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VIAJE A LA OSCURIDAD LENGUA DE DIABLO EDITORIAL
No importa lo rรกpido que viaje la luz, siempre se encuentra con que la oscuridad ha llegado antes y la estรก esperando. Terry Pratchett
VIAJE A LA OSCURIDAD
CAMINO A LA OSCURIDAD Abraham Díaz Bahena
El zumbido es ensordecedor pero poco a poco empieza a ceder, al tiempo que los extraños destellos desaparecen y la mente de Jim va formando ideas coherentes de los recuerdos aislados que flotan en su cabeza como piezas de un rompecabezas. Al recuperar la conciencia, Jim se da cuenta que está al volante, manejando a gran velocidad en una autopista afortunadamente recta; asustado pierde el control y sigzaguea torpemente apenas esquivando a otro auto que pasa en el carril opuesto tocando con furia la bocina, finalmente Jim se detiene. —¿Qué está pasando? no recuerdo nada —dice Jim confundo, sale del auto y respira profundamente tratando de dar orden a sus ideas, la luna llena ilumina el panorama apenas opacado por las escasas nubes que flotan ligeramente. La larga superficie de asfalto se pierde en el horizonte sin curvas aparentes, tampoco se ven autos y solo se escucha el silbido del viento y un aullido que va subiendo de intensidad -¡Una sirena de policía! – dice Jim. Un miedo inexplicable se apropia de él, que sin poderlo explicar sube al auto y arranca velozmente mientras las luces de la patrulla se acercan cada vez mas. —Tranquilo, no te siguen a ti —dice para sí mismo pero no puede entender porqué está tan asustado, no hay otra alma a kilómetros, sin duda lo buscan a él pero ¿por qué? Trató inútilmente de recordar, pero solo llegaban a su mente imágenes confusas, no recordaba haber hecho algo malo pero su sentido de supervivencia le decía que debía escapar como una fiera del cazador. Mientras el motor del viejo Chevrolet rugía al movimiento de la aguja del acelerador, Jim, haciendo un gran esfuerzo de voluntad logró recordar un mal desayuno y media lata de cerveza. Era cierto, su situación económica había visto tiempos mejores, su forma de beber había provocado que fuera despedido de su empleo y su esposa 5
lo había abandonado semanas antes tras una pelea. El estomago le daba vueltas, aunque no estaba seguro de si era por la mala dieta de las últimas semanas o por ese miedo irracional que lo hacía escapar de aquella luz azul y roja que parpadeaba kilómetros atrás. Los ojos de Jim brincaban del camino al retrovisor y al velocímetro, el vehículo se negaba a avanzar más rápido a pesar de que presionaba el acelerador hasta el fondo. —¡Corre maldita maquina! —le ordenaba Jim al viejo auto, quien parecía desobedecerlo deliberadamente al tiempo que la marcha parecía cada vez mas tortuosa. La sirena se aproximaban más y más. Divisó a lo lejos una estación de gasolina y pensando en esconderse apagó las luces y se estacionó frente al negocio mientas la sirena pasó silbando junto al lugar sin detenerse. Una vez dentro se acercó al mostrador. —Buenas noches amigo, ¿en que puedo servirle? — dijo el viejo empleado al frente del mostrador. —Quiero un paquete de cigarrillos y una botella de Jack Daniels. Detrás de él llega una somnolienta pareja con un bebé en brazos que está muy inquieto por las luces brillantes del lugar, mientras su madre trata inútilmente de tranquilizarlo. Una sensación le resulta familiar a Jim, ¿donde habrá hecho fila ese día? De pronto lo recordó. En la tarde había ido al banco a retirar sus ahorros pero tras una larga fila la prepotente cajera le informó que su cuenta estaba en ceros. Depués de armar un escándalo, Jim acusó a todos de ladrones y tras amenazar de muerte a los empleados arrojó una computadora al piso y salió del lugar sin ser detenido. Estaba seguro de que no lo habían seguido pero conocían su dirección, por lo que se tomaron su tiempo en llamar a la policía en lo que el gastaba sus últimos 10 dólares en cerveza. —Son veintidós cincuenta por favor —lo interrumpe el empleado del negocio —Si claro —Jim rebusca en su bolsillo y solo encuentra algunas monedas de baja denominación - espere, ten6
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go 50 dólares de mi liquidación —dice Jim irritado. Hurga nuevamente en su vieja chaqueta sin éxito y al sacar la mano del viejo bolsillo golpea con el codo al niño que rompe a llorar escandalosamente. —¡Hey! Tenga cuidado amigo —le dice el marido a un muy alterado Jim. En ese momento recordó que uso los 50 dólares en la taberna de Bob Manson, invitando tragos y haciendo un gran alarde para impresionar, sin éxito, a la joven mesera del lugar. —Espere solo un momento, le daré un cheque —dice Jim recargándose en el mostrador en actitud de escribir algo. De improviso arroja con el brazo la mercancía del mostrador que se esparce por el piso mientras abre la puerta justo cuando un oficial entra buscando su dotación de café – Auxilio oficial - dice suplicante el empleado al policía que grita una advertencia a espaldas de Jim quien entra a su auto en el momento que suena una explosión y un dolor agudo se apodera de su brazo. Poco después las luces de la patrulla se reflejaron en el retrovisor de Jim y poco a poco se coloca a su lado. Nuevamente perseguido, con una bala en el hombro y una condena segura Jim sabe que esta perdido, el dolor es insoportable y la máquina empieza a traquetear por falta de combustible, sabe que solo es cuestión de tiempo. Kilómetros más adelante se ve una curva muy pronunciada y un puente elevado, Jim sabe que es el momento de la verdad, de matar o morir, es el final de ese camino a la oscuridad que inició a los doce años, cuando robaba cosas de casa para comprar alcohol y narcóticos. Con un brusco giro del volante el auto golpea a la patrulla que se sale del camino y se impacta contra la valla perímetro. El auto de Jim pierde el control y derrapa en la curva, golpea la valla de seguridad y sale volando cayendo al vacío perdiéndose en una bola de fuego en el fondo del abismo. Poco después llegan otras patrullas que nada pueden hacer por el miserable de Jim. —¿Qué fue lo que paso? —pregunta uno de los oficia7
les al maltrecho oficial que sale de la patrulla chocada. —Era un hombre muy alterado —dice—, provocó algunos disturbios en una estación de gasolina, me puse nervioso y le dispare pero no creo haberle dado. —Pues vámonos, no hay nada que hacer aquí – dice dándole unas palmadas en la espalda —Oye ¿sabes porque han pasado tantas sirenas? —Hubo un incendio cerca de aquí —dice el otro— todo el alboroto fue de los bomberos. Debes ver el noticiero y no tantos programas de televisión. —Anoche pasaron el de un sujeto que perdió sus ahorros y amenazó de muerte a todo el banco —ríe— esas cosas nunca pasan. —Nunca pasan —responde el otro— pero puedes sugestionarte y hacer tonterías, una vez vi el de un hombre inmune a las balas y por poco pierdo la cabeza haciéndome el héroe en una redada. —Ya vámonos, te invito un trago en la taberna de Bob Manson. Los hombres suben a la patrulla y se alejan, mientras el cuerpo del infeliz de Jim lleno de alcohol se consume rápidamente en la oscuridad del barranco.
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GABRIEL
Alberto Sanchez Arguello Yo no conocí personalmente a Pablo Ramírez, pero a veces me lo encontraba en la cafetería de la esquina, dónde acostumbraba a firmar la mano de sus admiradores. Él fue el que puso de moda los insorcismos ¿sabe? Los volvió mainstream, con su blog de adoradores de Belial. Todos se volvieron locos con la idea de dejarse poseer por demonios. En un momento dado existían unas seiscientas capillas demoníacas distribuidas en cuatro continentes. La demanda de oficiantes insorcistas era tan alta que alcanzaban a ganar dos mil dólares por ritual. Luego vinieron las orgías públicas, las masacres y las auto inmolaciones. Pero nadie fue sentenciado porque los jueces –también poseídos- sancionaron leyes que absolvían de culpa a cualquier poseso certificado. De Pablo se decía que satán mismo lo poseía, no encontraban otra explicación para el nivel de sadismo perverso y brutal de sus actos. En una cena de navidad sodomizó, torturó y desmembró a toda su familia. Luego -siguiendo el ciclo de la luna- se convirtió en el terror nocturno de la ciudad con sus sangrientos ataques a jóvenes parejas y ancianos solitarios. La farsa terminó cuando Pablo Ramírez fue sorprendido asistiendo a misa. Los diarios lo acusaron de no estar poseído, que no era más que un simple asesino. A partir de eso todo se vino abajo. Pablo confesó y los jueces perdieron toda credibilidad. Las leyes que eximían de responsabilidad a los posesos fueron derogadas y las capillas cerradas por falta de clientes. Pablo pudo engañarlos a todos, menos a mí. Su obra no fue la de un demonio, pero tampoco fue la de un humano. Fue Gabriel y su maldita manía de poner orden en este mundo. Pero volveremos, siempre lo hacemos.
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UN TRABAJO ES UN TRABAJO Alexis Santiago
I said to my soul, be still, and let the dark come upon you… T. S. Eliot, East Coker
El empleador se encuentra dignamente sentado en una de las mesas al fondo del restaurante. Viste saco de tweed, sombrero de fieltro, guantes de piel. Tiene ojos zarcos, bigote pulcramente arreglado, nariz aguda. Me presento: —Alejandro Ander. A sus órdenes —digo. Me da la mano. Enarca levemente las cejas. Esboza una sonrisa. —Sé quién es usted –dice-. Tenemos la vacante que desea. No la desaproveche. Con un movimiento de mano me indica el asiento. Ordena un café sin azúcar. Me entrega la carta: —¿Quiere? Le echo un vistazo. Ordeno lo mismo. —Llegó con diez minutos de anticipación a nuestra entrevista –observa-. Debe saber que lo que nos interesa de nuestros empleados es la exactitud. No diez minutos antes. No diez minutos después. Extrae de su bolsillo un reloj con leontina de oro. —Dos minutos para las ocho. ¿Le gustaría volver a empezar? –declara. Hace seis meses que me encuentro desempleado. Atiendo su requerimiento sin oposición. Salgo a la calle. Espero a que se cumpla el plazo (minuto y medio). Reingreso al local a las ocho en punto. Lo saludo. El café está en la mesa. —Me enorgullece su disposición. Nuestro aparato detector nunca se equivoca. Usted debe ser el indicado – dice y da un largo sorbo a su bebida. —Los tiempos son difíciles. Los empleos escasean. Son miserables los sueldos –explico. —La Ciudad de México es un foco de decadencia. Por eso nuestro trabajo es tan rentable. Por eso tenemos los 10
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mejores salarios –repone. Un extraño fulgor recorre sus ojos. Saco mi currículum del maletín. Se lo extiendo sobre la mesa. —No precisamos datos innecesarios. Hemos elaborado un perfil de su persona. Sabemos de lo que es capaz –dice con una sonrisa que deja entrever su blanca dentadura de lobo. Lo miro con desconcierto. Prosigue: —Sabemos que su madre se encuentra enferma. Los gastos del hospital lo tienen hasta el cuello en deudas. No ha comido bien desde hace dos meses… A cambio de una mínima retribución, sus problemas se verán instantáneamente aminorados. Le ofrecemos un contrato de por vida. Extrae un papel enrollado con una pequeña cinta roja del bolsillo interior del saco. Lo desdobla. Me lo entrega. Leo: CONTRATO DE CORRUPCIÓN DE ALMA —Laborar en la Oscuridad tiene sus ventajas. Somos una institución seria. Confiamos en que ejercerá su trabajo de la mejor manera- dice, y solicita amablemente un cuchillo al mesero. —Un trabajo es un trabajo —admito. Y derramo una minúscula gota de sangre sobre el documento.
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LA MADRE O LA BURLA Amaranta Méndez Castro
I Caius apenas habla, sólo sonríe. No deja de mover sus manos, ni los dedos de sus manos, ni las uñas de los dedos de sus manos. Se toca el cabello, pasa las manos por los cuernos de su frente y dice: –Lo maté porque ya estaba muerto. Respire su aliento y eso me jodió. Debía matarlo ahí mismo, pero quería arrancarle la piel como a los cerdos. Sólo quería acabar con la mierda que llevaba por dentro.– II El psiquiatra recuerda lo que vio esa mañana al llevarse el primer bocado de carne a la boca. Reme-mora, sobre todo, los bordes de los dedos y las uñas. Se hace una imagen de la piel y de la sangre de la víctima. Traga. Al recordar el rostro del asesino, no es el tatuaje en la frente del número 666 lo que le incomoda. Mucho menos los cuernos que se implantó en el rostro. Es la mirada, la pupila del ojo izquierdo. Esa pupila que parece hablar por sí sola. Recuerda al sujeto asesinado por Caius Veio-vis. El psiquiatra preferiría no saber su nombre. Vuelve a él un dilema que parecía dominado, ¿qué es primero la madre o la burla? Se concentra en encontrar las palabras que nacen en el único lugar que hace evidente un cerebro: los ojos. ¿En cuál de los dos ojos se encuentra la historia, en dónde la os-curidad que lo mantiene vivo? Al pensar en la sesión de ese día se concentra en recordar la pupila izquierda del asesino, el momento en que ésta habló por primera vez. Hace un boceto del rostro de Caius, de las cicatrices que pronto se trasformarán en un mapa. III La madre murió al parir a Caius Veiovis. El padre era criador de cerdos en una granja de Minessota. Para su pa12
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dre él era un cerdo más, acaso un puerco moteado, quizás rosa. Quizá ni eso. El padre ale-jó al hijo de la sociedad, forzándolo a trabajar para los cerdos, literalmente. Limpiaba el excremento y lo obligaba a dormir en los galpones de los animales. La burla provenía no sólo del padre, pues a eso debía añadirse la burla de sus amigos y de todo aquel que visitase la granja. En las ausencias del padre, Caius Veiovis se entretenía con las láminas que explicaban en diez pasos las formas de destazar a un cerdo. A veces por ganas, mataba a la crías. Las llevaba lejos de la gran-ja, Caius prefería la oscuridad para divertirse cómo sólo un polimorfo podía hacerlo. En otras oca-siones, Caius envenenaba a las hembras, aquello provocaba que los animales chillaran desesperados. Su padre lo golpeaba hasta el cansancio; justo lo que el hijo deseaba. Los golpes fueron durante años la forma en la que Caius alimentó el odio hacia su padre. Poco faltaba, en realidad, para que no le importase cometer ciertos actos a la luz del día. IV Él nació muerto. Hay humanos que nacen con la sangre coagulada, como si les inyectarán el veneno de una serpiente. El corazón no les late, lo que corre por sus venas es el odio. El asco por sus padres. Nace en ellos las ganas de matarlos, de verlos desollados como a un cerdo. La sangre de Caius se encuentra endurecida en una ámpula dentro de su cuerpo. El psiquiatra ahora sabe la forma en que procedió en el primer asesinato: - Mi padre, ese era un cerdo más que alimentar, ¿entiendes? Lo envenené, lo vi vomitar hasta desan-grar. Lo escuché maldecir. Decía que me iría al infierno, quemé los rastros de su cuerpo. Lo demás lo lancé a los cerdos. Incluso ellos terminaron jodidos. Mi padre fue su comida del día. V Después del asesinato, hay un gran espacio blanco e in13
accesible en la vida del asesino. Caius sólo asiente con la cabeza a las preguntas del psiquiatra. Ante los miembros del jurado, el psiquiatra re-fiere que en casos como en el de Caius Veiovis no es posible saber qué fue primero. A veces la ma-dre -en este caso el padre- y la burla son apenas la superficie de lo perverso. Hay seres que llegan a este mundo secos de vida en la oscuridad que los elige o los toca, incluso, antes de nacer. Caius mira al psiquiatra. La pupila izquierda y la boca del asesino gritan: —¡Los veré a todos en el infierno! VII El nombre verdadero de Caius Veiovis es Roy Gutfinski, o quizá el tuyo.
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UÑAS FUCSIA Andrea Ciria
Salí corriendo de la ducha, desnudo. Mamá acomodaba la ropa sobre la cama de mi tío. —¿Qué haces, niño? Regresa al baño. —No, mamá. Tengo miedo de irme por la coladera. ¿No los viste? —Deja de hacer dramas y entra en la regadera. —Pero mamá, los dedos... —No estoy de humor para escuchar tonterías. ¿Qué no ves que tu tío está muy alterado? ¬—me empujó dentro. El agua caía tibia sobre el azulejo gris de la ducha. —¿Cuándo regresaremos a casa? —Cuando tu tío se sienta mejor. —Mamá, ¿puedes esperarme dentro del baño? —Ya estás grandecito para esas cosas —salió y cerró la puerta de golpe. Llevábamos tres días en casa de mi tío Martín, pero no me había duchado en este baño antes. Él nos dijo que usáramos el otro, el de las visitas, que estaba en el pasillo, junto a la sala. Habían tocado a la puerta. Era, otra vez, la policía. Dejé correr el agua. No me atreví a pisar la coladera otra vez. ¿Por qué mamá no los notó? Ella se duchó antes que yo. Me lavé deprisa, casi con los ojos cerrados y de espaldas a la rejilla en el suelo. Yo no entendía por qué mi tío Martín estaba alterado. Los dos policías seguían en la sala, y mamá me dijo que me ocupara en hacer la tarea del colegio, porque ellos hablarían cosas de adultos. Si su novia se fue, sería porque no lo quería. ¿Para qué tanto alboroto? Y si no la encontraban, tal vez era porque estaba escondida, alterada, también, como mi tío. —¿Qué significa esto? —los policías se habían ido—. Les dije que usaran el otro baño—. Mi tío me miró encolerizado. Mamá argumentó que no nos podíamos duchar en el baño del pasillo, con los policías en la sala, y mi tío farfulló cualquier cosa. 15
—En todo caso, se hubieran esperado. Mamá no respondió. No le gustaba pelear con mi tío, porque decía que era más violento que papá. Eso me aterraba. Los padres de la novia llegaron al día siguiente para llevarse las cosas de su hija. La madre las guardaba dentro de cajas de cartón; ropa, cepillos, zapatos, el esmalte para uñas fucsia. El padre, por su parte, miraba a mi tío con desprecio e ira. Cuando la afligida señora terminó de empacar, caminó hacia la puerta principal. Entonces mamá le entregó una fotografía de su hija. Ella soltó la caja que llevaba en las manos. Lloraba. Parecía la sirena de una ambulancia dentro de un túnel. Su marido la abrazó con fuerza. —¡Qué le hiciste a mi hija, desgraciado marica de mierda! Yo conocía las dos palabras con eme. Marica. Mis compañeros en la escuela la usaban cuando nuestro equipo perdía un partido de fútbol. Mierda. La decía mi madre cuando papá no mandaba dinero. Mamá se apresuró a levantar los objetos que salieron de la caja al caer al suelo, y me miró para indicarme que hiciera lo mismo. Sin poner atención, cogí el esmalte para uñas. No lo regresé a la caja. Mamá dormía. Y roncaba. No estaba acostumbrado a dormir junto a ella. Hacía calor, tenía sed. Miedo. Me puse en pie para ir por un vaso con agua y saqué, de debajo de la cama, el esmalte fucsia. Al entrar en el pasillo tropecé con las sandalias de plástico de mamá. Con razón ella no los sintió en la ducha. A mí me hicieron cosquillas. Eran del mismo color. Lo supe cuando encendí las luces del pasillo y miré la botellita a contra luz. La mañana siguiente la policía nos despertó a todos. Se llevaron a mi tío con ellos. Antes de regresar a casa, coloqué el esmalte para uñas junto a la rejilla, sobre el piso de la ducha. *** 16
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—Señor —me dijo el fontanero aturdido después de escucharme hablar sin pausa —, su historia es muy interesante pero, ¿podría mostrarme la ducha que voy a revisar? —Claro —me mordí la lengua—. En la habitación principal, al fondo—. El fontanero se adelantó, revisó el sitio y salió a los pocos minutos. —Esa ducha no está conectada a ninguna tubería. —Sí, ya lo sé. —Voy a necesitar mucho más material para entubarla. Me tardaré, al menos, una semana. —No me urge. De todas formas, jamás usaría esa ducha otra vez. —¿Quiere que cambie el azulejo? ¿Por las manchitas rosas? —No. Y son fucsias.
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EL CLAMOR DE LAS ENTRAÑAS Anthony Zaldívar Arcos
Algo había aflorado dentro de Santiago. Él lo intuyó cuando Diana, su pequeña de siete años se cortó el índice con el borde de una hoja y el olor de la sangre que brotaba de la herida penetró en sus fosas nasales. Entonces, sintió como la boca se le llenaba de saliva y el corazón empezaba a palpitarle aceleradamente, el repentino llanto de Diana lo sacó del trance en el cual se hallaba. Inmediatamente, tomó una curita y le cubrió el dedo. Desde ese momento, supo que la oscuridad estaba apropiándose de él. ∞∞∞∞∞ Santiago acostumbraba comer sus tres comidas religiosamente y uno que otro bocadillo. De aquel hombre sólo quedaba el recuerdo, se había convertido en una figura enclenque que deambulaba por la casa durante las noches a causa del insomnio que lo aquejaba. A Raquel le preocupaba la salud de Santiago. Ya no jugaba en las tardes con Diana como solía hacerlo, apenas hablaba y la más clara señal para ella de que algo andaba mal, era que no le había hecho el amor en una semana. Muchas veces, Raquel tenía que mentirle para que la dejara dormir tranquila un par de horas. Pero, Santiago no lo veía de esa forma, en su interior yacía una temible oscuridad. El solo hecho de imaginarse cerca de su niña o de su esposa lo hacía temblar. Procuraba alejarse de ellas, pues el aroma que despedían sus cuerpos, lo embelesaba hasta el punto que su único deseo era lamer toda la piel de ambas. ∞∞∞∞∞
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Una noche, después de muchas semanas, el hambre irrumpió abruptamente en él y lo hizo levantarse de la cama. Se dirigió hasta la cocina y para su desgracia se dio con la sorpresa que el refrigerador estaba vacío. Olvidó que su mujer aún no había hecho las compras del mes, pero el hambre que sentía Santiago no menguaba y se incrementaba con cada segundo transcurrido. Era medianoche, probablemente la tienda de la esquina estuviera cerrada y no podía ir al centro de la ciudad, pues su coche no tenía gasolina. Las tripas daban alaridos de dolor. Santiago recordó el extraño evento con su hija y sin pensarlo dos veces se mordió el brazo. Los dientes desgarraron la carne y en cuanto la sangre empapó sus labios, el éxtasis lo invadió. Una sensación que lo hacía tiritar de placer. No supo cuánto tiempo estuvo así. De repente, apareció Raquel y al percatarse de su presencia, el hambre azotó sin clemencia las entrañas de Santiago. Ya no la veía como el amor de su vida, se había entregado por completo al deseo irrefrenable que le carcomía el espíritu. Ahora, era una bestia que sólo anhelaba saciar su apetito, entonces se abalanzó sobre ella. No hubo tiempo para reaccionar y mucho menos para gritar. Días después, el hedor expelido por la casa de Santiago, obligaría a los vecinos a llamar a la policía. De los tres cadáveres que encontrarían, el único reconocible era el de un hombre cubierto de sangre con más hueso que carne en uno de sus brazos.
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EL ROJO EN SUS OJOS Antonio Chavarín
La Madre apretó fuerte a la bebé que se revolvía en sus brazos, la bebé se aferraba a unas galletas de animalitos que traía en las manos, estaba haciendo gran un esfuerzo por soltarse, un bebé suelto en las calles de Manhattan era cosa de locos. La rabieta de la niña fue tan grave que la madre tuvo que bajarla al piso para que caminara tomada de su mano; cuando los pies de la niña tocaron el piso, se calmaron un poco los gritos. Encima de ellas, un cuervo observaba fijamente la escena sin hacer ruido, inconscientemente se mecía en un cable sin perder detalle de la situación con la bebé. A unos pasos de ellas estaba un indigente, recargado en la pared, vestido de harapos, cubría su espalda con una cobija de cuadros, la barba larga, uñas largas y sucias; con ojos sombríos observaba los intentos de la madre de calmar a la bebé. Cuando la madre vio hacia donde se dirigía la niña comenzó a negar con la cabeza; la niña guardo completo silencio y de un tirón liberó su mano, corriendo hacia el indigente, en un instante llego a donde estaba el mendigo y con una agilidad increíble, de un salto alcanzo los brazos. Sorprendido, el hombre extendió las manos y la atrapo. Sin saber que hacer con un bebé en las manos comenzó a sentir la angustia crecer dentro de él, definitivamente esto le traería problemas, y no quería problemas. La bebé volteo a verlo directo a los ojos, y así, el tiempo comenzó a transcurrir mas lento cada vez; los gritos se silenciaron, los de la niña y los de su cabeza, la bebé estiro la manita derecha y le ofreció dos galletas de animalitos. La pequeña, entonces, de su mano izquierda comenzó a comer la galleta que le quedaba mientras lo veía invitándolo a compartir ese momento, ese alimento, esa paz. ¡¡Fernanda!! Gritó la madre al tiempo que le arrancaba el bebé de los brazos del hombre sentado en el piso. 20
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La niña no lloró más, volteando decía adiós al hombre agitando su mano derecha mientras seguía comiendo con la izquierda. El indigente abrió su mano y observó detenidamente la galleta, sus ojos comenzaron a humedecerse, tenía meses que no tenia contacto físico, y esta sorpresa lo estaba quebrando; frente a sus húmedos ojos pasó una ráfaga negra, el cuervo había bajado volando y tomado la galleta de su mano, el hombre se levantó para perseguirlo, el cuervo giró y lo vio a los ojos, sus ojos negros lo miraron fijamente; en lo profundo, centelleaban de un color rojo sangre. El hombre hizo el ademán para protegerse del mal de ojo mientras se alejaba rápidamente, podría haber jurado escuchar una risa mientras el cuervo levantaba el vuelo graznando. El huracán Sandy llegó casi sin avisar; durante dos días y una noche la lluvia cayó inclemente sobre todos por igual, sin distinción de raza, situación migratoria o económica, las inundaciones detuvieron por completo la ciudad. Cuando la segunda noche llegó, el sol, al meterse a espaldas de la dama de la libertad dejó media isla completamente obscura, millones de personas sin acceso a energía eléctrica, muchos de ellos iluminados solo con la pantalla de un celular que poco a poco se quedaba sin carga. Fernanda se veía inquieta, su madre calentaba agua en la estufa para prepararle un te, iluminados solo por la flama de la estufa, la niña veía las sombras que se proyectaban en la pared y gemía sollozando. El picaporte de la puerta comenzó a moverse lentamente, había olvidado asegurar el segundo cerrojo, la madre apago la estufa y tomando un cuchillo con la mano derecha levanto a Fernanda con la izquierda y caminó de espaldas hasta topar con la pared y esconderse atrás de la barra. La cerradura comenzó a ceder y la bebé, sintiendo que algo pasaba guardó silencio mientras abría y cerraba su mano nerviosamente. La puerta se abrió y nada de luz 21
entro del exterior, una sombra ennegreció el marco de la puerta, otra sombra mas pequeña pasó detrás cerrando lentamente, el claro sonido del cerrojo asegurarse ocasionó que la madre comenzara a llorar en silencio. Un grito de dolor inundó el departamento, por la sorpresa, la madre también grito, pero alcanzo a ahogar su grito pegando la cara a la barriga de la pequeña, que al sentir las vibraciones comenzó a sonreír enseñando sus únicos dos dientes; en silencio la bebé jugaba con el pelo de su madre, que lloraba agachada tras la barra de la cocina, no tardarían en descubrirlas y todo habría terminado. Uno de los intrusos había tocado la cafetera donde hervía el agua quemándose la mano, mientras lanzaba maldiciones sacudía su mano y su compañero se reía a carcajadas; de pronto se dio cuenta de que el agua no se hervía sola, y guardo silencio. La madre lloraba y sus lagrimas eran saladas y abundantes, la bebé se rascaba el cuello y al levantar la cara los vio, un par de puntos rojos precisamente sobre la barra, mirándola fijamente, en la obscuridad, la bebé les sonrió tímidamente, los puntos rojos comenzaron a crecer hasta delinearse como unos ojos, unos ojos color sangre, los ojos se entornaron poco a poco, como si sonrieran. La carcajada comenzó tenue, comenzó a hacerse más fuerte cada vez, hasta volverse un sonido insoportable, el sonido venía de encima de la barra, acompañado de un par de luces opacas, sucias, rojas, malignas. Al principio, los intrusos comenzaron a reír de nervios, pero conforme la carcajada fue convirtiéndose en algo real, algo que les decía que estaban en peligro, cuando ubicaron ese par de manchas escarlatas en la negrura del lugar, comenzaron a gritar; corrieron hacia la puerta, pero tenia el cerrojo puesto, uno de ellos comenzó a forcejear con el picaporte. Un relámpago rojo atravesó la habitación, uno de ellos gritó ahora de dolor; al fin, la puerta cedió y ambos salieron corriendo. Los ojos rojos regresaron a la barra, ahora, todo era 22
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silencio, excepto los sollozos de la madre y los balbuceos de Fernanda, los ojos se fijaron plenamente en la pequeña como si pudiera verla perfectamente y una voz gutural llena de flemas dijo “Nos vemos pronto Fernanda” mientras un fétido olor inundaba el lugar. Y así, los ojos rojos se fueron desvaneciendo hasta convertirse de nuevo en un par de puntos rojos, que se perdieron en la obscuridad total.
