NEGOCIOS PARALELOS Elevalunas Ecléctico
Š Luis de la Flor Todos los derechos reservados
1
Siempre quise tener un negocio. Hoy ya lo he conseguido, lo tengo, es mío, o al menos como si lo fuera. Porque ella, su verdadera propietaria, es mi esclava, sumisa por siempre, enamorada sin remedio; ha sucumbido a mis dos o tres atractivos, que tan bien he aprendido a lucir, a la vez que disimulo mis insignificantes defectos. —¿Es posible que seas tan perfecto? —me preguntó una vez. —Sí, es posible —contesté yo, ni corto ni perezoso. Así era, al principio, mi forma de actuar ante ella. Si buscaba la perfección, por qué no dársela, ofrecérsela generosamente encarnada en mí. Yo era consciente del engaño. Yo era consciente de demasiadas cosas que revoloteaban por los alrededores de mi puntillosa existencia, y no podía sino callarme, reservarme para mi disfrute particular el conocimiento de la verdad, aunque fuera una verdad un tanto frágil y con achaques. Ella, Catalina, examinada de forma objetiva, no estaba mal; pero el negocio de su padre la convertía para mí en una mujer poderosamente atractiva. Como cliente, yo había frecuentado mucho el local desde que llegamos a la ciudad, pues no quedaba lejos de la vivienda que nos proporcionaron a mi padre y a mí en el barrio de la Onomástica; y había observado con orgullo de vecino la curiosa evolución del negociete. Al principio sólo vendían pan, pero pronto trajeron pasteles, golosinas y frutas. Más tarde se especializó en fritos y en churros y, quizás como consecuencia de los papeles con que envolvían los churros, se convirtió en papelería, pero sin dejar de vender pan a la vez que bolígrafos o grapadoras, chucherías y carteras de cuero. Las flores que decoraban el local también comenzaron a venderse, aunque sólo los martes y los jueves… Todos estos cambios se fueron produciendo de forma gradual a través de los años, y los clientes no se alteraban por ello, se adaptaban con naturalidad, y a veces, ni siquiera reparaban en las diversas transformaciones, atolondrados como caminaban en el discurrir de sus vidas anodinas. Don Víctor, el padre de Catalina, era el alma del negocio; un hombre afable, avispado, entusiasta con su trabajo, moderado en sus expresiones y discreto en sus vicios. Su única hija, Catalina, tímida en apariencia, efectivamente lo era, aunque más tarde habría de conocer su faceta de amante apasionada, incluso enloquecida. Su lado animal. Lo cierto es que si desde pequeña hubiera sido una niña tan descarada habría resultado atractiva por sí misma, sin tener que recurrir al reclamo de su negocio… o el negocio de su padre, para ser más exactos. Claro que don Víctor nunca fue un verdadero obstáculo para mí, un hombre afable como él, simpático, resultaba fácil incluso hacerlo desaparecer si hubiera necesidad. Y la había, sobre todo una vez ganado el corazón de Catalina, esa amante embrutecida y arrolladora.
Pero yo asesino no soy, es cierto, nunca lo fui, no me dio por ahí. He conocido a pocos asesinos en mi vida, y nunca los incluí en mi círculo íntimo de amistades, precisamente por eso: por asesinos. Mis amigos son gente rara, desde luego, en la tienda entra toda clase de personas: oficinistas, amas de casa, ceramistas, comerciantes y profesionales autónomos de gran variedad. A veces, alguno de ellos me dice: ―Sí que tienes tú amigos raros‖. Y yo me quedo pensando: ―Pues es verdad‖. En cambio Catalina, ya convertida en mi esposa y amante al mismo tiempo, me inspira equilibrio y serenidad, me acaricia y me da de comer, me reconforta en los ratitos que echo con ella jugando, por ejemplo, al tenis de mesa. De noche, cuando cerramos la tienda y subimos a casa, se pone guapísima. Es muy coquetona, y se pasa minutos enteros maquillándose frente al espejo. Yo le digo: ―¿Vamos a salir?‖ Y me contesta: ―No, tonto‖. Antes tuvimos una criada que nos preparaba la cena, pero decidimos despedirla, ya que se llevó dos años sin aparecer por casa. Aún no ha vuelto y no hemos tenido más noticias de ella. Me gustaría encontrarla algún día y darme el gustazo de informarle de que está despedida. Por tanto, Catalina y yo nos preparamos la cena a medias. Mientras ella corta el pan yo, por ejemplo, corto el chorizo. Y cuando terminamos de cenar está aún más bella, más colorada y nutrida. Es entonces cuando me parece que la quiero. Don Víctor, su padre, siempre me tuvo en gran estima, al menos desde que le pedí la mano de su hija porque, al principio, cada vez que me veía aparecer por la tienda, pensaba que yo quería robar, ya que en raras ocasiones compraba algo. Se ponía nerviosísimo y no me quitaba ojo. Por fortuna, poco a poco se fue acostumbrando a verme, siempre curioseando. Al cabo del tiempo, una mañana invernal en que el frío me amorataba las manos, mi padre me había dado dinero para comprar unos guantes de lana, y en la tienda de don Víctor los tenían muy baratos. Al decirme el precio, me llamó por mi nombre: ―Son doscientas pesetas, Fibricio‖. Tuve que hacerle una pequeña corrección, ya que mi nombre auténtico es Anselmo. Mi padre sí que se llama Fabricio, pero no Fibricio. En su forma de mirarme pude percibir que su hija sería presa fácil.
Adivina mis pensamientos, Catalina; mira mis ojos y dime qué ves en ellos. No te escondas tras las cortinas, Catalina, que lo que voy a decirte es para siempre. —Don Víctor, ¿puedo preguntarle una cosa? —Dime, Fibricio. —No… es Fabricio… mi padre. Yo me llamo Anselmo. Mi padre se llama Fabricio y yo Anselmo. —Pues Anselmo… —Verá… yo sólo quería… ¿Dejaría usted salir conmigo a su hija esta tarde, una vez cerrada la tienda? —¿Una vez?
—Por probar… Don Víctor tornó su semblante, consciente del significado de mi pregunta. Dio algunas vueltas en silencio, pensativo, a lo largo de la tienda. Por fin, se decidió a responder: —Pues si a ella le parece bien, yo no tengo inconveniente, pero tendrás que prometerme algo: caminaréis siempre juntos, cogidos del brazo, con la mirada alta, sin avergonzaros de lo que hacéis; iréis a lugares públicos honestos, cuyos propietarios sean de reconocido prestigio y fiabilidad, y no beberéis en exceso, pues el alcohol es el origen de todos los males. ¿Qué dices ahora? —Que eso está hecho.
La primera noche que salimos juntos, Catalina parecía nerviosa. Me preguntó docenas de veces si llevaba el moño bien puesto, y ni siquiera llevaba moño. Sin duda le impresionaban mi apostura y elegancia. Le propuse que escogiera ella el restaurante y noté entonces que en su mar de dudas se desencadenaba una tempestad: —¿Pero no íbamos a ir al cine? —preguntó temblorosa. —Si tú quieres, vamos. Cogidos del brazo y con la mirada alta, cumpliendo las indicaciones de su padre, nos encaminamos hacia el cine del barrio donde, inesperadamente, vimos una película excepcional, magnífica, sobrecogedora, una película que nos marcó para siempre: La monja y la pantera. Resumiré a grandes rasgos su argumento: Una niña pierde a sus padres en un accidente de automóvil a los seis años. Sus abuelos se hacen cargo de ella, pero a pesar de su temprana orfandad logra llevar una infancia relativamente feliz. Cuando la niña crece y empieza a desarrollarse, el abuelo, que resulta ser un pervertido, abusa de ella cuatro veces en una sola noche. Por ello, la pobre niña, deshonrada, decide escapar de casa y se refugia en los suburbios de la capital, donde pasa hambre, frío y dolores estomacales. Una mañana, en un periódico atrasado, descubre en portada la foto de su abuela junto al siguiente titular: Otro caso de violencia doméstica: Viejo pederasta asesinado por su propia esposa. La niña, ignorante del significado de la palabra ―pederasta‖, acude entonces a la policía y es llevada a un centro de protección de menores, donde vivirá su primera juventud. Afortunadamente, le permiten visitar con regularidad a su abuela en la cárcel, y termina enamorándose de un funcionario de prisiones. Se prometen en matrimonio, pero cuando están a punto de casarse, el funcionario muere en un motín de las presas, que reclamaban mejores condiciones higiénicas en las celdas. Ella, desesperada ante la fatalidad, decide meterse a monja y marcha a las misiones en África, donde en una espeluznante escena que casi pone fin a la película es devorada por una pantera.
Catalina, al igual que yo, vivió con intensidad y emoción aquel sorprendente largometraje, en el que destacaba la interpretación del abuelo de la niña. Clavando la mirada en los títulos de crédito, aún sobrecogidos por la impresión de tamaño espectáculo cinematográfico, pudimos leer que la historia se basaba en hechos reales. Eso redobló nuestro llanto unánime. Allí descubrí que Catalina era también una chica sensible capaz de emocionarse por empatía en la contemplación de las tragedias ajenas. La cogí del brazo y emprendimos el camino de regreso, con la cabeza alta y casi sin hablar, acaso reviviendo en silencio algunas escenas de la película. Ya en su portal, al despedirnos, le dije: ―Catalina: aún eres casi una niña, tan dulce y perfumada. Estás llena de inocencia, pero tu mirada me atraviesa el pecho, me quema y, a la vez, me llena de ilusión y de ternura‖. Ella ha olvidado por completo estas palabras. Cuando se las recuerdo dice que me lo he inventado, que aquella noche sólo dije: ―Hasta otro día‖ o algo por el estilo. Yo ya no sé quién de los dos tiene razón. Ahora estamos casados, y puedo afirmar que nuestro matrimonio ha sido un acierto. Yo quería montar un negocio y creo que lo he conseguido, es mío, o al menos como si lo fuera, porque ella, su verdadera propietaria, es mi esclava, sumisa por siempre, enamorada sin remedio; ha sucumbido a mis dos o tres atractivos, que tan bien he aprendido a lucir a la vez que disimulo mis insignificantes defectos.
2
Entrando en aspectos más comerciales, yo al principio, por lógica, tenía más práctica como cliente que como vendedor. Como cliente me gustaba que me atendieran rápido y con educación, que en una misma tienda uno pudiera encontrar de todo e incluso sorprenderse; sin darme cuenta, tenía una visión casi premonitoria de lo que luego ha venido a conocerse como ―un chino‖. En cambio, me desagradaba especialmente que al abrir la puerta de un local sonasen campanitas, o la práctica generalizada del regateo, o que el dependiente se entretuviera hablando con alguien y me hiciera esperar jugueteando con una moneda en el mostrador. En realidad lo que más me ha atraído siempre de cualquier tipo de establecimiento es que la dependienta sea guapa. Según los cánones tradicionales no puede decirse que Catalina sea de una belleza arrebatadora, pero lo compensa con su manera de moverse. Cuando la descubrí por primera vez en su tienda era todavía una niña, de esas niñas misteriosas que se sientan en un rincón y miran a todo el que entra mientras cantan: Cuando será que pueda volar libre hasta la estrella zalalí zalalá, volar libre hasta la estrella que la quisiera alquilar; zalalí zalalá. Y si alguien le preguntaba: ―¿Qué canción es esa, chiquitina?‖ Ella contestaba: ―Una que me he inventado yo‖. A lo que a veces añadía: ―zalalí zalalá‖. Pasé varios años contemplándola con expectación en su evolución fisiológica natural de niña a mujer, y de hecho tardó bastante, pero lo cierto es que la espera mereció la pena. A veces me quedaba como hipnotizado examinándola desde la calle, a través de la luna del escaparate, mientras ella subrayaba sus libros de texto escolares, o se dedicaba a funciones de escaparatismo, como vestir a los maniquíes o peinar sus pelucas. Por aquella época, cuando la tienda se iniciaba tímidamente en la venta de prendas de vestir, contaban con dos toscos maniquíes: uno representaba la forma humana masculina y el otro la femenina aunque, a decir verdad, era mediante las vestimentas y las pelucas como se remarcaba esta diferenciación de sexos, pues los rasgos faciales de ambos eran rudimentarios. Catalina solía peinarlos por las tardes.
Cuando un día me animé a formularle a don Víctor un comentario casi jocoso en el que le expresaba mi intención de casarme con su hija —ya habían transcurrido varios años desde
nuestra primera cita en que fuimos al cine— él reaccionó con un gesto de sorpresa y emprendió, como en aquella primera petición, una serie de paseos silenciosos y meditabundos a lo largo y ancho del local, hasta que por fin emitió una repuesta titubeante y casi inaudible: —Me parece bien si ella está de acuerdo, pero tenéis que prometerme algo… —Aquí hizo una larga pausa y volvió a los paseos— Caminaréis siempre cogidos del brazo y… y… —¿Algo más? —Yo había sacado un bolígrafo para hacer como quien toma notas. —Bueno… de momento, sólo eso. En el contenido y en el tono de su respuesta podía advertirse que don Víctor había iniciado una fase de decadencia vital definitiva, fase vulgarmente conocida como ―chocheo‖. Era evidente que el trabajo durante tantos años detrás del mostrador le había consumido las energías. En realidad, ya por entonces era Catalina quien se ocupaba de casi todo y, en cambio, su padre la había relevado en tareas que no exigían demasiado esfuerzo físico, como por ejemplo, peinar las pelucas de los maniquíes, con lo que se me hurtaban las sesiones vespertinas de escaparatismo. Por eso, entre otras razones, me sentí espoleado a dar un paso más y solicitar el matrimonio. Además, estaba claro que en la tienda hacía falta un hombre. Yo siempre había querido tener un negocio, y aquella tienda tan variopinta, que no estaba especializada en nada, pero donde se vendía de todo, me resultaba de lo más atractiva. Catalina también me gustaba un poco. Ni siquiera tuve que pedirle que nos casáramos. Hubiera resultado demasiado convencional, y yo huyo continuamente de lo convencional. En lugar de las fórmulas habituales, opté por decirle a Catalina: —¿Recuerdas aquella tarde en que fuimos al cine? ¿Recuerdas a aquella niña de seis años que perdió a sus padres en un accidente? Se fue a vivir con sus abuelos, ¿lo recuerdas? Y cuando creció, su abuelo abusó de ella cuatro veces en una noche. Fue tristísimo. Y recuerda que se escapó de su casa al día siguiente y se refugió en los suburbios de la ciudad. Allí fue encontrada por la policía justo cuando leía en un diario que su abuela la había vengado asesinando al abuelo pervertido. Recuerda que a aquella niña la llevaron a un centro de protección de menores. Afortunadamente le permitían visitar a su abuela en la cárcel. ¿Recuerdas que fue allí, después de muchas visitas, donde conoció al funcionario de prisiones del que se enamoró? Y tuvieron un precioso romance, iban a casarse. Pero entonces ocurrió lo del motín de las presas, ¿lo recuerdas? Pedían mejores condiciones higiénicas. Y en la revuelta, una bala perdida acabó con su vida. Entonces la niña, la que había perdido a sus padres pero que ya se había convertido en una mujer, cayó en una profunda depresión, hasta que decidió meterse a monja, ¿recuerdas? Y se fue a África, a las misiones, para olvidarlo todo, pero allí murió devorada por una pantera. La historia estaba basada en hechos reales. Fue tristísimo, ¡tristísimo! Recuérdalo‖… Ella, Catalina, claro que lo recordaba. Pero quiso hacerse la interesante:
—¿La monja y la pantera? Pero aquella era una película pornográfica —me inquirió con cierta sorna. —Bueno… no exactamente. Era erótica con argumento. Incluso nos hizo llorar, recuérdalo —le aclaré yo. —Vale, Anselmo, amor mío, no sigas: me casaré contigo, ¡quiero casarme contigo! —fueron sus palabras.
Conservo algunos gratos recuerdos de la época de nuestro noviazgo, especialmente agradables me resultaban las tardes en la tienda. Solía sentarme en uno de los asientos que habíamos dispuesto para que los clientes pudieran probarse los zapatos. Aunque luego dejamos de vender zapatos, los asientos permanecieron. Desde allí contemplaba a Catalina, más guapa que nunca, y la veía moverse por el local, acaso cambiando la ropa de los maniquíes. Aquellas tardes lluviosas en las que apenas entraba clientela, a veces me dejo invadir por la felicidad de nuestros primeros años de noviazgo. Catalina, siempre ajena a mi estado contemplativo, cimbreaba su cuerpo delicado entre aquellos dos armazones de forma humana que destacaban entre los demás variopintos objetos del escaparate y a los que hablaba como si efectivamente pudieran escucharle. De vez en cuando les cantaba. Recuerdo su voz de niña: Cuando será que pueda tener la barriga llena, zalalí zalalá; tener la barriga llena con un hijo por nacer, zalalí zalalé. Yo le preguntaba: ―¿Qué canción es esa que cantas, Catalina?‖ Y me respondía: ―Es el nuevo éxito de las hermanas Fly‖.
3
En mi juventud tuve una novia antes que a Catalina. Era una muchacha del pueblo de mis padres, y se llamaba Eulalia, aunque sólo yo la llamaba así. Eulalia, en realidad, era mi prima, pero prima lejana. De no ser por este parentesco, no creo que jamás se hubiera relacionado conmigo ni que me hubiera prestado la más mínima atención. A pesar de su extraordinaria belleza de niña tenía vocación religiosa, y en las inocentes conversaciones que manteníamos mientras deambulábamos por las polvorientas calles del poblado me anunciaba que cuando fuera mayor se metería a monja. Yo aún no había visto aquella magnífica película que marcó mi vida, La monja y la pantera. Mi natural precocidad me impulsaba una y otra vez a intentar besarla en medio de nuestros juegos atolondrados. Un día lo logré y, ante su mirada de estupor, un rayo de inteligencia cruzó mi cerebro y le advertí: ―Te ha besado en la boca, ya no puedes ser monja‖. Ella reaccionó de forma extraña, seguramente a causa de una pérdida accidental de orina: se fue corriendo a casa sin despedirse. Aunque para mí se trataba de una pequeña travesura, es posible que ella lo viviera como un auténtico conflicto interno y tuvo la mala ocurrencia de contar en casa lo sucedido. Más tarde supe que sus padres —mis tíos lejanos— le prohibieron que nunca más tuviera ningún tipo de relación conmigo. A partir de entonces fui yo quien sufrió una crisis, una crisis que hoy puedo afirmar que marcó mi existencia. En Cubrelombrices, el pueblo de mis padres, pasé gran parte de mi niñez, combinando una ignorante felicidad con el aletargamiento propio de los cubrelumbreños. Era un pueblo tranquilo, adecuado para pasar una infancia sin demasiados sobresaltos. Yo sabía que cuando creciera y madurara me marcharía y pondría un negocio en la capital. Ya entonces lo sabía. Les repetía a mis padres casi obsesivamente: ―Algún día me marcharé y montaré un negocio‖. Ellos se habían acostumbrado a oírmelo decir y no me hacían mucho caso. Sólo mi padre, a veces, me miraba a los ojos fijamente y yo sabía que esa expresión significaba: ―El día que te marches matarás a tu madre de un disgusto‖. Por eso debía esperar a que se muriera para marcharme a la ciudad; si no, mi padre me acusaría, o incluso me buscaría para echarme una regañina y tirarme de las patillas reprochándome: ―¿Ves como la matabas, traviesillo?‖ Quizás por caprichos del azar o por ese destino imprevisible que nos aguarda oculto tras cada esquina, mi madre murió siendo yo aún muy niño. Fue una muerte natural tras una larga y dolorosa enfermedad, en la que debo advertir que yo no intervine de manera alguna. Me pareció que entonces sería algo precipitado marcharse del pueblo, ni siquiera sabía los papeles que hacían falta para abrir un negocio. Pero curiosamente fue mi padre quien tomó la iniciativa. Un día dijo: ―Vámonos a la ciudad, aquí huele a miseria y podredumbre‖. Fue todo muy rápido. A los pocos días unos parientes nos facilitaron una vivienda de alquiler, a un precio que hoy podríamos
calificar de hilarante, en un barrio del extrarradio conocido como Barriada la Onomástica, cuyas calles se denominaban con nombres de santos. Mi padre decidió tomarse en serio mi educación y me apuntó en un colegio para que yo aprendiera inglés. Le pregunté: ―¿Quiénes fueron los ingleses, papá?‖ Y él respondió: ―Unos hombres muy sabios‖. He de decir que en Cubrelombrices yo había dejado de asistir a la escuela para a cambio colaborar con mi trabajo en el sustento económico de la unidad familiar, por ello la vuelta a las aulas me resultó una experiencia traumática, dado el retraso que se acumulaba en mi formación como pesada joroba que me convertía en blanco de todo tipo de mofas y bromas por parte de los crueles niños de la capital. A pesar de que se veían cumplidos mis anhelos de vivir en una gran ciudad en la que por fin podría convertir en realidad mi sueño de montar un negocio, más tarde o más temprano, en aquella época me sorprendí a mí mismo en varias ocasiones rememorando cargado de nostalgia las calles de Cubrelombrices, sus casas blancas y silenciosas, el olor de los abonos agrícolas, Eulalia… Pero finalmente terminé adaptándome. Mis aptitudes intelectuales innatas me llevaron a una rápida progresión que me hizo destacar entre mis compañeros no sólo en el campo de las letras, sino también en las ciencias exactas. Afortunadamente mi padre inició una etapa de bonanza económica realizando trabajos que no mencionaré y acompañó este progreso comprándome ropa nueva, más urbana. A mis compañeros del colegio, que antaño se mofaron de mi ignorancia, me los terminé ganando con historias misteriosas sobre Cubrelombrices, y ellos se lo tragaban todo con esa ingenuidad que sólo tienen los niños de ciudad, los pobres. Una vez les conté que la niña más bella de Cubrelombrices se llamaba Eulalia y que todos querían ser novios de ella. Pero Eulalia sólo pensaba en entrar en un convento cuando cumpliera dieciséis años, así que una tarde la llevé a un lugar apartado, cerca del arroyo que llaman de la Abuela, y la convencí para que no se metiera a monja, con palabras y con actos. Como este hecho a la postre me produjo remordimientos acudí al cura del pueblo y se lo conté casi todo. Le pregunté: ―Padre, ¿usted cree que llevo el espíritu del mal dentro del cuerpo?‖ Su respuesta fue: ―¿Lo has notado en alguna parte concreta?‖. Sentí entonces un malestar físico indescriptible y salí corriendo a casa en busca de mi orinal. Desde aquel día me propuse no aparecer nunca más por una iglesia. Mis cándidos compañeros de clase, concretamente aquellos que durante los recreos renunciaban a la práctica del balompié, escuchaban embobados este tipo de historias que yo inventaba mezclando datos reales de mi biografía con otros puramente ficticios; así empezaron a circular todo tipo de leyendas acerca de mi persona que yo mismo me encargaba de alimentar, simplemente con propósitos de divertimento personal.
Cuando me casé con Catalina tuve que volver a ir a la iglesia.
Fue un capricho de ella, porque a don Víctor, su padre, lo único que le importaba era que nos cogiésemos del brazo y nimiedades de ese estilo. La verdad es que la experiencia no resultó tan traumática como había previsto, si bien es cierto que hubo detalles que me impresionaron, como por ejemplo el sonido de las velas que ardían en el altar, ese tenue susurro casi imperceptible que sólo algunas personas podemos escuchar. Me quedé tan absorto observando las llamitas encendidas que la ceremonia me pasó casi inadvertida y, cuando me di cuenta, ya estaba casado. Para ser sincero, hoy soy capaz de reconocer que la experiencia de volver a entrar en una iglesia me resultó placentera, y aunque no presté demasiada atención a las palabras que pronunciaba el sacerdote, sí recuerdo haber oído algunas frases sabrosísimas como ―ahora ante ti danos tu gloria, señor, danos tu paraíso y perdona nuestras faltas, escúchanos, señor, que humildemente te sonreímos y hablamos como a un amigo, señor‖. Quizá no fueron exactamente estas las palabras, pero en cualquier caso no creo que difieran demasiado. Desde entonces no he podido evitar la tentación de entrar de cuando en cuando en alguno de los numerosos templos de la cristiandad que salpican las calles de cualquier ciudad a ver si escucho frases de este tipo, que me resultan entretenidísimas y me sirven para evocar la infancia, el pasado, mis raíces, Cubrelombrices… El matrimonio es una institución seria que algunas personas no saben entender. A menudo me cuentan casos de parejas que lo pasan mal durante el desayuno y yo, realmente, no me lo explico. Parejas extraviadas que preguntan la hora a cada minuto, esposas embarazadas de un plumazo y maridos que se llevan las estanterías por delante… ¿Pero en qué mundo vivimos? Me pregunto barbilla en mano. Catalina y yo nos entendimos de maravilla antes y después del ―sí quiero‖. Por descontado no se nos ocurrió realizar celebración alguna tras la boda, ni viaje de novios; pienso que ahí puede hallarse una de las razones del fracaso de muchos matrimonios. Cuando salimos de la iglesia le dije: ―Catalina, ya estamos casados. ¿Te has dado cuenta? Ha sido sencillísimo‖. Y ella contestó: ―Yo, la verdad es que no noto nada en particular; no sé si eso debe preocuparme‖. Estuve a punto de llorar y de reír al mismo tiempo, pero lo cierto es que puse una cara extrañísima justo cuando don Víctor nos sacaba sin aviso una foto, única instantánea que nos tomaron aquel día. Después de revelarla, decidimos que no debíamos enmarcarla, sino ocultarla en algún cajón del dormitorio y reservarla para nuestro disfrute conyugal privado. Particularmente yo, cada vez, que la contemplo, me dan ganas de llorar y de reír al mismo tiempo. Una anécdota curiosa fue que el sacerdote murió a los pocos días de oficiar nuestra ceremonia. Don Jimeno, que así se llamaba, era un hombre ya mayor y los más entendidos en estos rituales comentaron que en la misa matinal del aciago día de su partida definitiva, se le notaba falto de vigor en el reparto de las hostias, presagio que no auguraba nada bueno. Muchas veces he tenido que lamentar esta muerte, no por la pérdida del personaje en sí, a quien prácticamente no conocía de nada y sólo en aquella fecha memorable mantuvimos nuestro primer
y único contacto, como quien dice; sino porque su fallecimiento vino a significar el nombramiento de un nuevo cura que habría de ocupar el cargo de Párroco de la Onomástica, y lo cierto es que los hábitos posconciliares de algunos curas jóvenes pueden producir la confusión más absoluta en las costumbres morales de cierta feligresía poco dada a las novedades ni a determinadas calidades de oratoria. El único consuelo que me queda es saber que nosotros fuimos la última pareja a quienes don Jimeno casó, y este hecho confiere a nuestra enlace una solidez marcada por la vocación de eternidad, o al menos eso es lo que he llegado a pensar ocasionalmente mientras me entrego a rutinas silenciosas como la observación de los astros en las noches sin luna. Catalina… creo que nunca me enamoraré de otra mujer. En ella he hallado el sosiego que necesitan mis piernas, la inocencia maternal y el pecho infantil que, casi sin mirarlo, adivino en tantas noches que llevamos durmiendo juntos, trabajando juntos, mirando por la ventana juntos. Catalina… siempre perfumada con el mismo aroma que heredó de sus antepasados, me pasa las páginas de los periódicos y me advierte lo que debo leer y lo que puede herirme, la veo caminar hacia el baño con los pies descalzos y es como si se me congelaran los ojos de placer; no hay otra mujer capaz de darme tanto. Sin embargo tengo amigos que intentan desviarme la atención, me vienen a buscar a la tienda o a nuestra propia casa y me arrastran con ellos valiéndose de insinuaciones más o menos tentadoras, a veces irresistibles. ―Te invito a comer pollo‖, por ejemplo; y a mí me encanta el pollo. Catalina parece comprensiva, sin embargo alguna vez he notado que se entristece, y me duele dejarla, aunque sólo sea por unas horas; se despide con una mirada dulce pero apenada, no sé si por separarse de mí o porque a ella también le gusta mucho el pollo.
4
A veces me pregunto por qué escribo esto. Cuando el profesor Casquete me recomendó que me dedicara a la literatura de ficción interpreté sus palabras casi como un insulto. En otro momento de este escrito quizá profundicemos en la figura del profesor Casquete, aunque sólo sea para tributarle ese homenaje que ni siquiera se merece. Pero debo reconocer de forma intestinal que aquellas palabras suyas con el tiempo se tornaron en premonitorias. Cuando me lo dijo así, de golpe, ―deberías dedicarte a la literatura de ficción‖, yo aún no tenía muy claro lo que significaba la palabra ―ficción‖. Ni mucho menos ―literatura‖. No tuve más remedio que sumergirme en la biblioteca del barrio dispuesto a fisgonear, a hablar con unos y con otros, a ver lo que pillaba. Yo hago así las cosas. A veces puede parecer que usos sistemas algo caóticos pero también soy muy decidido. Rápidamente encontré recompensas sabrosísimas. He de decir que mis circunstancias vitales durante la infancia en el entorno rural de Cubrelombrices me impidieron recibir una adecuada formación académica. Dicho en palabras fácilmente inteligibles: mis padres me quitaron del colegio. A muy temprana edad. Aún no habíamos llegado al tema ese que habla de literatura, supongo, cuando me vi forzado a colaborar en la mantenencia de la familia. Mientras los demás niños como Eulalia prosiguieron su formación yo tuve que emplearme en elementales labores agrícolas que poco favorecían al desarrollo de mi indudable potencial. Con el retorno a la escuela cuando llegamos a la cuidad, y aún más, gracias a la biblioteca del barrio, he podido en buena medida subsanar las carencias de mi instrucción. He aclarado muchas de esas dudas acerca de la literatura gracias a las lecturas que los empleados de la biblioteca me han facilitado, a veces susurrándome al oído la trama argumental de una novela de forma que pudiera yo hacerme una idea somera de los valores que encerraba. La escasez de tiempo me ha impedido profundizar como yo hubiera deseado en la mayoría de esas lecturas, pero al menos he tenido la suerte de conocer la existencia de extraordinarios personajes de ficción, como Santa Teresa de la Cruz, una verdadera heroína del pasado que realizó la extraña proeza de mantener uniones carnales con la divinidad incorpórea. Aunque soy capaz de reconocer el mérito de este personaje, mi modelo literario quizá se acerque más a otros como Lázaro el del Tormes. Me resulta inevitable identificarme con narradores de este tipo, que llegaron a escribir su nombre con letras de oro en las enciclopedias a pesar de haber tenido que sufrir, como yo, toda clase de penurias durante la infancia. Al tener conocimiento de esta suerte de historias empecé a tomar en consideración el consejo del profesor Casquete, aparqué definitivamente los tratados de comercio (mi ocupación anterior) y aquí me veo ahora, embarcado casi sin proponérmelo en los berenjenales de la narración autobiográfica. Podría en este punto hacer un retrato literario sobre la figura del profesor Casquete, mi valedor,
pero, para el caso, prefiero hablar de Rodrigo, que aunque no pueda compararse a persona tan ilustre, es más amigo mío. No sé realmente por qué estoy escribiendo esto, digo, cuál ha sido mi intención al ponerme a relatar a los ojos de todo el mundo cosas tan íntimas, detalles de mi vida que no facilito yo a cualquiera, así como así. Y no puedo olvidar que vivo en un barrio pequeño y que este escrito puede llegar a personas que todavía viven (¡y cómo viven!) o a sus descendientes directos. Debo tener en cuenta que la gente entra en mi tienda, bueno, quiero decir en la tienda de Catalina. En estos casos uno puede fácilmente caer presa de la maledicencia. No sé por qué escribo esta historia entonces, si es por amor (a Catalina), si es por hablar de ciertas personalidades que han entrado en mi vida, o si es por poner en orden algunas ideas, las pocas que tengo. Empezaré hablando de Rodrigo. Rodrigo es uno de esos amigos que no se olvidan ni a la de tres. Le conocí por pura relación comercial, o sea, porque entraba mucho en la tienda. Tengo que hablar de Rodrigo porque me enseñó muchas cosas, aunque también me ocultó otras tantas. El pobre no ha tenido suerte en la vida, fundamentalmente en el amor. Así lo he visto llegar destrozado, llorando, a la tienda, y me ha invitado a comer pollo. Rodrigo tiene una tienda de objetos de cerámica muy cerca de la mía (quiero decir ―la nuestra‖), y el pobre no vende un plato. Principalmente trabaja con cerámica: jarroncitos, ensaladeras, palmatorias, macetas y platos, sobre todo platos, pero ya digo, no vende muchos. En realidad estoy convencido de que sufre un problema de marketing, aunque ya no quiero ni mencionárselo porque antes, cada vez que lo hacía, se echaba a llorar como un pervertido. Así que el pobre no gana demasiado, pero ese no es su problema, al menos no es su mayor problema. Le ocurre que su matrimonio no es feliz, y yo bien que lo siento. Muchas veces me entra en la tienda destrozado, casi llorando, en busca de apoyo. Yo sé que en realidad lo que quiere es que nos vayamos juntos a comer pollo y así poder contarme los males que le acontecen. Y nos vamos. He observado que, cuando esto sucede, Catalina se queda como triste, pero no sé por qué. No me llevo mal con Rodrigo, ni solemos discutir ya que, entre otras cosas, él prefiere siempre la pechuga, y a mí lo que me gusta es el muslo. En nuestras conversaciones yo soy más oyente que hablante; él es un torrente. Mientras devoramos el pollo, y quizás por ese contacto directo con la carne, que vamos desgarrando y separando de los huesos, Rodrigo se vuelve extremadamente locuaz y suele siempre hablar de lo mismo: de su matrimonio y de las mujeres en general. Comprendo que no sea feliz, pero lo que nunca entenderé es por qué eligió para casarse a esa señora quince años mayor que él, cuando lo que le gustan son las jovencitas. —Tú sí que tienes suerte con Catalina —me dice—. Ella sí que haría feliz a cualquier hombre. —Catalina —le corrijo yo— no es perfecta. —Sí, seguro, pero tiene un cabello tan suave...
