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Libro 2 (2.5-El profesor)

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ARES

Hasta el dios de la guerra quedará desarmado ante ella

-LIBRO 2-

Miss Red

TRILOGÍA

Primera edición: febrero, 2024

Copyright © 2024 Miss Red

ISBN: 9798874147167 (físico)

© Del texto: Miss Red

© Diseño de portada y banners: @ale_graphic5

Todos los derechos reservados. Queda totalmente prohibida la reproducción, escaneo o distribución de esta obra por cualquier medio o canal sin permiso expreso de la autora, bajo la sanción establecida por la legislación.

Esta historia está ambientada en lugares reales, pero los hechos que acontecen y los personajes que aparecen en ella son completamente ficticios y no tienen ninguna base real. Cualquier parecido a la realidad es mera coincidencia.

Advertencia: esta novela refleja contenido que puede herir la sensibilidad, escenas de violencia, lenguaje vulgar y contenido sexual explícito. La autora no se responsabiliza del efecto producido en el lector. Recomendado para mayores de edad.

Ver el booktrailer de la novela Ares aquí

Los dioses del Cielo son capaces de desatar el Infierno en la Tierra. Primero te seducen, después te enloquecen y finalmente … te destruyen.

Esta novela representa la continuación del primer tomo de ARES, y forma parte de la secuela de la novela EL PROFESOR.

CONTENIDO

LOS DIOSES TAMBIÉN SE ENAMORAN

TODO ESTARÁ BIEN

PORQUE CONFÍO EN TI

ELLA ES MÍA

LA REINA DE ÁLYMPOS

MÁS QUE NUNCA

HE ESPERADO DEMASIADO

MI VIDA ENTERA

SABÍA QUE ERAS VALIENTE

ES POR DÓNDE SE EMPIEZA

DE ÁNGELES Y DEMONIOS

TE DARÉ ESE FINAL FELIZ

LOS BUENOS VENCERÁN

ESTE SOY YO, UN MALDITO DEMONIO

AL BORDE DEL ABISMO

TE DARÍA LA LUNA

EL PERDEDOR

AGRADECIMIENTOS

AFRODITA

DEL PRÓLOGO DE AFRODITA

ACERCA DEL AUTOR

CAPÍTULO 23

LOS DIOSES TAMBIÉN SE ENAMORAN

Veo cómo pasan los minutos, en completo silencio. Mi mirada se pierde en el horizonte oscuro y fijo con la vista las estrellas, hoy apagadas o inexistentes, como si ellas mismas fuesen testigos de mi preocupación. No sé nada de él desde hace horas y, por más que he intentado contactarle, lo único que he conseguido, en cambio, ha sido silencio.

No puedo estar sentada, de modo que empiezo a dar vueltas en círculo por la colosal habitación, escuchando mis propios pasos. Han transcurrido ya dos horas desde que me he despedido de Álex, y no soy capaz de despegar mis ojos del reloj. Lo único que he hecho en este tiempo, aparte de esperar, ha sido ducharme y ponerme un chándal que me he traído de la residencia. El champán me estaba empapando hasta los huesos.

Finalmente, tomo asiento en una de las sillas que rodean la mesa, presa del cansancio. Vuelvo a mirar la hora. Las cuatro de la madrugada.

¡Por Dios! Necesito noticias.

Golpeo la pantalla del móvil con la uña y tenso los labios, al darme cuenta de que hoy la cobertura está fallando por el temporal que ayer mismo anunciaron en televisión. El problema de Boston es que los inviernos son demasiado fríos. Sorprendentemente, todavía no ha empezado a nevar, en cambio, las temperaturas alcanzan hasta cinco grados, por la noche.

«No puedo esperar más…», pienso, totalmente desestabilizada.

La impaciencia me puede y, entonces, me levanto de la silla toscamente y camino con pasos galopantes en dirección a la salida. Hago un amago de abrir la puerta para aventurarme fuera, pero me detengo al segundo siguiente de tocar el pomo. No me atrevo a abandonar el cuarto, y eso es porque él me ha dado instrucciones claras de quedarme dentro de la seguridad de su habitación. De nuestra habitación.

Me humecto los labios, reflexiva, y retiro la mano.

¿Quién lo iba a decir? ¿Quién iba a decir que en una semana todo daría un giro de 180° y que, en vez de desear su muerte, sienta que seré yo la que me moriré si algo malo le ocurriera?

Cuando me doy la vuelta, mi intranquila mirada se topa con el enigmático cuadro del dios Ares, el cual cuelga en la pared que hay precisamente

enfrente.

«—¡Estás bajo mis órdenes!».

Me gritaba una semana atrás, en el primer instante en el que pisé esta habitación. Nuestra primera toma de contacto no fue de lo más agradable, debo reconocer.

«¡Eres mía y haré contigo lo que me apetezca, entendido!».

Le acusé de asesinar a Beth. Le acusé de algo demasiado grave y su reacción fue de lo más acertada, mirando atrás. Sin duda, él no tuvo nada que ver con la muerte de aquella mujer. Todos los sentimientos que mi alma alberga por él, me hacen confiar en que no sería capaz de algo tan atroz, pese a que, sí, sea un asesino. La forma en la que hace unos días hablaba de aquel bebé, me hace intuir que esconde una gran sensibilidad, a pesar de querer hacerse el duro gran parte del tiempo. Y sí, confieso que le sale bien. Le sale magistralmente bien con los demás, pero no conmigo.

Sonrío.

«Mi dios…», le llamo con la mente y rezo que salga todo bien esta noche.

