Plan FinES II - Adolescencia - Adolescencia y Globalización

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Adolescencia y modelos de identificación. Entre la globalización y el nuevo siglo Lic. Sergio Alejandro Balardini 1. El nuevo contexto: tiempos de cambio La frase, si bien remanida, no por ello menos cierta: vivimos tiempos de cambio intenso y vertiginoso. En consecuencia, para estar en condiciones de abordar la especificidad de nuestro campo, es necesario dar un paseo contextual que nos permita dotarnos de una mirada dinámica y relacional, siempre histórica y situada. Un marco general lo plantea la reorganización mundial del mercado de trabajo y de producción de bienes y servicios, también llamada globalización (soportada en las nuevas tecnologías). Estas transformaciones afectan a las múltiples dimensiones de la vida humana, tanto estructurales como culturales; y a las relaciones económicas, desde las comprometidas en forma directa en la producción, distribución y comercialización de bienes, hasta a las comprendidas en las estructuras del consumo. Por otra parte, la generación de conocimiento se ha disparado, y su cada vez más estrecha vinculación con el mundo productivo, deriva en el desarrollo de tecnología aplicada a nuevos bienes, siempre más potentes en alcance y funciones, que desplazan sin descanso a los producidos, ayer nomás, en una escalada que prescribe su consumo, tanto por razones culturales, como de incremento productivo. Así, ingresamos en un modo de consumo, dinámico, voraz y omnipresente, en el que se despliegan nuevos universos simbólicos transnacionales. Y, más allá de la modalidad específica de incorporación a la globalización de cada Estado-Nación, vía afectación de los mercados de trabajo nacionales, las nuevas configuraciones del mundo productivo terminan por impactar en las familias y en sus dinámicas, sus posibilidades y sus proyectos. A su vera, la presencia de esta realidad obliga a una revisión de la escena sociocultural que, en términos de García Canclini, deriva en que, si las identidades modernas eran territoriales y monolingüísticas, las identidades del «nuevo tiempo», posmodernas, pasan a ser transterritoriales y multilingüísticas. En consecuencia, la identidad más integrada a la sociedad del cambio global, como acto de apropiación simbólica, cede parte del dominio o raíz territorial para situarse, centralmente, en la dimensión del consumo (material y simbólico). Al mismo tiempo, los excluidos refuerzan su territorialidad articulándola con las nuevas exigencias del consumo que se apropiará a como dé lugar. En este marco, los medios de comunicación, vehiculizados en pantallas y traducidos en juegos de imágenes, se convierten en agencias privilegiadas de socialización, que, de manos de la publicidad y la propaganda, promocionan el consumo en continuado, la identificación a las marcas y a la dotación de emblemas. Pensemos en las horas de televisión que consumen los niños, niñas y adolescentes, y advertiremos que ésta se ha convertido en una principal fuente de experiencias e información para organizar su mundo (en franca competencia con instituciones como la familia y la escuela). Asimismo, estos procesos, deben enmarcarse en la caída de los grandes relatos de la modernidad, que, sin entrar a juzgarlos, organizaban la racionalidad histórica moderna alrededor de proyectos políticos generacionales que eran marcas de época y aportaban una visión de totalidad dadora de sentido a cada experiencia particular. Hoy, en todo caso, el único gran relato parece ser el del mercado y si es global, mejor – ámbito insuficiente, ya que, entre otras cosas, en el mercado no están todos, y, entre los que están, suele haber una fuerte desigualdad. Si somos iguales en tanto ciudadanos – un hombre, un voto –, no lo somos en tanto consumidores. El viejo reino de la libertad frente al reino de la necesidad. Vivimos un tiempo en el que se promueven incesantemente los valores del mercado, con palabras clave como «competencia» y «productividad», cuyo pragmatismo