Eso es verdad, Catalina tiene un cabello suavísimo, y muy largo. A veces me pide que la peine, y yo me quedo un tiempo pasando el cepillo lentamente a lo largo de su melena y casi lloro de felicidad. Recuerdo haberle descrito esta escena una vez a Rodrigo y él me miraba con tristeza. Recuerdo que dejó el hueso en el plato y dijo: ―Ya no quiero más‖. Debo tener cuidado al contarle a Rodrigo historias de este tipo, pues parece que le afectan mucho, ya que dentro del ámbito conyugal nunca ha vivido experiencias tan gratificantes emocionalmente. A pesar de todo, Rodrigo me tiene mucho aprecio y me considera hombre razonable e inteligente. Yo la verdad es que, cuando lo pienso, me ruborizo un poco. Tengo que hablar de Rodrigo, entre otras cosa, porque me da la gana. Su vida ha sido bastante más revuelta que la mía, pues nunca ha gozado de estabilidad. Al contrario. Una vez le encontré especialmente sonriente, y se lo dije enseguida: ―Te veo muy contento‖. Me contó que había conocido a una chica nueva en el barrio y no me dio más datos: se marchó con una sonrisa estúpida. Yo me quedé pensativo. No alcanzo fácilmente a comprender algunos comportamientos de personas que se suponen casadas, cómo pueden tener quiméricas ilusiones por el mero hecho de haber conocido a una nueva vecina del barrio, ni puedo imaginar qué esperan de ello. Así que cuando volví a encontrarme con Rodrigo, casualmente en su propia tienda, se lo pregunté sin cortarme un pelo: —¿Qué esperas de ello? ¿Todavía estás con esa sonrisa boba? No me respondió. Se metió en la trastienda llorando de risa. Indignado, me marché dando un portazo tan violento que arranqué las campanitas de la entrada. Fue Catalina, con su sabia intuición, la que me sacó de dudas: —Lo que le pasa a tu amigo es que está enamorado. A veces, los esquemas que uno se ha formado sobre cómo debe ser la sociedad no se cumplen en la realidad. Se produce, entonces, una especie de crisis de valores cuyas consecuencias pueden ser de varios tipos. En mi caso, puedo afirmar que no soy persona de principios muy arraigados. Probablemente se deba a que mi familia, de la cual procedo, nunca fue realmente una familia (aprovecho el momento para decir que mi padre murió cuando ya estaba yo hecho un muchachote preparado para luchar en la vida y, diciéndolo, me quito un peso de encima). Creo que mi verdadera familia es Catalina, esa mujer excepcional que me trae al sofá un porrón de vino y me lo sostiene en alto para que yo sólo tenga que esforzarme en abrir la boca; que me besa cada vez que salgo y cada vez que entro, y yo constantemente salgo y entro. Es por eso que la institución matrimonial me merece un gran respeto desde el momento en que se produce el primer flechazo. Estas personas que no respetan el matrimonio, más bien pienso que sucede que han perdido la memoria de estar casados, y van por la vida hechos unos desmemoriados. Mi amigo Rodrigo ha sido uno de ellos, y lo digo agachando la cabeza. Recuerdo perfectamente al cura de Cubrelombrices, un hombre serio y poco campechano, que gustaba de amonestar a la gente. No sé si tendrá alguna relación, pero usaba gafas de montura gruesa y negra. Mi recuerdo de aquel hombre es tan exacto que siempre he tratado de
diferenciarme de él, por eso no suelo echar a nadie sermones ni monsergas, ni mucho menos a los amigos. En el caso de Rodrigo le dejé actuar, observándolo en la distancia, y confiando en que el sentido común se posara sobre su cabeza. Durante unos meses dejó de venir por la tienda, y dejamos también de ir juntos a comer pollo. Las pocas veces que nos encontrábamos, no solíamos hablar de nada en particular, creo que no había realmente una conversación. Decía cosas como: ―¡Que Dios te conserve la vista!‖ o ―¡Qué bien lucen los geranios en los balcones del barrio!‖ Lo cierto es que nunca supe en qué terminó su historia, ni siquiera llegué a conocer a la mujer en cuestión. Sólo un día pude entreverlos juntos medio ocultos en un rincón de una cafetería. El corazón me dio un vuelco, pues me pareció reconocer a la chica: era Eulalia, la niña más guapa de Cubrelombrices. Realmente no lo confirmé; me volví y salí corriendo hacia la tienda. Catalina me besó al entrar.
Catalina... déjame entrar en ti, déjame ver la vida desde el punto de vista del silencio, que me acaricie tu mirada como otras tantas tardes, y que tus achuchones sean mis achuchones. —Oye, Catalina: ¿no has notado nada extraño en Rodrigo últimamente? —Hace tiempo que no le veo, no viene por aquí. —Estaba algo enamorado, ¿recuerdas? —¡Ah, sí! El otro día le vi de lejos... y llevaba gafas. —¿Gafas? —Sí. Unas gafas horribles de montura negra.
En Cubrelombrices pasé una infancia más propia de un animal que de un niño, estrictamente hablando. Reconozco que esto puede haber condicionado algo mi vida posterior, pero también he realizado esfuerzos a la hora de estudiar, y aún conservo la ilusión por aprender inglés. No admito que se me eche en cara una supuesta cerrazón mental que alguien ha inventado. Soy feliz y compro fruta por las mañanas, ni más ni menos que como cualquier vecino. Me gustan los animales, pero intento no confundirme con ellos.
Unas semanas después de aquella visión de Eulalia, Rodrigo vino por fin a la tienda y me propuso ir juntos a comer pollo. Estuvo muy apagado, y casi no dijo nada durante la larga merienda. Pollo sí que comió, pero hablar, muy poco. Supe por su mirada que su relación con aquella chica, cualquiera que hubiera tenido, había terminado. También bebió mucho y, quizá por eso, ya casi al final de la merienda, le escuché decir algunas palabras: ―Dura como el hueso, fría como la sopa‖. O también: ―Voy a tirarme de cabeza a la vejez...‖ Yo, de vez en cuando, intentaba bromear con él para subirle el ánimo, le tiraba a la cara bolitas de servilleta de papel, o le clavaba un tenedor en la pierna por debajo de la mesa. Recuerdo que ni se inmutaba.
Tenemos una herida en el corazón y nada más nos duele, tan sólo nos molesta que no nos dejen recordar, pero abrimos los ojos y el futuro amenaza con venir, aunque luego no venga.
Hay quienes me acusan de impreciso, y de que me ando mucho por las ramas. ―Para ser un relato autobiográfico, hay muy pocos datos personales‖, dicen. Yo no puedo compartir esas críticas que se dirigen hacia mi persona, vengan de quien vengan, porque además, normalmente son falsas y carecen de fundamento. Creo que en mi vida y en mi obra he dado suficientes pruebas de precisión. Por ejemplo, escogí a la mujer precisa para casarme, la que me admiraba y tenía (ella o su padre) un negocio. ¿Quieren más datos? La tienda se encuentra en la calle Santa Vicenta, número 17, en el barrio de La Onomástica. El teléfono lo omito para evitar llamadas molestas. Vivimos Catalina y yo en un segundo piso situado prácticamente encima de la tienda. En el primero vive, para nuestra desgracia, el viejo Matías. El horario de la tienda no es muy preciso (y reconozco que en esto llevan algo de razón mis detractores). A veces abrimos mañana y tarde, pero otras, sólo por las tardes, o incluso no abrimos. Y este sistema, que nos va de maravilla, no obedece al puro capricho o comodidad, ni tiene relación alguna con el calendario litúrgico, sino que está relacionado con las fases de la luna y los coeficientes de las mareas. En otro momento quizás lo explique con más detalle, ya que es un sistema de horario pionero en los comercios de este país y ha sido el fruto de un largo estudio de observación y análisis de la influencia de estos factores en los hábitos y comportamientos de los posibles clientes. Si encuentro ocasión en este escrito incluiré un compendio de las principales conclusiones de este estudio, que aún no está publicado, pero espero que pronto vea la luz. Me muero de ganas. Don Víctor, mi suegro, nunca estuvo muy de acuerdo con mis puntos de vista, y lo entiendo, ya que en una persona de su edad es lógico que existan recelos ante planteamientos tan innovadores como los míos. Lo cierto es que mientras permanecía en activo nunca atendía a las sugerencias que yo le hacía en este sentido. Se oponía abiertamente. Desde luego, estaba en su derecho pues, al fin y al cabo, el negocio era suyo y, en teoría, él lo regentaba. Pero con su paulatina decadencia conseguí ir imponiendo mis criterios. Me bastó con un poco de tacto y persuasión. Recuerdo aquel verano en que fuimos de viaje a Abrigada del Mar.
5 Abrigada del Mar
Esta pequeña y poco conocida localidad del Mediterráneo es, como dicen con orgullo sus propios habitantes, un lugar tan original que resulta ser el único pueblo costero que no está en la costa. Es como un mal chiste pero, efectivamente, los abricureños viven de espaldas al mar, y en la suave ladera de la Colina de la Pava, están situadas las casas de forma que es imposible vislumbrarlo siquiera desde ningún punto del pueblo, a excepción del campanario de la iglesia, que se encuentra al final de un repecho del terreno. A esta localidad fuimos a pasar una semana de septiembre don Víctor, Catalina y yo. Normalmente detesto la idea de unas vacaciones. El concepto ―vacación‖ me afecta directamente en el estómago y nunca solemos cerrar la tienda por ese motivo. Pero lo de aquel año fue diferente. Abrigada del Mar no es un lugar convencional para pasar unas vacaciones y yo huyo continuamente de lo convencional. Había transcurrido más de un año desde la ceremonia de nuestras nupcias con el fallecimiento incluido del padre Jimeno, y hasta ese momento mis expectativas no se estaban cumpliendo. Don Víctor, por aquella época y a pesar de su incipiente chocheo, continuaba en cierta forma manejando las riendas del negocio y no hacía demasiado caso de mis sugerencias. Yo, lejos de entrar en conflicto con él, cosa que no me interesaba, concebí la idea de este viaje con la esperanza de que mi suegro abriera los ojos a diferentes formas de vivir y negociar. Honestamente, creo que acerté. Cuando el autobús nos dejó a las puertas del pueblo, don Víctor, que había dormitado durante la mayor parte del trayecto, no podía sospechar que el mar estuviera tan próximo. Se acercaba la noche después de un largo viaje de más de siete horas, y urgía encontrar hospedaje, ya que no habíamos organizado nada. Es curioso cómo algunas personas, y familias enteras, son capaces de planificar cuidadosamente todos los detalles de sus vacaciones, incluyendo reservas en hoteles y restaurantes, sin dejar ningún margen a la improvisación. Me parece una costumbre tan detestable que no merece comentario. Nosotros no hicimos nada de eso; al llegar fue necesario entrar en contacto comunicativo con los habitantes abricureños para que nos informaran de las diversas opciones. Así terminamos en una modesta pensión que finalmente resultó el lugar ideal para pasar la semana. Como hacía bastante calor, abrimos las ventanas de nuestras habitaciones para poder conciliar el sueño. Ya bien entrada la noche, don Víctor llamó a nuestra puerta quizá en un estado alterado de la conciencia que le provocaba cierto sobresalto: —¿Qué es ese sonido que nunca para? No puedo dormir. —Es el mar —respondí intentando disimular mi sonrisa. A pesar de su avanzada edad era ésta la primera sensación marítima que experimentaba directamente, ya que la totalidad de su existencia había transcurrido en tierras del interior, o al menos eso creo.
A la mañana siguiente volví a encontrarme con don Víctor en la puerta de los aseos que habíamos de compartir todos los huéspedes del pasillo derecho. Es sin duda una experiencia interesante y poco estudiada tener que compartir cuarto de baño con personas desconocidas que, por motivos diferentes a los tuyos, han ido a parar al mismo alojamiento. Nuestras necesidades diarias, que normalmente realizamos en la más impune intimidad, se ven en estos casos forzadas a una cierta corrección y escrupulosidad; por ello procuramos que nuestros actos se realicen de forma silenciosa, imperceptible, y que no dejen huellas, porque sabemos que ―el siguiente‖ lo rastreará todo como un sabueso y el menor fallo podrá ser descubierto, desvelado a otras personas y usado en nuestra contra hasta el punto de hacernos merecer una popularidad no deseada. Es por eso que en pensiones de este tipo se nos exige un esfuerzo mental suplementario desde las primeras horas del día lo cual, en mi opinión, ayuda a perfeccionarnos. Y aún más, las esperas en la puerta crean una especial situación comunicativa, un nuevo marco que nos permite observar y analizar a los demás en momentos en que la impaciencia, o incluso la urgencia, pueden afectar a la personalidad de cada uno y conducirle a extremos insospechados. Resulta entonces un grado de conocimiento mutuo que en gran medida difiere del que se produciría, por poner un ejemplo, en un bar o en una tienda. A mí, particularmente, todo esto me gusta. Cuando pude ver el rostro de don Víctor al salir de los aseos mostraba una expresión de desasosiego inhabitual en él, insegura. Posiblemente por la cercanía del mar o quizá sólo por causa del ajetreo del viaje, se le había revuelto el estómago. Se encontraba tenso y, por supuesto, más vulnerable. Yo le saludé con efusión y le pregunté qué tal había dormido, pero él se limitó a mascullar de mal humor una frase ininteligible como respuesta. Percibí entonces que ya estaba lo suficientemente receptivo y predispuesto a sentir las influencias de Abrigada del Mar. (A eso habíamos ido). Mis primeras noticias sobre este pueblo y sus gentes me llegaron en forma de lectura. En la biblioteca del barrio me tropecé por casualidad con un libro escrito por un viajante decimonónico de nacionalidad inglesa, Thomas Building, quien pasó allí una semana de septiembre, al igual que haríamos nosotros aproximadamente un siglo más tarde. Este señor Building narra en su libro diferentes experiencias de índole antropológica que transcurrieron durante un viaje efectuado a lo largo de la costa mediterránea de la Península Ibérica, y se refiere a Abrigada del Mar con auténtico desprecio. Comenta el extraño carácter de sus habitantes, sin entender por qué vivían junto al mar ignorándolo intencionadamente, como se demuestra en la disposición de las casas en la falda de la Colina de la Pava, que ocultaba las aguas de la visión del Mare Nostrum. Cuenta también que en este pequeño pueblo, casi un poblado entonces, pasó uno de los tragos más amargos de su vida, cuando fue insultado y casi apedreado sólo por un motivo que le resultaba incomprensible: haberse bañado en la playa, volver al pueblo con unos cangrejos capturados en una roca y preguntar a unos oriundos del lugar si esos crustáceos eran comestibles. Afirma, para
terminar, que al salir huyendo se juró mil veces no volver a poner los pies allí nunca más en toda su vida. El relato del señor Building actuó en mi interior como una revelación, una llamada. Desde que lo leí siempre abrigué el deseo de visitar este pueblo. No me afectaron en absoluto los juicios de Sir Thomas, pues no puede esperarse otra cosa de un tipo hechizado y fascinado por el mar, la antigüedad clásica, la cultura mediterránea y esas pamplinas, sin fijarse para nada en las relaciones comerciales entre sus habitantes. Todos sabemos, además, que este inglés de poca monta vivía cómodamente de las rentas, y que se dedicó a hacer viajecitos para matar el tiempo o porque, como se dice, quien viaja huye de sí mismo. Debió tratarse más bien de un neurótico obsesivo, hasta tal punto que sus críticas no obtuvieron otro resultado que alentar a la gente a dirigirse a este recoleto lugar que se oculta tras la Colina de la Pava. No es de extrañar, por cierto, que en Abrigada del Mar exista actualmente un núcleo de casas habitadas en su mayoría por ingleses, presumibles lectores de Sir Thomas, en lo que los abricureños llaman con cierta sorna ―el barrio inglés‖. Durante la semana de nuestra visita paseé con frecuencia por este barrio e intentaba comunicarme con ellos, los ingleses. Aún no domino la lengua inglesa, pero sigo abrigando la esperanza de hacerlo algún día.
Podría afirmarse que don Víctor, en los primeros días de nuestra estancia, daba la sensación de hallarse abstraído del mundo, como ausente. No hacía otra cosa que seguirnos, a Catalina y a mí, allá donde fuéramos. Caminaba casi sin hablar, cabizbajo y meditabundo, eso sí, obediente, muy obediente. No comentaba nada, se limitaba a mirar lo que yo le señalaba, a entrar en los establecimientos que nosotros elegíamos, a probar las comidas que se nos antojaban. Es curioso que en las cartas de todos los restaurantes, si puede llamarse carta a un papel mal arrancado de un cuaderno y escrito a mano con bolígrafo azul, se hallaban ausentes los productos del mar, ni marisco ni pescado, y en cambio abundaban el pollo y los huevos cocinados de las maneras más diversas, así como el conejo o la liebre aportando sus sabores junto a las hortalizas en platos con base de arroz. Paulatinamente don Víctor fue acomodándose al carácter de los habitantes nativos, comenzó a tener iniciativas, incluso llegó a permitirse el lujo de dar paseos solitarios y, más tarde, invitarnos a la tasca que él había descubierto y presentarnos a los personajes que había conocido. Increíble: hizo amigos. Catalina, esa mujer adorable que casi no merezco, no podía ocultar la alegría que le producía ver a su padre tan contento. Me decía: ―Nunca había visto a papá jugar a la petanca‖. Yo la besaba en la frente. Catalina en la noche, recostada junto a mí, respira silenciosamente la brisa que llega tras la Colina de la Pava, cierra los ojos y recuerda...
Don Víctor, ya inmerso en una especie de vorágine fraternalista, llegó a entablar amistad con el párroco de Abrigada del Mar y nos lo presentó una mañana, mientras Catalina y yo
dábamos un paseo por la calle ancha, la más comercial, mi preferida. Resultó ser un hombre de cierto interés, aunque huraño, como la generalidad de los abricureños. No parecía cura, incluso me atrevería a decir que no parecía cristiano. Ni siquiera usaba gafas. Observé que mi suegro y él habían llegado a cierto grado de confianza, lo cual aproveché para proponer una cuestión que llevaba yo rumiando desde mis primeras lecturas de Sir Thomas: —Señor párroco, no sé si será un atrevimiento lo que quisiera preguntarle —le dije. —A ver, a ver… —Pues mire: ¿es posible subir al campanario de su templo? Debe tener una vista estupenda —el párroco tosió, sin duda desazonado, cuando escuchó mi propuesta. —Nadie sube allí nunca —respondió. —¿Pero es posible? Sólo me gustaría saber si es posible —mi insistencia le incomodaba y le hacía titubear. —No, bueno, s… s… sssí, es posible. No quiso continuar hablando sobre el tema. Inventó una excusa y dijo que tenía que marcharse a toda prisa a hacer unas confesiones y quizá algunas extremas unciones. Yo no le creí.
Por la tarde Catalina se echó a dormir la siesta. Bueno, en realidad la obligué, lo reconozco. Aprovechando esta circunstancia salí en busca del párroco que, casualmente, también se había entregado al seductor sueño vespertino. Le desperté con un par de sonoros mamporros en la puerta. Abrió con expresión de sobresalto, imaginando quizá que habría de acudir a alguna urgencia, y al ver que era yo noté su desconcierto. Como tonto no era, supongo que adivinó rápidamente mi propósito e intentó esquivarme mostrándose seco y antipático, pero esas mañas conmigo no valen: —Déjese de historias, padre, que usted sabe a lo que vengo. Me enseñó entonces la más agria de sus sonrisas y, sin decir palabra, se dio media vuelta, abrió un cajón y sacó una llave antigua, grande y oxidada. —Está bien, si es lo que quieres, acompáñame —dijo. Empezamos a subir los escalones del campanario. El crujir de sus pasos reverberaba en la escalera y el sonido llegaba a mis oídos transformado, me parecía escuchar ―tú los has querido‖ a cada paso. Al llegar arriba me comentó de nuevo: —Nadie sube nunca aquí. —Ya lo sé —me limité a contestarle. Me gustaba alardear de saber más cosas de las que él podía imaginar, y en cierto modo era cierto. Yo sabía, por ejemplo, que la relación que existía entre el mar a los abricureños era, por así decirlo, un tanto ambigua e incluso turbia. Cuando llegamos arriba, me asomé directamente por el lado orientado hacia el Este. Efectivamente, podía verse el mar, era el único punto del pueblo desde el que se veía. Bueno, también había unos barracones desperdigados en la parte alta de la colina de la Pava, desde cuya
perspectiva seguramente también se alcanzaría costa, pero daba la impresión de estar deshabitados, y además se encontraban fuera del pueblo. El párroco me siguió y se puso junto a mí. Ambos, absortos en la contemplación, permanecimos unos minutos en silencio, casi inmóviles, sin pronunciar palabra alguna: era el mar quien hablaba. La altura de la torre llegaba justamente hasta un punto donde se alcanzaba una amplia perspectiva del mar, como torre de vigilancia que realmente era, pues ya se sabe que por la costa podrían entrar los invasores y los peligros; los abricureños lo han sabido siempre muy bien. El espectáculo era fascinante. Por fin el sonido del oleaje ¡podía verlo! Si logramos ver el origen de nuestros impulsos sabremos que hay algo más detrás de cada movimiento. Del acto más simple o intrascendente puede hallarse siempre una causa lógica, sólo que hay que buscarla. La fuerza del agua es demasiado intensa, y es más fácil dejarse arrastrar que luchar contra ella; se llega más lejos a favor de la corriente, pero no siempre nos lleva a donde realmente queremos. En Abrigada del Mar la generalidad de la población es incapaz de reparar en ese sonido del oleaje, que forma parte de la banda sonora de sus vidas; lo oyen, pero no quieren escucharlo. Desde los primeros días de nuestra visita realicé un trabajo de campo en la calle comercial midiendo desde diferentes puntos la nitidez con que se percibía el sonido del mar, para lo cual no usé otra tecnología que mi propio aparato auditivo privilegiado, capaz de sentir en la distancia el susurro que emiten, por ejemplo, las velas al arder. Me di cuenta de que la actividad comercial aumentaba o disminuía en relación directa con el horario de las mareas. En esta parte del Mediterráneo, además, las fases de pleamar y bajamar casi no se aprecian en la costa, pero eso no quiere decir que no existan. ―¿La pleamar?‖ —preguntaban algunos habitantes— ―¿Y qué porras es la pleamar?‖. Porque también realicé encuestas y poseo unos datos estadísticos de un valor incalculable en los que se demuestra, por ejemplo, que el sentido del oído humano va perdiendo facultades conforme transcurren los años, y de hecho me topé en Abrigada con algunos habitantes de avanzada edad que estaban ya completamente sordos. Fue en el campanario donde confirmé mi teoría comercial de la luna y las mareas, casi como una revelación que aún hoy soy incapaz de explicar. Bajé de la torre después de despedirme del párroco, quien expresó su intención de quedarse un rato más arriba, en un estado de excitación indisimulable. No creo que haga falta explicar a estas alturas que entre los abricureños el mar es pecado. Se produce, de hecho, entre sus habitantes, un curioso fenómeno fonético, ya que confunden el sonido de la ―r‖ y la ―l‖ a final de sílaba; algunos de ellos pronunciaban mi nombre como ―Ansermo‖, y a mi suegro lo llamaban ―don Víctol‖. No era extraño entonces que confundieran el mar y el mal. Bajé de la torre, como digo, y decidí encaminarme hacia la playa, aprovechando que todo el pueblo dormía. Creo que nadie me vio, o quizás sólo el padre desde su mirador único. Llegué a la playa, absolutamente desierta y extensa. Me quité la ropa y entré en el agua. Fue un baño que podríamos calificar como ―embriagador‖. Luego me tendí desnudo en la arena. Los rayos solares junto la caricia de la brisa marina iniciaron su hipnótico ritual y me quedé, yo también, dormido.
No sé cuánto tiempo habría pasado cuando desperté, ni siquiera sé si desperté, porque lo que entonces pude contemplar me hizo confundir la realidad y el sueño. Descubrí a lo lejos la silueta de un jinete a caballo que se aproximaba cabalgando por la orilla. Hasta ahí, todo normal, incluso parecía una clásica estampa fotográfica de postal. La silueta fue paulatinamente aproximándose y conforme se acercaba iban perfilándose los detalles: me di cuenta de que no era un jinete, se trataba de una amazonas, de larga cabellera; más adelante se distinguía una hermosa figura femenina generosa en curvas; luego me pareció que ella iba desnuda, y que el caballo no llevaba montura; al llegar a mi altura pude distinguir sus rasgos faciales y fue entonces cuando me sentí petrificado, y a continuación fulminado, pues no sólo me pareció una mujer hermosísima que incluso giró su cara hacia mí y esbozó una sonrisa como saludo, sino que además esa cara me resultaba muy familiar: se parecía increíblemente a Eulalia o quizás era ella. ¡Eulalia! ¡Desnuda y a caballo! Díganme qué broma de mal gusto me gastaba mi sentido de la vista. ¿O era el cerebro? La imagen de Eulalia fue poco a poco alejándose al trote y al galope hasta desaparecer tras las dunas. No sé si fue entonces cuando desperté o si había estado despierto todo el tiempo que duró aquella visión.
El día que dejamos Abrigada del Mar, finalizada nuestra semana incomparable, nos despedimos de ella como quien se despide de un perro que le ha venido siguiendo. El autobús ni siquiera entraba en el pueblo, sólo se aproximaba a una parada en una carretera colindante y allí había que subirse o apearse. Los tres nos giramos para contemplar en la distancia la silueta de las casas, el campanario, la colina de la Pava; y sentimos por última vez la cercanía del oleaje… Por supuesto, a Catalina y a mi suegro también los había llevado en pequeña excursión una tarde a la playa, pero esperé hasta el último día para que tuvieran menos oportunidades de irse de la lengua y meter la pata definitivamente, que yo muy bien había aprendido la lección de Sir Thomas Building. De hecho creo que nadie en el pueblo nos vio en nuestra excursión, o quizás sólo el párroco desde el mirador de su campanario, único punto del pueblo que posee una perspectiva nítida del mal. Por lo demás, en aquella excursión no hubo apariciones de caballos ni amazonas, no vimos realmente otra figura humana que la nuestra propia, y mi suegro vivió una experiencia tan intensa en su primer contacto con el agua salada que estuvo a punto de ahogarse. Esta fue la anécdota simpática del viaje. Durante el trayecto de vuelta a casa don Víctor se sumió de nuevo en un profundo silencio. Se le veía triste, pero también transformado: se había renovado y envejecido al mismo tiempo. Yo, para qué engañarnos, tampoco tenía ganas de hablar. Sólo Catalina, sentada a mi lado, de vez en cuando canturreaba sus extrañas canciones que únicamente ella comprende: Cuando será que pueda saber el nombre de ella, zalalí zalalá;
saber el nombre de ella que la quiero estrangular, zalalí zalalá”. Yo no le preguntaba nada, porque con el tiempo empecé a pensar que no debía meterme en sus canciones, en su mundo hermético de melodías sugestivas y letras misteriosas. Catalina a mi lado, sintiendo juntos el traqueteo del autobús.
6 Cambios
A la vuelta de nuestra semana de observación y descanso pude comprobar las influencias que don Víctor había recibido. Como si pudiera seguir escuchando el sonido del mar, se había tornado manso y receptivo. Aprovechando la circunstancia, me dediqué en las semanas que siguieron a tratar de imponer en la tienda algunos de mis criterios e ideas comerciales. La verdad es que me resultó más sencillo de lo que había imaginado, no encontré resistencia. Don Víctor aceptaba casi todo, o bien otorgaba callando. La realidad incuestionable vino a demostrar que todo empezó a ir mejor desde entonces y la curva de nuestros beneficios subió de forma espectacular. Como impulsor de estas mejoras, me convertí en el virtual gerente del negocio. Detallo a continuación algunos de los cambios: - Sustitución de la luna del escaparate de transparencia convencional por otra de transparencia verde azulada. - Modificación de los horarios de apertura y cierre en función de las fases de la luna y los coeficientes de las mareas. - Introducción del servicio de compraventa de antigüedades. - Supresión de la venta de zapatos. - Instalación progresiva de un mayor número de maniquíes. - Entrañabilización de las frías relaciones con los clientes.
Tengo que reconocer que a causa de este impulso renovador, llegué a gozar durante un tiempo de gran prestigio en el barrio. Y eso me hizo sentir un orgullo parecido al que en su día podría haber sentido alguien como el inventor del flan. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, también surgieron algunos enemigos. El viejo Matías, sobre el cual no quiero extenderme más de lo justo, no puede considerarse como un enemigo al uso. Más bien podría decirse que es uno de esos enemigos implacables que nunca cejan en el empeño de hacer valer su enemistad, con lo que a la postre resultan gratificantes y alentadores. Considero aconsejable para cualquier persona la posesión de un enemigo de este tipo, muy útil para contrarrestar la carga de vanidad que nos domina a todos y, al mismo tiempo, para incitarnos a una lucha continua que proporcione sentido a la existencia. En el caso de Matías, su condición de enemigo es más que explicable, e incluso disculpable, ya que su vecindad con la tienda por abajo, y nuestro piso por arriba, le hace sentirse como el centro de un terrible bocadillo en el que nosotros hacemos el papel de un pan aplastante y asfixiante; aunque esto, desde luego, sea sólo su punto de vista.
Comprendo también que del curioso triunvirato que formábamos don Víctor, Catalina y yo, él prefiriera centrar sus iras sobre mí, puesto que en el pasado llegó a ser amigo de mi suegro, y tampoco ha dejado de admirar nunca la belleza singular de Catalina. A mí, en cambio, me vio desde el principio como a una especie de intruso que se había colado en la familia movido únicamente por la especulación y el interés. No quiero entrar en la equivocación manifiesta de las opiniones de Matías sobre mis intenciones, bastaría que viera mi mirada cuando peino el cabello de Catalina por las tardes para convencerse de su error; pero quiero dejar claro que su maledicencia se ha vertido continuamente sobre mí hasta el punto de hacerme odiarle profundamente, con un odio tan puro que le habría matado. Pero yo asesino no soy, ni me relaciono con asesinos, no me cansaré de repetirlo. Además, me queda el consuelo de que tras sus ataques siempre he salido victorioso. O casi siempre. Una de las tretas más frecuentes que ha usado Matías para atacarnos han sido las denuncias y avisos a las fuerzas del orden público aduciendo supuestas irregularidades en nuestro negocio. Estas llamadas se produjeron con gran frecuencia a la vuelta de nuestro viaje de Abrigada del Mar, cuando el éxito de las transformaciones en la tienda y, por supuesto, mi triunfo personal, debieron crisparle de manera especial. Para justificar sus denuncias solía valerse de su condición de vecino y alegaba molestias que le ocasionábamos al efectuar actividades comerciales para las que no teníamos licencia. Resulta patético cómo algunas personas recurren a la legalidad vigente para superar sus frustraciones personales. Movidos por un revanchismo repleto de envidia insana, no son capaces de alzar la espada con la sola fuerza de su brazo y demostrar en la arena, a caballo o cuerpo a cuerpo, de quién es la razón, de quién la honra, de quién el dulce paladar de gloria, de quién es la derrota o la victoria... (A veces, como Santa Teresa de la Cruz, sufro impulsos épicos provocados por la pasión que me invade cuando la memoria emocional del arrebato de ira se sobrepone al hilo narrativo). Lo cierto es que, en una de estas denuncias, cuando nuestro negocio estaba llegando a su apogeo, nos llegó una notificación municipal que ordenaba el cierre del establecimiento. Vi a Catalina llorar. Yo había salido con mi amigo Rodrigo a merendar pollo y volvía a la tienda con la moderada euforia que me produce la ingesta de los muslos de este animal. Al llegar encontré, para mi sorpresa, que la tienda estaba cerrada, y en la puerta había una banda adhesiva en la que se podía leer: PRECINTADO. No me alarmé demasiado pues, en principio, pensé que don Víctor se había animado a poner en práctica alguna de las técnicas publicitarias que yo le había estado sugiriendo pero, al subir a casa, encontré a Catalina llorando. En un primer momento atribuí su llanto al hecho de haberme ido con Rodrigo a comer pollo dejándola a ella sola en la tienda, ya que a Catalina le encanta el pollo y, cuando yo me marcho con algún amigo y no la llevo conmigo suele quedarse como triste. —No llores, Catalina —le dije para consolarla—. Esta misma noche te voy a traer una caja de alitas de pollo.
La respuesta de Catalina me sacó de mi engaño: —La policía ha venido y nos ha cerrado la tienda. La noticia fue un golpe bajo, lo reconozco. No podía imaginarme un final así para el negocio, truncar de esta forma las ilusiones que se habían engendrado en mi corazón desde la más tierna niñez, y precisamente en aquel momento de calentamiento de la economía vecinal y euforia comercial generalizada. Es cierto que con anterioridad al precintado la policía había acudido varias veces a advertirnos de que estábamos cometiendo irregularidades, pero nunca llegamos a tomarlo en serio. —Ha sido Matías —una voz que nacía de las entrañas de la ira me repetía esto en la cabeza en continuo martilleo. —Ha sido Matías—. Bajé las escaleras y empecé a aporrear la puerta de su casa con todas mis fuerzas: —¡Matías, sal de ahí, gallina, abre la puerta si tienes valor, vamos, cobarde, abre la puerta...! Inicié entonces un encendido aporreo de la puerta del domicilio del viejo que se prolongó varios minutos, pero Matías no daba señal alguna. Creo que no estaba en casa. Un hecho de estas características despertó a don Víctor de su letargo. Espoleado por el acaloramiento propio de tales circunstancias, no se lo ocurrió otra cosa que echar mano a unas tijeras, ingenuo, para cortar la banda adhesiva del precinto que atravesaba la puerta del local. No le parecía lo acontecido más grave que la simple traba física de cortar el precinto, y así poder abrir la tienda. Efectivamente, me lo veo escaleras abajo y tijeras en mano dispuesto a llevar a cabo su propósito. Es obvio que no iba yo a permitírselo. Tuve que dejar de aporrear la puerta de Matías para salir tras mi suegro, que no cometiera un disparate. A veces las personas mayores no piensan con serenidad en las consecuencias de sus actos. Yo mismo, quizá, en otra etapa de mi vida más juvenil o atolondrada, no habría dudado en colaborar con él, pero no. No había salido yo de Cubrelombrices a tan temprana edad para esto. No había estado mirando un día tras otro a través de la luna del escaparate para ver cómo crecía Catalina, ni la había invitado al cine a ver La monja y la pantera para que luego, por consecuencia de la locura de un hombre ya senil pudiera quedarme sin la tienda, no. No me había casado yo en la iglesia para luego perder la base de mi estabilidad por un arrebato. Y sobre todo, no iba yo a echar por tierra todas las mejoras que había efectuado después del viaje a Abrigada del Mar, ni dejar que un viejete, que después de todo no pasaba de ser mi suegro, me arruinara la labor de tantos años, no. No había abandonado a Eulalia en Cubrelombrices para acabar así. Simplemente le dije: —Vamos, don Víctor, no sea loco, ¿sabe lo que va usted a hacer? Él, al apreciar la fuerza de mi mirada, se dio cuenta al instante de todo y se avergonzó tanto que empezó a llorar como un crío. Es que don Víctor es como un crío...
Me considero una persona con bastante sentido común. Ahora, con la perspectiva y objetividad que me dan los años transcurridos, veo con claridad el acierto que tuve en aquellos instantes críticos. Aun sin estar de acuerdo, acepté desde el principio la decisión policial y mantuve la calma dentro de la tensión que se respiraba en el ambiente. Yo estaba seguro de que hablando con la autoridad correspondiente conseguiríamos reabrir la tienda sin muchos problemas, y así se lo comuniqué a don Víctor quien, sin pensárselo dos veces, tiró las tijeras y las dejó allí, en medio de la acera. Sin embargo, las noticias que se sucedían tampoco fueron buenas: en principio, un año de cierre. (¡Un año!). ¿Qué puede hacer un hombre como yo al verse privado durante todo este tiempo de la razón de su existencia? Esa fue la pregunta que me hice cuando me comunicó la decisión municipal el representante de la autoridad, un hombre que, desde el primer momento, me resultó bastante calvo. Aquella mañana que visité la Oficina de Precintos debía de estar la marea baja. Me gustaría contar con detalle cómo fue aquella visita: Al día siguiente nos levantamos a primera hora con el convencimiento de que conseguir la reapertura de la tienda sería simplemente cuestión de hablar con un poco de educación y demostrar con buenas palabras que éramos unas personas honradas ―de aquí te espero‖. Mi suegro además decidió reforzar sus argumentos llevando consigo el libro de escolaridad o no sé qué papeles que acreditaban su buena conducta en el pasado. Sin embargo todo se complicó. El Oficial de Precintos era un hombre, como ya he dicho, bastante calvo, pero lo que más me impactó al verle no fue eso, sino las horribles gafas que llevaba, unas gafas de montura gruesa y negra que me recordaban a alguien, aún hoy sigo sin saber a quién. Nos recibió con una frialdad muy acogedora, pues nos hizo sentar frente a su mesa y al instante nos preguntó quiénes éramos y a qué veníamos. Yo le dije: —Estamos aquí porque no hemos querido usar las tijeras, y allí se han quedado, en medio de la acera. Nos reconoció rápidamente con sólo decirle esto y soltó una risita boba que no me gustó nada. —Ustedes no hicieron caso de las tres advertencias. —¿Qué tres advertencias? –pregunté con toda mi duda. —La primera, la segunda y la tercera. Este desplante chulesco acabó por disgustarme, lo confieso. Aun así, no perdí los nervios y le hablé de Catalina, de su dulzura y fineza, a ver si así se conmovía. No conseguí nada. Aquel repugnante burócrata llegó incluso a mofarse de nosotros, de mis palabras, incluso del atuendo de don Víctor que, a decir verdad, tampoco era muy presentable. Nos habló de instancias, de superiores suyos, de papeles y más papeles, hasta que me hizo levantar y retirarme, tirando de mi suegro quien, al final, soltó lo que no debía: —Cortaré el precinto —dijo el desgraciado.
—No se lo aconsejo —respondió el oficial—. Perderían la tienda para siempre. De momento sólo tienen que esperar un año.
Un año se dice pronto, lo pesado es vivirlo y dejar que vaya pasando. Tuve que convencer a don Víctor para que reprimiera sus impulsos. Después de tanto tiempo al frente de la tienda le costaba trabajo hacerse a la idea de que estaría un año cerrada. Entre otras cosas, le dije para calmarle que volveríamos a pasar una temporada en Abrigada del Mar y, la verdad, en esto le mentí. Pero es que don Víctor es como un crío, al menos se volvió así desde que comenzó su decadencia. Cuando salí de la Oficina de Precintos llevaba un gran peso en mi estómago, y también en otros órganos vitales. Veía extenderse ante mí un largo año, igual que el mar se extiende. Me hubiera gustado entonces tener una ―Colina de la Pava‖ que me impidiera verlo, que me permitiera pensar en otra cosa. Don Víctor hablaba y hablaba mientras yo iba odiando a todos los calvos con gafas y corbata que se cruzaban en mi camino. En cambio Catalina sí que estuvo a la altura de las circunstancias (aunque tampoco puede afirmarse que semejantes circunstancias tuvieran demasiada altura). Se mantuvo a mi lado en todo momento, apoyándome. Para intentar minimizar el impacto psicológico que los acontecimientos pudieran ocasionar en mi frágil ánimo, me compró unas zapatillas nuevas y una pipa para aprender a fumar. Fue un detalle bonito. Cuando ahora rememoro aquellos instantes críticos, me doy cuenta de que quizás no supe mostrarle todo el agradecimiento que ella se merecía. Fueron días extraños. Al quedar la tienda cerrada, y sin saber por qué, sentí un repentino enfriamiento de mis sentimientos hacia ella, como si hubiésemos perdido el norte de nuestras ilusiones. En cambio, Catalina no se apartó de mí, consciente de que yo estaba atravesando un trance difícil. Recuerdo que un día, por pura rabieta, me negué a alcanzarle un porrón de vino que teníamos encima del frigorífico, a donde ella no llegaba. Te pido perdón ahora, Catalina, si es que alguna vez lees este escrito que engendro penosamente y quizá nunca concluya. Te pido perdón aunque no puedas ver que mis rodillas se han clavado en el suelo.
Cuando pienso que la sociedad funciona manejada por hombres como aquel calvo Oficial de Precintos, un sentimiento de impotencia me invade de parte a parte. Tenía este tipo, en la mesa de su despacho, el retrato de una mujer horrible, seguramente su esposa, a la que sin duda engañaba con prostitutas. Nunca olvidaré el desprecio con que me trató cuando le hablé de Catalina. Le conté, entre otras cosas, que su cabello era largo y fino como la arena en la playa, y que por las tardes, cuando no había mucho trabajo, yo solía peinarla en la misma tienda. ¿Puede, entonces, incumplir algún tipo de normativa una persona que, como yo, es capaz de demostrar semejante grado de ternura? ¿Acaso es ilegal? No me hizo caso, al contrario, demostró una
absoluta falta de sensibilidad hacia el tema, incluso en algún instante me pareció verle inútilmente disimular la risa. Pero como digo, así es, así funciona todo; este tipo de personas se han instalado en las oficinas públicas y van por la vida riéndose de los dramas personales de gente como yo o mi suegro, lo reducen todo a impresos y papeles pero, eso sí, nunca sabrán del gran placer que se recibe al peinar un cabello tan suave y hermoso como el de Catalina. No me extraña que se queden calvos.
Después de la precipitación con que vinieron los acontecimientos, decidí tomarme una tarde de reflexión y fui en busca de Rodrigo, a quien encontré sin dificultad en su propia tienda. Me acompañó gustoso a la pollería y nos sentamos en una de las mesas más escondidas. No me interesaba ser visto, ni mucho menos ser escuchado. Mi buen amigo Rodrigo era aquel día la persona idónea para compartir mi hundimiento. Normalmente era él quien solicitaba ayuda o, simplemente, me relataba sus angustias, pero por una vez hicimos un cambio de papeles. Tengo que reconocer que, en realidad, sus consejos me servían de bien poco, pues siempre fue difícil encontrar palabras de ánimo en un hombre de natural depresivo como era él, claro que a veces me tiraba bolitas de servilleta a la cara o me clavaba el tenedor en una pierna por debajo de la mesa. Eso me hacía olvidar, sólo por unos segundos, la causa de mi tristeza. Pero al mismo tiempo que saboreábamos con fruición la carne del pollo, no me olvidaba de la desgracia comercial que sucedía en mi familia. Un sentimiento de agresividad y resentimiento fue poco a poco apoderándose de mis mandíbulas en pleno proceso de masticación y reparé una vez más en la figura aborrecible de mi vecino Matías: él era el causante de aquella desgracia, estaba casi seguro. —No estoy dispuesto a permitir que ese viejo mal vecino se regodee impunemente en el éxito de su denuncia —afirmé con solemnidad después de mordisquear los últimos restos de carne que se aferraban al hueso del muslo. —¿Tú no crees que a lo mejor el viejo en el fondo quiere quedarse con la tienda? — preguntó Rodrigo. Fue una pregunta sin respuesta. Sin tener una idea muy clara de cómo consumar mi venganza, le pedí a Rodrigo que me acompañara a ver si esta vez le localizábamos. Estuvimos toda la tarde merodeando por el barrio, indagando en los bares que frecuentaban los viejos, pero nadie sabía nada, sólo que hacía unos días que no lo veían. Regresamos finalmente al número 17 de la calle Santa Vicenta, a montar guardia. En su casa no había luz, y después de aporrear un rato la puerta hasta que nos cansamos, nos sentamos a esperar en la misma escalera. El tiempo pasaba y Matías no aparecía, por eso Catalina nos bajó una sopa para entretener la espera. Rodrigo se estaba comportando como un verdadero amigo, lo pensé y le agradecí con la mirada todo lo que estaba haciendo por mí, mientras él sorbía con fuerza cada cucharada y yo,
en un simple acto de mímesis, hacía lo mismo. El ruido de nuestros sorbos ascendía majestuoso rebotando por el hueco de la escalera, tanto era así que Braulia, nuestra vecina del tercero, salió a protestar: —¿No pueden ustedes sorber más bajito? Para eso prefiero que sigan aporreando la puerta. —Perdone, doña Braulia, pero estamos esperando a Matías. ¿No sabrá usted, por casualidad, a dónde ha ido? —Claro, claro que lo sé. Si me lo hubieran preguntado antes... —¿Dónde, dónde? —Se apresuró a preguntar Rodrigo. —Me dijo... le vi salir con una maleta y me dijo que iba... a un pueblo... ¿cómo era? Algo del Mar... —¿Abrigada? —salté yo, derramando gran parte de mi sopa. —¡Eso es! Abrigada del Mar. ¿Lo conocen? Yo no...
Con el tiempo he llegado a comprobar que los hechos van y vuelven, igual que las mareas. Aunque no nos bañemos dos veces en el mismo río, el mar sigue ahí, con sus idas y venidas. El caso es que las noticias que fui recibiendo en los días posteriores terminaron por colmar mis ansias de venganza. Los propios abricureños, esos seres entrañables, me hicieron el trabajo sucio. Había transcurrido aproximadamente una semana de nuestra sopa en la escalera cuando el viejo Matías, ya de vuelta, contó con extrañeza a algunos vecinos los peculiares acontecimientos que le acaecieron en Abrigada. Yo acabé enterándome. Sucedió que al desgraciado no se le ocurrió otra cosa que irse a la playa y, para matar el tiempo, se dedicó a marisquear por entre las rocas. Regresó al pueblo orgulloso de sus capturas, unos simples cangrejos, y no contento con eso, pretendió que en un bar se los prepararan cocidos. La reacción de los abricureños fue de absoluta hostilidad ante la singular propuesta, acabaron enzarzándose con él en una acalorada discusión y finalmente cuentan que tuvieron que expulsarle del establecimiento e incluso le tiraron piedras a la salida. ¿A quién se le ocurre visitar Abrigada del Mar sin haber leído a Thomas Building? En cualquier caso, me resisto a ahondar en la sospechosa coincidencia del viajecito del viejo, como muestra inequívoca de no sé muy bien que arteras intenciones. La hipotética teoría de hacer que nos cerraran la tienda para luego arrebatárnosla cobraba un nuevo impulso, pero no seré yo quien considere tamaño disparate como digno de crédito alguno (desde aquí adelanto que jamás lo consiguió). Si acaso me inclino a pensar que su incordio constante a nuestro negocio podía deberse más bien a un enamoramiento platónico (de Catalina, por supuesto) y a la desaforada maldad que insufla en los humanos corazones el sentimiento de los celos. Claro que imitar al rival nunca es la mejor manera de atraer la atención sobre el objeto amado, y mucho
menos cuando la imitación raya en la burda pantomima. Viejo Matías, ¿qué pretendías viajando hasta Abrigada? ¿Llegaste a conocer, al menos, el barrio inglés? Consumada por manos ajenas la venganza, no me quedaba otra inquietud que la de intentar reconducir el sentido de mi vida o, al menos, de mi obligado año sabático. Es obvio que un cambio tan drástico en mi situación y una alteración tan descarnada de mis rutinas cotidianas regidas por los movimientos de los astros suponía una seria amenaza para mi estabilidad psicomotriz, y no estaba dispuesto a permitirlo así como así. Por ello mi mente se dispuso a calibrar de forma reflexiva las coordinadas que marcaban mi nueva situación empezando, como no podía ser de otra forma, por los pilares que siempre habían sustentado mi existencia. Uno de ellos era Catalina, cuyo poder de seducción hacia mí había bajado algunos enteros coincidiendo con el cierre de la tienda. Por otro lado estaba su padre, un personaje contradictorio que había dejado asomar en su personalidad cierto ramalazo violento y una inquietante atracción hacia los instrumentos cortantes. También estaban mis amigos (oficinistas, amas de casa, ceramistas, comerciantes, profesionales autónomos…) y Rodrigo por encima de todos ellos seguía dando impagables señales de amistad y solidaridad, pero no sólo de pollo vive el hombre. ¿Qué más me quedaba, entonces? ¿Quizás mis recuerdos de la infancia en Cubrelombrices? ¿Para qué los quería? ¿Había algo más? Esta pregunta me hice con la mirada clavada en el infinito. Cuando no encontramos nada a lo que agarrarnos corremos el riesgo de entrar en una caída libre, y este tipo de caídas suelen terminar en sonoros batacazos que afectan ineludiblemente al intelecto. Me propuse, pues, aferrarme a cualquier cosa que me librara del peligroso descenso, y fue precisamente el intelecto lo más a mano que encontré en un alarde de pensamiento cartesiano. Había perdido mi negocio, pero de ninguna manera estaba dispuesto a tolerar que el ocio, su contrario natural, dominara el discurrir de mi tiempo vital, o al menos que no se tratara de un ocio vacuo y sin sentido. Decidí entonces inaugurar una nueva etapa en mi vida que se consagraría a la escritura teórica de tipo ensayístico y escogí como temática de mis digresiones la propia actividad económico-empresarial, aquella de la que se me había privado en la práctica. Es así como empecé a escribir mi tratado sobre la influencia de la luna y las mareas en el ritmo biológico de algunos organismos y en las mismas actividades comerciales, un tratado que en los medios especializados ha llegado a ser conocido popularmente con el nombre de ―Comercio y mareas‖. Me ha creado cierta dificultad lograr el reconocimiento que un trabajo de esta índole se merece, de hecho aún no está ni siquiera publicado. Es lógico que una teoría tan innovadora y falta de precedentes como la que propongo en mi estudio resulte difícil de ser aceptada por las estrechas mentes de los teóricos economistas, personas que carecen por completo de sentido práctico y de nociones sobre la realidad diaria de los pequeños comercios; al contrario, se pierden con frecuencia en conceptos macroeconómicos de difícil digestión y, si tuvieran un negocio, les ocurriría como a Rodrigo, que no vende un plato. Afortunadamente, en mi lucha por introducirme en los medios empresariales universitarios, me topé de pura chamba con el profesor Casquete,
quien con el paso del tiempo habría de convertirse en mi gran valedor en estos ambientes. Probablemente, si le hubiera conocido antes, él mismo se habría encargado de solucionarme el problema del precintado de mi tienda. (Claro que esto que acabo de decir es una incongruencia, pues fue precisamente el hecho de quedarme sin trabajo durante un año lo que me impulsó a escribir el tratado, sin el cual no habría conocido al profesor Casquete). Como pueden ver, las causas empujan a las consecuencias, todo tiene un por eso y un porqué, y es este modo de razonar el mismo que utilicé a la hora de redactar el ―Comercio y Mareas‖, y esta es también la causa de que el tratado sea tan popular entre los estudiantes, bueno, más bien entre cierto tipo de estudiantes, los que han leído mi estudio, tres o cuatro. Volviendo al inicio que ha engendrado esta serie de meditaciones, quizá sea más simple contar los hechos como sucedieron: una tarde me encontraba sentado en el sillón verde del salón mientras Catalina cosía calcetines en la mecedora. Mi estado de concentración era tan intenso que, sin querer, pronuncié en voz alta una frase que me rondaba en la cabeza: —Creo que los pilares sobre los que se sustenta mi existencia están perdiendo solidez. Catalina se levantó entonces, abrió un cajón de la cómoda y sacó un pequeño paquete. —Te he comprado esto para que aprendas a fumar, te vendrá bien — dijo. Se trataba de una pipa de diseño clásico, elegante, en madera oscura. Me quedé un rato examinándola y jugueteando con ella. Reconozco que fue un detalle bonito, pero no era justamente lo que mi espíritu demandaba en aquellos momentos, pues las pipas en general me parecen utensilios destinados a consagrar el ocio y el abandono, o sea, precisamente las actitudes que me producían mayor rechazo. Aún así, debo agradecer a Catalina el detalle, pues me sirvió como acicate y llamada de atención, de hecho mi reacción fue casi instantánea: me levanté en un solo impulso del sillón verde y agarré el instrumental adecuado para la escritura teórica: papel y bolígrafo. Recuerdo (con emoción) que en mi mente se agolpaban multitud de ideas pidiendo a gritos salir convertidas en tinta. Escribí entonces las primeras palabras de lo que más tarde habría de ser mi célebre tratado sobre el comercio y las mareas: Todo tiene un por eso y un porqué, las causas empujan a las consecuencias y cualquier actividad humana está motivada por una serie de razones que nos impulsan a realizarla. Un acto tan simple como la compra de un producto viene determinado por diferentes causas, algunas intrínsecas al consumidor; pero también hay otras que, consciente o inconscientemente, se encuentran fuera de él. Después de un largo proceso de observación y fijarme mucho, creo que no exagero al afirmar que he descubierto el principal de los motivos externos, y este no es otro que la influencia de la luna y las mareas. Después de escribir un párrafo tan magnífico, pude entrever una tenue luz de optimismo por primera vez desde que se produjo el infausto precintado de nuestro negocio. Por fin había encontrado una ocupación digna a la que consagrar el tiempo que la vida me ofrecía por delante: todo un año. Y así fue. Los días que siguieron los pasé en su mayor parte encerrado en casa, a
todas horas escribiendo. Tan sólo Rodrigo lograba ocasionalmente arrastrarme al exterior con la irresistible tentación de compartir un pollo. Además de mi amigo, con el paso de los días algo más se interpuso entre mi nueva actividad y yo, o mejor dicho, alguien se interpuso: Catalina. Las aguas habían empezado a Calmarse, don Víctor se había sumido en la lectura de periódicos, la mayoría de ellos pasados de fecha, con un insólito afán de extraer recortes que se me antojaban arbitrarios y faltos de relación entre sí, aunque con una clara predilección por las páginas de sucesos. A veces parecía movido por el único afán de mantener activas las tijeras, quizá traumatizado por el frustrado intento de cortar en su día el precinto de nuestra tienda. A Matías, nuestro inconformista vecino (por calificarlo de forma suave), con su objetivo de cerrarnos el negocio ya logrado, casi no se le veía, carente como estaba de excusas para hacerse notar. Pero Catalina, posiblemente por hallarse sin mucho que hacer durante el día, empezó a adoptar actitudes, como poco, extrañas. Por lo pronto, se pasaba horas cantando esa canción de ―Cuándo será que pueda tener la barriga llena…‖ Reconozco que terminé aborreciendo la cancioncita, saciado hasta el hartazgo de su reiteración. Y lo más curioso del caso fue que, cuando me instalaba en el escritorio, profundamente sumergido en mis pensamientos teóricos sobre los comportamientos de los consumidores, ella solía irrumpir en mi estancia con pretextos triviales como limpiar el polvo de los muebles o bien me ofrecía pastas de coco y miel que ella misma preparaba. Y no acababa ahí la cosa: dado que don Víctor no nos molestaba para nada, entregado a sus lecturas y recortes, Catalina solía moverse por nuestro domicilio con vestidos llenos de encajes y transparencias, descaradamente provocativos, hasta que finalmente acabó entrándome en el cuarto completamente desnuda. Ya me dirán si es normal ponerse a limpiar el polvo así, en pelotas, y actuar como si nada, como si yo no existiera. Lo cierto es que mi presencia en cualquier lugar nunca puede convertirse en algo secundario: pronto percibí que me miraba de reojo. Parecía evidente que con esa actitud algo pretendía. Por aquel entonces me sentía incapaz de imaginar qué puñetas podría ser. Pensé primero que quizás se tratara de una cierta displicencia hacia mi nueva ocupación. Se puede suponer que cuando alguien se entrega en cuerpo y alma a la redacción de un tratado teórico sobre economía, comercio y mareas, es fácil que relaje, o incluso olvide, sus deberes como marido. En mi caso, debo reconocer que esto ocurrió intencionadamente así. Pero ella misma, Catalina, esa mujer deslizante y planeadora, se encargó de demostrarme que lo que yo estaba escribiendo no sólo le atraía como actividad en sí misma, sino que en ocasiones hasta se atrevía a matizar o puntualizar alguna de las afirmaciones que yo acababa de plasmar en mi estudio y que ella entreveía, haciéndose la distraída, por encima de mi hombro. —¿No es cierto, Catalina, que los clientes entran en algunos establecimientos como una oleada e igualmente y sin saber por qué se marchan todos casi al mismo tiempo, produciendo el mismo efecto que si hubiera bajado la marea?
—Sí, Anselmo, es cierto, pero esto que dices es mucho más acentuado en las localidades turísticas. —¿Crees entonces que, cuando van a comprar algo, los turistas se encuentran más receptivos a la influencia de la luna? —No me cabe la menor duda.
Mi sagacidad innata me hizo caer en la cuenta de que las intenciones que movían a Catalina a pasear su desnudez por la casa no eran, pues, las de apartarme de mi trabajo, sino algo diferente. Lo descubrí una vez que adoptó una postura descaradamente provocativa al agacharse a limpiar una mancha del suelo: se puso a cuatro patas. Con rítmicos y suaves contoneos parecía ofrecerme la parte trasera de su anatomía casi infantil. Debo confesar que durante los minutos que duró la coreografía aparté por completo mi vista y mi cabeza del papel y me dediqué a la contemplación del cuerpo de Catalina, mi esposa. Me vi entonces poseído por un estado de excitación tan grande que me pareció escuchar a un animal gimoteando dentro de mí. Me acordé entonces de un perro que tuve en Cubrelombrices. En este punto, debo hacer un mínimo inciso para comentar ciertos detalles sobre este animal excepcional. Se llamaba Cristóbal. Cristóbal, en realidad, no era mío. Se trataba de un perro vagabundo sin propietario, así que esto me permitió elegir para él el nombre que creí más conveniente. Durante algunos años de mi infancia, nos hicimos inseparables. Era él el único que me seguía cada vez que me encaminaba a las zonas más agrestes de los alrededores. Cristóbal era manso, y bastante perezoso, insociable con los demás animales de su especie, solitario. Posiblemente su único amigo fui yo. Con respecto a su raza, no me atrevo a afirmar que perteneciera a ninguna de las más prestigiosas, de hecho resultaba a primera vista bastante feo, de tamaño mediano tirando a pequeño, y con unas greñas de lana del color de la tierra que le colgaban desde los lomos y que solían empapárseles de agua y lodo en los días de lluvia. Pero algo en la expresión de su cara le confería cierta nobleza y le asemejaba en ocasiones a los perros auténticos, ya que si no fuera por la ausencia de cuernos se podía también confundir con una cabra. Una tarde, finalizadas las tareas agrícolas y antes de que se pusiera el sol, me empezó a seguir mientras me dirigía al arroyo que llaman ―de la Abuela‖. Por el camino, yo le hablaba con frecuencia: —Cristóbal, algún día me marcharé a la ciudad y montaré un negocio. Él me miraba y levantaba la oreja dando muestras de una inteligencia fuera de lo común y eso me hacía imaginarlo como el posible perro guardián de este negocio que apenas mi inquieta imaginación esbozaba en sus fantasías infantiles. Sin embargo, lo que hizo aquella misma tarde no me gustó nada.
Ya casi llegábamos al arroyo cuando, de pronto, se paró en seco: su olfato privilegiado había detectado a una ovejita que con toda seguridad se había separado de su rebaño. Cristóbal dejó repentinamente de ser el perro manso y perezoso de siempre, sufrió una especie de transformación y, sin hacer caso de mis gritos, salió corriendo con precipitación atolondrada a dar alcance a la ovejita. Lo que mis ojos contemplaron acto seguido me hizo sentir una fuerte impresión difícil de traducir en palabras: Cristóbal, sin ningún tipo de pudor ni miramiento alguno, se montó sobre el animal y consumó una violación puramente salvaje, mientras su víctima sólo llegó a emitir algunos balidos sin aliento como protesta. Creo que aquella pequeña ovejita quedó marcada para el resto de su vida, y no sólo ella: yo también. Habrían de pasar muchos años, justo hasta aquel día en que me quedé absorto en la contemplación de Catalina a cuatro patas, para que pudiera yo comprender la dimensión exacta de aquella reacción de mi perro Cristóbal, y reconozco que llegué a sentirme identificado con él. Pero a lo largo de mi vida siempre he tratado de diferenciarme de los animales, y por eso no me abalancé sobre ella; le hablé con la dulzura que siempre adorna nuestros diálogos: —Catalina —le dije, —¿quieres que te haga un hijo? Ella se dio la vuelta y mostró una sonrisa plena de felicidad. —¡Te has dado cuenta! —exclamó—. Sabes que estoy deseando tener un hijo, lo sabías. —Claro que lo sabía. ¿O es que crees que sólo pienso en los negocios? Fue entonces ella quien se abalanzó sobre mí, y no pude menos que sentirme como un corderillo agredido sexualmente. Todo resultó muy rápido, poco más de cinco minutos tratando de fecundar el óvulo. Al terminar me preguntó: —¿Lo habremos logrado? Yo no contesté, me limité a sonreírle. Estaba seguro de que aquella vez no habíamos conseguido nada. Catalina… en su mecedora balancea suavemente su vientre liso, cierra los ojos y sueña con un pequeño maniquí. Catalina… comprende en su silencio los caprichos de la naturaleza y me dedica suspiros apagados, que percibo como lejanos balidos en el bosque, mientras intento hacerme con el funcionamiento de un nuevo artilugio que ha entrado en nuestras vidas: el mando a distancia del televisor.
Es una regla casi matemática. La climatología influye directamente en la ropa que usamos y, por tanto, compramos. Así como un frío intenso nos lleva a adquirir guantes de lana, cuando sopla el calor algunas mujeres aligeran su ropa, se ponen camisetas escotadas y todo ello aviva el instinto sexual de la población masculina. El universo es el abuelo de la climatología, e incide en nuestros hábitos de consumo de forma aún más decisiva. Por eso es tan habitual que, cuando la
luna está llena, se produzcan hechos tan sorprendentes como que en las heladerías se incrementen las ventas de helados de nata y, en cambio, con la luna nueva, los consumidores se decanten por el chocolate.
Terminé mi estudio en poco más de dos meses y Catalina, para felicitarme, me plantó un beso inesperado. Cargado de la euforia que produce la obra bien hecha, salí en busca de Rodrigo. —Me aburro mucho por las tardes —me comentó al verme entrar. —Si siguieras los consejos de mercadotecnia que te doy no te aburrirías. —Ya. —Pero no discutamos, Rodrigo, amigo. Hoy es un día especial: acabo de terminar un tratado teórico que creo que va a revolucionar el mundo del comercio. —No sabía que te dedicabas a eso. Ya decía yo que no venías a verme. —Alégrate: ahora además de verme, podrás leerme. —Ya. Por aquella época yo albergaba demasiadas ilusiones cargadas de ingenuidad. Creía que bastaba haber terminado un buen trabajo para entrar en los círculos universitarios o editoriales, pero me equivocaba. Durante varias semanas anduve preguntando por los pasillos de la Facultad de Economía y Comercio y sólo conseguí que algunos catedráticos me recomendaran tomar viento fresco. Pero yo me hallaba pleno de confianza en mí mismo y en el manuscrito que llevaba bajo el brazo, no me dejé desmoralizar por el tratamiento de desprecio que recibí por parte de algunas personas supuestamente inteligentes y cultivadas, pero que más bien daban la impresión de haber conseguido sus cátedras por medio de sobornos. Claro que, si bien en aquellas primeras incursiones en la universidad me sentía a menudo menospreciado por esos catedráticos de pacotilla, al volver a casa Catalina me colmaba de atenciones, a mí y a mi cuerpo, porque no abandonaba la idea de concebir un hijo. Nunca entendí las razones de su empeño, pero reconozco que yo me dejaba, no por compromiso, sino por yo qué sé qué. Puede que ella, Catalina, incapaz de escribir una obra de carácter teórico, pensara en la maternidad como la mejor forma de tener un hijo. Hay que considerar que ella había estado observándome a lo largo de muchos días, escribiendo como poseído por una especie de embarazo que luego me haría dar a luz al tratado conocido popularmente con el nombre de Comercio y mareas. Y si además colaboró conmigo en este engendro, no iba yo a dejarla sola en la labor de fecundar un descendiente carnal, que se lo estaba mereciendo y, sin embargo, nunca llegaba. Fue una tarea costosa, me provocó más sudores de los previstos, y aún hoy no me explico de dónde saqué las fuerzas. Normalmente ocurría que, cuando volvía a casa oliendo a humillación tras mis expediciones universitarias, Catalina se acercaba con la supuesta intención de
consolarme, pero en realidad me hacía entrar en un torbellino de lujuria comparable al de la Osa Mayor. Al final de cada acto siempre me hacía la misma pregunta: —¿Crees que esta vez lo habremos logrado? Y yo no contestaba. Me limitaba a sonreírle, seguro de que se trataba de un nuevo intento baldío. A veces soy capaz de percibir cosas como el sonido que hacen las velas al arder o la misteriosa energía que surge de las entrañas de los cuerpos en el momento de la fecundación. —¿Es posible que notes eso? —me preguntó Catalina una vez. —Sí, es posible.
Así iba transcurriendo el tiempo hasta que un día regresé a casa especialmente abatido. Después de haberle presentado mi tratado a un presunto catedrático, el sujeto se interesó por mi titulación. Le pregunté con ironía si para publicar un libro en la universidad hacía falta ser marqués, y le dije también que yo no necesitaba títulos porque había pasado una semana en Abrigada del Mar que ya quisieran muchos. Salí de su despacho tan malhumorado que me fui directamente en busca del consuelo de Catalina. Ella me recibió como empezaba a ser costumbre y yo, lejos de mi pasividad de otras veces, actué como si fuera la reencarnación del perro Cristóbal. Si la memoria no me engaña, creo que en los momentos de mayor ardor se me debieron escapar aullidos y gruñidos. Al terminar dejé unas marcas de colmillos en el hombro derecho de mi esposa y algunos arañazos en su espalda. Supe en seguida que lo habíamos conseguido: estaba embarazada y cuando se lo comuniqué (con un significativo ―ya está‖) no pudo evitar sonrojarse. Es tan tímida a veces...
Imagino que el estado de embarazo debe ser algo así como padecer un prolongado mal de estreñimiento, y eso puede justificar ciertas conductas. Desde el día en que nuestro hijo potencial fue fecundado, Catalina dio la impresión de haberse vuelto un poco tontuela, distraída y falta de atención hacia mi persona. En consecuencia, dejé de ocuparme de ella como antaño y me dediqué por entero a buscar el reconocimiento que mi tratado de comercio merecía. El distanciamiento comenzó a marcar nuestras rutinas después de haber estado más pegados que nunca. A la mañana siguiente de nuestra apasionada unión carnal acudí de nuevo a la universidad, más por inercia que por otra cosa. Recorrí los pasillos sin un rumbo definido en un estado más bien contemplativo, y me dio por fantasear con que algún día quizá se creara la cátedra de Economía, Comercio y Mareas; ¿por qué no? Conducido por una especie de magnetismo azaroso, me dio por hacer una incursión en un retrete de uso exclusivo para el profesorado. Fue allí precisamente donde se produjo el primer encuentro con el profesor Casquete.
Los urinarios universitarios para profesores no puede decirse que se diferencien en gran medida de otros urinarios públicos en cuanto a su diseño y expectativas de higiene. De hecho me llamó la atención que el profesor dejaba una gran cantidad de papel higiénico en un excusado y, como vulgarmente se dice, sin tirar de la cadena. Luego intentó componerse torpemente el cuello de la camisa y el resto de su vestimenta frente a un espejo mal iluminado por una luz fluorescente y fuimos a coincidir en el secador de manos, uno de esos eléctricos que exhalan aire caliente y cuya carcasa de plástico se oscurecía por manchas provocadas por cigarros que murieron en su superficie. —Detesto estos aparatos —dijo el profesor—. Resecan mucho la piel de las manos. Una observación tan acertada me hizo reparar en aquel hombre. —¿Es usted profesor aquí? —pregunté con cierta timidez. —¡Claro que soy profesor! Este cuarto de baño es de uso exclusivo para profesores, por si no lo sabía, pero… ¿y mis manos, qué? —Tiene usted unas manos preciosas, perdone que le diga. Debería cuidarlas, las manos son importantes en el desempeño de la labor docente pues acompañan nuestro discurso, el lenguaje no verbal resulta indispensable para la interpretación correcta de los mensajes que emitimos. Hágame caso: no use estos secadores, resecan mucho la piel. —Eso mismo pienso yo. De esta forma se entabló la primera conversación entre nosotros y rápidamente trabamos amistad, aunque no era hombre aficionado al pollo, sino al marisco. En cuanto pude, le conté lo del tratado y me sorprendió gratamente su interés en mis teorías. Fue uno de esos momentos luminosos que siempre recordaré. El profesor Casquete, se mirase por donde se mirase, era un tipo de un físico imponente, no por su belleza, sino por su tamaño: era bastante más alto que yo, ancho de espaldas, corpulento, y pronunciadamente barrigón. Aunque por entonces no hubiera cumplido aún los cuarenta años, aparentaba más de sesenta, quizá por su expresión ojerosa, su gesto de cansancio y su descuidada barba que evidenciaban una falta de dedicación al aseo personal diario. Tengo grabada en mi recuerdo su imagen persiguiendo a las jóvenes estudiantes, a las que daba manotazos en sus posaderas para abrirse paso por los pasillos de la facultad, mientras en la otra mano portaba una vieja cartera de cuero marrón atestada de libros y papelotes. Entre los alumnos tenía fama de duro e intransigente, pero mi impresión personal en el trato cercano era la de un ser entrañable, tierno y no exento de debilidades. Claro que conmigo siempre mostró una atención especial, cargada de entusiasmo por mi obra. Hoy no me duele afirmar que a él le debo gran parte de mi fama. Nos hicimos amigos de largos paseos, porque lo que a él le gustaba era pasear, y casi siempre por la Avenida del Príncipe, arriba y abajo una y otra vez. Yo aprovechaba estas caminatas para explicarle las conclusiones de mi estudio y él me escuchaba interesadísimo. Una tarde me aventuré a dejarle mi manuscrito y lo tomó en sus manos como a un niño pequeño.
Sonrió prometiéndome leerlo en cuanto pudiera y salió corriendo a coger su autobús. Me dejó con la palabra en la boca y casi no pude despedirme, pero más adelante comprendería que esta era su forma habitual de marcharse. No tardó en llamarme, sólo unos pocos días. Se mostraba gratamente impresionado de la lectura del tratado y me citó con relativa urgencia para intercambiar impresiones. Dimos un largo paseo, una vez más, por la Avenida del Príncipe y en nuestra charla comprobé que realmente le entusiasmaban mis teorías por su carácter novedoso, aunque también confesó que no había leído el tratado completo. Además me aseguró que se esmeraría en lo posible por conseguir que me lo publicaran en la universidad o por cualquier otro medio, pues por lo visto tenía un contacto en la Junta del Distrito. —¡Hombre, la Junta del Distrito! ¡Eso sí que suena bien! En realidad no estoy seguro, pero debí exclamar algo parecido a esto, sin haber identificado con claridad a este organismo administrativo. La intensidad con que vivía aquellos instantes (similar al nacimiento de un nuevo amor) me provocaba una creciente sensación de euforia que en más de una ocasión llegó a erizarme el vello corporal. Viví aquella situación con una mezcla de ilusión y extrañeza, aún más cuando finalmente me propuso que acudiera a una de sus clases en la universidad a explicar mis teorías a sus alumnos. Eso me asustó un poco, y así se lo hice saber, pero él me insistió prometiéndome que sería simplemente una charla informal y que no tenía que preparar nada, sólo contarles por encima las teorías de mi tratado, así de paso le evitaría tener que leer lo que le faltaba. Para terminar de convencerme me hizo entrar en una cafetería y me permitió pedir el pastel que yo quisiera. Fue un detalle conmovedor por su parte, qué duda cabe, tanto que simplemente vacié el sobre de azúcar en una infusión de menta-poleo y mientras agitaba la cucharilla en su interior tuve que darle el sí definitivo y sin condiciones (en realidad, lo estaba deseando, qué leches). Ni siquiera esperé a probar el pastel. Ya de regreso a casa, se lo conté a Catalina y ella me felicitó, aunque con cierta frialdad y falta de apasionamiento; parecía haberse concentrado por completo en el volumen de su embarazo. De hecho la encontré cantando: Cuándo será que pueda tener la barriga llena, zalalí, zalalá; tener la barriga llena a punto de reventar, zalalí, zalalá. En aquella época empezaban ya a cansarme sus canciones, que la ensimismaban hasta el punto de abstraerla casi totalmente de la realidad exterior, las tareas del hogar, los noticieros radiofónicos o de asuntos tan importantes como la conferencia que tenía que dar yo en la universidad. ¿Te parece poco?
Coincidieron estos asuntos con una carta que llegó de la Oficina de Precintos en la que se nos notificaba que había transcurrido el período marcado, que la tienda podía ser desprecintada y que, por tanto, ya podíamos entrar en ella, aunque no nos autorizaba a abrirla al público, lo prohibía expresamente bajo amenaza de clausura definitiva, cosa que nos hacía temblar a todos. Mi suegro, don Víctor, recibió la noticia con alborozo y salió corriendo a cortar la cinta adhesiva. Esta vez le dejé. Al menos era un consuelo volver a entrar en la tienda, arreglar los maniquíes, cambiar de sitio algunas estanterías o, simplemente, hacer un poco de limpieza. Catalina ni siquiera bajó, como si le diera igual. Se quedaba sentada en la mecedora con las manos en su vientre y cantando. Yo le preguntaba: —¿Qué haces, Catalina? ¿No bajas a la tienda a ver cómo está? —No, prefiero quedarme aquí, cantándole al niño —contestaba. —¿Crees que será niño? —Estoy convencida.
Llegó el día de la conferencia y yo me puse muy nervioso durante el desayuno. Me resulta realmente difícil entender por qué nos ponemos nerviosos, cuál es la razón que nos impide desacelerar los latidos del corazón y mantener el pulso firme para no poner la mesa perdida de mermelada, como me ocurrió a mí aquella mañana. Me gusta desayunar galletas con mermelada, pero ahora me doy cuenta de que no es un desayuno apropiado para conferenciantes. Mi estado de nerviosismo, recuerdo, continuaba en el momento de tomar la palabra. El profesor Casquete hizo una breve presentación de mi persona e introdujo el tema que íbamos a tratar. El ambiente de los estudiantes de su clase era de profundo respeto y reinaba un inquietante silencio provocado, con toda probabilidad, por el pánico. Tan breve fue la presentación que, al inicio de mi intervención, aún no me había dado tiempo a concluir mis ejercicios previos de relajación. Este pudo ser el motivo de que mis primeras palabras me salieran con voz temblorosa. A la conferencia acudió una considerable cantidad de alumnos, no sé si por el interés que había despertado entre ellos mi visita o si era a causa de que el profesor Casquete imponía cierto tipo de correctivos a aquellos estudiantes que faltaban a clase. Todo ello contribuyó a que mis nervios fueran en aumento, y bien que se notó. Afortunadamente, las primeras palabras las llevaba bien fijadas en la memoria: ―Todo tiene un por eso y un porqué, las causas empujan a las consecuencias…‖ dije. Pero poco a poco fui abandonando la coherencia del discurso, perdí el hilo y me desvié del contenido de mi tratado para terminar contando trivialidades sobre mi viaje a Abrigada del Mar, cuestiones sobre las que no había previsto decir nada, como la partida de petanca en la que mi suegro, don Víctor,
participó, y en la que no llegó a vencer, si bien es cierto que su estilo fue muy aplaudido, sobre todo teniendo en cuenta que era la primera vez que jugaba. Hasta ese momento las cosas no iban mal del todo, hay que reconocerlo, sin embargo, en una de esas (pocas) veces que levanté la mirada para contemplar a mi auditorio, descubrí un rostro que me resultaba extraordinariamente familiar. ¿Podía ser Eulalia la que estaba sentada en la cuarta fila con la mirada clavada en mi persona? Estoy casi seguro de que era ella, y además me pareció bellísima, hermosísima, guapísima. Una visión tan impactante acabó con mis últimas reservas de concentración. Desde el instante en que la vi casi no pude continuar hilvanando los argumentos de mis novedosas teorías. El profesor Casquete se dio cuenta de que mi exposición se estaba convirtiendo en una especie de balbuceo de sonidos ininteligibles, me arrebató el micrófono, agradeció con evidente frialdad mi asistencia y eso fue todo. Nadie aplaudió al final.
Cuando la belleza cruza con tanta frecuencia por nuestra vida, los cimientos que nos sustentan se reblandecen y corremos el riesgo de perder la facultad del habla, la misma que nos diferencia de los animales. ¿Era realmente Eulalia aquella chica de la cuarta fila? Parecía tan joven como el resto de los estudiantes que poblaban el aula, lo cual no coincidía exactamente con el cálculo estimativo que podría hacerse de su edad desde la infancia en Cubrelombrices a esta parte, pero también era probable que simplemente se conservara así de estupenda. ¿Quién lo sabe?
Mi primera experiencia en el terreno de la oratoria no había sido nada afortunada y eso me dejó ciertamente desconcertado durante unos días. No parecía lógico andar topándome con Eulalia cada dos por tres, en situaciones tan dispares, y al mismo tiempo haberme mostrado incapaz de afrontar la realidad, ni siquiera para confirmar si efectivamente era ella, Eulalia, la niña más guapa de Cubrelombrices. ¿Sería sólo una visión producto de la mente de ese pervertido que todos llevamos dentro? Es cierto que estuve enamorado de ella en mi primera juventud, pero también lo es que desde que salí del pueblo no volví a encontrármela, tan sólo en estas fugaces apariciones en que se manifestaba como un fantasma del pasado, siempre deseoso de volver para dar la tabarra y remover los posos de nuestra memoria. Pero no fue esto lo que más me desazonó al término de mi conferencia, sino algo mucho peor: me quedé sin habla o, para ser más exactos, me resultaba extraordinariamente costoso pronunciar cada palabra, tanto que prefería quedarme callado antes que hacer el enorme esfuerzo de intentar hablar. ―¡Vaya faena!‖ —pensé para mis adentros—. ―Lo que me faltaba‖. De este hecho no me di cuenta hasta llegar a casa, pues al salir de la universidad no me crucé con nadie y por tanto no tuve que hablar, ni lo intenté, me marché cabizbajo y pensativo.
Pero cuando entré en casa y quise preguntarle a Catalina qué había de almorzar, me salió una frase literalmente así: ―Quidelmrzá‖. En aquel momento sólo pensé: ―Lo que me faltaba‖. Catalina se extrañó tanto que dejó de cantar. Aunque no me considero persona muy locuaz, creo que en la vida es importante poder expresarse y saber hablar, sobre todo para que nuestras protestas se oigan y nuestros insultos sean recibidos por quienes los merecen; así que no me quedé de brazos cruzados con un problema lingüístico de tal magnitud, sino que decidí recurrir a la ayuda de una especialista en logopedia. Fue una decisión acertada.
Se llamaba Mariana, y estaba tan gorda que la primera vez que la vi creí que me había confundido de sitio e intenté salir huyendo. Pero esta mujer demostró desde el principio un oficio y unas cualidades que se ganaron rápidamente mi confianza. Lo que más me impactó fue su voz, tan melosa y cristalina como un yogur líquido, que me saludó y me atrajo, con su canto de las estrellas, hasta un sillón estupendo donde le conté mi problema. Fue curioso, pero una historia tan inexplicable como la de mi repentina incapacidad para hablar a Mariana le pareció normalísima. Ni siquiera sé cómo me entendió, porque no hay que olvidar que yo casi no podía expresarme, sino con la mímica y porrazos en la mesa, sin embargo ella continuamente asentía con la cabeza mostrando que me comprendía. Cualidad número uno: su voz; cualidad número dos: su capacidad de comprensión. ¿Es necesario seguir enumerando sus cualidades? En la primera sesión realmente no hicimos ningún ejercicio de rehabilitación, se limitó a explicarme el caso, así como el tratamiento que íbamos a seguir. Parece ser que el motivo de mi trastorno fónico y articulatorio se debía a la gran tensión acumulada a consecuencia de las intensas situaciones emocionales en las que me había visto envuelto. Yo jamás hubiera creído semejante patochada si la doctora no se hubiera explicado con esa voz tan clara y dulce que transmitía paz, serenidad y dulzura. Había algo hipnótico en su forma de expresarse. Siempre recordaré a Mariana sentada plácidamente en una silla pequeña, dejando rebosar la carne de sus muslos fuera de los laterales del asiento, con las manos cruzadas sobre la falda y observándome detenidamente mientras practicábamos juntos los ejercicios de fonación. Una vez le pregunté: —Mariana, ¿te gusta el pollo? —Me encanta —respondió. He aquí su tercera cualidad.
Volví a casa y encontré a Catalina en la mecedora haciendo punto. Instalada ya en un avanzado estado de gestación, me pareció incluso delgada en comparación con Mariana. Luego me preguntó qué tal me había ido en la logopedia, y al contestarle con sonidos inarticulados com-
prendió que no había solucionado nada. ¿Acaso pensaba que esto iba a ser cosa de una sola sesión? Por su parte don Víctor, ensimismado en la labor de recortar de los periódicos artículos de sucesos, creo que no llegó a enterarse nunca de mi problema. Por fortuna parecía haber entrado en una profunda decadencia senil y dejó de molestarnos, particularmente a mí. Durante esta época, empecé a notar en mis viajes introspectivos al fondo de mi conciencia una cierta sensación de vacío y soledad. Entre Catalina y yo se había establecido una especie de barrera que le crecía en el vientre con forma de niño y nos iba separando cada vez más. Por si fuera poco, mis problemas fonatorios limitaban casi por completo mi capacidad de comunicación, y eso en casa se notaba. Encontré en la logopedia un escape a mi realidad doméstica. Mariana fue para mí todo un descubrimiento. Empecé a ir a su consulta casi a diario. Me hacía tumbarme en la moqueta y me ordenaba hacer ejercicios respiratorios, que no me servían para nada, pero relajaban un montón. Aunque cobraba por horas, a mí me permitía permanecer más tiempo respirando en la moqueta, porque no tenía mucho trabajo y yo le caía bien. Todo el mundo sabe que respeto tanto el matrimonio que hasta por la calle me lo dicen, pero lo de aquellos días fue algo insólito. Reconozco que a Catalina el embarazo le confería cierto atractivo, sus delgadas piernas bajo los vuelos del vestido la asemejaban a un avestruz deslizándose con elegancia por los pasillos de la casa. Era una imagen capaz de derretir a cualquier hombre. Sin embargo, se ausentó de la realidad en una transformación que siempre lamentaré: —¡Mira, Anselmo! —me decía—, el niño está bailando. ¿Qué te parece? ¿Y qué me iba a parecer? ¡Un delirio en estado de gestación! Si dispusiéramos en el barrio de una adecuada atención psiquiátrica para embarazadas todos nos ahorraríamos tener que asistir a escenas de estas características. Creo que cualquiera podrá entender mi búsqueda de refugio en la logopedia.
Me tumbaba en la moqueta y comenzaba a realizar los ejercicios de respiración. Mariana normalmente me observaba desde la silla, pero a veces le gustaba tirarse en la moqueta y hacer los ejercicios junto a mí, a modo de demostración y modelo postural. Recuerdo especialmente aquel día en que adoptó la clásica posición ―a cuatro patas‖, como vulgarmente se dice, comenzó a contonearse al ritmo de una respiración profunda y me indicó con un gesto que yo hiciera lo mismo. Creo con sinceridad que lo que entonces ocurrió puede considerarse explicable y también disculpable. Tan excitante era su postura que, no recuerdo bien cómo, pero nuestros cuerpos terminaron entrelazándose en un ejercicio que superaba lo meramente logopédico. Fue una experiencia irrepetible, si bien es cierto que la repetimos en otras sesiones posteriores, pero ninguna como aquella primera, que viví como un auténtico baño de lujuria y carnalidad. Lo más increíble fue que, al término de la sesión, mi lengua se encontraba más suelta. Poco a poco fui notando cómo la capacidad de hablar se me iba recobrando de forma mágica. Es lo que podría definirse como ―el milagro de la logopedia‖.
Los animales terrestres, tanto si comen de día como de noche, por lo general presentan ritmos de actividad que están en consonancia con el ciclo de veinticuatro horas que va de amanecer a amanecer o de puesta de sol a puesta de sol. Pero existen otros animales en los que el tiempo durante el cual se alimentan se halla limitado por el estado de la marea, que está sujeta al desarrollo de dos ciclos completos en poco más de un día. Muchos moluscos que habitan en la costa, por ejemplo, pueden procurarse el alimento sólo cuando el agua los cubre; no es extraño, por consiguiente, que muchos de ellos adopten un ritmo diario doble, como la marea. Hay también ciertos animales que pueden desovar sólo cuando el estado de la marea, o de la luna, o de ambas, es apropiado. Un ejemplo notable lo constituye el gusano palolo, que vive en arrecifes de coral del Océano Pacífico. En el tiempo de la cría de estos gusanos desarrollan una prolongación de su cuerpo que se llena de huevos y esperma. A muchos seres humanos de sexo masculino este hecho les produce una envidia biológica, si se tiene en cuenta, además, que su órgano reproductor puede que se asemeje bastante a un gusano de pequeño tamaño. Pues en ciertas fases de la luna, la prolongación del gusano palolo se desprende y sube a la superficie del agua; los huevos y el esperma se desparraman en el mar, y la cubierta, después de cumplir su labor de transporte, muere. Millones de estos gusanos, siguiendo el mismo ritmo, pueden desovar simultáneamente recubriendo grandes extensiones de agua de huevos y esperma. Puesto que estos últimos constituyen un apreciado manjar para los habitantes de las islas cercanas, la recolección de esta sustancia se convierte en un motivo de fiesta para los nativos. En la moqueta, exhausto tras el esfuerzo realizado, era habitual que me asaltaran pensamientos de este tipo, meditaciones acerca de la precipitación con que los acontecimientos iban apareciendo en mi vida, o descaradas evocaciones sobre alguno de los aspectos capitales de mi inédito tratado. Había momentos en los que creí descubrir en el gusano palolo una especie de símbolo de la energía vital que la luna nos proporciona y deseaba salir corriendo hacia el mar y cubrirlo de esperma. Eran momentos en que la irracionalidad superaba en más de dos cabezas a la meditación serena. Sólo así soy capaz de explicarme mi forma de proceder con Mariana, pues las ondulaciones de su orondo cuerpo eran semejantes al tranquilo oleaje en las aguas del Pacífico cuya contemplación habría sido motivo más que suficiente para que a los nativos les entraran ganas de fiesta. Desde aquí, desde este escrito íntimo que elaboro dejándome llevar por los recuerdos como barca a la deriva, deseo recomendar a todo aquel que lo lea que, si se presenta la ocasión, se ponga en manos de una especialista como Mariana (o por la misma Mariana, si es que la encuentran), simplemente por placer, sin esperar a que aparezcan problemas de dicción o fonación. Todos saben que yo respeto el matrimonio como casi nadie, por eso lo que me sucedió con esta mujer puede considerarse algo distinto de lo que algunos calificarían como infidelidad; se trató más bien de una terapia reconstructiva en la que confluyeron las fuerzas primarias de la naturaleza, los cuatro elementos, y el poder sugestivo de la propia Mariana que, eso sí, cuando te
atrapaba no te soltaba. Me gustó tanto que la invité a comer pollo y ella aceptó con un ―sí‖ transparente y cristalino que se quedó flotando sobre nosotros durante unos minutos.
—¿Qué hay de almorzar? —Pregunté entrando en casa. —¡Has hablado, Anselmo! —Se sorprendió Catalina. —Pues sí, estoy haciendo progresos, no puedo negarlo. Ya hablo. Efectivamente, mejoré de forma increíble tras aquella magnífica sesión, y Catalina se quedó tan impresionada que, si no hubiera tenido al niño dentro del vientre, se le habría caído al suelo. —Ha llamado el profesor Casquete —me dijo. —¿Cómo? ¿El profesor? —ahora era yo el sorprendido—. ¿Y qué quería? —No sé... le dije que tú no podías hablar. —¡Pero si hablo mejor que el rey de Bulgaria...! No me pongas almuerzo... en realidad acabo de comerme medio pollo. Me voy corriendo para la universidad. Volver a tener noticias del profesor Casquete fue un acontecimiento gratificante, pues no había sabido nada de él desde el día de mi infortunada conferencia, y durante un tiempo perdí todo el interés por el tratado. Así que la llamada, coincidiendo con la recuperación de mi movilidad en la lengua, hizo renacer en mí las inquietudes por el reconocimiento público de mis teorías. Anduve un rato por la universidad buscando al profesor hasta que, sintiendo flaquear mis piernas a causa del esfuerzo realizado por la mañana en la consulta de Mariana, y siguiendo sus prescripciones de terapia y rehabilitación, decidí entrar en la cafetería para tomar asiento y una infusión de menta con piñones. Junto a mi mesa había unos jóvenes universitarios, de esos a los que seguramente sus propias familias habrían deportado a estudiar lejos de casa para perderlos de vista. Tenían abiertos libros y cartapacios, como si intercambiaran apuntes, pero en realidad lo que hacían era entretenerse en conversaciones extraacadémicas insulsas e impropias de un lugar tan solemne como la universidad. Noté que algunos se fijaron en mí, quizás porque me conocían de haber asistido a mi charla informal. A veces me daba la impresión de que hacían determinados comentarios en voz alta para que yo me enterara. Incluso llegaron a un punto en que la conversación era descaradamente producto de mi presencia en la mesa vecina, y hablaban de economía casi a gritos con la finalidad de impresionarme. ¡Ja! Decían cosas como que los países que basaban su riqueza en el sector primario, qué sé yo, que se hundían en la mierda o vete tú a saber. ¡Ja, ja! Aunque aún me considero joven, dado mi estado físico y mental, detesto a la juventud en general que, aparte del innegable mérito que algunos consiguen al ingerir grandes cantidades de bebidas alcohólicas, pocas cosas más pueden aportar a una sociedad necesitada de pensadores autónomos. En concreto, la versión estudiante de los jóvenes ha reunido en una sola especie,
salvo excepciones, todas las cualidades que hacen despreciable a cualquier ser por el mero hecho de estar vivo y respirar del mismo aire que nosotros. En varias ocasiones estuve tentado de intervenir en la conversación y callarles la boca a base de ejemplos concretos de praxis comercial y estrategias de mercado en el extrarradio de las grandes metrópolis, pero me pareció mucho más sensato callarme la boquita y no poner en peligro el proceso de rehabilitación de mis cuerdas vocales entrando en una discusión a la que nadie me había invitado. Por dignidad, y no por cobardía, me levanté y salí de aquel antro. No comprendo, por otra parte, cómo pueden estar autorizadas estas cafeterías en lugares que deberían consagrarse exclusivamente a la cultura, la ciencia y el estudio. Sin embargo, otro joven, éste mucho más respetuoso, se me acercó mientras me iba alejando por el pasillo. Comentó que había estado en mi conferencia, y que le resultó interesantísima, aunque no había entendido bien el final. —¿Conoce usted al gusano palolo? —Preguntó de sopetón. —Pues... algo sé sobre él —le contesté. Comenzó a hablarme con entusiasmo sobre algunos aspectos de este gusano que yo, sinceramente, no conocía. Fue un diálogo bastante ameno e ilustrativo que me hizo caer en la cuenta de que no todos los jóvenes andan con el norte perdido. Estábamos ya casi en la puerta de la facultad cuando nos topamos con el profesor Casquete, quien se sorprendió mucho de vernos hablando juntos, a mí y a un alumno suyo. —Ah, Anselmo; ya veo que has hecho migas con Martínez. —Buenas tardes, profesor –saludó tímidamente el chico. —Es uno de los alumnos más brillantes de esta facultad. Una vez estuve a punto de aprobarle un examen. —Sí, sí, pero ya... se me ha hecho tarde. ¡Hasta luego! El chico se marchó precipitadamente con la llegada del profesor. Tengo que reconocer que admiro el respeto que este hombre ha logrado entre sus alumnos, quienes sin duda se impresionan fácilmente ante su gran caudal de conocimientos y casi no se atreven a conversar con él, ya que podrían quedar en evidencia. Yo, que quizás soy un poco más abierto y tolerante, me doy cuenta de que son simplemente espíritus en formación. En un relajado paseo nos encaminamos hacia la avenida del Príncipe, y allí le estuve contando mis problemas logopédicos, que explicaban el deslucido final de mi charla ante sus alumnos, pero que, afortunadamente, se trataba de un hecho aislado y sin precedentes que ya estaba superando. Le hablé también de las excepcionales cualidades de Mariana, y enarcando las cejas, me sorprendió con un súbito interés por conocerla. —Tengo que conocer a esa mujer —dijo. Este detalle me hizo descubrir que entre el profesor Casquete y yo podía existir una cierta afinidad de gustos en lo que se refiere a mujeres (no tanto en asuntos gastronómicos) y, aunque parecía evidente que esto le convertía en un peligroso competidor, mi agradecimiento hacia él borraba cualquier resquicio de desconfianza; después de todo, con Mariana yo mantenía
principalmente una relación de paciente a logopeda. Tuve que prometerle que se la presentaría. Luego intenté llevar la conversación al terreno que me interesaba, que no era otro que la publicación de mi tratado del comercio y las mareas. Empecé a hablarle del gusano palolo: —Es impresionante —le comenté—. Estos animales prolongan su longitud mientras se van llenando de esperma, y detrás de esta transformación se encuentran la luna y las mareas. Tengo que procurar mayor información sobre estos gusanos, ya que pueden ilustrar en cierta forma determinados aspectos de mis teorías… Me giré hacia el profesor y vi que no estaba a mi lado. Confuso, miré hacia todas partes hasta que logré localizarle dentro de un autobús, despidiéndose de mí a través de la ventanilla abierta. —Lo siento, se me ha hecho tarde —gritaba—. Ya te llamaré. Y recuerda lo de esa mujer.
Los días que siguieron fueron tranquilos. Aún con la tienda cerrada, mi tratado terminado, Catalina embarazada y mi suegro casi demente, las jornadas no me ofrecían mayores distracciones ni trabajos que mis propias elucubraciones internas. Ni siquiera mi vecino y enemigo, Matías, daba muestra alguna de hostilidad, permanecía más bien encerrado en casa, quizá a la espera de que finalizara el tiempo de clausura de la tienda para volver a sus andanzas e incordios. Al menos, eso sí, fueron días de frecuentes visitas. No es que muchos amigos se acercaran a casa, es que uno solo, Rodrigo, venía continuamente. Lo cierto es que le había tenido bastante olvidado desde que empezaron mis ajetreos universitarios y logopédicos. A diferencia de antaño, no salíamos a comer pollo; subíamos a mi casa y nos quedábamos charlando en la salita. Con el tiempo fui advirtiendo que Rodrigo en realidad no venía a visitarme a mí, sino a Catalina. Lo percibí en su mirada. Estaba clarísimo que la nueva apariencia física de mi esposa, ya instalada en pleno embarazo, ejercía una poderosa atracción sobre él; su mirada ausente desde la mecedora y, probablemente, incluso sus canciones. No voy a negar que el atractivo de Catalina, en su estado, era muy fuerte, por ello disculpo a mi amigo. Una vez no pudo contenerse y me lo comentó: —Es una pena que tu mujer no pueda permanecer por siempre embarazada. ¡Está tan bella! Parece un avestruz. Lo cierto es que yo no podía compartir sus apreciaciones desde un punto de vista estrictamente estético, pues la Catalina que a mí me enamoró era una niña tras la luna de un escaparate de una tienda, y parecía entonces que nunca crecería. Es la imagen que siempre conservaré, aunque la tienda desaparezca. Recuerdo que aquellos días a menudo encargábamos pollos que nos servían a domicilio. Por su forma de comerlos y su ansiedad al masticar, me di cuenta de que Rodrigo planeaba algo
terrible, posiblemente el asesinato de su mujer. Eso me provocó una cierta desazón, ya que nunca he incluido a asesinos en mi círculo de amistades.
Otro que volvió a llamarme fue el profesor Casquete, lo cual me resultó mucho más interesante. Quedamos para ir a cenar, pero me rogó encarecidamente que invitara también a Mariana ya que, según me dijo, lo que le conté sobre ella le había resultado fascinante. A veces pienso que las mujeres que siempre me han rodeado en la vida con frecuencia han resultado a mis amigos más atractivas que yo mismo; no he podido entonces evitar sentirme utilizado como un simple instrumento mediador. También es cierto que un hombre como el profesor Casquete merecía todo eso y mucho más, si al menos así podía lograr la publicación de mi tratado, algo que concentraba toda mi ilusión. Finalmente acudimos los tres a un restaurante, elección del profesor, un lugar tan extraño como fascinante, que provocaba en mi amigo un estado de ánimo cercano a la euforia, quizás también a causa de la mujer tan extraordinaria que acababa de conocer. Al servirnos el vino, el profesor decidió proponer un brindis: —¡Por nosotros! —exclamó alzando su copa. Se la bebió de un solo trago y nos instó a que le imitáramos. En cualquier caso, me pareció llamativo que eligiera como objeto del brindis a la primera persona del plural, para beber a su salud. Creo modestamente que hubiera resultado mucho más elegante decir algo así como: ―Todos para uno…‖ El caso es que la velada se iniciaba prometedora. Me llamaron la atención varios detalles en aquel restaurante: los camareros se movían de una mesa a otra sigilosamente, deslizando sus pies mientras transportaban enormes bandejas en las que a veces llevaban animales vivos. Por una megafonía de excelente calidad, que interrumpía continuamente la música del cuarteto de cuerda, se oían consejos como: ―Señores clientes, les rogamos se moderen en el consumo de aceite de oliva, gracias‖. Yo le pregunté a una camarera si a los clientes les estaba permitido emitir algún mensaje, pero ella me respondió que la dirección del restaurante se reservaba el derecho al uso de la megafonía. La verdad es que tampoco me importó demasiado. El cuarteto de cuerda, compuesto por cuatro jóvenes de origen asiático, iniciaba la interpretación de una especie de preludio (en mi bemol) que propiciaba el lucimiento del chelista, cuando nos trajeron el primer plato. ―Es música coreana‖, apuntó el camarero que nos servía. Yo había elegido un sencillo caldo de ave. En cambio Mariana y el profesor optaron por las cigalas. Observé —y no sólo por este detalle— que estaban empezando a congeniar. Cuando ella hablaba el profesor se embelesaba tanto que casi se le tornaban los ojos en blanco. Un hecho así no me disgustaba en absoluto, muy al contrario, me llenaba de orgullo. Poder complacer a alguien tan ilustre lo considero un privilegio. Aunque haya quien piense otra cosa de mí, soy una persona tolerante y me agrada que hombres y mujeres establezcan relaciones afectivas, siempre que no
ataquen el vínculo institucional del matrimonio. A veces me parecía adivinar la mano del profesor avanzando bajo la mesa hacia los muslos formidables de Mariana y ella lanzaba carcajadas saltarinas que se alejaban por todo el restaurante. Me pareció ver también que a algunos vecinos de mesa se les tornaban los ojos en blanco, pero quizá se trataba de una simple ilusión óptica. Dijeron por megafonía: ―Señores clientes, modérense en el consumo de fruta del tiempo‖. Eso nos hizo reír a todos. Fue entonces cuando el rostro del profesor adoptó un aire triste y nostálgico. Nos contó que su padre había muerto en ese mismo restaurante, posiblemente en la misma mesa en la que estábamos sentados. Mariana se levantó y le dio un abrazo tan fuerte que le hundió la cabeza entre sus pechos. A mí se me llenaron los ojos de lágrimas; también soy un hombre muy sensible. La camarera que nos trajo la cuenta parecía pedir auxilio con la mirada, como si nos suplicara que la sacáramos de allí. Nadie advirtió ese detalle, sólo yo. Cuando salimos del restaurante estaba lloviendo, y Mariana aprovechó la circunstancia para invitarnos a una copa en su casa. Estuve a punto de rechazar la invitación, puesto que suelo cuidarme del exceso de alcohol, pero ella insistió con su voz transparente y terminé accediendo. Al menos encontraría una oportunidad para sacar el tema de la publicación de mi tratado, tema que no había surgido en toda la noche. Eso fue lo que hice. En cuanto nos sentamos en el salón, acomodados en unos elegantes sillones de cuero oscuro, me pareció oportuno comentar algo al respecto. Sin embargo, noté que el profesor se mostraba ciertamente esquivo con el tema. Hizo alusiones a cierta comisión de publicaciones que debía reunirse y descartó por completo la intervención de la Junta del Distrito. Vaya. Estaba claro que la estrella de la noche no era yo, sino Mariana. Una especialista en logopedia siempre puede modular su voz para conseguir lo que se proponga y ella, todo corazón, se había enternecido con la figura del profesor Casquete. Nos propuso a ambos una especie de juego logopédico basado en los consabidos ejercicios de respiración diafragmática. Lo cierto es que el planteamiento me pareció fuera de lugar, pero al profesor Casquete la idea le entusiasmó, alegó que con frecuencia tenía problemas de voz motivados por su actividad docente y que si no tomaba medidas a tiempo su autoridad entre los alumnos terminaría mermándose de forma estrepitosa. Eso dijo: usó la palabra ―estrepitosa‖ para calificar un concepto abstracto e inmaterial como la pérdida de autoridad. No me pareció que fuera el adjetivo adecuado, pero Mariana se adelantó a mi objeción y pronunció estas palabras: —La voz es la ropa de nuestras palabras, y por tanto de las ideas que emitimos. La palabra desnuda existe sólo en el pensamiento. El proceso de transformar estas ideas en sonidos requiere el abrigo de una voz apropiada. También puede ser un látigo, una mano que acaricia o una lengua que lame. Tumbado en la alfombra de su salón, como tantas otras veces en la moqueta de su consulta, escuchando su discurso etéreo y envolvente, me quedé dormido.
