. Yo, igual, verdá. Ya cuando éramos mismas, un día me dijeron: —«Jetón», —así me decían—, ¿quiere ir a Esquipulas? —¡Ala, muchá!, si ha sido uno de mis sueños... Recuerdo que Rafael tenía una camionetilla pequeñita, marca Hillman, y con ella se pasaba la cumbre; en tiempo de invierno había que ponerle cadenas a las llantas... si no, te ibas. Pues recuerdo que nos fuimos; me llevaron los muchachos. En el camino nos echamos los tragos. Creo que en ese entonces tenía veintiocho o treinta años. Tengo tan presente la imagen, fijate vos... como yo era más patojo que ellos, verdá, o más endeble, o más vulnerable con los tragos, me quedé dormido. Bien cuajado iba. Cuando llegamos y se asomó el templo a la vista, «¡penguén!», me zamparon el talegazo. —Despierte Jetón —me dijeron. —¿Qué pasó, muchá? —Mire... Fue así, de noche. Vi el templo, sin luces y en total oscuridad, y me sentí tan... contento. Para mí fue un regalo de Dios. De allí, para acá, me ha concedido mucho, vos. Por mi fe, por mis creencias... Entonces ellos, al llegar, le prometían al señor de Esquipulas no tomar durante todo el año, hasta el veinticuatro de diciembre; en parte porque querían mantener un buen status en la lucha. Pues yo me metí al aro... Sin ser de esos bolos, me metí al aro y lo hice durante unos diez o doce años, fijate vos. Y desde entonces me quedó esa secuencia... Yo me iba, como hasta hoy, los primeros días de enero y le prometía al señor no echarme los tragos hasta el 24 de diciembre. Y aparte de Faki Raki, Caperuza y el Máscara, yo tenía otro grupo de amigos, veá; y los fui metiendo al aro, sin querer adoctrinarlos. Cuando me di cuenta, era un grupo como de doce compas, fijate vos, que se juntaban para ir a ver al señor y le prometían no echarse los guaros. Ellos no eran deportistas ni nada que ver, verdá. Pero querían sentir esa experiencia. Muchos lo lograron y otros no, como todo en la vida. Pero la onda es que sí se metieron al rollo. Ahora yo voy a Esquipulas. A partir de los últimos años, yo le prometo al señor de Esquipulas no tomar hasta mi cumpleaños, el 30 de marzo. Y en eso estoy 66


ahorita. Y mirá vos Canel, estoy como si nunca en mi puta vida me hubiera echado un trago. Me refiero a la promesa que hice. Es una cosa tan maravillosa cumplir las promesas, vos. Yo hasta miedo tengo, porque si un día le prometo a alguien darle negra, lo cumplo. Por eso, a mi negrito de Esquipulas no le puedo fallar. Si bien es cierto que durante mucho tiempo nos absteníamos de echarnos los capirulazos, cuando libábamos sabíamos divertirnos a nuestro estilo. Quizá porque éramos luchadores, hasta nuestros actos más cotidianos estaban revestidos de cierta rudeza. Una de las bromas más socorridas que practicábamos era raparle el pelo a quien se quedara dormido. Recuerdo que una vez que yo no salí a echarme los tragos con Faki-Raki, Caperusa y Máscara, fui a una fiesta. Y como allí bebí y al salir ya era de madrugada, me fui para la barbería donde trabajaba, en la dieciséis avenida de la zona cinco, cerca del muñecón, de la cual tenía llave. Entonces, al llegar, recosté el sillón y me quedé profundamente dormido. Cuando llegó mi compañero de trabajo, que también tenía llave, no quiso despertarme. Yo seguí en mi roncadera, sin sentir nada. Entonces, como mis cuates pasaban constantemente a buscarme, ese día casualmente se asomaron como a las diez de la mañana. Al verme profundamente cuajado, le dijeron al Chino Gaspar Aceituno, que les prestara la máquina y me raparon absolutamente la shola. A saber qué sueño y qué pichinga cargaba encima de mí que no sentí nada. Además me volaron el bigote de un lado. Luego se quedaron sentados en la peluquería haciendo bromas y esperando a que yo despertara para gozar con su travesura. Entonces, cuando yo abrí los faroles, vos, y me vi en el espejo, estaba.... me quedé viendo y decía: «Dios mío ¿y esto qué es?» Y me miraba en los espejos. Y aquellos, literalmente cagándose de la risa. Eran unas carcajadas de la chingada, fijate vos. Y como ellos sabían que yo no me podía poner al brinco porque estaban los tres. Me tuve que aguantar como los verdaderos machos. Pelado, sin bigote... me hubieran penqueado también Sólo les dije: «¡Ay, cabrones!, ustedes cometieron un error»; pero allí quedó, porque éramos muy amigos, verdá. Y otra vez, como yo tenía la costumbre de que cuando ya me sentía algo a vergatos me dormía, me tuvieron que prometer, porque andaba con ellos y habíamos amanecido, porque antes se podía amanecer echándose los tragos, que no iba a pasar nada... —No Jetón, no se vaya... 67