desprecia su impacto en los individuos, sus familias y su comunidad. Su correlato, el desdén por el compromiso personal con los otros, y el mensaje de modelos de vida más superficiales o light: « hacé la tuya»; el incentivo a la satisfacción inmediata, y la cultura de vivir el momento. Este presente orienta la instrumentalización de la vida hacia un mundo de valores definido por la «utilidad» y la «practicidad» de los bienes, sean materiales o simbólicos. Así, por ejemplo, los «bienes culturales» pasan por un tamiz ideológico – la ideología mercadista – que los convierte en «bienes de mercado», dando lugar a una «industria cultural» que pierde autonomía respecto del orden de su producción o, en el mejor de los casos, se reconstruye como otro aparato conceptual y productivo. El «paradigma eficientista», pasa a ser el valor dominante por el que se miden todas las cosas. En este marco, las personas terminan siendo clasificadas en dos categorías básicas: los ganadores, los que «existen», y los perdedores, que «no existen». Pero, en estos términos, una significativa porción de nuestras sociedades, en ocasiones la mayoría, no puede quedar sino del lado de los perdedores, por lo cual para «existir» habrá que buscarle la vuelta al asunto y aplicarse a medios que resuelvan la ecuación. En este contexto, plantear el destino final del esfuerzo (y el esfuerzo como valor), como le gusta señalar a las generaciones anteriores, puede parecer –o padecer – una suerte de alienación de lo dado. Anudando el cuadro, asistimos a un tiempo de crisis de sentido y pérdida de peso de valores e ideales históricamente instituidos (y encarnados en que se pensaron fuertes), que expresa un cambio de época. Así pues, nuestros adolescentes y jóvenes, «pateando» su presente real, pueden parecernos muchas veces más «realistas» que sus padres, no porque dejen de tener «ideales», sino porque se preguntan sobre el margen posible de sus logros, sin por ello convertirse en cínicos, como parece ser el caso de tantos adultos que navegan entre una simulación de sujetos críticos y una realidad de sujetos funcionales. La incertidumbre sobre su futuro, pasa a ser una preocupación que carecía de tal entidad para sus padres, e incluso, sus hermanos mayores. La realidad ha llevado a estos jóvenes a tener menos vocación para intentar cambiar el mundo, que para luchar por integrarse a él, con algún éxito. Son, en caminos que desencuentran (desde la invisibilización al maltrato, pasando por una pobreza de difícil salida) el joven de clase media en dificultades, incluido y vulnerable, y el joven «piquetero» que corta una calle o una ruta para pedir por un plan, excluido y sospechado. Y, sin embargo, si la mayoría de los jóvenes manifiesta menos interés por los temas públicos que en otro tiempo (y el análisis debe incluir el desprestigio de la política como herramienta de cambio por su deslizamiento al lugar de mero espacio de administración de lo dado, debido a su subordinación a la economía), no debe concluirse de ello que no experimenten disconformidad o carezcan de mirada crítica, sino que ésta se expresa por otros medios, modos y alcances; el rock, el hip hop, las murgas, las manifestaciones artísticas, son un buen ejemplo de ello, tanto como sus denuncias y reclamos concretos ante la violencia institucional o ante la necesidad diaria. Un sentimiento juvenil de escepticismo sobre un futuro que valga la pena ser vivido, convive con energías vitales, fermentos creativos, demandas e interpelación a los adultos. Junto con ello, la exclusión de ingentes sectores juveniles, signos de violencia social creciente, el descreimiento colectivo en la justicia de los hombres, el adelgazamiento de la perspectiva solidaria y un consumismo exacerbado, como razón social hegemónica.


2. Adolescentes en plural: Los unos y los otros Pensar en los adolescentes, hasta hoy, nos lleva a imaginar a chicas y chicos entre los 14 y los 18 años de edad con una serie de rasgos, que, si no prototípicos, los definen por agregación de características comunes: el proceso de construcción de una identidad personal autónoma; la importancia otorgada al grupo de pares; el despliegue gradual de una sexualidad madura; el logro de una intelectividad abstracta; los ideales tomando el mando, entre otros. Sin embargo, también aquí las cosas han cambiado –en cantidad y calidad, con complejidad creciente - y los rasgos tradicionales no alcanzan ya para nombrarlos en la novedad de una sociedad que se «juveniliza», deificando lo «joven» con un sentido en sí mismo, y que extiende los límites de la antes llamada fase juvenil, desestructurándola hacia arriba y hacia abajo. Hacia arriba, por efecto de la mayor exigencia de acreditaciones y certificaciones educativas, por las dificultades de insertarse, con cierta estabilidad, en el mercado de trabajo –del que se entra y se sale inopinadamente -, y la consiguiente dificultad de salir del hogar de origen, o, en otro lugar de la escala social, por una demanda de imagen juvenil cuya dinámica se renueva, presiona y permanece. Y hacia abajo, por la presencia temprana de demandas antes demoradas en el tiempo, iniciaciones precoces, e incluso, el desarrollo de «culturas preadolescentes» motorizado en el consumo de bienes e imágenes.

