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Historias deUndetectives lugar seguro
por Patricio
C
aminé por las calles oscuras y ruinosas de la unidad habitacional popular a la que recientemente había mudado mis oficinas. Mi anterior despacho de detectives privados –o más bien de detective, porque soy el único socio– estaba ubicado en el corazón de una colonia de clase media, céntrica y populosa, llena de cafecitos, restaurantes y todo tipo de negocios. El lugar, aunque muy cómodo para mis clientes, había sido saqueado cinco veces por los amantes de lo ajeno a plena luz del día. Mi fiel Renault 5, de colección, había sido desvalijado por episodios hasta no quedar nada de él y yo mismo asaltado un par de veces, a mano armada con rifle de asalto. Dispuesto a abordar el asunto no como un problema, sino como una oportunidad; decidí mudarme y, de paso, quitarme de encima al casero, que no cejaba en su empeño de cobrarme los cuatro meses de renta atrasada –una mala racha la tiene cualquiera, especialmente en estos tiempos-. La colonia que elegí para mudarme era –y sigue siendo– un nido de criminales, pero las rentas eran ridículamente baratas, lo que las hacía muy competitivas. Poco antes de llegar a mi despacho, mi ojo entrenado notó que alguien me observaba desde las sombras, provocadas por las inservibles luminarias de la acera de enfrente. Al tiempo que insertaba la llave en la primera cerradura –tengo ocho– la silueta avanzó en mi dirección. Instintivamente llevé mi mano a la pistola, pero pronto me di cuenta de que, quienquiera que fuera el tío, no era peligroso. Se trataba de un hombre de mediana edad, bastante flaco y visiblemente maltratado. Sus ropas, sucias y desgarradas, me llevaron a pensar que quizás se trataba de un mendigo en busca de una moneda o de algo para comer, pero él mismo se encargó de aclarar la situación. “Vengo a verlo, amigo. Necesito de sus servicios”, exclamó con una voz profunda y fuerte, que contrastaba con su disminuido aspecto.
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Lo invité a pasar, le ofrecí un café y unas barritas Marinela –parte fundamental de mi canasta básica– y me dispuse a escuchar su historia. X –es un nombre falso, desde luego. Omitiré su nombre verdadero por razones de seguridad– era un hombre con muchos problemas y muy mala suerte.
Mientras se me ocurría algo, alojé a X en uno de los cuartos de la casita de interés social y le prohibí poner un pié en la calle. Después de darle vueltas al asunto, mientras tomaba unas cervezas con un par de amigables rufianes, vino a mi memoria algo que arrojaría una nueva luz al caso.
Además de haber sido víctima de cinco secuestros, tres exprés y dos normales, por años había tenido que pagar derecho de piso a dos grupos diferentes de la delincuencia organizada para poder mantener abierto su negocio, que finalmente quebró, aplastado por la carga de la doble tributación hacendaria.
Recordé el razonamiento que, además de las bajas rentas, me había llevado a establecerme en una de las colonias más peligrosas de la ciudad, cuna de mal vivientes y matones: “Perro no come perro y entre gitanos no se leen la mano”, pensé entonces, y no me había equivocado. Los casi ocho meses que llevaba viviendo entre esa gente habían sido los más pacíficos en mucho tiempo.
En plena crisis financiera, su mujer lo abandonó, alegando violencia intrafamiliar. Y sí, era cierta la parte de la violencia, pero era ella la que golpeaba sin misericordia a su marido y a sus hijos. No teniendo a quién acudir –la policía era responsable por tres de los cinco secuestros–, X había decidido dejar todo atrás e iniciar una nueva vida en otra ciudad. Buscó en Internet el índice de las ciudades más seguras del país, eligió la número dos –la número uno era demasiado calurosa–, vendió lo poco que le quedaba y tomó las de Villadiego. Pero poco le duró el gusto. Dos semanas después de haberse instalado en su nueva ciudad estalló la guerra entre dos cárteles rivales por la plaza. Comenzaron los levantones, las balaceras, los muertitos empezaron a apilarse en las esquinas, aparecieron los retenes, cundió la sicosis y, antes de que el miedo y la violencia se terminaran de apoderar del lugar, X huyó de nuevo. Con el poco dinero y la poca ilusión que le quedaban, compró un boleto para Mérida. Nunca llegó. En el camino, el autobús fue abordado por oficiales del Instituto Nacional de Migración que despojaron a los pasajeros de todos sus bienes, bajo la amenaza de ser deportados a Guatemala si no cooperaban con la autoridad.
Concluí que el mismo razonamiento debería ser aplicado a la situación de mi sufrido cliente y que, en vez de buscarle la zona más segura, debía buscarle un lugar terrible con personas confiables que le echaran una mano. La persona indicada era Z, un viejo amigo de la infancia que a muy temprana edad se había ido por el mal camino. Ese camino lo había llevado hasta Coahuila, en donde residía –junto con un nutrido grupo de colegas– haciendo y deshaciendo a su antojo sin que nadie se lo impidiera. Su hermana me dio su número telefónico –también me dio otras cosas, pero eso es irrelevante para esta historia– lo llamé y le conté la situación. Z no me pidió que le mandara a X, sino que mandó por él. Una apacible tarde de octubre dos camionetas blindadas lo recogieron y se lo llevaron a su nuevo destino. No lo he vuelto a ver desde entonces, pero de vez en cuando recibo una llamada suya o una canasta con deliciosos productos del norte del país. Sé que está bien, tranquilo y que nadie se ha vuelto a meter con él. Y yo también estoy en paz, bajo el amparo de mi Santos El Canguro Amaro.
