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Copo de nieve
CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 4, diciembre 2017
Copo de nieve
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Benjamín Recacha
Aputsiaq regresa de la escuela en bicicleta, como cada tarde. Pronto será su cumpleaños y sus padres le han prometido que le regalarán una nueva. Ha crecido y ya casi toca con las rodillas en el manillar. Le costará deshacerse de ella, pero le alegra que vaya a heredarla Nuka, que a sus cuatro años asegura que ya sabe montar. Aputsiaq sonríe al recordar la determinación con la que su hermano pequeño se subió el otro día a la bici y cómo tras dar con sus huesos en el suelo se levantó muy digno y, con mirada desafiante, retó a los presentes: «¿Habéis visto cómo ya sé?»
Esa tarde es especial. Van a celebrar el cumpleaños del abuelo. En realidad no es su abuelo, sino el de su madre, pero todos lo llaman así, incluso los mayores. Su nombre verdadero es Nanuk. A Aputsiaq le encanta, y sabe que al abuelo también. «Soy fuerte y resistente como un oso polar», afirma orgulloso cada vez que lo ve, aunque todos parecen haber olvidado ese nombre tan bonito, igual que ya nadie en Groenlandia recuerda a los osos polares. «Cuando nací todavía había muchos, y Nanuk era un nombre muy común. Pero desaparecieron con la misma rapidez que lo hizo el hielo», le explica a menudo, con tristeza.
Aputsiaq nunca ha visto el hielo, ni siquiera los copos de nieve que sus padres decidieron que lo acompañaran siempre al ponerle nombre. Ha visto muchas fotos y vídeos de cuando Groenlandia era una isla cubierta de blanco. En la escuela les hablan de ello, y también de la terrible catástrofe que supuso para el mundo entero el derretimiento del hielo polar.
A Aputsiaq le cuesta mucho imaginar que las praderas de un verde intenso que se extienden ante sus ojos no tantos años atrás estuvieran congeladas. Es noviembre y empieza a oscurecer, pero ni en pleno invierno, cuando la noche se adueña del tiempo, refresca demasiado. Aputsiaq sólo ha sentido algo parecido al frío del que habla Nanuk al abrir la puerta del congelador.
Se detiene un instante y gira la cabeza. Los grandes rascacielos de Nuuk dominan el paisaje, y numerosas carreteras salen de la ciudad como radios de una rueda. Miles de ciclistas circulan por ellas, muchos estudiantes como él que vuelven a casa, pero también trabajadores que empiezan o acaban su jornada laboral.
Desde el pequeño promontorio en el que se encuentra, el muchacho se fija en el recinto al aire libre, a las afueras de la metrópolis, donde miles de coches se oxidan amontonados, esperando su turno para ser convertidos en objetos más útiles. «Mamá dice que uno de esos fue suyo, pero que tuvieron que abandonarlo cuando se acabó el petróleo. ¿Cómo sería montar en coche?».
Tras el breve descanso, Aputsiaq retoma la marcha, decidido a pedirle al abuelo que le cuente otra vez alguna de las increíbles historias de cuando los inuit vivían en tiendas fabricadas con huesos de ballena y pieles de reno y se desplazaban en trineos tirados por perros. «Cómo me gustaría ver esas praderas cubiertas de nieve y de manadas de renos». A sus diez años, Aputsiaq tiene un hambre creciente de conocimiento, de saber cómo eran las cosas antes y qué pasó para que ahora sean tan diferentes. Mira a su derecha, hacia el océano donde ya no hay ballenas y sí, en cambio, un transitar continuo de barcos en los que viajan gentes provenientes de lugares remotos en los que ya no queda nada. La isla verde es su última esperanza.
Pero la isla verde que un día fue blanca cada día es menos verde y más gris. Las ciudades se han multiplicado y la población ha crecido exponencialmente. A ese ritmo, en un futuro no lejano tampoco quedará nada.
