A m o r y
S u s t o
El gato de Brasil Arthur Conan Doyle Ilustrado por
Manuel Marsol
Para mis profes, compaĂąeros y amigos de la escuela EINA. De alguna manera este libro tambiĂŠn es suyo. M. M.
El gato de Brasil Arthur Conan Doyle Ilustrado por
Manuel Marsol
Ediciones EkarĂŠ
ÍNDICE
El gato de Brasil 7
El espantoso momento de decidir Juan Muñoz-Tébar 67
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Arthur Conan Doyle
El gato de Brasil
E
s mala suerte para un joven tener gustos caros, parientes aristocráticos, grandes expectativas y no tener dinero en el bolsillo ni ninguna profesión con la cual poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y amable, tenía tanta confianza en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, el solterón lord Southerton, que dio por hecho que yo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría para mí, al menos, algún cargo en ese servicio diplomático que sigue siendo coto reserva do de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasia do pronto para darse cuenta de lo equivocado de sus cálculos. 7
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Ni mi tío ni el Estado notaron mi existencia ni mostraron ningún interés por mi futuro. Un par de faisanes de vez en cuando o, quizá, una cesta de liebres era lo único que me llegaba para recordarme que era el heredero de la Casa Otwell y de una de las mayores fortunas del país. Mientras tanto, me encontraba como hombre soltero y diletante viviendo en un apartamento de Grosvenor Mansions, sin mejores ocupaciones que el tiro de pichón y el juego de polo en Hurlingham. Comprobaba, mes tras mes, que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas renovaran el crédito y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que me corres pondería heredar. La ruina se me presentaba cada día más clara, más inminente y totalmente inevitable. Lo que más me hacía sentir mi pobreza era que, aparte de la gran riqueza de lord Southerton, todos mis otros parientes tenían una posición holgada. El más cercano era Everard King, sobrino de mi padre y primo hermano mío, que había llevado una vida aventurera en Brasil y ahora había regresado a Inglaterra para disfrutar de su fortuna. 9
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Nunca supimos de qué manera se había enri quecido, pero parecía poseer mucho dinero, porque compró la finca de Greylands, cerca de Clipton-onthe-Marsh, en Suffolk. Durante su primer año aquí no me prestó más atención que mi avaro tío; pero una mañana de verano recibí una carta en la que me invitaba a ir, ese mismo día, a hacerle una breve visita en Greylands Court. Por el contrario, la visita que yo esperaba hacer en aquel momento era una, y bastante larga, a la Corte de Quiebras, así que esa interrupción me pareció casi providencial. Si me ganaba las simpatías de aquel pariente desconocido, quizá, podría salir adelante. Si valoraba en algo el honor de la familia, no podía dejarme en la estacada. Di orden a mi valet de que preparase mi maleta y esa misma tarde salí para Clipton-on-the-Marsh. Cambié de tren en Ipswich a un trencito local que me dejó en una estación pequeña y solitaria, entre unas praderas de hierbas ondulantes atravesadas por un río lento que serpenteaba entre orillas altas y fangosas, lo que quería decir que la marea subía hasta allí. 10
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No había ningún coche esperándome (luego supe que mi telegrama se había atrasado), así que contraté uno en la posada del pueblo. El cochero, un tipo excelente, elogiaba mucho a mi primo, y gracias a él supe que el nombre de Everard King ya era de los más reconocidos en aquella parte del país. Colaboraba con la escuela de la zona, permitía la entrada a quienes quisieran visitar su parque, apoyaba obras benéficas y, en pocas palabras, su filantropía era de tal magnitud que mi cochero solo se la explicaba suponiendo que mi primo ambicionaba ir al parlamento. Mi atención se desvió del panegírico del cochero cuando un bellísimo pájaro se posó en un poste de telégrafo al lado de la carretera. A primera vista parecía un arrendajo, pero más grande y con plumaje más brillante. El cochero me explicó inmediatamente que pertenecía al mismo hombre que íbamos a visitar. Por lo visto, el aclimatar animales exóticos era una de las aficiones de mi pariente y había traído de Brasil una gran cantidad de aves y de otros animales que intentaba criar en Inglaterra. Una vez dentro del parque de Greylands, seguimos viendo numerosas pruebas de 11