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VIAJE AL LADO NOCTURNO (SMOLA) Betzaida Rubi Carrillo Campos Parte I Lo sabes ¿no? Es difícil de explicar pero básicamente ese lugar olía a muerte, pero estaba tan acostumbrada que no me dio miedo. Atrás de la montaña, aquella que sólo ves a las 9 de la noche, la que se pierde en el día. Yo me encontraba ahí, fue cuando vi una silueta tan parecida a cualquier forma humana pero ciertamente eso que observé no era para nada humano. Me es difícil escribir esto, porque tiemblo y mis dedos se congelan en cada palabra, mi mente vuelve a oler la putrefacción y mis ojos se hunden de nuevo en el ayer. Pero te tengo confianza, así que trataré de ser lo más clara posible. Como te decía, eso no era humano. Su forma, la silueta, aquel perfume rancio…aunque apenas alcance a verla o verlo en su caso, me quede atrapada en su ser y de un segundo a otro me encontraba frente al espectro. Me llevo lejos, al otro lado, en donde el tiempo se detiene y Cronos no tiene poder alguno ahí, en donde no sabes si estás muerto o vivo, más aun no sabes qué es cierto y qué no, era como hundirse en un laberinto lleno de huesos y posteriormente aparecer en el gran árbol de copa oscura. No puedo encontrar las palabras adecuadas para describir aquello, no puedo si quiera volver a recordar todo con exactitud, porque esto es algo que me arrancó el alma y vacío mi espíritu. Pero bueno voy a continuar. Hay tantos secretos en frente de nosotros, hay tantas preguntas y tan pocas respuestas, nosotros los humanos somos curiosos por naturaleza, pero también fáciles de distraer ¿A dónde voy con esto? Sé que todo lo que te estoy contando es difícil de creer pero la relatividad es tan cierta que las realidades chocan. …En el árbol gigante, había musas que cantaban melodías jamás escuchadas mientras yo me perdía en ellas, la 24
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forma del dragón rodeaba todo lo que mis ojos alcanzaban a ver, y yo me desplazaba al lado más profundo, me llevaba mi guía, -esa silueta que te comenté el principioel hedor ya no estaba ahí, el miedo menos, y una mujer hermosa acarició mi rostro. Parte II ¿Desperté? Ay era sólo un sueño, querida –me dije a mi misma- pero todo era tan real. Entonces cuando me pude zafar un poco de aquella aventura irreal me percaté que el reloj estaba congelado, trate de encender mi celular para averiguar la hora pero no tenía pila ¿qué rayos? Prendí la computadora - 9:00 P.M. 24 de Octubre - ¿Qué? El 19 de Octubre me encontraba caminando sola para acomodar mis pensamientos, yo lo recuerdo, no puedo estar loca. Ni yo misma me lo explico, salí a dar el paseo a la hora del crepúsculo, a merced de la montaña y la luna carmesí como acompañante. La última vez que vi la hora eran las nueve de la noche, una vez más. Puedo notar tu expresión de ingenuidad, pero ya te lo dije; te tengo confianza. ¿Aún no acaba todo sabes? Desde esa vez me han pasado cosas extrañas, día tras día, sueño tras sueño, aquella mujer, ¡aquella mujer! De rostro inefable y de tacto frío. Siento que la muerte me acompaña a todas horas, me vigila, me controla y me cuida la vez, siento que las sirenas me ahogan en aguas densas y que mi cabeza está volando ¿Cómo puedo estar en dos lados a la vez? Siento cosas tan intensas que –de hecho- no sé si este momento lo estoy viviendo de verdad. Siempre he sido una persona solitaria, tú me conoces. De vez en cuando necesito una caricia, un abrazo o un consuelo pero quiebro todo al final. A veces pensaba que estaba hecha de roca porque de verdad disfruto mi soledad como un ermitaño, estoy en medio de todo. Sólo sé que nunca volveré a ser la que era, porque este cuerpo se pudre cada día y es como estar en una prisión de carne. 25
El día del último Sabbat se acerca, me dijiste mil veces que no tenía que “jugar” con los caídos, me repetías siempre que debía mantenerme alejada del fuego, pero este me llama, me cautiva y de una u otra manera me libera. Quita esa cara ¡estoy bien! Sólo se lo tenía que contar a alguien, el problema es que esta historia apenas comienza. Parte III Hola de nuevo, desde que te marchaste he estado creando mi propio universo y he estado dando vueltas dentro de Pandora…ya sé que piensas que debería ir al psiquiátrico pero este no es el caso. He perdido la noción del tiempo, ni si quiera he ingerido alimento desde la última vez que me visitaste –y tal parece que no lo necesito- de hecho, no he visto la luz porque he estado en medio del sol. Es como estar en un gran cuarto lleno de reflejos, sueños, pesadillas y miedos; no hay forma de que me entiendas sólo quiero charlar. ¿Recuerdas a la mujer que te conté? Aquella la de tacto frío, ella tiene tantas formas, tantas maneras de entrar en mí y un sinfín de caminos que seguir. Me arrastró hacia un templo lleno de polvo, parece olvidado, abandonado; sin embargo en aquel sitio había un gran altar lleno de sangre fresca en donde las velas nunca se apagan y los ojos se congelan. Existe una fuerza invisible que te jala hacia el altar, te hace beber la sangre y luego exprimir tu corazón para comenzar de nuevo con el ciclo al son del silbato de la muerte; me he ahogado en mis más profundos deseos y he visto la forma que tiene el horror humano. No corras ahora –me ha dicho la sombra- no corras ahora que estarás en completa transmutación, deja de buscar alrededor lo que nunca podrás hallar ahí – exclamó la silueta- quedé tendida, desnuda y débil en frente de la polvosa estatua de mármol. Todo es como un rompecabezas con miles de piezas que tengo que encajar. Tal parece que seré esclava y aprendiz, le haré un dis26
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curso a los olvidados y alzaré la voz usando versos enterrados hasta que mis lágrimas se vuelvan rojas y el llanto del bebé no-nacido sea una alégala para Set. Por ahora he terminado, un gusto charlar contigo. Nos vemos en un día lejano, cuando el mundo sea nada y ellos vuelvan.
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EL CLUB
Candy Von Bitter Una de las primeras cosas que oyó el chico nuevo en la escuela fue que no debía entrar a una de las aulas de primaria. Ahí se reunía el club. Club de qué, nadie supo decirle. No parecían tener ningún interés claro en común y sus miembros tampoco es que fueran los mejores amigos fuera. A saber cuál era el objeto de sus reuniones en primer lugar. Ellos decían que sólo charlaban, lo que podía ser tanto verdadero como no pero resultaba más atrayente pensar que no. A todos les causaba curiosidad, pero tampoco era lo más importante para hablar. Los asesinatos que estaban sucediendo por la ciudad ocupaban ese puesto. Nadie se cansaba de recordar al prójimo que no se podía salir a la noche. Cuando había alguien suelto que quitaba órganos y dejaba un recipiente maltratado de carne y hueso todo mundo se volvía precavido. Y sin embargo, entre el pequeño círculo de los amigos que estaba logrando tener, fue noticia cuando uno de los chicos de aquel club empezó a buscar su compañía tras hacer un trabajo en el cual el profesor asignó sus compañeros. Se sorprendió de descubrir que resultaba sencillo hablar con él. Pronto se encontró prefiriendo su compañía. Extrañándolo cuando pasaba un día sin verlo. Pensando en él con una frecuencia que, sospechaba, no era normal entre amigos. Dándose cuenta de que hubiera explotado de la felicidad si no fueran amigos. Un día, como si nada, el chico lo invitó a acompañarlo al club. Ni siquiera lo invitó, simplemente le dijo que lo acompañara y él se dio cuenta de que el pasillo por el que iban incluía el aula abandonada que usaban. Adentro los otros miembros lo saludaron como si lo hubieran estado esperando. Se pasaron el recreo hablando de películas y libros sin armar debates de especial trascendencia. Antes de que se fueran su amigo le dijo que se reunirían en el parque a tirar unos cohetes fuera de temporada. ¿Quería 28
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venir? Iban a estar todos juntos, obvio, de modo que podían estar tranquilos. El lugar era un pequeño parque adonde se combinaban los juegos infantiles y los aparatos de ejercicio al aire libre. Los otros chicos le ofrecieron fumar marihuana. Apestaba dulzón y le hizo toser por un minuto entero antes de acostumbrarse. No supo cómo, se acabó dos canutos y se sintió más relajado que nunca. En algún momento su amigo le besó y le recomendó que no tuviera miedo. Se rió y dijo que no lo tenía. Su cuerpo fue descubierto por un señor que salió a dar su caminata de la mañana. Nadie tuvo que sospechar nada porque nadie siquiera sabía que había estado fuera de hora. Tal como el líder del club le había pedido.
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LO QUE NO IMAGINO Carlos Enrique Saldivar
He llegado, tras una noche de cine y tertulia, a mi casa, la cual habito solo desde hace mucho tiempo. Es medianoche y mi imaginación se despliega, siento que algunas cosas se mueven alrededor mío, alegres, como dándome la bienvenida. Podría evitar estas sensaciones consiguiéndome una mascota, pero no, soy un descuidado, no sabría cómo ocuparme de otro ser. Aunque ahora percibo una presencia, no es la primera vez, creo haber notado dicha manifestación desde siempre, desde que era pequeño y vivía con mis padres y hermanos. Incluso, no sé por qué, pienso que aquella cosa me ha rondado desde que yo era un bebé. Pero ¿qué desea eso de mí? De súbito regreso a la realidad, la misma puerta, el mismo piso, las mismas ventanas, paredes, muebles, adornos. La cotidianidad me golpea y dejo de soñar. Me quito los zapatos, me lavo, me dirijo a mi habitación, intento prender la luz, no obstante, el foco de mi alcoba no enciende, quizá se halla descompuesto. En la penumbra a medias veo cosas que me inquietan: los libros, las cortinas cerradas, mi computadora, mi silla de trabajo… el gran bulto de ropa sobre mi cama: imagino que es un pequeño dinosaurio que reposa. Me río, tal vez por mi espontánea capacidad imaginativa, o porque me acaba de invadir un ligero temor, el cual se acrecienta cuando la masa ubicada delante de mí empieza a moverse. Me aterro, no atino a dar ningún paso, el animal estira su cuello, abre su boca colmada de dientes y ruge. Me muero de miedo, aunque no estoy sorprendido; es algo que ya sabía, que he esperado durante toda mi existencia. Lo que no presentía era que la criatura en vez de agradable iba a resultar fiera y se me abalanzaría, y mordería salvajemente mi rostro…
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UCRONÍA SOLAR
Carmen Mendoza Cámara ¿Qué tiene el sol que mancha la piel y a la vez limpia los lamparones en la ropa? Hace unos días, una anciana dejó en el tendedero una camiseta que manchó de salsa; por más que trató de tallar con distintos productos no se quitó del todo, pero vino el sol a repasar lo que el jabón y el agua no borraron. Ahora está sin mácula esa ropa. Sin embargo, no puede estar bajo sus rayos sin que use filtro solar, es que éste, con su lengua luminosa, le lame la cara para aumentar ciertos melanomas crónicos que padece. El fulgor del sol no discrimina dónde hacer el bien y dónde hacer el mal. La misma luz del sol que hace amarillas las páginas de los libros y la misma luz que calienta los huesos de los ancianos. Tanto calienta que si uno se expone varias horas diariamente nos deshidratará como pasas, dejándonos prietos y arrugados para siempre. El sol es una estrella que no se anda con simplezas, está aquí para recordarnos que él es quien manda, que es el rey de este universo. Posiblemente haya más soles, más universos pero éste, que cae a rajatabla sobre el tepetate seco de estas colinas, sólo sirve para imponerse. Está aquí para demostrar su fuerza, por más que las chicharras se unan para conjurar su maldición, ensordeciendo con su canto de sierra eléctrica. Con susurros metálicos, suplican al cielo traiga una nube que dé sombra y les alivie su sed. Aquellos a los que tengan la suerte de morir ancianos, la muerte les tiene destinado un espacio donde el sol no los perturbará ni con sus rayos ni con su calor de brasa. Se han ganado un descanso por tantos años de vivir bajo su luminosidad. Es así que emprenden un viaje a la oscuridad, y por increíble que parezca se dirigen justo a las entrañas del sol, porque en esas profundidades, desde su núcleo, ya no existe energía de ningún tipo. Ahí se encuentra la total oscuridad y la ausencia de calor. Además de ser el principio de la vida y la muerte. Todas las cosas 31
vuelven a su mismo origen. Y la luz solar no sabe que su origen es la propia oscuridad.
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LA LUZ DE KAREN
Caterina Russildi Martínez Mi padre solía decirme cada noche a la hora de dormir que antes de cerrar los ojos, debía buscar una última luz en mi habitación “para no perderme en el camino de vuelta”. El día que murió, apagué todas mis luces y dormí envuelta en total oscuridad. Yo tenía once años y mi hermano, cuatro. Mamá dejaba la vieja lámpara del pasillo encendida a partir de las ocho de la noche, la luz era cálida y rebotaba en los muros de madera cubiertos de aquel tapiz floral que papá había puesto hace años. Un pequeño rayo lograba colarse por mi puerta y silenciosamente espiaba mi sopor. Yo la tapaba con todas mis almohadas aunque eso significara dormir con la cabeza apoyada en el duro colchón. Mis sueños usualmente eran turbios; sin embargo, siempre supe que eran sólo eso: sueños, productos de mi imaginación y básicamente una ilusoria mentira, como la inexistente luz en mi camino de regreso. Como era de esperarse, mi padre figuraba seguido en aquellas historias oníricas, pero había una enorme diferencia: era ciego (este detalle era lo que me convencía de que solo era un sueño). Sus ojos lechosos y siempre desorbitados mantenían una expresión de dolorosa tristeza y por más que lo intentara no lograba entender aquel llanto seco que noche a noche oía dentro de mí. Un día olvidé tapar la rendija de la puerta. Cuando me acosté, exhausta de un día diferente al resto (había sido el cumpleaños de mi hermano), ni siquiera advertí la lucecita que caía sobre la cabecera de mi cama. Saludé a papá como de costumbre y me dediqué a perderme en su mirada blanquecina. Hipnotizada, comenzó a envolverme aquel albor, desapareciendo el fondo poco a poco. Desperté. La luz del pasillo se encontraba directamente sobre mis ojos. Aunque estaba algo encandilada noté una figura de pie junto a mí. Solo recuerdo una última mirada triste y perdida y luego un manto oscuro me tapó 33
por completo. No volví a despertar. En la centelleante oscuridad comprendí que era yo la luz que mi padre tanto anhelaba ver. Me tomó de la mano. A tientas y aún a oscuras, lo guie por un sendero que mis pies conocían de memoria: el camino de vuelta. Aunque lloraba secamente por la partida de mi padre, sabía que yo debía quedarme, destinada a alumbrar a aquellos hombres ciegos y perdidos que ocupaban regresar de sus sueños.
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UNA CELDA HÚMEDA Y OSCURA Daniel Frini
Comenzaron a caer mis hojas en la primavera del ochenta y dos; cuando las nubes y los lamentos eran tan lejanos como hoy. Tenía un libro de tapas verdes y letras así de grandes, que llevaba a todas partes y leía cuando estaba contigo. Tenía la piel oscura y llena de escamas de un sol que nunca me tocaba y los ojos repletos de lágrimas que no se me ocurría llorar. Me dolía el cuerpo después de correr tras esas ganas de entregarme entero. Estabas tan lejos que no importa. Te quería. Aun no entiendo un modo de vivir sin ti; y no hay flores que te llamen ahora, como te llamaban mis rosas, esas que nunca oliste, las mismas que nunca tuve. El sol sube más en los mediodías de ahora, que cuando te miraba en las mañanas. Se demora porque no existe el apuro de esperarte siempre. No hay otra cosa que dar. Ni mi estimado apego al poder de la vida. Todo se acabó contigo, con la sonrisa de ese cadáver que no existió jamás entre nosotros. Buena nos salió la cosa: esperábamos un cielo para ser eternos y el brillo de las estrellas se nos fue entre puertas de color de almas. No hay amor. El amor no existe. Mis ganas de ser libre quedaron atrapadas en mi diario, para que no las leas nunca. Me entregué, me di prisionero. Hoy lloro mi sangre y mis entrañas por ti, que no me conociste; porque mi nombre no está escrito en los Libros. No era nadie mi nombre. Es mi destino. No quiero escapar de él, porque sería reconocer que no estuve enamorado de ti. Y eso no es cierto. Te amé, si no, ¿cómo hubiera hecho para destruirte? No espero que entiendas. Estabas repleta de hombres y el hombre no comprende lo sublime del hermoso arte de darnos por entero. Me sería muy humano decir que te maté porque no encontraba la forma de que fueras mía. 35
No te vayas. Espera. Acá no nos dejan hablar. Nos sacan la boca. Nos sacan la luz y el frio cala hasta los huesos. Y te quiero desde entonces hasta cada uno de los incontables pedazos en que dividí tu cuerpo. El mal no fue deshacerte. Lo difícil fue darme por vencido y comprender. Tu no podías, amor. Sin embargo, no estoy solo. Tengo una legión detrás y un corazón que llora y un calor tenue que me ciega estos ojos que no tengo. Buena nos salió la cosa, amor, y qué terrible. Me condenaron a un odio feroz y a silencios de voces que no digo. No hay amor. El amor no existe, amor, el amor no existe. Dicen que no saben porque decidí que era mejor deshacerte a que fueras tan vital. No saben de la tortura, vida mía, no la entienden. Fragmento de los delirios de Kazbeel, el Ángel; condenado a Soledad Eterna por los Tribunales del Cielo, convicto por destruir la Tierra en el año mil novecientos ochenta y tres.
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DIENTE POR DIENTE Daniel Zetina
Para F.
Esther se hartó, tocó fondo. Fue a la casa de su ex marido, una cabaña en la montaña en Huixquilican, Estado de México. Iba preparada. Entró sigilosa, lo halló en la habitación, dormido. Fue más fácil de lo que había pensado. Lo adormeció con cloroformo, lo ató de pies y manos y lo arrastró al comedor. Lo amarró en una silla y lo puso frente a la mesa de madera sólida. Le dejó la boca libre. Estaba segura de que aunque gritara nadie lo escucharía. Durante tres días cocinó para él todo lo que encontró en el refrigerador y la despensa. Adornó cada plato como había aprendido en los restaurantes que solían visitar cuando fueron novios. Los puso frente de él: arroz con almejas, caldo de res, enfrijoladas, pollo empanizado con queso y espinacas, sushi, pasta a la putanezca, arroz con leche, flan napolitano, papas fritas, puré de camote, espárragos con parmesano… Todo se lo ofrecía, pero nada le dejaba probar. Los aromas subían hasta las narices de Alberto. Sus pupilas gustativas se activaban, sus pupilas se dilataban y sudaba, pero nada podía comer, más que con los ojos. Esther comía un poco, en silencio y le sonreía con la boca llena. Después de setenta y dos horas la comida se terminó. Alberto deliraba. No había muerto porque Esther le daba agua cada tanto. El olor de sus orines y sus defecaciones se interponía ante él y la última cena. La mañana del cuarto día Esther le habló: —Ahora puedes saber lo que sintió tu hijo antes de morir. —Pero Julio no murió de hambre —se defendió Alberto. —De hambre, no, peros sí de abandono. —Yo no lo maté. —Te olvidaste de él, lo negaste, no le diste pensión, no respondiste a sus llamados, ni cuando te dijo que necesi37
taba internarse en una clínica contra sus adicciones. Yo no podía con todo. Luego se hundió y terminó por colgarse debajo de aquel puente. —Yo no tuve la culpa. —Negar tus responsabilidades no conseguirá que sufras las consecuencias de tus decisiones. Y no importa, ya casi te vas… Podrías demostrar un poco de dignidad y aceptar tu culpa, Alberto. Eres un cobarde, pero además eres un idiota. —Eso es lo que tú piensas. —¿De verdad no tienes ni un poco de honor? No importa, ya te dije, esta es tu última plática. —¿Vas a decirme algo más antes de matarme? —Yo no te mato, solo te dejo morir. —Eso no cambia… —No importa, Alberto. Julio te dejó una carta. La escribió poco antes de morir, la dejó en el álbum de fotos, detrás de la única imagen que tenía contigo, esa del día de su nacimiento. La encontré cuando rompí la foto… —¿Y qué dice esa carta? ¿Qué escribió Julio para mí? Esther pone la carta en la mesa, sobre un plato limpio, y la deja frente a Alberto. —Aquí te la dejo, Alberto, no pienso volver a leerla. Pronto podrás preguntarle a él en persona o en espíritu lo que quería decirte. —Pero… —Te quedan como doce horas de vida. Voy a esperar a que suceda mientras veo la tele, disculpa que no te acompañe en tu agonía final, pero ya no aguanto, me das mucho asco. Alberto guardó silencio, mientras Esther buscaba la cinta adhesiva. Antes de que Esther la colocara en su boca, dijo con voz clara, con tranquilidad y sin mirarla. —Gracias. —De nada —contestó Esther.
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FLORENCIA
Dante Vázquez M. Aquí se extraña a los vivos y a los muertos se les invita a descansar. Somos sombras cuarteadas. Viaje a la oscuridad. El olor penetrante que emana de las sábanas meadas. Humedad salina. El lamento de los gusanos devorando libros viejos. Fruta mosqueada. El ácido sabor de los años en el hocico sin dientes. ¡No! Por favor, no abras las ventanas. La luz me quema los ojos, la luz me incendia la piel: ¡Apágala! ¡Apágala, ya! Cuéntame El Cuento del Monstruo sin Nombre, o El Cuento del Dios de la Paz, o El Cuento de El Hombre de los Ojos Saltones y El Hombre de la Gran Boca. ¿Los recuerdas? ¡Pronuncia mi nombre! ¡Pronuncia mi nombre! En calma, en calma. A ti, no. A ti, no te traerán flores las calaveras aladas. He llorado litros de abandono y comido kilos de autocompasión. ¿Qué hago? ¿Qué hago aquí lejos de los vivos y tan cerca de los muertos? ¿Qué haces, tú, aquí? La abracé y, antes de cerrar la puerta de su habitación, pronuncié su nombre. Algo parecido a una sonrisa corrió en su rostro casi marchito y con voz dolorosa y perdida me dijo: “Gracias por venir a visitarme, abuelita. Te quiero.”
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LA NIÑA MORENA Diana Beláustegui
La niña rubia estaba tirada en un rincón de la pieza. Necesitaba conocer sus más íntimos detalles, cuando comenzó con el trabajo su única meta era reconocer cada pliegue de su anatomía. Se tomó su tiempo. La inspeccionó por fuera, mientras la desvestía y tras pegarle los labios con un pegamento de contacto para que dejara de dar esos chillidos agudos la exploró intensamente, una vez que hubo concluido tomó el bisturí y prosiguió con el examen interno. Cuando concluyó se sintió satisfecho. Era un honor y una dicha casi orgásmica poseer todos sus detalles en la mente. Él sabía que el revoltijo del rincón de la pieza había sido la niña rubia y ahí también encontraba belleza: en el cambio del concepto, en la metamorfosis obligada y aun así en la presencia invariable de su esencia. Si aspiraba con profundidad... aun olía a la niña rubia. Recién en el último momento cumbre de su orgasmo se dio cuenta de que la niña morena estaba atenta a toda la escena sin inmutarse. Reposaba, atada, en la esquina contraria. La miró de reojo, parecía tranquila, quizá somnolienta. No podría seguir con ella esa noche, le temblaban las piernas, dejaría el postre para el día siguiente. Se duchó con los ojos cerrados, pasándose el jabón por el cuerpo en un ritual aburrido. Sin una limpieza concienzuda salió mojado y arrastrando los pies se dirigió a la cama. Las sábanas blancas absorbieron el agua y los vestigios de sangre. Quedó dormido profundamente. No sintió cuando la niña morena se arrastró hasta la esquina donde se pudrían los restos de la rubia y se recostó sobre ellos. No percibió el calor que emanó de la niña viva hasta el punto que el habitáculo se convirtió 40
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en un horno gigante. La sangre concentrada en coágulos sobre la carne, borboteaba, y los mismos músculos de la muerta comenzaron a cocinarse dejando escapar un olor penetrante y nauseabundo. La cuerda que la tenía atada quedó reducida a cenizas, se levantó con tranquilidad y fue a buscarlo. Él no la esperaba, dormía plácidamente. Parecía un niño bueno, daba ternura mirarlo acurrucado en un rincón de la cama con el dedo gordo metido en la boca, succionándolo por ratos. Se sentó en el piso a mirarlo. Hacía dos días que estaba en esa casa, él la había recogido de la calle y la estaba alimentando. Sentía que estaba ante un padre, cuando el estómago ha dolido tanto que cada rugido hace temblar los huesos se llega a amar la mano que tiende un pedazo de pan. No importa que las sogas corten las muñecas y que sientas que el padre es una mente torturada. Se sintió triste porque él intentaría hacerle daño y ella debería defenderse. Lo había visto en sus ojos. Estaba grabado en las retinas. Se puso sobre él y le abrió la boca con ambas manos. El hombre abrió despertó y pudo percibir ciertas formas. Ella estaba derramándose sobre él, parecía cambiar su estado sólido y licuarse en la boca. No podía gritar, sólo intentaba respirar mientras ella comenzaba su viaje hacia la oscuridad. La niña morena había aprendido algunos truquitos mientras estuvo en “la otra tierra”, antes de escapar y subir al mundo de los humanos. Entre las vísceras encontró un tumor sabroso, lo probó un poco con la punta de la lengua y terminó devorándolo con gusto. Un pedazo de órgano comido por células malignas no lo habrían convertido en lo que era, siguió escarbando, visitó cada uno de los sistemas que conformaban al hombre. Cuando llego al cerebro se divirtió observando escenas pasadas. 41
No sentía empatía por el sufrimiento del padrecito que le dio de comer, no era prácticamente nada en comparación con lo que ella había vivido abajo, en la otra tierra. La había salvado de morir de hambre, pero no le permitiría que le hiciera lo mismo que a la niña rubia y la mandase de vuelta a aquel lugar. Se diluyó en la sangre y lo recorrió mientras pensaba. El padrecito que le había dado pan tenía predilección por las niñas con hambre. El hombre pudo respirar y se sentó en el piso, la sentía adentro, por ratos unos extraños bultos le brotaban en distintas partes del cuerpo. Estaba aterrado, se paró intentando dilucidar que debía hacer cuando sintió ganas de orinar. No podía aguantar, corrió al baño y la orina salió con dificultad, primero amarilla, luego rojiza, más tarde se puso densa y de color negro. Cuando el líquido empezó a ser casi sólido comenzó a llorar a los gritos mientras le temblaban las piernas. Lo último que vio antes del desmayo fue un bosquejo de rostro en la sustancia que había expulsado. Por ratos recobraba la conciencia. Vio a la morena un par de veces. Él no lo sabía pero habían pasado cuarenta y ocho horas desde que la había desalojado de su cuerpo. Abrió los ojos, estaba en la cama y ella sentada a su lado. La niña morena le mostró una sonrisa ancha, tenía un pedazo de pan dulce en la mano y lo comía con gozo. Se levantó corriendo y regresó al rato, traía del cabello a una niña rubia, estaba atada, sucia y se la notaba hambrienta. -Padrecito, para vos -gritó la morena emocionada. Él le había saciado su hambre, ella saciaría el de él.