Harto, cansado, ojeroso y ya sin ninguna ilusión, regresó como pudo a la gran ciudad capital. Un trailero que le dio el último aventón, le contó de un compañero de su equipo de beisbol-. “Es detective privado, como esos que salen en la tele -me dijo que le dijo. No sé si te pueda ayudar o no, pero es buena bestia y también le ha pasado de todo”. Y así fue como X se enteró de mi existencia, de mi profesión, de mi pasión por el rey de los deportes y de mi debilidad por los casos perdidos. “Necesito que me ayude a encontrar un lugar seguro”, me dijo, mirando al suelo. “Estoy harto de tener miedo. No tengo dinero, pero tengo esto para usted”. Era una camiseta original de los Rojos del Águila de Veracruz, firmada en 1952 por el legendario pelotero cubano Santos El Canguro Amaro. “¿De dónde sacó esto?”, le pregunté asombrado. Me explicó que su padre había sido, por varias décadas, el encargado de organizar los viajes del equipo jarocho, y que en esas interminables travesías se había hecho amigo de algunas de sus estrellas: Martín El Maestro Dihigo (cubano), Pedro Charrascas Ramírez, Gonzalo El Apagón Morales, Guillermo Don Pantalones López, y otros dos tremendos cubanos, Witremundo Witti Quintana y Ramón Tres Patines Arano, entre muchos otros grandes de la pelota caliente.Tomé la camiseta y con los ojos humedecidos, le aseguré a mi cliente que yo no descansaría hasta que él descansara y encontrara la paz que buscaba. No era tarea fácil. 43
por paty blanco
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Saludos
a los siguientes sobrinos del averno: • Paris Ruiz • Mónica Moreno • Alfredo Higuera M • Quetzal Sandoval • Raúl Gatica • Juan Yata • Vicente Noyola Pacho • Pedro Strukelj • Humberto Millán • Andrés Limón Illescas • Jesús Gudiño • Miguel Cuevas • José Alonso Ruiz Ramos • Andrea Janet • Jorge Villegas • Chrangels • Amado Avendaño • Claudia Benassini • Eduardo Hernández • Fabi Ospina • Betty Wisse (Amalia Rab) • Oscar Medina • Norma Páez • Ramón Espino • Marco Antonio López Prado • Valeria Aparicio Aguilar • Dionisio Álvarez Sosa • Adriana Benítez Rodríguez • David Emmanuel Cervantes Martínez • Gustavo Adrián Jiménez Hernández • Gabriela Ivette Pérez Prado • Ma. de los Ángeles Estrada Pérez
abrazos besos y apapachos para • Helioflores, por ser premio a la trayectoria en Caricatura del Nacional de Periodismo. • Patricio Monero, por ser ganador del Premio Nacional de Periodismo. • María Montes, de su hermana que la quiere mucho. • Para ITZ, por el corazón enorme que lleva en el pecho, de su maquillista. • Alejandro Corro, de parte de su migraña, Tanis, por su cumpleaños el 14 de noviembre. • Efrén Romero, por su amable fanatismo por este pasquín.
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Comentarios al número 262 A pesar de las escasas participaciones de los Chamucos mayores sigue valiendo la pena comprar la revista. Si El Chamuco es una escuela para que otros moneros aprendan, denles más lecciones, porque uno se va con la finta de que va a ver monos de los “viejos”... Hace tiempo, la revista no es lo que era. Entiendo que se busca entretener por medio de la autocrítica al país, sociedad, gobierno, y no cualquiera lo sabe hacer, sobre todo si por ese medio se busca despertar algún grado de conciencia. Si se convierte en un pasquín que publica historias sin esa jiribilla, picardía, conocimiento, calidad…¿qué vamos a leer entonces? Abraham Yeo UN SENTIDAZO Estoy hartamente sentido con ustedes porque aunque les mando desvaríos y tiznaderas no me han mandado un saludillo y me dio una depresión mayor a la que me han causado la imposición, el fraude electoral, las tarjetas de sopriana, la reforma laboral, la inminente venta de Pemex y la evidente prostitución de los senadores y diputados para poner todo al servicio de la oligarquía. El 4 de septiembre fue mi chamuco y ni se acordaron :’( así que de plano he decidido mejor comprar TVyNovelas y el libro vaquero y chance algunos sexenios más adelante llegue a inquilino de Los Pinos... Mejor no. Prefiero seguir siendo un ser pensante, revoltoso, opositor a la oligarquía, enemigo de Peña, el Teletón,Teidiotiza,Tv Apesta y fan de El Chamuco, aunque se olviden de los cuates. Aldo Antonio Zarazúa Guzmán ¿CENSURA O RESPETO? En la prepa donde estudio convocaron a un concurso de panteones por la celebración del día de muertos y tuve la idea de crear uno en memoria a los inocentes caídos en la guerra contra el narco. Lo expuse a mi grupo (soy jefe de grupo), todos respondieron NO, después con la psicóloga y otra desaprobación, así que comenté a una amiga también jefe de grupo y su grupo si se interesó. Así iniciamos la preparación, la coordinadora del evento nos prohibió meternos con partidos políticos. El 2 de noviembre lo instalamos, junto al de otros tres grupos. Presentábamos un mapa de México tapiado con cruces y lápidas, con el nombre de los principales estados afectados, el número de víctimas, una placa en memoria a los inocentes y una banda presidencial manchada de rojo. Los primero comentarios fueron de los profesores de quinto semestre: “Excelente idea”,