—No, muchá, es que me van a volver a pelonear y, si vuelve a pasar, yo les destapo la panza con una navaja. Aquellos me conocían que yo era cabrón, veá. Además, en esa época yo me mantenía muy en forma y tenía excelente condición física. Total que ya no pasaron a más. Quedamos que las peladas que se practicaran iban a ser sólo en aquellas personas que no fueran de nuestro pequeño grupo. De esa cuenta pelamos a muchos. Hubo un amigo que le volamos las clines cuatro veces. Yo siempre cargaba las tijeras, vos. Hubo una vez en la cual a un individuo le mochamos el bigote. Tenía un galán bigotón tipo Stalin. Lo encontramos en una casa de niñas. Él miró que éramos alegres y se reunió con nosotros, allí en el bar La Veinte, no sé si lo conociste. —No, vos, nunca. Yo no fui de esos. Soy pobre pero decente. Está entre doce y once avenidas y creo que veinte calle, por eso se llama bar La Veinte, de la zona 1. Pues ese cuate se divirtió con nosotros y hasta nos invitó. Todos estábamos carcajada y carcajada. Pero al final se quedó dormido. Fondeó el cuate. Entonces aquellos me dijeron: —¡Jetón, Jetón!, las tijeras. Y yo, muy mansito, les dije: «Aquí están». Entonces le volamos todo el mostachón, fijate vos. Era un bigotón enorme; el mío era nada a la par del suyo. Un bigotón así... negro, bien espeso; hasta vueltas le daba el señor. Y las muchachitas risa y risa y más cuscas con nosotros, verdá. Contentas de ver el espectáculo. De allí se nos hizo cargo de conciencia dejarlo allí porque eran como las cuatro de la mañana, verdá. Faki-Raki y Máscara lo metieron al carro y lo fuimos a dejar a su casa. Lo dejamos como a media cuadra. —¿Y ustedes lo conocían? Él nos dio la dirección. Y cuando lo dejamos y ya le había pasado un poco la surumba, el pobre señor se deshacía en elogios vos; que qué buenos amigos... —¿Y él no había sentido la falta del bigote? —No, pues... a saber qué pasó con él, vos. —¿Y al muchacho que lo pelaron cuatro veces? —Carlos, el Jetón. —¿Otro Jetón? —Simón. Su papá era policía y, después de la cuarta pelada que le dimos a su hijo, nos andaba buscando para darnos matarili, fijate 68