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RETORNO
Diana Pinedo Ortega Miro a través de la ventanilla, dentro, el ataúd que lleva mi preciada carga. Mis ropas cargadas de humedad se adhieren a mi cuerpo. Todo lo que me rodea parece borroso, ajeno, como si fuera parte de una pesadilla. Entonces escucho unos murmullos a lo lejos y hechizado por el sopor del ambiente comienzo a buscar la fuente del sonido alejándome de la carroza en que viajamos. Me interno entre la maleza hasta que veo pasar una procesión; la fuente del sonido; rezos entrecortados que repiten una alabanza; y unas imágenes difusas, parecidas a sombras, caminan en larga fila llevando en brazos enormes ramos de flores. Un olor putrefacto inunda el ambiente y con sorpresa descubro que aquellos ramos, son manojos de flores muertas… …Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo… —Señor —una voz… —Señor, ya está arreglada la llanta- Una mano me toca el hombro, volteo para encontrarme con mi única compañía en este viaje, el chofer de la carroza. —Mira, Armando —señalo hacia la extraña procesión. —¿Qué cosa señor? —cuando volteo se han marchado… Recibo la mirada de lástima de aquel hombre… Regresamos al auto y continuamos la marcha. Mi abuelo salió del pueblo de su origen, como dijo muchas veces, huyendo de la maldición y la decadencia a buscar una vida mejor. Jamás volvió. Ahora, su testamento estipula que debo llevar sus restos a ese alejado pueblo de la cierra que lo vio nacer para que su alma pueda encontrar la paz… En mi bolsillo llevo un sobre cerrado, otra cláusula precisa, debo abrirlo cuando el ataúd esté dentro de la tumba. No antes. Nunca, si no cumplo letra 43
por letra su última voluntad. He prometido hacerlo… Tal vez tenga oportunidad de poner flores en la tumba de la madre que nunca conocí y que descansa en el lugar al que nos dirigimos. A medida que avanzamos la luz del día se va diluyendo, perdimos demasiado tiempo cambiando el neumático, así que llegaremos de noche a nuestro destino. Unos relámpagos intermitentes nos dicen que se avecina una tormenta. El camino se torna eterno y el zumbido constante del motor hace que caiga sobre mí el cansancio absoluto de las últimas noches; cierro un instante los ojos… me pierdo... Cuando despierto no sé cuánto tiempo ha pasado. Todo es oscuridad, sé que hemos llegado porque los faros de la carroza iluminan apenas unas casuchas viejas. Bajo del auto azotando la puerta con fastidio. En el lugar no hay rastros de vida, sólo un pequeño poblado; unas cuantas casas destruidas que se disponen alrededor de las ruinas de una pequeña iglesia. Un relámpago ilumina por unos segundos la lacónica población; tras él, se precipita la anunciada tormenta. Sin perder tiempo parto hacia el poblado en busca de un lugar donde alojarnos, pero aquello parece desierto, las casa están destruías y los techos caídos… Entonces escucho un murmullo familiar, ¡las plegarias! comienzo a seguirlas hasta que doy con la única choza que parece habitada… empapado llamo a la puerta. … Bendita eres entre todas las mujeres… Y bendito sea el fruto de tu vientre… Vuelvo a tocar. Entonces el postigo se abre y una mujer alta de semblante pálido me mira con familiaridad. —¡Buenas noches! Lamento interrumpir… Soy… —El nieto de Ernesto Azueta. Lo sabemos, hemos estado esperándolo. —me dice sonriendo. 44
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Adentro el ambiente es cálido, iluminado por cirios de distintos tamaños. El pequeño interior de piso de tierra está aglomerado de gente. Cuando el rezo llega a su final la mujer me dice: —No esperábamos esta tormenta, pero haremos todo lo posible por ayudarlo. —¿Dónde está el panteón? —pregunto impaciente. —No está lejos; colina abajo, rodeando la iglesia. Se escucha el imponente rugido de un trueno, afuera la tormenta lo baña todo. Me quedo sentado en una esquina mientras ellos hablan… La tibieza del lugar y el estar más cerca de mi objetivo me hacen caer en un letargo… sin tiempo… Soy un extraño en el mundo por unos segundos, hasta que unas plegarias lejanas me hacen tener conciencia del lugar; la rústica estancia que extrañado descubro vacía… Observo con sorpresa que no hay gente, ni tibieza, ni luz, sólo yo, húmedo, sentado en una silla polvorienta dentro de esas ruinas… Confundido salgo para encontrarme con el pueblo vacío. Me estremezco al descubrir que ¡no hay rastros de la carroza, del chofer, del féretro! Impulsivamente sigo el camino que me marcan las plegarias, cruzo ansioso entre callejones que solo me muestran devastación. Junto a las ruinas de la iglesia hay una calle inclinada a través de la cual los rezos se escuchan más claramente. Llego al umbral de un panteón, su portón está vestido con coronas de flores secas. Con la vista borrosa por la tormenta, cruzo el camposanto tropezando con lápidas, rocas, zanjas, cruces fragmentadas, ramas, escombros, fango, jarrones, imágenes de santos y de personas… Las voces son tan claras que se hacen palpables. Atravieso una serie de tumbas que bajan una pequeña colina. Entonces los veo. Toda la gente rodea un hueco en la tierra. Me precipito hacía allí, veo el ataúd del abuelo dentro y la idea de cumplir mi promesa me hace buscar con ansiedad la carta que comienzo a leer: 45
“Logré huir. Pero nunca de la muerte, el día del retorno estaba marcado. Hasta que cada uno de los nacidos en Óbito de la cumbre estén bajo su tierra, sólo hasta entonces, todos podremos descansar.” El papel resbala de mis manos… Lo comprendo todo. “Hasta que cada uno de los nacidos…” Observo alrededor y me doy cuenta que aquel panteón está lleno de tumbas abiertas que están vacías. Miro a aquellos seres que me rodean distinguiendo, por primera vez, sus semblantes sepulcrales… ¡Mi madre murió al darme a luz… sus restos están aquí! ¡Yo nací en…! —Ya estamos completos. ¡Bienvenido, hijo!- Me dice la voz de mi madre al oído.
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SALVADOR DE ALMAS Didier Garaven
Ray Zepeda cambió su carrera de farmacéutico por la de salvador de almas. No era el nuevo mesías, declaró en una entrevista, sino un hombre con la noble tarea de ayudar a superar vicisitudes de esta vida terrenal compartiendo experiencias. El locutor de radio comentó, a manera de introducción a la entrevista, que uno de sus amigos había comprado en una famosa tienda departamental el libro de este famoso personaje y tiempo después le confesó que, gracias al mismo, ahora se sentía diferente y vivía a gusto. Y que así así como su amigo, tenía noticias de más personas que siguieron sus fórmulas y alcanzaron la felicidad. —Ray, ¿puedes decirle al radioescucha el secreto para ser feliz? —Hombre, hoy revelaré ese secreto en el Auditorio “Coronel Alfredo Armenta”, a las seis de la tarde, única fecha en esta ciudad. Afuera del auditorio estaba el cartel con su rostro sonriente, quienes lo veían abrigaban la sensación de tranquilidad. Desde temprana hora se habían agotado los últimos boletos, promocionados con cuarenta y cinco días de anticipación como parte de una intensa gira de conferencias por las principales ciudades del país, en la que habían logrado incluir a Villahermosa. La conferencia inició puntual. El conferencista espiritual apareció enfundado en un traje oscuro y corbata de cuadritos rojos, cabello castaño bien peinado y su tez morena clara. Sus ojos se posesionaron sobre el público en penumbras, su discurso emergió con suavidad, claro y preciso, el timbre de su voz brotaba en la tesitura exacta que tanto le hacía sentirse sublime. Oírlo fue un goce y el público se puso en pie hacia el final de la conferencia. Ante la intensa ovación llevó la mano derecha a su corazón e inclinó la cabeza, se irguió y, seguido por el círculo de luz blanca en medio del oscu47
ro, salió a prisa del escenario tras las piernas izquierdas del aforado. La luz del lico se extinguió y encendieron las de sala. Muchas damas se retiraron extasiadas, persuadidas de que antes de Ray Zepeda habían desperdiciado mucho tiempo y al fin encontraban verdadero sentido a sus vidas; ahora hallarían la felicidad en cada acto de agradecimiento. A solas en el camerino, da un largo sorbo a su botella de vodka, al bajarlo encuentra su mirada reflejada en el espejo y el contacto visual consigo mismo se prolonga, las expresiones de su rostro se contraen, primero en un movimiento lento y luego tan aprisa hasta que suelta un puñetazo al espejo: —¡Basta ya, Ray!
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VISTAZO A ÉTER O EL EXTRAÑO INCIDENTE EN CASA DE ALBERTO EDGAR HERNÁNDEZ
Quedaron de verse para ir juntos a casa de Alberto, un acuerdo conveniente que disimulaba y zanjaba la renuencia secreta que cada uno tenía por ser el primero en llegar. Alberto era el tipo de persona que inspiraba en otros opiniones ambiguas y peligrosas. No infundía exactamente aversión, pero tampoco afabilidad. A no ser que el hecho de que todos asistieran a su casa significara otra cosa, hubiera podido decirse que ninguno quería arrostrar esa disyuntiva, como quien evita asomarse a un precipicio por temor a despeñarse. Lo cierto es que Alberto era un hombre de pocas palabras, y ninguno quería verse en la incómoda situación —tan común cuando Alberto ingresó al departamento— de comenzar a parlotear y agotar, a pocos minutos, todos los temas de conversación imaginables. Anastasia era una muchacha sincera e ingenua que había desarrollado al extremo el talento refinado y sublime de engañarse a sí misma. Estaba enamorada de Alberto. O eso creía. O eso esperaba. Lo observaba a hurtadillas desde aquella ocasión en que lo vio en el estacionamiento de la empresa, esperando petrificado como una fotografía antigua: el motor apagado, los hombros caídos, la mirada ausente. Cuando al cabo salió del auto parecía indescriptiblemente transformado, y el halo misterioso de dicha transformación cautivó la mente fantasiosa de Anastasia, que empezó a confeccionar fantasías románticas disparatadas. Se preguntaba si él fantaseaba con ella de la misma forma, y solo para estimular su imaginación usó el día de la reunión las prendas más sugestivas de su armario; un detalle que no pasó desapercibido. Se ruborizó sobremanera cuando sus compañeros la piropearon por el apocado conjunto, tan inesperado en ella y tan inapropiado para el tiempo friolento y tormentoso que hacía. Pero logró tranquilizarse cuando antes de la primera pelícu49
la Alberto la arrebujó con delicadeza en una manta. Se sintió avergonzada y, al mismo tiempo, profundamente satisfecha. Cuando Irving dejó las bolsas de botanas sobre la barra nadie se asombró porque en una de ellas viniera, también, un elegante juego de vasos cristalinos que combinaba perfectamente con el estilo austero de la casa. Afuera, la luz bajo el cielo encapotado era más bien opaca, pero en el interior se reverberaba expansivamente, y la iluminación era soberbia. Alberto acababa de mudarse, y las únicas cosas que distraían la vista de la blancura aséptica del interior eran los muebles de la sala y la cocina. Cualquier otro vestigio doméstico parecía herméticamente guardado. Los chicos se reunieron ofuscados en el centro de la sala, como si temieran la posibilidad de alejarse y perderse en aquel ecosistema impo-luto. Y aunque el sexteto de vasos no destemplaba el orden estricto de la casa, nadie hizo comentarios acerca del presente acertado de Irving. Su acostumbrada obsequiosidad, su disposición sumisa y servil había despertado en ellos, al inicio, un sentimiento de afectuoso agradecimiento, pero recayó con el tiempo en algo mayormente inclinado hacia la amargura. Entendieron pronto que con ello Irving no buscaba el agrado ni la aprobación de los otros, sino el propio. Y en eso nadie podía ayudarlo. Normando tenía un apodo para cada subnormal que tenía por colega: el lameculos, el hipocondríaco y la mojigata. Alberto era relativamente nuevo, y además reservado, así que no había podido asignarle un apodo satisfactorio. Pensaba en los otros como pequeñas mascotas, más o menos útiles, cuyos favores podía mantener con esporádicas manifestaciones de interés. (Por eso aceptó la invitación de la moji-gata). Pero Alberto no le resultaba útil. Hasta entonces, sus encuentros habían estado cargados por una tensión extraña, como si fueran dos imanes repeliéndose; eso lo indujo a pensar, al inicio, que quizás en el fondo eran iguales. Pero si Normando lo rechazaba era porque proyectaba en Alberto su propia mezquindad. 50
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Y este, en cambio, no parecía sentir lo mismo. De hecho, no parecía pensar nada, como si fuera inmune e indiferente a cuanto le rodeaba. «Cabezahueca»… Sí: ese apodo era prometedor. Alberto era extraño, pero en eso nadie superaba a Víctor: las cosas que espoleaban su bilis eran infinitas, e infinitas eran también aquellas que lo trastornaban. Coleccionaba una pintoresca serie de alergias, y el café y el azúcar lo ponían hiperactivo. Desconfiaba de cualquier platillo que no cocinara él mismo, y su sistema digestivo despreciaba la comida procesada. Evitaba salir de noche porque tras desvelarse amanecía siempre con jaqueca, y el ruido y el aire enrarecido de los bares —ya no se diga nada de la gente— le parecían un dolor de cabeza en sí. Consideraba que las noticias eran una fuente inagotable de alienación, la política y la religión sectas de retrasados mentales y el arte un esfuerzo absurdo y sin sentido. Puesto que su mundo era insufriblemente cerrado, sospechaba de la extraor-dinaria capacidad de Alberto para adaptarse a cualquier situación y a cualquier persona sin perder nunca aquel estado exasperante de serenidad budista. Y era pésimo disimulándolo: cuando Alberto se acercaba guardaba silencio recelosamente y lo escrutaba con la mirada aguzada; lo que indicaba, por otra parte, cierta curiosidad maliciosa. Por todo esto, Anastasia no pudo más que sorprenderse cuando Irving aceptó la invitación, y para no tentar a la suerte dejó, simplemente, que él escogiera las películas. Y llevó puras películas extrañas, que nadie había mirado y de las que nadie había escuchado. La primera que vieron —la única, en realidad—, dirigida por un tal Thomas V. Loss, era una obra extrañí-sima de ciencia ficción llamada Éter, que narraba la historia del planeta homónimo, ubicado en una galaxia distante e ignota. Las noches en Éter eran aciagas y ominosas, pues despertaban en sus habitan-tes instintos primitivos y salvajes, avivados por una luna cuyas marcas dibujaban en su lado tenuemente iluminado las facciones de un rostro perverso. Los cua51
dros de estas escenas eran una penumbra indesci-frable, sombras sobre sombras en las que sonidos grotescos y guturales evocaban imágenes truculentas. Aunque nadie veía nada, los estragos se hacían evidentes al siguiente día: el paroxismo de la noche, que con sus garras violaba y abatía la moral de aquellos seres indefensos, debilitaba los vínculos de una sociedad que se sabía unida y separada por la misma maldición. Era una historia esencialmente trágica, porque el sol que iluminaba los días del desgraciado planeta estaba por extinguirse, y el destino de los hombres quedaría sellado por la oscuridad. Todos miraron la película sumidos en una tranquilidad perturbada —más o menos a la mitad— por Alberto, que dio muestras de un incipiente malestar. Su rostro palideció y los ojos se le inyectaron en sangre. Gruesas venas le surcaron las sienes y un frío sudor perló su piel. Aseguraba neciamente estar bien, pero al final de la película era claro que le suce-día algo: su rostro se había llenado de manchas e hinchado asquerosamente. Víctor le ofreció pastillas para la alergia, pero Alberto tuvo un acceso de tos incontrolable, y mientras expulsaba densas y oscuras flemas se retiró a uno de los cuartos del pasillo, azotando la puerta con vehemencia. Todos quedaron estupefactos, con excepción de Normando, que actuaba como si nada de aquello hubiera pasado y se dispuso a poner la siguiente película. Estaba por insertar el DVD en el reproductor cuando se escuchó un fragoroso trueno y la sala se inundó en una penumbra repentina. La oscuridad era absoluta, y los dejó ligeramente turbados. Entonces, en lo alto, apareció la figura inequívoca de una luna insidiosa, cuyo frágil resplandor solo alcanzaba a iluminar lo que parecía un tumultuoso festín de sombras. Anastasia prorrumpió un grito ahogado por la palma brusca y áspera de Normando, que se abalanzó sobre ella, tumbándola sobre el suelo frío. (De pronto hacía tanto frío…) Manoteó y pataleó para quitárselo de encima, mas sus esfuerzos amainaron cuando Normando introdujo su mano libre por debajo de la falda, 52
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abriéndose paso —con una habilidad olímpica— a través de sus bragas indefensas de putilla mojigata. Sus piernas cedieron suavemente mientras contemplaba el rostro sádico de la luna, ajena a la oscuridad gélida y a los gritos lejanos de Irving, que repetía «¡No-no-no, yo no quería! ¡Fue un accidente! ¡Cállate! ¡No fue mi culpa!». Gritaba con locura y se estiraba los oídos en un intento fútil por callar las voces que trepanaban su mente atormentada. Víctor también ignoraba aquellos gritos, abatido como estaba por el asma. Había seguido sombras engañosas en busca del inhalador en su mochila, sin toparse jamás con ningún mueble, ninguna pared. Cuando se resignó al hecho —induda-ble, improbable— de que ya no se encontraban en la sala, halló consuelo en una satisfacción malsana. Todos podrían ser consumidos por aquella negrura apabullante, pero al menos él habría tenido razón: el mundo era verdaderamente oscuro y peligroso. Miró la luna hipnotizado, abstraído. Rio con idiotez y locura y pudo percibir, a lo lejos, las risas desquiciadas de los otros, y se entregó por completo a la noche. Poco después se escuchó el fragor de un nuevo ruido y una luz cegadora disipó las sombras y ocultó la luna. Escucharon el llamado de una voz distante y difusa. Era Alberto. Estaba de pie en el centro de la sala, preocupado por el estado febril y desorientado de sus compañeros. Al volver en sí todos estaban profundamente aturrullados. Afuera llovía copiosamente, y quizás el ensordecedor golpeteo de las gotas hizo inaudibles las incoherentes excusas que cada uno adujo para retirarse. Empe-zaron a salir de la casa torpemente, avergonzados, y al despedirse no hubo más ceremonias que el intercambio de miradas evasivas y escuetas. El lunes siguiente estuvo despejado. El sol centelleaba en el cielo y en las hojas de los árboles. El aire que se respiraba en las calles era reconfortante. En la oficina nadie hizo alusión a lo sucedido; mucho menos Alberto, que se conducía con su ya acostumbrada parquedad. La reunión parecía no haberlos afectado en lo absoluto. Y sin 53
embargo había algo extraño y sutil, algo sumamente imperceptible y etéreo, una especie de vínculo titubeante y frágil en el que compartían cierta intimidad y una nueva perspectiva —más benevolente— desde la cual mirar a su reservado compañero.
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RUBIO 7.0
Edith Esquivel Hoy es día de Rubio 7.0, lo cual significa que será un día difícil. Primero hay que poner todos los bártulos en una canasta, para llevarlos al lavadero: espejos, tazones, cepillos, cremas, líquidos, guantes y, por supuesto, el Rubio 7.0. La mezcla de color con peróxido es un exquisito guiso venenoso: 50 mililitros de cada uno, y luego mezclar hasta que la pasta sea uniforme. Al pintar tengo en mente a mi audiencia, así que empiezo por delante, cubriendo las canas en el frente de batalla. La lucha es contra el tiempo y la naturaleza, contra los elementos y la muerte, contra la castaña noche en las raíces del pelo. Hay que conservar el aire de juventud, hay que verse más güerito. Lo de atrás no importa tanto. Aplico cuidadosamente donde se nota, y donde no, embarro sin ton ni son. Luego viene la espera de treinta minutos. Mientras los químicos se oscurecen y encostran en mi cuero cabelludo, yo sacudo el sillón, ordeno el clóset, limpio las gavetas. Podría hacer algo más significativo, como regar las plantas, o leer un libro, pero en realidad me gusta combinar mi trabajo de fachada corporal con el trabajo en la fachada de mi vida doméstica. Ha llegado el momento de enjuagar. No quiero dejar el baño como una escena del crimen, así que bajo al lavadero. Cada semana es lo mismo: la ambrosía de la vanidad me entra a los ojos y me arden. Me hace subir a ciegas las escaleras para entrar a la regadera y enjuagarme bien. El resultado es visible de inmediato, aunque tenga el pelo mojado y los ojos rojos: soy rubia 7.0, y por más que se le busque, sin canas. Esta perfección me dura una semana. Y luego dejo que se acumulen las evidencias del engaño durante otras tres. Aunque una de cada tres mujeres se tiñe el cabello 55
regularmente, yo no soy una de ellas. Si me preguntan, soy rubia natural, y cualquier parecido con el tono 7.0 es mera coincidencia.
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MI PRIMERA VEZ
Eduardo Matus Morales Esta es mi última noche de vacaciones, fue una semana increíble, como pocas, estoy agotadísimo, he caminado tanto que mis pies reclaman un descanso, pero es la última noche, así que puedo permitirme un último recorrido. Salgo del cuarto con cámara en mano y el suficiente efectivo para pasarla bien, tengo un extraño presentimiento, la noche no es normal, es más oscura; ni la recepcionista es la misma, no sonríe, su rostro está cansado, su semblante pálido y su mirada perdida. Pero decido continuar, después de todo es la última noche. A pesar del frío me dan unas ganas inmensas de tomar una cerveza, así que busco donde conseguirla, pero el bar está muy lleno, nunca me han agradado las multitudes, decido salir mas rápido de lo que tarde en entrar y camino, no sé hacia donde ni cuantas cuadras, por un momento me siento perdido y que la oscuridad de la noche me invade. Me detengo en un local que anuncia cerveza de barril, se ve agradable y sobre todo hay poca gente, me siento y ordeno un tarro, lo bebo rápido, desesperado, pido otro, y recuerdo cada uno de los lugares que visité, tomo la cámara y siento la necesidad de revisar las fotos, termino la cerveza, ordeno otra y desisto de la intención del repaso fotográfico. Algo más llama mi atención, dirijo la mirada hacia la puerta y veo como lo negro de la noche pelea por apoderarse del espacio que ocupa la luz y me doy cuenta que más tarde, antes que temprano, la oscuridad ganará. De repente me da un escalofrío, me sacudo, pido otro tarro, alguien me observa, trato de no hacer caso, pero es una mirada profunda, siento que me taladra, mis manos sudan, jamás había sentido algo parecido, jamás había estado aterrado, jamás una mujer que no fuera mi madre me había hecho llorar; pido otra cerveza, mientras unas lagrimas caen de mis ojos. ¿Por qué me observa? 57
Pido la cuenta, me sentía a salvo dentro del bar, lejos de esa noche sombría, pero esa mirada no solo me ha incomodado me ha puesto inseguro, me ha hecho temblar como a un bebé, prefiero ir a cobijarme a mi cuarto y abandonar mi último paseo. Salgo, camino, siento que alguien me sigue, quiero detenerme, no puedo, avanzo, intento voltear pero mi cuerpo no responde, solo sigo y cada vez más rápido, busco un lugar seguro y me arrepiento de haber salido esta noche. Quiero correr pero no puedo, sigo caminando; de repente me doy cuenta de que estoy perdido y por fin puedo detenerme, volteo y veo una sombra aproximarse, es esa mirada. Tomo una piedra, no sé de donde, no sé cómo ni por qué, pero me aviento con fuerza hacia ella y la golpeo, cae inmediatamente, me abalanzo sobre ella, me desconozco, la golpeo hasta sentirme exhausto, pero aliviado. Me regresa la tranquilidad y la observo, nunca había sentido miedo, ¿por qué ahora?, nunca la noche había sido tan negra, tan fría, tan sobria; nunca había visto que la oscuridad podía teñirse de un rojo intenso, nunca me había sentido tan seguro.
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EL LLAMADO Elizabeth Jacobo
¿Alguna vez has escuchado como si alguien te hablara? Así, De repente escuchas tu nombre a lo lejos sin saber de dónde viene esa voz. A mí me había pasado una infinidad de veces. Cuando lo escuchaba, sentía la necesidad de responder a gritos, esperando que alguien o algo escuchara mi voz y viniera por mí. Pero era más el miedo que sentía que la curiosidad y fingía no haber escuchado nada, continuando con mis juegos infantiles Recuerdo haber hecho cientos de dibujos ilustrando mis hipótesis sobre la identidad de mi posible interlocutor, apuestos príncipes de coronas doradas, princesas con pomposos vestidos rosados, hadas de alas cristalinas, animalitos del bosque con colas esponjosas, ojos inmóviles ocultos en la oscuridad. Ese era mi dibujo favorito, lo había hecho casi sin darme cuenta una tarde en que llovía mucho, la abuela y yo estábamos en la sala, dibujando para entretenernos habíamos dibujado tanto que casi nos acabábamos las hojas del cuaderno. Habíamos escogido los más bonitos para mostrárselos a mis papás cuando llegaran, entre ellos estaban unos ojos blancos y redondos ocultos en lo que parecía ser una habitación oscura. Mi abuela se quedó atónita mirándolo ¿Qué son esos ojos? Pregunto con su mirada llena de extrañeza. —Son unos ojos, respondí sin importancia mientras dibujaba un hermoso unicornio azul. —¿Ojos en medio de la oscuridad?, deberías dibujar algo con más color, dijo la anciana entregándome el dibujo. ¿Los has visto alguna vez? —No, aun no, pero creo que esos ojos le pertenecen a quien me ha llamado durante todo este tiempo. Y entonces mi abuela cometió el peor error de su vida, el error que todos los adultos cometen. Despertar la curiosidad de un inocente niño prohibiéndole terminante59
mente volver a dibujar o hablar sobre ese tema. Así fue como desde ese día esperaba ansiosa volver a escuchar el llamado y desafiar las órdenes de mi abuela. Era tal mi obsesión que cualquier sonido se escuchaba en mis oídos como mi nombre. -¿Escucharon eso? Me llaman. Decía casi todo el tiempo. Llovía tan fuerte que la electricidad había estado fallando toda la tarde, mis padres habían salido y la abuela me cuidaba. Habíamos jugado todo el día y ella estaba exhausta, aprovecho la falta de electricidad para llevarme a dormir más temprano que de costumbre, como aun no anochecía no sintió la necesidad de dejar una luz encendida, creyendo que me dormiría pronto. No me daba miedo la oscuridad, siempre presumía de mi valor ante los demás niños. Pero esa noche había algo diferente, la habitación estaba más oscura de lo habitual, Intentaba dormir mientras abrazaba a mi osito de peluche, ya había anochecido cuando lo volví a escuchar, un grito llamándome, el tintinar de las gotas de lluvia sobre la ventana intentaba ocultarlo, pero esa voz distante había dicho mi nombre con tanta claridad que se me hizo absurdo no responder. -Estoy aquí en mi habitación. Dije casi murmurando. Juro que mis labios apenas se separaron, podía haber asegurado que nadie me había escuchado. Hasta que vi esos enormes ojos blancos mirarme en la oscuridad. Eran unos ojos muy redondos y fríos, me miraban fijamente sin parpadear, permanecían inmóviles, ocultos en la sombra de la puerta. Abrace a mi oso para reunir el valor suficiente para seguir viendo esos ojos hipnóticos los cuales brillaban como la luna misma. Sé que debía de haber gritado, y que la abuela habría venido enseguida a mi rescate. Pero no quería eso, quería seguir viendo esos ojos en la oscuridad intentado averiguar a quien le pertenecían. De repente “la cosa misteriosa” me sonrió dejándome ver sus enormes colmillos puntiagudos, como los de esos monstruos de cuento que se comen a los niños desobe60
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dientes. Y con una voz casi hipnótica me dijo: “Ven, vamos a jugar en la oscuridad, te he estado buscando por mucho tiempo” Parecía más una orden que una invitación. Y sin dudarlo siquiera, salte de la cama dejando caer mi oso y tome la extraña mano de aquella cosa que no dejaba de sonreír. Salimos de la habitación sin siquiera tocar la puerta o la ventana. Me llevó a un lugar tan oscuro que ni siquiera en mis peores pesadillas lo hubiera imaginado. Aún no sé qué paso ese día, solo sé que jamás podré regresar a casa, no sé si estoy viva o estoy muerta ni cuánto tiempo han pasado. El oso ya no está en el suelo, en la casa ya no viven ni mis padres ni mi abuela, la cosa me dejo en la oscuridad completamente sola. Hay días que escucho a la cosa llamar a otros niños y grito al mismo tiempo que ella para distorsionar el sonido y evitar que los niños la escuchen. Pero otra veces me siento tan sola que me acerco a ver a los niños desde lo más oscuro de sus cuartos, esperando el momento de invitarlos a jugar conmigo, en la oscuridad.
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EN SILENCIO Enrique Layna
La luz del atardecer se proyecta a través de la cortina traslúcida que cubre la puerta de cristal, y deja ver la silueta de un gato erguido que intenta mover la manija con sus patas delanteras. —¡Largo! El grito del maestro interrumpe la modorra del grupo que parece inmune a sus mejores esfuerzos discursivos. El gato apoya las cuatro patas en el suelo y se sienta. Llega otro gato. —¡Son una plaga! En la Universidad abundan esos felinos, se les puede encontrar a cada paso, tumbados al sol, duermen, juegan, comen... a veces observan a la gente con actitud curiosa. Uno de sus sitios predilectos es ese salón alfombrado, en el extremo oriental del conjunto de edificios donde pueden acomodarse para descansar. Sin duda lo consideran parte de su territorio. Las autoridades de la escuela los tienen para controlar a las ratas que pululan en la zona, pero dar clases ahí y ser alérgico a los gatos no es una buena combinación. —¿Alguna duda? El silencio es casi absoluto, un zumbido proveniente de las lámparas fluorescentes recuerda el ronroneo de los gatos y aumenta la opresión provocada por la ausencia de sonidos dentro del aula. Los rostros evitan su mirada. —Bien, nos vemos el sábado. Los alumnos se retiran con lentitud, y aunque la puerta está abierta los gatos no intentan meterse, desde la fuente que domina el patio observan atentos la salida del maestro. La escuela que ocupa ese inmueble, un convento del siglo XVII, aparece silenciosa y como abandonada; aunque en medio de esa industriosa ciudad, los sonidos externos son amortiguados por gruesos muros que aíslan los recintos. Ocasionales, se oyen los maullidos de los gatos, 62
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acompañados de ecos que reverberan a lo largo de patios y corredores. El sábado siguiente el mundo aparece empapado desde temprano , bajo un cielo cerrado y una llovizna que diluye los contornos de las cosas. La clase transcurre sin sobresaltos, acompañada por el ruido de fondo de esa lluvia, al parecer infinita. Sin que el maestro lo note, en la parte trasera del salón, se ha quedado dormido un gato negro, camuflado por la tapicería de la silla y por la complicidad silenciosa del grupo. Cuando un relámpago hace palidecer la dura luminosidad de las lámparas, al unísono con el sonido del trueno la oscuridad se apodera del lugar. Los alumnos siguen callados e inmóviles y el maestro continúa su exposición desde las sombras. Su voz sin rostro suena un poco extraña, pero los conceptos llegan con claridad a las mentes receptivas de su auditorio invisible. De pronto un grito, el maestro no puede evitar el sobresalto al sentir algo restregándose contra sus piernas. —¡Maldito! A tientas atrapa al gato y lo alza, el felino, tira el zarpazo que hiere la mejilla del hombre, justo en el momento en que la luz regresa, para que todos puedan ver el rostro desencajado y sangrante que mira a la pequeña bestia. El maestro sujeta al animal, se dirige hacia la puerta y lo arroja con furia en medio de la lluvia persistente. Un acceso de tos lo dobla. Entre bruscos ademanes y con voz interrumpida por carraspeos y respiración entrecortada da por terminada la sesión.Una semana después, las nubes oscuras convierten el día en un anochecer perpetuo, pero no llueve. Hace frío. Hasta los gatos han desaparecido de la vista. A media sesión el maestro se disculpa para ir al baño. Al pasar frente a los lavabos comprueba que la marca de los arañazos es aún visible. Otra vez se va la luz. El maestro regresa al aula y duda un instante antes de entrar, impresionado por el silencio y por el contraste entre la tenue claridad del patio y la oscura tiniebla que domina el interior del salón. Entra, espera un instante a 63
que sus pupilas se dilaten y se dirige al escritorio para ocupar su silla. Algunos encendedores en las manos de los alumnos producen un resplandor suficiente para ver como los gatos comienzan a saltar hacia el maestro, quien en su afán por alejar a los animales ha caído ya con todo y silla mientras lo arañan y muerden; él, en su desesperación jala colas, arranca pelos que flotan por momentos y luego se le introducen por nariz y boca, inflaman esas vías, irritan sus pulmones ahora faltos de oxígeno, la asfixia se manifiesta en los movimientos espasmódicos de un cuerpo que se hincha hasta convertirse en grotesca parodia de lo que se supone es un ser humano. Ni un grito brota de esa garganta cerrada. El grupo contempla sin emoción el espectáculo, callados. Cuando todo movimiento del profesor cesa, los gatos lamen las heridas probando el regusto metálico de la sangre. Los gatos comienzan a desgarrar, a comer la carne aún tibia desechando los jirones de ropa ensangrentada. Sólo el sonido de los colmillos cortando y machacando carne en grandes trozos en el silencio impresionante de la escuela solitaria. El cuerpo ya no es reconocible, los ojos han sido devorados por una gata blanca, la nariz fue arrancada poco a poco por los cachorros atigrados, el gato negro se afana en medio de las piernas del hombre, se asoman huesos aquí y allá. Finalmente el grupo se retira, siempre en silencio. Salen de la escuela, se internan en la oscuridad de la calle.
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LUZ DE NOCHE
Enrique Urbina Jiménez La televisión es un hoyo negro de colores. Las imágenes vacías se tragan casi todo. Se tragan tu atención, tu estrés, pero no tu sueño. A esa hora no hay nada en la pantalla. Sombras, voces. Infomerciales. La ves pero no la ves. El sonido violento que escupe en el silencio de la noche es una mezcla de risas, voces dobladas y música mal hecha. En la madrugada, todo lo que sale del aparato suena desesperado. No te gusta escucharla ni verla. No te gusta tenerla prendida, pero no hay otra cosa qué hacer para distraerse del pesado insomnio. Porque, gracias a la caja que brilla en la penumbra de tu cuarto, no piensas cosas que no deberías. No piensas en tu muerte. En todo lo que no has hecho. No recuerdas los demás días sin dormir. Sobre todo no recuerdas a los monstruos. Ellos salen a las tres de la mañana, pero no del infierno. Se escapan de ti; los demonios salen de tu cuerpo y mente. Te vuelves loco, poseído por ellos, revolviéndote entre sábanas. Tiemblas, te da comezón por todos lados, el calor se vuelve insoportable, la ansiedad te destroza los nervios. A esa hora, con insomnio, te quieres morder, arrancarte la piel, el músculo. Devorarte. A esa hora quieres dormir, pero no puedes. Por eso ya te acostumbraste a esa incómoda soledad que te posee antes del amanecer. Intentas no pensar en lo patético de la escena que se repite y repite: la máquina y tú, en la extraña y virtual noche eterna, sin ningún otro ruido más que sus gemidos de ventas de productos inútiles y tus pláticas contigo mismo. También intentas no pensar en el miedo que intentas olvidar, pero que se las arregla para salir cuando menos te lo esperas, en la peor hora de la noche, cuando el sopor se empieza a sentir. Sabes, pero no quieres aceptarlo, que es ese miedo la causa del insomnio. Y justo ahora se hace presente. Pequeño, sugerente, mortal, el miedo, o tal vez la sensación de ser observado 65
todo el tiempo, se abre paso entre tu carne. Por eso miras la televisión, para combatir a esos ojos que no alcanzas a descubrir, pero que a veces sientes que lamen y chupan tu cuerpo con miradas obscenas. Y se va la luz. Y con ella tu única defensa contra el abismo. Un rayo blanco en la pantalla y después nada. Obscuridad total. Y sientes los ojos en todos lados. La noche te desnuda para ellos. El insomnio se vuelve una condena, una maldición. Te odias, odias estar despierto. Respiras profundo, te quieres convencer de lo irracional de la sensación que te acaricia y te pone la piel de gallina, pero no sirve de nada. Todavía sientes las miradas lascivas. Te pesan. Te acarician y te rasguñan. La oscuridad te duele. Te levantas de tu sillón y miras la calle. Todo negro, todo un territorio donde esos ojos de ningún lado invaden tus rincones. Entonces cierras los ojos, esperas unos segundos a escuchar algo. Quieres descubrir de dónde viene esa mirada que carcome tu sueño. Pero no puedes hacerlo por mucho. Los ojos están en todos lados. La obscuridad son los ojos. Vuelves a abrir los tuyos. Te rindes. Te abandonas al miedo, sientes la ansiedad que sube por el estómago, un ácido amargo. Hoy la pasarás peor. Ni lamentarse. Mejor dejarse manosear por la noche. Pero al abrir los ojos ves algo. Tenue, diferente a como la has visto tantas noches en vela, la televisión despide un brillo extraño. Un brillo obscuro. Te recuerda, no sabes por qué, a la mortecina fosforescencia de la luz negra. Pero no es un color normal. No, es casi como ver una foto en negativo, sólo que esa luz no es luz. No la reconoces. No viaja a tus ojos. No se mueve. Estática en la pantalla, enjaulada, no ilumina más que a sí misma. Tu cuerpo al principio la reconoce como la luz habitual del televisor, sientes al estrés desvanecerse, casi se te olvida la incómoda sensación de que miran hasta tus intestinos, tus tendones. Pero se pasa rápido, porque te das cuenta de que ese fenómeno no es mejor que la obscuridad de antes. Ese ominoso resplandor es gracias a que no hay luz. Y se te hace un nudo en el estómago 66
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porque algo que no debería ser sucede. Algo que ya veías venir, pero que deseabas profundamente que no pasara. Un cambio. Movimiento dentro del televisor. Rápido, sigiloso. Tiemblas, te sientes débil. Contra tu instinto, te acercas a la pantalla. Sabes que no debes acercarte. Que lo que te está pasando es malo. Al principio la luz que no es natural parece resplandecer más, como si quisiera cegarte para que no vieras qué hay del otro lado. Pero tus ojos se adaptan. Te lastima verla directamente pero ya no puedes hacer otra cosa. Ya no puedes dejar de mirar. Ves qué hay en la pantalla. Descubres qué causa el extraño brillo, qué se mueve en él. Y te arrepientes de todo lo que has hecho. Te arrepientes de tus noches en vela. Te arrepientes de tu televisión, de haberla mirado antes y ahora. Te arrepientes de tu insomnio intencionado. Te derrumbas. Caes sobre tus rodillas. Cubres tu rostro con tus manos. Gritas. Nadie te escucha. Lloras. Vomitas de nervios. Te golpeas. Pero sabes que cualquier cosa es inútil. Todo lo es. Porque no podrás olvidar ese rostro casi humano, plástico, diferente, pero atento a ti, con una mirada que te atraviesa hasta el alma. No podrás olvidar a eso que te espía detrás de la televisión. Que lo hizo todo el tiempo. No estabas solo en tus noches de insomnio. No lo estás. Nunca lo estarás.
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RITUAL
Ernesto Días Alcántara Vir sive mulier in quibus pythonicus vel divinationis fuerit spiritus morte moriantur lapidibus obruent eos sanguis eorum sit super illos Levítico 20:27
Una luz sutil, proveniente de un vela, iluminaba ciertos contornos de su rostro. Habían pasado un poco más de dos horas y Andrés empezaba a sentirse cansado. Cerró por un momento los ojos. Al abrirlos, algo había cambiado: la luz de la vela había cobrado intensidad y su rostro en el espejo comenzó a transformarse. Reconoció su rostro por primera vez desde que había iniciado el ritual. Sintió una corriente de aire que golpeó su nuca provocándole un repentino escalofrío, mientras que en el espejo su rostro seguía transformándose al ritmo dictado por el oscilar de la llama. El reflejo seguía siendo el de su rostro, pero cambiaba tanto y tan rápido que no tardó en observar rostros extraños dentro de su propio rostro. La luz de la vela cambió súbitamente; ahora, en vez de ofrecer una luz amarilla, llenaba el cuarto de baño con un intenso azul vivo. Andrés sintió pánico, pero recordó que la luz azul indicaba la presencia de ángeles y se tranquilizó. El vaivén de la llama incrementó su velocidad hasta llegar al frenesí. El rostro en el espejo se dividió en tres: el rostro de la izquierda pertenecía a un demonio; en el centro, el reflejo seguía siendo el del rostro de Andrés; y a su derecha aparecía un rostro límpido y angelical. Era imposible mirar el rostro de la izquierda sin sentir asco y miedo, por esa razón, Andrés procuró enfocarse en la cara angelical, pero la luz de la vela le jugó una mala partida y ahora los rostros de los laterales habían cambiado de posición y Andrés se encontró de repente viendo de nueva cuenta el horrible rostro demoníaco. Volteó hacia el otro lado pero también se encontró mirando los ojos llenos de ira y odio que le provocaban miedo. Intentó mirar su reflejo pero 68
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ya no lo encontró. En cambio, había quedado un enorme vació en medio de dos rostros terroríficos. Estuvo a punto de dar por terminada la aventura pero sabía del riesgo que implicaba dejar un ritual inconcluso, además, se había preparado por meses haciendo limpiezas energéticas profundas y esperado la fase lunar adecuada para el ritual. Se armó de valor y se propuso encarar al demonio del espejo. Durante esta lucha fue atacado por la duda, por el miedo, por el escepticismo; fue tentado a desistir por el cansancio y por el hastío, pero lo superó todo. Había vencido a su demonio interno cuyas armas habían sido descargadas de forma constante sobre su “glándula sensitiva”, haciéndolo experimentar de manera intensa todo aquello que carcomía su alma. Después de cuatro horas, y justo cuando el reloj marcaba las tres de la mañana, Andrés dio por terminado el ritual cuando la llama de la vela recobró su color natural y lo único que alcanzaba a ver en el reflejo eran algunos contornos de su rostro. Dejó que la vela se terminara de consumir y después se dirigió directamente a la cama y cayó en un profundo sueño. Al amanecer, Andrés se sentía cansado pero lleno de una paz nunca antes experimentada. Como era domingo, pensó en realizar algunos quehaceres de la casa, pero no tenía la energía suficiente. Con las pocas fuerzas que le quedaban fue casi a rastras a la cocina para comer algo. Se preparó un emparedado de atún que le supo a gloria y regresó a la cama. Sin darse cuenta volvió a caer en un sueño profundo que sin embargo no fue del todo placentero. Tuvo pesadillas en las que el demonio del espejo dejaba de ser su propio ego y cobraba personalidad propia. Ya no se trataba de todo aquello de lo que se quería liberar, sino de un ente individual de enorme energía, que corrompía con su sola presencia. Un titánico carcelero, un malévolo Hades que era demonio e infierno al mismo tiempo y que lo atormentaba ya no desde su propio interior sino desde afuera, inflingiéndole castigos corporales insoportables que lo hacían desear estar muerto o incluso dejar 69
de existir, volverse nada, pertenecer a la nada. Cuando despertó, la noche inundaba la atmósfera. A pesar de haber dormido bastantes horas, seguía sintiéndose cansado. La paz que hace a penas unas horas lo cobijaba con su manto tranquilizador se había vuelto una especie de miedo numinoso que se sentía en cada terminación nerviosa. Se levantó de la cama e intentó encender la bombilla de su habitación, pero el interruptor no funcionaba; hizo lo mismo con la televisión pero no había energía eléctrica. Una apremiante necesidad fisiológica, quizá provocada por el miedo, lo obligó a ir al baño. Al entrar, notó algo extraño: todo estaba del lado contrario, como si se tratara de un reflejo. Regresó a su habitación y descubrió que ahí también los lados se habían invertido. Recorrió toda la casa e incluso salió al jardín donde también lo esperaba la misma anomalía. La situación le provocó un ataque de pánico. Toda su preparación y sus meditaciones de poco servían ya. Se había dejado vencer por el miedo. Había perdido la partida. Comenzó a correr por el jardín pero su corazón le marcó límite cuando escuchó sus palpitaciones por los oídos y el pecho parecía explotarle. Regresó a su habitación sintiendo nauseas. Corrió al baño apurado por la sensación de que el corazón se le salía del pecho y por unas ganas incontenibles de vomitar. De vuelta ahí, al lugar en donde a penas veinticuatro horas antes había iniciado el ritual que lo liberaría de la cárcel de su ego, el espejo y él se veían la cara de nuevo. El espejó ya no era una superficie plana de cristal azogado, sino una ventana dimensional desde la cual se podía ver hacia el otro lado: el mundo al “derecho”. Este otro mundo estaba iluminado. Todo parecía estar en su lugar a excepción del rostro que debería ser reflejado. Andrés no podía ver a su contraparte. Golpeó el espejo con suficiente fuerza pero este no se rompió, las nauseas volvieron a atacarlo y tuvo que descargar el contenido de su estómago en el retrete. Antes de incorporarse, sintió una corriente de aire idéntica a la que había sentido cuando practicaba el ritual. De un salto se puso de pie y escudriñó la imagen del espejo. En el otro 70
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lado, la luz se había apagado y una llama azul resplandecía del lado izquierdo. Andrés se puso de puntillas para intentar ver de dónde provenía la luz azul. Vio una vela, la misma que había utilizado para el ritual. Desde ese nuevo ángulo de visión pudo observar un cuerpo tendido en el piso. Se alarmó cuando, por la ropa que vestía y por la complexión física, entendió que se trataba de su cuerpo. A lo lejos y proveniente de su habitación se acercaba alguien o algo hasta el espejo. Pasó por arriba del cuerpo tendido y miró al espejo. Andrés identificó el rostro angelical que había visto en el ritual. Era un rostro bello, sin mácula, pero con una cruda tristeza reflejada en los ojos. En el rostro reconoció a su yo o, al menos, a lo mejor de su yo. La corriente de aire volvió a hacerse sentir, a Andrés se lo avisó de nueva cuenta un escalofrío. Esta vez la corriente no venía sola, pues Andrés sintió una presencia a sus espaldas. Cuando volteó, quedó de frente al rostro demoníaco en el que reconoció también a su yo o, al menos, a lo peor de su yo. Había comenzado su viaje a lo más tenebroso de la oscuridad. En el lado correcto del espejo se oyeron gritos provenientes del espejo que vibraba como si alguien lo golpeara desde el otro lado. Un par de años después, la casa fue vendida a precio de ganga, pues se había ganado la fama de casa embrujada. Los nuevos inquilinos (una pareja que se proseaba con el lenguaje de señas) están satisfechos con la compra a pesar de que algunas noches de luna creciente se puede ver una tímida luz azul proveniente del cuarto de baño del dormitorio principal. Afortunadamente este fenómeno sólo pasa algunas noches y siempre termina a las tres de la mañana. Los gritos y los golpes en el espejo pasan desapercibidos para la pareja.
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EL CICLO DE LA MUERTE Esteban Di Lorenzo
Hacía una semana que había dejado de jugar a la tabla Ouija. Estar tanto tiempo en contacto con lo que parecían cuerpos celestiales me había perturbado la mente. Noche a noche tenía el mismo sueño recurrente con la aparición de las palabras de mi última sesión de espiritismo: “Llegará la muerte en una forma habitual y te llevará a la miseria”. Siempre lo mismo, por eso tuve que dejar de hacerlo, me asusté completo. Pero, eso nunca se puede dejar de la manera que lo hice; así, sin más tiré la tabla que me comunicaba con ellos y de una día a otro ya no estaba en mi vida, pero si estaba en mi muerte. Todo estaba bien. Los fines de semana los pasaba con mi hija en el parque de casa y cuando volvíamos hambrientos mi mujer nos esperaba con algo casero sobre la mesa. En la semana, mi trabajo me sacaba de casa, intentaba pensar que era lo que siempre quise, aunque eso no era así. Era uno de los mejores momentos de mi vida. ***** La muerte ya había tocado con los huesos de su dedo a mi esposa y a mi hijo mayor. Estaban tirados en el suelo, mirando hacia la nada con sus ojos en blanco. Las personas que me amaron durante todos estos años se disolvieron cuando este «mensajero» absorbió la luz de su naturaleza. No pude dejar de pensar en mi beba, Lucy. No sé hacia donde se dirigió. Salió corriendo de manera torpe cuando su madre grito al ver a su hijo caer sin alma. Era increíble que “el mal” se transportara indiferente 72
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por medio de seres vivos. El gato que entró por la ventana del comedor se transformó en una bola de carne despellejada al dejar salir a la parca de su ser, dejándolo parado frente a nuestra mesa familiar. Al ver como los había matado salí gritando, intentando escapar de ella. Ya sin poder esconderme en ningún otro lugar, permanecí en el garaje. Aproveché a buscar a mi hijita para poder cuidarla y salvarla. Empecé a mover las cajas que estaban en el medio de la habitación: la sombrilla playera, la carpa y las bolsas de ropa volaron hacia la entrada de la puerta para retener al espectro. Fue en vano. Al girar sobre mí mismo vi algo que me hizo marear del terror. Mi hija estaba agarrada de la mano del esqueleto con caperuza negra. —No te puedes esconder de mí —repuso la muerte. —Suelta a mi hija. Por favor, es solo un bebé... por favor. —En sus cortos dos años tomó mejores decisiones que el resto de tu familia —dijo encendiendo las cuencas de sus ojos—. Ahórrate una muerte dolorosa y acompáñanos. —¡Papi! —susurró la niña—, vamos con mamá. No lo pude soportar. Me arrodillé y sostuve mi frente para taparme las lágrimas ante mi hija. Ella había visto como perdía a su madre y ahora estaba pidiéndome ir por ella; debe estar confundida. Al levantarme estaban en frente mío. Ambos me observaban con la cabeza mirando hacia abajo, sentenciándome. —Te advertí que tu muerte sería dolorosa —gruñó la muerte—. ¡Ahora sentirás la agonía! La muerte me señaló y un dolor intenso me invadió. —¡Nooo! —grité cerrando los ojos. Me levanté cubriéndome la vista con las palmas de mis manos. Luego, de a poco abrí los ojos con mucho miedo y abrí mis dedos, observé que la muerte ya no estaba ahí. Solo estaba mi Lucy, parada igual que antes pero sus ma73
nos ya no sostenían al “emisario”. Su mirada era distinta pero su belleza seguía marcando los límites de mi amor por ella. Sonriendo, alcé la mano para correr el cabello que caía en su rostro. Ella respiro muy fuerte y cayó hacia atrás. En el instante que la toque, ella se desvaneció. Murió sin cerrar sus ojitos. Al igual que el resto de mi familia, sin mirar nada. Corrí para abrazarla, llorando sin poder entender nada, pero ya era tarde. Estaba solo. La muerte me había maldecido. ***** Hoy, luego de cuarenta años, me di cuenta que debí hacerle caso a la muerte. Posiblemente estaría rodeado de mi gente, de mis amores… mejor que ahora. El manicomio del pueblo me abrazó con sus paredes acolchadas durante todos estos largos años, y mis intentos de suicidios siempre salieron a favor de la vida. El castigo por sublevarme ante la parca me seguirá hasta el día de mi muerte. ¡Qué paradoja!
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TERAPIA DE SHOCKS
Eurídice Azucena Aparicio Vázquez “Oh Laine, mi amor, debes entender que esto ya no es normal, tu salud de verdad está en peligro,” Dijo Alan medio despeinado y tratando de no terminar su cigarrillo tan rápido pues sabía que intentar dialogar con Laine acerca de su fobia era muy complicado. “Es que tú simplemente no entiendes, para ti es fácil caminar sin ver y pensar que todo a tu alrededor debe de ser como sólo tú lo entiendes. Pues deja te informo que es una mentira” Respondió Laine, mientras se servía una taza de café cargado y arrastraba los pies hacia la sala sin ánimo alguno de seguir la plática. “Ya te he dicho que intentes algo más, tú crees que la vida para mí es muy sencilla teniéndote así” Y después de recapacitar en que quizá Laine tomaría eso de una muy mala manera, Alan continuó “Mi amor, me preocupas mucho y sólo quiero que estemos bien. Si lo que buscamos es poder vivir juntos y tranquilos creo que debes hacer algo...” Alan notó que no tendría respuesta pues Laine ni siquiera lo miraba “Tengo trabajo que hacer” Laine lo miró sin decir nada mientras él se levantaba del sillón, tomó su chaqueta y apagó su cigarro. Alan se acercó a Laine y le besó la frente, la abrazó por un momento y salió del departamento. Pobre Laine, al parecer nadie podía ayudarla… Al siguiente día, Laine se preparó temprano para ir trabajar. Ella adoraba las mañanas llenas de luz, a pesar de que no había pegado un ojo por la noche se alegraba cuando veía salir el sol, radiante y lleno de alegría. Sin embargo, su vida comenzaba a verse afectada por su manera de llevarla. Estaba perdiendo mucho peso y su salud se desvanecía poco a poco y, para ser una muchacha de 25 años, parecía de más de 30. Mientras Laine caminaba rumbo a su trabajo, sintió un leve mareo que fue aumentado cada vez más y más. A ella le preocupaba quedarse inconsciente, eso era algo 75
inaceptable para ella. Mientras luchaba por caminar se iba estampando contra las paredes y con su vista nublada veía que la gente a su alrededor parecía asustada, un muchacho se le acerco, pero ella, ya viendo cada vez más y más obscuro, se figuro que aquella persona era un ser abominable y deforme. Laine trato de correr lo más rápido que pudo para poder esconderse pero era demasiado tarde, pues unos segundos después había caído inconsciente. Dentro de su inconsciencia Laine se vía corriendo hacia una puerta que emanaba luz mientras todo a su alrededor era pura oscuridad. Laine corría y mientras más se iba acercando escuchó una voz “¡Laine, Laine, Laine! Al llegar a la puerta, Laine despertó. Ella estaba recostada en el suelo y lo que antes había parecido ser un monstruo, nuevamente tomaba forma de ser humano. La gente que la rodeaba la ayudo a levantarse mientras preguntaban si se encontraba bien, ella asintió mientras sacudía su suéter, fue cuando su mano se adentro a la bolsa derecha del mismo y sintió una tarjeta, la saco y se dio cuenta de que ésta no le pertenecía. “Terapia integral, te ayudamos con tus fobias, somos especialistas”. Laine pensó que ésta era una gran oportunidad para hacer las cosas bien, “Quizá es un mensaje del cielo” se dijo esperanzada y al ver que el lugar no quedaba nada lejos de donde se encontraba, decidió eludir el trabajo sólo por ese día, pues ya mucho se había atemorizado con ese mareo y era verdad, amaba a Alan y no quería perderlo. No caminó mucho cuando por fin se topo con el lugar. Una casa de piedra que parecía ser muy vieja, color café y con humedad por fuera, al lado de la puerta de madera había una placa que decía “Nos especializamos en fobias, no temas y entra”. Laine entró con un poco de temor pues no era nada fácil para ella poder afrontar la fobia que ya había empezado a ganar terreno. “Buenos día” Dijo un hombre de avanzada edad, un poco encorvado, con una larga barba blanca y sosteniéndose con la ayuda de un bastón de madera bastante macizo. “Buen día” Respondió Laine con una voz ya un tan76
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to entrecortada por el miedo “Estoy aquí para hacer una cita” El hombre anciano rodeó a Laine y comentó que él era el psicólogo y que lamentaba que no pudiera atenderla su asistente pero se había tomado el día libre, también comentó que justo en ese momento habían cancelado una cita y que por lo tanto la podía atender en el momento “No le cobraré por ésta vez” dijo el anciano mientras la señalaba con su bastón. Laine aceptó pues él anciano le parecía un hombre de temer. Pasaron a un cuatro que tenía dos grandes ventanas. El anciano le hizo la seña de que se recostara sobre el diván, él arrastró una silla y la puso casi en frente de la cabeza de Laine. Y dime jovencita, ¿Cuál es tu fobia?” Preguntó mientras sacaba un pequeño cuaderno de la bolsa de su saco. “La oscuridad” respondió ella, “Cuando no hay luz siento que…” “No hables más” Interrumpió el hombre, “Con eso es suficiente. Ahora sentirás un poco de cansancio, pero no le des importancia, este cuarto es muy acogedor. ¿Cuál es tu nombre?” Laine intento recordar su nombre pero de pronto comenzó a sentir que los ojos se le cerraban, trato de levantarse pero sentía mucha pesadez en su cuerpo, lo único que pudo hacer fue girar la cabeza “¡Qué horror!” pensó, pues el hombre no parecía más un hombre, era un anciano decrepito con una leve sonrisa y ojos que parecían brotar por toda su piel. De pronto Laine se encontró de nuevo en el cuarto obscuro, llorando y temblando comenzó a correr hacia la puerta que emanaba la luz, repentinamente de entre la obscuridad parecían salir manos con garras muy largas y una de ellas alcanzo a arrebatarle su suéter. Todo esto le parecía muy real, lo que le provoco aún más desesperación, Laine siguió corriendo esperanzada a que pronto alcanzaría la puerta y la pesadilla terminaría mientras las garras seguían rasgando hasta su piel. Casi llegando a la puerta de nuevo se comenzó a escuchar una voz “¡Laine, Laine, Laine!” “Ya voy, ya casi estoy ahí” Respondió Laine con la voz cortada por tanto llanto “No, Laine, ahora tú miedo me alimenta, y hasta 77
que no dejes de temer, ahí permanecerás, después… Morirás” Laine trato de alcanzar la puerta con su mano pero cuando ya le falta muy poco una de las garras alcanzo a tomarla del tobillo y mientras iba siendo arrastrada a la inmensidad de la oscuridad la puerta se iba cerrando lentamente hasta que quedo totalmente impenetrable.