Aputsiaq llega enseguida a casa. Es una suerte que sus padres tengan buenos empleos que les permiten vivir a las afueras de la capital, en un barrio residencial todavía poco masificado, aunque cada vez los espacios verdes que lo separan del centro son más escasos. La llegada continua de inmigrantes obliga a las autoridades a construir nuevas viviendas, y para aprovechar mejor el espacio lo hacen en edificios altísimos. La construcción de casas como la de la familia de Aputsiaq ya no está permitida.
—Aluu, cariño.
Mamá lo recibe con un abrazo, como cada día, y junta su nariz con la de él. Aunque todo el mundo se saluda con besos, su familia conserva el tradicional kunik, con el que los inuit reconocían el olor característico de sus seres queridos.
—Mamá, ¿por qué en Groenlandia no tenemos coches eléctricos? En otros países los usan. No necesitan gasolina, nos lo han explicado en clase.
Taorana se esfuerza por mantener la sonrisa, pero es difícil ignorar la cruda realidad que lleva aparejada una pregunta tan inocente. «Es verdad, cariño. Los coches eléctricos usan energía limpia, pero ocupan mucho espacio. Imagina que los cinco millones de familias de la isla quisieran tener uno. Además, hay que fabricarlos, y las materias primas escasean. Aquí parece que las cosas van bien, pero medio mundo ya es un desierto y la otra mitad va camino de serlo. ¿No has visto la cantidad de barcos que llega cada día con personas desesperadas? Podrían venir en avión, pero eso es pura fantasía; el precio del combustible está por las nubes. Ya hace años que desaparecieron los vuelos comerciales…».
Podría seguir reflexionando, recordándose a sí misma la situación desesperada que vive el planeta. «Nadie hizo nada en el momento en que había que reaccionar, y ahora es demasiado tarde. Ya hace años que lo es». Entonces se da cuenta de que su hijo la mira fijamente, esperando una respuesta. No le puede llenar la cabeza de nubes negras. «Es tan inocente todavía… Se merece disfrutar de su infancia mientras pueda».
—Es por el espacio que ocupan, cariño. En Groenlandia no hace tanto vivían unas 60.000 personas; ahora somos más de diez millones. Si llenamos la isla de coches, ¿dónde nos metemos nosotros?
—El abuelo dice que antes viajaban en trineo. ¿Te lo puedes creer?
Taorana recuerda el qamutiik, el trineo herrumbroso que acabó sus días en un rincón del jardín donde jugaba de niña con sus hermanos. El abuelo les contaba cómo lo usaban para la caza de la foca. Ya hace tiempo que las focas se extinguieron, como el hielo, y los trineos, incluso los preciosos perros que tiraban de ellos, ahora sólo son una rareza pintoresca.
—Sí, parece increíble, ¿verdad? —responde mamá, con la mirada perdida en las montañas, en lo que los edificios en obras dejan ver todavía de ellas.
—Mamá…
—Dime, hijo.
—¿No tenemos que ir a la fiesta del abuelo?
Taorana regresa al presente, con la sonrisa de nuevo impresa en el rostro, como si la nostalgia que siente por un tiempo que ella tampoco ha vivido perteneciera al reino de la fantasía, como cuando uno rememora esa película con la que disfrutó de dos horas agradables.
—¡Claro que sí! —exclama risueña—. No todos los días cumple uno ciento dos años. Verás qué pastel le he preparado. Te garantizo que está buenísimo.
—¿Nos vamos ya a la fiesta? —clama una impaciente voz infantil. Nuka aparece por la puerta disfrazado de inuit, con un arpón de juguete en la mano y expresión indignada—. Se va a acabar el cumpleaños del abuelo y no podremos volver a celebrarlo hasta el año que viene.
Taorana y Aputsiaq se miran divertidos.
—Ya nos vamos, gran cazador. Recojo el pastel, lo meto en la cesta de la bici, y salimos.
—¿Y papá? —pregunta Nuka.
—Pues igual ya está allí; iba directamente desde el trabajo.
Cinco minutos después pedalean calle arriba. Aputsiaq en su pequeña bicicleta y mamá en la suya, con Nuka montado tras ella, en la sillita acoplada.