Cuando desperté estaba ya casi amaneciendo. Mariana comenzó a hacer ruidos por la casa y yo terminé abriendo los ojos para llevarme la sorpresa de que aún continuaba en la misma alfombra del salón, junto a los sillones de cuero. Me sobrevino entonces una sensación de angustia inexplicable: para mí el matrimonio es algo más que compartir una cama y una tienda y haber pasado la noche fuera de casa sin avisar a Catalina era una circunstancia que nunca antes había admitido en mis rutinas. —¡Mariana! ¿Se puede saber qué hora es? —grité al despertar. —Son más de las siete y cuarto, mi vida —respondió desde el baño—. Te has quedado dormido como un rey. Me levanté de un brinco y ante semejante situación me vi obligado a despedirme de la forma más apresurada desde el otro lado de la puerta del baño, apenas agradeciendo torpemente su hospitalidad. —He pasado una noche estupenda, pero debo marcharme. Me pareció sentir la risa contenida del profesor Casquete chapoteando en la bañera, pero tampoco puedo afirmarlo con absoluta seguridad. Así que salí de la casa con evidente premura y me dejé engullir por los tonos grisáceos de un frío y brumoso amanecer de invierno. Catalina me preocupaba. Al llegar a casa, sin poder siquiera esbozar una disculpa mínimamente creíble, la encontré en la mecedora, despierta, con la mirada clavada en punto del infinito y las manos en el vientre. —Creo que el niño está a punto de venir —me soltó a bocajarro. —¿El niño? ¿Qué te notas? ¿Cómo lo sabes? —Él me lo ha dicho. La noticia me provocó un nuevo sobresalto, pero al mismo tiempo el advenimiento del parto a esa hora de la mañana me brindaba la oportunidad de esquivar explicaciones sobre dónde había pasado la noche ni con quién. Por su parte don Víctor, mi suegro, quizás sintiendo la llamada de la naturaleza, también se despertó. —¿Qué ocurre aquí? —preguntó mientras irrumpía sonriente en la habitación—. ¿Es que hay alguien de parto? —Don Víctor, ¡ya viene! —le dije—. Tenemos que buscar un médico que sea madrugador. —¿Buscar un médico? ¿Y por qué no la llevamos directamente al hospital, al sector donde nacen los niños? —¡De ninguna manera! —repuse enérgico. ¿Cómo se le ocurre llevarla al hospital? ¿Es que quiere que su nieto nazca donde todos los niños, que sea un cualquiera? ¡Mi hijo nacerá en esta casa!
Catalina asintió a mis palabras con la cabeza, sin moverse de la mecedora, y yo le respondí con una sonrisa llena de brillos estelares. Fui a avisar a Rodrigo, ese amigo que nunca me falla, y él se ocupó de traer a un especialista en nacimientos y partos. A las pocas horas, que a mí se me hicieron como minutos lentísimos, se produjo el alumbramiento. Resultó sencillo y técnicamente perfecto, aunque el niño no del todo. Mientras el doctor usaba nuestro lavabo para enjuagarse y quitarse los restos de placenta con una pastilla de jabón, me comentó que Catalina estaba bien, pero que el niño se encontraba muy débil. No alcancé a imaginar entonces el alcance de aquellas palabras: un hijo de constitución débil nos obligaría a una serie de atenciones y requerimientos hacia él que nunca antes habíamos experimentado con nadie, ni siquiera con los parientes más próximos. No es fácil criar a un hijo débil.
7 Paternidad
Ser padre es un acontecimiento como para echarse las manos a la cabeza; hasta que no vi a mi hijo vivo no fui consciente de este hecho. Traer un vástago al mundo con el pésimo servicio de recogidas de basura que tenemos en el barrio de la Onomástica no es algo que deba tomarse a la ligera. Probablemente la paternidad me llegaba demasiado joven e inexperto, demasiado absorto en mis inquietudes comerciales, demasiado despreocupado por lo que significa la transmisión de los genes a un ser que no eres tú y que a lo mejor no ha hecho nada por merecerlo. Cuando entré en el dormitorio y vi a Catalina con el niño abrazado encima de ella, me costó trabajo reconocer a aquel ser tan frágil y antiestético como descendiente carnal mío por vía paterna. —Así que este es el niño que escondías en tus canciones —le dije a Catalina. —Míralo. ¿No es precioso? —Preguntó ella. —Sí que tiene gracia. Me acerqué más y comprobé que tenía los ojos cerrados, aunque también me di cuenta de que respiraba. Si no hubiera sido por esto último habría pensado que estaba muerto. Luego decidí dejar a los dos descansando y salí a desayunar con Rodrigo, mi buen amigo. Lo encontré muy callado, ni siquiera me felicitó por el feliz alumbramiento de mi esposa. Comprendí que el parto le había afectado sobremanera, pues con él perdía para siempre la fascinante figura de Catalina embarazada. Al final, como de costumbre, fui yo quien tuvo que terminar consolándole. Tras el desayuno me convenció para que le acompañara a comprar un ramo de rosas. La verdad es que no me agrada demasiado este tipo de obsequios posparto, pero Rodrigo se puso insistente como un niño pequeño y también es cierto que Catalina lo merecía. Hubo un tiempo en que en nuestra tienda también vendíamos flores, incluso a veces las regalábamos como técnica de fidelización de la clientela, pero no se me ocurría dónde comprarlas ahora que la tienda no estaba abierta. Rodrigo me indicó que había una nueva floristería en un quiosco cercano, dentro del mismo barrio. Nos encaminamos hacia allá con paso decidido mientras contemplaba con cierta nostalgia el movimiento de los comercios. Me sentí invadir por un estado que podríamos denominar como ―melancolía comercial‖, un estado del ánimo que sobreviene cuando tu esposa tiene ya un hijo del que ocuparse, tu suegro apenas da muestras de lucidez mental y el negocio al
que has consagrado tu vida sigue cerrado. Rodrigo, en cambio, siempre con la cabeza en sus cosas, se quedó prendado de la chica de la floristería, casi una niña. —¿Te has fijado en ella? —me dijo ya de vuelta con un ramo de tulipanes—. ¡Es preciosa! —Rodrigo —le dije yo—, pero si era una niña… —Eso es lo que me gusta. A veces pienso que el corazón de Rodrigo ha dado demasiados bandazos por la vida. La inestabilidad se adueñaba con facilidad de su mente, y sus objetivos amorosos pasaban por su cabeza como se pasan las páginas de un periódico. Sé que estuvo enamorado de Catalina mientras duró su embarazo, y eso no me molestaba, pero ya todo había terminado, parecía condenado a buscar a otra mujer a la que colocar en el centro de su diana. Me dio la impresión de que la vida de su esposa corría peligro, pero no le dije nada, no quise desestabilizarlo más todavía.
La paternidad me llegó de sopetón, aunque tampoco puedo decir que me traumatizara. En el lado práctico de nuestros hábitos cotidianos, la nueva situación no me afectó demasiado gracias a que Catalina, como buena hembra de la especie humana, se empezó a ocupar de las obligaciones que conlleva la crianza de un niño. Yo, la verdad, me hubiera sentido muy torpe en determinados quehaceres, pues soy demasiado sensible a los aspectos desagradables que existen en las actividades fisiológicas de las personas, por muy pequeñas que sean. Además hay que decir que lo del niño había sido cosa suya, yo bastante tenía ya con mi tratado del comercio y las mareas, mi otro hijo que aún seguía sin ver la luz. —Ya me ocuparé de él cuando crezca —solía decirle entonces. A ella, por otra parte, no le molestaba en absoluto que me desentendiera, siempre se mostró comprensiva conmigo en este aspecto. Te lo agradezco, Catalina, no todos los padres que existen en el mundo han podido disfrutar de una paternidad con la dispensa que tú me otorgaste. Con frecuencia salgo a la calle y compruebo que hay hombres obligados a acarrear con cochecitos, e incluso llevan a sus hijos en brazos, mientras que sus esposas pasean mirando distraídamente una revista. Una vez pude contemplar a uno de esos padres, sentado en un banco del parque, que le daba a su niña pequeña una especie de yogur, cucharada tras cucharada, mientras que la niña se limitaba a abrir impenitentemente la boca. Se me revolvieron los ganglios sólo de verlo. Me consuela saber, por eso, que de todos los males que existen en el mundo, sólo unos pocos llegan a afectarme de forma personal. Así que mis hábitos individuales no tuvieron que cambiar demasiado con la llegada de mi hijo, pero lo cierto es que Catalina sufrió una especie de metamorfosis aún mayor que la del embarazo. Por otra parte es lógico, es el precio que desde el primer momento supe que tendría que pagar: nuestras relaciones conyugales basadas en el cariño mutuo y la armonía de sentimientos se vieron seriamente deterioradas, yo quedé en un segundo plano, oscurecido,
eclipsado, y Catalina resplandecía en la mecedora mientras amamantaba en silencio a nuestro hijo. Ella sonreía feliz, y al niño le bastaba con succionar. Reconozco que, de alguna forma, sentí celos. Le pusimos de nombre Gilberto, y no por decisión nuestra, sino porque mi suegro, don Víctor, se encaprichó con el nombrecito. Más tarde me enteraría de que lo había sacado de un artículo de sucesos: era el nombre de un traficante de drogas sudamericano al que habían detenido el mismo día en que el niño nació. A Catalina nunca se lo dije, pero mi suegro se llevó una bronca. De todas formas, la cuestión del nombre nunca fue para mí algo demasiado importante, y Catalina siempre aceptaba de buen grado lo que su padre proponía. El día en que lo bautizamos tuve que volver a ir a la iglesia.
Desde el nacimiento de su nieto, don Víctor estaba como alterado, y no era para menos. Se le ocurrió que el niño podría ser bautizado en Abrigada del Mar. No encontré otra explicación para esta apetencia de mi suegro que el mero hecho de volver a hacer el viajecito y con una buena excusa para entablar de nuevo relaciones con el párroco de allí, amigote suyo. Yo me negué en rotundo a consumar este capricho, y no es que tuviera nada en contra de volver a Abrigada, un lugar que me encanta, sino porque simplemente me pareció exagerada la idea de buscar un lugar simbólico para un simple bautizo. Así que finalmente lo hicimos en la parroquia de nuestro barrio y no hubo más jaleo. También decidimos que los padrinos fueran Rodrigo y su mujer, Dolores, a quien, por cierto, hacía años que no veía. Volver a la iglesia me trajo muchos recuerdos, y no puedo negar que la ceremonia me emocionó, aunque Gilberto, mi pequeño, no se enteró de nada: estuvo todo el tiempo durmiendo, tan débil como había nacido. Ni siquiera cuando el sacerdote derramó un buen chorreón de agua sobre su nuca se despabiló. Yo me preguntaba para mis adentros más profundos si la ceremonia era igualmente válida aunque el principal implicado estuviera inconsciente, pero no quise decir nada para no interrumpir un acto tan solemne. De cualquier forma fue un auténtico placer escuchar otra vez las frases que se suelen decir en este tipo de rituales como: ―...acoge a nuestro siervo en tu seno, para que forme parte de tu rebaño, señor, y ayudémosle todos a caminar y alumbrémosle el camino en la espesura, señor...‖ Reconozco que cada vez que oigo cosas así se me sube una pelota a la altura del esófago y entro en una especie de trance embelesado que ni yo mismo comprendo. Cuando todo hubo terminado y mi hijo consumó su ingreso en el rebaño, Rodrigo insistió en que fuéramos todos juntos a la pollería para celebrarlo. Son esa clase de celebraciones que no entiendo, pero accedí: nunca me ha gustado ser un aguafiestas y, en fin, cualquier excusa es buena para ir a comer pollo.
Aquella tarde Rodrigo mantuvo un comportamiento extraño. Por ejemplo, pasaba continuamente de la risa al llanto, de la carcajada al lamento profundo, del discurso emocionado al pellizco en el culo. A veces, yo le decía: ―¿Por qué no te estás un ratito sentado?‖ Él, entonces, se me abrazaba y me hablaba al oído de su última conquista amorosa: una italiana. Su mujer, Dolores, no se percataba de nada, tan concentrada como estaba en la pechuga de pollo que le había tocado en suerte, y era lógico, para una vez que venía... Había pasado mucho tiempo desde el último día en que vi a Dolores, varios años. Rodrigo la tenía siempre encerrada. A mí me resultaba una mujer desconocida y un tanto misteriosa. Me consta que era aficionada a aprender idiomas, para lo cual tenía una extraordinaria facilidad, aunque también parece ser que se le olvidaban con la misma facilidad que los aprendía, y esto la obligaba a un estudio constante. Rodrigo me contaba que a veces su mujer, al levantarse por la mañana, decía cosas como: ―¡Vaya! Se me ha olvidado el eslovaco antiguo‖. Entonces se ponía a estudiar como una posesa y, a media tarde, ya lo chapurreaba. Cuentan también que mantenía una abundante correspondencia con personajes de cualquier parte del mundo, y siempre usaba el idioma nativo de cada uno de ellos para comunicarse. Después de todo no es extraño que se pasase días y días encerrada en casa sin salir: ¡estaba entretenidísima! Tal vez todo esto explique que Dolores pareciera mayor de lo que realmente era, continuamente cambiando de país y de idioma (y con lo que cansa viajar…). Cuando Rodrigo y ella caminaban juntos por la calle parecía su tía. Quizás también por este motivo resulte más explicable la actitud de Rodrigo, siempre pretendiendo a otras mujeres guapas y jovencitas, saludables, llenas de vida. Alguna vez se disculpaba conmigo: ―¡Sí, pero ella se va con extranjeros!‖ Reconozco que a mí este espectáculo me resultaba tremendamente triste, y Rodrigo lo sabía, porque yo siempre (o casi siempre) he procurado respetar el vínculo del matrimonio. También es cierto que Dolores no es Catalina, yo lo tengo más fácil. Habíamos dado cuenta de varios pollos y decidí que la celebración debía darse por terminada. Gilberto, mi pequeño, había seguido durmiendo todo el tiempo, sin despertar siquiera con los gritos de Rodrigo, su padrino. Estábamos perfectamente hastiados y nos dábamos palmetadas de satisfacción en el estómago cuando Catalina fue hacia el cochecito, tomó al niño en brazos y comenzó a amamantarlo delante de todos. Nos quedamos un rato mirándola como si fuera un cuadro renacentista. Luego giré la cabeza hacia Rodrigo y vi que estaba llorando.
Los días que siguieron a todos estos ceremoniales significaron la entrada en una nueva normalidad. Entre otras cuestiones de menor importancia llegó por fin el día de la reapertura de la tienda: ya había pasado un año. Pero todo había cambiado. Me refiero con ello al nacimiento de Gilberto, un acontecimiento que no permitía que nada fuera igual que antes. Catalina, lógicamente, se ocupaba más del niño que de la tienda. Don Víctor, para qué negarlo, no se
ocupaba ya ni de su nieto ni del negocio, aparecía y desaparecía con idéntica naturalidad, algunos días se recluía en su cuarto, otros se iba a dar paseos interminables y los menos se venía a la tienda, más que nada a dar la tabarra, pero yo eso ya lo tenía asumido y lo toleraba con suspiros callados y huidizos. La vuelta a la actividad comercial me alejó también de los ambientes universitarios, me distancié un poco del profesor Casquete. Todo esto terminó por paralizar completamente el asunto de la publicación de mi tratado. Cuando nos dejamos llevar por una rutina gratificante, los ideales más elevados se desvanecen en las alturas y la clientela nos mece con sus pedidos arrulladores. Terminamos olvidando el sentido de nuestros actos y la luna, con sus influjos lejanos, preside alegre nuestro desconcierto, nuestro vaivén mecánico y atolondrado como el de las mareas. Algunas veces veía pasar por delante del escaparate al viejo Matías, mi dilecto enemigo, mirando de reojo y murmurando maldiciones secretas. Me hubiera gustado invitarle a entrar y enseñarle las mejoras que habíamos logrado en la decoración de los interiores, pero cuando el odio y la envidia se instalan como fuerza motriz de las actividades cotidianas, que ese era el caso de Matías, resulta engorroso llegar a apreciar los logros estéticos que nos brinda la existencia. El negocio volvió a funcionar como antes, o mejor si cabe. Todo un año dedicado a renovar los planteamientos teóricos que dirigían la marcha de la tienda hacía que la puesta en práctica me resultara pan comido, me parecía percibir incluso que los mismos clientes se daban cuenta de que detrás de cada venta, de cada papel de envolver, de cada justificante de compra, había una gran profundidad teórica que los sustentaba. Como la tienda de Rodrigo estaba cerca nos hacíamos frecuentes visitas. En una de estas, entré en su comercio de cerámicas y me lo topé en la trastienda con una extranjera de origen esloveno, su última conquista. Será mejor que no reproduzca en este escrito los actos que, durante breves fracciones de segundo, contemplaron mis ojos. Y no es que yo sea una persona poco abierta a las innovaciones fisiológicas que se producen en el terreno sexual, lo cual, por otra parte, también suele estar regido por la influencia de la luna, el sol y las mareas; sino que lo de Rodrigo estaba alcanzando ya una absoluta falta de decoro. Abundando en este aspecto, tengo que decir que yo, al entrar en el local, hice sonar involuntariamente las dichosas campanitas de la puerta, pero ello no fue suficiente para que estos dos seres depusieran su actividad lúbrica ante la lógica precaución que debe producir la entrada de un potencial cliente. ¡Y luego se queja de que no vende un plato! El caso es que me vi obligado a salir de la trastienda y a hablarle voz en grito: —¡Que sepas, Rodrigo, que me he acercado aquí en visita de cortesía, pero igual que he venido me marcho, pues no he encontrado al amigo dispuesto a saludarme! —¡Espera, Anselmo…! —gritó desde el fondo. No quise seguir escuchando; me marché de vuelta a mi tienda. Al entrar encontré a Catalina amamantando a Gilberto. Les di a cada uno un beso silencioso, pero al pequeño le sobrevino una regurgitación de su ingesta láctea que fue a parar a mis pantalones. Tuve que subir al piso a cambiarme. Todo esto me hizo pensar en que
tampoco resultaba decoroso que mi esposa diera de mamar al niño delante de la clientela, y se lo dije.
Conforme el pequeño Gilberto iba creciendo comenzaron a surgirle todo tipo de enfermedades: alergias, erupciones cutáneas, arritmias, insuficiencias respiratorias, avitaminosis, terrores nocturnos, estreñimiento, dientes de leche, infecciones estomacales y problemas psicomotores diversos. Todo ello me hizo despertar de la despreocupación con que había atendido los primeros meses de vida de este ser, mi descendiente carnal. Pude observar también cierto aire de reproche en la mirada de Catalina, quien me veía totalmente ajeno a las diferentes fases del desarrollo del bebé. En un gesto de condescendencia decidí ocuparme un poco más de estos asuntos. No es fácil criar a un hijo débil. Nunca pretendí, de todas formas, que este gesto se convirtiera en una claudicación por mi parte, y siempre me resistí a las innobles tareas de empujar cochecitos, ayudar a la ingestión de papillas variadas o aplicar pomadas en el orificio anal del pequeño. Me centré más bien en la labor educativa, mucho más gratificante y adecuada para un teórico de la economía, el comercio y las mareas. El primer reto que me propuse fue enseñarle a hablar. Como es lógico, mi asimilación de las técnicas foniátricas de Mariana había de ser el gran referente que orientase esta nueva dedicación, y nada como la experiencia y las vivencias sufridas en carnes propias para anticipar las dificultades contra las que tendría que luchar si quería logar un correcto desarrollo del habla del pequeño. Así que, tarde tras tarde, me lo llevaba a la tienda e iniciábamos largas sesiones de respiración, fonación y articulación, tal y como era prescriptivo en el método de Mariana. Desde el primer momento surgieron contrariedades. No es fácil enseñar a hablar a un niño débil. Recuerdo que aquel año el otoño entró frío y lluvioso, el mar andaba con frecuencia encrespado y se produjeron algunos naufragios y desapariciones de pescadores y de inmigrantes en patera, acontecimientos de los que estuvimos puntualmente informados por la televisión. Yo sabía muy bien que todo esto se traducía en una ausencia casi total de clientela en los pequeños comercios durante las tardes, y aproveché este hecho para dedicarle mayor atención a Gilberto. Pero el pequeñín también acusó los temporales de lluvia y viento, y se agravaron sus problemas respiratorios. Eso me dificultó en gran medida la aplicación de la primera fase del método logopédico. —Vamos, Gilberto, relájate: inspirar… espirar… inspirar… espirar… –le insistía yo mientras cambiaba las pelucas a los maniquíes. Pero el pobre no hacía más que llorar y toser, y así un día tras otro. Aunque aún no llegara al año de edad me gustaba usar los verbos adecuados para contribuir a su correcta adquisición del léxico. Normalmente los adultos nos equivocamos al creer
que un niño, por el mero hecho de que todavía no hable, no está capacitado para entender instrucciones o nociones básicas. Del mismo modo, se suele iniciar al niño en un vocabulario de gran simplicidad articulatoria como ajo, mamá, caca o palabras similares que luego, en la práctica, resultan inútiles o estúpidas para empezar a enfrentarse a un mundo que, con frecuencia, le es hostil. Nunca quise resignarme a estos errores comunes de la sociedad, y me esforcé por que mi hijo aprendiera a hablar con los vocablos que yo, su propio padre, utilizaba en mis quehaceres cotidianos. El caso es que fueron transcurriendo numerosas sesiones y Gilberto no evidenciaba ningún tipo de progreso. Empecé a preocuparme. Y mi preocupación aumentó cuando comprobé que este único descendiente mío, a pesar de su debilidad, empezó a mostrarse más hábil en acciones como el gateo, las volteretas o chuparse los dedos de sus mismos pies. Más tarde se inició incluso en sus primeros pasitos atolondrados, que solían terminar, si yo me descuidaba, en sonoros batacazos. Pero de hablar, ni ―mu‖. No me agradaba la idea de que mi hijo resultara más diestro en las simples actividades físicas o motrices que en aquellas otras más intelectuales, como es la adquisición del habla, útil no sólo para la expresión de apetencias o deseos, sino también de ideas y sentimientos. —Catalina —le dije a mi esposa—, creo que nuestro hijo debería hacerle una visita a Mariana, aquella estupenda profesional que acabó con mis problemas fonatorios. —Si tú quieres lo llevamos —me dijo—. Pero yo pienso que el niño lleva una evolución normal. —Yo estoy convencido de lo contrario. No hace más que gatear, y no dice ni ―mu‖. Y ya conoces sus problemas de respiración… —Quizá deberíamos llevarlo mejor al otorrino. —Créeme: nada como la delicadeza, la suavidad y el buen hacer de una mujer como Mariana para que nuestro hijo salga hablando mejor que el rey de Bulgaria. Resulta cuando menos chocante que incluso las mujeres en apariencia sensatas como Catalina tengan dificultades para percibir lo que es oportuno hacer en cada momento, incluso en asuntos tan vitales como la formación de la personalidad de un hijo.
Al llegar a la consulta del otorrino me asaltaron de nuevo recuerdos de Cubrelombrices, escenario de mi niñez. Allí sólo había un doctor que igual se ocupaba de las personas que de los animales. El doctor Espátula era un buen hombre, querido y respetado por todos, pero yo no puedo guardar un buen recuerdo de él, y quizá eso influya en mi predisposición negativa hacia la profesión médica. En cualquier caso, no estoy convencido de que estos sentimientos respondan a motivos objetivos, sino que más bien me dejo llevar por asociaciones inconscientes en las que me veo a mí mismo, con muchos años menos, siendo explorado por unas manos imprevisibles de las
que nunca se sabía si se te iban a hundir en el estómago o iban a intentar penetrarte por la boca hasta el punto más inaccesible de la garganta. Recuerdo que este doctor me metió una vez los dedos tan adentro que me hizo escupir sangre, y lo peor no fue eso, sino que había visto introducir antes esos mismos dedos por el ano de una oveja. Cuando vi al doctor asomado a la boca de mi pequeño ayudándose de una especie de palanca que le aprisionaba la lengua, alumbrado con una lamparita metálica en la frente como si fuera un animal mitológico, no pude evitar darle un empellón para que se refrenara. El médico resistió el envite, me rogó que le dejase hacer y, por el bien del niño, que no me interpusiera. Esta actitud del especialista me puso en guardia y no paré de vigilar cuidadosamente la exploración con lo cual intentaba evitar cualquier tipo de daño que pudiera causarle. La visita terminó con un diagnóstico poco claro y un tratamiento basado en jarabes. Siempre me ha parecido peligroso este tipo de bebidas que se adquieren en unos establecimientos llamados ―pharmacias‖, y que la generalidad de la población consume impunemente sin siquiera echar un vistazo somero a sus componentes químicos.
Catalina salió ciertamente contrariada de la consulta, reprochando mi actitud durante el tiempo que duró la visita. Me acusaba de haber entorpecido la labor del doctor y de haberme comportado como un auténtico maleducado. Me entristeció un poco que mi propia esposa, desconocida y transformada, no supiera ver otra cosa en mi forma de actuar, cuando en realidad no hice más que tratar de evitar que nuestro hijo sufriera algún desperfecto, y al mismo tiempo, prevenir la predisposición negativa hacia los médicos que, como yo en mi infancia, muchos niños adquieren tras sufrir una experiencia traumática en uno de estos consultorios. Y creo que mi actuación no fue tan desacertada pues, de hecho, Gilberto no se quejó en ningún momento, ni las lágrimas brotaron de sus glandulillas gracias a que yo estuve encima tirando de los brazos del médico cuando veía que podía hacerle daño. Es curioso que, desde aquel día, mi hijo nunca tuvo reparos a la hora de visitar a los doctores, incluso se ponía contento cuando veía a uno de estos seres con lamparita metálica en la frente, cosa que le ocurrió con frecuencia, tan débil como había nacido. A veces he llegado a pensar que la peor adicción colectiva que posee el ser humano en su totalidad, ya que nadie puede librarse de ella, es la necesidad de estar respirando continuamente. Tal ha sido mi convencimiento de este hecho que mi afán de experimentación me ha conducido a arrebatados estados de concentración en los que he logrado suspender el vicio, aunque reconozco que al poco rato he sentido un incontrolable síndrome de abstinencia que me ha provocado mareos, espasmos y, finalmente, he terminado cayendo en una respiración aún más sucia y agitada que aquella de la que había intentado librarme. Mariana tenía razón: es imposible dejarlo. Por eso nunca procuré una experiencia semejante en el pequeño Gilberto, cuya
respiración se hacía cada día más costosa y, sobre todo, ruidosa. Es un vicio al que todos estamos encadenados, y también él, aunque le cueste.
Sabía que tarde o temprano Rodrigo vendría a visitarme, y lo hizo. Llegó con el estado de arrepentimiento que sucede a los excesos, pues él se había excedido, y de lo lindo. Claro que intentaba disimularlo, y entró en mi tienda como si nada hubiera pasado, incluso fingiendo interés por las reformas que tan acertadamente diseñé para los interiores del local. —Venga, Rodrigo —le dije—, lo que a ti te pasa es que estás arrepentido, ¿no es cierto? No es que se echara a llorar, pero se me colgó del hombro y me susurró: —Tú eres mi amigo, Anselmo, contigo siempre puedo contar. Estuvo un rato relatándome lo de la eslovena, eslovaca o lo que quiera que fuera, pero no era a eso a lo que venía, pues me dejó también muy claro que aquello había terminado. Había sido una relación animal, como casi todas sus aventuras. La única novedad que presentaba era la condición de extranjera de la chica, lo que supuso el principio de un giro en su carrera amatoria, un arrebato de xenofilia sólo justificable como simple pique con las correrías epistolares de su mujer. Pero no era a eso a lo que venía. En la vertiginosa aceleración que estaba imprimiendo a sus relaciones extraconyugales, me dejó entrever que ya había fijado un nuevo objetivo, o quizá mejor habría que expresarlo en plural: nuevos objetivos. Y era el caso que se trataba de mujeres de raza negra. –¡Negras! –Exclamé con sorpresa. Efectivamente, se trataba de unas chicas pertenecientes a un grupo de inmigrantes del África subsahariana que se venían instalando por nuestro barrio desde hacía varios meses, pues La Onomástica siempre fue un barrio abierto a la multiculturalidad. Rodrigo alegaba que había empezado a mantener con ellos contactos de tipo comercial, por aquello de la cerámica. ¡Venga ya! ¡Como si no le conociera! He de decir que toda esta historia me desconcertó. No es necesario, creo, que vuelva a expresar aquí mis puntos de vista sobre la ética existencial en el mundo de la pareja, ni tampoco mi opinión particular de que incluso en la lógica más cartesiana toda regla puede tener sus excepciones. Lo cierto es que cuando Rodrigo empezó a hablarme de estos negros en general, y de las negritas en particular, un súbito interés comercial comenzó a aflorar también en mi interior y me penetró un deseo ferviente de explorar las posibilidades inmensas que el negocio o simple intercambio de productos con el ámbito africano ofrecían a mis perspectivas futuras. Le dejé bien claro a Rodrigo, mi amigo, que en ningún modo tenía la intención de convertirme en su competidor, pues excluiría escrupulosamente los productos cerámicos de la órbita de mis intereses, sino que desde aquel momento procuraría ser un colaborador, e incluso un impulsor de este tipo de transacciones económicas, poniendo al servicio de la causa todo el caudal de mis conocimientos teórico-prácticos que durante el año de mi obligado descanso laboral se habían amasado en mi interior.
Lo sentí por mi pequeño Gilberto. Pero nuevas expectativas se avecinaban para romper la monotonía de mi rutina, la de la tienda, que era como una flor reabierta en este amanecer otoñal, y estos nuevos menesteres acabarían por apartarme de la tarea educativa que mi conciencia paterna había reclamado. Le abandoné con la confianza de que Catalina, mi esposa, supiera asumir con mayor responsabilidad de la que hasta entonces había mostrado que el desarrollo sano de un bebé débil como el nuestro no implicaba centrarse únicamente en los aspectos motores o alimentarios de su evolución, sino que debía llevar aparejado un progreso intelectual paralelo. Perdona, Gilberto, por no haberte dedicado la atención necesaria en una fase tan trascendental de tu vida que guiase esos primeros pasos atolondrados, pues mi alejamiento dejó una huella indeleble en tu formación y por ello has tenido que cargar el resto de tu vida con el pesado lastre de una marcada tartamudez. Con el tiempo, mi tienda empezó a verse frecuentada por negros. Siempre he sentido una impresión de extrañeza ante la proximidad de personas de esta raza, más que nada por falta de costumbre. He de decir que jamás vi a un negro durante mi infancia en Cubrelombrices, pues allí no los había, en un pueblo tan pequeño y aislado, y en mi familia no teníamos televisión. Fue ya en la ciudad, en este mismo medio audiovisual, donde los vi por vez primera, normalmente en documentales de temática antropológica que mostraban sus primitivas y pintorescas formas de sociedad. Guardo, eso sí, un recuerdo nítido del efecto que produjo en mí la contemplación de aquellos documentales donde aparecían presuntas personas con rasgos tan diferentes al concepto de persona que había ido yo forjando a lo largo de mi paso por el mundo: me quedaba embelesado mirándoles pues, además, iban desnudos… ¡y desnudas! Y cuando asistí a las primeras proyecciones en las que se relataban diferentes aspectos biográficos de un tal Tarzán, mi confusión fue en aumento pues, aunque este personaje no era de raza negra, en sus películas aparecían otros muchos que sí lo eran. Y era la facilidad con que estos seres resultaban muertos lo que más me confundía, y el hecho de que la muerte de uno de ellos, que normalmente ocupaba un lugar cualquiera en una hilera de seres semejantes que se adentraban por la selva, no provocase lágrimas ni manifestaciones de dolor en el resto de sus compañeros, quienes seguramente habrían sido amigos desde la infancia o quién sabe si tocados por algún tipo de parentesco. Llegué a formarme la idea de que la percepción emocional del negro debía ser radicalmente diferente a la del resto de los humanos no negros. Claro que, por entonces, aún no había visto la película que marcó mi vida para siempre, La monja y la pantera, donde aparecían montones de negros que habían aprendido a rezar. Posteriormente, en mi madurez, cuando empecé a establecer con ellos mis primeros contactos, y en mi propia tienda, toda esta preconcepción infantil fue cambiando, aunque quedara esa cierta impresión de extrañeza. Aquello supuso una drástica transformación en mi negocio. Yo les había visto actuar por las calles del barrio como vendedores ambulantes, y esta espontánea dedicación al comercio que tenían todos me hacía verles como diamantes en bruto. Me acerqué a ellos disimulando la superioridad de mis conocimientos y les alabé su actividad con alusiones al trueque como
primitiva forma comercial de las sociedades protohistóricas. Así conocí a uno a quien llamaban Amadeo o algo parecido. —Oye, cara de maricona, si tú quiere comprá vale, pero si no deja ya de da por culo —me dijo. Tuve que adquirir una pequeña linterna, tras un tosco regateo, para ganar su confianza. Aún conservo aquel artilugio, que pronto dejó de funcionar, pero que para mí representa el símbolo del acercamiento de nuestras culturas. Rápidamente identifiqué a Amadeo como el jefe, aunque él lo negaba. ―Yo no jefe‖ –decía–. ―Nosotros todos iguales‖. Era el jefe, sin duda, pues tenía bastante más edad que el resto de sus acompañantes, todos bastante jóvenes, y aún hoy no puedo evitar la carcajada cuando recuerdo que llegaron a sospechar que yo podría ser del departamento de inmigración. Hasta que no les llevé a mi tienda y les mostré que todos éramos del mismo gremio no se disiparon sus sospechas. Amadeo era un pedazo de negro de una magnitud asombrosa. Su sola presencia llenaba la tienda, al igual que de algunos actores de cine se dice que llenan la pantalla. Si a esto añadimos que solía venir con sus amigos en tribu, cualquiera podrá imaginar el aspecto que adquiría mi local comercial cuando realizábamos nuestras transacciones. Poco a poco los artículos étnicos fueron echando de las estanterías a las agendas forradas en piel y los maniquíes fueron adquiriendo ropajes exóticos al mismo tiempo que los bucles de azabache se instalaban sobre sus cabezas. Esto trajo consigo una increíble expansión de la moda africana por todo el barrio y las vecinas se lanzaron en tropel a conseguir los últimos pareos que acababan de llegar del Senegal. A Rodrigo tampoco le vinieron mal los cambios pues, aunque siguiera sin vender un plato, las figurillas artesanales de animales propios de la sabana le sirvieron para incrementar las ventas de una manera espectacular. La euforia nos recorría de parte a parte y, cuando cerrábamos, nos encontrábamos para compartir unos pollos que tenían el sabor del éxito.