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LA SOMBRA Gabino G. Ocampo
Ese día María se levantó tarde. Sus hijos ya habían desayunado y estaban listos para irse a la escuela. La hija mayor, Lucy, tenía 13 años y ya estaba acostumbrada a estos hechos. María se levantó con una sombra por detrás. Era como si una nube oscura la siguiera a donde fuera. “Perdón, se me pasó el tiempo”. “No se preocupe, amá. Los niños ya están listos”. Lucy podía ver la tristeza que llevaba su madre. Desde unos años atrás María había estado empeorando. Cada día tenía menos ganas de hacer los quehaceres. Las cosas frecuentemente se le olvidaban. Siempre estaba distraída. Era como si algo o alguien la estuviera jalando a otra realidad. María luchaba por quedarse, cuidar a sus hijos, tener una vida normal pero la sombra no la dejaba. Se había convertido en su compañera fiel y celosa. Sólo ella la podía ver o sentir, pero cada día formaba una parte más grande e importante de su vida. Lucy y sus hermanos se fueron a la escuela. María se quedó sentada en la mesa de la cocina. Su mente estaba en blanco; no podía ni pensar. Una tristeza tan fuerte la tomó desprevenida. Su compañera quería más de ella, pero María peleaba. Se levantó y tomó una manzana y un cuchillo. Lentamente comenzó a cortar en pedazos la manzana y se los comía. El sabor ácido de la manzana le traía recuerdos de su infancia y juventud: recuerdos de cuando sus papás vivían, de cuando la mandaban a la casa de su tía Perla y se iban a nadar al lago, de cuando Pepe, su esposo, aún vivía y la abrazaba y le susurraba al oído. La muerte de su esposo había sido triste e inesperada y María no había podido superarla aún. Ahora ahí estaba ella sola y la manzana, aunque le traía muy bonitos recuerdos, la hizo llorar amargamente. Lloró por su pasado, por sus hijos, por la injusticia, por desesperación. 79
El tiempo pasaba. María seguía sumergida en sus propios recuerdos. La hora de recoger a sus hijos estaba cerca pero ella no tenía ánimos ni de levantarse. Su amiga, compañera, la detenía con sus recuerdos; pedía su atención. Los niños llegaron. Pidieron comida. María había olvidado cocinar. Lucy viendo la situación y a sus hermanos, tomó 15 pesos de la bolsa de su mamá y salió a la tortillería. Al regresar, Lucy se dio cuenta que su mamá ya no estaba. “¿Dónde está mama?” le pregunto a su hermano. “No sé”. “¿Mario?” “Se salió”. “¿A dónde?” “Pues no sé”. Lucy asustada salió corriendo. Una vez en la calle volteó para todos lados pero no miró a su madre. Le preguntó a la vecina, pero ésta tampoco sabía nada. Las lágrimas le comenzaron a correr por las mejillas. La frustración le ganaba. Mientras tanto, María iba hacia el río. Su compañera la llevaba de la mano, la guiaba. María no tenía fuerzas, las había perdido hace tiempo. Una vez que llegó al río se subió al puente. Su compañera la miraba a lo lejos, pero, aun así, la alentaba a seguir adelante. María se paró en el medio del puente. El río estaba seco y el fondo estaba cubierto de rocas puntiagudas. Ella se paró sobre el barandal y se mecía con el viento. Su compañera se había escondido en la oscuridad, pero, aun así, su sonrisa era visible. María ya no estaba ahí. Su compañera había conseguido lo que quería y su espíritu había escapado antes de subir al puente. Su compañera le señalaba el rio y la invitaba al viaje a la oscuridad. El sol avergonzado de la situación y no queriendo ser cómplice, se escondió en el horizonte. Cuando los últimos rayos iluminaron la espalda de María, ésta caminó hacia la noche. 80
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LA PREOCUPACIÓN DE CHRISTOPHER PEDRO, EL COSMONAUTA Gustavo de Paredes
Eres Christopher Pedro L. Salas (How nice and original name) y eres cosmonauta de la NASA, de origen mexicano, nacido en Chicago, Illinois (Cool!). Tu padre es oriundo de Erongarícuaro, Michoacán, y tu madre, de Zacualpan de Amilpas, Morelos (What the fuck?). Décadas atrás, ambos ingresaron como “indocumentados” a la Unión Americana (US government calls’em “ilegal aliens”) y, luego de un tiempo, gracias a la reforma migratoria de la administración Reagan, obtuvieron la plena ciudadanía (Thank God!). En fin, como formas parte de la tripulación del vehículo espacial Bradbury I, que orbitará a Marte durante una semana, el primer mandatario de los Estados Unidos te habla vía Skype (Thank you, Mr. President!) y asegura que eres un representante digno de la comunidad mexicoamericana y un ejemplo para la juventud, siempre dispuesta a emular a sus héroes (Thank’s again, Mr. President. I really appreciate your kind words). Horas más tarde, desde Ciudad Juárez, México, el jefe del Poder Ejecutivo de ese país, conocedor de tus raíces, te llama por teléfono y, en nombre de todos los connacionales, te extiende una atenta felicitación, afirma que eres un baluarte para la nación, hace votos para que tengas éxito en el espacio y te invita a la casa presidencial, cuando regreses del viaje, para que dictes una conferencia a la cual asistirán hombres de ciencia y los mejores alumnos del país, a nivel primaria y secundaria (Jesus Christ,is this guy campaigning!?). El reporte climático, previo al lanzamiento, programado para las 9 a.m., GMT, indica que el cielo estará despejado y que las condiciones de humedad son relativas (Nothing to worry about). Aunque todo parece estar en orden, te preocupa que en algún momento del viaje aparezcan las maléficas niñas (The Little Red Riding Hood, The Little Mairmaid, Gretel, 81
Alice, from Wonderland and Dorothy Gale, from OZ — those fucking bitches!), que amenazan con matarte. Tú consideras que sus negras intenciones radican en que, cuando eras apenas un párvulo, trataste muy mal a unas compañeritas de escuela que llegaron al salón con libros para iluminar y paquetes nuevos de colores, que se negaron a compartir contigo. También llevaron muñecas, reproducciones muy bien hechas, de cada una de esas icónicas niñas de la literatura y del cine, que tampoco te dejaron tocar (I wanted to have them so badly). Frustrado, estallaste (You’ll see stupid assholes!). De un zarpazo y sin misericordia estropeaste las pertenencias de tus compañeritas, a quienes asustaste e hiciste llorar. Fue un incidente grave, pues la directora te suspendió durante quince días y tus maestros te sacaron del cuadro de honor el resto de año escolar, aun cuando eras el alumno más aventajado en todo el plantel (Go to hell you all mother fuckers!). De pronto el sombrío quinteto de personajes femeninos al cual maltrataste de tan mala manera comenzó a aparecer en tus sueños, con intermitencias. Te hablaban al oído en tono áspero, oscuro, amenazador (You’d better take care, fucking bastard. We’ll take revenge). Luego, algo te sucedía como resultado de su malintencionada acción: golpes que hacían nacer en tu piel hematomas negros y enormes, resbalones que te causaban esguinces dolorosos, cortes profundos que inevitablemente requerían atención médica. Comprendiste la gravedad de la situación (Damn it!). Alguna vez, mientras tomabas un trago en un bar de Tijuana, conociste a un chico (You really loved him), que resultó ser tu primo Cutberto (Oh, Fuck!), hijo de tu tío Saturnino, a quien conocías por fotografías y pláticas de tus padres. Apaciguaste las ganas de tener algo más que amistad con él y le pediste que te visitara en California, donde lo esperarías con tu familia. Él aceptó gustoso, aunque esa cita jamás se concretó porque al salir del lugar fueron atacados de manera salvaje por tus enemigas, cuy82
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os rostros tenebrosos sólo tú viste (How dare you fucking whores!). Pese a las graves lesiones que sufrieron, ni Cutberto ni tú levantaron cargos. Él porque temía ser fichado —por esas fechas se incorporó a un acerbo cártel de drogas en calidad de sicario, información que guardaba con hermetismo, reticente a compartirla contigo—, y tú, por razones obvias: ¿Quién iba a creer tu versión? (Oh, what a nightmare!). Las agresiones continúan repitiéndose de forma recurrente, dañando tu círculo más íntimo. Lo peor es que tan malignas presencias han jurado no detenerse hasta eliminarte. Por eso, ahora que te aprestas a cumplir la misión de tu vida (Mars home) y que vuelves la vista de un lado a otro y miras a tus colegas (you are in love with Mr. Kazuo Tanaka, Ph.D. in Organic Chemistry) que, entre inquietos y ansiosos, esperan el momento del despegue, te preguntas si debiste advertirlos de que no es en el negro espacio interestelar donde podrían encontrar los mayores obstáculos para llevar a buen puerto el proyecto espacial (Holy Shit!), sino en esas protagonistas de cuentos que han encantado al mundo durante décadas, pero que a ti, malvadas y lúgubres, te hacen la vida imposible sólo porque cuando eras niño te pusiste celoso porque tus envidiosas compañeritas no te dejaron jugar con ellas (God bless us all).
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LAS PUERTAS ABIERTAS DE LA OSCURIDAD Héctor Núñez Martínez
Pero yo encontré un lugar secreto, profundo en la tierra, y me escondí de la luz del sol. Dentro de la tierra dormí hasta que la luz del mundo se escondió tras la montaña de la noche. El libro de Nod
“Todo nos fue revelado, finalmente una cadena de acontecimientos fortuitos liberó a las almas de su eterno cautiverio. Las cuales, desde tiempos inmemoriales, fueron arrojadas en lo más profundo de la tierra. Nadie se presentó para juzgarlas como lo relatan las escrituras. Por lo que ellas, junto con sus demonios, caminaron con nosotros como en un principio, cuando todo era oscuridad”. En toda la ciudad escuchamos el llanto de las almas que, bajo el influjo de una luna diminuta, gimen enloquecidas. Expulsan maldiciones con agónico dolor. Millares de personas, incapaces, no soportaron el estridente eco rebotando en la oscuridad, entonces con la conciencia enloquecida van y estrellan sus cuerpos contra las paredes. En las calles convulsionan las notas agudas de los gritos y las manchas rojas, blancas y sucias de los suicidas. El caos producido por los muertos enloquece a los vivos. Repugnantes almas emergen de las paredes con la confusión propia del amnésico. Conservan las llagas del látigo sobre su espalda. Algunos demonios levantan el vuelo, otros se mezclan entre la multitud, pero eso no les impide arrancar pedazos de piel a las personas más cercanas. Es difícil no gozar del eterno sufrimiento. Por lo que millones de diablos, al estar libre de las cámaras tenebrosas, blasfeman contra un Creador abrumado y temeroso. 84
VIAJE A LA OSCURIDAD
Abrimos las puertas de la ciudad doliente y secamos el cauce del río que la resguardaba. Ciertos lugares deberían estar siempre prohibidos, así como también cerrados los parajes ocultos. Pero invocamos a las criaturas más extrañas y demenciales que existen en las profundidades de los abismos. «Dante conoció la ubicación correcta y los encantamientos mágicos. En los versos del Infierno, cada endecasílabo contiene las claves para traspasar hacia el mundo oscuro». En este lugar, dentro de las tinieblas, gobierna Caín junto a Lilith mostrando una resplandeciente belleza inmortal. En nuestra búsqueda de la oscuridad primigenia, llegamos a la frontera inmutable del ocultismo y de la brujería. No viajamos grandes distancias porque ese lugar secreto nos encontró primero. Dentro de las grandes ciudades —aquellas que están construidas encima de culturas ancestrales— quedan los vestigios adornando las fachadas. ¡Pobres ingenuos, utilizaron los materiales de antiguos templos. Cubrieron las entradas pero éstas no pueden clausurarse con simples piedras! Solamente seguimos las pistas dejadas en cada esquina, los antiguos bloques están soportando el peso de los modernos edificios, pero los desgastados glifos nos muestran el camino. Los antiguos temían a la noche y la conjuraban al llegar el ocaso. Los sacerdotes alimentaban el cauce del rio con la sangre sacrificada. Así mantenían cerradas las infranqueables, hasta entonces, barreras del inframundo. «La gente condenada resguarda estas puertas. Vacía tus ojos de las cuencas y las podrás ver». La última inscripción la encontramos en aquel vetusto edificio de la calle de Donceles, detrás de un desvencijado portón. Una vez dentro, caminamos ciegos y mudos por extraños círculos, guiados por las manos temblorosas de Beatriz, Virgilio, Magdalena y Jesús. En la penumbra sentimos el roce de las manos y los siseos de los muertos. No hicimos caso a las advertencias y en nuestro descuido dejamos las puertas abiertas para que escapara la oscuridad. 85
LUZ
Hilda Cárdenas Amezquita —Ya no quiero hablar de eso, no sé por qué me hacen que cuente la misma historia tantas veces, ya se la saben, ya se las dije… ¡Ya déjenme en paz! —Tiene que hacerlo señora, es para su bienestar, los que estamos aquí queremos ayudarla. —...no sé si todo ya había empezado desde antes y no me había dado cuenta. Raúl salió a lavar el auto y dejó su teléfono dentro de la casa, sonó y contesté, una voz femenina le decía que lo extrañaba y yo, muda de la impresión, estrellé el aparato contra la pared. Salí corriendo y reclamándole; insultando y golpeándolo, no recuerdo qué me dijo entre empujones, juntó algo de ropa en una mochila y se fue. Ese domingo me la pasé llorando en sueños, después de tomarme una doble dosis de pastillas. Recuerdo que desperté el lunes por la tarde, el silencio de la casa me daba taquicardia y no podía más que gritar; eso me tranquilizaba. Volví a la cama y aumenté la dosis de pastillas. No sé cuántos días pasaron así. Después de varias semanas, ella solo me veía desde la puerta, tal vez pensaba que no me daba cuenta de que me espiaba. Muchas veces me desperté y ella me vigilaba, como una sombra luminosa; aguardando el momento cuando me levantara de la cama, aún no sé para qué. Por las noches podía sentir una tranquilidad que recorría mi cuerpo, ya no era necesario gritar. La ausencia de luz me quitaba el dolor de cabeza y empecé a poner cobijas en las ventanas, para poder sentirme desahogada cuando salía el sol. También quité los focos y desconecté lo que pude, pero ella conectaba todo cada que podía. Ella traía consigo el ruido, el recuerdo y la comezón en el cuerpo. Mis brazos estaban llenos de ronchas y mis ojos, volcanes de lágrimas ardientes siempre en erupción… Y ella siempre observando desde lejos, despertándome con sus sonidos de alma en pena. No me iba a asustar. Quería olvidarme de ella… ¿Por qué no se fue con 86
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Raúl? Deseé que desapareciera, recé para que eso pasara, muchas veces; sentía que me tenía amarrada, que no me dejaba estar en paz, la maldije, la insulté y la eché mi casa, pero ella no se iba. Mi frustración iba aumentando día con día, por las mañanas sentía como ella se robaba mi aire, como si quisiera mi alma. Venía a los pies de mi cama y traía su claridad que me lastimaba los ojos, quería dejarme ciega. Sentía tanta ansiedad por creer que no podía hacer nada, que el cabello se me comenzó a caer y me mordía las uñas. Me costaba mucho trabajo ponerme de pie, cada vez más trabajo. Necesitaba silencio y oscuridad para poder descansar… ¡Ella no quería verme descansar! Esa cosa se llevaba mi aire, quería alumbrar la casa, planeaba quemarlo todo con esa claridad… —Señora ¿Por qué razón ahorco a su hija Luz Elena? —Porque quería la tranquilidad que la oscuridad me daba.
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FASCINACIÓN
Iliana Hernández Partida La recamarista tocó mi puerta y me entregó un papel doblado en cuatro, al notarme adormilada y con impaciencia, me abrió el puño y puso en mi mano “una carta del huésped de la habitación 530” (me quedé pensando cómo es que había un 530 cuando el hotel parecía tan pequeño a simple vista) Cerré la puerta, volví al silencio y a la penumbra, a pesar del mediodía y el calor infernal de un verano equivocado; un día sentado sobre un caldero, trastornándolo todo: como recibir una carta en un lugar donde no conocía a nadie. El papel un poco blando por la humedad y por cierto aire de alma en pena que le escurría decía: “Mi pierna pica, me da comezón y ha empezado a entristecerse. Mi pierna falta de encanto, abrigada de más, como una monja puritana que se echa el velo sobre el rostro demacrado, tan hinchado para llenarse la boca de dedos, de este mi pie izquierdo que se queja de clavos, la barra de metal que le parte la lengua con que he de gritar por más pastillas y mientras tanto; sigue la mente tramando, queriendo derrumbarse al sueño para que pase la semana gruñendo por la hora en que a mi pierna, por fin se le inaugure el caminar sobre fango o arena, si es que alguien me preguntara dónde ha de dar su primer paso. Uno no planea nunca quedarse en cama por días y días que se funden en uno solo, se busca entretener a la mente, al dolor de nalgas y espalda. Uno puede escribir siempre de todo lo que recuerda y mentirse así mismo con el color que nunca tuvieron los hechos, puede ser un infierno estar tirado en cama o se le puede ver como una segunda oportunidad, para de una buena maldita vez, abrir los ojos a la vida que ya se está yendo. Mi pierna que debiera llevarme a tantos lugares en compañía de su par se niega. Está ahí toda dolorida, inútil para el trabajo, apenas me levanto a orinar y se hincha re88
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tacada de una sangre oscura que me la hace más pesada y punzante. Un saco de piedras que me hace arrastrarme de nueva cuenta a la cama, a no querer despertar hasta que esté sana. Pero la infección no cedió. La cortaron para evitar el desvarío, para torcerme el destino”. Doblé el papel, todavía confundida por esas letras inesperadas y me fumé un cigarro afuera de mi habitación, estaba en el cuarto piso y mi vista se estrellaba contra una piscina, luego vi el cráneo brilloso de un hombre sentado a la orilla, su cuerpo delgado de algunos cuarenta y tantos se escurría después de haber nadado y ahora se freía bajo un sol embravecido, su cuerpo tira de piel seca con solo una pierna jugosa que estiraba untándose bloqueador, sus venas resaltaban azuladas, los dedos de su único pie eran champiñones de una carnosidad animada, latentes. Lo que debía ser la otra pierna era un muñón, un tronco chato de carne que el hombre comenzó a acariciar con fuerza, la cubría con aceite que goteaba hasta su entrepierna, se sobó las anchas costuras de la corta extremidad hasta la fricción. Me estremecí agobiada deseando tocar y besar ese pedazo de muslo, al voltear mi rostro hacia el lado contrario, vi que la recamarista me estaba observando muy de cerca, “ese es el que le mandó el papel” me dijo, luego se fue agitando en el aire su trapeador como cetro de un país extraño. El hombre alcanzó sus muletas y se perdió bajo el techo del último piso. Agitada, regresé a mi habitación y pedí a la recepcionista que me comunicara a la habitación 530. La voz del hombre ordenó que usara mis muletas para llegar a su habitación, el pasillo era muy angosto para mi silla de ruedas. Obedecí porque ya tenía mi mente puesta en ese muñón que habría de cruzarse con el mío, tal vez dos piernas completas serían suficientes para completarse en uno. Hacía calor ese día, mi cuerpo lo exigía.
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LA VIRGEN DE HIERRO
Iran Francisco Vázquez Hernández La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez… Bioy Casares
El texto, modificado para la mejor comprensión del lector, dice así: «…mi nombre es Javier Montalvo. No soy originario de aquí, como ya lo habrá notado la mayoría de ustedes en las últimas treinta y seis horas en que piso este suelo. No, tampoco soy de Castilla, aunque me hubiese gustado ser de aquellas tierras, no de Castilla precisamente, más bien de Andalucía, sea Málaga o Granada. Sé que es difícil explicar la manera en cómo llegué hasta aquí; mi vestimenta, mi modo de hablar, mis ideas, mis hábitos, los han de desconcertar en demasía, Mis Señores, yo mismo me perturbaría si algún día me tocara vivir una experiencia similar. Aunque, si les sirve de algo, tal vez como dato anexo, déjenme decirles que tampoco es fácil para mí esta vivencia, era algo que no tenía planeado cuando me subí al avión. Lo sé, lo sé, ustedes no entienden nada de aviones, ni mucho menos de tecnología nuclear, ni de los colisionadores de hadrones, ni de los agujeros de gusano; no se asusten, Señores Míos, tampoco sé mucho al respecto sobre esos temas, así que no podré darles una explicación objetiva, todos son términos que simplemente se dicen en la televisión o en algún programa de ciencia y que, más que ciencia formal, desembocan en el terreno de la ficción. ¡Pero qué estoy diciendo! Aquí voy de nuevo, siempre desvarío sin darme cuenta y me adentro en temas que no manejo con suficiente pericia. Me disculparán ustedes. Además, por sus rostros, sé que los he confundido ya bastante, así que voy a tratar de no desviarme del tema principal. No piensen mal de mí, Señores Míos. Soy una persona honrada y respetuosa de las leyes; y sí, ahora les respondo 90
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afirmativamente la pregunta que me hicieron al inicio: soy católico, apostólico y romano, creo en la Santísima Trinidad y en el Poder Soberano del Santo Pontífice. Jamás he cometido pecado alguno, y si pecado es decir la verdad, entonces soy culpable en esa materia, porque siempre me he caracterizado de ser una persona franca y directa. Espero que sepan apreciar ese detalle y lo asiente a mi favor en las actas que levanta el Secretario. Soy un hombre de la ley; no como ustedes, Mis Señores, porque la legislación que manejo es la secular, es decir, la que deriva del arbitrio humano, no la de Dios como la que aducen ustedes en estos momentos, aunque, como les he dicho, soy católico y trato de someterme con suficiente fidelidad y rigor a los Diez Mandamientos de Moisés. A mis hijos les he inculcado esa educación religiosa. Y mi esposa, ni se diga, me acompaña cada domingo a la Sagrada Misa. Por cierto, en estos momentos debe estar angustiada a causa de mi repentina ausencia. Se supone que debería estar en Michoacán y no aquí, y si habló al hotel ya le han habrán comentado que ni si quiera llegué a dormir. No es fácil pensar que una persona desaparezca así como así. Qué difícil será para ella. Habrá de creer que me secuestraron, en el mejor de los casos, o si no, que me fugué con alguna mujer, en el peor. Pobre de ella. Y de mis hijos también: no saben que no regresaré jamás con ellos. ¿Se imaginarán que mi avión se desvió hacia otra ruta? ¡Cómo se lo van imaginar! Mi boleto decía claramente: “Michoacán”. Seguramente ya avisaron a la policía y deben estar buscándome como locos, pero su búsqueda será infructuosa, no hallarán mi cuerpo por ninguna parte del país, y eso que irrevocablemente moriré en él. Si me lo permiten Ustedes, Mis Señores, debo decirles, a manera de halago, que ese aparato, ¿cómo le llaman?, ah ya, “Virgen de Hierro”, es altamente efectivo en su funcionamiento, miren nada más cómo dejó a mi cuerpo, lesionado, amoratado, ecce homo, qué tunda me han proporcionado sus verdugos, Mis Señores; debo reconocer que 91
en el arte de extraer confesiones falsas son unos expertos. Discúlpenme. Me duele la cabeza, tengo hambre y creo que me estoy desangrando. Por eso hablo tan disperso y ya ni siquiera recuerdo la pregunta que me han hecho al llegar aquí. Ah sí, hago memoria: quieren que les vuelva a relatar las circunstancias y el modo en cómo es que llegué a este lugar, ¿���������������������������������������������������� ����������������������������������������������������� es verdad?, relato que, si no les molesta la aclaración, he contado ya más de diez veces sin provocar la mínima fe en ustedes de que estoy diciendo la verdad. Lo haré nuevamente con la mejor de las intenciones, pero rogándoles, por favor, que en esta ocasión le den crédito a lo que estoy diciendo. Pues bien, he aquí nuevamente la manera como llegué a este lugar. Tome nota, Señor Secretario de este Alto Tribunal. Subí al avión a las siete de la mañana en el aeropuerto de la Ciudad de México. Me dirigía a la Ciudad de Morelia, Michoacán. La razón: un asunto profesional que está por demás mencionar aquí. El vuelo transcurrió normal hasta las siete y media. Fue cuando sucedió aquel extraño hecho que modificaría el trayecto de todos los que ahí viajábamos. Nos encontrábamos en pleno recorrido cuando una nube oscura apareció sorpresivamente en nuestro trayecto. Todos los pasajeros nos asustamos sobremanera ante la presencia de aquella masa informe y lóbrega. El capitán no logró virar a tiempo y se adentró en ella de manera inevitable. Ahí fue cuando sucedió todo. Las luces se apagaron. Se desprendieron del techo las bolsas de oxígeno. Un viento frío recorrió el pasillo y caló nuestros huesos. Después, se hizo el silencio. Vi a gente accionar un grito de miedo pero no logré escuchar sus voces. Una mujer se arrastró hacia mí para abrazarme. Le correspondí. Un anciano se tiró al suelo y comenzó a persignarse repetidas veces. Los sobrecargos corrían hacia todos lados tratando de mantener la calma entre los pasajeros. Era inútil. Viré hacia mi ventana y observé la mancha negra y voraz que colmaba a todo el avión. Es92
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taba suspendido en el aire. De pronto, de manera repentina, un resplandor incursionó en el interior del avión y nos cegó. Vino el desmayo. La calma. Luego aparecí aquí, entre ustedes, en la plaza pública y un puñado de gente me veía sorprendida, como si hubiesen visto a un ángel que se cayó del cielo. O al demonio. No sé. Ustedes dirán. Luego me aprisionaron los guardias de la Corona y se hizo la acusación formal. Lo demás, ya lo saben ustedes. Ésa es mi versión de los hechos, Mis Señores, no he modificado nada desde la primera vez que la conté. No tengo por qué mentir, y menos ahora, que me han orecido la última oportunidad de ser escuchado. Juro que es verdad, y espero un último acto de fe de su parte, por obra y gracia de Dios, que los escucha y al cual representan dignamente, ¡créanme!, ¡se los suplico, mis Señores!, ¡No quiero ir a la hoguera! ¡Por favor, no soy un hereje!… »1
1 Consúltese el Archivo General de la Nación, Sección XXVIII: «Asuntos Especiales de la Nueva España», Tomo III, «Tribunal del Santo Oficio / Juicios Secretos», Estante No. 13, p. 236, Palacio de Lecumberi. Acceso restringido.
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DESCANSO DIVINO Ivan Xavier Loeza Morales
Desde los bordes del universo una bruma negruzca empezó a manar hacia el interior, aniquilando todo lo que alguna vez había existido. La sombra avanzaba rápidamente, cubriendo todos los cuerpos celestes como si fuera un manto interminable. Las tinieblas devoraron la primera galaxia, los planetas y las estrellas se perdían en las fauces de aquella penumbra infinita. Las nebulosas alcanzadas por la oscuridad explosionaron, lanzando sus elementos al gélido vacío, difuminándose en la profundidad del cosmos. Los soles sobrevivientes deambulaban perdidos por el espacio sombrío, atenuando su intensidad hasta extinguirse por completo y morir. La realidad desaparecía lentamente. La negrura, en su trayecto de destrucción se topó con a la Vía Láctea, sofocándola y engulléndola. Hasta que llegó a un insignificante sistema solar. En un pequeño planeta azul el cielo se apagó. Mientras sus habitantes corrían aterrorizados y se refugiaban en sus hogares con sus familias humanas. El Juicio Final por fin había llegado. Las calles se volvieron maniáticos ríos de gente que intentaban escapar de un desenlace inevitable. El fuego en los hogares era la única sensación cálida en esos momentos. El oxígeno en las ciudades fue remplazado por agonía. Un segundo después no había nada más que silencio. La sombra los tragó alojándolos en sus entrañas. Posteriormente, la niebla avanzó imperturbable. Al llegar al centro, todo rastro de vida existente había desaparecido del universo moribundo, dejando tras de sí una oscuridad perpetua. De pronto, una luz incontenible entró por dos rendijas gigantes que emergían y agrietaban la cúpula universal alumbrando el espacio vacío. Eran los ojos del Creador que se abrían. Dios había despertado de un sueño muy extraño. 94
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DESOLLADO
Javier Baeza Valdenegro La criatura tomó mi pierna con fuerza y me arrastró por el suelo. El miedo me impulsó a dar golpes desesperados para liberarme, pero conseguí su enfado y tenté a que sus garras atravesaran mi carne, convirtiéndome en un campaneo de huesos. -¡Déjame! ¡Por favor!- gritaba ensordeciendo ecos, viendo cómo un aire lóbrego envolvía mi cuerpo contra la tierra seca, entre los bufidos de mi captor y resignado a merced de algo que extrañamente no me parecía un monstruo. En un momento que no puedo recordar, perdí el conocimiento. Al despertar estaba en un campo negro de caléndulas afiladas. Me levanté entre ráfagas de viento que a cada golpe desollaban mi piel. A algunos metros la oí sollozando y sin saber por qué, fui cojeando en su dirección, casi sin poder avanzar. Logré llegar a ella, y ante mí, vi perplejo cómo la criatura se transformaba lentamente en el niño que maté.
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TIERRA DE PANTEÓN José Carlos Ruiz Primer Acto (Sube el telón. Aplausos. Escenario oscuro, envuelto en bruma. Un ventilador barre la nube de hielo seco y se revelan dos siluetas de pie, inmóviles sobre el escenario, el cual simula el interior de una cripta antigua. Sutil, al fondo, suena Thriller interpretada por Michael Jackson). Ánima 2: Estás muy demacrada. Ánima 1: ¿Ah, sí?, ����������������������������������������� tú también tienes lo tuyo, desde luego no puedes verte en un espejo, estás más muerta que nunca. Ánima 2: Gracias. Ánima 1: Hoy vi dos vampiros y pasó también por acá el fantasma de Michael Jackson, al fin me convencí de que está muerto. Anda perdido, arrastra los pies, se agarra el pájaro y lanza grititos. Si le hablas, no te hace caso. Ánima 2: Yo vi a la bruja esa que te platiqué la otra noche, la que se anda robando la tierra del panteón. Ánima 1: Ah sí, se ha de andar trabajando a algún embrujado. Ánima 2: Es una rara, se queda mirando hacia donde estoy y no me quita la vista de encima. Estoy segura de que nota mi presencia, pero no me habla, sólo sonríe, enseña la dentadura amarillosa llena de huecos y suelta una risita, mientras������������������������������������� , sigue escarbando y llevándose nuestra tierra. Ánima 1: Vamos a esperarla y le metemos una corretiza. Ánima 2: Nomás acuérdate que si trae al Diablo, se nos sala la cripta. 96
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Ánima 1: Échale ánimo, Ánima. (El escenario oscurece, baja el telón, se apaga la música, aplausos).
Segundo Acto (Sube el telón. Aplausos. Se revelan dos siluetas inmóviles sobre el escenario, el cual simula la fachada de una cripta antigua al borde de una callejuela de panteón, una luna en cuarto menguante se destaca en el cielo. Sutil, muy al fondo, suena Who is it? interpretada por Bjork). Ánima 1: Ya es la hora, hay que escondernos. (Las ánimas se ocultan atrás de una lápida. Una figura encorvada se aproxima desde el fondo de la callejuela a pasos lentos y vacilantes. Es una vieja envuelta en un albornoz harapiento, cuya capucha le cubre la cabeza y le oscurece el rostro. A unos metros de las ánimas, se arrodilla y empieza a escarbar, luego saca una canasta pequeña que lleva bajo el brazo y acumula tierra dentro de ella). Ánima 2: (Susurrando) Creo que viene alguien más. (Un hombre fornido con facha de norteño se acerca por la callejuela a paso decidido y se coloca a espaldas de la vieja. La mujer sigue escarbando, parece no notarlo. El hombre porta a la espalda una AK-47, se la desmonta del hombro). Hombre: Eres la que anda embrujando al Negro, pero aquí estoy para echarte tu maleficio, a ver si tu varita mágica puede más que mi Escupidora (espera unos segundos, la vieja sigue escarbando, aunque sus hombros se estremecen cada vez más hasta emitir una carcajada). (El hombre abre fuego contra ella. Sin volverse, el cuerpo de la mujer se convulsiona con violencia al impacto de las balas, luego queda rígido y, de pronto, se transforma en una 97
parvada de cuervos que escapa graznando hacia lo alto de la noche. El hombre suspende la balacera. Está confundido y voltea hacia todas partes. Una carcajada se escucha en la lejanía. Las ánimas abandonan su escondite y se encuentran frente a frente con el hombre. Él las mira con los ojos desorbitados y las balacea, sin provocarles ningún daño; aterrado, se da la vuelta y huye a toda prisa, lanzando unos alaridos horribles). Ánima 2: Te digo que aquí anda el Diablo. (Se oscurece el escenario, baja el telón. Aplausos. Who is it? aumenta volumen, lo llena todo y sigue, sigue, sigue….).