Súbitamente, un trueno interrumpe mis pensamientos y alzo la vista al gran ventanal, cuando el cielo queda poderosamente iluminado. Me cruzo de brazos mientras me acerco al cristal, intentando averiguar si ha empezado a llover, pero, al parecer, la misma lluvia se hace de rogar, igual que su vuelta al Templo. El frío empieza a imponer, conforme las horas pasan, y aún estoy tiritando. Tiemblo por el frío, pero principalmente por aquellos nervios que estoy sintiendo, y los cuales no me dan tregua.

Apoyo la cabeza en el cristal lleno de vaho y cierro los ojos, sumamente descompuesta. Han sido unos días demasiado intensos, y si pensaba que en Toronto todo me superaba, desde nuestra vuelta a EE.UU., no dejo de tener la sensación desalentadora de estar inmersa en un profundo pozo. La incertidumbre de no saber qué ocurrirá mañana o, sin ir más lejos, en los siguientes minutos, me mata.

Y, de repente… unos ruidos punzantes interrumpen mi reiterado monólogo. Mi aliento se detiene y pongo atención. Miro por la ventana, mientras me figuro que los golpes parecen más bien unos fuertes truenos, sin embargo…

«¡Un momento! Son disparos», pienso controvertida.

Pestañeo, sumamente aturdida. Me resulta extraño oír disparos, teniendo en cuenta de que Álex y los demás están librando una batalla en otro sitio. No, no tiene mucho sentido y no me cabe duda de que en estos instantes están lejos de aquí. A decir verdad, no sé por qué los disparos se oyen tan cerca.

¿Debería salir al pasillo? ¡Oh, Dios!

Me lanzo al ventanal y pego mi nariz al gélido cristal, pero aparte de unos pocos coches que frenan y cogen la esquina, no veo nada. Lo que más me perturba, en cambio, es el alboroto y el estrepitoso ruido que proviene del patio.

Y otro disparo, de repente.

¡No hay duda, algo está ocurriendo!

Me llevo las manos a los oídos, completamente helada, y me aparto de la ventana.

¡Virgen Santa! Pienso en todo, con los latidos en la garganta.

¿Quién diría que me vería envuelta en un ajuste de cuentas entre dos bandas? ¿Y quién diría que me enamoraría de un hombre con una vida tan compleja como la suya?

Me rasco la frente mientras intento apaciguar el caos que se ha formado en mi cabeza. He presenciado ya tres episodios dignos de una película de gánsteres, en una sola semana, y nuestra vida está en peligro continuamente. Es más, en las películas de narcotraficantes, los mafiosos siempre terminan mal: o bien bajo tierra, o bien en la cárcel.

¿Es eso lo que nos espera?

Me empiezo a morder las uñas. Debo leerme el contrato de las narices e intentar encontrar una vía de escape, algo que me permita salir de este embrollo de los cojones en el que mi propio profesor de Finanzas me metió. Pero también necesito convencerle lo antes posible de que abandone esta vida incierta, que le está consumiendo y que lo pone en peligro continuamente.

Pensándolo bien, no hay ninguna razón evidente por la cual él quisiera ser parte de esto. No le hace falta el dinero que este negocio le proporciona, no participa ya en orgías —o al menos eso es lo que deseo creer—, y no tiene amantes. Pero sí, está su hermano y sus amigos.

«La familia es la familia. No hay nada más importante que proteger a los nuestros…», dijo.

Entre miles de pensamientos destructivos que se adueñan de mi mente, también están aquellos que actúan como pura vitamina para la debilidad que siento en estos momentos.

«—¿Puedo preguntarte por qué dos corazones? —le pregunté—. Comprendo que la letra sea una A, pero los corazones…

—Son nuestros. ¿Lo notas? —respondió—. Tenías razón, Aylin, mi corazón ha aprendido a latir».

De repente, una sonrisa invade mi rostro y una lágrima se desliza en mi mejilla.

Me ama.

¡Álex me ama!

Elevo la cabeza y pienso con serenidad, en medio del caos. Me estoy dando cuenta de que él no necesita a otra persona en su vida. Me he dado cuenta de lo que siente por mí, todo gracias a aquellos gestos y detalles que me está mostrando. Por cómo me habla, por toda la confianza que ha depositado en mí, por cómo me defiende, por cómo me cuida, por cómo me besa, por la manera en la que me hace el amor. Sin embargo, sé que me ama por la forma en que me mira.

Los ojos son el espejo del alma, más que las palabras. Las palabras, se las lleva el viento.

Cuando amas, lo fácil es decir te amo, pero lo difícil es demostrarlo. De hecho, el gran reto consiste en eso: demostrar tu amor y crear magia sin palabra alguna, salvo con un beso espontáneo, una caricia, una mirada centelleante o un simple gesto. Sin duda, eso sí que es difícil.

Sería una imbécil si no me diera cuenta de que Álex me ama.

—¡Mi diosa!

Me sobresalto por unos intensos golpes en la puerta, hecho que acaba con mi romántica ensoñación. Soñar es gratis y lo necesito más que nunca. Necesito agarrarme a algo para poder continuar.

—¡Sí! —Corro hacia la puerta, con el alma en vilo.

Acerco mi oído y escucho, en silencio. No doy crédito a aquella voz, ya que sé que no puedo confiar en nadie. La única persona en la que puedo

confiar no está aquí y ni siquiera sé si está viva.

—Diosa Afrodita…

Una voz ronca me habla desde el otro lado. Los pasos rápidos que llegan desde fuera hacen que dé un brinco y retroceda.