Tenemos, entonces, adultos juvenilizados como contracara de una juventud extendida, junto a otros jóvenes (y niños, niñas, y adolescentes) adultizados por la necesidad, urgidos en responder al «día a día», entre exigencias, violencias, y exclusiones de todo tipo, sin posibilidad de pensar futuros, porque ni siquiera tienen sus presentes asegurados. Párrafo aparte, por su singularidad, merece el embarazo precoz o adolescente, el cual, según escuchamos a las chicas en nuestras investigaciones, no debe pensarse linealmente que se debe al desconocimiento de métodos anticonceptivos o su inaccesibilidad (real en muchos casos), sino a la expectativa que les genera (motorizando el deseo) de sentirse queridas y de tener alguien a quien querer, como también a imaginar un cambio de estatus de niña a madre que les proveería de mayor respeto en su familia y comunidad, lo que, sabemos, esta lejos de concretarse. En los hechos, junto a la afirmación de que se extienden la adolescencia y la juventud, debemos reconocer, que las distancias entre quienes comparten una edad cronológica se abren hasta convertirse en brechas, materiales y socioculturales, que amplían las diferencias en una talla creciente. Tomando en cuenta el Índice de Desarrollo Humano (IDC), alguna de nuestras provincias tienen un índice cercano al de Luxemburgo o Israel, y, otras, al de Irak o Jordania, para ilustrar esas diferencias. Lo mismo pasa en nuestros barrios del conurbano. Nuestra adolescencia y nuestra juventud están lejos de ser un sector social homogéneo estructuralmente. A lo que debe agregársele la enorme segmentación cultural existente. En definitiva, en el amplio abanico de quienes discurren por estas edades, los hay desde semejantes hasta casi irreconocibles, en una suerte de taxonomía que se complejiza. En ella, los próximos, pueden pasar a ser de distintos a distantes, y, globalización mediante, los distantes, resultar próximos. Podemos afirmar, en consecuencia, que ya no es posible hablar de «adolescencia» en singular, como en aquellos tiempos en que cierta homogeneidad de clase media idealizada permitía sintetizar experiencias modelizantes, en tanto que los sectores


populares producían individuos jóvenes sin «condición juvenil» (los «menores» o adultos tempranos), quienes, hoy, aún asumiendo responsabilidades «adultas», están atravesados por un universo comunicacional juvenilista que facilita su constitución en «tribus juveniles» diferenciadas. Por ello hablamos de adolescencias y juventudes, en plural. 3. Modelos de identificación. Identidad, tecnología, y consumo Las nuevas tecnologías reorganizan la sociedad. Y lo hacen vertiginosamente. La influencia de los medios de comunicación es enorme. De un modo inédito, imponen una presencia avasalladora frente a las dinámicas de ayer. En cada acto, aparece el mensaje. Investirse de una marca, de una imagen, permite cierto reaseguro, aporta una locación, un lugar, una posición desde la cual mirar, mirarse y ser mirado.