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RUTA NOCTURNA
Juan Carlos Vázquez Jaime El autobús se llena de sombras giratorias cada vez que pasa de costado a un poste de alumbrado público. Por alguna razón las luces interiores permanecen apagadas. Ya es tarde y todos los asientos van vacíos con la excepción de tres: dos en la hilera del conductor, casi en medio. Y uno en el lado izquierdo hasta atrás a lado de las escaleras. Justo allí, va un hombre de mirada cansada, camisa blanca y portafolio en brazos. Los pasamanos vibran al rebotar las llantas contra los baches de la colonia de casas dormidas. El autobús dobla en la esquina dejando pasar luz exterior por todas sus ventanillas. Las sombras de los asientos y sus tres tripulantes se alargan y giran hasta atenuarse y desaparecer. El danzar de siluetas se va repitiendo una y otra vez con el transcurrir de la calle y sus luces. Adelante va una pareja de ancianos harapientos y hediondos, la mujer es bajita y ancha, con surcos profundísimos en la cara, pero mirada viva en sus ojos pálidos. El hombre es delgado y lleva en sus manos cadavéricas un costal rebosante de objetos inútiles. Su expresión es caída y su mirada senil. —Y ahora… qué vas a hacer Juana— dice el anciano con voz rasposa sin dejar de ver al frente. —Pos ya veremos. No falta que muchachillo salga. Ya vez que abundan. El autobús salta al pasar un tope. —Por amor al señor, Juana, si ya te acabaste a los más pequeños. Por la casa ya no queda nadie. Y a los mayorcitos no vamos a poder agarrarlos, esos son más listos, se defienden, gritan, hacen mucho ruido. —Naa!—la mujer despega la dentadura ensalivada soltando un chasquido— El otro día Doña Rafa platicaba que su hija, la más chica, la Lupita, ya estaba panzona. Solo hay que esperar el niño. 99
—Que tonterías estas diciendo mujer, ¡¿esperar?! La anciana se rasca la cabeza grisácea con unas uñas amarillentas y gruesas. Afuera no hay transeúntes, ni tráfico, ni barullo. Las calles descansan en una soledad propia de una noche ya muy avanzada. Es el último recorrido de la ruta y una tela de tinieblas mata todo lo que hasta hace unas horas estuvo vivo y agitado. —Pobrecitos. Pobrecitos gatitos, ¿Eda? Pero… Sí nos esperan Alfredo. Son bien hambreados pero sí nos esperan. El anciano mueve la cabeza en desaprobación con las manos muy apretadas sobre el costal. El autobús se detiene de pronto frente a una luz roja. Por la ventanilla derecha del viejo, en la calle se ve a un niño que acomoda unos soldaditos contra la pared y luego juega a tumbarlos con una pelotita. Su padre, en sandalias y camisa, está sentado sobre una silla plegable junto a otro hombre con un cartón de cervezas, una mesita y una baraja. Una mujer ojerosa sale por la puerta de la casa, balbucea algo con ceño fruncido y se lleva al infante colgando de un brazo. Luz verde. Los pasamanos tiemblan junto con el portafolio del hombre formal al arrancar el autobús por encima de un tope. —Juana, Dicen que hay un parquecito entre “Luis Días” y “8 De Julio”, allí podemos agarrarnos un muchachillo. —Ese lugar tá lejos, y ya ves que el camión ahora tá más caro. El anciano examina su costal de arriba a abajo. —Si vendo estas baratijas que junté… a lo mejor sale. —Si te gastas ese dinero, ¿Nosotros con qué vamos a comer? No seas tonto, mejor esperamos al chiquillo de Lupita. Dos o tres meses y ya pario. Las siluetas de los asientos vacíos y de las barras de los pasamanos, se alargan, danzan y desaparecen rápidamente al pasarse el chofer un alto a toda velocidad. —Juana, Juana, entiende — El anciano la voltea a ver como ido en sus pensamientos, —No van a esperarse dos meses, no van a esperar a que Lupe tenga al niño. 100
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Ayer en la noche, cuando salí al patio a orinar, estaban comiéndose los ladrillos, hasta le mocharon un pedazo al azulejo del baño. Apenas prendí el foco corrieron todos a meterse al aljibe seco de abajo de mi taller, ese en el que están todo el día. No tardan en darse ganas de meterse a la casa y luego a los cuartos. ¡Juana! Vamos al parque a buscar más muchachos, ya vemos de donde sacamos pal camión. Se escucha el timbre. —Aquí no hay bajada— Dice el chofer con voz monótona y grave viendo al hombre formal a través del retrovisor. El anciano se talla los ojos con las palmas. — ¿Y luego los huesos?, va a ver que echarnos otra vuelta a la laguna, que ya está rete lleno el aljibe. El hombre de camisa maldice por lo bajo con las manos sudorosas resbalándose del botón rojo. Las ojeras pesadas y las gotas sobre la frente le dan un aspecto de terrible ansiedad y miedo. No deja de volver la mirada hacia adelante una y otra vez. Mira el botón rojo, luego mira hacia allá, hacia aquellos dos bultos oscuros y viejos y luego de nuevo el botón rojo. Ya le dije que aquí no hay parada, repite el chofer. —Mañana vamos al parque— la anciana aprieta la dentadura y se rasca la pierna sobre las enaguas. —Estarán ya muertos de hambre. Pobrecitos de mis gatitos. El autobús frena a lado de una tienda de abarrotes ya cerrada con un letrero de neón rojo que parpadea. Las siluetas de los ancianos se encienden y apagan como relámpagos. La puerta trasera se abre con resignación soltando un rechinido. El hombre de camisa, baja rápidamente mientras alcanza a escuchar una última frase del viejo. —Ya te he dicho Juana que esos no son gatos.
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SOLO EN LA OSCURIDAD Julieta Divina García Dávila
Por los pasillos del frío hospital resuena el eco de las voces de los médicos: -Es un caso muy particular, Carlos, en todos mis años tratando desórdenes psíquicos jamás me topé con algo así…Los pasos se alejan de la celda de aislamiento, recubierta de un material blanco acolchado. Dentro, Ernesto se aferra a la seguridad de las luces pálidas. –No me dejen dormir, no me dejen...-Murmura mientras cae bajo el efecto de los medicamentos y se va sumergiendo en el recuerdo de su pasado, delirando.Diez años atrás, Ernesto llegó a una de las firmas de abogados más importantes del país lleno de ambición, esa hambre que se despierta entre los que han tenido siempre poco en la vida. Lo primero que hicieron fue presentarlo con todo el mundo, lo que agradeció, lo suyo no era ser “monedita de oro”. -Sofía, te presento a Ernesto, nuestro nuevo becario.-, dijo su entonces jefa a una joven de unos 18 años que se paseaba despreocupada por la oficina, desentonando con su atuendo informal entre los trajes sastre y las corbatas. -¡Hola!, yo soy Sofía.-Se extiende la delicada mano y Ernesto se mira en unos alegres ojos azul agua. Él saluda y trata de devolver la sonrisa pero logra una mala imitación, nunca ha sido el más desenvuelto con las mujeres. -Es la hija del dueño.- le comenta su jefa.En poco tiempo el becario se convierte en motivo del interés de Sofía, que se siente atraída por su aire de suficiencia y su intelecto: -No hay nadie más dedicado a este despacho que tú y él, papá.-Argumenta Sofía cada que su padre trata de tocar el tema del origen humilde de Ernesto. Un año después, están casados. Los días pasan volando mientras Sofía cultiva amistades por donde va y Ernesto se siente relegado, torpe. Después de unos meses, Sofía ingresa al hospital y Er102
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nesto se entera de su frágil salud; razón por la que su padre no se opusiera a la boda, ni a ninguno de los deseos de la muchacha: -Su corazón es muy débil, y los médicos no pueden hacer mucho más…- Le confiesa con amargura su suegro. Ernesto reprime una sonrisa. Las cosas no pueden ir mejor para él, una vez viudo puede casarse con la mujer que le venga en gana; después de todo su acuerdo prenupcial incluye una jugosa cantidad, ya que el padre de Sofía estableció que su hija no contraería nupcias por bienes mancomunados. Y la mujer que le viene en gana es, sin dudarlo, Mónica. “La trepadora” Mónica, como la llaman a sus espaldas las amigas de Sofía, se coló entre las amistades de la joven cuando ambas estaban en la universidad. -Mónica viene de una familia muy sencilla-, le dijo una vez Sofía a Ernesto, que pensó que eso la hacía perfecta, alguien que lo entendía, que sabía qué era lo que lo motivaba. Mónica era la compañera ideal y a ella no le era indiferente el efecto que causaba en Ernesto. Le divertía provocarlo. Una noche en la que Sofía se encontraba hospitalizada, Ernesto bebió hasta que tomó el valor suficiente de dirigirse al departamento de Mónica, ella casi no se sorprendió cuando lo vio en la puerta. Mónica accedió sin muchos reparos a ser su amante, y Ernesto la convirtió en centro de su mundo, mientras Sofía languidecía en el hospital. Después de meses de angustiosa agonía, Sofía pidió quedarse a solas con Ernesto. Él se sentó a su lado y tomó su mano con fingida ternura, sus ojos se llenaron de lágrimas ensayadas una y otra vez frente al espejo, pensó que así sería más convincente. -Ella apretó su mano con violencia y le dijo con voz rasposa: -¿Hace cuánto crees que sé que me engañas?, pero no te preocupes, te juro que no vas a volver a dormir nun103
ca…Pobre de ti cuando te encuentres solo en la oscuridad, vas a desear estar muerto.- Las luces de la habitación titilaban, y el rostro de Sofía parecía desfigurarse en la penumbra. Ernesto sintió un regusto amargo recorriendo su garganta, seguía luchando por soltarse de la mano de Sofía pero ella lo detenía como un garfio, la tierra se abrió bajos sus pies, salió de la habitación casi corriendo, visiblemente pálido y turbado. Al quedar viudo, Ernesto se refugió en los brazos de Mónica, que lo recibió en su departamento, él se tiró en sus brazos temblando, no sabía si de rabia o de miedo. Un par de semanas después, Ernesto mira el reloj inquieto y va encendiendo las luces del departamento de Mónica a su paso, ella duerme a pierna suelta y él la envidia por no ser capaz de hacer lo mismo… Ya lleva días sin dormir por las noches, en la penumbra escucha la risa de Sofía, su voz amenazándole, sus pasos por el departamento. No soporta que una habitación se quede a oscuras y está colmando la paciencia de Mónica, que lo urge a visitar al médico. Apura el último trago de bourbon. Ya dormirá, sólo es cosa de que se le calmen los nervios.-Se da aliento en su desesperación.- Durante la madrugada ocurre un apagón inesperado y el departamento se sume en la total oscuridad. Ernesto despierta y es presa del terror al descubrirse rodeado de sombras cambiantes. Poco a poco va sintiendo en la ropa una sensación húmeda y pegajosa, fría. Se descubre bañado en una sustancia que no identifica, el licor no lo deja pensar con claridad, ha bebido mucho. El terror lo atenaza y mira a su espalda: Mónica duerme. Cuando toca su hombro siente su piel fría al tacto, muy fría. Trata de enfocarla entre la luz mortecina de la luna… Y lo que descubre desata sus peores temores: Ella está cubierta de sangre, los ojos abiertos y la boca en un grito mudo de terror, Ernesto se abraza llorando al cuerpo de Mónica, mientras su alarido estremece la noche. 104
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De pronto un temblor lo sacude, escucha la voz de Sofía, con un aliento gélido, que murmura en su oreja: -No vas a volver a dormir nunca…
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PELÍCULA
Laura Izamar Velarde Garcilazo Era un sueño tan vivido. Eso era lo que lo hacía más terrible. Jhonatan sentía que estaba como en una sala de cine viendo una película de sí mismo. Él seguía petrificado en el silencio de su pánico. ¿Qué era lo que veía? … El encuentro fue monocromo y repetía la misma escena de dos minutos, una y otra vez. Todo era en blanco y negro y se tejía en una red que lo atrapaba. Entre sus dedos parecía recorrer un cubo de hielo que se derretía e impedía que su mano derecha se moviera con facilidad. Frío. Frío. Frío, fría su mano. Incluso el silencio lo perdió. Los finos hilos que lo sujetaban se tornaban poco a poco en carmesí conforme penetraban su cuerpo. Temblaba en rojo, rojo, rojo, ROJO y sudor. La sombra que crecía de la oscuridad viajaba a través de ella. Se acercaba. Se acercaba. ¡Se acerca! Más y más y más y más y más y más. Se colorea una sonrisa en un rostro que lo derrite. Él cierra los ojos. Se desmayó. … Jhonatan despertaba lentamente de su sueño. Estaba bañado en sudor y lo sabía porque sentía, en frío, recorrer gotas sobre su piel. No había abierto los ojos. Seguía inmerso en la oscuridad tratando de partir el túnel para volver a la realidad tan añorada. Cuando lo logró, Jhonatan se dio cuenta de algo terrible. Sus brazos estaban atados por esos hilos finos que aparecieron en su sueño. Coloreado se encontraba su cuerpo de un tono sepia, ahora. … ¿Puedes ver lo que él veía?
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M
Lucero Salgado —Te digo Albert, que la Filosofía ha muerto. La explicación de todas las cosas no tiene ningún sentido porque es subjetivante; por eso, el origen del Universo debe ser elegante. —Elegante dices. —Sí, elegante. Buscar la explicación del origen del Todo con una ecuación única, observable y comprobable. —¿Qué pasó antes del Bing-Bang? —La física cuántica y la termodinámica explican que el Universo antes de nacer era ordenado, que en esa diminuta bola de masa supercaliente, densa y ultraviolenta de alguna manera chocaron dos partículas, dando la creación del Big-Bang y el Universo desde entonces se volvió desordenado y sigue empeorando; así que, la probabilidad de saber qué pasó antes del inicio del Universo es casi la medida de un plank en 0,000.000.000.000.000.0 00.000.000.000.001 (una milmillonésima de billonésima de billonésima de centímetro) o; ir por el pastel de queso con zarzamoras a la cafetería de la oficina en masa, distancia y tiempo. —¿Eso quiere decir que las eventualidades son diversas y que nunca lo sabremos? —Para eso está la Teoría de cuerdas, querido Albert —Por favor colega, si me comiera la mitad de ese pastel de queso su gravedad cambiaría, en consecuencia de que la masa deforma el espacio-tiempo. —Tu teoría de la relatividad ya no nos sirve, siento herir las secuelas de tu ego radical Newtoniano. —Pero, las fluctuaciones cuánticas de una cuerda no conduce al origen de Universos a partir de la nada. ¿Y la visión divina qué? —¡Dios ha muerto, Albert! Ya lo dejé claro con Zaratustra. —Ok, bueno; entiendo. Prosigue. —¡Agujeros negros! Fuerza de gravedad infinita que 107
no puede medirse, colapso gravitatorio comprimido, oscuridad colosal que se desconecta de todo el demás Universo, cuando aún no era Universo o era el Universo dentro de otro espacio multidimensional. Antipartículas destruyéndose y creándose a la vez unas a otras, neutrones formados por dos quarks que a su vez integran un cuerda, la primera cuerda de vida y de lo que están hechas todas las cosas que conocemos y que no; superficie cerrada sin borde alguno, la ausencia de fotones y de inmensa oscuridad al mismo tiempo, donde el tiempo aún no nace como medida de su propia medida de tiempo. Fermiones clasificadas matemáticamente exactas en la materia antidestructiva, partícula infinitesimal cuántica de luz superflua; longitud de medida invisible, todavía incomprobable. ¡Supersimetría! ¡Teoría M! —No me digas querido Friedrich que has llegado erróneamente al punto de inicio de tu conversación. —¿Qué? —Que entonces la Filosofía existe y es física, subjetiva y matemáticamente pura. Es perfecta. —Querido colega, todo esto me ha abierto el apetito; ¿vamos por un pastel de queso? —Después de ti.
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VIAJE A LA OSCURIDAD
CAER
M. F. Wlathe Floto entre el silencio de las entrañas de la tierra. La luz de mi lámpara parpadea desesperada, como la respiración de un hombre que agoniza. La oscuridad me devora. Nadie que no haya descendido a la profundidad de las cavernas puede hablar de oscuridad. Suspendido en el vacío, me columpio sin éxito en busca de una pared, una roca. Estoy solo, con nada a que sujetarme más que a mí mismo. Ningún sonido ajeno llega a mis oídos. Mis ojos están ciegos. Grito, el sonido se pierde en el eco, pero en el fondo de ese eco, una voz. Creo que he llamado y me han respondido. Dubitativo, grito una vez más. Nada. Mi imaginación esculpe los sonidos, las sombras. Percibo los contornos de la caverna como las entrañas infinitas de una bestia. Estoy convencido de que no hay fondo. A tientas busco mi cuchillo y corto la cuerda que me ata a este mundo. Caer. ¿Caer sin un fondo al cual llegar, caer en el infinito, durante el infinito, es caer? A cierta velocidad, la oscuridad se vuelve densa, tanto o más que el agua. Me asfixia. He perdido la conciencia del arriba y el abajo. Nado entre la oscuridad conteniendo el aliento, angustiado porque no entre en mí. Es inevitable. Tanto tiempo con mi mano frente a mi rostro sin poder verla, comienzo a dudar que siga allí. Comienzo a dudar que yo siga aquí. ¿Aquí? ¿Dónde? Me imagino estático, olvido que caigo en la oscuridad, en el infinito. Pero es cierto, me desvanezco. Cada instante que paso en ella, cada momento que respiro, la oscuridad me transforma. Pensé que me había vuelto invisible, ahora sé que me mimeticé con ella, que me absorbió, me devoró, me infectó, me convirtió en ella. Mientras me difumino, escucho el eco de un grito. Lo devuelvo. Otro grito, dubitativo, llega hasta mí. Creo que sonrío y me dejo perder. 109
NO ESCUCHES
Samantha Aguirre Oliveros Una vez más estoy encerrado aquí dentro. Sabía que estaba mal, pero de igual manera lo hice. ¿Cómo poder evitarlo si eso se ha vuelto parte de mi naturaleza? Ya no puedo reprimirme al hablar; he estado enjaulando todas estas palabras por demasiados años. No pude contenerme. Estoy harto de escuchar las mismas burlas de aquél detestable silencio, odio cada día más a aquellos que sólo coexisten para arruinar cada día. El simple hecho de verlos me hace querer robarles hasta el último aliento… Sonrío ante tal idea…no es tan mala ¿eh? El imaginar mis pulgares contra su garganta, o mis uñas desgarrando la piel de sus monótonos y detestables rostros…sus gritos pidiendo piedad, que me detenga… Sacudo la cabeza, alejando esas ideas de mi mente. Las circunstancias me han obligado a contradecirme: odio a los que fingen para complacer a otros, y a pesar de eso, mi situación me ha forzado a comportarme exactamente como los demás quieren que sea. Comportarse “correctamente.” Ser una “buena persona”, dejar de ser tan solitario, a pesar de que así me sienta cómodo. No me gusta convivir con otras personas, a menos que eso me traiga algún beneficio. No soy muy… No, SOY demasiado convenenciero. No puedo evitarlo. Luego de tanto tiempo viviendo con desilusiones, soportando el dolor…cargando todo ese peso. Me he hartado. Dejé de esperar cosas de personas que jamás demostraron nada. Dicen muchos que la Oscuridad es mala, pero no lo es cuando es lo único que te queda. Sin embargo para evitar que otros molesten, me obligo a encerrar y evitar decir mis ideas tan…”malvadas.” Ese lado sombrío que de pronto apareció en mí…fue mi 110
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refugio, porque nadie se atreve a adentrarse a las tinieblas conmigo. Sonrío. Miro por la ventana del aula, suspiro. MI oscuridad me envuelve y me esconde…ojalá alguien pudiera entender eso. Siento unos toques sobre mi hombro. Es un chico bajito de ojos verde aguamarina y cabello castaño. —Yo…he encontrado esto en la basura y…me ha encantado.- dice el chico, ligeramente ruborizado. Miro la hoja arrugada, abriendo los ojos, totalmente atónito. Fue la mini ficción que pidieron con tres palabras. Yo escogí “dolor”, “mentiras” y “máscara”. —Tú… ¿acaso estás loco? Eso no es en lo absoluto algo normal.- para mi sorpresa, ese chico ha soltado una risa traviesa. —Creo que precisamente por eso me ha encantado. —Por tu bien, deberías alejarte. Todo lo que escribí… no es lindo. -¿A quién le importa?- de pronto, su semblante es decidido, pero sigue sonriendo. -…Quizá estés en desacuerdo, pero me gustaría adentrarme contigo en esa oscuridad…tan tentadora que conoces. —No sabes lo que estás diciendo. De verdad ¿eres tonto o qué? —Puede que tengas razón. Pero aún así…veo que te estás ahogando ¿sabes? Esa barrera que has construido… para protegerte... ¿te has dado que se hace pedazos contigo dentro?- ésta vez me quedo mudo. ¿Cómo…ha logrado…? —Así que… ¿quieres adentrarte conmigo en esa oscuridad? ¿Estás consciente de lo que me estás pidiendo? ¿De sus posibles consecuencias? —Realmente esos detalles son nimiedades. Afrontaré las consecuencias. —Bien. Y cuando me di cuenta, ese chico entendía y aceptaba MI oscuridad. Y no se había corrompido,…seguía siendo el mismo de siempre. Me dejaba hablar y hablar, sin asus111
tarse ni juzgarme. Quizá, si viviéramos en un mundo con personas menos crueles, le pediría a ese chico que se quedara conmigo hasta el fin de mis días. Pero mala suerte: ambos somos chicos. Y él dejó de respirar antes que yo.
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SOMBRAS
María de la Luz Carrillo Romero Los pasos resonaban como latidos de un corazón metálico. Desorientado buscó un poste de luz, que a la lejanía reflejaba una silueta. El fulgor tenue cambiaba de forma. Las copas de más, lo hacían bandearse y trastabillar, chocando con las rasposas paredes. ¿Dónde diablos andaba su alma? Amadeus, le recomendó a Saúl, evitar los brebajes de su amiga Brenda. Ella, bella y misteriosa sonreía cada vez que brindaban con elocuencia en su pequeño bar. Bohemia de abolengo, recibía a sus invitados desnuda, si acaso con un tul vaporoso. Su encanto subyugaba a los presentes, en especial a Saúl que en silencio como autómata la seguía hacia sus aposentos. Ella lo despojaba de toda fuerza de voluntad con su bruna mirada. ¡Dame más de ti! Clamaba Saúl. Sólo de noche te vienes conmigo murmuraba entre sus brazos. Ciertamente Brenda, sabía conducirlo por sus perversos deseos. Ella, ¡reina de la noche! hija de Afaia* la diosa oscura. También a Amadeus le gustaban los hechizos de Brenda, pero, sólo escogía a unos cuantos para yacer con ellos. Sus brebajes de origen oscuro les proporcionaban goces intensos, placeres nunca antes sentidos. Todos los asiduos bebedores, ignoraban el efecto que se ocultaba en su dulce sabor. La bebida como toda droga tenía una consecuencia y los resultados aún eran desconocidos para el par de amigos. Llevaba más de doce meses de frecuentar el bar, su adición se acrecentó, no obstante atravesar calles y barrios malolientes de las afueras de ciudad Neza. Que no había perdido su bravura, pese a los intentos de variopintos gobiernos locales. Por sinuosos caminos, cerca de un basurero resplandecía el bar. Los viernes, como zombis se encaminaban a su destino. De lejos, bajo la amortiguada luz de las calles Saúl y Amadeus parecían duendes grotescos. Como enajenados no percibían a la noche, la noche 113
llena de siluetas transparentes y colores invisibles. Por eso nadie parece verlas. Éstas avanzan y levitan alrededor de los cuerpos. En la oscuridad las sombras son poderosas, nada puede contra ellas, se abandonan al deleite de meterse sobre sus posibles presas. Cada vez sus movimientos son inéditos, escapan a toda predicción. —¿Qué pasó cerca de ti? Saúl, no escuchó a su amigo, embelesado sentía que lo jalaban de las corvas. Até, ** furtiva en las sombras, le susurraba al oído.. Al interior del bar los parroquianos esperaban el show, Del centro de la pista un enorme ojo descendía aumentando de tamaño al bajar que como inmensa capa violácea fluorescente, cubría los rostros y suavemente los iba absorbiendo. La sangre de sus cuencas, daban un toque de luz a la escena. Ante el regodeo de Brenda y sus elegidos fueron mutilando los cuerpos que caían como sacos bajo las mesas. Brenda, mordía los testículos de sus ex -amantes. Excitados Amadeus y Saúl compartían el festín bajo la sombra de la noche, atiborrándose de carne y vísceras. Sentían como se hinchaba su vientre al devorar cada pedazo. Ella, con maliciosa mirada exigió a Saúl que le cercenará la cabeza a su amigo que ahíto dormitaba babeando sangre. Sus manos se transformaron en filosos fierros que con un sólo tajo destrozaron la cabeza de Amadeus. Toda la fuerza era poca para satisfacer a su amada Al salir del bar, no percibió que lo seguían. Saúl se aproximaba con torpeza al farol. Algo poderoso lo llevaba en volandas hacia a la mortecina luz. Sentía los labios hinchados y resecos. Deseaba beber, sí, otra vez beber en el cuerpo de Brenda. Se detuvo bajo el farol, la oscuridad acechaba. Volátiles muecas lo fueron succionando con fruición, despacio con el placentero desdén de la muerte. *Afaia. Diosa oscura, cuyo templo fue descubierto en las ruinas de Egina, Grecia. **Até. Divinidad maléfica. Personificación del engaño, de acciones irreflexivas y sus respectivas consecuencias.
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EL RELÁMPAGO
María Del Refugio Garza Jiménez En la madrugada sonó el teléfono. Era inusual que pasara. Desperté de golpe y, asustada, me incorporé. En la oscuridad busqué el auricular, un vaso de vidrio cayó haciéndose añicos. Sudorosa, con la boca seca, pregunté: —¿Quién habla a esta hora? Del otro lado de la línea escuché una risita siniestra: —Adivina, adivinador. Un estruendo, seguido de la luz de un relámpago, me hizo voltear hacia la ventana que, iluminada, me permitió ver lo que había afuera: se me secó aún más la boca. Sentí que se me erizaba el cabello y mis ojos se desorbitaron al ver una figura masculina, con la cara deforme y los ojos vidriosos, mostrándome un teléfono celular, moviéndolo de izquierda a derecha, mientras sonreía burlándose de mí. En el paroxismo del terror, quise gritar y no pude. Traté de encender la lámpara del buró. De pronto, sentí un fuerte golpe en la cabeza: ¡Me había caído de la cama! Pensé: a primera hora pagaré la cuenta del celular.