—¡¿Quién es?!

—Soy Max, ¡abra!

¡Oh, mierda! Algunos quejidos guturales traspasan la madera y escucho también gritos, hecho que me deja en estado de shock.

—¡Mi diosa! —insiste.

Sería mejor abrir, él es uno de los encargados de este sitio y debo confiar en él. Es probable que tenga noticias, de lo contrario, no perdería su tiempo en despertarme a altas horas de la madrugada. Llevo mi mano temblorosa a la cerradura y abro la puerta lacada de nuestra habitación, con el corazón a mil, sin saber qué está sucediendo exactamente.

¡Cielo Santo!

Me quedo petrificada. Todo se acaba de paralizar en mi mente y cuerpo, al ver la imagen que tengo delante.

¿Cómo es posible?

Siento un dolor demasiado agudo en el pecho, como si alguien hubiese traspasado mi caja torácica y me estuviera intentando arrancar el corazón.

En la puerta, efectivamente, me encuentro a Max, junto a un agente, pero no están solos. Los dos sujetan los brazos de Álex. Bajo mi vista a él, ya que parece estar inconsciente. Parpadeo nerviosa cuando, de momento, lo comprendo todo. Este tiene los ojos cerrados y unas horribles manchas de sangre empañan su rostro.

«¡No, no, no…! ¡No puede ser! », grito en mi cabeza y lo único de lo que soy capaz, es llevarme las manos a la boca.

—¡Álex! —exclamo consternada. Lo acabo de llamar por su nombre, y no cómo debería llamarle, pero es lo que menos me importa en estos instantes.

—¡Debemos pasar!

—Claro… —contesto con un evidente trémulo.

—¡A la cama, chico!

—¿Qué… qué le ha pasado? pregunto con voz rota y me aparto de la puerta en un segundo.

Miro estupefacta cómo estos dos entran en la habitación y lo arrastran hasta la cama, cada uno tirando de un brazo. Es imposible no observar que una lluvia de gotas de sangre sale de su cuerpo y mancha el suelo que combina colores de blanco y negro, muy parecido a un tablero de ajedrez.

—¡Por Dios! —me lamento—. ¿Está herido?

Mi pecho convulsiona.

—Sí —dice Max, con rostro desfigurado—. Arma blanca. El médico está de camino.

Definitivamente, estoy experimentando un bloqueo y no sé qué hacer. No tengo ni idea de cómo soy capaz de hablar siquiera, mi garganta está cerrada y solo muevo los labios, sin sentido alguno, mientras les miro atónita. Claramente, Álex se encuentra inconsciente y eso es malo. Muy malo.

Al instante, los hombres lo arrastran sobre la cama con bastante dificultad, están manejando una verdadera masa de músculos. Me acerco con pasos rápidos y siento los tambores enloquecidos por dentro. Un gran vacío me inunda mientras toco su cara.

«¡Cielo Santo! ¡Dios, no lo permitas!», imploro.

Aprieto los ojos. Impido que las lágrimas corran por mis mejillas, pese a que solamente me las puedo aguantar unos efímeros instantes. El miedo de que algún órgano estuviera dañado y lo pudiera perder, me paraliza completamente.

—¿Es grave? —pregunto con voz rota.

Cuando levanto la vista, me topo con la de sus hombres, los cuales aguardan al lado de la cama.  Incluso se les ha olvidado el protocolo y me miran con ojos agrandados, sin saber qué decir.

—¡Contestad! —Alzo el tono, enloquecida—. ¿Es grave?

De momento bajan la cabeza.

—No lo sabemos, mi diosa. Ha perdido mucha sangre —contesta Max, igual de perplejo que yo.

—¿Y cómo ha pasado?

—Lo hemos encontrado fuera, a unos metros de aquí. Se había caído del motor, seguramente tras desmayarse.

—¿El motor?

«¿De qué maldita moto está hablando este hombre?», me pregunto.

—Sí, mi diosa.

—¿Estaba solo?

—Sí. Le hace una señal a uno de los agentes, el cual sale deprisa—. Tim irá a hacer otra llamada, esperemos que el médico no tarde.

Empiezo a abrirle la chaqueta de cuero, pero estoy ejecutando movimientos demasiado torpes, presa de la angustia y el dolor que siento. Sollozo mientras me deshago de la prenda de ropa, cautelosamente. Las lágrimas rebotan en su elegante camisa, la cual queda completamente manchada. El olor férreo de la sangre golpea mis fosas nasales y unas súbitas angustias me atraviesan.

¡Mierda! Temo lo peor. No se ve nada bien y su tez aperlada es prueba de ello.

—¿Y por qué ha viajado solo? —pregunto, a la vez que levanto la fina tela de algodón, para tener un mayor acceso.

—Gran parte de los hombres han tenido que volver deprisa, mi diosa explica—. Esta noche hemos sufrido un ataque aquí, en El Templo.

—No entiendo.

—Nuestro dios Ares se ha quedado en territorio enemigo para rescatar la mercancía y hacerles frente a aquellos ladrones.

—¿Solo? —Me quedo atónita.

—No, solo no. Estaba con nuestro dios Poseidón y unos pocos hombres más, pero estos se han quedado cargando. Él se ha adelantado cuando se ha enterado de que hemos sufrido un ataque, y por eso…

—Lo entiendo.

Uno los hilos. Los supuestos truenos que llevo escuchando desde hace más de media hora, han sido disparos.

—¿Están todos bien? —Le fijo con mi lagrimosa mirada.