Y, junto al advenimiento masivo de las pantallas y la primacía de la imagen, se privilegia una nueva arquitectura de modelos, que, por definición, exigen individuos que deben dar bien, o sea, tener buena imagen. «Producirse» de modo virtual, casi evanescente, constituye el lecho de la identidad para quienes pueden acceder a su menú desplegable. Y, en esta movida, de paso, se adjudica el estatus de «objeto». Aparecen en esta época nuevas exigencias: la belleza corporal, el cuidado del cuerpo, la moda de la exhibición de masas, la telepresencia (incluyendo la activa subida de videos a YouTube). Una película en donde la persona queda fuertemente relacionada con su aparecer físico, no integral, con dificultades para establecer vínculos profundos, o más plenos. Su ambiente de velocidad, la multiplicidad en redes, y un mundo de «contactos», favorecen vínculos de bajo compromiso o de compromiso localizado. O dónde se consumen en un fuego efímero. En la omnipresencia de la dimensión narcisista, el otro queda reducido a su aparición, con la misión de confirmar nuestra imagen. No en vano, y no es juego de palabras, las modelos se han convertido en modelos de identificación para muchas adolescentes. Casi paradigmáticamente, aquí se dan cita en forma concurrente: la imagen, el consumo, la adolescente, el desafío del sexo próximo. Demasiado obvio. Tanto, que no hace falta pensar. Pero, volviendo al tema de la imagen y del cuerpo, no podemos ignorar la creciente presencia de síntomas de bulimia y/o anorexia en las jóvenes (también en los varones). Trastornos en la alimentación que se hacen fuertes en una época en que se introyectan demandas poco racionales de delgadez que hasta llegan a comprometer la vida de las famosas. Claramente, no olvidamos la singularidad de cada sujeto, pero afirmamos que las características de cada sociedad, de cada tiempo, poseen la fuerza necesaria para sesgar las neurosis, bañando los aparatos psíquicos con significados y sentidos epocales. No hay patologías sin historia del sujeto, pero tampoco sin historia social. Insistimos, estamos en presencia de nuevos valores, o si esta palabra queda grande, nuevas expectativas y demandas sociales: tener un cuerpo bien trabajado, ser fuertes, bellos, poderosos. El énfasis puesto en triunfar y en ser exitoso. Claro que, para muchos, si se trata de ganar, poco importan los medios, y hasta el otro se convierte en un medio, se lo instrumentaliza. Hace un par de años, se vio una publicidad en la que un padre le decía a su hijo que no quería perder, y se desató una polémica por una agresiva campaña de una conocida marca de calzado deportivo, que aconsejaba: «Trata a tu enemigo con respeto. Aplástalo rápidamente» y «Nunca


son suficientes los clavos que puedas poner en el ataúd de tu enemigo». Ante (y pese a) este panorama, los adolescentes expresan en las encuestas no tener modelos para seguir, sí, en todo caso, personajes de los medios y del deporte a los que admiran, y se repliegan en la familia (el último refugio, aún con sus menos), en la que la mayoría dice confiar, frente al descreimiento masivo en las instituciones (Iglesia y escuela resisten –pese a la caída de su imagen – bajo la línea de flotación aparecen partidos políticos, sindicatos, justicia, legisladores, fuerzas armadas, y, obviamente, en la vereda de enfrente, ubican mayoritariamente a la policía). Paradoja: cuando lo joven es tomado por la sociedad como modelo de deseo, los jóvenes tienen dificultades en hallar modelos. En efecto, podemos afirmar que en este nuevo tiempo, los adolescentes enfrentan un período histórico crecientemente conflictivo para integrarse creativa y constructivamente a la sociedad, lugar que se les exige, pero que no se les facilita. En donde, ante la ausencia de externalidades valorativas relevantes, se estimula a la «juventud» como valor en sí mismo, dimensión narcisista que se da de bruces ante los hechos, mostrando su raíz ilusoria, alimentando frustraciones y generando un sentimiento de inseguridad ante las crecientes dificultades de integración. En cuanto al impacto de las tecnologías en la subjetividad, diremos que las nuevas generaciones viven la tecnología como entorno y medio ambiente (en uno u otro sector social, la diferenciación está en el interior de la tecnología disponible, no en su ausencia, excepto para los excluidos de exclusión mayor). La instantaneidad y el reino del presente representan su lugar de residencia dinámica. El tiempo y el espacio adquieren una dimensión que los distingue de aquellas épocas en donde las distancias eran inabarcables, y la espera parte de la cotidianeidad. Sus quehaceres son múltiples, sin linealidad, con trayectorias que se multiplican en paralelo sin colisionar y sin necesidad de concluir una para comenzar otra. Produciendo un nuevo entrelazamiento entre texto e imagen, de fuerte presencia. Con la necesidad de estar «conectados» (sea por Chat –vía - Internet o por SMS –celular –), en un continuo entre vida «real» y «digital», que no sustituye, sino agrega, suma espacios. Con un estímulo constante y orientados a la resolución de problemas. Construyendo su experiencia sobre la base de ensayo y error. Y con una nueva percepción acerca de lo público y de lo privado (nociones que, por otra parte, se construyen histórica y socialmente). Muchos cambios para ser obviados, que dan lugar a un modo de vivir, relacionarse y construir percepciones, que habilita a pensar en sujetos con los que nos veremos obligados a construir puentes, a ir hacia ellos, habitantes del mismo y de otro lugar. 4. Consumación o consumo Finalmente, entramos de lleno en el fenómeno del consumismo. De los ciudadanos como modelos de consumidores. Cada vez más, participamos en una «socialidad» construida predominantemente en procesos de consumo, rodeados e inmersos en tecnología. Una participación segmentada que se vuelve el principal procedimiento de identificación. Como señala García Canclini, el consumo es «un conjunto de procesos socioculturales en los que se realizan la apropiación y los usos de los productos», y en el que se construye buena parte de la «racionalidad integrativa y comunicativa de una sociedad».