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HACIA LA OSCURIDAD Maricarmen Arellano
Lo condujo una mano firme hacia la oscuridad. Estaba seguro de que conocía algo más allá de ese abismo, pero entre las tinieblas, sus memorias temblaban y se disolvían como los rezagos de un sueño. Le pareció que otra mano diferente, más nerviosa y más húmeda, intentaba llevarlo de vuelta. No le resultó atractivo y se dejó sumir en la negrura de esa noche prolongada e insondable. Pensó... ...que se había vuelto ciego cuando la luz lo asaltó de pronto. Salió del trabajo, cruzó la calle junto con los miles de extraños que caminaban con la convicción de hormigas. La luz se instaló en sus ojos, obstinada, y de repente le pareció que ése era su lugar desde siempre. Tomó el celular de su bolsillo cuando empezó a vibrar. Sus dedos encontraron más ágilmente las palabras que sus pupilas. Era Miranda. El dolor persistente en su estómago lo inspiró para invitarla a cenar el día después del estudio de laboratorio. Sostuvo el celular en sus manos, esperó con ansias... ...la respuesta. Sus uñas se enterraron en su mano al no hallar el celular. La sacudió para quitarse también el peso del objeto que no había estado ahí. Esa oscuridad lo confundía. Las manos nerviosas ya no lograban alcanzarlo, se encontraba más y más adentro de la penumbra sin luna. Se preguntó si Miranda lo esperaría para cenar. Si llegaría a tiempo. Saldría a pasear con ella por esta nueva ciudad silenciosa y ajena a la iluminación. Sus pies encontraban con cada paso el asfalto aunque no le devolvían un eco. Caminó más y más lejos. Llegaría... ...al restaurante después de trabajar. Se pediría una cena ligera. Recordó con incomodidad el estudio médico, tan postergado que ahora le parecía más aborrecible que antes; se animó pensando que, un día después, estaría riéndose de su miedo con Miranda frente a un plato de 116
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lo que sea que sirvieran en ese restaurante francés en el que había decidido proponerle matrimonio. O mejor no le diría nada del estudio. Sólo importaba el anillo que sostendría en su mano mientras observaba sus ojos... ...negros como esta ciudad desierta. Una voz igual de nerviosa que esas manos intentó alcanzarlo, pero la música de la ciudad en sombras la engulló por completo. No extrañó el silencio que rompió esa música nueva y fresca. Por un momento pensó en Miranda, en su mano entre las suyas, paseando con esa música de fondo. Su mano con el anillo más caro que pudo comprar. Casi sintió el calor de ella, perfumado y único, envolver su piel mientras seguía reconociendo ese lugar con sus pies que no encontraban otro obstáculo además del asfalto. Estrechó su mano entre las suyas... ...extrañado por el gesto. Se apresuró a abrir el puño vacío y a mirar a su alrededor, como si pensara que alguien podía adivinar la intención tras un movimiento que ni él mismo entendía. Compró algo en el puesto de la esquina. Quizás debería empezar la dieta blanda, pero no había muchas opciones en medio de la ciudad. Se le hacía agua la boca. Sus dientes se cerraron, hambrientos, sobre la comida... ...Y sólo el aire llevó a su lengua el sabor de algo que no estaba ahí. Siguió caminando, con la vaga sensación de que algo... ...No estaba bien. Se detuvo. Miró su mano vacía. Su comida había desaparecido y estaba a ocho cuadras de su trabajo. Sus pies, desacostumbrados al movimiento, le dolían como si hubiera caminado kilómetros. Se apresuró a regresar, extrañamente saciado. Aún tenía que... ...llenar su permiso de salida. Desechó esa idea. Estaba seguro de haberlo hecho ya. Se detuvo un momento, desorientado. Había ido al estudio, le habían explicado el procedimiento, le habían puesto la anestesia. Miró hacia atrás, a las calles que había dejado y que estaban sumidas en la misma brea que el resto de la ciudad. Quiso volver a encontrar aquellas voces, pero sólo es117
cuchó... ...música callejera. El sol se le pegaba con insistencia. Sintió que todo daba vueltas en un caos de hormigas, música y ese calor infernal. Era parte de lo mismo. Sólo necesitaba algo de sombra y... ...estaría bien. Sólo tenía que regresar por donde había venido y estaría bien. Recorrió las calles, por primera vez intentando desafiar esa mano suave que lo conducía por esa ciudad sin que se diera cuenta. Quiso alejarse de la música que lo hechizaba como sirenas listas para devorar. Buscó esas voces, ansioso de encontrar las manos húmedas y un sol que... ...le parecía familiar. Observó con cuidado la sala de espera, con la sensación de que el día de ayer había escapado de su memoria después de la hora de comida. Quizás fuera por la dieta que comenzó inmediatamente después. Se sentía débil y un dolor de cabeza lo hacía sentir aún más malhumorado. Una enfermera lo hizo pasar al consultorio donde un enfermero de acento raro y manos húmedas lo ayudó a prepararse. Escuchó, con un malhumor espoleado por los nervios, su acento sureño... ...Llamándolo. Sintió su respiración agitarse. Ya no caminaba, ahora corría por la ciudad sin luz, intentando recordar si había caminado tanto en verdad. La música aún se estiraba, buscaba a tientas sus oídos. Supo que no lo dejaría ir. Estiró... ...la mano para que le pusieran el suero. Sintió que la anestesia comenzaba a adormecerlo. El enfermero dijo algo sobre una música que él ya no alcanzó a oír. Se le ocurrió de repente que debería de llevar a Miranda a escuchar algo de música. La voz del enfermero... ...había dejado de llamarlo. La oscuridad se volvió tan densa que creyó haberse vuelto ciego. Se sintió perdido en medio de esa noche sin principio ni fin. Empezó a caminar otra vez. Le pareció ver a lo lejos un punto blanco. La música era de nuevo dulce, seductora. Adivinó las formas de Miranda en la oscuridad. La 118
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sintió entre sus brazos y se dejó llevar por su cadencia hacia ese punto, que bien podría ser una luna, junto a un mar de música negra. Le pareció que en algún lugar, muy lejano, se quedaba sin aliento. Que había gente que se movía y gritaba, asustados. Se acordó del enfermero sureño y lo imaginó de pronto pálido y asustado. No le importó, estaba demasiado lejos. Miranda lo besó con labios que, aún en esa penumbra, le resultaron dulcísimos y familiares. Lo condujo... ... una mano firme hacia la oscuridad. Estaba seguro de que conocía algo más allá de ese abismo, pero entre las tinieblas, sus memorias temblaban y se disolvían como los rezagos de un sueño.
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VIAJE A LA OSCURIDAD Mauro Gatica Salamanca
Son las 20:45 horas. Un aliento extraño y sutil se desliza por la nuca de la niña y cambia de un momento a otro todas las percepciones del tiempo y del espacio. La piel erizada recorriendo la superficie del cuerpo en cosa de segundos, sería un acontecimiento extraordinario si pudiera evidenciarse para la vista y el tacto. La víctima, el arma fría en la garganta, todo es una puesta en escena perversa y maravillosa. El sudor abriendo un tajo en la frente, llega hasta los ojos con su líquido ácido y transparente, como un símil del cuchillo y su filo que acarician la piel bajo los signos de confidencia y sensualidad. Flash back: no lo vio venir, la música encapsulada en sus oídos le nublaron la vista. El viento golpeando en su rostro infantil, las piedras y su ruido adornando el paisaje bajo sus pies, ella capturada totalmente por las sensaciones. La erección del sujeto le roza la espalda mientras se dirigen rapidito hasta lo profundo del río, –también logra percibirle el aliento- mientras bajan, ella dibuja en su cabeza el pene de aquel hombre anónimo y silencioso chocando contra su columna vertebral con la perversa precisión de un metrónomo, eso no lo piensa la muchachita, en estos instantes no piensa en nada, sólo siente el bulto duro en su espalda y se lo imagina gordo y erecto chocando con las vértebras y eso la ruboriza. La basura, los muros de piedra y barro allá abajo, los árboles y las dimensiones de las sombras hacen del sitio un lugar ideal. El personaje, el reflejo de los autos en movimiento brillando en el filo del cuchillo; por su cabeza, que corre a más de 100 k/h, un grotesco itinerario de sexo, carne, violencia y sudor; son fotos, son iconografías del cuerpo, son retratos de la carne repitiéndose en su hermosa purulencia. Flash back: él nunca dijo nada, ni antes, ni durante ni después del acto mismo; sin embargo, mientras el cuchillo se acercaba lentamente a la piel infantil, mientras la penetración era sólo un vaticinio en el horizonte, nuestro personaje 120
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diseña en su cabeza la escena, la luz y la sombra, los gritos, las interjecciones y el silencio, la posición de los cuerpos sobre el colchón, su cuerpo, el cuerpo de la niñita, la contorsión de los órganos erectos, el ángulo de la boca, la dirección de la mirada; se ve de pie frente a ella, más caliente que un ejército de violadores sedientos, obligándola a chuparle la verga, lamiendo hasta el último ángulo del ano; también se ve llenándole la boca con saliva, ahogándola con semen y orina, llenándole todo el culo con su verga, manchando con mierda y secreciones el rostro y las manos, las de ella, las de él; dándole besitos en los labios, metiéndole toda su lengua babosa; todas esas imágenes que se multiplican como virus, se le clavan en la retina y le babea la boca, entonces: se viene nuevamente el cartílago, la erección, el flujo vertiginoso de la sangre. (…) Las hormigas roen la cara de un gato muerto, tirado bajo la mesa desde hace horas; los insectos aparecen desde dentro de la herida como escoria, como pus negra y maloliente, que se escabulle por los pasillos de la casa a esa hora virulenta y en penumbras. Desde hace minutos que alguien mira sigilosamente el cuerpo, como deseando un bocado, dominado por el impulso y la pulsión de lo grotesco, como sometido al rigor pornográfico de la muerte, a su belleza a veces agria e incomprensible, la ansiedad y el instinto que no responde a ley alguna convulsionando el cuerpo y los sentidos. La cocina huele a putrefacto, que es algo así como el paraíso de las larvas. (…) Tras los matorrales, aparece un colchón de dos plazas tirado en el suelo, está detrás de unos arbustos y escombros, se ve percudido, en muy malas condiciones; tiene una mancha de sangre en el centro -que se asemeja a la cara de un zombi- como si la mujer más obesa del mundo se hubiese ahogado en su propia hemorragia, como si se hubiese disuelto en sus secreciones, en su fecalidad. No es su primera visita al colchón de eso estamos seguros -su olor, su saliva, ya son parte habitual del paisaje-imágenes como disparos en su cabeza. Un perro ladra a unos cuantos metros, su ladrido agudo, seco, casi 121
imperceptible, asusta a las aves y a los murciélagos que cuelgan de los arbustos como cámaras voyeur. (…) El perro lame el cráneo magullado del gato, pero no logra arrebatarlo, no logra comerlo; las hormigas le pican el hocico al intentarlo y eso lo aleja del cadáver, las mordidas le irritaron profusamente la lengua; una hilera negra y picante se pierde en el hocico sanguinolento y baboso del perro que se aleja cauteloso de la escena. Hay moscas aleteando en el aire, pero su ruido pasa inadvertido para los gusanos que se sacuden desde hace horas en las tripas inflamadas del felino. (…) Él la empuja hacia el colchón y su cuerpecito frágil no tardo en cubrir la mancha de sangre, en ese preciso instante, y sin siquiera proponérselo, nuestro personaje eyacula, no logra contener la emoción; le tiemblan las piernas, su pantalón se empapa, la mancha de semen como un violento tsunami -primerísimo primer plano de su entrepierna- la humedad se hace evidente con la erección. La baba brilla a montones en su mentón: vemos reflejado el paisaje y el rostro deformado de la pequeña distorsionados por la reflexión de la saliva, recostada de cubito dorsal en el colchón percudido. Flash back: ella tenía miedo, esa emoción no la dejaba tranquila, por lo mismo en su cabeza nada, sólo el miedo y todos sus demonios acariciándole la espalda; y es tal vez por esa misma razón que su entrepierna púber se humectó como después de un diluvio, se lubricó con su agüita suave y perfumada, preparando la escena para la penetración fría y salvaje, cruda, fisiológica y literal; sus pezones diminutos también estaban duros como piedras, como pequeños penes erectos que apuntando al vacío tratan de penetrarlo todo; era como si su cuerpo leyera la dinámica de la carne, su temperatura, los músculos erógenos, la traducción de la piel erizada por el miedo y el deseo, todo listo y dispuesto para el fornicio para el deleite, para la felación, para el goce del cuerpo, de los órganos, para el deleite de los hoyos. (…) Durante la noche, el perro se acercó sigilosamente 122
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al cadáver del gato y bebió los jugos viles de la descomposición, se disputó inútilmente el festín con las moscas. Primerísimo primer plano de las moscas regurgitando sobre la herida del perro. Flash back: él no deja de mirarla mientras caminan, la escruta sin disimulo, observa su movimiento, la espalda precoz, perfecta y delineada de la muchachita hasta llegar con la mirada al mismísimo pliegue de su pantalón, entonces trata de imaginarse los calzones, el color de sus nalgas suaves, la textura de su ano joven y ceñido, casi infantil, los pliegues abultados y la contracción de su vagina virginal, el diámetro del anillo, el sabor de su ano; pero todo esto no lo piensa el hombre del cuchillo, nuestro personaje no lo piensa en absoluto -como el cinema voyeur para una legión de mongólicos cachondos y analfabetos- proyecta imágenes llenas de vértigo y fricción, imágenes que se le meten en la cabeza al protagonista mientras camina rapidito junto a la niña del relato hacia los matorrales, debajo de las sombras y las estrellas, a darle rienda suelta a la pulsión de los cuerpos, a la erección de sus más bellos deseos.
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EL LAGARTO Máximo Cerdio
Para Yesenía, cuando era chiquita
Había una vez una raíz a orillas de un manantial a la que todos los bañistas, especialmente los niños, decían que se parecía a un cocodrilo. Una noche particularmente hermosa, la raíz se animó a dar sus primeros pasos hacia el agua cristalina, y se perdió en la oscuridad del tiempo.
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LA PRINCESA Y SUS GUERREROS Melina Roa
Esto no es una confesión de ninguna manera. Yo jamás les voy a dar esa satisfacción aunque de eso dependan sus vidas. De mi parte, sólo tendrán silencio, así como tienen en silencio a mis padres y a mis hermanos. Fue entonces cuando les demostré a todos quién era yo el encargarme de que pagaran quienes tuvieran que pagar. Yo tenía mi propio imperio, dinero, lujos y un ejército de guerreros bajo mi mando. Yo era la autoridad, toda una primera dama. Mi esposo y yo éramos la pareja imperial, él llegó al poder gracias a mí y era yo quien tomaba las decisiones. Yo era una princesa destinada a que se cumpliera lo que dictaran mis órdenes, aunque eso significara derramar la sangre de unos cuantos. Mi carrera no podía ir mejor, mis guerreros obedecían mis órdenes al pie de la letra y el pueblo ignorante seguía creyendo las promesas vacías de “abrazar la esperanza de vivir mejor”. Ese día en particular, me sentía satisfecha y orgullosa de mí misma. Todos fueron a escucharme y aplaudirme y en la noche mi esposo celebraría una fiesta en nuestro palacio para celebrar mi triunfo. Indiscutiblemente, yo era la próxima en subir al trono y queríamos anunciarlo a todos, pero esa misma noche quisieron faltarme al respeto. Querían estropear mi fiesta, manchar mi imagen, mi reputación y mi prestigio… arruinarlo todo. Yo solo quería bailar y celebrar. Para evitarme molestias, les ordené a mis guerreros que salieran a poner orden y acabaran con esa gente despreciable. Mis guerreros unidos son invencibles. Me informaron que esa noche capturaron a cuarenta y tres, hirieron a otros tantos, mataron a seis más y a uno de ellos le desollaron la cara. Mis guerreros, con la precisión del mejor de los ejércitos, sabían lo que tenían que hacer con los capturados, lo habían hecho antes en otros pueblos y en otras fosas y, aun así, nada de eso logró empañar mi fiesta, por el contrario, nuestros guardias nos informa125
ron que todo estaba tranquilo y en paz. Yo seguĂ bailando como una princesa. Todos se sienten con la autoridad de exigirme que diga la verdad, como si tuvieran la capacidad de entenderla o como si eso les pudiera servir de algo. Pero la que tiene la autoridad soy yo porque, aun en este encierro, puedo seguir demostrando mi poder, simplemente guardando silencio. De esta manera, no serĂŠ la Ăşnica que estĂŠ condenada a permanecer en la oscuridad.
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LAS RUINAS
Milton Iván Peralta Patiño And if he left off dreaming about you… Through the Looking-Glass, VI
Nadie me vio regresar aquella anónima noche. Hace mucho de eso, sigo aquí echando raíces, terminando de reconocer qué fue real. Torturando a lo largo de los días por aquello que sucedió, el recuerdo recorre mis pensamientos. Aquella tarde –la última- caminé por los portales que parecían infinitos –hoy no son más que piedras. Me abrí paso entre la gente, ayudé a un viejo de traje blanco a llegar a la otra esquina, la del colorido jardín, la de los olores a comida y dulce, ahí el maestro Mondragón nos había citado al grupo para ir de excursión esa noche. Me senté en la banca a esperar a los compañeros, mientras escuchaba las aves y veía el sol esconderse detrás de la media luna. Vi una pareja abrazarse melosamente. El camión partió a un costado de los contra fuertes del Sagrario, todos emocionados y con la incógnita de la actividad que sucedería en un par de horas. El maestro Mondragón, durante el camino estuvo callado. Hicimos una parada en la laguna seca de Sayula. Ahí los compañeros encendieron las fogatas azules, nos divertimos, algunos cantaron y otros bailaron. Hasta que nos hicieron subir a otro camión. Mondragón nos despertó. Cuando abrí los ojos algunos compañeros estaban pegados a la ventana, miraban el cielo. La luna llena tenía un color rojizo. Eso no importó, lo sorprendente era ver ese pequeño planeta azul que estaba a un costado. Llegamos a nuestro destino. Caminamos con un poco de trabajo por las piedras hasta llegar a un cuarto negro, donde uno a uno íbamos a entrar para ver por el telescopio. Lástima que yo fuera de los últimos. El maestro Mondragón nada más nos hacía la señal para que fuéramos ingresando, sin palabras, sin 127
explicaciones, calladamente todos aguardábamos. Llegó mi turno. Ansioso crucé el umbral –cuanto daría hoy por no a verlo hecho- mis pies pesadamente avanzaron hasta donde me pararía a ver por el telescopio. Angustiado miré. Lo borroso comenzó a tomar forma; descubrí el planeta tierra. Era extraño porque yo estaba en él. Parpadee. Miré más de cerca y lo confirmé: era mi hogar. Un vistazo con más detalle me enseñó los océanos, bosques, selvas, algunas ciudades que nunca había visto. Por curiosidad me busqué. Vi los árboles y las milpas. La estación del tren y la central camionera. Los portales y el esplendor de la cuidad. Me vi… Me veo. Veo que me veo. Pestañeo para cerciorarme que me veo. Sigo viendo que me veo y cierro lo ojos. Me imagino viéndome. Abro los ojos y me veo. Hoy me recuerdo que me veo que estoy viéndome, y me veo viéndome que me veo. Retrocedimos. Echamos otro vistazo: éramos yo. Era tanto el asombro que ya no supe nada de nosotros. Con alivio, con humillación y terror volví a la ciudad. Muchos fuegos abrazaban las piedras. Ya no había jardín, ni ese olor a flores ni a comida. Ya no estaban mis compañeros. A cada paso mis pies se volvían más pesados, se enterraban en la tierra. Caí. Había una flama frente a mí. Mi cuerpo no podía levantarse. Me enraizaba cada vez más con cada movimiento. Miré la flama –estaba ahí quieta, como dormida- y quise soplarle como si de esa manera todas las dudas se apagaran…
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VIAJE A LA OSCURIDAD
EL HUÉSPED DEL GATO Mónica A. Montoya
El anfitrión Tengo un gato que no difiere en sus actividades como las que llevan a cabo los demás de su especie casera: duerme, come, va al baño, vuelve a dormir. Un ciclo inacabado que a mí me provoca risa; a él satisfacción y placer, supongo. Debo confesar que me sorprende verlo muy extraño desde hace unos días, es como si no fuera él, Dimitri, mi gatito ruso azul. La semana antepasada lo llevamos al veterinario para que lo esterilizaran, pues temíamos que emprendiera un viaje minino del que no regresaría. El veterinario dio el visto bueno de que la operación había salido bien, después de todo era una cirugía menor y muy cotidiana. Me pidió que pasara por Dimitri a la sala trasera, estaba tan ansiosa por ver a mi gatito que me anticipé al veterinario. Al entrar noté un aroma nauseabundo, tuve que contener la respiración. —Huele algo fuerte, ¿verdad? —dijo el veterinario—, es normal, llegan muchos animales con infecciones severas, como esos periquillos australianos —señaló una jaula que contenía dos avechuchos casi pelones y con la piel al rojo vivo—, al no soportar la comezón se arrancaron las plumas, aunque después de las plumas está la carne y, pues, la comezón no cesa —se encogió de hombros—. O aquel perro que... —Sinceramente el aroma es brutal —interrumpí—, debo confesar que estuve a punto de vomitar —dije sin sentirme del todo bien. —No me extraña —sonrió— la verdad es que le pasa casi a todos los que entran por sus hijos-mascota. —¿Dónde está mi gato? —pregunté cortante, quería irme de ahí cuanto antes. Sin decir una palabra el veterinario me hizo un gesto para que lo siguiera. La trayectoria fue espantosa. Las 129
náuseas no se iban. Dimitri en una jaula estaba rodeado de más prisiones metálicas o de cristal. El veterinario abrió la puerta de donde reposaba mi gatito para que lo cargara. Así lo hice. Me di la vuelta para emprender la huida, algo me detuvo en seco, en una de las peceras había una especie de animal que jamás había visto, no supe si se trataba de una variedad de araña o alacrán, su piel, si se puede llamar así, era casi transparente, pienso que sin problemas podía verle lo que serían las venas y hasta el diminuto corazón. —Señorita, por favor —el veterinario me señaló la salida. Salí del lugar sin siquiera mirar atrás. El huésped Recuerdo perfectamente que antes de la operación de Dimitri todo marchaba bien con él, pero de ese momento a hoy no puedo asegurar lo mismo. A dormido: sí, mucho más de lo normal; ha comido: no, casi no ha probado bocado. Me preocupa mucho. No quisiera ir al trabajo, pero mamá insiste que no puedo faltar y menos por un gato. Creo que tiene razón. Me voy al trabajo. Regreso a casa cansada de mi jornada laboral. Las luces están apagadas. —¿Qué pasa? —me pregunto, a mí misma, con toda la extrañeza que puedo sentir. Mi madre siempre tiene la luz de su habitación prendida y deja la luz del patio para que no me tropiece cuando llego. A trompicones me acerco a la puerta principal, casi me tuerzo el pie. Busco las llaves en mi bolso y abro la puerta. —¿Mamá? —pregunto, pero no recibo respuesta, al igual que cuando intento prender la luz— ¿Dimitri? Bichito, bichito, bichito… ven gatito ¿dónde andas? — camino mientras mis ojos comienzan a acostumbrarse a la oscuridad— ¿Mamá? ¿Dimitri?.. ¡ah, puta! —me pego 130
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con una de las esquinas del sofá— ¡Diablos, cómo duele! —espero que el malestar pase para emprender mi viaje por la oscuridad, necesito encontrar una de las velas que mamá tiene en la cocina. Camino a tientas, trato de recordar cómo están ubicados los muebles para no darme un nuevo golpe. Llego a la cocina, mis pies se encuentran con algo, rápido tomo la vela y los cerillos para ver qué fue. La sangre se hiela. Un charco de sangre. Mi madre en el suelo, su cara está envuelta por uno de los extraños animales de la veterinaria. Rio nerviosa, me recuerda a una película arto conocida de unas criaturas del espacio que se aferran a las caras de sus víctimas. De la risa viene la sensación de incredibilidad: “Mamá, no juegues así”, digo, pero ella no responde, es obvio que ella no jugaría con algo así, nadie jugaría con algo así. El corazón me revienta el pecho, estoy mareada, comienzo a sentir náuseas… —¡Aaaahhh! —grito, pues algo rosa mis piernas. Prrrrr… prrrrr… prrrrr… —¿Dimitri? —lo miro con la suave luz de la vela, la hago a un lado para cargarlo. Ya no puedo más y rompo a llorar, parece una pesadilla que aún no acaba. Mis sollozos se ahogan con extraños ruidos que se hacen más intensos. Prrrrr… prrrrr… prrrrr… Miro a mi alrededor y veo a muchos gatos. Dimitris por doquier. Los ronroneos se intensifican, abren sus hocicos y muestran de esos sórdidos animales como arañas y alacranes. Doy un paso atrás, pero no hay salida. Aprieto más a mi pecho a Dimitri. —¿Dimitri? O no… —lo miro. Me observa con una sonrisa de monstruo. Salta contra mi rostro. No puedo respirar, me asfixio… entra por mi boca desencajando mi mandíbula… Poco a poco, entre el tronido de mi maxilar inferior, 131
me sumerjo en un viaje a la oscuridad donde a lo lejos solo escucho una voz que dice: “Sabe, hay infecciones muy severas que hacen que los animales se comporten raro, pero, a veces, me temo que nada se puede hacer�.
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VIAJE A LA OSCURIDAD
LA ENFERMEDAD DE DIOS Nasheli Rivera Durán
A Dios no le gusta la oscuridad. Dios tiene nictofobia. Está enfermo. Enfermo de miedo. Seguro no me crees, porque tienes miedo, de saberle enfermo, débil. No trates de engañarte, si no me crees, es porque no quieres ver lo que es evidente. La cabeza de Dios es la enferma, no la mía. Dios tiene una enfermedad mental; nictofobia, miedo irracional a la noche o a la oscuridad, nictofobia, del origen griego nyx: noche y fobos: miedo. Yo no le juzgo, es más le guardo el secreto, porque yo estoy sano, y no es correcto aprovecharse del enfermo. Sé que justificaras tu necedad, dirás que estoy loco, que mi cabeza está enferma, pero una cabeza enferma no conoce la palabra argumento, y mi cabeza conoce esa y muchas otras palabras, como la palabra; prueba, que es lo que yo tengo, tengo pruebas de que a Dios no le gusta la oscuridad. Sus santos, por ejemplo, a ellos les gustan las veladoras, son cobardes y sin velas ellos se pierden, en las noches que el viento atrevido osa pagar las veladoras, oigo como esos santos temerosos lloran, gimen por una luz, los muy tontos la llaman esperanza. Esperanza, esa palabra también la conoce mi cabeza, porque está sana, pero la cabeza de Dios la confunde, confunde luz, con esperanza y el muy necio, no entiende que en la oscuridad hay más esperanza que en la claridad. Otra prueba de que mi mente está sana es mi caridad, yo soy quien se levanta en las noches de viento fuerte y les trae a esas figurillas pálidas su droga, soy en verdad bondadoso, yo soy el único que les compra sus velas. Pero hasta yo tengo mis límites, sé que soy bueno, muy bueno, soy limpio, muy limpio, soy respetuoso, muy respetuoso, estoy sano, muy sano… es por eso que no les entiendo, no comprendo, y la verdad a pesar de ser muy tolerante no los quiero comprender. Yo les lavo, limpio toda su suciedad, la suciedad que generan ellos, malditos, la porquería de sus asquerosas velas, odio la cera y cuando se derrite me causa repul133
sión, asco. Pero aun así yo les limpio. Los cuido de los gatos, de esas molestas plagas, asquerosos bichos de vientre flácido y patitas suaves, los cuido de que esos animales no nos los tiren, porque ellos, esos santos de yeso, son delicados, frágiles, como la cabeza de Dios, se rompen al menor golpe, son delicados, como la mente de Dios, caprichos igual nuestro padre supremo, berrinchudos, testarudos… malos… pero por enfermedad, y yo lo entiendo, lo comprendo porque estoy sano. Pero por muy sano que yo este, no merezco sus muecas, esas que siempre tienen en sus rostros. Siempre con esas estúpidas caras de sufridos, de mártires, como si fueran mejores, ¡hipócritas! Si fueran tan buenos no le temerían a la noche, a la luna, no me necesitarían de mí y a pesar de mis sacrificios ¿Qué obtengo? ¡Nada! Reproches silenciosos, ojos que me persiguen, voces que no se escuchan pero que aun así calan ¡Ellos me amarran! Doce figurillas viejas, miedosas, sucias, criaturas inmóviles me torturan. Me torturan porque Dios está enfermo, él es quien les dice como molestarme, como alterarme, les dice que decir, como verme, como ignorarme, para que yo sufra, y me vea obligado a prenderles sus veladoras. Pero un día los he de callar, un día la enfermedad de Dios dejará de ser justificación, después, después de terminar de rezar todos los rosarios que ellos dejaron pendientes, no olvidare ninguno de sus pecados, por todos rezaré, para que todos vean lo sucios que son, lo sucias que están esas figurillas, lo enferma que esta la cabeza de Dios, para que nadie cuestione lo bueno que soy, para que esa cositas de yeso frio me dejen de acosar, pero sobre todo para que Dios por fin se anime a pedir ayuda, para que busque un buen doctor que acabe con su enfermedad, para que la oscuridad le de claridad y que la claridad no le oscurezca el alma.
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VIAJE A LA OSCURIDAD Norma Yurié Ordóñez Pineda
El hombre corría con dificultad en la aridez interminable, sus pensamientos bullían como demonios enajenados; a sus espaldas, detrás de las colinas, yacían los cuerpos de los otros dos hombres. Hacía tiempo habían perdido contacto y no quedaban provisiones para todos… Solo, se sintió invisible en la vastedad, libre de culpas, pensó en el viaje de regreso. Nadie sabía lo que había hecho. Estaba en un lugar en el que no había seres ni parámetros morales para juzgarlo. Inició el viaje. Ráfagas perturbadoras lo dominaban, tenía miedo, no podía suprimir su naturaleza humana. Súbitamente la nave se adentró en una zona desconocida, absorbida sin destino por una energía primero invisible y después oscura que lo envolvía todo. Sus temores la alimentaban a una velocidad vertiginosa, la energía sabía lo que pensaba. Estaba viva. Una opacidad inconmensurable lo tragó todo. Sin saberlo había terminado su viaje a la oscuridad. Pese a los principios teológicos el infierno estaba en el firmamento.