El abuelo vive con su hija Sialuk, la madre de Taorana, a unas manzanas de distancia, en una casa desde la que todavía se ven las montañas, antaño nevadas, un creciente bosque joven que ha colonizado el espacio cedido por el hielo, y lo que antiguamente eran impresionantes acantilados. Ahora, desde la subida del nivel del mar, las partes más bajas de la costa permanecen sumergidas y los acantilados son bastante menos impresionantes.
La fiesta del cien cumpleaños fue todo un acontecimiento, al que estuvieron invitados todos los vecinos. Incluso el ayuntamiento le organizó un homenaje al viejo inuit. Nanuk es el último superviviente de una época que ya no volverá y que el resto de la gente sólo conoce por los testimonios gráficos. Groenlandia ya no tiene nada que ver con los míticos inuit. Los últimos descendientes de una cultura extinta, como la familia de Aputsiaq, se esfuerzan por no olvidar, pero es una batalla perdida. La población se ha multiplicado por doscientos. Las dos últimas generaciones no saben qué es la nieve, las historias de aquellos hombres y mujeres que vivían en el hielo les suenan a cuento.
Por eso cada nuevo año que cumple Nanuk es un triunfo sobre el tiempo y el olvido, una oportunidad para mantener vivo el recuerdo. Y, de nuevo, la casa está repleta de gente.
Aputsiaq es recibido con entusiasmo por sus primos. Papá ya ha llegado; charla animadamente con sus cuñados. Nuka, el gran cazador, se abalanza sobre él. Taorana observa la escena desde la puerta, con los ojos vidriosos, orgullosa de su familia.
—Hija, no te quedes ahí. —Su madre sale a recibirla, tan orgullosa como ella. Se saludan con un kunik especialmente afectuoso—. ¿Has visto cómo lo quieren?
—Es imposible no quererlo. Es un gran hombre.
El abuelo ocupa el centro del comedor, una figura imponente rodeada de niños que nadie diría que ha rebasado el siglo de existencia. Se ha vestido con sus mejores galas inuit, incluido el viejo arpón que perteneció a su padre.
—Abuelo, ¿no tienes calor? —pregunta Aputsiaq, viéndolo abrigado con las vetustas pero hermosas y mullidas pieles de reno.
Nanuk lo mira con sus ojos de un azul tan claro que casi parece blanco. Ama a ese niño. El anciano oso polar ama a todas las cosas vivientes, desde un minúsculo grano de arena —porque todo lo que es fruto de la naturaleza, según sus creencias, está vivo— a los impresionantes glaciares que se mantienen muy vivos en su recuerdo. Ama por encima de todas las cosas a los animales que permitieron a los inuit sobrevivir durante tantos siglos: ballenas, osos polares, morsas, focas, renos… Su desaparición fue el castigo que recibieron los humanos por despreciar los valiosos dones con que tan generosamente les surtía la madre naturaleza. Una sombra atraviesa su anciana mirada al pensar en ello, pero enseguida se desvanece al volver a concentrarse en su biznieto, al que ama con locura, ese niño que tanto le recuerda a sí mismo cuando tenía su edad.
Se acerca a él, coloca sus manos surcadas por innumerables arrugas, pero tan firmes como siempre, sobre los hombros del muchacho, y agacha la cabeza hasta que las narices se tocan. Cuando el hombre regresa a la posición erguida Aputsiaq vuelve a quedarse maravillado por esa larguísima melena de un blanco amarillento como el pelaje de un oso polar. Le pasa siempre, y le encanta la sensación de encontrarse bajo la protección de un verdadero inuit.
—Mi querido Copo de Nieve, hace tantos años que tengo calor…
Aputsiaq bucea en esa mirada azul cristalina, tan cariñosa y melancólica. Comprende lo que le dice. En ese momento aparece Nuka, que tras arponear a papá Singajik, el feroz lobo amarillo, se dispone a dar cuenta del gigantesco oso polar.
—¡Ya eres mío!
