Los Distintos

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Mónica Montañés · Ilustraciones de Eva Sánchez Gómez

E DIC IONE S EK A R É





Mónica Montañés Ilustraciones de Eva Sánchez Gómez

E DIC IONE S EK A R É



El hombre de la casa a vida te puede cambiar de pronto y sin avisar. Lo sé porque a mí me ha ocurrido. Tenía medio cuerpo bajo la cama porque mi avión había aterrizado justo allí. Era mi avión favorito. En ese momento, mi única preocupación era rescatarlo rápido para que no me dieran ganas de estornudar. Si estornudaba, mi madre se preocuparía y me daría a tomar una cucharada de un jarabe que sabe muy mal. Bajo mi cama había mucho polvo y el suelo estaba helado. Sentía que se me iban a congelar los codos y la barriga. Justo cuando había logrado que mis dedos alcanzasen una de las alas del avión, escuché la voz de mi padre llamándome. Llegué a la sala haciendo como que volaba, con los dos brazos estirados, esquivando los muebles donde podía encontrarse el enemigo atacándome, imitando los sonidos de mi avión y las bombas que soltaba al pasar. 7


Frené en seco cuando vi que mi padre estaba muy serio, de pie, junto a una maleta. Me llamó Paco, no Paquito, que es como me llama todo el mundo. Me dijo que se tenía que ir de España. Que, a partir de ese momento, yo era el hombre de la casa y que tenía que cuidar de mi madre y de mi hermana. Sentí miedo. Quise llorar. Yo solo tenía nueve años. Pero me quedé mudo. Y no lloré. No pude. Él siempre me había dicho que los hombres no lloran y eso había pasado a ser yo: un hombre. Desde la ventana vi a mi padre salir del edificio con su maleta. En la calle lo esperaban dos guardias de asalto. Estaba comenzando a nevar. Me quedé allí, viendo como mi padre caminaba por la acera, hasta que dobló la esquina y no pude verlo más. Solo entonces me di cuenta de que todavía tenía el avión en mi mano. Lo miré sin saber qué hacer con él. Solo los niños juegan a pilotear avioncitos de plomo, pensé. Y yo, según me acababa de decir mi padre, ya no era un niño.




La niña que nunca tenía hambre

diaba estar en el pueblo. No es que no me gustase el pueblo. Era muy bonito y todos me querían mucho y me trataban bien. Yo ya había vivido allí porque, cuando empezó la guerra, mi padre nos llevó a mi madre, a mi hermano Paquito y a mí, a vivir a ese pueblo en el que todos son familia nuestra –no es una exageración, en cada casa vivía alguien que me llamaba prima o sobrina–. Además, ahí se me cayó el primer diente y vi, por primera vez, la barriga de un avión alemán. Pero esta vez era diferente, me habían dejado sola. Yo quería estar con mi madre. Cerraba los ojos y la veía ahí mismo, a mi lado, como siempre. El día que nos sobrevoló el avión alemán, mi madre nos abrazó duro a Paquito y a mí, cubriéndonos con su cuerpo, temiendo que soltase una bomba. Pero no fue así. El avión siguió de largo y, al cabo de un rato, escuchamos un ruido muy fuerte. Yo no supe qué era porque nunca había escuchado una explosión. No nos lo explicaron, a los niños no nos explican nada, pero pude oír a las mujeres comentando en susurros que el avión había soltado una bomba en el pueblo de al lado y que había muerto mucha gente. Así entendí lo que era una guerra y por qué todos los adultos tenían siempre tanto miedo. Bueno, no siempre. A veces sonreían porque la cosecha había estado mejor que otros años o porque el arroz había quedado delicioso. 11


También allí, por primera vez, comí paella sin platos. Nos daban a todos un tenedor para que comiésemos directamente de la paella. Me gustó esa idea porque pensé que así nadie se daría cuenta de que yo no comía nada. Pero me equivoqué. Cuando todos terminaban, quedaba una porción intacta, un triángulo exacto de arroz, ahí, delatándome. No es que no me gustase el arroz, lo que no me gustaba era comer. Yo nunca tenía hambre y me regañaban mucho por eso. Pero, apartando las comidas, y el día aquel que nos sobrevoló el avión alemán, lo pasé bien en el pueblo durante la guerra. Pero la segunda vez que tuve que vivir ahí, la cosa fue muy distinta. Y no solo porque ya yo tenía siete años, sino porque mi madre me había dejado sola, con los tíos y los primos. Yo no lo entendía y me daba mucha rabia. Me explicaban que mi padre se había tenido que ir de España y que mi madre no podía tenerme con ella porque no había comida para todos. Eso me parecía absurdo. ¡Si yo nunca tenía hambre! Más bien, que mi madre no pudiese darme de comer era una razón más para querer estar allá con ella. Paquito sí comía bien. Sin embargo, a él no lo habían traído al pueblo. Él sí se había podido quedar en nuestra casa porque era un niño y no una niña como yo. Todo me parecía muy injusto.

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Las mujeres del pueblo me vivían diciendo: «Mira lo que te he horneado, Socorritos, deja de llorar y comételo que está muy bueno, anda». Pero yo no quería comida. Lo único que quería era estar con mi madre.


«La vida te puede cambiar de pronto y sin avisar. Lo sé porque a mí me ha ocurrido». Paquito y Socorro son dos niños que viven en España durante la guerra civil. Son muy distintos entre ellos, pero sobre todo muy distintos a los demás. En este relato escrito a dos voces, cuentan la historia de sus vidas al terminar la guerra y la aventura que significó para ellos comenzar de nuevo en otro lugar.


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