5 minute read

Sobre lo nuestro

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 4, diciembre 2017

Sobre lo nuestro

Advertisement

Enrique Mochón

JAMÁS me dio por escribirte una carta de amor. Y el caso es que tenía que haberlo intentado al menos, aunque solo hubiese sido por corresponder a las tuyas. Entre mis escasas pertenencias, estén donde estén, debe de haber una carpeta llena con todos aquellos papeles que me entregabas con tus escritos y poemas. Eran siempre acerca de nosotros dos, y en ellos el amor resplandecía como una gran luminaria ante la que las sombras y los oscuros peligros que lo acechaban huían despavoridos como fieras en presencia del fuego. Yo los apreciaba. Los leía con gran detenimiento mientras tú trasteabas en el móvil, canturreabas bajito o te mirabas las uñas, como distraída pero anhelante de cualquier comentario mío, y cuando acababa te besaba del modo más dulce que sabía y bromeaba luego acerca de la sinceridad de aquellos frutos de tu agitado interior o de la posible identidad del chico que aparecía en ellos. Pero lo cierto es que mi cabeza rara vez estuvo para esa clase de asuntos, y en cuanto doblaba y guardaba aquellos papeles en el bolsillo de la camisa me olvidaba de su existencia. Ya sabes que siempre viví nuestra relación de un modo muy distinto al tuyo: a aquella incómoda situación de constante riesgo, en mi caso había que sumarle un hondo sentimiento de culpa que con frecuencia me impedía gozar de tu compañía como es debido.

Tampoco hubo nunca nada que me impulsara a coger papel y lápiz. Creo que para eso no basta con estar enamorado. Dicen que el corazón que se entrega a romanticismos de ese tipo es con gran frecuencia aquel que sufre. Y yo en ese aspecto, dejando a un lado mi terco pesar, no tenía ningún problema. Ni celos, ni incertidumbres, ni deseos insatisfechos, ni nada parecido. Es ahora solamente, ya ves, cuando no puedo escribirte nada ni tú podrías leerlo aunque lo hiciera, que tengo más necesidad de hablar contigo que nunca. En ello tiene mucho que ver la nostalgia que provoca tu ausencia. Pero sobre todo, que nunca he sentido nada que merezca tanto la pena ser dicho como ahora. Por supuesto que hay también un montón de cosas insignificantes que me gustaría decirte. Pero esas procuraré callarlas. Si hay algún resquicio dentro del concepto de lo imposible (porque en casi todo hay excepciones) que permita que estas quiméricas palabras lleguen a su inexistente destino, en ese inverosímil a todas luces caso no quisiera malgastarlo con banalidades.

Más que nada quiero hablarte de aquel espacio de tiempo cuya duración no podría calcular y que supuso el final de nuestra existencia. Aquel en el que empezamos tan juntos como dos personas puedan estarlo y en el que acabamos cada uno por un lado; bastante cerca el uno del otro, es verdad (mi mano izquierda a menos de un palmo de la tuya), pero más lejos de poder tocarnos de lo que jamás habíamos estado.

A menudo se tarda demasiado en tomar conciencia de la realidad. Sobre todo cuando ocurre algo que se sale de lo habitual. En este caso sólo comencé a comprender la magnitud y la trascendencia de lo que nos había pasado en el instante en que la policía entró en la habitación y encontró aquel macabro escenario: los restos del naufragio; el desenlace imprevisto de lo que se había iniciado como una placentera tarde de finales de junio a solas en tu casa. Era uno de los días más largos del verano, y aunque no era temprano el sol entraba todavía con fuerza por los visillos llenando de vida y de luz las partículas que flotaban en la pesada atmósfera del dormitorio. Tu cuerpo yacía inmóvil sobre el colchón con dos disparos en el pecho y el mío agonizaba en el suelo desangrándose a borbotones por el cuello. Aquella carne, momentos antes rebosante de ímpetu y arrogancia, bella en su despliegue de amor y pasión sobre las sábanas, se mostraba ahora inerte y humillada, manchada, casi grosera.

