Un jardín en penumbra

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Un jardín en penumbra Eduardo Blandón

Las nuevas triquiñuelas de internet que hace que nos desinformemos a causa, por ejemplo, del tratamiento de las fotos, representa un desafío para el que debemos estar en guardia y en disposición para educar a las incautas generaciones. ¿Cómo? Esa es la pregunta que se ofrece a los expertos de las ciencias de la educación y cuya fórmula está por descubrirse. La formación de la conciencia crítica ha sido una tarea de vieja data. A los estudiantes, para el caso, se les ha solido advertir de la necesidad de “separar la paja del trigo”. La educación ha insistido, además, en el cultivo del análisis, la descomposición de los elementos para distinguirlos, y el esfuerzo posterior de unificación a través de la síntesis. Mucho esfuerzo invertido para abrir ese tercer ojo que viera más allá de las apariencias. Nunca se llegó a realizar totalmente ese ideal por los vicios que conocemos: la tradición libresca, memorística y escolástica (recuérdese que “la letra con sangre entra”). Sin embargo, el mundo parecía mucho más simple, los artificios eran muy burdos y la maquinaria, tosca. La sofisticación era la propia de la sociedad industrial por lo que cualquier construcción mendaz hacía chirriar la rudimentaria armazón del edificio. No sucede lo mismo en plena era de la información cuando el refinamiento de la tecnología transforma los objetos observados. Así, es difícil distinguir (si no imposible) un


elemento de otro, como esas fotografías que desde hace años circulan en la red en la que, por ejemplo, el ex presidente Obama da la mano al gobernante iraní, Hassan Rouhani, o el retrato de la niña musulmana que hace tareas con una imagen de Trump en una pantalla de televisión que está frente a ella. Las noticias falsas se alimentan de la especialización de la técnica que posibilita un universo alterado al que muchos damos crédito. Responsable de ello son en ocasiones nuestra buena fe, la candidez, la ignorancia y hasta la modorra que nos acomoda para aceptarlo todo. Con esa actitud, no solo damos por hecho lo que pasa por nuestros sentidos (en un mundo “fotoshopeado” a la carta), sino que lo viralizamos frescamente dando pábulo a los bulos. El timo, sin embargo, no se reduce a la fotografía -aunque es la desvirtualización de la realidad más común-, sino que alcanza también al discurso argumental. El modo en que opera, eso sí, aunque involucra la lógica y constituye un entramado lleno de estadísticas y evidencias extraídas de “las ciencias duras”, más allá de los artificios verbales, se sostiene en bases dudosas que fragiliza el sistema que presentan. Y como vivimos en un mercado global regido por la oferta y la demanda, importan poco los contenidos si el envase es verosímil, atractivo, conveniente y útil. ¿Cómo superarlo? No solo con una inteligencia artificial que descubra los retoques de las fotografías, sino con una educación que se oponga al vasallaje impuesto por la gran industria cultural, una formación que recele la presunta ciencia de nuestros tiempos y una voluntad rebelde que luche contra las trampas patrocinadas por el capital. Todo, qué duda cabe, aderezado con una suspicacia enfermiza que nos haga dudar incluso de nuestra propia sombra.


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