vos. Las cuatro peladas se las aplicamos en un bar que estaba en la décima avenida entre diecinueve y veinte calle de la zona 1: El Jardincito. En ese lugar le volamos las greñas al Jetón pues se durmió. Recuerdo que El Zurdo estaba feliz y nadie dijo nada; después de pelarlo lo dejábamos en la esquina de su casa. A la cuarta pelada como el papá era policía, nos quería meter al bote. Sin embargo, nosotros no teníamos la culpa porque yo siempre le decía: «Carlos, te estás durmiendo, andate para tu casa». Pero él, necio, seguía con nosotros hasta que se ponía a pichinga y se cuajaba. Siempre que se echaba los guaros le daba sueño. Una vez hasta una ceja le quitamos; también los botones de la camisa. Hasta que entendió que tenía que irse cuando yo le decía para evitar la consecuente pelada. Pero después que le metimos la cuarta, pelada, la vimos peluda. —¿Te acordás de Tacos Joven? —No. Quedaba en la zona cinco. Estábamos echándonos las cervezas y comiendo cuando llegó una persona... —Muchá, váyanse a la chingada porque allí viene el papá de Carlos y los va a balear. Y como el señor era de respeto, pues, y además en aquellos tiempos la jura tenía licencia para matar con impunidad, nos fuimos a la chingada. ¡Uff!, en ese tiempo hicimos barrabasadas. Fijate vos, hubo dos cuates también, a uno le decíamos «El Indio» o «El Zurdo»; su nombre era Luis; ya está calaqueado, pero el apellido a saber en qué parte de mi memoria se encuentra refundido; el otro era Carlos; tampoco recuerdo el apellido. Este Zurdo era buen luchador y era hijo de doña Justa, la que nos vendía las tortillas. Bueno, bueno, vos. Éramos cuates. El peleaba en el Patronato Antialcohólico. Pues resulta que a El Indio y a Carlos también le pasamos la peluquera. Ambos se quedaron dormidos y les volamos tijera, verdá. Recuerdo que fue en un restaurante que se llamaba El Bohemio. Un domingo fuimos a comer y echarnos unos traguitos. Recuerdo que yo estaba sentado con las patas, así, cruzadas. Estaba con Faki-Raki, nadie más. Cuando, de repente, las persianas se abren, vos, y entraron El Indio y Carlos peloneados por nosotros. Y El Indio se va sobre mí, vos. Fue una lluvia de golpes. Como se decía antes: Una vergomorongopijaceada. Y yo, sólo cubriéndome. Entonces Faki Raki lo agarró y 69


le dijo: «Vos Indio, ¡quieto!». El Indio, cuando sintió que Faki Raki lo inmovilizó, le dijo. —A usted también le voy a romper el hocico... Le hervía el pocillo a El Indio. Tonces, el Faki Raki lo soltó pero, de una vez, lo cruzó de un talaguashtazo echado con la mano derecha, fijate vos. Y del tamarindazo lo sacó a la calle. Ya te imaginás que galán trancazo le dio. —¡Este «Indio» era luchador también? Boxeador. Sin embargo, como te dije, el Faki lo tumbó. Y hubiera pasado a más la situación pero en ese momento llegó la mamá del Zurdo, doña Justa, y se puso a llorar al ver a su hijo. Entonces vino El Zurdo y se puso la mano en la cabeza, como para tapársela y que no se la viera peloneada. Y doña Justa, una santa señora, la que me daba las tortillas, nos dijo: —Ay, desgraciados, miren lo que le hicieron a mi hijo, mejor le hubieran pegado. Cómo lloraba la pobre señora, vos. El Zurdo, fue a abrazar a su ruquita y le dijo: «Es que me quedé dormido, mama». La doñita, al recibir el abrazo y verlo también cachimbeado y con la cara amoratada, esclamó: «Ay, m´hijito, si también te pegaron; mirá cómo tenés de hinchada la cara». Entonces, doña Justa empezó a tirarme manadas y yo, mientras las soportaba o me hacía los quites, le pedí disculpas. Faki también hizo lo mismo. Luis, El Zurdo o El Indio, como querrás, reaccionó y sin decir nada, porque él también estaba en la jugada, abrazó a su viejita y se la llevó. Ja, ja, ja, mirá vos, en ese momento nos aguantamos pero, después fueron unas risadas de la gran diabla. Y así por el estilo fue nuestra manera de joder la pita en esos tiempos. La verdad es que, a pesar de lo rudos que éramos, nos sentíamos bien cuando andábamos juntos. Había entre nosotros un estrecho sentimiento de amistad y solidaridad. Con ellos empecé a descubrir nuevas emociones, malas y buenas. Nuestros juegos eran violentos; nos dábamos en la cabeza con piedras o con las llaves y, por supuesto, nos abríamos el ayote; nos propinábamos tremendas cacheteadas en la cara y no discutíamos; peleábamos con el que se pusiera al brinco. Y además, por la edad, nos especializábamos en joder y embromar gente. Hubo cosas crueles que por no valorarlas en su justa 70