El pequeño se abalanza sobre el abuelo, que lo recibe con una falsa expresión de espanto que no oculta el entusiasmo por descubrir al valiente cazador inuit.
—¡Oh, no! ¡Estoy perdido!
Inmediatamente, una nube de pequeños inuit se dispone a imitar a Nuka y al abuelo no le queda más remedio que huir. Ahora sí que ha comenzado la fiesta. Nanuk trota por la casa acarreando a un montón de niños que saltan sobre él. Los gritos y las risas de los cachorros se mezclan con los comentarios divertidos de los espectadores, que aun conociendo la vitalidad del anciano no dejan de maravillarse por ese inacabable derroche de energía.
Una hora después el abuelo apaga las ciento dos velas del pastel. Su hija y su nieta han estado un buen rato preparándolas. Los invitados estallan en una cerrada ovación. Nanuk está feliz. Y aún lo estará más cuando desenvuelva el regalo, un voluminoso paquete que ocupa el centro del jardín. Una docena de antorchas colocadas en el perímetro del recinto iluminan la escena. Taorana y Singajik la observan cogidos de la mano, junto a Sialuk y el resto de invitados, dispuestos en un semicírculo. Madre e hija contienen la emoción a duras penas. Aputsiaq, expectante, se encarga de que Nuka no salte a destripar el envoltorio antes de tiempo. Sólo unos pocos saben qué esconde.
Nanuk se sitúa junto al paquete y antes de abrirlo levanta la mirada hacia el cielo. Incontables estrellas aprovechan la ausencia de luna para exhibirse. Respira hondo. El público permanece en silencio. Un instante después se empieza a oír una extraña melodía que parece surgir de algo muy profundo.
—Está cantando —susurra Sialuk—. Es un katajjaniq. —La mujer ríe.
El juego de garganta aumenta en volumen. Nanuk se gira hacia los espectadores. La mayoría no entiende qué está haciendo. No lo han escuchado nunca. Ya no queda nadie en Groenlandia que mantenga viva la tradición del katajjaniq. Los niños empiezan a reír e imitan al abuelo. Taorana se desprende con suavidad de la mano de su marido y se adelanta hasta quedar frente al homenajeado. Entonces los dos levantan los brazos, se agarran por los hombros y la mujer se une al juego. La competición dura unos minutos, durante los cuales los espectadores observan divertidos las rocambolescas muecas y escuchan fascinados los sorprendentes sonidos que surgen de las gargantas de abuelo y nieta. Finalmente, Nanuk se da por vencido. La risa puede con él y se queda sin aliento para continuar. Taorana es una experta competidora de katajjaniq. Aunque a menudo lo haga contra sí misma frente al espejo no deja pasar la oportunidad de jugar con su madre o el abuelo, las únicas personas que conoce que mantienen la tradición.
El perdedor levanta el brazo de la justa vencedora y todos aplauden con entusiasmo.
—Bueno, creo que ha llegado el momento de descubrir mi regalo.
Nanuk vuelve a mirar al cielo. Una ráfaga de viento helado atraviesa el jardín, ante la extrañeza de todos. Por un segundo se acurrucan y protegen con los brazos.
—Vaya, esto sí que es raro —apunta Singajik—. Hacía siglos que no notaba un frío así.
El abuelo sonríe satisfecho y, como si se hubiera producido la señal que estaba esperando, empieza a romper el bonito papel estampado con motivos invernales. Unos segundos después, cuando se hace evidente el contenido, se detiene, desbordado por la emoción.
—¡Es un trineo! —grita Nuka, quien se deshace de los brazos de su boquiabierto hermano y corre junto al abuelo.
—El mejor qamutiik del mundo —murmura Nanuk, con lágrimas de alegría deslizándose por los surcos de sus mejillas. Taorana lo abraza emocionada.
Al pequeño inuit se le unen los otros niños y en un santiamén el trineo aparece esplendoroso, libre de envolturas. A Aputsiaq se le ilumina el rostro imaginándose montado en él, recorriendo la tundra helada a toda velocidad gracias al empeño de una docena de animosos perros que ladran felices.