¿Cómo podrían los jóvenes resistir –¿deberían? – a una propuesta que ni siquiera es enunciada como tal, sino que es la propia forma histórica de presentarse la sociedad misma? Dícese, «la sociedad es de consumo».


La diferencia, una al menos, entre los jóvenes y los adultos comprometidos en la vorágine consumista, es que, mientras los unos, socializados en otro tiempo, pero tensionados por la fuerte demanda de juvenilización, articulan sus identidades deslizándose en el consumo; los otros, en pleno desarrollo de sus capacidades, están destinados a constituir su identidad en torno a aquel. Consumir, incorporar, es un hecho egoísta por definición. Se nos estimula a la posesión como valor, también como signo de éxito. Y se supone que tal consumo nos hará exitosos, libres y felices, ¿acaso no nos lo dice a toda hora la publicidad? Ahora bien, ¿qué hay si no podemos acceder a tal consumo?; ¿qué del malestar, de la frustración, de la violencia? Así, volvemos a los otros adolescentes. A los unos y los otros. Porque, si en el consumo se constituyen las identidades, ya no se trata del tener, sino del ser. Camino que puede explicar algo de la violencia, en un sentido «retaliativa » (y no es justificación, sino paso a la comprensión), del despojo material en hechos delictivos. A nuestro juicio, si verdaderamente algo de la identidad misma está en juego, no podrá sencillamente abandonarse la in-tensión al consumo, ya que no se trata cándidamente de un tercero exterior al ser, de un otro objeto, sino que hay algo del sujeto en juego. De allí, que no debe extrañarnos un consumo compulsivo. La fórmula de las adicciones. Tampoco, las violencias para apropiación simbólica o material. De poderosos y famosos, de profesionales, de ricos y pobres. Del turismo sexual, a la violencia familiar. Una campera, una vida. Todo se consume, no se ve el negocio. Se consume veloz y vorazmente, mientras la publicidad empuja hacia la novedad. Y hay que restablecer, de constante, el flujo del consumir. Y, un hecho más, relevante, que observamos en los nuevos procesos de construcción de identidad, es que los mismos se dan entre pares sin impares, en un tiempo de ausencia o retiro de adultos que representen la diferencia, y con los cuales haya que contrastar. Porque no es lo mismo, el grupo de pares que tiene frente a sí a impares con los que tensionar, que el grupo de pares frente a sí mismo, sin tercero por conquistar o con el cual disputar. El adulto fuerte, con frecuencia autoritario, trocó en adulto líquido o liquidado. Va siendo hora de dejar de debatir sobre adolescencias y juventudes y comenzar a debatir sobre adulteces. O, mejor aún, hacer ambas cosas, pero al mismo tiempo, sin trucos de parte de quien posee mayor poder.

5. El cambio en las relaciones de género y generacionales Al calor de la nueva distribución de los «saberes socialmente relevantes», comienza a observarse una modificación de las relaciones entre las distintas generaciones. Es decir que, actualmente, el saber no está sólo del lado de los adultos, especialmente el vinculado a la tecnología (cuyo campo de operaciones no para de extenderse), razón por la cual las relaciones de saber y poder se vienen modificando. Circunstancia bien acompañada por la confusión de los adultos frente a una sociedad rauda y radicalmente cambiante. Estos adultos se sienten vulnerables y se muestran como tales, no tienen todas las respuestas y, en ocasiones, ni siquiera pueden ofrecer alguna. O la que ofrecen resulta, a todas luces, poco pertinente, sea por impericia en cómo proceder frente a las nuevas situaciones, sea por responder con salidas no pertinentes que, probablemente, resultaban eficaces