—Sí, les hemos hecho frente, solo unos pocos hombres han resultado heridos, pero mi dios… —Carraspea, mostrándose dolido—. Saldré para

llamar a alguien del servicio doméstico.

Me evita la mirada.

—¡Que traigan agua y el kit de primeros auxilios, por favor!

Aprieto los párpados cuando constato que Álex presenta una herida bastante fea en el costado derecho.

—¡No tardo! —indica Max y desaparece por la puerta deprisa, quedándome asolas con él.

—Oh, ¡joder! —Miro su herida, más que horrorizada.

Me ahogo en mis propias palabras y sufrimiento y esto último casi lo susurro. Presiono su herida con las mismas sábanas que hay en la cama, pero la sangre no cesa, de hecho, una enorme mancha se instaura debajo de su cuerpo. También le limpio la cara con la misma tela y estallo, sin poder controlarme.

Acaricio su frente con dos dedos y lo analizo, esperanzada, pero él no mueve ni siquiera una pestaña.

—Mi amor… —murmuro en su oído, con las lágrimas cayéndome en ráfagas—. Tienes que ser fuerte, ¿vale?

Continúo con mi diálogo que, en realidad, es un monólogo, porque él no está.

—Te necesito, Álex. Te necesito tanto…

Coloco la cabeza en su pecho y escucho su corazón latir débilmente. Acto seguido, le agarro la mano y me la llevo a la boca, cerrando los ojos. Noto la calidez de su piel, incluso diría que es demasiado cálida, señal de que la fiebre se ha instalado en su cuerpo. Me siento tan desgraciada en este momento, que no encuentro las palabras para describirlo.

—¡Ohhh! —suspiro.

—Aquí está Prudence. —Oigo a Max y enseguida levanto mi rostro desencajado de su pecho.

La mujer balbucea algo, a modo de saludo, y entra deprisa en la habitación. Sujeta un cubo de agua y el kit de primeros auxilios.

—Mi diosa, debo bajar para encargarme de los heridos —avisa Max.

Solamente asiento con la cabeza y después, giro la cara y deposito un beso cálido en la mejilla de Álex. Lo vuelvo a abrazar, sin dejar de llorar.

Theá Mou… —La mujer se aproxima a la cama, un tanto cohibida—, debemos curarlo antes de que la herida se infecte.

—Sí, por supuesto —respondo aprisa y me paso el dorso de las manos por los pómulos.

Me pongo de pie rápidamente y me desinfecto, después agarro el esparadrapo, lo mojo en agua caliente y, con la ayuda de la mujer, le limpio la herida, para después desinfectarla. También me ayuda a quitarle la ropa y moverlo de lado.

—Señora Prudence… —titubeo.

—Dígame…

Miro las varias gotas de sangre que han salpicado sobre su túnica impoluta. La mujer lleva la misma vestimenta de siempre y ahora mismo se mueve agitada alrededor de la cama, a la vez que mira en dirección a la puerta. Al igual que yo, reza que la ayuda no se retrase demasiado.

—El médico no tardará mucho en llegar, ¿verdad?

—No debería. Solo que la tormenta ha comenzado y vive lejos de aquí.

—¡Mierda! —musito entre dientes, sin dejar de limpiar el maldito corte feo en su espalda, el cual sigue sangrando.

—Diosa Afrodita…

—¡Sí!

Levanto la vista de momento y me pregunto por qué maldita razón acabo de responder a ese odioso nombre que Álex me asignó una semana atrás.

—Hay que detener la sangre, mi diosa.

—Debemos detenerla, sí… —digo en un suspiro y aprieto el paño contra su costado—. ¡Ayúdeme!

Entre las dos conseguimos estirar las extremidades de la sábana hacia su abdomen y hacer un potente nudo, para intentar detener la hemorragia. Mi corazón late deprisa cuando lo veo yaciendo en la cama, tan vulnerable, viendo su vida colgar de un hilo. ¿Quién diría que es el gran dios Ares? ¿El que le voló los sesos a aquel mafioso en la fiesta del senador? ¿O el que me defendió con fervor en la Interestatal, dos días atrás? El que siempre tuvo que ser fuerte. El que nunca tuvo opciones.

—Quería aprovechar para disculparme con usted, mi diosa…

La mujer habla cohibida mientras me entrega un bote de agua oxigenada.

—¿Por qué?

—Por no haberle subido el desayuno ayer, solo que tenía muchos quehaceres y yo…

—No hace falta inventarse una excusa, Prudence —la interrumpo—. Sé que la diosa Hera os lo prohibió.

—Yo no he dicho eso, es más…

Giro la cabeza y la miro, suspicaz. No entiendo nada. No entiendo el miedo de los empleados.

—Usted no lo ha dicho, lo sé. Igual, no le diré nada a nadie, no se preocupe.

La intento tranquilizar cuando noto el temblor repentino de sus manos. Sin embargo, giro la cabeza tras oír unos suaves chasquidos, y las dos quedamos boquiabiertas. Vemos que, de repente, Álex mueve los labios y es probable que sienta la boca seca.

—¡Álex! —grito desconcertada y me inclino sobre él.

La señora Prudence se acerca, acelerada.

—¡Ojalá nuestro dios Ares despierte! Sé que Zeus no lo permitirá.

—Creo que deberíamos mojarle los labios… —susurro y humedezco una pequeña bola de algodón.

Percibo el nerviosismo de la mujer, y eso denota el gran cariño y respeto que todos le tienen al dios Ares en este sitio.

Tras restregar el algodón en sus labios, empapándolos de agua, le toco la cara, demasiado perturbada. El ardor de su frente me impacta.