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aquella afición. Algunos ciervos pequeños con manchas, un extraño jabalí que, según parece, se conoce con el nombre de pecarí, una oropéndola de plumaje esplendoroso, una curiosa especie de armadillo y un extraño animal de caminar pesado y garras curvadas que parecía un tejón sumamente gordo fueron algunos de los animales que distinguí mientras el coche avanzaba por la sinuosa avenida. Everard King, mi primo desconocido, estaba esperándome en la escalinata de su casa porque nos vio en la distancia y supuso que era yo quien llegaba. Era hombre de aspecto sencillo y bondadoso, bajo de estatura y corpulento, de unos cuarenta y cinco años y de cara redonda y bonachona, curtida por el sol del trópico y llena de arrugas. Vestía traje de lino blanco, al auténtico estilo colonial; tenía un cigarro entre los labios, y un gran sombrero panamá echado hacia atrás. Su figura era de las que se asocian con la visión de una terraza de bungalow y, curiosamente, fuera de lugar delante de aquella mansión inglesa de piedra con sus dos alas macizas y columnas estilo Palladio delante de la puerta principal. 12
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—¡Querida, querida!, ¡aquí tenemos a nuestro huésped! —gritó, mirando por encima del hombro—. ¡Bienvenido, bienvenido a Greylands! Encantado de conocerte, primo Marshall, y tomo como un gran cumplido el que hayas venido a honrar con tu presencia esta pequeña y soñolienta casa de campo. Sus maneras no podían ser más cordiales y enseguida me sentí muy a gusto. Pero se precisaba toda esa cordialidad para compensar la indiferencia, e incluso grosería, de su mujer, una persona alta y demacra da que acudió a su llamada. Creo que era de origen brasileño, aunque hablaba a la perfección el inglés. Disculpé sus modales atribuyéndolos a su ignorancia de nuestras costumbres. Sin embargo, ni entonces ni después, trató de ocultar lo poco que le agradaba mi visita a Greylands Court. Sus palabras eran casi siempre corteses, pero poseía unos ojos negros extraordinariamente expresivos y, desde el primer momento, vi en ellos con claridad que anhelaba intensamente que yo regresara a Londres. Pero mis deudas eran demasiado apremiantes y los planes que tenía para mi rico pariente, demasiado 13
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vitales para dejar que fracasaran por culpa del mal genio de su mujer, así que no hice caso a su frialdad y le correspondí a mi primo la extraordinaria cordialidad con que me había acogido. Había hecho lo posible por procurarme toda clase de comodidades. Mi habitación era encantadora y, cuando me suplicó que le indicase cualquier otra cosa que pudiera compla cerme, tuve en la punta de la lengua contestarle que un cheque en blanco sería muy eficaz, pero me pareció prematuro para el estado en que se encontraban nuestras relaciones. La cena fue excelente y cuando nos sentamos a fumar unos habanos y a tomar el café, que, según me informó, se lo enviaban especialmente mezclado para él desde su propia plantación, me pareció que todas las alabanzas del cochero estaban justificadas y que jamás había conocido a un hombre más bondadoso y hospitalario. Pero, a pesar de su temperamento jovial, era hombre de voluntad fuerte y de un carácter impetuoso. Lo pude comprobar la mañana siguiente. La curiosa animadversión que la esposa de mi primo había concebido hacia mí era tan fuerte que su comportamiento 16