tiempo atrás. Niños, adolescentes y jóvenes, asisten a esta escena, la calibran. Ven que, incluso la experiencia –el gran capital que todo adulto por insuficiente que fuera podía prometer – ya no es un bien que garantice un modo adecuado de enfrentar los hechos. En consecuencia, las relaciones horizontales y entre pares crecen en importancia, y los adolescentes, muchas veces, producen sus preguntas y sus respuestas entre ellos mismos (con riesgos, y mucho ensayo-error, como en un videojuego) sin acudir a adultos, por los que, por otro lado, reclaman. Un capítulo de esta escena se representa en los medios, que, más allá de grotescos, ya no responden a las viejas fronteras «sólidas» entre adultos y jóvenes. Todo puede verse en la superficie, aunque sus sentidos puedan permanecer en la opacidad. Pero, allí, podemos ver, también, el otro gran cambio que debemos señalar, y es el cambio en las relaciones de género. Niñas heroínas, preadolescentes que lideran a varones y mujeres; crece la presencia de un rol activo y no subordinado, ya no de mujeres respecto a varones, sino de mujeres que son niñas y adolescentes, respecto a varones niños y adolescentes. Es decir, la posibilidad de identificarse con modelos, cuyos roles resultan atractivos y potentes, van diseñando un nuevo panorama para la relación presente y de futuro de los géneros. Hasta ayer nomás, los padres se contraponían a sus hijos de modo tan claro y firme como autoritario. Y los jóvenes, en tiempos de ideales y futuros, se les oponían en un acto rebelde (con causa). Hoy, en tanto, se enfrentan a adultos juvenilizados, que acompañan más que orientan; les piden opinión en cuestiones hasta poco consideradas propias del mundo adulto; con quienes comparten gustos, estéticas (e incluso, disputan trabajos y parejas). Frente a estos adultos, el acto rebelde, se convierte muchas veces en acto sobre el propio cuerpo (intervenciones con tatoos y piercing mediante), o en rebeldías minimalistas, intentando escapar a la colonización adulta de los, hasta no hace mucho, ámbitos y espacios juveniles. En otra perspectiva, podríamos considerar que el conflicto entre las generaciones ha pasado de expresarse en términos de rebelión (tiempo de adultos e instituciones fuertes) a expresarse en la modalidad de la desconexión, con jóvenes que viven en mundos paralelos, que no necesitan de confrontación (no hay con quién hacerlo). Los adolescentes de ayer, no enfrentaron el desafío de navegar en la incertidumbre, todo lo contrario, solían confrontar con las certidumbres del sistema, con verdades fuertes, con «autoridades». Los adolescentes de hoy, en cambio, navegan en aguas turbulentas. Campos que antes aparecían como previsibles, hoy, definitivamente, no lo son. Y la «autoridad» (no el mando) es algo que se construye cada día en el ejercicio (y cruce) de saberes, consideraciones y mutuos respetos. Hijos de su tiempo, los jóvenes de hoy son más libres de lo que fueron sus padres, más flexibles, menos rígidos, viven más el presente y están menos atentos a un futuro que desconocen, tienen menos temor al cuerpo, a la sexualidad, poseen más información para la vida, pero, al mismo tiempo, viven entre enormes restricciones materiales y simbólicas, que hacen, para muchos, de las oportunidades, una realidad virtual. 6. Bibliografía BAUMAN, Z. Vida de consumo. Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2007.


—— Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1999. —— Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias. Barcelona: Paidós Ibérica, 2005. BECK, U. La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidós, [1986] 1998. BECK, U. (compil.). Hijos de la libertad. Fondo de Cultura Económica, 2002. FEATHERSTONE, M. Cultura de consumo y postmodernismo. Amorrortu Editores, [1991] 2000. GARCÍA CANCLINI, N. Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Ed. Grijalbo, 1990. —— Consumidores y Ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. Ed. Grijalbo, 1995. JAMESON, F. Ensayos sobre el Postmodernismo. Buenos Aires: Ediciones Imago Mundi, 1991. [Colección: El Cielo por Asalto]. SENNET, R. La corrosión del carácter. España: Editorial Anagrama, [1998] 2000.


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