dimensión no nos hacían sentir remordimiento. Hasta con el paso del tiempo nos pudimos percatar de algunas de nuestras hijueputadas. Por el año 1960, si bien recuerdo, yo trabajaba en la Barbería Ideal, de don Pedrito Villagrán, en donde ya te conté que me pelonearon al quedarme dormido. Don Pedrito me apreciaba mucho por mi buen trabajo y comportamiento. Yo, por supuesto, era muy respetuoso y el vandalismo que compartía con La Trinca, no lo llevaba a ese territorio que para mí era sagrado porque me daba para mi cuscún y el de mi familia. Sin embargo, para el Faki, Máscara Roja y Caperusa, eso los tenía sin ningún cuidado. De esa cuenta, recuerdo una zanganada que ellos cometieron contra don Pedrito. Él tenía una planta de las llamadas Mano de León. Preciosa estaba la mata. Su tallo, que llevaba sus verdes hojas, le daba la vuelta a la barbería. Y don Pedrito la cuidaba con esmero. Estos mis cuates, con sobrada razón, no le caían muy bien a don Pedrito porque, en primer lugar, llegaban a sonsacarme; en segundo, se les veía en la cara lo chingones que eran y, en tercero, porque el viejo, medio en broma, medio en serio, les metía sus puteadas. Y los otros, como no podían abiertamente responderle, entonces idearon algunas maneras de hacerlo solapadamente Y encontraron en la Mano de León, una de sus víctimas propicias. En una de esas oportunidades en que don Pedrito no se encontraba en la peluquería, llegaron los de La Trinca. Se sentaron y comenzaron con sus chanzas de rigor. Y yo sólo veía la manera extraña como ellos miraban a la mentada Mano de León. Pero nunca pensé que le llevaran ganas a la matita. Pues como yo me encontraba afanado volándole el pelo a un cliente, no podía estar viéndolos de manera permanente. Entonces, cuando estuve de espaldas a ellos, «zas», le metieron un clavo a la planta y le quebraron el tallo. Yo no me percaté de la zanganada de ellos hasta el día siguiente, cuando don Pedro me dijo: «¿Qué le estará pasando a mi plantita que la veo algo triste?» Entonces, de inmediato, mis pensamientos corrieron hacia La Trinca. Dentro de mí, pensé: «Hijos de la chingada». Después que don Pedrito me hizo su comentario, yo me quedé viendo la Mano de León y le dije: «De veras que está algo triste». Y cuando don Píter se fue a almorzar, entonces comencé a revisar minuciosamente la planta y me encontré con el clavo que le habían zampado. Se lo saqué y 71