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EL CALLEJÓN DEL SILENCIO Patricia Richmond
Era estrecho y oscuro. Nunca había reparado en él, a pesar de abrirse en medio de la Gran Vía, entre la floristería y el elegante taller de costura de la célebre Pilar Pardo. Todas las tardes, al salir del conservatorio, me paraba delante del gran escaparate de su tienda. Mientras contemplaba embobada los maniquíes, soñaba con el vestido perfecto, el que encargaría algún día para mi debut en el Auditorio. Aquella tarde pasé como siempre por delante del callejón, sin verlo, directa hacia el nuevo modelo que dos dependientas estaban colocando en medio del ventanal. Lo había encontrado: negro, hombros al aire, mangas amplias de encaje y una falda de capas de gasa en cascada. ¡Un vestido para volar tocando el violín! Entonces la oí. Una melodía triste que sonaba dentro del callejón. Me asomé y, al fondo, vi a un hombre ante la mansión desvencijada que cerraba el corredor abierto entre las casas de la avenida. Avancé y me dejé llevar por las hermosas notas que escapaban de su acordeón. Cerré los ojos, igual que él, y tuve la sensación de que el tiempo se había parado dentro de las sombras que nos envolvían. Cuando terminó la canción volví a la realidad y le contemplé a la escasa luz que llegaba desde la calle principal. Viejo, melena blanca y arrugas hasta en su mirada vacía, que me hizo comprender que era ciego. Me agaché y deposité unas monedas en su sombrero. Sin decir nada me di la vuelta y, al llegar junto al escaparate de la tienda, escuché su voz dándome las gracias. En ese momento leí el nombre escrito en un letrero de cerámica sobre la pared, “Callejón del Silencio”, e, impresionada todavía por la música brillante que seguía girando en mi cabeza, no pude evitar un escalofrío. Tras los instantes que había pasado en la penumbra, me costó caminar bajo la luz intensa de la tarde. Llegué a casa y bajé las persianas. Olvidé las partituras que tenía que estudiar y practiqué durante varias horas la melodía que no podía dejar de tararear. 136
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Al día siguiente, al salir de clase, fui al callejón. Allí estaba el viejo acordeonista, tocando la misma canción. Me acerqué sin hacer ruido, dejé el estuche en el suelo, saqué el violín y me uní a él. Cuando acabamos sonrió mirando al vacío. —Hueles a violetas —me dijo. Me pidió que esperara y entró en la casa, que parecía abandonada. Al cabo de un momento salió y me entregó un cuaderno de partituras. Estúdialas —me ordenó— y vuelve mañana. Al salir a la avenida la luz del sol hirió mis ojos. Llegué a casa llorando y tuve que dejar una habitación casi a oscuras para recuperarme. Estudié las notas del cuaderno y ensayé toda la tarde y parte de la noche, hasta que caí rendida. Pasé la mañana encerrada, luchando contra el brillo del sol que se filtraba por los visillos atormentándome los ojos. Por la tarde me puse unas gafas oscuras y corrí a mi cita con el músico. La dependienta de la floristería, una mujer mayor, estaba regando las plantas expuestas en la acera. Me acerqué y le pregunté por la casa del callejón. Me contó que había pertenecido a un músico muy importante, uno de los mejores directores de orquesta de su época. Pero una enfermedad repentina le dejó ciego y cayó en una profunda depresión. Su mujer le abandonó y, pasado un tiempo, él desapareció. Desde entonces la casa estaba cerrada. —¡Pero yo le he visto! —protesté. Toca el acordeón todas las tardes ante la puerta, ha tenido que escucharle. —Yo sólo te he oído a ti —me dijo sonriendo. Y siguió regando sus flores. La luz me molestaba cada vez más y me refugié en las sombras que me esperaban. —Buenas tardes, Violeta. Toca para mí. Saqué el violín y toqué. Toqué como no sabía que podía hacerlo, dejando que mis dedos dibujaran las notas y que el arco las acariciara sobre las cuerdas, estremecié137
ndolas con el temblor de los amantes que se recorren la piel por primera vez. —Estás preparada. Descansa; mañana será tu gran noche. A pesar de las gafas de sol, los ojos me ardieron al sentir el resplandor de la luz que quedaba en la calle. En cuanto llegué a casa bajé las persianas y corrí todas las cortinas hasta dejar las habitaciones completamente a oscuras. Apenas pude dormir, preguntándome qué habría querido decir el anciano sobre lo de la gran noche. Dediqué la mañana siguiente a intentar aliviarme los ojos con baños de manzanilla. Por la tarde, antes de mi hora habitual de salida, llamaron a la puerta. Era un repartidor que me entregó una caja alargada. La llevé al dormitorio y la abrí. Casi no veía, como si un velo negro hubiera caído sobre mis ojos, pero reconocí al instante de qué se trataba. Era mi vestido, el mismo precioso vestido que soñaba con llevar en mi debut ante el público. Y entendí el mensaje. Me lo puse y me imaginé ante el espejo que casi no me devolvía ya ningún reflejo. Con el estuche del violín bien agarrado bajo el brazo, salí de casa al anochecer, manteniendo los ojos cerrados durante todo el camino que sabía recorrer de memoria. En el callejón no había nadie, pero la puerta de la casa abandonada estaba abierta. Entré y escuché su voz: —Adelante, Violeta. Toma asiento. Me senté en la única silla libre, en medio de los violinistas, tras los que una hilera de violonchelistas cerraba un espectral semicírculo de miradas vacías. —Señores, ha llegado nuestro primer violín. La orquesta está completa. Toquemos. Dio un par de golpes con la batuta sobre el atril y, a su señal, comenzamos a interpretar al maestro Piazzolla como nunca nadie lo había hecho. Las notas del “Libertango” detuvieron el tiempo y, lentamente, echaron el telón sobre mis ojos para siempre. 138
VIAJE A LA OSCURIDAD
VIAJE A LA OSCURIDAD Paulina Soria
Me encuentro a media carretera, camino un poco tambaleante, me duele el cuerpo. No recuerdo cómo llegué aquí. Seguro me embriagué y mis amigos me dejaron botado o quizá vengo de algún motel. Siento un ligero zumbido en la cabeza. El camino es largo y hay neblina. Sólo deseo llegar a casa. ¡Carajo! Mis zapatos. Ni siquiera encuentro mi cartera, -esa perra me dejó seco-. No volveré a beber de esta manera. Ya estoy muy cansado, la niebla no me permite ver bien el camino. Estoy cerca de una calle angosta. Tengo sed, frío y un papel en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. ¿Un papel? Las letras perdieron un poco su forma gracias a lo arrugado de la hoja y estas lámparas no alumbran lo suficiente; parece ser una dirección. Mis pies se enfrían, cada paso que doy me entume los músculos. Hay húmedad en mi torso, voy a dirigirme hacia la dirección descrita en el papel. He oído susurros en todo el camino como si quisieran convencerme de algo, caminan lento, puedo sentir que tocan mi espalda, el asfalto cruje pero no puedo dejar que los nervios me traicionen. Observo una puerta de color negro. Antes de entrar me acomodo la camisa. ¡No puede ser, sangre! Mis mejillas se humedecen, la pared refleja una sombra grande, los pasos llenan de recuerdos la habitación en la que me encuentro. Sé que tengo una deuda pendiente. “El coche quedó destrozado”, se escucha a lo lejos. Avanzo, los rezos naufragan por la casa. Ahora puedo entender quién me ha estado siguiendo, mi firma quedó plasmada, los dedos me huelen a azufre. Un ataúd de caoba, flores, velas, lágrimas. Soy yo, yo estoy dentro de ese féretro. En el cristal puedo ver el reflejo de una sonrisa demoníaca. Ha llegado el momento de iniciar mi viaje a la oscuridad.
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TENTÁCULOS
Ricardo Rodríguez Sánchez La noche, ahora actualmente se llena con luces de neón, pero si le restamos estas y las demás artificiales, y sumamos la ausencia del resplandor de la luna, sólo queda un vacío que es llenado por nuestros miedos: la oscuridad. Llegó a su casa, dejando atrás el vértigo que produce el viernes de quincena, las promociones de ron y el bajo estridente de la pista de baile. A casa, y para colmo, sin energía eléctrica. Caminó a tientas, por la falta de luz, pero el mapa mental creado de varias parrandas siempre era un buen guía. No hubo nadie que la acompañara. Pensó que sería una noche más sin caricias, perdiéndose en la monotonía de cada fin de semana, pero al subir a su departamento percibió algo distinto. Su cuerpo necesitaba de un buen baño en tina para poder limpiarse de toda la podredumbre y poder renacer como ave fénix. Para que el agua pudiese apaciguar su cuerpo requirente de caricias. El recinto lo albergaba un vacío, donde el silencio era una constante, donde era nulo incluso el movimiento del aire. Un vacío que se intensificaba con su presencia. Un vacío tangible magnificado con el caer del agua sin hacer eco. Un doble vacío se percibía, el de la estancia y uno que albergaba su cuerpo. Se desnudó retirando los velos de su carne y su alma. Trató de despojar de su piel el pudor que le impedía la felicidad. Con cada prenda se despoja del hartazgo de la vida de oficina, de la espera en la silla giratoria por un suceso que cambie su vida. Se inmergió en el agua dejando que le cubriera la totalidad de su cuerpo, sacó la cabeza y escuchó como si estuviera en ebullición, lentamente comenzó a sentir como pequeñas burbujas golpeaban delicadamente su cuerpo. El agua llenaba todos sus poros y sus oquedades. Lenta140
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mente se intensificó la sensación del roce con la piel de sus curvas calipigeas, cobrando otra dimensión. Su cuerpo era recorrido por caricias lascivas en toda su extensión, cada fragmento de su piel era oprimido en distintas formas y fuerzas. La oscuridad se presentaba ahora en su mente dejando otro vacío que ahora era llenado por placer. Un gorgoteo emergió de la tina rasgando el silencio, salpicando al vacío del cuarto. Las presiones eran mayores a su cuerpo y en momento sintió que le asfixiaban, como si hubiese sido un brazo con protuberancias. La tina chapoteaba. Ella montaba la oscuridad con la mente en blanco. Cabalgaba con frenesí el hastío de la vida. Los tentáculos se materializaron. Una y otra vez los tentáculos recorrieron todo su cuerpo hasta que pudieron alcanzar su humedad placentera. Fue poseída por la noche con mil y un tentáculos. Y la noche cedió. Al final del día no supo si fue un sueño aquel encuentro con la oscuridad. Con la luz del alba vislumbró en su cuerpo tentáculos en el lugar en donde debían estar sus piernas.
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QUERUBÍN
Roberto Molotla Me pregunto si alguna vez te ha pasado lo mismo que a mí antes de dormir. Me obsesiona saber si has escuchado sonidos narcóticos detrás de tu puerta. Espero que sí, pero si me respondes que no, permíteme contarte como son: Parecen semejantes a los rasguños. Te inquietarás y pensarás que son de tu gato (si tienes, ya que si no, aquí se pone feo el asunto); sin embargo, hay algo en el aire que te dice que no es él; porque, luego, escucharás como una voz ligera que para nada viene del vecino; intentarás levantarte, pero habrá algo que petrificará tu cuerpo: un sueño muy pesado, tal vez. Sabrás que no es algo que conoces, escucharás claramente como camina por la pared, atravesará el mortero del techo y seguirá su marcha patética por encima de tu cama. Murmurará. Tendrás esa horrible sacudida infantil de algo que quiere jalarte debajo de la cama, invitarte con su mano ceniza a un viaje a la oscuridad debajo de ella: sofocante, olvidado, sórdido. Sentirás que quiere llevarte a un lugar desconocido donde te encuentres flotando solo en el perpetuo olvido. Quizás ahí verás a los duendes que pierden todos los niños al crecer o tal vez reconocerás a gente desaparecida que tanto miras en esos carteles pegados en los postes de luz y el transporte público. Sentirás esa falta de oxígeno que te extrae suspiros por la noche por no saber qué será de ti cuando mueras… aquello reducirá tu valor a nada y tu fe la hará jirones. Bastará un instante para transpirar esa inquietud hacia aquello que está fuera de tu cuarto. Sentirás como inhalas su vaho y eso erizará tu alma. Es justo, entre ese nirvana y la conciencia, cuando deberás preguntar: —¿Quién eres? 142
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A lo que responderá: —Un ser celestial —¿Eres mi ángel de la guarda? —el ansia sostendrá tu pecho. —No, soy algo más alto. »Soy alguien que desde su rincón vio la rebelión de Luzbel, soy aquel que ayudó a la creación del hombre, yo luché contra la rebeldía del caído. »Nada escapa a mis alas, el fuego de mi cabello incinera la paz del hombre y su pecado. Mi espada baila al son de trompetas porque mi yugo será el juicio. »Te he visto pecar, nada escapa a mis alas. —¿Quién eres? —La mano zurda de Dios. Será ese instante en el que por fin podrás despertar completamente dejando atrás ese trance: jadeante, mareado. Tu corazón estará agitado, quizás será la cena tu excusa o se lo achacarás a tu paranoia hacia la oscuridad. Inoportunamente, la vejiga traiciona en esos momentos, desearás ir al baño, pero la sola presencia de aquello provoca que no te levantes. Tu vejiga no aguantará más y deberás ir al baño. Pero tranquilo, no habrá nada a que temer. Serán sombras, nada más. … o quizás no; ya que al abrir la puerta la orina resbalará por tu pierna, ¿por qué? Por la razón de que aquello estará parado frente a ti con sus alas rebosantes de ojos extendidas a lo mayor. —Corpus Christi —te dirá. —Amén —deberás responder. Solamente soy una persona con una obsesión sana. Deseo saber si hay otros como yo que hayan sentido lo mismo; pues, apuesto que, hasta ahora, no has pensado que quizás estas líneas se hayan escapado de la oscuridad para relatarte mi propia anécdota, mientras, floto exánime y confundido en el olvido.
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VIAJERO
Rosario G. Towns Soy viajero lento por senderos infinitos de: polvo, piedra; de tiempo y frio con vientos desconocidos de luna. Las cuestas y pendientes gestan una fatiga misteriosa; atravieso túneles estrechos de ramajes en orgia, que me acarician con sus finas dagas. El hedor azufrado de los caídos en su intento de fuga, me causa ahogo y espasmos ventrales. Avanzo difícilmente por tal tierra de enigmas macabros, en la que el repentino cántico de aves nocturnas me sobresalta y el paso de linternillas flotantes, me aterra; no existe cruce de suelos, alternativa de andar ligero ¡todo es ortiga inmóvil, negrura de condena en las horas del no tiempo! El trance por este valle de trampas, es tedioso y demencial; la incertidumbre de mis huellas por hacer alto, es quemante y, el ardor quizá sea lo que mantiene mi sangre en circuito. El deseo inconsciente de descubrir algo en este punto de nada, impulsa mis piernas por un laberinto del que soy centro y punta. Durante mi fatídico desfile, he ido soltando recuerdos y quejas, desatando nombres y gemidos, mas tantos suspiros han borrado mi rastro. ¡Ah, un puente! … sencillo me es predecir que al otro lado será la misma suerte, aunque… ¿Fin?
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LA COCHA ENFRENADA Russell Manzo
Es un temor de algo, de cualquier cosa, de todo/ Se amanece con miedo/El miedo anda bajo la piel, recorre el cuerpo como una culebra. Jaime Sabines (Es un temor de algo)
«Un gruñido a media noche levanta a todos, agitados; Temblorosos. Cada vellito en la piel se despierta con el árido silbido del respirar de la calle...» Ixchel, era una linda niña de escasos 9 años de origen tzeltal que vivía en una comunidad cerca de Pantelhó, Chiapas. Desde que estaba pequeña encontró gran fascinación por las viejas y fabulosas historias, otras no tanto, sobre brujas y nahuales que según habitaron alguna vez la oscura y recóndita sierra. Aunque le daban mucho miedo ciertos relatos que solían contar los mayores, sus respingadas orejitas no podían dejar escapar ni una sola historia, sobre todo, una en especial: la cocha enfrenada. En México, el animal conocido como cerdo se le puede llamar de diferente maneras: cerdo, marrano, cochino, cuino, pero en Chiapas se le dice ‘coche’. Pues bien, ya muy de noche, era costumbre que los niños se reunieran alrededor de una amable fogata, mientras que los añejos labios de los abuelitos contaban con fervor historias mágicas y hermosas. A veces, dichas historias eran acompañadas de coplas y sones como ‘el bolochón’ o ‘el memelel’ para sosegar el ambiente, pues los cuentos nacían y se hacían en pleno monte. Una de esas noches en que el cielo estaba más impertinente que de costumbre, después de haber escuchado a uno los ancianos, Ixchel se dirigió velozmente hacia su casita de otate, ya que su mamá le había dicho que no llegara tan tarde. La quisquillosa lluvia no dejaba de berrear, y hacía poco visible el barroso camino a casa. 145
Al llegar al escurrido camino de flores que llevaban a su casa, se percató de un insólito, a la vez tácito, ruido no muy lejano de donde se encontraba parada. Era como si alguien se encontrara lesionado y gruñía como pidiendo auxilio. La pequeña, medrosa, giró la cabeza de izquierda a derecha con el fin de poder divisar aquel ente que imitaba ese llano ruido: —¿Quién está ahí? Me llamo Ixchel, no te haré daño...¡Sal de donde estés! —exclamó la pequeña. —¡Grrrrrrr! – prorrumpía aquel ser. —¿Te encuentras bien? ¿Quieres que te ayude? Sal para que te pueda ver bien, mi mamá me está esperando y no puedo quedarme mucho tiempo – señaló la infante. —¡Grrrrrrr! —manifestaba nuevamente aquel desconocido. De pronto, de entre los matorrales, unos misteriosos y bermejos ojos se dejaban entornar, seguido del bruto arrastrar como si de pesadas y enojadas cadenas se trataran. Unas pequeñas pezuñas surgían temerosas, y un sucio hocico se movía estrepitosamente con dirección a la niña. ¡Ay¡ ¿Qué es eso? – gritó pavorosamente la niña –. Sin pensarlo dos veces, la niña salió corriendo hacia su casa, mientras montones de minúsculas gotas caían como alfileres en su cabeza. Un oscuro miedo le acechaba, impidiéndole casi el estrepitoso traqueteo de sus pies. Por ratos volteaba a ver a aquella horrible forma que insistía en seguirla con cierto lerdo andar. Al llegar a casa le contó lo sucedido a su madre. Le dijo que había visto a un enorme cerdo, tan grande que era imposible que fuese algo normal. Se necesitarían de tres cerdos gordos y grandes para asemejar el tamaño de aquel animal. Expedía un hedor horrible, y sus ojos eran rojos como si del mismísimo ‘Juan no’ (el diablo) se estuviera hablando. La madre, con cierta sonrisa en sus mejillas, comentó que se trataba de la cocha enfrenada. Según cuenta la gente del pueblo que se trataba de una vieja bruja que nadie se había atrevido a cazar. Solía aparecerse en los 146
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tiempos de lluvia, y si te quedabas por mucho tiempo viéndola a sus hoscos ojos, te podría ganar tu alma. –¡’Ta bueno, pa’ que se te quite andar muy noche en el monte! – comentó burlonamente la mujer –. Desde ese entonces, la ahora joven, procura llegar temprano a su casa; y, de igual forma, nunca volver a salir cuando la extraña lluvia se hace presente. Sobre la bruja, dicen los habitantes que fue cazada, pues un día decidieron visitarla en una lóbrega y primitiva cueva que según habitaba. Encontraron una piel de cerdo tirada cerca de una anciana que yacía dormida en el suelo y regaron con fina sal dicha túnica para que nunca más la volviera a profanar.
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HUIDA
Alonso López G. “¡Debo huir antes de que me atrape!” eran los pensamientos de Mirkka; esa frase volvía una y otra vez en su mente sin parar, no importaba cuanto corriera o cuanto intentara esconderse, quien lo perseguía lo encontraba. –¡Déjame en paz! –exclamó asustado esperando piedad de su acosador. Fue inútil, escuchó una risa, probablemente de quien le perseguía, sólo se burló de él, seguramente le encantaba verlo asustado. Mirkka volteó para atrás y se percató que su seguidor ya estaba casi por pisarle sus talones. Tropezó con un bache y sin darse cuenta ya estaba en el suelo, levantó un poco su vista y se dio cuenta que se encontraba en una calle oscura, como si hubiera hecho un viaje a la oscuridad a pesar de que hubiera un farol que iluminaba muy poco, el cielo nublado dio a entender que muy pronto llovería, se sentó rápido para buscar a su temor pero no estaba frente a él, quiso levantarse pero, alguien lo jaló de nuevo al piso, sintió que lo abrazaban por la espalda. —¿A dónde piensas irte? —escuchó una voz masculina susurrándole en su oído. —Por favor, déjame ir –sollozó–. Te doy lo que quieras pero, no me hagas daño. —¿Quién está ahí? —se escuchó la voz de un tercero–. ¿Quién eres? Se trataba de un señor de barba canosa que estaba vestido como si hubiera ido a una boda. —¡Vete! —exclamó Mirkka–. ¡Sálvate! Rogaba por que el otro se fuera y pidiera ayuda, pero el desconocido sólo se acercó para ver qué estaba ocurriendo. —¿Qué está…? —el señor se calló al acercarse a Mirkka. Alguien le había asustado, sus ojos revelaron temor, 148
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Mirkka deseaba saber qué había visto. En eso observó después que al desconocido el atacante se le puso encima para tirarlo al suelo y morderle el cuello y mejilla para arrancarle la piel sin importar los chillidos de agonía; el atacante devoró la piel y bebió la sangre con placer, la pobre víctima por la pérdida de sangre y por el susto se desmayó, (al menos eso quería pensar Mirkka), se levantó nuevamente para huir, pero el otro le tomó del talón para tirarlo. —No te vayas, esa fue la entrada, aún me falta el postre y te ves delicioso. Mirkka gritó lo más que pudo, unas sirenas de varias patrullas se escucharon hasta llegar con él y varios policías bajaron apuntando con sus pistolas. —¡Quieto! —exclamó uno y otros dos se acercaron a la víctima desmayada, otros tres fueron cerca de Mirkka para esposar a su atacante a pesar de que gruñera de odio y amenazando con matarlos, Mirkka fue llevado a una patrulla mientras respiraba de prisa por la adrenalina pasada, miró por la ventana del vehículo y la lluvia apareció. Pasó una hora y el chico se encontraba en una habitación donde era acompañado por una silla y una lámpara iluminaba perfectamente el sitio, pero eso no le impidió gritar. —¡Auxilio por favor, no me dejen con él! —gritaba y golpeaba la puerta con todas sus fuerzas. —Je, je, no te estreses, así tu carne se pondrá dura y no será fácil saborearte –esas palabras salieron de la boca del mismo chico angustiado. Él miró nuevamente atrás y vio con pánico su misma sombra que le sonreía. —¡No quiero morir, no quiero morir! —¿Deberíamos llamar a sus padres? –preguntó una policía algo angustiada. —No tiene, ya verificamos su dirección y fuimos a su casa, ahí estaban los cadáveres de ellos, él los mató, fue como si los quisiera comer –mencionó otro. 149
—¿Qué harán con él? –la mujer estaba sorprendida por aquella información. —Llamamos a una clínica para que vinieran por él – respondió el otro. Ambos observaron la puerta que era golpeada una y otra vez por los gritos del muchacho que rogaba por ayuda sin saber que la mano de éste estaba llena de sangre.
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JULIETTE
Sugheit Ariela Laguna Almaráz Esa noche de finales de julio la última luz de la casa se había apagado, el silencio era casi absoluto interrumpido ocasionalmente por el canto de un grillo, el roer de los ratones en la cocina y el sonido de la rama de un árbol seco en la ventana de la habitación de arriba. La tarde había sido tormentosa pero no había logrado amainar el calor y Juliette se revolvía incómoda en su cama con las sábanas pegadas a su pequeño cuerpo. Ni siquiera Mesie minino se había quedado en casa, en un descuido había saltado hacia la calle en busca de lugares con mas frescor. La madre de Juliette estaba dormida sobre la lap top. Esperando el e-mail que nunca llegaba, aquel donde el padre de Juliette volviese a dar señales de vida pues hacía ya 3 años que había partido rumbo a la frontera y parecía como si se lo hubiese tragado la tierra. Desesperada por no poder conciliar el sueño la pequeña decidió levantarse, no comprendía el afán de su madre por mantener todo en perfecto orden, sus muñecas tan acomodadas, su ropa guardada y hasta sus zapatos le eran difíciles de encontrar en su propia habitación. Pero el resto de la casa mostraba un descuido atroz, los trastes sucios estaban entre los limpios, la ropa de su madre esparcida por doquier, botellas de vino y cervezas se apiñaban por los rincones igual que las bolsas de basura. La pequeña trataba en vano de arreglar el desorden, pasaba en vela noches enteras recogiendo, caía rendida al amanecer, pero nunca terminaba y la misma escena se repetía la noche siguiente. Su madre trabajaba todo el día así que la niña vagaba y jugaba por la casa en la oscuridad, comía alguna cosa que ya estuviera preparada y jugaba horas interminables con mesie minino. Cuando el gato llegó a la casa ella tenia 3 años de edad, fue amor a primera vista pues su mama lo trajo en una cajita con un gran lazo rojo. Juliette la había abierto impaciente encontrándose con ese gatito pardo 151
que le miraba con sus grandes ojos azules y balanceaba un cascabel más grande que él colgado en su cuello. Desde entonces no se habían separado ni un instante, hasta una noche en que la madre de Juliette había estado discutiendo con su padre, la misma noche en que él se fue. Al poco rato su madre había entrado a la casa llorando, diciéndole que su padre las había abandonado y que era culpa de la niña, que jamás debió haber nacido. La madre de Juliette la abrazo pidiéndole perdón llevando en sus manos un juguito delicioso que le dio mucho, mucho sueño. Al despertar, mesie minino se quedó observando a Juliette por largo rato, se acercó a lamer sus deditos, se erizó y salió corriendo de la habitación, de eso hacía ya mucho tiempo y los huesos de la niña seguían tendidos en la cama, la pequeña aún no se daba cuenta de lo que había sucedido, por eso, noche tras noche jugaba sin hacer ruido y, antes de despuntar el alba, se acercaba a su madre dormida sobre la lap, la besaba en la frente y regresaba al dulce sueño, al viaje a la oscuridad.
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MANDALA
Yulyl Contreras Miguez Todo es un círculo, y la vida como círculo no tiene inicio ni fin, es una sucesión de un acontecimiento a otro, todos sin sentido y todos unidos en el maldito círculo. Esa figura geométrica le ha fascinado desde que tiene memoria, o tal vez antes: Tiene esos recuerdos oníricos y nebulosos, donde recuerda estar en agua, caliente y feliz, dando vueltas y vueltas, y recordando el primero de de esos acontecimiento que desencadenó todo, un golpe seco que le movió todo su ser, y después una lluvia de estos le caían por todos lados, asuntando primero, enfureciendo después. Ese día decidió nacer. Los siguientes sucesos, marcaron su existencia aun más, el hambre y el abandono, las palabras de la abuela que le decían -ese engendro no es más que la extensión del demonio de su padre, miren ni siquiera llora-, después las golpizas sin control, con la mano, con la cuchara, con lo que tuvieran a la mano pero ni con eso pudieron ejercer su control, en lugar de llorar solía mirarlas fija y serenamente, y es que al concentrarse en sus ojos, solo veía los círculos de la pupila tan perfectos, tan continuos tan destellantes. Cuando fue lo suficientemente grande, su manía fueron las pelotas, tenía de todos tamaños y de todos colores, las robaba, las hacía, las pedía a gritos y sin llorar. Un día una de ellas lo libró de su abuela, fue una situación que no tenía planeada, pero fue lindo, cuando su abuela pisó una al bajar la escalera con un palo para pegarle, dio una y otra y otra vuelta en el aire, formando unos círculos preciosos hasta caer desnucada, mientras eso pasaba, aplaudía y reía copiosamente, se acercó y observó que ella tenía los ojos abiertos y los miró, estaban tan redondos, tan fijos y muertos que decidió tocarlo. En eso estaba cuando llegaron los vecinos y su madre, mientras mantenía los dedos dentro de los ojos de su abuela. Ese día supo lo que era el miedo, pero no el suyo, el de los demás. 153
Tuvo varios compañeros de juegos, pero ninguno comprendió o quiso comprender lo que había en su ser, hubo un desfile de buenas, malas, tontas, asustadas amistades que se fueron alejando de poco a poco o de tajo, pero todas huyendo. Llegaron otros años y otros círculos, y otra muerte, esta vez su pasión eran las llantas, verlas girar, pesadas, tan negras como los ojos de su abuela, le gustaban, llenas de aire, y con los rines puestos, el día en que en un impulso orgásmico robó una, ese día murió su madre. Ese accidente fue tan hermoso, tan liberador, que sabía que ya no quería salir de ese trance que le mantenía en las sombras, el único lugar que era seguro para su ser. Simplemente esperó a que ella llegara y dejó caer la rueda desde el segundo piso a su cabeza; el sonido que se produjo fue impactante, el grito espectacular, y el círculo se sangre que se formó alrededor de ella era simplemente hermoso, lo guardó en su memoria como se guarda la mejor noche de sexo con el amor de tu vida. Después conoció esas obras llamada mandalas, tan intrínsecas, tan propias, tan redondas, tan exquisitamente continuas, que decidió aprender a hacerlas. Se acercó a las clases hipnotizado por los diseños, la caída de las sales dentro de ellos, la paciencia y el amor, por primera vez en su vida sintió amor hacia algo, y fue el mejor alumno, el más dispuesto, el más solícito, el único defecto que encontraba era que sus trabajos le producían asco, la gama de colores que tenía que utilizar, no entendía por qué esos colores tan vivos. El día de la exposición de los trabajos, dejaron el suyo al último, pues lo hizo bajo el mayor secreto posible y el instructor estaba realmente convencido de que sería un trabajo genial que representaría lo mejor de su alma. Cuando fue su turno y descubrió el suyo y todos quedaron sobresaltados, eran tan impactante, los dibujos llenos de una exquisitez sublime, todo estaba elaborado minuciosamente, pero los dibujos en lugar de causar paz interior 154
o arrancar suspiros hicieron que el público lanzara alaridos de llanto, terror, locura, y los colores utilizados en lugar de ser vibrantes, eran negros y más negros, llevando a todos a una oscuridad casi total de la mente. Todos menos una persona, esa persona miraba al dibujo y miraba al ser que lo creó, y se acercó poco a poco, mirándole a los ojos, tan callados, tan serenos, tan hipnotizantes que se reconocieron en ellos y entre ellos. Salieron del lugar llenos de vida, de planes, de diálogos sin palabras, caminaron y caminaron hasta donde nadie los notara. En medio de la noche y de la nada, desnudaron sus cuerpos y sacando sendos picahielos, comenzaron a trazar uno en el cuerpo del otro diversos círculos, en los brazos, en las piernas, en las caras, en los sexos, en el pecho, fundiéndose en las miradas, hasta llegar al lugar donde debían estar, libres, libres iniciando su viaje a la oscuridad. Ese día por fin lloró.