Pero ni el mal ni el bien son durables y a don Víctor, mi suegro, no se le ocurrió otra cosa mejor que presentarse una tarde en mi tienda con un galopante cáncer de estómago recién diagnosticado. Se puso a publicarlo a grito pelado: —¡Me estoy muriendo! —gritaba—. ¿Dónde está mi nieto? Tengo que mostrarle los secretos de la vida. Un murmullo de negros traspasó la luna del escaparate, y los cánticos africanos intentaron en vano conjurar los estragos del espíritu maligno que traía la enfermedad a mi casa. Todo esto atrajo a los curiosos, que no tardaron en inmiscuirse y en convertirse con celeridad en portavoces de los males de mi suegro. Hasta el viejo Matías metió sus narices arqueando las cejas ante la noticia y ofreciéndome (¡a mí personalmente!) su apoyo de buen vecino. Tiene gracia.
Don Víctor se bajó en brazos al pequeño Gilberto, que no comprendía nada, y se inició delante de todo el mundo en el frenético empeño de enseñarle a hablar, como si no lo hubiéramos intentado nunca. En concreto, repetía con insistencia la palabra ―abuelo‖ procurando conseguir, qué sé yo, que alguno de los sonidos inarticulados que balbuceaba el pequeño se asemejaran levemente a la pronunciación de tal vocablo. Con mucha discreción, le hice notar que una tarea tan complicada como la que se estaba proponiendo requería un ambiente relajado y, sobre todo, que no debería exigirle al niño malgastar esfuerzos en aprender a pronunciar una palabra que en el futuro le resultaría poco útil, ya que él mismo, su único abuelo, reconocía estar próximo a la muerte. Más productivo —le insistía yo— sería que aprendiera palabras como ―luna‖, porque ésa sí que la va a tener toda la vida. En los días que siguieron, la estampa de abuelo y nieto en el cochecito paseando por el barrio comenzó a ser habitual en las calles de la barriada La Onomástica. Se les veía mantener largas conversaciones, aunque sólo don Víctor hablaba pues Gilberto, como siempre, ni ―mu‖. Yo me preguntaba cuál sería el tema que le hacía gesticular tanto ante la mirada atolondrada de mi hijo, hasta que un día pude escucharle: le hablaba de la guerra. Con el tiempo he aprendido que a todos los abuelos con los días contados les da por lo mismo, así que los dejé, observando en la distancia. Catalina también instaló su puesto de vigilancia en la ventana del dormitorio. En nuestra primera época de convivencia yo mismo había tenido la oportunidad de escuchar directamente aquellas historias bélicas de mi suegro, quien había pertenecido a una peculiar brigada extranjera y había estado en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando terminábamos de cenar, no era extraño que se enfrascara en esas aventuras que a Catalina y a mí, tan pacíficos ambos, nos sonaban como seriales radiofónicos. Cuando terminaba yo solía ponerle un título a cada capítulo, de los que aún puedo recordar algunos como: Enemigo en la nieve, El frío y la muerte o, el más impactante, Congelados hasta el amanecer. Personalmente yo, que no he vivido ninguna guerra, prefiero refugiarme en mis historias tranquilas de Cubrelombrices, con sus casas agrietadas y sus habitantes polvorientos, pero sin estallidos de granadas en pleno almuerzo.
No fue la lenta agonía de mi suegro el espectáculo más llamativo de aquellos días; el florecer de aquello que luego di en llamar etapa africana de la tienda era lo que realmente ocupaba la mayor parte de mis pensamientos. Una tarde, como otras tantas, vino Rodrigo a proponerme una visita a la pollería. Yo acepté distraídamente. Me apetecía en cierta medida evadirme del ruido que estaban formando don Víctor y mi niño Gilberto, a quien le repetía con machaconería y a grito pelado: —¡Tú serás un gran patriota! Repite conmigo: P-A-T-R-I-O-T-A
El niño, lógicamente, se echaba con frecuencia a llorar ante la enervante insistencia del abuelo, y parecía pedir el auxilio de su madre, que no sé dónde se habría metido. Así que la invitación de Rodrigo me vino como agua de mayo. La sorpresa me la llevé cuando al salir de mi local, me comentó: —He quedado allí con dos amigas Yo ya conocía las debilidades de Rodrigo, y confieso que ese súbito comentario me desazonó a la par que despertaba mi curiosidad. —¿Dos amigas? —le pregunté mientras me desabrochaba un botón de la camisa. —Bueno… sí… en realidad tendría que decir dos compañeras —añadió. No quise seguir jugando a las adivinanzas, me pareció más oportuno abstenerme de hacer preguntas que evidenciaran mi excitación, y opté por dejarme conducir hasta encontrar personalmente a aquellas amigas. Efectivamente allí estaban, en la pollería. Se trataba de dos negras. Estuve a punto de largarme con cualquier excusa, pero me limité a desabrocharme otro botón de la camisa mientras iba perdiendo el control sobre mi propia voluntad y la voluntad sobre mi propio control. Quiero decir con esto que me puse nerviosísimo, tanto que si hubiera tenido en la mano una galleta con mermelada se me habría caído el suelo o me hubiera puesto la ropa perdida. Además, ¿por qué iba salir huyendo? ¿Acaso no resultaba aquel encuentro de lo más atractivo para mi mentalidad de negociante? Decidí permanecer. No hizo falta que Rodrigo nos presentase, yo ya las conocía de verlas en mi propia tienda. Ellas me recibieron con sendas sonrisas que me hicieron recordar aquella tarde en que mi padre me llevó a conocer el coco, una fruta exótica desconocida por aquel entonces, a un carromato de feriantes que andaban de paso por Cubrelombrices. Me impactó la contemplación de los trozos de coco expuestos para su venta y consumo en un pueblo tan seco y polvoriento como el nuestro. El agua que los bañaba daba un brillo especial a la blanca textura de su pulpa, invitando al frescor del paraíso a todo aquel que lo probara. De hecho, creo recordar que el vendedor pregonaba por rumbitas algo así como: Llévate un coco / prueba la fruta del paraíso. Lamentablemente mi padre nunca tenía dinero para permitirse esos lujos, y yo me marché soñando con que algún día montaría un negocio en la capital y ganaría tanto dinero que podría comprar todos los cocos que quisiera. Aquellos feriantes no volvieron a aparecer por Cubrelombrices, creo que en el único día que permanecieron allí no vendieron un solo coco. Quizá fue aquella frustración infantil el motivo de que la sonrisa de una de aquellas chicas me dejara desarmado en los primeros instantes de nuestra merienda. Se llamaba Nayanka, y me recibió con una exhibición de esmalte que me hizo evocar a aquellos trozos de coco que de niño nunca pude probar. Conforme avanzaba la tarde, ya convertida descaradamente en noche cerrada, fui descubriendo nuevas apariencias, nuevos perfiles, en la cara de Nayanka: ¡era clavada a Eulalia! Otra vez.
Y ahora la tenía delante, el fantasma se me mostraba más cercano y carnal que nunca, podía tocarla si quería. No era ella pero estaba allí. Eulalia no era negra, Nayanka no era blanca, pero en aquellos instantes se me confundían sus caras. De pronto me vi poseído por un súbito enamoramiento. Al terminar la merienda, de la que casi no probé bocado debido a mi estado de aturdimiento, salimos al exterior y contemplé en el cielo el mágico fulgor de la luna llena, que comenzaba a remontar el horizonte más gorda y nutrida que nunca. Claro que sí. El plenilunio, en parte, podía explicar lo que me estaba ocurriendo, lo que nos estaba ocurriendo a los cuatro, pues Rodrigo ya se había enroscado al cuerpo de la otra chica y parecía que nunca se soltaría, y Nayanka abrió sus grandes ojos y me miró fijamente para decirme que me admiraba mucho y que agradecía todo lo que yo estaba haciendo por su padre. —¿Por tu padre? —repetí—. ¿Quién es tu padre? —Creí que lo sabías. Es Amadeo.
Metido hasta las trancas en la madurez, recuerdo aquellos instantes como los mejores de mi vida. Ya he hablado bastante sobre la serenidad de Catalina, la belleza de Eulalia, el viaje a Abrigada del Mar, las terapias de Mariana, el nacimiento de mi hijo o los momentos más esplendorosos de mi negocio. Pero nada comparable a la intensidad de aquellas primeras horas con Nayanka bajo el influjo de la Luna como maestra de ceremonias. Le dije: —Nayanka: llevo toda la vida esperándote y ya has llegado. Estás aquí y puedo hablarte. Porque antes eras un sueño, una visión borrosa o un recuerdo de lo no vivido. Ahora déjame entrar en ti y comprenderás que no te miento. —Haz lo que quieras con mi cuerpo porque no soy dueña de mí —me contestó. Creo que nuestra conversación fue más o menos así, aunque Nayanka se empeñara luego en negarlo todo cada vez que se lo recordaba. En la Glorieta de la Esfera, así llamada por la gran escultura esférica de hierro fundido instalada en su interior, paseábamos las dos parejas hasta confundirnos con los matorrales. Pude comprobar con mis manos la textura de esa piel negra que en la infancia tanto me extrañaba en los documentales de televisión. Cuando tenemos entre las manos lo que tanto tiempo llevamos deseando podemos caer en una espiral sin salida. Al menos a mí me pasa eso. Supe que había deseado a Nayanka desde que la vi entrar en la tienda con Amadeo. Su sonrisa de coco animaba nuestras transacciones, mientras su padre extendía sobre el mostrador toda la gama de pareos. Ella no decía nada. Esa magnífica adolescente de azabache con sus labios destinados al beso sólo nos miraba y sonreía, pero la luna ya se había instalado en su corazón, emitiendo sus influjos incontrolables. Me daba la vida con su lengua. Me señalaba los caminos de su cuerpo. Me llevaba el mundo del flujo y el reflujo. Me daba la muerte deseada. Me hacía llorar de alegría. Me hacía reír
de desesperación. Me mostraba la casa del olvido. Me besaba como sólo ella podía, con toda la intensidad de un amor que nace. Le dije: —Nayanka, quiero estar contigo para siempre. Ella dejó caer una lágrima como respuesta. Otra vez la marea. Me quedé dormido asido a sus tetas rotundas. Aún puedo recordar lo que soñé: había palmeras… cocoteros. Cocos abiertos y frutas que nunca antes había visto. Pero también había unos árboles extraños, con las raíces hacia el cielo y las ramas y las hojas bajo la tierra. ¿Cómo podía ser aquello? Me encaramé a uno de los árboles intentando descifrar el enigma. Desde abajo Nayanka me llamaba (recuerden que es sólo un sueño, no es que me haya vuelto loco de pronto) y gritaba algo así como: ―¡Inch’allah!‖. Desperté sobresaltado y le conté el sueño a Nayanka. Noté que su expresión se llenaba de orgullo y me susurró al oído: ―Has soñado con el árbol de mi país. El Señor lo ha querido‖. Me preguntaba a qué señor se referiría, pero no le dije nada. Quizá el motivo del sueño se debía al hecho de que estábamos revolcándonos en pleno parque público, lo cual era una experiencia nueva para mí. Eran muchas experiencias nuevas para una sola noche. Miré a nuestro alrededor y observé los árboles convencionales, con sus hojas tiritando con la brisa como está mandado. Claro que yo siempre he huido de lo convencional. Aquella noche no volví a casa. A Rodrigo lo había perdido de vista, confundido con la oscuridad, en todos los sentidos de esta expresión. Del parque Nayanka me llevó a un apartamento, que no era donde vivía su familia, al menos allí no había nadie, excepto nosotros. Ni siquiera había muebles, sólo cajas. Aquello era una especie de almacén. El aire desprendía emanaciones comerciales que me excitaban muchísimo. Me alegró descubrir un colchón tendido en uno de los cuartos y allí nos desparramamos otra vez, como antes habíamos hecho en el parque. Volvimos a anudarnos. Su lengua me recorrió de nuevo despertando en mi corazón rubores invisibles. La desnudé y con ayuda del resplandor de la luna, que se colaba por una ventana, repasaba con ojos asombrados y manos temblorosas el contorno de su cuerpo, que aparecía sobre mí como recortado del aire, jadeando rítmicamente, cimbreándose con la energía de la vida. Desfallecimos juntos y me dormí descansando una mano sobre sus pechos, tan voluptuosos que no parecían aptos para la lactancia de menores.
Hasta la mañana siguiente no volví a casa, y casi mejor que no lo hubiera hecho nunca.
Llegué ya con el día bien entrado. Al abrir la puerta del piso mi hijo Gilberto, sentado en el suelo, me recibió con una palabra, la primera palabra completa que le escuché en toda su vida: ―Abuelo‖. Eso dijo. Pero no fue lo único extraño aquella mañana. Yo había pasado la noche fuera y me dirigí a casa en una especie de nebulosa enamorada, sin saber lo que le contaría a Catalina. Uno no puede llegar y largar de cualquier forma, como quien no quiere la cosa: ―Pues resulta que he pasado la noche con una negra, a ver si la conoces, es fantástica‖. Me preocupaba la sensibilidad de Catalina y su integridad como esposa y madre. Claro que esta nueva nube de amor que me envolvía me impedía pensar con tranquilidad y mi regreso al domicilio conyugal se me presentaba como un salto al vacío. El hecho fue que quien acompañaba a mi hijo Gilberto aquella mañana no era Catalina, ni siquiera el ―abuelo‖ don Víctor. No. Me topé nada menos que con el viejo Matías, mi dilecto enemigo, al cuidado de mi pequeño. —A ver, ¿qué significa esto? —pregunté al entrar. El viejo me explicó que mi suegro tuvo que ser ingresado a primera hora de la mañana, aquejado de un agravamiento de su mal. ―Su mal‖, dijo, y la última ele se quedó zumbando sobre nosotros durante unos instantes angustiosos. Añadió que me habían intentado localizar, que habían llamado a ese amigo mío, el Rodrigo ese. Pero que como el abuelo se quejaba tanto tuvieron que avisar a una ambulancia, y que no habiendo persona más cercana que él para quedar al cuidado del niño… en fin, que eso justificaba su presencia en mi casa. Tuvo además la osadía de preguntarme dónde me había metido. A él se lo iba yo a contar. ―Negocios‖. Le contesté con sequedad. Cogí a mi hijo en brazos y lo examiné someramente, no fuera que aquel hombre en el transcurso de la larga mañana le hubiera ocasionado algún tipo de daño. No hallé otra cosa que los pañales sucios de sus propios excrementos, es decir, se había hecho caca, con perdón por la expresión. El niño repitió: ―abuelo‖. Pero ni el abuelo ni la madre estaban para socorrerme en aquel fétido trance. —¿Puedo marcharme ya? —preguntó Matías. —¿Usted sabría cambiar pañales a un infante? —Yo, la verdad es que siempre fui soltero… —Ya, entiendo. Está bien, puede irse. ¿Le debo algo? —No, por dios, los vecinos estamos para eso. Pero, si no le importa, tengo cosas que hacer. Y ojalá que lo de su suegro no sea nada. —Abuelo —volvió a decir Gilberto. —Bien, don Matías, muchas gracias por todo. Reproduzco textualmente la conversación porque fue la primera que mantuvimos en muchos años de mutuo desprecio. ―Los vecinos estamos para eso‖. Tiene gracia. Y para denunciarle a uno
también. Pero qué puede esperarse de un sempiterno soltero malhumorado que ni tan sólo ha aprendido a cambiar pañales en su paso por el mundo. Me llevé al pequeño al hospital. —Seguro que allí vemos a alguno de esos hombres con lamparita en la frente que a ti te gustan tanto –le decía para animarle, aunque no pudiera entenderme. Cuando, tras las oportunas averiguaciones, entré en la habitación de mi suegro lo encontré sumido en un profundo sueño que le provocaba continuas carcajadas. Parecía feliz. Catalina, junto a la cabecera de la cama y sosteniéndole la mano, reflejaba una gran preocupación en su rostro. —¡Anselmo! ¿Dónde te habías metido? Te he buscado como una loca. —¿Qué importa eso ahora? —Me escapé como pude—. Mira, te traigo aquí a tu niño que se ha hecho… caca. ¿Y cómo está tu padre? —Ya ves, lo pasaba muy mal y tuve que traerlo. Creo que se muere. —Pues parece feliz. —Realmente no paraba de soltar carcajadas, tan contagiosas que hasta el pequeño Gilberto se reía. —Serán los medicamentos. —Claro. Catalina consiguió de una enfermera pañales para cambiar al niño con lo que, al fin, pudo solventarse ese problema de inoportunas heces. Yo permanecía en silencio contemplando el divertido gesto de don Víctor, claro que mi mente viajaba continuamente al parque, a la pollería, al colchón, a todos los lugares donde estuve con Nayanka tan sólo pocas horas antes. ―Nayanka, quiero estar contigo para siempre‖. ―Haz lo que quieras con mi cuerpo porque no soy dueña de mí‖. Las palabras de la noche anterior venían a mi mente sin que yo pudiera concentrarme en lo que pasaba en aquella habitación de hospital. ―Has soñado con el árbol de mi país‖. Y don Víctor lanzaba una carcajada. ¿Con qué árboles estaría soñando él? Y Catalina, madre abnegada, pasaba un trapo húmedo por las nalgas de mi hijo. Me miraba de reojo y su silencio manifestaba la desaprobación más profunda. Creo que fue entonces cuando me puse a llorar. Catalina se dio cuenta: —¿Por qué lloras? —Me preguntó. Yo no contesté. No era la proximidad de la muerte de mi suegro lo que me provocaba el llanto, ni el remordimiento por una presunta infidelidad, ni tampoco el recuerdo de Nayanka. Estaba llorando por mí mismo. Porque no había en mi vida nada más triste que haber conseguido a la mujer que siempre querría. A partir de entonces supe que la perdería, que no seguiría conmigo mucho tiempo, pues la felicidad completa es imposible. Además estaba Catalina.
Los siguientes días de hospital fueron penosos, dominados por la rutina hospitalaria. Don Víctor siguió en la misma dinámica que lo encontré, con esos sueños que le hacían reír a carcajadas. En cambio, cuando despertaba, se encontraba de un pésimo humor. Ni siquiera le hizo feliz la noticia —yo mismo se la conté— de que su nieto había aprendido a decir ―abuelo‖. Sencillamente hubiera preferido que dijera primero algo como ―patriota‖, por ejemplo. Por lo demás se encontraba bien, no tenía ninguna pinta de ir a morirse. Sólo se quejaba de cuando en cuando de ardores estomacales, punzadas dolorosísimas, gases, flatulencias, pérdidas de fe religiosa y de orina, mareos, inapetencia y debilidad general. —Mire, abuelo, vamos a llevarle a casa —le dije entonces para animarle. —Creo que es el lugar más indicado para morir. Es en casa donde deben nacer y morir con dignidad las personas íntegras. Don Víctor contestó con una sonora carcajada. Le miré y me di cuenta de que estaba dormido y no se había enterado de nada. Nos lo llevamos, pues, a casa, y con ello pusimos fin a los penosos días de hospital, donde el único que disfrutaba era el pequeño Gilberto, excitado quizá por la expectativa de ver pasar por los pasillos a uno de esos seres con lamparita en la frente a los que, no sé por qué, les había tomado una simpatía especial. Nuestra posterior vuelta a la rutina doméstica y comercial tomó un aire de calma tensa. Sin duda a ello contribuía la nueva situación, el compás de espera de una muerte dolorosa e inevitable. El otrora alma del negocio, don Víctor, nos dejaba entre protestas y carcajadas. Tengo que reconocer que a mí particularmente el eventual fallecimiento de mi suegro me beneficiaba en cierto modo desde el punto de vista empresarial, pero no soy hombre tan insensible y materialista como para pensar tan sólo en mi propio provecho y, a veces, mientras en la tienda me encomendaba a tareas sencillas como el peinado de las pelucas de los maniquíes, la nostalgia de la figura de un don Víctor más vital y feliz arrojando al aire bolas de petanca durante nuestro incomparable viaje a Abrigada del Mar me llenaba el espíritu de una tristeza con sabor a yogur agrio. Pero la calma tensa no era provocada únicamente por esta muerte que se avecinaba. Catalina dudaba con extraña suspicacia de mí, de mi actitud, de mi honesta y exclusiva dedicación conyugal hacia su persona. Yo la sentía en silencio escrutando mis movimientos, mis entradas y salidas. En los íntimos rincones de su alma se había instalado la sospecha: creía que yo me veía con otra mujer. Y era cierto. El hechizo de Nayanka no iba a quedar reducido a nuestra mágica noche de pollo y luna llena. Su enigmática sonrisa de coco y su belleza se habían apoderado de mi voluntad y, la verdad, cada vez que podía me escapaba para verla. —¿De dónde vienes, Anselmo? Han estado aquí esos negros que comercian contigo.
Ese tipo de preguntas que Catalina me formulaba al cruzar el umbral de nuestra tienda solía acelerarme las palpitaciones estomacales, e imagino que eso debía notarse. Nunca he servido para disimular. Recuerdo que en la escuela de Cubrelombrices había una maestra muy perspicaz que simplemente a través de los cambios en mi gesto era capaz de adivinar mi pensamiento. —Anselmito, otra vez estás en la luna —me decía con frecuencia. Y era cierto. Desde luego, Catalina no tenía la perspicacia de aquella maestra de mi infancia, pero los muchos años de convivencia habían favorecido este estado de penetración mental y reconocimiento mutuo. Es decir, que parecía que se daba cuenta de todo y eso me ponía muy nervioso. Algunos hábitos en mi vida se modificaron. Por ejemplo, cambié de desayuno, las galletas con mermelada no me daban más que disgustos. Cuando llegué a darme cuenta, mi vida se estaba convirtiendo en una actuación constante ante Catalina que, como espectadora, se mostraba de lo más crítica. Eso desvirtuaba el espíritu de nuestra relación conyugal, ya bastante deteriorada en una imparable cuesta abajo con acontecimientos como el cierre temporal de nuestra tienda, el embarazo y posterior nacimiento de nuestro débil hijo Gilberto y ahora, para colmo, la agonía y últimos estertores de mi suegro. Claro que las escapadas y los ratitos que pasaba junto a Nayanka lo compensaban todo. Era una negra de impresión. Tenía el poder, yo diría que mágico, de serenarme todo el tiempo que pasábamos juntos, por muy nervioso o trastornado que hubiese yo llegado. Con frases simples, pero cargadas de sentido, me acomodaba junto a ella, habitualmente en aquel colchón único del almacén que había enmarcado nuestra primera noche. Me trataba unas veces como a un guerrero y otras como a un cazador valiente y sudoroso que retorna tras los peligros de la lucha en la selva. Al menos yo lo percibía así. La intensidad de nuestra recíproca dedicación hacía que cada encuentro trajera una vivencia similar a la de aquel otro primer encuentro, en aquella noche de luna llena, que era como si brillase permanentemente en nuestro cielo particular. —¿Eres Nayanka o eres Eulalia? —le pregunté una vez. —Seré quien tú quieras que sea. Siempre respondía con esa contundencia que sólo las africanas son capaces de demostrar en las distancias cortas. Y sus frases, como ya he dicho, estaban cargadas de sentido. Porque descubrí con ella el misterio que durante tantos años me había zarandeado, las continuas apariciones casi fantasmagóricas de aquella prima lejana, Eulalia, la niña más guapa de Cubrelombrices, a quien nunca poseí pero que despertó en mi niñez un sentimiento nuevo, un sentimiento que subía y bajaba como las mareas. Efectivamente, Nayanka era Eulalia porque hizo renacer en mí a aquel niño ilusionado que soñaba con marcharse algún día a la ciudad y montar un negocio. Y lo monté, era mío, porque su verdadera propietaria… ¿pero qué estoy diciendo? Su verdadera propietaria era Catalina, o su padre, y Catalina no era Eulalia ni Nayanka. De pronto lo vi clarísimo. En el sueño de mi niñez estaba también Eulalia y yo nunca volví a Cubrelombrices a por ella, porque si me la hubiera traído Catalina habría dicho ―¿y esta quién es ni qué pinta aquí?‖
O sea, que mi sueño nunca se había realizado por completo, quedaba mutilado. De lo que no había duda es de que la entrada de Nayanka en mi vida lo cambiaba todo. Llegué a sentirme tan confuso que busqué a alguien a quien recurrir y me acordé de Rodrigo. ¡Rodrigo! ¿Qué había sido de él? La última vez lo dejé tragado por la oscuridad de la noche con la amiga de Nayanka, nadie como él podría escucharme y comprenderme. Corrí a buscarle a su tienda. Pero encontré al Rodrigo más serio y preocupado que pueda nadie imaginarse, y no era para menos. —¿Qué te ocurre, amigo? ¿Qué ha sido de ti en este tiempo que llevamos sin vernos? Pareces serio y preocupado —le dije al entrar. —Dolores se ha ido. No era para menos. Me contó que no tenía ni idea de a dónde podría haberse marchado, pero el hecho fue que un día, al regresar de la tienda sin haber vendido un plato encontró que Dolores no estaba en casa. Había recogido sus enseres personales y había desaparecido. No dejó ni una nota, ni un indicio de dónde ni con quién estaba. Sus familiares tampoco sabían nada, o eso decían, y la policía ¿para qué avisarla? Aquí a la que te descuidas te precintan la tienda. —Pues sí que es para estar preocupado —acerté a decir en medio del desconcierto. —Creo que la culpa de todo —prosiguió— la tiene el Internet ese. Desde que se lo puse estaba excitadísima. —¿Cómo? ¿El Internet? ¿Y eso qué puñetas es? Me contó que ella le había insistido mucho en la compra de un computador para entrar en los nuevos sistemas de comunicación internacionales. Yo, la verdad, no entiendo mucho de esto, pero al parecer, si tienes un computador es posible realizar unas extrañas conexiones epistolares informáticas en el idioma que tú quieras, y Dolores era muy aficionada a los idiomas. Así que Rodrigo accedió a comprarle el computador para tenerla entretenida sin atisbar siquiera la posibilidad de que se tratase de un artefacto tan peligroso, con el que se establecían contactos personales, sociales e incluso inmorales con cualquier parte informatizada del globo. —O sea —le dije—, que crees que se ha marchado con otra persona a través de las redes. —Algo así, me temo… —se lamentaba— y lo malo es que esa persona podría vivir en cualquier lugar del mundo, igual en Chile que en Nueva Zelanda. ¿Cómo voy a poder encontrarla? Al decir esto me mostró una sonrisa maliciosa que me hizo pensar en lo peor. Y lo peor era que todo aquello no tenía pies ni cabeza, nunca imaginé a Dolores, por lo poco que llegué a conocerla, capaz de algo así. Una cosa es cartearse con extranjeros, lo cual puede ser una actividad muy formativa culturalmente, y otra muy distinta es largarse con uno de ellos a cualquier país del mundo. Empecé a sospechar que la inmensa mentira en que se estaba convirtiendo mi mundo podía estar tocando también a Rodrigo, y que todo aquello no fuera más que una trola. ¿Y qué había pasado con la negrita del otro día, la amiga de Nayanka? Claro que tampoco quise preguntarle nada en aquella situación tan delicada teniendo en cuenta que los flirteos amorosos eran un hecho más que habitual en su vida. Pero si todo era falso y Dolores no
se había marchado a otra ciudad ¿dónde estaba entonces? Comencé a vislumbrar la posibilidad de que Rodrigo, mi amigo, fuera un asesino. Y lo malo es que yo nunca he incluido a asesinos en mi círculo de amistades.
Tras la visita a Rodrigo me encontraba aún más confuso que antes. Necesitaba a alguien con quien poder hablar, alguien además de Nayanka, porque ella y yo éramos casi una misma persona, estaba dentro de mí, y el confidente es una figura que hay que buscar fuera de uno mismo. El confidente es necesario porque nos ayuda a exteriorizar de forma lineal nuestro emborronado pensamiento y puede mostrarnos caminos que no habíamos atisbado siquiera. Por eso pensé en Mariana, esa estupenda especialista en logopedia que me había ayudado una vez a recuperar la facultad del habla, y si había hecho eso, también podría ayudarme a recuperar la facultad del pensamiento autónomo y coherente.
Acudí a su consulta, que era también su vivienda, y me encontré con la sorpresa, grata o no, de que allí estaba, instalado y a sus anchas, nada menos que el profesor Casquete. Al abrir la puerta se alegró sinceramente de verme y me dio un abrazo tan intenso que me hizo perder por unos segundos la noción del espacio y del tiempo. Mariana no tardaría en volver, me dijo, y sin que yo le pidiera nada comenzó a enumerarme sus cualidades agradeciéndome infinitamente que yo se la hubiera presentado aquella noche irrepetible en que fuimos los tres juntos a cenar. Había pasado más de un año y desde entonces no nos habíamos vuelto a encontrar. —Entonces ¿estáis…? —pregunté tímidamente. Bueno, no se habían casado ni nada, pero prácticamente era como si vivieran juntos. En otras circunstancias yo no hubiera entendido que una relación amorosa no se canalizase a través del vínculo natural del matrimonio, pero he de reconocer que con el tiempo fui volviéndome una persona más tolerante y, la verdad, no le comenté nada al respecto. Además, me parecía perfecto que el profesor Casquete hubiera encontrado a su media naranja, aunque conociendo físicamente a Mariana, sería más justo decir que había encontrado un saco de naranjas. —Mariana es un tesoro —le dije. Dadas las circunstancias, aproveché el fortuito encuentro con el profesor para preguntarle acerca de la publicación de mi tratado, el ―Comercio y mareas‖. No se anduvo con rodeos. Me explicó que había hecho todo lo que estaba en su mano pero que lo mejor sería que me olvidase del asunto. Yo me hubiera conformado con esa justificación, pero el profesor fue más allá. Me
comentó, en contra de su opinión de antaño, que lo que yo había escrito en nada se parecía a lo que normalmente se entiende como un tratado serio de economía, y que no era la universidad el lugar más adecuado para buscar su publicación y refrendo. Añadió —creo que para proporcionarme un consuelo que nadie le había pedido— que no obstante podía apreciar en mí buenas cualidades como narrador, y posiblemente encauzaría mejor mi carrera a través de la prosa de ficción, las biografías o incluso las colecciones de milagros. No entendí bien a qué se refería, pues yo, que durante mi infancia y juventud no pude gozar de la escolarización que con agrado y entusiasmo disfrutan otros jóvenes, por aquellas fechas no había leído aún ninguna obra literaria ni cosa semejante, pero prosiguió, adoptando un tono confidencial y pasándome el brazo por mi hombro (el abrazo del oso, pensé). Me confesó que lo que mi escrito sobre el comercio, la luna y las mareas era una solemne patochada. Sus palabras, para qué negarlo, ya estaban empezando a molestarme. ―Una solemne patochada‖ —repitió—, ―y así lo han visto mis colegas, que en general no han pasado de la segunda página‖. Ante ese tipo de afirmaciones desquiciantes, yo permanecía con la mejor cara que podía, pues reconozco que lo que me estaba diciendo de viva voz era uno de mis temores ocultos en las noches de insomnio y que a estas alturas de la vida hay cosas peores como descubrir que tu mejor amigo puede ser un asesino. No le dije nada, y si abrí la boca no lo recuerdo, porque seguramente dejé que mi cuerpo se desplomara en cualquier sillón o me fui a llorar con la cabeza metida en el lavabo. No recuerdo nada de lo que pasó después, porque seguramente no ocurrió nada relevante, hasta que llegó Mariana, esa inmensa profesional de la ciencia logopédica, quien al descubrir mi inesperada visita lanzó unos gemidos de sorpresa que destilaban toda la dulzura que alguna vez pueda habitar en un corazón humano. Mariana, con su voz de espejo cincelado, era capaz de sosegar las almas más adustas y mi encuentro con ella fue como entrar en una laguna de miel. De un soplo hizo que la dureza de las palabras del profesor se difuminara como si de pronto se hubieran abierto todas las ventanas de la casa. A decir verdad, en aquellos instantes, con la encrucijada vital que se me presentaba, el asunto de mi tratado me importaba tres pimientos, y no era ese el motivo de mi visita a aquella casa; de hecho, ni por asomo había previsto encontrar allí al profesor. Lo cierto es que yo había acudido a Mariana para poner en orden mis ideas, mis sentimientos, mi vida, mi corazón; había acudido buscando a la profesional y a la amiga. Lo malo era que allí precisamente el profesor Casquete me resultaba un estorbo, pues no iba yo a ponerme a relatar mis experiencias íntimas con Nayanka (sólo con evocar su nombre me estremezco) delante de un insensible catedrático de economía que además había perdido por completo la autonomía de pensamiento, o al menos eso parecía, y no lo digo por despecho, porque yo al profesor Casquete no podré sino estarle por siempre agradecido de haberme abierto puertas cuando todo eran patadas en el culo. Lo único que digo es que yo pretendía hablar con Mariana a solas. No quería tumbarme en la alfombra con ella, ni hacer ejercicios de relajación, ni mucho menos que se pusiera a cuatro patas, sólo quería una persona para hablar, simplemente eso.
Al final todo quedó en una mera visita de cortesía. Risitas, bromitas sobre mi antigua incapacidad para hablar, comentarios irónicos acerca de mi infortunada conferencia en la universidad, un cafetito, una copita de aguardiente de moras, algunas evocaciones nostálgicas sobre aquella noche en que ambos se conocieron y nada más. Se comportaban al fin y al cabo como una pareja convencional. Así que opté por despedirme de forma igualmente convencional y amable. Me marché con cierta desilusión. Incluso me pareció que Mariana había adelgazado.
Como única salida a mis inquietudes me quedaba, pues, la meditación en solitario, así que me fui a pasear al parque. Atravesé la Glorieta de la Esfera, discurrí por el Paseo de los Olivos y llegué al Jardín de las Adelfas. Allí me senté en un banco y me quedé absorto en la contemplación de un sauce lejano, que en nada se parecía aquellos extraños árboles con los que soñé en mi primera noche junto a Nayanka. ―Has soñado con el árbol de mi país‖, había dicho ella, y eran unos árboles invertidos, con las raíces hacia el cielo y las ramas bajo tierra. ¿Qué significaría? Quizás lo que debería hacer es darle la vuelta completamente a mi vida y marcharme con ella a su país, pensaba en aquel instante. ¿Pero cómo iba a dejar sola a Catalina, a mi hijo y al abuelo agonizante? Estas cavilaciones se me cruzaban con los consejos recientes del profesor Casquete, eso de que me dedicara a la literatura en vez de a la escritura teórica sobre economía. A lo mejor tenía razón en algo. Era cierto que yo siempre había temido secretamente —nunca se lo dije a nadie— que mi teoría sobre economía, luna y mareas no fuera más que una patochada. Descubrir que mis temores empezaran a confirmarse fue un golpe bajo. Tengo que reconocer que a la postre he seguido los consejos del profesor y él ha sido el causante de que yo inicie este escrito autobiográfico después de investigar en la biblioteca del barrio acerca de las obras de la literatura clásica como por ejemplo la vida de Santa Teresa de la Cruz, escrita por ella misma, o las andanzas de un tal Lázaro del Tormes, que también redactó el propio Lázaro, a pesar de las muchas penurias y vejaciones que le tocó sufrir. Yo hasta hace poco jamás había cogido entre mis manos libros similares, que han dejado huellas evidentes en mis escritos. Con ellos siempre estaré en infinita deuda; con ellos y, una vez más, con el profesor Casquete, que fue quien me orientó. Sentado en el banco del parque y sintiendo de pronto un deseo irrefrenable de escaparme con Nayanka a Senegal, a Gambia o a cualquier otro país del África Negra, pasó ante mis ojos una linda joven en bicicleta, que me sonrió mientras sus profundos ojos azules se clavaban en mí. Era tan hermosa que en otro tiempo habría visto en ella a Eulalia y me habría quedado sin habla confundiendo la realidad y el sueño. No me ocurrió nada de esto. Yo también sonreí y ella prosiguió su pedaleo suave alejándose por el Paseo de los Olivos. Pero en mi corazón ya habitaban otra sonrisa, otra mirada, otras caricias, otros pedaleos.
¿Y en qué estaba yo pensando? Los consejos del profesor Casquete, sin duda, son los culpables de que yo haya iniciado este escrito autobiográfico que voy pacientemente elaborando y no sé a dónde irá a parar, y fue en aquel banco del parque donde concebí la idea de iniciar un relato de mi vida, que se estaba convirtiendo en una encrucijada sin salida, aún más cuando volví a mirar a la chica de la bicicleta alejándose por el Paseo de los Olivos y ¿qué creen que veo? Una sombra que se esconde justamente detrás de uno de los olivos que le daban nombre al paseo. O sea, que todo el tiempo que llevaba yo allí sentado me habían estado espiando. ¿Qué digo? A lo mejor llevaban espiándome todo el día o, lo que es más terrible, un montón de tiempo. Me puse a temblar como un sauce, pero la fuerza temeraria y casi autodestructiva que todos llevamos dentro tiró de mí y me dijo: ―Ve ahora mismo a descubrir tras el olivo a la sombra que te espía‖. Me levanté de un brinco y me dirigí hacia allá a cuerpo limpio. Pero al llegar al olivo de marras la sombra ya no estaba, había desaparecido, quizá porque aprovechando la primera oscuridad del crepúsculo —estaba anocheciendo— y como las sombras entienden mucho de oscuridades, se había esfumado sin dejar rastro. Me quedé allí pasmado, mirando con desasosiego a mi alrededor, como viajero que se apea del tren en una estación equivocada. No es fácil encajar el hecho de que a uno le estén espiando. ¿Quién podría ser? pregunté al olivo convirtiéndolo de una tacada en humano y confidente. En tales circunstancias, la opción más acertada que encontré fue marcharme ligerito a casa, meditando en el trayecto de regreso que mejor que hacer un escrito autobiográfico sobre mi vida, como había insinuado el profesor Casquete, quizás sería más adecuado que alguien plasmara mis aventuras en una película de intriga y espionaje. Y menos mal que volví a casa, porque al entrar me encuentro a Catalina llorando. —¿Qué te ocurre, Catalina? —Mi padre ha muerto. —Abuelo —dijo Gilberto desde su alfombra de juegos. —¿Hace mucho? —pregunté desorientado. —No, sólo hace un rato. Está en la cama todavía. A nadie se le escape que, por lo que me dijo, la hora de la muerte de don Víctor coincidía con la aparición de aquella sombra tras el olivo, y eso no me hizo ni pizca de gracia. —¡Catalina! —grité a la vez que me fundía con ella en un abrazo de lágrimas. No soy persona insensible. La muerte de mi suegro, por muy demente que se hubiera vuelto en los últimos tiempos, me dolía irremisiblemente en lo más profundo de mis extrañas entrañas. Siempre fue un buen suegro y mucho más, porque también fue el fundador de la tienda que nos daba de comer, sentó las bases de un negocio variopinto, acogedor y vivo que yo, modestamente, me encargué de ir transformando paulatinamente gracias a mi visión innovadora del mundo del comercio. Así que mis ojos también se llenaron de un homenaje de lágrimas, le lloré como suegro y como fundador.
Catalina, huérfana de madre desde la infancia, lloraba como sólo se llora la pérdida de un padre carnal, un tutor progenitor, un buen hombre, en suma. Lloraba y repetía ―padre, padre…‖ casi obsesivamente. Me tomó de la mano y me llevó al dormitorio donde yacía. Un gesto absurdo, como si hubiera muerto en plena carcajada, le había quedado en su rostro inerte. Me apresuré a cerrarle la boca atándole la mandíbula con un pañuelo y fue como si él me lo agradeciera desde su nueva orilla. Me vinieron a la mente en procesión nuestras primeras conversaciones, sus consejos sobre la vida en pareja, su impulsiva determinación a cortar la cinta del precinto que nos cerraba la tienda, sus historias bélicas en la inmensidad siberiana, tantas pequeñas anécdotas… Pero de él sólo quedaba lo que mis ojos contemplaban en aquellos instantes: un cuerpo sin vida con un pañuelo atado en la mandíbula como si un dolor de muelas le acuciara, a él, que jamás consintió pisar un dentista. Así de irónica es la vida cuando se vuelve muerte. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Catalina. —Tendremos que organizar un entierro digno de su figura ejemplar –le contesté con aplomo. A ella esto del entierro no debió de sonarle muy bien, porque se arrojó sobre el cadáver de don Víctor de cuerpo presente y se puso a llorar otra vez con un frenesí que nunca antes le había conocido. Tras esta escena comenzaron las visitas, pues Braulia, la vecina del tercero que todo lo oye, se encargó de propagar la noticia por el barrio de la Onomástica. He de decir que a mí me tocó el papel de resistir con serenidad ante todo el mundo los envites de la tristeza, mientras que Catalina, mucho más expresiva, solía ahogarse en llanto de cuando en cuando ante la aparición de algunos visitantes que le evocaban no sé qué. La casa fue llenándose de plañideras, apretones de manos, sollozos entrecortados, buenos propósitos y disposición a ayudar por parte de todo el mundo. Yo aprovechaba para decirles: ―Venid mucho a la tienda, hemos reformado la decoración de los interiores‖. También acudió un sacerdote joven, don Paco, que era el nuevo párroco del barrio, el mismo que bautizó a mi hijo Gilberto, y al que algunos vecinos llamaban familiarmente Pacorro. Este sacerdote, a quien ciertos rumores acusaban de comunista, pues usaba a menudo pantalones tejanos, se dirigió a mí con frases que imagino intentarían servirme de consuelo, aunque lo cierto es que no recuerdo bien lo que dijo porque no entendí ni papa. ―Gracias, párroco‖ —acerté a responder—. Yo, la verdad, es que me formaba un auténtico lío con los nombres Párroco y Pacorro. Al rato llegaron Amadeo y su grupo de africanos subsaharianos. Me eché a temblar porque, en medio del numeroso grupo, la vi a ella, a Nayanka, con un vestido blanco y los labios febriles entreabiertos dejando escapar una respiración agitada y casi convulsa. Estaba más guapa que nunca. Afortunadamente estos negros, menos dados a los formalismos, se convirtieron en los auténticos animadores del velorio, pues casi desde el primer momento iniciaron una serie de danzas y cánticos rituales que acompañaban de una percusión desenfrenada e irresistible allí, en pleno salón de la casa. Se organizó espontáneamente una especie de festín de movimientos sincopados y melodías diatónicas que se fue apoderando de todos los asistentes. Nayanka se contoneaba con ímpetu a izquierda y a derecha mientras acompañaba el ritmo con palmadas. Su
cadencia me transportaba al corazón mismo de África. Fue tal el estrépito que formaron en un momento que intenté pedirles que mejor siguiéramos la fiesta en la tienda, ya que debajo de nosotros vivía el viejo Matías y podría molestarse, pero fue inútil, el viejo Matías estaba también en mi casa y dijo que a él no le molestaba en absoluto, que entendía las circunstancias y que si necesitábamos algo para eso estaban los vecinos. En realidad, se lo estaba pasando en grande, pues se unió a los africanos y danzaba como poseído por un oscuro espíritu. Busqué con la mirada a mi tierna y sufrida Catalina. Al no hallarla en el salón supuse que estaría en el dormitorio donde don Víctor yacía de cuerpo presente junto a las plañideras, y hacia allá me dirigí, pero tampoco la encontré. Desconcertado y preocupado, comencé a buscar por toda la casa. Finalmente la hallé en una habitación apartada junto al Pacorro, que le tomaba la mano y le decía algo así como: ―El consuelo de las almas que viajan no es más que el desconsuelo de nuestras almas que permanecen con la esperanza de viajar algún día junto a ellas‖. Catalina se giró al verme aparecer y me dijo muy seria: —Anselmo, por favor, dile a esos negros que se vayan. No soporto sus cánticos. Me costó trabajo que se marcharan, y fue una pena, porque eran los auténticos animadores del velatorio.
La muerte de mi suegro provocó una sucesión interminable de rituales y visitas que acapararon mi tiempo y mi mente. Yo, que a causa de mis principios y supersticiones, nunca solía acudir a entierros ni actos semejantes, me vi forzado a hacerlo en esta ocasión dado el parentesco que me unía al fallecido, padre de mi esposa y fundador de nuestro negocio. Entiendo que el tránsito de la vida a la muerte, estado al que algunos denominan eufemísticamente ―la otra vida‖, merezca una atención especial, pero lo que empezó a chocarme en cierto modo fue la aparición insistente en nuestro ámbito familiar de este personaje conocido como El Pacorro. No es que me molestara el tono íntimo y confidencial con que se dirigía a Catalina encerrando su mano de cristal entre sus huesudas extremidades, ni tampoco el hecho de que se nos colocara en la mesa a almorzar en más de una ocasión; lo que empezaba a cansarme era el contenido de sus conversaciones, que sublimaban exageradamente a Catalina y de las que yo, por más empeño que ponía, no entendía ni papa. Una vez, mientras mordisqueaba los restos de una chuleta de ternera, dijo: —Nuestra esclavitud para con la carne no merece la entrega absoluta con que recompensamos a las bajas pasiones que tiran de nosotros para llevarnos a su mundo siniestro y oscuro, a los pedregales del materialismo, al yugo de la lujuria, al laberinto del adulterio. Lo soltó así, como quien no quiere la cosa, aprovechando el vacío que queda tras los anuncios de la televisión, que yo procuraba mantener encendida a todo volumen durante la comida. Lo soltó acompañándolo de una severa mirada hacia mi persona que no me hizo ni pizca
de gracia. Como no comprendí en absoluto el sentido de su intervención, le di la razón como a los locos y apostillé: —La verdad es que esta chuleta no tiene nada que envidiarle a un buen muslo de pollo. No me hizo ni caso, se limitó a limpiarse la boca con la servilleta de cuadros. Finalmente se levantó y alegó que tenía que marcharse a hacer unas confesiones. Yo no le creí. Pero mucho más ininteligibles fueron las cosas que dijo durante los funerales de mi suegro, frases herméticas que sólo Catalina parecía comprender, pues le provocaban auténticos torrentes de lágrimas. Me ahorraré los detalles sobre dicha ceremonia y tan sólo diré que aguanté el chaparrón como pude, que me contuve varias veces de interrumpir un acto que me pareció inadecuado, demasiado poético y sensiblero, pero que el respeto que me provocó la masiva afluencia de público de nuestro barrio, el dolor de mi esposa y la propia figura de mi suegro y fundador de nuestro comercio frenaron mis primeros impulsos de acabar pronto y mal con todo aquello. También Nayanka estuvo presente en aquel acto, casi en la cola de la larga comitiva, en medio del nutrido grupo de africanos que acompañaron el traslado del féretro con sus habituales cánticos, bailes y ritmos sincopados hasta el lugar donde para siempre descansarían y se descompondrían los restos de don Víctor. Estos negros sí que supieron tributar el homenaje que mi suegro merecía y, una vez más, fueron los verdaderos animadores del entierro, y en medio de todos ellos, Nayanka, con su vestido blanco, danzaba y cantaba como ninguna, despertando sin duda la admiración y la excitación de algunos asistentes, pues su piel morena se iba llenando de un brillo intensísimo a la vez que se agitaba casi temblando rítmicamente hasta caer extasiada al suelo como si representara el tránsito de la vida a la muerte. Eso sí que era un homenaje, y no tanta palabrería hueca.
Yo también era huérfano desde hacía muchos años, incluso desde antes de que mis padres murieran, pues nunca me identifiqué con ellos. Mi padre había sido agricultor en Cubrelombrices, pero nunca llegó a poseer tierras propias, así que se ganaba la vida como jornalero, cuando había trabajo. Y cuando no lo había, se ganaba la muerte. Antes de mi venida al mundo tuvieron una larga lista de hijos, mis hermanos mayores, que murieron nada más nacer o nacían ya muertos. Nunca les tuve el respeto que se les suele tener a los hermanos mayores, ya que a causa de esos prematuros fallecimientos ni siquiera llegué a conocerlos. La falta de ambición de mis padres me sacaba de quicio. Verme crecer sano después de tantos abortos parecía en sí mismo un logro más que suficiente como para colmar sus aspiraciones paternas. Nunca les preocupó otra cosa que alimentarme, nutrirme y desarrollarme. Mis distracciones, mis juegos infantiles, mis inclinaciones, mis primeros anhelos —por ejemplo,
montar un negocio en la capital—, les resultaban indiferentes y yo diría que casi desconocidos. Sólo cuando mi padre enviudó le observé una cierta reacción con respecto a su vida anterior, y el hecho de trasladarnos a la capital me hizo concebir algún rayo de esperanza. ―Vámonos a la ciudad, aquí huele a podredumbre‖, había dicho. Pero luego me di cuenta de que se trataba simplemente de una huida por contaminación de la gran desbandada que se producía por entonces en Cubrelombrices. Omito intencionadamente la profesión que mi desgraciado progenitor ejerció en la ciudad durante los últimos años de su vida porque no creo que contribuya en absoluto a honrar su memoria ni, de paso, la mía. De mi madre no puedo hablar mal, pero tampoco bien. Como mi padre, tuvo que ejercer con frecuencia de bracera, y eso le hizo desatender más de lo aconsejable la necesidad de cariño, emociones y entretenimientos que precisa un niño que no tiene hermanos porque murieron antes de poder llegar a conocerlos. Esta soledad infantil sin duda contribuyó enormemente a que yo desarrollara una imaginación portentosa y una increíble visión para el mundo del comercio y los negocios. He de decir que era mi madre quien me mandaba normalmente a hacer los recados, y lo hacía proporcionándome tan sólo una ínfima cantidad de duros, ya que confiaba ciegamente en mi capacidad para el regateo o, más exactamente, para despertar la compasión y la lágrima fácil de Gertrudis, la tendera del único comercio de Cubrelombrices, un comercio que, aunque variopinto, no me ofrecía ningún atractivo pues, entre otras cosas, Gertrudis carecía de hijas a las que conquistar. Mi madre había sido una mujer más bien rellenita, no exenta de hermosura a pesar de sus múltiples defectos físicos. Era, como digo, más bien rellenita, pero una extraña enfermedad digestiva empezó a consumirla siendo todavía joven. Fue paulatinamente adelgazando y eso a mi padre le enfadaba muchísimo, así que más de una vez tuve que asistir a feroces escenas de sopas de ajo forzadas, cocidos de garbanzos introducidos de forma impuesta en el débil aparato digestivo de la pobre, que protestaba, lloraba y terminaba vomitándolo todo. A mi padre eso le indignaba. Esas escenas desgarradas dejaron una huella como de pisada muy grande en mi ánimo aún infantil y titubeante, pero encendieron al mismo tiempo una luz que me llamaba desde la lejanía para invitarme a escapar, para indicarme un lugar en la ciudad donde montar un negocio propio y próspero, no como la tienda de Gertrudis que, aunque variopinta, carecía de los más elementales atractivos que deben adornar a cualquier comercio moderno. Yo quería huir lejos para dejar de presenciar esas escenas de garbanzos vomitados enteros, casi sin haber sido masticados. Mi padre me decía: ―si te marchas, matarás a tu madre de un disgusto‖. Y mi madre murió finalmente, pero la culpa no fue mía, estoy prácticamente seguro. Poco antes de morir se había quedado en los huesos y no tenía fuerzas para seguir trabajando en el campo. Entonces me pusieron a trabajar a mí, para mantener los ingresos de la familia, y nunca me escapé lejos, ni mucho menos a la ciudad. Lo más lejos que llegaba era a donde el arroyo que llaman ―de la Abuela‖ con un perro famélico, Cristóbal, que ni siquiera era mío, no tenía dueño, pero ¿qué iba a hacer yo, sin hermanos ni amigos? Porque me apartaron de la escuela demasiado joven, me
pusieron a trabajar mientras los demás, entre ellos Eulalia, la niña más guapa de Cubrelombrices, de la que yo andaba como encaprichado, iban a la escuela. Y durante aquel tiempo, cuando terminaba las faenas agrícolas por las que a mi padre —ni siquiera a mí, que hubiera sido lo justo— le pagaban cuatro perras, me marchaba con el pobre perro Cristóbal que, como no tenía dueño me seguía al arroyo y a él le contaba mis inocentes confidencias. Era un perro muy listo y cuando me escuchaba hablar de mis proyectos en la ciudad alzaba inteligentemente la oreja comprendiendo y yo le imaginaba como el futuro perro guardián del negocio. Mi madre murió siendo yo aún tan pequeño que no sabía todavía los papeles que hacían falta para abrir un negocio y mi padre no estaba por la labor de ayudarme. Entiéndelo, Catalina, yo también he vivido, como tú ahora, esa terrible experiencia de perder a los padres, y aquí estoy, escribiendo esta especie de autobiografía a toro pasado sin ni siquiera haber podido estudiar economía ni literatura porque mientras los demás niños estudiaban, entre ellos Eulalia, la más guapa niña de mi pueblo, yo tenía que trabajar, y fue esa separación lo que me hizo conocer un nuevo y extraño sentimiento que el perro Cristóbal, por más inteligente que fuera, no me ayudaba a comprender, pero que aún hoy nadie me ha podido explicar. Entiéndelo, Catalina, a mi manera yo también he conocido el sufrimiento que tú has vivido.
Hay otros sufrimientos en la vida, además de perder a los padres. Por ejemplo, perder los papeles, la memoria o, también, perder a la propia esposa. Eso le había ocurrido a mi amigo Rodrigo y además en circunstancias oscuras. Para acabar de enturbiarlo todo, otro hecho de lo más significativo acaeció en aquellas mismas fechas, pues durante todos los ceremoniales que siguieron a la muerte de don Víctor, Rodrigo respondió con una ausencia más que ostensible, o sea, que no apareció, no vino ni a echar una manilla, ni a interesarse… nada. Aunque yo al principio lo disculpaba en silencio, pensando que él bastante tenía ya con lo suyo, su sonora ausencia me llamó la atención durante los actos del enterramiento. Así que comencé a preocuparme. Una persona de natural depresivo como Rodrigo, en circunstancias extremas era capaz de cualquier cosa, incluso de atentar contra su propia vida. Me inquieté. —Catalina, voy a ir a buscar a Rodrigo. ¡Qué raro que no haya venido estos días por aquí! Catalina me miraba con desconfianza cuando me veía salir de pronto de forma tan impulsiva, o al menos a mí me daba esa impresión. Sé que yo no hacía bien en dejarla sola en los momentos más tristes de su vida, pero mi inquietud acerca de lo que hubiera podido ocurrir con Rodrigo y la desaparición de Dolores, su esposa políglota, era muy fuerte. —Créeme Catalina, sólo voy a ver qué le ha pasado. Todo esto es muy raro. Nadie me había pedido explicaciones. Mis disculpas sonaban aún más falsas y sospechosas.
Catalina lloraba en su mecedora de canciones. La amargura de su llanto me hacía olvidar por unos instantes a todas las cosas, a todas las personas, incluso a Rodrigo y a Nayanka, esa negra de tetas sobrecogedoras. Me acercaba a la mecedora y le plantaba un beso en su frente de cristal, pero el llanto no cesaba. —Comprende que me marche, Catalina. No entiendo qué habrá podido pasarle a Rodrigo. Yo quería realmente salir en busca de mi amigo a su tienda, que estaba a sólo dos manzanas de la mía. No era mi intención buscar a Nayanka, aunque sabía que ella estaría seguramente soñando conmigo en el colchón de su almacén, esperando mi escapada para acudir a nuestro cálido encuentro. Porque nuestra relación se desarrollaba en el secreto más absoluto y yo me encargaba concienzudamente de eliminar pruebas inculpatorias o que levantaran la más mínima sospecha en ninguna persona, nadie sabía nada, excepto Rodrigo, que era el único que conocía algo de nuestra historia, pues no olvidemos que él vino aquella noche de plenilunio en que nos desparramamos en el parque. ¿Pero dónde estaba Rodrigo? —Está bien —habló de pronto Catalina, secándose las lágrimas—, ve a verle, pero no os entretengáis en la pollería, que luego vuelves muy tarde.
Le encontré en su propia tienda, repasando unas cuentas, como si tal cosa. Al sonar las campanitas de la entrada me saludó con indiferencia, sin levantar la cabeza de los papeles. ¿Era esa frialdad real o fingida? Nunca lo he sabido. Le conté lo de la muerte de mi suegro —el muy zopenco no se había enterado de nada— y me dio un abrazo de compromiso, sin temblores de mandíbula ni enrojecimiento de párpados. —¿Sabes algo de Dolores? —le inquirí cambiando de tema. —Nunca he sabido nada de ella. Ahora me doy cuenta de que no la conocía –de pronto adoptó un tono sombrío y, de paso, se me iba por las ramas. —¿No has encontrado ningún indicio, alguna pista… yo qué sé? —Sólo puedo decirte que la superficie del planeta es tan inmensa, ¡hay tantos escondrijos! Puede estar aquí al lado o a tres mil kilómetros. Pero tengo que acostumbrarme. Sí, acostumbrarme a vivir sin ella. ¿Y a ti cómo te va con tu negrita? Me lanzó la pregunta así, de sopetón, con una sonrisita irónica que ya, ya… No quise llenar más mi vida de falsedades ni misterios y se lo largué todo, con detalles incluidos. Le dije que Nayanka era La Mujer, escrito así, con mayúsculas. —No sé qué hacer, Rodrigo. Estamos tan unidos que si alguien quisiera separarnos sería necesaria una intervención quirúrgica como esas que realizan a los niños siameses. Rodrigo se me quedó mirando y, sin haberle yo pedido nada, se puso a darme consejos y enseñanzas morales de diversa índole, como si yo no supiera bien quién me estaba hablando. Me dijo que mi actitud era la de un adolescente en sus primeros escarceos, que él ya estaba de vuelta
de todo aquello, que no había nada como la tranquilidad y la alegría por el trabajo bien hecho, que una golondrina no hace verano, que la esquizofrenia colectiva se apoderaba progresivamente de una sociedad cada vez más desestructurada y, sobre todo, que una mujer como Catalina no merecía esto, que no había hembra de más exquisita dulzura ni cabello tan suave. Esto último era cierto, Catalina tiene un cabello suavísimo, pero lo demás eran argumentos sin pies ni cabeza, no porque le faltara razón, que la tenía toda, sino porque un personaje como Rodrigo no podía en estas circunstancias investirse de una autoridad que nadie le había otorgado. —Venga ya, Rodrigo —protesté—, que ya nos conocemos. —Te estoy diciendo que he cambiado mucho. Bien es verdad que en el pasado cometí algunos deslices y ligerezas. Pero yo nunca tuve tu suerte, una mujer como Catalina. Sólo tuve a Dolores y ahora la he perdido… quizá para siempre. No quise entrar en discusión. Simplemente le prometí en adelante reflexionar sobre lo que me había dicho.
—¡Nayanka! —¡Amor mío! Te esperaba. Pero tenía miedo de que hoy no vinieras. Temía que las hienas que te persiguen no te dejaran acercarte a mi guarida. —No ha sido fácil. Me persiguen y me espían. A veces veo sombras tras los árboles, tras las columnas de los soportales, tras las lunas de los escaparates. Pero al final estoy aquí junto a ti. —Bésame. Acaríciame. Otra vez el colchón amparaba nuestros cuerpos temblorosos, nuestro vaivén a veces parsimonioso, a veces acelerado. Las primeras lluvias del otoño retornaban intermitentes con melodías entrecortadas que repiqueteaban débilmente en las ventanas y nuestro silencio se hacía lágrimas. En la penumbra imaginaba el Arroyo de la Abuela, en Cubrelombrices, llenando su cauce poco a poco, creciendo igual que mi amor por aquella mujer, La Mujer. No sé si Catalina se merecía nada, si algo había en mi duda segura o en mi seguridad aturrullada, si subía o si bajaba, no sé si las mareas resplandecían o la luna me llevaba, no sé si el amor era ciego o si algún ciego me amaba, no podía ver el futuro, que nunca llegaba, no sé si podía dar un paso sin que alguien me lo reprochara, no sé si sabía, no sabía nada (también le doy vueltas a las posibilidad de dedicarme algún día a cultivar la lírica autobiográfica o la poesía metafísica). —Nayanka, debemos hablar. Por primera vez desde el inicio de nuestra relación me decidí a salir de nuestra burbuja meliflua y a entrar en temas prácticos. Le hablé de mis dudas, de mi compromiso con Catalina, de nuestro negocio; le hablé también de su propio padre y de los demás negros; le hablé, por supuesto, de la luna y de las mareas, del gusano palolo y de Abrigada del Mar; le hablé, en suma,
de todas esas cuestiones que afectaban a mi vida y a nuestra relación. Ella me miró muy fijamente, seria, como sólo una africana puede mirar, y me dijo: —Vámonos de aquí. Vámonos lejos. No pude responderle. Me quedé mirándola, pero con una mirada más europea, y no le dije nada. Volví a casa. Quiero decir, a la casa que compartíamos Catalina y yo. Ella bañaba al pequeño Gilberto, mi pequeño, que crecía ajeno a todos los avatares del exterior, feliz en su mundo de colores vivos y peluches inertes. Chapoteaba en su bañerita que era como un vientre materno abierto a todos los públicos, chapoteaba y se reía al verme entrar, porque me reconocía perfectamente, y se alegraba mucho cada vez que me veía. Al fin y al cabo, yo era su padre. Nuestras cenas transcurrían silenciosas, aunque yo solía poner el televisor a todo volumen y hacía como que me interesaba por los concursos. Además el niño nos interrumpía constantemente con sus llantos desde la cuna. A pesar de lo débil que había nacido, no había forma de que durmiera en paz. Luego recogíamos la mesa y tomábamos una infusión en el sofá. Sólo el televisor hablaba hasta que nos metíamos en la cama. Durante muchas noches, cuando apagábamos la luz, mi mente volaba hasta África.
8 África. Apuntes de un retorno a los orígenes.
Primera jornada. Hemos llegado muy de mañana al puerto de Dakar, en medio de una densa niebla que no me ha permitido disfrutar de la visión diáfana del desembarque en el nuevo continente. Además de Nayanka, nos acompañaba una expedición de socios africanos encabezados por Amadeo. Nada más bajar, y a pesar de la niebla, hemos sido detectados por un grupo de jóvenes y niños quienes, atraídos por mi escasez de melanina, se me dirigían en un dialecto que yo aún desconocía, pero muy rítmico y alegre. Por sus gestos hospitalarios he entendido que me ofrecían sus servicios, quizás como guías, pero me abrumaban tanto que me he puesto nervioso. Amadeo ha tenido que acudir a liberarme agitando en el aire con violencia un bastón de hueso, y ha hecho huir despavoridos a los pequeños guías. Estaba claro que ya teníamos quien nos condujera por este nuevo mundo tan húmedo y tan negro. A pesar de ser hora temprana, yo ya sudaba a chorros. No quise ni imaginarme cómo sería más tarde: pronto habíamos de experimentarlo. Pero las elevadas temperaturas no iban a derretir el sentimiento de emoción que me producía la llegada al continente negro, necesitaba empaparme de aquella vida. Amadeo ha tenido que realizar unas gestiones para alquilar un vehículo al que llaman ―ñent-ñent‖, que no es otra cosa que un todoterreno, y con él hemos iniciado nuestro viaje por tierra. Yo hubiera preferido permanecer un poco más de tiempo en la capital, para observar los comercios y la actividad mercantil de la ciudad, pero Amadeo no estaba para admitir sugerencias y parecía tener mucha prisa en llegar al destino. Así que hemos subido al ñent-ñent y nos hemos acomodado (es un decir) intentando pensar como consuelo que la excesiva sudoración motivada por el intenso calor sería una vía de purgación de la fácil forma de vida que dejábamos atrás en la vieja Europa. He tenido ocasión de comprobar in situ el buen funcionamiento de las glándulas sudoríparas de la raza negra. Nayanka, sentada frente a mí en la parte trasera del vehículo, me ha sonreído sin poder disimular una cierta intranquilidad. Ambos éramos conscientes de que nos esperaba una gran prueba. La niebla se ha ido disipando conforme nos alejábamos de la costa y he visto los primeros árboles invertidos, como los de mi sueño, con las raíces hacia arriba. No me ha extrañado en absoluto puesto que sabía que el componente mágico formaría parte de esta nueva etapa de mi vida.