traté de hacerle una media curación a la mata pero fue en balde; con los días se puso toda pilishte y, en lugar de verse bonita, se puso fea. —En realidad sí eran unas chorchitas tus amigos... Y eso no es nada, vos, Juan Antonio. Como mi compañero el Chino Gaspar y yo teníamos llave de la barbería, un domingo fui a trabajar. Y volando tijera estaba cuando llegaron Faki, Máscara y Caperusa. En lo que yo peluqueaba a una persona, así como hicieron con la Mano de León, esperaron a que les diera la espalda y se ensañaron con el saco que don Pedrito usaba para trabajar. Le metieron navaja a la parte de atrás, casi desde el cuello hasta el culantro. Fue un tremendo chajazo el que le hicieron al saco. Yo, por supuesto, no me di cuenta y el lunes llegué como si nada. Y me puse a hacer la limpieza. Cuando llegó don Pedrito, nos saludamos como de costumbre y al arribar uno de sus clientes, él se puso el saco. Al principio no se percató de la rotura, hasta que se pasó la mano atrás. ¡Ay, vos!, don Pedrito se puso verde, rojo, morado, azul y si se llega a poner amarillo le da el patatús. Estaba como once mil diablos y lo primero que dijo fue: «Fueron esos desgraciados de tus amigos». Yo, que adiviné que fueron ellos, no le pude decir nada en contra ni a favor; me puse tartajo y como soy algo morenito, la piel se me puso morada de la vergüenza, vos. Y cuando les reclamé a los desgraciados, se mataron de la risa. Y yo, que al principio hervía por dentro de la cólera, al final terminé riéndome con ellos. Al grupo de nosotros cuatro se unieron Luis, alias El Zurdo, El Indio que, como te dije, era buen boxeador; Carlos El Jetón, que también era boxeador. Empezaron a salir con nosotros; en esos tiempos se podía amanecer; había bares y cantinas que no cerraban; recuerdo, en la zona cinco, El Casinito que quedaba en la veinticinco calle entre veintiuna y veintidós avenidas, propiedad de don Amado que, años después fue dueño de El Teocinte: Entre veintisiete y veintiocho calles y treinta y dos avenida. Se me vienen a la mente, también, La Flor de Oriente, frente a El Tango Azul, el Bar México, en la veintiséis avenida entre veintisiete y veintiocho calles, El Río Blanco, de don Guayo, que fue jefe de la Judicial, en la veintiséis calle entre veinticuatro y veintitrés avenidas. El Tango Azul, en la veintitrés calle entre treinta y tres y treinta y cuatro avenidas, su dueño era Lalo Cárdenas, el bigotudo; gran amigo nuestro. Allí bailaban grandes personajes 72


homosexuales como Carola, Enaira, Rubencito. Recuerdo un 25 de diciembre, más o menos en 1970. Llegamos al medio día. Lalo con una gran sonrisa nos recibió. «Patojos, pórtense bien», nos dijo, y luego arregló una mesa para nosotros; en ese tiempo estaba en su apogeo la canción La del Vestido Rojo. Y cuando arrancó la canción de la garganta de la rocola, se pusieron a bailar los cabrones Rafael y Faki Raqui, imitando a la mariconada. Fue un espectáculo buenísimo porque, aparte de los tragos que nos hacían bullir de la alegría, bailaron bien acoplados. Fue una chulada verlos desempeñarse con el dancing. Y todos estábamos risa y risa; la mara dejó de ponerles atención a los maricones y esto los molestó porque dejaron de ser el centro de las miradas. Entonces, uno de los maricones tomó de la mano a Faki y se lo quitó como pareja a Rafael. El Faki bailó con el hueco que se meneaba como la más exquisita de las mujeres. Pero como el Faki siempre fue bandido, después de unos momentos de meneo, tomó al hueco de los cojones y de la cabeza y le hizo un crosh. Entonces el mamplor voló por el aire y cayó al suelo dándose un platanazo tremendo porque ahí no estaba la lona del ring que lo protegiera. A mí, cuando lo vi volar se me pararon los pelos y, de inmediato, intuí que nos saldrían trancazos. Y cabal. Todo el huequerío se nos vino encima y se armaron los cachimbazos. El propio Lalo nos tuvo que proteger pues eran muchos y el despepute amenazaba con volverse un despeputón. Cuando llegó la poli, ya nosotros habíamos puesto pies en polvorosa. Sólo encontraron sillas y vasos rotos y unos cuantos mamplores cachimbeados. En ese tiempo, vos Juan Antonio, fui madurando como varón pues estos cabrones me ayudaron mucho; además de los porrazos, me dieron cariño y atención; había que tener los cojones bien puestos para estar con ellos porque eran terribles. Recuerdo que a esos cabrones, cuando se les daba la gana decían «juguemos lotería» y, metidos en el carro, nos pasábamos varias avenidas y calles a toda velocidad y sin parar; en cada esquina que cruzábamos gritábamos a coro: «Lotería». Por fortuna nunca colisionamos con ningún carro ni tuvimos un choque que, sin duda, habría tenido consecuencias desastrosas. Era una especie de ruleta rusa. No teníamos miedo ni medida del riesgo; sencillamente lo tomábamos sin importarnos la gravedad de sus secuelas. 73


