Vanidades

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Vanidades Eduardo Blandón

Uno a veces escribe con la ilusión de ser leído, aunque al cabo del tiempo, alejado de vanidades, quizá resignado, o como signo de madurez, se aprende a realizar el ejercicio sin presunciones. Como quien practica un onanismo de extendido clímax a lo largo de cada sentada, en lo privado del estudio, sin que apenas nadie se entere. Puede que sea solo una consolación al refugiarse uno en la idea de que, a pesar de los pesares, escribir valga la pena, si bien el círculo de lectores sea reducido. Lo cual conecta con la imagen masturbatoria que he aludido, al ser una búsqueda del equilibrio de un sentimiento de frustración en un mundo que valora el éxito como condición de felicidad. Porque, ¿quién no quiere ser leído, atrapar la atención o ser considerado? Especialmente si se es ambicioso. Hay escritores, por ejemplo, refinados y exquisitos que aspiran a un tipo de lector sofisticado. Conozco a quienes les bastaría ser leídos por sus seres amados. Y, quizá, más promiscuos a quienes les va la universalidad: el que sea. Hay de todo. Hasta quienes valoran mucho la diatriba y el combate cuerpo a cuerpo a través de comentarios dejados al margen de sus textos. Como sea, el escritor suele aspirar en el fondo de su corazón a que sus creaciones trasciendan. No veo a Nietzsche, por ejemplo, publicando su Ecce homo, como un monje de la orden de san Bruno a quien la posteridad le sea indiferente. Ni a Kempis escribiendo su Imitación de Cristo, convencido de su “Vanitas vanitatum et Omnia vanitas praeter amare Deum et illi soli servire”.


La “Vanitas” está muy enraizada en el corazón humano y si hay un artesano que no puede librarse de ella es el creador. Escribir es un ejercicio erótico que exige voyeristas. Y, ya se imagina, el esteta despojándose, y de repente con esa sensación de estar solo. Sí, sin éxito de taquilla. Elucubrando causas: estoy obeso, bailo mal, pasé de moda… ¡qué carajo es! El caso de Giuseppe Tomasi di Lampedusa es un caso extraño que llama la atención, pero que confirma lo dicho hasta ahora. Si bien es cierto, el autor de Il Gattopardo, solo empezó a escribir animado por su esposa, Licy, (para ver si con esa actividad se le aplacaba la nostalgia), el escritor de Palermo siempre pensó que su obra estaba por encima de los autores de la época y que por tanto merecía publicarse. Lo dijo así en su texto de “Últimas voluntades de carácter privado”: “Deseo que se haga cuanto sea posible para que se publique El Gatopardo…; por supuesto, ello no significa que deba publicarse a expensas de mis herederos; lo consideraría como una gran humillación”. Hay timidez en su deseo, pero trazos evidentes de que el italiano quería dar a conocer su obra para ser leída. Eso lo queremos un poco todos, aunque algunos, con el disimulo del buen Lampedusa.


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