—¡Tiene fiebre! —chillo—. ¡Una fiebre muy alta!

Agarro las pastillas que hay en el kit, y empiezo a mirar varios botes, sumamente frenética. Pero no me da tiempo a terminar de examinarlo todo porque, de repente, oigo una voz, desde la puerta. Es una horrenda voz que detesto.

Lorraine.

—¿¡Qué ha pasado!? —exclama descontrolada e ingresa en la habitación. Al instante, se acerca a la cama y me empuja a un lado con una fiereza fuera de lo común, sin siquiera mirarme o dirigirme la palabra. A

continuación, se sienta en el borde de la cama y empieza a analizar la herida de Álex con detenimiento.

—¡Oh, mi dios! —Toca sus brazos y lo sacude, totalmente fuera de sí.

Yo no digo nada, no es el momento apropiado para discutir, sin duda.

—¿¡Qué le ha pasado, maldita sea!? —Gira la cabeza y mira a la señora Prudence.

Cojo otra bola de algodón de la cesta y la mojo, con la intención de seguir hidratándole. Doy unos pasos hacia él, pasando de ella. Sin embargo, solamente consigo tocar su frente.

—¡Tú, fueraaa! —ruge en mi cara y empuja mi hombro.

Ruedo los ojos con desesperación. Hoy estoy demasiado afectada por todo lo que está ocurriendo, como para tolerar sus gilipolleces. Acto seguido, le lanzo una mirada diabólica, mostrándole repulsión. No me doy por vencida, ni dejaré que se salga con la suya. Coloco un paño de los que Prudence ha traído y presiono la frente de Álex para bajarle la fiebre.

—¡No lo toques!

Lorraine se levanta de la cama deprisa y me empuja, sin piedad, alejándome de él completamente. Entonces, el paño que estoy sujetando se cae al suelo.

—Te quiero ver fuera de este cuarto, ¿entendido? ¡Ahora mismo! espeta, furiosa.

—¡Tiene fiebre, vale!

Me encaro.

—¡No serás tú la que le quitará la fiebre! —suelta con rudeza y sacude mi brazo—. ¡Fueraaa, he dicho!

—¡No saldré!

—¿Qué?

Aprieto la boca, con las lágrimas rociando mis pestañas. Sé perfectamente que ahora mismo no soy nadie en este sitio sin él.

—¡No saldré de aquí! —matizo y miro detrás de su hombro, en dirección a la cama.

—¡Eres una puta zorra!

—¿Qué has dicho?  —Aprieto los ojos, sin poder creer lo bajo que cae, al hablarme de este modo, y en semejante situación.

—Él es mi marido, ¿te enteras? ¡Soy su maldita mujer! —grita a todo pulmón, mientras me araña los brazos. Siento escozor cuando sus uñas rasgan mi piel.

—¡Basta yaaa! —La empujo, irritada—. ¡Me da exactamente igual quién narices eres!

Me siento mal por mi actitud, teniendo en cuenta de que Álex está convaleciente, tendido en una cama. Pero, definitivamente, no puedo con ella, es la persona más odiosa y despreciable que he conocido jamás. Y no porque sea la esposa.

—¡Rick!

La oigo llamar a alguien, de pronto, y dirige su mirada en dirección a la puerta. Acto seguido, veo que un agente irrumpe en la habitación.

—Mi diosa…

Un chico alto agacha la cabeza.

—¡Saca a esta psicópata de aquí! —Hace un gesto despreocupado.

La miro atónita.

Si piensa que me asustará, la lleva clara. Paso de ella completamente, lo único que quiero es llegar a él y cuidarle. Y esta víbora no me lo impedirá, por más que sea la mujer.

—¿A dónde crees que vas? —chilla en mi oído y me agarra el codo al vuelo, frenándome.

—No lo impedirás. No impedirás que esté a su lado.

Pero no me da tiempo a decir nada más. No puedo defenderme, es más, ni siquiera me da la oportunidad de luchar. Aquel hombre que ella ha llamado, sencillamente agarra mis brazos por detrás y tira de mí hacia la puerta. Abro los ojos y aprieto los dientes cuando empiezo a ser consciente de que me va a sacar de la habitación de verdad y que me alejarán de Álex.

—¿Qué haces? —Miro la cama y suelto un agudo grito—. ¡Suéltame!

Este no hace ningún intento de soltarme, todo lo contrario. Empieza a empujarme con más fuerza, metiéndome prisa. Miro a Lorraine mientras me dirijo a la puerta y veo que esta se arregla el cabello con mucha tranquilidad. A continuación, se da la vuelta y se acerca a la cama.

«¡Jodida demente!», chirrío los dientes.

—¡Álex! —exclamo con voz torturada cuando me doy cuenta de que no podré estar a su lado.

Sé que no me dejarán entrar en la habitación, y por más que luche con los brazos del hombre que me ha agarrado, no hay manera de librarme de él.

—¡No, jodeeer! —Le araño como acto reflejo.

Tengo una sensación de ahogo cuando su brazo me apresa. Enseguida me arrastra fuera de la habitación, pero antes de que cierre la puerta, vuelvo a gritar, totalmente desquiciada.

—¡Álex!

No, no puedo aceptarlo.

El hombre me suelta, una vez pisamos el pasillo, y enseguida oigo la llave girar. Por supuesto que no me doy por vencida, de modo que aprieto el pomo de la puerta con tenacidad. Mi pecho queda contraído y mi alma se rompe en pedazos una vez más. No saber de él me consume.