Y regresando a las peluqueadas que les dábamos a la gente, se me viene a la memoria, también en el Bar la Veinte, que era visitado por luchadores de esa época, una noche con su respectiva madrugada. Nos encontrábamos contentos, cantando y bailando con las niñas del lugar. Sentado, viendo el espectáculo, se encontraba un señor solo, bien entachuchado y con sombrero y botas bien lustradas. Como entre melodía y melodía nos dábamos un descanso para regresar a los sofás del bar, el don, mientras se componía el bigote se acercó a nosotros y nos preguntó si podía acompañarnos. Total que le pasamos chibola y se estuvo divirtiendo a lo grande. Ya como a las cuatro de la madrugada se quedó bien dormido. Hasta roncaba el cabrón. Le quitamos todo el bigote, pero mientras lo acomodábamos en el sillón, nos percatamos que andaba armado; entonces salimos más corriendo que caminando y no volvimos a regresar a La Veinte, por miedo a encontrarlo y a que fuera un policía judicial y nos metiera plomo en las tripas.

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8- El Alacrán junior

El Alacrán Junior le está volando las clines a El Lobo Valdéz, después que lo vencí.

—Vos, Alacrán, tengo entendido que hubo un Alacrán Junior e hiciste pareja con él. Contame un cacho de esa historia. —Simón; hice pareja con el Alacrán Junior. A él lo conocí cuando me junté, en 1966, con mi señora María Dolores; él era su hijo. Por ese entonces él tenía cinco años. Recuerdo que cuando era chiricito, le ponía las correas a mis botines. Sin embargo, ni María Dolores ni yo queríamos que luchara; sobre todo ella, porque temía que, como luchador, lo fueran a golpear o hacerle daño. 75