Cerca de nosotros, completando una composición casi perfecta entre tu figura y la mía, ambas horizontales aunque con distinta orientación y altura, estaba tu marido, que poco antes había irrumpido pegando tiros y ahora permanecía sentado junto a la cama mirándote como hipnotizado, con el rostro surcado de lágrimas y la pistola aún caliente entre las manos. Pablito “El Jirafa”. Fui yo quien le puso el mote cuando éramos niños en honor a su larga y desgarbada figura y ese cuello que bien podría haber doblado en longitud al mío. Vivía tres casas más arriba que yo y cada día íbamos juntos a la escuela. A veces lo esperaba sentado en el tranco de mi puerta, pero si era temprano me acercaba hasta la suya y entraba a verlo desayunar como quien entra en su propia casa. Por el camino no parábamos de jugar y reír, pero sobre todo hablábamos y nos confiábamos secretos que jamás habríamos contado a nadie. Luego llegábamos al patio del colegio, nos juntábamos con el resto de amigos, y todo cambiaba. Mejor dicho, era yo quien cambiaba. Porque Pablito era el mismo en todo momento. Siempre. Ay, Pablo. No sabría decir el tiempo que llevaba allí sentado a tu lado, destrozado por completo y sin quitarte los ojos de encima. El caso es que al oírlos llegar se metió el cañón en la boca y disparó la única bala que le quedaba.

Los agentes tardaron un poco en reaccionar, sobre todo porque el más joven estaba notablemente conmocionado. Pero en cuanto pudieron lo primero que hicieron fue comprobar nuestro estado. Dijeron que los tres estábamos muertos. Y después se pusieron a echar fotos y a recoger muestras al tiempo que lanzaban hipótesis sobre los hechos (no era un caso muy complicado, ciertamente) y hacían valoraciones más o menos triviales sobre el papel de cada uno de nosotros en todo aquello. Ni qué decir tiene que a ti y a mí nos tocó la peor parte en un asunto que no dudaron en etiquetar como «crimen pasional», irónico adjetivo si tenemos en cuenta las cosas que a menudo contabas de Pablo.

No sé vosotros, pero yo pude oír aquella conversación durante un buen rato, no me preguntes por qué, y más tarde, cuando dejé de oír, el pensamiento aún me siguió funcionando. Me vinieron entonces recuerdos de mi más temprana infancia, algunos de ellos sepultados hasta entonces en el olvido más completo, y me alarmé. Siempre había temido ese momento en el que dicen que circula ante tus ojos tu vida entera. Ya sabes que la mía, en general, había sido particularmente fea y aburrida, y me aterrorizaba la sola idea de tragármela de nuevo. Decidí, pues, tomar las riendas del asunto buscando un pensamiento agradable, como hacía a veces cuando iba a dormir, y enseguida apareciste tú, tan solo unos minutos antes, agitando tu cuerpo sobre el mío, con los cabellos sueltos sobre los hombros y aquella insoportable belleza de tu pecho desnudo. Parecías triste y feliz al mismo tiempo, aunque como siempre, y es una lástima, no quise darle demasiada importancia. Volvieron también con esa imagen tuya tus últimas palabras, justo antes de que apareciera tu marido. Era una pregunta que formuló tu boca, o tu mirada, no estoy seguro, que yo no respondí ni con mis gestos ni con mi voz, tal vez por considerarla intrascendente, pero que en vista de lo ocurrido cobraba ahora una inmensa relevancia; como un garabato de lápiz sobre un papel convertido de repente en epitafio esculpido en la piedra. Acaricié con dulzura aquella dolorida frase que en cierto modo encerraba la clave, el sentido de cada minuto de los últimos años de nuestras vidas, y asentí con toda mi alma, demasiado tarde, pero te dije que tenías razón, que pasara lo que pasara lo nuestro habría merecido la pena.

Poco después también dejé de pensar.

Enrique Mochón Romera (España)

This article is from: