La Sayona y otros cuentos de espantos

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Edición a cargo de Araya Goitia Dirección de arte y diseño: Alejandra Varela Primera edición, 2014 © Mercedes Franco, texto © Stefano Di Cristofaro, ilustraciones © 2013 Ediciones Ekaré Todos los derechos reservados Av. Luis Roche, Edif. Banco del Libro. Altamira Sur, Caracas 1060, Venezuela C/ Sant Agustí 6, bajos. 08012 Barcelona, España www.ekare.com ISBN 978-980-257-358-5 · Depósito legal: If15120148001698 Impreso en Caracas por Gráficas Acea


Mercedes Franco Ilustraciones de Stefano Di Cristofaro

La Sayona y otros cuentos de espantos

ED I C I O N E S EK A R É



Índice

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La dama de Isla Blanca

19

El bailarín

27

¿Cómo te llamas?

35

Mawadi

43

La Sayona

El gran Yaguarín contra el pájaro blanco

59

La novia del litoral

73

El Carey Notas curiosas Biografías

96

80

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La dama de Isla Blanca

Al norte de Venezuela, en pleno mar Caribe, se halla una pequeña isla en forma de concha marina o de abanico. Es conocida como Isla Blanca, o La Blanquilla, por el color de sus arenas. Actualmente existe allí una base de la Armada Venezolana y un excelente muelle donde pueden fondear lanchas y yates. Muchos pescadores vienen a La Blanquilla atraídos por la transparencia de sus aguas, la extraordinaria belleza de las formaciones coralinas y su gran riqueza pesquera, que desde comienzos del siglo XX explotan los pescadores margariteños. El joven abuelo Jorge había llegado aquella mañana desde Puerto La Cruz con sus dos nietos, Jorgito y Reinaldo. Llevaban equipo de pesca y de buceo, y una amplia tienda de campaña, porque pensaban pasar por lo menos dos días en aquella playa inigualable. Era el premio que tanto habían esperado, la recompensa por haber salido bien en los exámenes. Al año siguiente iniciarían la secundaria y estaban muy entusiasmados. Mientras armaban la tienda, se les acercó un anciano pescador de espesa barba blanca y ojos de un azul intenso. —Les aconsejo que no acampen aquí. —¿Está prohibido?

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—No. Pero es mejor que no duerman en la playa, sino dentro de alguna embarcación. Fueron a la lancha, a darle la mala noticia al abuelo, quien bajó a conversar con el pescador. Sin embargo, no lo encontraron por ninguna parte. Fueron entonces hasta la base militar y allí les otorgaron permiso para acampar. Cuando estuvo lista la tienda de campaña, prepararon los equipos de buceo y al fin entraron al agua.

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Era como si nacieran súbitamente en un universo distinto, un paisaje inédito, de formaciones caprichosas, espectaculares. Estuvieron vagando como en sueños por aquel mundo ideal y fantástico. Por entre los corales asomaban sus tímidas cabezas rojas los peces, habituados al amparo de las piedras. El abuelo logró arponear un enorme mero. Pensaban prepararlo a la parrilla para el almuerzo, cuando llegó de nuevo el viejo pescador. —Si quiere yo le descamo el pez y se lo dejo listo para asar, don... El abuelo aceptó la oferta inmediatamente. Mientras trabajaba junto a la orilla, los jóvenes lo observaban. Aquel anciano manejaba hábilmente el cuchillo y las escamas volaban por el aire cayendo luego en el agua. —¿Por qué antes nos dijo que nos fuéramos? —quiso saber Reinaldo, siempre tan curioso. —Yo no les dije que se fueran. Sólo que no durmieran aquí en la playa —respondió el pescador.


—¿Y eso por qué? El viejo lo miró largamente con sus ojos marinos: —Todos procuran irse antes de que oscurezca, hasta los ñeros que son los más atrevidos, por temor a la dama fantasmal que recorre la playa. Pero a decir verdad, yo no sé por qué le temen. Ella es joven y hermosa. ¡No le hace daño a nadie! Sólo está ansiosa de amor. Viste un largo traje de encaje, tan blanco como las arenas de la isla. —Pero, ¿quién es ella? —dijo Jorgito nervioso, con un guiño de picardía—. ¿No será una novia suya, viejo? Los muchachos se echaron a reír a carcajadas. —¡Lo que nos faltaba! ¡Un fantasma aquí en Isla Blanca! El anciano pescador rio también de buena gana, con ellos. Al rato llegó el abuelo, con refrescos para todos. —Muchas gracias, don. Les estaba contando a sus nietos la historia de la dama de Isla Blanca, pero como que no creen en nada. Más bien se rieron bastante. —Estos muchachos de hoy en día son así —contestó el abuelo—. Pero no importa, cuénteme la historia a mí. —Pues ya que me lo pide, se la contaré. Nada me cuesta. Le diré para empezar que nunca hubo una mujer más linda que la niña Carolina Guzmán. Era caraqueña y de muy buena familia. A fines del siglo diecinueve tuvo que viajar a París para comprar su ajuar de novia, como hacían entonces las muchachas de la alta sociedad. En aquella época no se conocían las embarcaciones de

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motor, como la de ustedes. Todo el mundo viajaba en barcos de vela. Pues el viaje fue muy bueno y placentero. Pero resultó que al regreso, en medio del océano, el navío fue sorprendido por una «calma chicha». Usted sabe, en términos marineros, es una calma excesiva. El mar y el viento se detienen. Los barcos a vela se quedan inmóviles, como suspendidos en el espacio y el tiempo... Bien, pero ya su pescado está listo, don. Será mejor que me vaya. —¡No, no se vaya! ¡Esa historia está muy interesante! —pidieron Jorgito y Reinaldo. El anciano sonrió complacido.

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—Bueno, si ustedes me lo piden, nada me cuesta seguir contando. Resulta que la niña Carolina venía en un buque de vela, como ya le dije, y al cesar el viento, el barco se quedó en medio del mar, detenido sobre las olas. El calor era agobiante. Ella salía todas las noches a pasear por la cubierta. El capitán también se paseaba por allí. Se llamaba Darío. Era un hombre leído y dicen que hasta atractivo. Conocía Los miserables de Victor Hugo y las Rimas de Bécquer. Los mismos libros que le gustaban a Carolina. Pronto se hicieron amigos. Conversaban todas las noches de poesía, de historia, y hasta de astronomía. Él le enseñó a encontrar en el cielo al gigante Orión y la constelación del Cisne. De esa amistad tan bella y profunda surgió otro sentimiento: un apasionado amor, al que la joven se entregó sin detenerse a meditar en las consecuencias. —Esto se pone cada vez más interesante —susurró Reinaldo.


—¿Y entonces qué pasó? —urgió el Jorgito. —Pues que en dos semanas comenzó de nuevo a soplar el viento. Así que al fin la nave pudo proseguir el rumbo trazado. Ya se acercaban a las costas venezolanas, cuando Carolina se dio cuenta del grave error que había cometido al enamorarse de Darío. Reflexionaba profundamente, sin encontrar la solución a su problema. Amaba al capitán del barco, pero él era casado. Nunca podrían unirse lícitamente. Además, en Caracas la esperaba su prometido Carlos Alberto, que no merecía su abandono. Sería una gran afrenta y una vergüenza para la familia. —¡Qué situación tan terrible! —lamentó el abuelo. —Si yo fuera el capitán habría desviado el barco y me la habría llevado lejos —comentó Reinaldo. —Él lo pensó —explicó el pescador—. Quiso hacerlo, pero cuando tomó la decisión era demasiado tarde. Llena de pena y de culpa, Carolina se arrojó al mar una noche, cerca de esta isla. Desde entonces, dicen que su espíritu inquieto se pasea por estas solitarias arenas, al anochecer. —Por eso nos recomendó no dormir aquí —dijo Jorgito. —A menos que sea bajo techo. Quienes duermen aquí sobre la arena tienen que soportar la compañía de la dama —explicó el anciano—. Ella es inofensiva, pero anda siempre en busca de amor. Sobre todo busca a los hombres solitarios como usted. —¿Yo? —rio el abuelo Jorge—. Enviudé hace diez años, ¡ya estoy viejo!

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—No tanto —dijo el pescador—. Aún puede encontrar el amor. No quiso quedarse a almorzar con ellos. Se despidió y se alejó rápidamente por la playa, con su larga barba y su sombrerito de cogollo. Tal vez temía la llegada de la noche. Mientras comían y comentaban la historia de su reciente amigo, los muchachos expresaban cierta agitación. —Lo que soy yo, duermo en la lancha —dijo Jorgito. —Esas son creencias absurdas, viejas consejas populares —explicó el abuelo—. Espero que no se hayan asustado. Vamos a descansar de este atracón de pescado asado. Mañana salimos a pescar en la lancha. El abuelo se recostó y los nietos decidieron bañarse. El agua estaba tibia y agradable. Al rato, el sol comenzó a ponerse en jirones de fuego, y el mar pareció un inmenso lago de oro. El abuelo encendió su farol. Habían decidido pasar un buen rato contando otras historias y leyendas del mar, tan misteriosas como la del pescador. Pero estaban tan cansados que después de cenar algo ligero se acostaron y se quedaron dormidos. Más o menos a la medianoche el abuelo sintió unos brazos suaves en torno a su cuello. «Será alguno de los muchachos. Seguro que no pueden dormir porque están muy asustados» pensó sin abrir los ojos. Y volvió a dormirse tranquilo. Pero llegó la madrugada y el frío que se colaba por la carpa lo hizo

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