—Entonces, ¿cómo fue a parar al ring? —Cuando ya era bachiller; creo que cursaba el segundo o tercer año de medicina. En ese entonces nosotros temíamos que si se dedicaba a la lucha, de repente dejaría de estudiar. Eso le hubiera causado mucha pena a María Dolores. Sin embargo, él se empecinó. Le encantaba la lucha. Y, como se dice: A lo hecho, pecho. Ante esa decisión, yo le pedí al Bronco Monterroso que lo entrenara. Luego, como tenía un tamañón y era fornido, Edgar Echeverría se lo llevó a luchar. —¿Cuál era el mero nombre del Alacrán Junior? —José Fernando Batres Flores. A él le llegué a tener mucho cariño y me causó un gran dolor su muerte, el 5 de enero de 2010. Desde que lo conocí lo consideré mi hijo y él me tomó como su padre. Fue una gran pérdida que a María Dolores y a mí, hasta nos hizo bajar de peso. —¿Y cómo fue que Edgar Echeverría se lo llevó? —Edgar era el empresario que organizaba las luchas en ese entonces en el gimnasio. Ya le había echado el ojo a José Fernando cuando, un día, Edgar llegó a la casa. Después de una gran casaqueada que le dio a mi múcura, la convenció. Le dijo que, como él era el empresario, les iba a dar órdenes a todos los luchadores para que, al pelear con él, no le hicieran daño. Puras pajas. Total, comenzó a luchar como Chevaca; luego como el Oso Grizzly, el Oso Polar. Estando como Oso Polar, a Edgar Echeverría se le ocurrió que todos debíamos de luchar enmascarados. Entonces, la mayoría de luchadores le hicieron la guerra hasta que luego de reunirse la mayoría decidieron tumbarlo. Ya no quisieron luchar para él. Imaginate ¿cómo, después de tener bien caracterizado mi personaje luchístico, sin máscara, iba a volver al ring enmascarado? Hubiera sido como que, a una chava, después de usar falda larga durante su vida, de repente la obligara a usar minifalda para mostrar sus desteñidas piernas. De igual manera pensó el resto de mara luchadora. Después de eso, el gimnasio entró a licitación y se lo dieron al empresario Jorge Reyes Alonso; él era muy dea’ huevo con nosotros; nos dio mucha libertad para hacer lo que quisiéramos. En ese momento fue que José Fernando dejó de ser el Oso Polar y comenzó a luchar como el Alacrán Junior. —¿Cómo les fue como pareja? A todisísima madre. Con él fuimos Campeones Nacionales de Pareja, 76


el 15 de junio de 1986, y dimos espectáculos de lo más tuanis. Recuerdo que una vez vinieron a Guatemala unos empresarios de Tuxtla, México y, al vernos luchar, nos contrataron para ir a pelear unos días de octubre a Tuxtla. Ya no recuerdo la fecha. Estando allá dimos buenos espectáculos y nos alargaron el contrato para noviembre. Y luego, para diciembre. —¿Por qué dejó de luchar el Alacrán Junior? —Todo comenzó cuando, luchando contra Los Villanos, se lesionó una pierna. Entonces se retiró un tiempo del ring para guardar reposo. Después, volvió a dejar el ring porque tuvo un tumor en la columna; entonces, un médico nicaragüense, Bernardo Cortés, y su equipo, lo operó. El tumor fue benigno y la operación un éxito. No obstante, decidió dejar de luchar. —¿Te echaste los guaros con el Alacrán Junior? —Fijate que no. Él era muy educado, respetuoso... —No era malcriadote como vos... —Para nada. No fumaba ni chupaba ni bailaba en un ladrillo. Sí iba a las cantinas pero sólo a acompañar a sus cuates. Recuerdo que una vez, en la cantina El Trafalgar, donde de boquitas daban unos caracoles riquísimos, este tu servilleta se encontraba echándose los guaros con algunos amigos. En plena beba estábamos, cuando entró José Fernando con otros luchadores. Él los acompañó con agüitas y bocas; pero de trago y chancuaco, nanay. Así era de sano; fue una perra suerte que muriera tan pronto y constituye un dolor que no logro sacarme del corazón.

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9- La vida continúa

A

veces, vos Canel, cuando pienso en la lucha libre, me da una gran tristeza. Pero, ni modo, el cuerpo no es eterno. Por fortuna, la memoria es un cofrecito del cual podés sacar alegrías, tristezas, nostalgia y los sentimientos que cuadren con tu estado de ánimo. La lucha fue una gran escuela para mí; quizá una manera congruente de continuar con el ritmo rudo de mi niñez. Y no me arrepiento de haber sido luchador. Además de darme para el cuscún, obtuve disciplina; siempre mantuve 79