Una segunda ráfaga de aire gélido cruza el jardín. Nanuk vuelve a mirar al cielo. Las estrellas empiezan a quedar ocultas tras nubes deshilachadas. Sonríe de nuevo, una sonrisa que transmuta en asombro cuando empieza a oír los ladridos que se acercan. Al momento un grupo de hermosos perros de Groenlandia, la casi extinta raza autóctona de la isla, entran alborozados en el jardín acompañados por Tuttup y Sernunngua, sus otros dos nietos.
Y entonces el abuelo arranca a reír con sonoras carcajadas. Es la mejor manera que se le ocurre de liberar la emoción que lo desborda, una risa estruendosa que contagia a todo el mundo, empezando por los más pequeños. Aunque ellos ya llevan rato riendo y se han lanzado a acariciar y abrazar a esos perros tan preciosos.
—El trineo es una maravilla —interviene Sernunngua, la mayor de sus nietas—, pero ¿para qué sirve sin perros que tiren de él?
Nanuk, incapaz de hablar por la risa y las lágrimas, la abraza.
—Ya me diréis cómo habéis mantenido en secreto un regalo tan movido y ruidoso… —comenta Taorana, feliz, a sus hermanos, que le responden con sonrisas y cariñosos kunik.
—¿Te apetece un paseo? —sugiere Tuttup al abuelo—. A falta de nieve, una pradera de hierba mullida puede ser una buena alternativa.
Nanuk no contesta enseguida. Sus ojos sonrientes dibujan una expresión enigmática que su nietos no saben cómo interpretar. Entonces vuelve a mirar al cielo, ya cubierto por completo, y levanta los brazos. Una tercera ráfaga helada recorre el lugar, pero esta vez el frío permanece. Las risas se apagan. La gente se apelotona como respuesta al descenso en picado de la temperatura.
Se miran unos a otros, incrédulos. Los perros ladran y aúllan, y de sus bocas salen columnas de vaho. Nanuk continúa mirando al cielo, con los brazos en alto. Aputsiaq nota un pellizco en el estómago, que le avisa de que algo digno de ser recordado va a suceder, y aunque el frío aumenta nadie decide entrar en la casa. Todos tienen los ojos clavados en ese hombre increíble, que parece sacado de una leyenda inuit, de pie en el centro del jardín, junto a un trineo y rodeado de perros.
—¿Estás seguro de eso que dices? —pregunta el abuelo.
—¿Cómo? —responde Tuttup, tan desconcertado como el resto de invitados.
El viejo oso polar baja la mirada de las nubes hasta fijarla en su nieto.
—Que si estás seguro de que no hay nieve.
Al principio Aputsiaq no entiende qué está sucediendo. Nota que le ha caído algo en el pelo, muy ligero, casi imperceptible. Se lleva la mano a la cabeza y toca algo frío y húmedo. «¿Qué es esto?», es su primer pensamiento, pero entonces ve las bolitas blancas que descienden en una caída amortiguada, como si en vez de caer, una fuerza invisible las depositara suavemente en el suelo. El silencio se adueña de la escena, incluso los perros callan. Es como si nadie se atreviera a romper la magia del momento, como si abrir la boca fuera a hacerles despertar del sueño.
Aputsiaq estira los brazos con timidez, con las palmas de las manos hacia arriba, y a los pocos segundos una hermosa bola de algodón helado, un perfecto aputsiaq, aterriza en la mano derecha. No lo puede creer. Ni siquiera había llegado a soñar una sensación semejante.
—Está… está… nevando —anuncia por fin, sin acabar de creer las palabras que surgen de su garganta.
—¡Está nevando! —gritan todos.
En el centro del jardín Nanuk se deja acariciar por los copos. Pronto su pelo y su ropa están cubiertos de nieve, igual que el pelo y la ropa de todos los demás, igual que los tejados, la carretera y el suelo del jardín. Pronto todos gritan de alegría, corretean y juegan con el tesoro blanco del que están hechos los sueños inuit.
Y el hechizo no se rompe.
Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com