Aprieto los puños y empiezo a golpear la puerta, mientras que las lágrimas vuelven.

—¡Déjame entrar, maldita sea! ¡Hay que bajarle la fiebre! —grito desde fuera, pero nadie se apiada de mis súplicas.

Giro la cabeza y veo que el agente está empezando a bajar las escaleras porque otro hombre lo está llamando, no sé con qué motivo. Me vuelvo a abalanzar sobre la puerta, sin parar de estamparla con la palma de mis manos. Soy incapaz de deshacerme del nudo que siento en la garganta.

Acerco el oído y sollozo, quemándome lentamente por la angustiosa sensación de estar lejos de él. Necesito estar ahí, cuidándole, y asegurándome de que nada malo le ocurre.

Él incluso podría…

No, no se puede morir.

—¡Oh, Dios!

Otro puñetazo más.

—¡Largo de aquí! —grita esta—. ¿Es que no hablas mi maldito idioma?

—¡No podrás separarme de él, oíste! —Golpeo la puerta con más fuerza que antes, mientras las lágrimas se deslizan en mis pómulos.

Pero nada. Nadie se digna a abrirme.

Camino con el rostro totalmente enrojecido. Sola y en silencio. Me derrumbo en uno de los escalones, derrotada. Ahora mismo siento como si me estuviera atravesando un cuchillo por dentro y lo cierto es que a él se lo han clavado en el cuerpo y a mí en el alma. Entierro la cabeza en mis manos y suspiro desconsolada, ya que no puedo hacer nada, ni por mí, ni por él. Lo único que puedo hacer en este momento es llorar, todavía pensando en que no puede ser verdad todo esto que está pasando.

«Te amo más que a mi vida», me desahogo con mi mente, yo misma sorprendida por la fuerza de mis palabras. Sentía que lo amaba, por supuesto, pero jamás pensé que lo amaría tanto.

El dolor es insoportable, incluso peor que el que sentí cuando Álex me quiso compartir con otro hombre, semanas atrás. No paro de pasarme las manos por las mejillas y sollozar por el miedo que tengo de perderlo.

¿Y si de verdad se va a morir?

—¡Mi diosa!

Levanto la barbilla y veo a Max subiendo las escaleras deprisa, junto a alguien. El tal Rick también va detrás. Doy por hecho que el hombre cincuentón y de pelo canoso, que lleva un maletín, es el médico que estábamos esperando.

—Buenas noches —saluda con prisas.

Me levanto en un segundo y camino detrás. Cuando estos se adentran en el cuarto de Ares, tengo intención de seguirles. No puedo quitar mi vista de él, y observo desde la lejanía que permanece con los ojos cerrados. Su tez es horriblemente pálida. Me quiero acercar, sin embargo, una potente mano apresa mi codo.

¡Mierda!

—¡Suél-ta-me!

Miro hacia atrás.

—Para ya, niña… —susurra entre dientes el chico alto, el cual oprime mis muñecas—. No lo hagas más difícil.

—¡Quiero entrar!

—¡Cállate!

Lorraine se da la vuelta con brusquedad, al oír nuestro forcejeo. Sale al pasillo y empieza a caminar con pasos decididos hacia nosotros, haciendo un gesto autoritario con la cabeza, dirigido al mencionado subalterno. Cierra la puerta de un portazo, hecho que provoca un ruidoso estruendo. Tanto Max, como el médico y la señora Prudence se quedan dentro de la habitación.

—¡Largooo! Me señala las escaleras con un dedo—. ¿No has tenidos suficiente espectáculo, o qué? ¡Ares no necesita esto ahora!

Suspiro cuando siento los apretados dedos de aquel hombre en mis antebrazos.

—¿Cómo está él? —pregunto con un hilo de voz.

—¡No te importa! —habla con el mismo tono arrogante de siempre—. ¡Jamás te debió importar!

—Quiero verlo.

Miro al jodido cabrón que me está agarrando y procuro que mi voz suene decidida.

—No, querida…. —dice y arquea los labios en una sonrisa irónica—. No lo vas a ver ni ahora, ni nunca más.

—Sabes que eso no ocurrirá.

—Ja, ja, ja, ja —suelta una carcajada de la nada.

«Menuda loca!».

No le contesto, solamente la fijo con mi vista, mientras lucho por mi libertad.

—Saldrás de aquí esta misma noche y jamás volverás, ¿entendido?

—No me iré, ¿vale? —Me sacudo con nerviosismo y doy un paso en su dirección, pero aquel idiota tira más de mis muñecas.

Ejecuto un salto hacia atrás mientras escucho el eco de sus zapatos de tacón, pisando el pulido suelo. Lorraine camina de manera pausada y amenazante.

—¡De verdad que eres estúpida, chica! —Eleva el mentón y se torna seria —. ¡Pensaba que solo te hacías!

—¿De verdad crees que no me he dado cuenta de todo?

Estrecho mi mirada, sumamente dolida. Decido hablarle con sinceridad, igual, no tengo nada que perder.

—Te pasaste toda la vida envenenándole…

La miro, horrorizada.

—¿A quién?

—A él… —susurro—. A Álex.

«Lorraine me dio el cariño que nunca recibí. El cariño de una madre, de una amante, de una sumisa. Me lo dio todo».

Los recuerdos me aprisionan. Me confesó lo que ella significaba para él aquella noche en el ático, cuando le solté en la cara que el amor no entendía de normas.

—¡Álex! —Ríe sonoramente—. ¡Qué poco lo conoces entonces!

Otro paso en mi dirección. Ella moviendo aquellos labios rojos, jactándose, y yo entrando en trance.

—Le hiciste creer que no existía el amor, cuando tú misma estás enamorada de él…

—¡Sigues siendo tan patética!

Se lleva una mano a la boca y me mira con una sonrisa jocosa, como si mis palabras fuesen de lo más divertido.

—Querías que tuviera eso tan asumido para que así no le diera ninguna oportunidad a otra mujer.

—Yo envenenando a Ares, dices… —repite incrédula y se arregla el cabello con una mano—. ¡Qué graciosa eres, en serio!

Pero no me detengo aquí. Necesito colmar la ira creciente que me arrodilla. Necesito dar rienda suelta a todo lo que pienso.

—¡Sabías que él nunca te quiso! —añado.

Mi afirmación es contundente y burlona. Cuando hago hincapié en esto último, Lorraine alza una ceja, y aquella desagradable sonrisa desaparece de su rostro. Me habla en tono mordaz.

—Te crees muy lista, pero no lo eres. Ay… ¡menuda ridícula!

—¡Tus palabras me importan tan poco! —La reto.

—No sabes lo que dices, yo no le hice creer que el amor no existe. El protocolo de Álympos lo dice.

—Y a ti te conviene. —Frunzo los labios y arqueo el entrecejo.

—En nuestro hogar… —Se señala— todos lo tenemos claro, al igual que Ares lo tiene. Tú eres la única que no encaja aquí, ¿no te das cuenta, mojigata? No le das lo que él necesita y a lo que está acostumbrado.

—¿Sabes qué? —digo, al límite—. Le doy algo que él nunca ha tenido.

—¿Tú?

Me escanea de arriba-abajo con asco. De momento pone los ojos en blanco, pero no me importa.

—Le doy amor y él a mí también, ¿entiendes?

Mi mirada brilla. No necesito verme para saberlo, como tampoco necesito ver su cara para saber que está irremediablemente furiosa. Su risa histérica invade el pasillo y la delata. Me quedo expectante ante aquellos cambios de humor repentinos y he de reconocer que no me sorprende cuando su rostro se oscurece, súbitamente.

—¿¡Qué has dicho!?

Chasquea la boca y ancla los dedos en mi cuello, bruscamente. Aproxima su horrendo rostro a mí y empieza a apretar.

—¿Crees que te ama? ¿De verdad lo crees, zorra?

Siento mis cuerdas vocales estranguladas y ni siquiera puedo gritar. Acto seguido, me revuelvo para intentar deshacerme de su indomable mano, pero su hombre me lo impide. Las muñecas me queman.

—Me darás la razón en algún momento —prosigue—. Él nunca se divorciará de mí, por lo que, te ofrezco un último trato. —Sus crueles ojos desprenden chispas—. Si te vas esta misma noche y te olvidas de todo, no me conocerás. Ahora bien, de lo contrario… —Su boca forma una línea—, sabrás quién es la diosa Hera.

Carraspeo profundamente, al sentir mi cuello oprimido. Sin duda, su amenaza haría temblar a cualquiera. Pero no a mí.

—No me… asustas.

Intento recuperar el aliento.

—¿Segura?

—Muy segura.

No parpadeo, pese a que me estoy ahogando, literalmente.

—Hoy mismo te largarás… —insiste con aquella mirada de hielo—. Rick, ¡sácala ya de aquí, este no es su maldito sitio!

Su jodida esposa —porque lo sigue siendo— me suelta cuando empiezo a toser.

¡Oh, Dios, ayúdame! Debo conservar mi dignidad.

A continuación, levanto la cabeza lentamente, mientras me tambaleo, asediada por las robustas manos que me aprietan.

—Podrás largarme de aquí, pero no de su corazón.

Junto los labios, al borde del llanto.

—¿Estás de broma, o qué?

—No me iré.

—Cuanto antes aceptes que no tienes cabida en su corazón, antes seguirás con tu vida, ¿está claro? —afirma, excesivamente sulfurada.

—Los dioses también se enamoran… Lorraine.

Sonrío sarcástica y la llamo por su nombre a propósito, aun siendo consciente de que mis actos desatarán la tercera guerra mundial.

Y así es.

No me deja tiempo para defenderme, aunque igual no lo hubiese podido hacer.

—¡Soy tu diosaaa!

Su mano acaba en mi mejilla y siento mi piel arder bajo el cruel golpe. Me golpea con mucha dureza e incluso me arranca un ahogado quejido cuando siento pinchazos en la piel. Pero me muerdo la lengua y sonrío, verdaderamente histérica.

—¡Sal de aquí de una maldita vez, antes de que acabe con tu vida! —grita como loca.

No tengo tiempo de abrir la boca. Sus dedos acaban en mi cabello y tira hacia un lado de manera violenta. Y todo en cuestión de segundos.

Sin duda, esta mujer está para un loquero.

—¡Estás locaaaa! ¡Locaaa! —Me retuerzo, con el pecho contraído y a punto de estallar en llanto. En cambio, elijo no darle el gusto de verme derrotada y desesperada cuando su escolta me empuja hacia las escaleras, alejándome de ella y de la puerta del dormitorio completamente.

Me pongo recta y la miro, sin pestañear. Me gustaría verla sin ese capullo de dos metros al lado.

Y sí, él tenía razón. O te los comes o te comerán. Estoy aprendiendo de Álex y la única verdad en todo esto es que lo veo con mucha más claridad que antes. El miedo no trae nada bueno.

—Quiero mi bolso —hablo serena.

No me queda otra.

Lorraine entra en la habitación y al instante, sale con mi bolso, el cual tira al suelo. Me agacho y lo recojo, totalmente humillada y aguantándome el nudo que tengo en la garganta. Empiezo a bajar las escaleras con el corazón roto y cierro los ojos, con miles de sensaciones por dentro cuando sus pasos se pierden en la habitación de Ares y oigo la puerta detrás.

Virgen Santa, ¡ayúdame!

Una vez llegados a la primera planta, mi vista queda clavada en la colosal puerta del despacho.

La oficina de los dioses olímpicos.

Anclo mis pies delante de la puerta de la oficina y alzo la mano, dispuesta a entrar, pese a que no oiga ni el más mínimo ruido desde dentro.

—Debe irse.

El perro de Lorraine me corta el paso y choco con él, como si chocara con un muro de hormigón al que difícilmente atravesaré.

—Necesito hablar con… —Me mojo los labios e intento recordad los malditos nombres de los dioses— el dios Poseidón.

—No está.

Sonrío con amargura. Está claro que este hombre, el cual se alza delante de mí como un roble, tiene instrucciones claras. Y no solo él, sino el 90% de los empleados. Es un hecho que, en sus ojos, no soy ninguna diosa, ya que, si así fuese, agacharía la cabeza.

—Quiero hablar con el dios… He…

Pienso desesperada en el señor mayor, que se mostró amable conmigo. ¡Por Dios! Apenas recuerdo sus nombres.

—Hefesto.

—No —dice seco y alza el brazo cuando quiero avanzar un paso más.

—¡Con Hermes! —insisto.

—Debe irse ahora, señorita. No hay nadie aquí, lo siento.

Me mira expectante y me rodea con los brazos.

—¡Ahhh! —Le doy un golpe con mi bolso y me sale un quejido de dolor.

Pero ese guardaespaldas no se apiada de mí y le importa un pimiento, es su trabajo. Ahora es cuando recuerdo que Álex me contó que aparte de propiedades, una diosa podía tener a su alcance los hombres que quisiera y este energúmeno que me está empujando hacia las escaleras es, sin duda, el hombre de Lorraine.

Me doy la vuelta deprisa, dispuesta a no luchar más y salir con la cabeza alta de este jodido sito. Me siento completamente perdida y ni siquiera sé cómo reaccionar. Nos cruzamos con uno o dos hombres en el camino, pero cuando abro la boca, queriendo dejarle a Álex un mensaje, me doy cuenta de que no tiene sentido. Estos saludan de un modo demasiado respetuoso al tal Rick y pasan de mí olímpicamente.

Gran parte de los hombres son los empleados de Lorraine, es más me acuerdo de que es el hermano de Álex, Jack —alias Apolo— el que se encarga de las contrataciones. Sin embargo, Ares es el líder y parece que manda en todos, incluso en los demás dioses.

«¡Jesús Cristo! No comprendo nada», me lamento.

—Más rápido.

El capullo que camina detrás, me empuja con una mano y me señala un coche con la cabeza. Ruedo mi vista alrededor, intentando identificar a alguien conocido cerca, pero es en vano. El sitio está bastante desértico, e imagino que gran parte de ellos están reunidos, o heridos, a raíz del tiroteo.

Antes de montarme en un imponente 4x4, un tanto desgastado, analizo el edificio desde fuera.

—¿A dónde, señorita?

Tiemblo con mil dudas en mente sobre qué me hará, a la vez que cierro la puerta del coche y me monto en el asiento trasero. Aprieto el bolso a mi pecho.

—Calle Stanford.

Quedo inmersa en mis pensamientos hasta que llego al campus universitario. Respiro aliviada cuando me bajo del coche y me dirijo a la

entrada del edificio de nuestra residencia. Parezco un fantasma. Soy un mero espectro con el alma destrozada ahora mismo. No estar cerca de él, acaba conmigo lentamente y ni siquiera tengo un número de teléfono para llamar y preguntar por su estado. Eso me remata.

Tengo la llave del nuevo piso, de modo que procuro ir a mi habitación deprisa. No he mirado el reloj, pero imagino que son más de las cinco de la madrugada y no deseo despertar a Bert. Decido que es mejor hablar con ella por la mañana.

Me encuentro sin fuerzas.

Camino lentamente en la penumbra de mi nueva habitación del piso pijo que él mismo pagó para nosotras, no queriendo ponernos en peligro.

Me desplomo en la cama enorme y cómoda y cierro los ojos, mientras respiro profundamente. Sé que no podré dormir pensando en él y también sé que esta noche rezaré para que nada malo le ocurra.

—Volveré… —digo en voz alta, mientras me acurruco de lado.

Presiono con dos dedos el collar que me ha regalado esta noche, a la vez que siento la calidez de aquellas malditas gotas de sufrimiento inundando mis ojos.

«—Tú y yo inseparables…  —decía mientras me abrazaba.

—¿Para siempre?

—Para siempre —afirmaba y me apretaba más a su pecho, con la ciudad entera de testigo».

Me llevo el colgante a la boca y aprieto mis labios en el fino metal. Así lo siento más cerca de mí.

—Nunca te dejaré, Álex. Tú y yo inseparables…

Beso nuestro círculo de la confianza y nuestros dos corazones y aprieto los ojos con el alma en pena. Las lágrimas caen solas, como un río desbordado que no puede contenerse. Las sombran se ciernen sobre mí y el silencio queda interrumpido solamente por mis gemidos de dolor.

Lloro amargamente.

NOTA DE LA AUTORA: Escuchar la canción «Only love can hurt like this», de Paloma Faith

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