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durante el desayuno fue casi ofensivo. Una vez que su marido se retiró de la habitación, se hizo totalmente evidente porque me dijo: —El tren que más le conviene es el que sale a las doce y cuarto. —Pero yo no pienso irme hoy —le contesté francamente, quizá un poco desafiante, porque estaba decidido a no dejarme echar de allí. —¡Oh, si dependiera de usted...! —dijo ella, y se calló, mirándome con una expresión insolente. —Estoy seguro —le contesté— de que míster Everard King me lo diría personalmente si yo estuviese abusando de su hospitalidad. —¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —preguntó una voz, y ahí estaba él entrando en la habitación. Había escuchado mis últimas palabras y una sola mirada le había bastado para entender lo que pasaba. En un instante aquella cara oronda y jovial se endureció con una expresión de absoluta ferocidad. —¿Quieres hacerme el favor de salir, Marshall? —dijo. (Debo mencionar que mi nombre es Marshall King). 18
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Mi primo cerró la puerta detrás de mí, y por un instante oí que hablaba a su mujer en voz baja, con furia contenida. Evidentemente aquella grosera ofensa a la hospitalidad lo había lastimado en su punto más sensible. No soy un fisgón, así que me alejé hacia el jardín. En breve oí a mis espaldas un paso precipitado y ahí estaba la señora con el rostro pálido de excitación y los ojos enrojecidos de haber llorado. —Mi marido me ha rogado que le presente mis disculpas, señor King —dijo, permaneciendo ante mí con la mirada baja. —Por favor, señora King, no diga ni una palabra más. Repentinamente sus ojos oscuros me miraron con fuego: —¡Idiota! —masculló con vehemencia frenética. Luego dio media vuelta y se marchó hacia la casa. El insulto era tan indignante, tan insoportable, que me quedé de una pieza, mirándola desconcertado. Seguía en el mismo lugar cuando vino a reunirse conmigo mi anfitrión. Volvía a ser el mismo hombre jovial y regordete. 19
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—Espero que mi señora se haya disculpado por sus tontas palabras —me dijo. —¡Sí, sí, claro que sí! Me tomó del brazo y caminamos de aquí para allá por el césped. —No debes tomarlo en serio —dijo—. Me dole ría mucho que acortases tu visita aunque solo fuese por una hora. La verdad es que no hay razón para que entre parientes guardemos secretos: mi pobre querida mujer es increíblemente celosa. Odia que cualquiera, sea hombre o mujer, se interponga un instante entre nosotros. Su ideal sería una isla desierta y un eterno diálogo entre los dos. Esto te dará la clave de su conducta, que, lo confieso, se está convirtiendo en una manía. Dime que ya no volverás a pensar en lo sucedido. —No, no; desde luego que no. —Pues entonces, prende este cigarro y acompáñame para que conozcas mi pequeña colección de animales. El recorrido nos ocupó toda la tarde, porque allí estaban todas las aves, bestias y hasta reptiles que 20
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había importado. Algunos vivían en libertad; otros, en jaulas, y hasta unos cuantos, dentro de la casa. Me habló con entusiasmo de sus éxitos y de sus fracasos, de los nacimientos y de las muertes; exclamaba como un escolar entusiasmado cuando, durante nuestro paseo, algún llamativo pájaro de colores aleteaba desde el césped o cuando algún animal extraño se escondía entre los arbustos. Por último, me condujo por un pasillo que se extendía desde una de las alas de la casa. Al final había una pesada puerta que tenía un postigo corredizo que permitía mirar adentro; una manilla de hierro unida a una rueda y a un tambor salía de la pared junto a la puerta. Una reja de fuertes barrotes atravesaba el pasillo. —¡Estoy a punto de enseñarte la joya de mi colección! —dijo—. En Europa solo hay otro ejemplar desde que murió el cachorro que había en Róterdam. Se trata de un gato de Brasil. —¿Pero en qué se diferencia de los demás gatos? —Pronto verás —me contestó riendo—. ¿Serías tan amable de correr el postigo y mirar hacia el interior? 21
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