buena condición física y me hizo sentir muy sano. Por eso, a mis años, sigo haciendo ejercicio. Todos los días aparto un tiempo para poner en movimiento los músculos; ya sea corriendo o en el gimnasio. Las lecciones aprendidas me han dado fortaleza para vivir la vida, aún en medio de la pobreza, con alegría. La lucha me ayudó a conocer al ser humano y a entender que todos tenemos nuestras razones y que merecen ser respetadas. Tuve enormes satisfacciones, como haber ganado el Campeonato Mundial Welter, en 1979. —¿Fue muy emocionante ese triunfo? —Lo máximo. Fue una triangular en la que participamos Rayo Chapín, América Salvaje y este tu servilleta. —¿Podrías describirme la triangular?1 —Ay, vos, Canel... mejor preferiría que leyeras cómo la sintió Mike González, en la revista Ring Mundial. Entonces, El Alacrán me pasó la revista y leí lo siguiente: «Pues bien, en la triangular del domingo brindó una verdadera exhibición de guapeza que los aficionados lo vivaron ruidosamente cuando venció, al tremendo América Salvaje. Nuestra colocación no nos permitió apreciar si había lágrimas en sus ojos o si era el sudor, por el duro trajín, el que empañaba su vista. »El público que esperaba el triunfo de Rayo Chapín no tuvo más remedio que darle su apoyo, porque aquel encuentro con América Salvaje fue corto, pero violento como pocos. Creemos que el cinturón Welter ganado —en buena ley— por El Alacrán premia sus esfuerzos por colocarse entre los mejores del medio a base de buenas luchas y no a base de propaganda. »COMO FUE LA TRIANGULAR »En la primera eliminatoria, previo al sorteo que se hizo con una moneda, salieron a disputar los máximos honores Rayo Chapín y América Salvaje. »El azteca fue amo y señor de la situación durante, por lo menos el noventa por ciento de las acciones, pero falló en su intento de patear partes nobles del enmascarado azul y éste —todavía dolido por la paliza recibida— logró atraparlo con una quebradora sobre la lona. 1

Ring Mundial, Año 1, No. 11, 31 de julio de 1979.

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»APARECE EL ALACRAN »En el segundo encuentro El Alacrán empezó atacando furiosamente pero el Rayo —ratificando que pasa por un buen momento— lo puso al borde de la derrota, derribándolo con una serie de azotones y caballazos. Cuando el Rayo creyó que las condiciones de su rival , habían mermado suficiente como para darle el toque final, intentó otro juego de cuerdas con caballazos. Pero el Alacrán lo esperó con un tremendo zarpazo a la mandíbula que lo dejó listo para el toque final. »LA DECISIVA »Como sólo quedaban América Salvaje y El Alacrán, el perdeor quedaba en situación delicada; si perdía El Alacrán lo rapaban y si ganaba se coronaba campeón mundial welter. »Aquí volvió a ponerse de manifiesto el coraje del guatemalteco, porque siempre estuvo a un paso de bajar pelón. Pero otro fulminante golpe a la mandíbula dejó fuera de combate al gran villano América Salvaje.» —¿Qué otros triunfos importantes recordás de tu carrera luchística? —Cuando gané el Cinturón Veracruz, México; el Cinturón Campeón de Panamá; cuando fui campeón centroamericano; cuando fui campeón centroamericano y del Caribe; campeón Norte, Centroamérica y el Caribe; campeón de parejas junto a La Furia; campeón de parejas con mi hijo El Alacrán Junior. —¿Qué derrota recordás especialmente? —Cuando perdí la máscara, en 1972; me la quitó El Escorpión. Como consuelo pendejo me quedó que, a los ocho días, a El Escorpión se la quitó El Cirujano. —Vos Alacrán, como decían los antiguos presentadores de lucha: ¿Algunas palabras para la afición? —Pues solamente decirles que, a pesar de todas las dificultades y sacrificios que me ha tocado enfrentar, ahora que estoy viejo, aún me siento joven y agradecido con la vida; ha sido muy generosa conmigo; como dirías vos, dea’ huevo; me dio una señora como María Dolores, con quien vivo no por obligación sino por amor. Feliz por mis siete hijos. ¿Qué más le puedo pedir a la vida? 81


Pa’ que conste, este librín se terminó de cocinar en marzo de 2012.


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