El trayecto hacia el poblado al que nos dirigíamos estaba resultando más o menos llevadero, aunque la carretera a veces se empeñaba en poner a prueba la suspensión del ñent-ñent y, sobre todo, me dificultaba la escritura en mi cuaderno de viaje. Aprovecho para decir que estas notas las escribo con la descarada finalidad de hacer una incursión en la literatura de viajes, un género que, sin necesidad de consultarle nada al profesor Casquete, he decidido incluir en este escrito por mi cuenta y riesgo, como ya en su día hiciera Marco Polo, autor al que no tuve la ocasión de conocer en la biblioteca del barrio de la Onomástica sino gracias a Rodrigo, o más bien a su mujer Dolores, esa auténtica aventurera de la epístola políglota. El caso es que, ansioso por pasar al papel con inmediatez cada una de mis sensaciones, intenté escribir algo en el asiento del ñent-ñent pero tuve que dejarlo porque la tinta se corría a causa de mi propio sudor y porque las oscilaciones bruscas del vehículo me obligaban a agarrarme con fuerza a lo que fuera para no acabar con los huesos molidos. Aunque mi concepto anterior sobre el continente africano (adquirido fundamentalmente en las películas de Tarzán) me hacía esperar un entorno selvático, me he encontrado con un paisaje más bien ralo que por momentos me recordaba a los alrededores de Cubrelombrices, y lo he dicho en voz alta. Nadie del grupo me ha contestado, quizá por falta de referentes para saborear esta curiosa asociación geográfica. Así que he optado por permanecer calladito el resto del camino y omitir ciertos comentarios que no parecen ser bien recibidos. Tras unas cuantas horas de meneo y traqueteo, ya a media tarde, hemos llegado a la aldea, un grupo bastante destartalado de construcciones y chozos de cañas y adobe dispuestos en torno a una plaza. Me ha admirado la singular belleza del lugar. Para empezar, el mutismo del interior del ñent-ñent se ha tornado alegría y alborozo; nada más llegar, los niños han empezado a dar carreras por el pueblo avisando a todo el mundo de nuestra llegada, evento que, al parecer, transmutaba la monotonía del lugar en un gran acontecimiento. A Nayanka la he perdido pronto de vista, pero Amadeo se ha encargado de hacer las presentaciones al jefe y a todos los personajes importantes del poblado, según me ha parecido entender. Luego han comenzado de forma espontánea las celebraciones y los bailes de bienvenida. He notado que algunos niños pequeños se extrañaban del color de mi piel, sobre todo cuando con ánimo de integrarme pronto en aquella sociedad he optado por despojarme de mi camisa, que traía empapada. A las mujeres, en cambio, la visión de mi torso desnudo les ha provocado una hilaridad incontenible, y en ciertos momentos me ha parecido que se mofaban de mi aspecto físico, pero no me ha importado en absoluto y me he reído con ellas. He de decir que lo más impactante en este primer contacto con el pueblo wolof ha sido la turbadora belleza de sus mujeres, realzada por el colorido de sus ropas y la extravagancia de sus peinados. En algunos momentos he creído ver a Nayanka por todas partes, o a Eulalia, porque la visión de tanta belleza así, de golpe y sin aviso, alteraba mi percepción de la realidad. Luego las mujeres del poblado se han apoderado de mí y han empezado a manipularme como a un pelele. Primeramente me han embadurnado el cuerpo de un extraño ungüento de olor
punzante que, por lo visto, servía para ahuyentar a los mosquitos. Luego me han colgado del cuello varios collares hechos de semillas y huesos con amuletos de piedra, para alejar a los malos espíritus y quizá también a las enfermedades. Todo esto lo han hecho en medio de risas y aullidos agudos de lo más sospechosos, gritando repetidamente algo así como ―kooyndaw‖ [1], que no sé lo que querrá decir. A mí, particularmente, mi nuevo aspecto me parecía una mariconada y he pensado que a ellas también, de ahí las risitas. Afortunadamente, Nayanka me ha liberado y me ha llevado con los hombres, a la casa de Mamadou, el jefe, que no era más grande que las demás. Por fin, alguien que me veía sudar se ha compadecido de mí y me ha ofrecido cerveza de mijo servida en media calabaza. A pesar de la tosquedad del recipiente y de que no estaba en absoluto fría, me la he bebido de un trago y he pedido más. Nos han conducido a la plaza. Sentados en círculo, a los más ancianos y a los recién llegados nos han colocado esteras en el suelo como atención especial. Después de varias ―calabazas‖ he comenzado a sentirme eufórico. Al son de los tambores han iniciado los bailes, muy similares a aquellos del día de la muerte de mi suegro don Víctor. Amadeo me ha guiñado un ojo. El baile de las vírgenes es el que más me ha hecho vibrar. Además era evidente que danzaban sobre todo en mi honor, exhibiéndose especialmente para mí, y me ha parecido que Nayanka se sentía incómoda por ese motivo. No encuentro adjetivos para describir la textura de las pieles de las mujeres wolof, sus cuerpos, esos movimientos que imitaban el cortejo de las gacelas en la época de celo, o al menos, eso me ha explicado Amadeo, revolcándose de la risa. En medio de los bailes nos iban ofreciendo todo tipo de manjares, algunos nuevos y extraños para mí, como la sopa de ñambi o unos frutos a los que llamaban ―pan de mono‖, que me han parecido exquisitos y que, sin perder de vista la perspectiva comercial, estoy seguro de que en mi país tendrían gran éxito entre los ejecutivos, acompañando al vermut de media mañana. Pero lo que más me ha gustado ha sido la carne de ganaar, que sabía igual que el pollo y que luego me he enterado de que, efectivamente, era pollo. He podido ver a las mujeres mayores sacrificando a algunos de esos pollos ganaar delante de todo el mundo. Yo intentaba explicarle a Mamadou, sentado a mi lado, que en mí país los pollos eran muy parecidos, la diferencia es que ya estaban muertos e incluso asados, y que no había que desplumarlos ni nada de eso. Creo que la traducción de Amadeo no ha debido de ser muy exacta porque se han echado a reír y, la verdad, yo no veía nada chistoso en mi comentario. Sobre la arena, los cuerpos seguían danzando al ritmo de toda clase de percusiones. Un grupo de jóvenes golpeaba una especie de tronco de madera hueco y abierto por la mitad; dos muchachos soplaban sendos cuernos de cabra que sonaban como las sirenas de los barcos en el puerto; las semillas tintineaban como cascabeles en los tobillos de los bailarines, que agitaban al aire ramas de tamarindo; otro joven se agachaba y se alzaba continuamente dando pequeños saltos a la vez que sacudía media mandíbula de vaca; las calabazas servían para todo, como vasija, como cubierto, como sonajero, como adorno del cuello, como máscara, como fregadera, como retrato de los antepasados… A veces salían unos hombres con el cuerpo untado de aceite
que, en vez de bailar, parecía que se estuvieran peleando. Mamadou aplaudía estas luchas y me hacía gestos para que yo no perdiera detalle. Entre bailes, luchas, calabazas y pollo ha ido anocheciendo hasta que los cuerpos se me confundían en la oscuridad y no veía más que los colores vistosos de vestidos, pinturas y collares moviéndose a la luz de la hoguera. He iniciado un proceso de desfallecimiento provocado con toda probabilidad por las secuelas de un viaje tan largo y pesado, además tenía los huesos molidos por el ñent-ñent, como si me hubieran apaleado. Sin embargo parecía que sólo yo notaba el agotamiento pues, con la caída de la noche, los bailes iban siendo cada vez más agitados y los ritmos más desenfrenados. En medio de toda aquella locura, me invitaron a bailar y fue entonces, según me han contado, cuando caí al suelo víctima de un desmayo.
Segunda jornada. Al amanecer Nayanka ha venido a mi chozo y me ha despertado con un beso. Ha sido nuestro primer beso en tierras africanas. Ella, por lo que he podido saber, tiene que dormir en la casa de la familia hasta que contraigamos matrimonio. Esta separación la vivo interiormente como una dulce tortura que acrecienta mi deseo. Me ha relatado lo de mi desmayo como si fuera la anécdota más divertida de la noche anterior. Yo no lo veía la gracia por ninguna parte. Además, al incorporarme, sentía aún en mis huesos las consecuencias del maldito viaje en ñent-ñent. Una mujer de cabello cano que quizá fuera tía abuela de Nayanka ha entrado en el habitáculo y me ha ofrecido una bebida que sabía a cacahuete. La he engullido con agrado (por supuesto, me refiero a la bebida). También me ha traído una especie de pan llamado mburu, que debía de ser algo así como el desayuno típico. Nayanka me he comentado que había sido amasado por la hechicera especialmente para mí. Confieso que esa afirmación me ha sorprendido: ¿quién sería esa hechicera? Me ha prometido llevarme a conocerla. Cuando hemos salido a la puerta un montón de niños nos estaban ya esperando. Los he visto reír y gritar alegres eso de ―kooyndaw, kooyndaw‖. Nayanka me ha explicado que se alegraban de verme repuesto de mi desmayo. Hemos recorrido juntos los diferentes lugares de la aldea, seguidos por una estela de niños que alborotaban tanto que a veces Nayanka se volvía y le daba un manotazo al que pillara desprevenido. Su papel como guía, traductora y educadora de niños redoblaban mi admiración e incluso mi apego hacia ella; en aquellas tierras extrañas su presencia me resultaba imprescindible. Otro grupo de niños jugaban en la arena un alocado partido de fútbol pensando que quizá yo fuera un ojeador de algún club europeo. Hemos visto también un edificio más alto que los demás y construido con ladrillos de adobe en varias tonalidades, la antigua mezquita. Me ha contado Nayanka que en su familia siguen un culto especial en el que combinan los ritos musulmanes con las tradiciones religiosas de sus antepasados, mucho más divertidas y también más genuinamente
africanas. Eso me ha alegrado. Le he preguntado si esa religión tenía algo que ver con la hechicera y me ha dicho: —Ahora vas a poder comprobarlo. Ella vive aquí mismo. Me ha conducido a su casa. Era aparentemente como las demás, pero en las paredes de su interior, muy oscuro, se extendían largos troncos de madera como estantes llenos de hierbas y especias, lagartos disecados, pieles de serpiente, camisetas del Barça y todo tipo de objetos mágicos. Estaba sentada en una especie de trono hecho de cañas y hojas de palma trenzadas. Tenía el pelo muy blanco y la piel muy negra y arrugada, horadada por todas partes con huesos, aretes y plumas de colores. Aunque nadie me lo hubiera advertido yo mismo habría sido capaz de descubrir por mí mismo que aquella mujer era la hechicera del pueblo. En cuanto nos hemos acercado se ha levantado y me ha embadurnado de perfumes para limpiarme los malos espíritus. También me ha dado de beber una especie de infusión de chufas muy amarga, todo ello lanzando unos gritos agudos que chocaban directamente contra mis tímpanos. Nayanka luego me ha explicado que eran como salmos religiosos y augurios sobre mi futuro, pero no ha consentido en soltar prenda acerca de ninguna de las predicciones. Cuando ha terminado, he creído conveniente regalarle a la hechicera mis gafas de sol, no sé por qué, pero algo me decía que era lo correcto. Ella se las ha puesto inmediatamente y se ha sentado otra vez sonriente en el mismo trono de cañas. Con las gafas puestas me recordaba a una cantante de jazz en sus años de declive. —Le has caído bien —me ha comentado Nayanka al salir de la choza. Este hecho no carece de importancia en estas tierras, pues resulta esencial tener una buena relación con los hechiceros para evitar el mal de ojo. Todo el mundo le tiene un temor especial al mal de ojo, probablemente a causa de la escasez de oculistas. Luego ha venido a buscarnos Amadeo con evidente prisa: debíamos partir hacia el Sur, a una tierra en la que habita un grupo étnico diferente a los wolof, los fulani o algo así. Eso significaba volver al ñent-ñent, fantástico, cuando ni siquiera aún me había recuperado de lo último. Qué remedio, había que hacerlo, era nuestra misión, para eso estábamos ahí. Las transacciones comerciales africanas requieren este tipo de operaciones. Nayanka se ha entristecido, sabía que esta vez no podría acompañarnos, debía esperarnos en el poblado hasta que regresáramos. ¿Y qué haría yo sin ella, sin la serenidad que me transmitía su mirada? Ya en el interior del ñent-ñent, me he interesado por el pueblo fulani, y le he preguntado a Amadeo si eran peligrosos. Me ha explicado que podrían serlo si no eran tratados con respeto, pero que yendo con él no habría problema. —Yo soy medio fulani —ha dicho. Esa afirmación ha despertado mi curiosidad y le he preguntado por la historia de su familia. Entonces le ha dado una indicación a uno de nuestros acompañantes, Abdou, un hombre mayor que se había unido a nosotros especialmente para esta expedición, y que al parecer era tío suyo. Éste ha iniciado un relato cantado que Amadeo iba traduciendo simultáneamente. He lamentado
mi curiosidad, pues el relato ha sido un verdadero tostonazo que nos ha ocupado el resto del viaje, y que se remontaba varios cientos de años atrás a unos pastores nómadas que llegaron desde el Este y que se asentaron en las riberas del río Senegal donde iniciaron una labor de artesanía del cuero. Se ha extendido también con las luchas fratricidas entre los pueblos vecinos y con la huida de una familia hacia el Sur donde se hicieron con tierras y se convirtieron en agricultores. Algunos componentes de la interminable familia fueron, por lo visto, grandes héroes en la lucha contra el colonialismo francés y contra el avance de las líneas ferroviarias; pero también hubo traidores, primos lejanos que se pasaron alegremente al bando de los comerciantes de esclavos e incluso alguno que llegó a maquinista de trenes. No puedo reproducir en estos breves apuntes de viaje todos los aspectos de la historia de esta saga, tan sólo citaré un episodio que me erizó el vello y me hizo subir un latigazo eléctrico por el espinazo. Al parecer, en un momento de la epopeya de esta familia, unas mujeres blancas de extraños ropajes llegaron a una aldea wolof predicando una nueva religión de ―hombre en la cruz‖. Una de aquellas mujeres, al cabo de un tiempo difundiendo por aquellas tierras esta nueva religión de hombres blancos y con dinerito, resultó ser una libertina y en una ocasión llegó a despojarse de los extraños ropajes, quedando desnuda ante todos, ancianos, mujeres y niños: todos. Según el relato debió de haber consumido alguna droga que la incitó a predicar la unión de las razas y la hermandad entre los pueblos. Aquella mujer terminó huyendo del poblado con el hijo del jefe pero, en su huida murieron atacados por una leona. Cuando nuestro viejo narrador ha llegado a este punto de la historia, yo he dado un brinco y he gritado: —¡Una pantera! ¡No era una leona, era una pantera! ¡Es la historia de la monja y la pantera! ¡Yo he visto la película! Todos se han quedado mirándome con estupefacción, preguntándose quién era yo para interferir de aquella forma en la narración del anciano. No ha habido tiempo para más, en ese punto hemos llegado al pueblo de los fulani, justo antes de que anocheciera. Era un poblado más grande de lo que yo había imaginado, rodeado incluso por restos de una antigua muralla de adobe, así que hemos tenido que pedir permiso para entrar. La intervención de Abdou, el anciano narrador de historias, ha sido fundamental, pues él era más fulani que ninguno de nosotros, y gracias al dominio de su dialecto se los ha metido en el bote a las primeras de cambio. A nuestro paso han comenzado a sonar tambores de bienvenida. Hemos aparcado el ñent-ñent delante de la casa del mandamás. Es maravillosa la facilidad con que se aparca en estos lugares. Me ha sorprendido la juventud del jefe, y su aspecto casi occidental: llevaba una camisa de palmeras caribeñas, pantalones tejanos, el pelo hacia atrás, largo y engominado, y unas gafas de montura gruesa y negra que me recordaban a alguien, no sé a quién. Se ha dirigido a nosotros en francés, aunque a mí me daba lo mismo, pues aún no he aprendido ni inglés ni francés. De todas formas, nuestro anciano Abdou ha preferido entenderse con él en su propio dialecto pues, de
alguna manera, tenía que justificar su presencia en aquella negociación. En la explicación que le ha dado, me señalaba continuamente a mí y yo procuraba mostrar la mejor de mis sonrisas. Parece que todo ha ido bien, pues pronto han comenzado la música y los obsequios. Particularmente, las mujeres fulani tenían una belleza más tosca que las wolof, pero su forma de moverse rivalizaba en sensualidad con éstas. En ciertos instantes me ha parecido por su forma de dar saltitos que me invitaban a gozar de sus cuerpos sin más preámbulos, pero he tenido que contenerme por respeto a nuestros anfitriones y a la familia de Nayanka, que no sé qué hubieran pensado de mí si me dejo llevar por esas provocaciones lascivas. Los manjares, en cambio, no me han resultado tan agradables y más bien pienso que han sido los causantes de unos apretones estomacales que me han obligado a retirarme repetidas veces de la fiesta. Sin embargo lo mejor ha sido lo de las pipas, quizá el auténtico motivo de nuestra visita. Nunca me ha gustado fumar, de hecho una vez Catalina me regaló una pipa para consolarme de mi depresión tras el cierre de nuestra tienda y no llegué a estrenarla nunca. De todas formas fue un detalle bonito. Pero en esta noche de bailes, hoguera y banquetazo, negarme a probar el producto principal de nuestra transacción hubiera resultado ofensivo. Lo que fumaban no era un tabaco al estilo occidental, sino unas hierbas típicas de la agricultura de estos pueblos que, al prender en las largas pipas hechas de caña, desprendían un aroma dulce y embriagador, un aroma envolvente que se instalaba en nuestras cabezas y fabricaba nuestros pensamientos, haciendo que los sentimientos fueran positivos, nos convertía en hermanos, reíamos juntos aunque habláramos diferentes idiomas. ¡Estos negros son mis hermanos! En algunos momentos he sentido verdaderos deseos de salir al centro del baile, quitarme la ropa y predicar la fraternidad entre los pueblos, cualquiera que sea nuestra raza, color o religión, pues este era el espíritu de aquella monja mártir que murió devorada por una pantera. O por una leona. La cerveza tampoco era mala, aunque no estuviera fría. He bebido mucha. Todo esto, unido al humo de las hierbas, ha precipitado una vez más mi sueño. Seguramente me he perdido lo mejor de la noche. Tendré que tener más cuidado la próxima vez, porque siempre me pasa lo mismo.
Tercera jornada. He despertado sobre un colchón de paja, en una gran casa junto al resto de mis compañeros. Aún me sigo preguntando el significado del sueño que he tenido, aunque pienso que habrá sido inducido por el humo de aquellas hierbas de la noche anterior, o si no, por los incesantes ataques de insectos y arañas a lo largo de toda la noche. La mujer de Rodrigo, Dolores, aparecía vestida de monja en uno de estos poblados y una multitud de niños le arrancaban los hábitos hasta dejarla desnuda. De pronto, la que estaba desnuda no era Dolores,
sino Catalina, y sostenía a un niño negro en los brazos. El niño me gritaba ¡Abuelo, abuelo!, pero yo no podía ir con él, porque estaba dentro del ñent-ñent, que se alejaba mientras el anciano narrador cantaba sus historias y los demás negros se reían a carcajadas. Yo gritaba ―¡Que paren este ñent-ñent, por lo que más quieran!‖ Y a lo lejos el niño seguía gesticulando y llamándome desde los brazos de Catalina. Pero Nayanka me había atrapado bajo sus piernas y me besaba victoriosa en el interior del vehículo. Directa o indirectamente, muchas personas importantes de mi vida aparecían en el sueño. Eso me ha dejado meditabundo y ausente en las primeras horas de la mañana. El resto del día podría calificarse como de ―jornada turística y comercial‖, pues los fulani se han dedicado a mostrarnos su poblado y los alrededores. Concretamente hemos visitado los cultivos de esas simpáticas plantas que se fuman en largas pipas. Las explicaciones que nos daba el guía fulani me llegaban muy mediatizadas, después de una doble traducción (Abdou traducía del fulani al wolof y Amadeo me contaba a mí lo que le parecía, pues no paraba de reír al mismo tiempo que fumaba sin descanso hierbas de la plantación que estábamos visitando). He comenzado a sospechar que es precisamente el humo de esas hierbas lo que le provoca la risa. Si efectivamente es así, este producto tendrá gran éxito cuando lo pongamos a la venta en nuestro innovador comercio del barrio de la Onomástica. Tras realizar el embalaje de las hierbas ha llegado el momento del pago, que es cuando mi actuación ha cobrado auténtico protagonismo. Debo aclarar que antes de partir tuve la precaución de realizar en mi país una inteligente operación de cambio de divisas, lo que dotó a mi cartera de un grosor y colorido inusitados. El propio jefe fulani de pelo engominado y camisa caribeña ha tenido que poner orden entre los suyos para controlar la excitación que produjo la visión del gran fajo multicolor, que yo había alzado para dotar a aquella simple transacción comercial de un cierto aire ritual que he considerado apropiado en aquellas latitudes. Sin embargo, parece ser que mi gesto ha sido interpretado como signo de ostentación y el anciano Abdou ha intervenido a toda prisa para justificar mi actitud alegando la ignorancia (mía) de las sabias costumbres (suyas). Para compensar el equívoco he sido inducido a desprenderme de algún objeto personal. He visto la ocasión inmejorable de ofrecerles una grapadora de bolsillo que había viajado conmigo a tales efectos. Les he realizado una pequeña demostración de su funcionamiento grapando un billete de un dólar en uno de esos árboles que tienen las raíces hacia arriba. Creo modestamente que la exhibición ha sido un acierto, que he dado en el clavo, pues lo han interpretado como un tributo ofrendado a un árbol que para ellos era sagrado, con lo que he hecho partícipe de nuestra operación a un antepasado fulani que, casualmente, habitaba en aquel árbol, o algo así me ha parecido entender de la explicación que me ha dado Amadeo (revolcándose de la risa). Además a los niños que por allí pululaban les ha encantado el espectáculo. Tan sólo he lamentado no haber traído a este viaje más grapadoras. Además no sé qué uso le darán cuando se terminen las grapas.
Al caer la tarde encuentro momentos de sosiego y aprovecho para escribir estos apuntes de viaje, breves retazos de una vida mágica envuelta en el cálido viento al son de los tambores. En la intimidad de mi oscuro habitáculo siento la algarabía de los niños que pelean jugando como cachorrillos de león; los golpes secos y rítmicos de las mujeres que muelen el mijo se acercan o se alejan con el vaivén del viento; el débil cacareo último de los pollos ganaar que van siendo sacrificados para nuestro festín de la noche; los ronquidos de Amadeo, este inmenso negrazo que a mi lado ha caído exhausto de tanta carcajada y ha hallado un rato de reposo para recobrar fuerzas antes de la cena de despedida. Mañana partiremos de vuelta a nuestra aldea con varios sacos de la hierba de la alegría. Cada vez me siento más identificado con esta sociedad amable y hospitalaria.
Cuarta jornada. Hemos partido muy temprano hacia nuestro poblado wolof. El larguísimo viaje ha sido amenizado con los cánticos de Abdou, esta vez sin traducciones, por lo que se me confundía con el ruido del motor del ñent-ñent. El único incidente lo han provocado unos policías que nos han parado para revisar nuestra carga. La visión de estos seres uniformados capaces de precintarte cualquier cosa me hace temblar. Aunque no he entendido bien lo que ocurría (ellos repetían continuamente algo como juuti-juuti) ha podido ser solventado graciosamente entregándoles parte de la mercancía y algunos billetes extraídos, una vez más, de mi fajo multicolor, que ha adelgazado bastante en las últimas horas. No me ha importado demasiado. Con la venta de estas hierbas que transportamos espero aumentar poderosamente los beneficios de mi tienda cuando regresemos. Hemos llegado al poblado casi al anochecer y el recibimiento ha supuesto otra nueva especie de festejo, yo diría que como si fuésemos unos héroes o hubiésemos corrido un gran peligro. Debo reconocer con algo de rubor que mi papel durante el viaje ha tenido ciertos tintes casi heroicos. A Nayanka, sin duda la más contenta, la emoción le brillaba en la mirada y me ha abrazado dando saltos al ritmo del djembe desenfrenado. Sólo Mamadou, el jefe, observaba todo con rostro circunspecto mientras el viejo Abdou le relataba al oído (quizá cantando, yo no podía oírle) los avatares de nuestro viaje por tierras fulani. Más tarde, ya durante la cena, Amadeo le ha ofrecido una pipa para probar la hierba que habíamos adquirido, pero el jefe ha rehusado la invitación y ha estado toda la noche casi sin hablar. Siempre he tenido la impresión de que nuestro jefe era muy serio. He dormido nuevamente sintiendo a Nayanka junto a mí, escuchando su respiración agitada aunque ella durmiera en otro chozo. El calor de la noche derrite nuestros cuerpos en la oscuridad. En la lejanía se oye el canto de un pájaro nocturno al que Nayanka, gran conocedora de los animales que nos rodean, ha llamado ―picc‖; incluso sentimos las risotadas de las hienas, como si
ellas hubieran también fumado de nuestra mercancía. La naturaleza me sigue asombrando, y está conmigo, y rozo su cuerpo hecho viento, y nos besa, y nos teje, y desteje, y entreteje.
Unos días apacibles. Paso unos días apacibles en el poblado. Aunque tengo más tiempo para escribir los apuntes de mi estancia incomparable en estas tierras, la pasión que siento por Nayanka ocupa mi mente sobre todas las cosas y prefiero dedicarme al género lírico: ¿Por qué miras, Nayanka, al horizonte? ¿Qué habita a lo lejos que tu vista no alcanza? Dame la mano y dime que estaremos juntos aunque las hienas no entiendan nuestro sueño. Durante el día, los hombres suelen abandonar el poblado para salir a cazar. Las mujeres permanecen realizando tareas como descascarillar las semillas, moler el mijo, desplumar los pollos, trenzar cestos con hojas de palma, ir al pozo a por agua, teñirse el vello de las ingles, trabajillos en el campo y cosas de ese estilo, que las mantienen ocupadas todo el día. Nayanka también colabora en estas tareas, así que la mayor parte del tiempo no puedo estar con ella y eso alimenta diariamente mi deseo. Casi no hay comercios. Tan sólo algún artesano, como un viejo al que llaman Gune, que me recuerda a Rodrigo, porque trabaja las vasijas de cerámica y aquí, como prefieren usar las calabazas para todo, no vende un plato. Aunque nos comunicamos con dificultad, hemos trabado cierta amistad, porque en el fondo es un cachondo y le gusta aprovechar la ausencia de hombres en el poblado para sus pequeñas travesuras. Conmigo ha tomado cierta confianza y me lo cuenta todo sin tapujos, ya que sabe perfectamente que no entiendo su idioma. Así que paso, como he dicho, unos días apacibles. Últimamente, sin embargo, he optado por salir de caza con los hombres, tarea mucho más apropiada para un enemigo del ocio de piernas cruzadas como yo soy. Pero que nadie imagine luchas cuerpo a cuerpo con feroces alimañas. Aquí hay poca vegetación y lo que más abundan son los conejos njombor. Como los cazan por medio de trampas, en realidad la actividad se convierte en una especie de recolección. Comparado con el trabajo de las mujeres, éste me parece mucho más relajado. Otros días vamos de pesca al río. Esta tarea resulta amena a la par que refrescante; siempre existe la opción de darse un baño que, con estas temperaturas, resulta de lo más apetecible. Vivo la experiencia como un retorno a la infancia y recuerdo mis escapadas al Arroyo de la Abuela, cerca de Cubrelombrices, que normalmente en verano se secaba y no volvía a llenarse hasta que llegaban las primeras lluvias del otoño. Recuerdo que, en mi ingenuidad infantil, yo confundía aquellas idas y venidas del agua con el flujo y reflujo de las mareas.
Me ha encantado la experiencia de la pesca en equipo como forma de experimentar el sentido de la colaboración, codo con codo y lanza contra lanza. Pero lo que realmente ocupa mi pensamiento es la imagen de Nayanka, que desde que se ha despojado de las ropas occidentales y utiliza estos vestidos de mil colores, parece más negra y más bella que nunca. No sé cómo definir mi estado. ¿Es una agradable llaga o un tormento placentero? ¿Un dolor que reconforta o un placer que consume? ¿Una oscuridad iluminada o un anhelo de morir entre tanta dicha? ¿Por qué unas veces me siento como un león sediento y otras como una gacela herida? Lanzo mis preguntas al viento y sólo responden los tambores de la noche.
Jornada última. Ahora ha llegado el momento de emprender el viaje de vuelta, y estoy triste. Nayanka no vendrá con nosotros. Su familia ha pensado que es mejor que ella no corra ningún tipo de riesgo y que permanezca un tiempo más en el poblado antes de marchar a la Europa. No entiendo bien lo que pasa, pero procuro no entrometerme porque soy muy respetuoso con las costumbres de este pueblo. Me ha parecido entender que van a prepararla para el matrimonio, al que ellos llaman sey. Lo más chocante es que a mí me llaman jeker, y eso significa que soy nada menos que el novio. Aquí, por lo visto, no tiene ninguna importancia que yo tenga una esposa blanca en la Europa. Anoche fue la cena de despedida y apenas hubo bailes, luchas ni sacrificios de animales. Nayanka me pidió llorando que me quedara con ella para siempre. No supe qué responderle. Nunca antes la había visto llorar. Le hablé de mis obligaciones mercantiles, de la necesidad de realizar un seguimiento estrecho del transporte de la mercancía —esas hierbas— y su puesta a la venta en mi comercio de La Onomástica… Estupideces. Nada justifica realmente mi marcha sino la fuerza de la costumbre, el peso de mi pasado, las personas de mi vida anterior, Catalina, mi hijo Gilberto, nuestro negocio, nuestra casa, el gusano palolo… Contemplando las lágrimas de Nayanka, todo me parecía una inmensa cobardía. Sólo acerté a decirle: —Tengo que hacerlo, debo marcharme. Pero volveré. Durante la noche, la ofensiva de los insectos en mi camastro era tan insistente que tuve que salir del chozo para librarme de ellos. Di una vuelta por el poblado. Nunca antes había sentido un silencio tan aplastante. Todos dormían y la oscuridad me obligaba a caminar con un bastón para no tropezar. Me apoyé en un árbol y contemplé el firmamento que se mostraba como lo que era: mogollón de estrellas. Lo bueno de la contemplación de los astros es que abre la mente. Un chasquido repentino atrajo mi atención. Pensé que si se trataba de una pantera o una leona el destino habría conjurado las piezas de su rompecabezas para enviarme junto a la monja heroína de aquella película que marcó mi vida. Los crujidos se acercaban cada vez más a mi posición
paralizada, junto a un árbol que igual daba que fuese un baobab que un limonero, pues yo sentía un agarrotamiento en los músculos del alma que me impedía cualquier tentativa de encaramarme a sus ramas para escapar del ataque. Cuando sentí un crujido tan cercano que me arrodillé para entregar mi cuello al colmillo hambriento descubrí una silueta humana recortándose del firmamento y una voz aguda, conocida, me golpeó en los tímpanos como en una reprimenda por haber infringido el obligado descanso, pues sólo ella, única habitante de la noche, tenía derecho a ese paseo noctámbulo. Las gafas de sol, que yo mismo le había regalado y que, a pesar de la inmensa oscuridad, llevaba puestas en un alarde de clarividencia nocturna, me permitieron reconocer a la hechicera regañándome como si yo fuera su nietecillo travieso. La magia de la situación me dotó de una inexplicable capacidad para interpretar sus palabras, pronunciadas en ese idioma extraño que nunca antes había podido entender. —Los malos espíritus te mandan cucarachas y arañas al lecho para impedir un descanso que no mereces. La blancura de tu piel en la oscuridad se distingue como un grito en el silencio y entregas tu vida sin que nadie quiera arrebatártela. No hay fieras en esta noche sin luna y quizá los insectos que te incomodan sólo existen en tu espíritu carcomido por las dudas que te impiden el sueño. Estoy casi seguro de que los grititos que golpeaban en mis tímpanos significarían aproximadamente algo como esto.
9 De vuelta
Había imaginado un recibimiento más cálido.
Lo más cómodo en estos casos es ponerse de parte de ella, de Catalina, la mujer abandonada con un niño pequeño. No es fácil justificar ciertas conductas, pero cualquiera que me conozca sabrá que yo no soy mala persona, que lo que hice tenía sus motivos y que en mi mente siempre habitó la aspiración de evitarle sufrimientos. ¿Cómo iba a decirle mira, Catalina, que me voy a África con una negra por unos negocios que ya te explicaré, así como así? No lo hubiera entendido. A mi regreso tuve que explicarle todas estas cosas, como lo de que era mejor para todos no informarla de nada para evitar interrogatorios inoportunos de la Oficina de Precintos o ¿quién sabe? Si ella no sabía nada, nadie podría obligarla a hablar de la operación que estaba realizando y, créeme, Catalina, mientras menos sepas de esto, mejor para todos, porque el día de mañana te pueden querer torturar, o intentar sonsacarte de dónde he sacado yo esto, o quiénes son mis colaboradores, o si tengo el apoyo de alguna mafia internacional y, créeme, Catalina, aquí todo es limpio, mucho trabajo, mucho esfuerzo, peligros, inversiones, pero ante todo, imaginación e inventiva, los valores que siempre han sido el norte de mis actos comerciales, y si he estado a punto de perder la vida ahogado en la noche más larga de mi vida no ha sido porque yo me escondiera de nadie, créeme Catalina, sino por viajar con los míos, los que me habían ayudado, gente perseguida pero que sabe muy bien cómo funciona esto… Además te dejé una nota. Cuando Catalina me vio entrar en casa a media mañana, después de tanto tiempo, con aspecto de haber pasado una noche de borrachera sublime, me miró sin saber qué hacer, si abrazarme o echar a correr. —¿Podrás perdonarme? —¡Anselmo! Creí que ya nunca volverías. —Lo sé, he sido un imbécil. Pero debes alegrarte, porque lo que he traído va a transformar por completo nuestra tienda. —¿Qué me importa a mí ahora la tienda? Hace un mes por lo menos que no sé nada de ti. —No digas eso, Catalina. Te lo explicaré casi todo. No hables así de nuestra tienda. Debo reconocer que el rechazo inicial de Catalina era hasta cierto punto comprensible. Hacía poco tiempo que había perdido a su padre, y era normal que le irritara verse de pronto también privada de marido y con un hijo al que sacar adelante. —Mira, te he traído esto. El detallito era un sencillo collar de semillas que había comprado apresuradamente antes de mi partida. El acto de ponérselo nos sirvió de abrazo. Luego vino un beso. Algo frío pero, al fin y al
cabo, un beso. Después le conté, sin detenerme demasiado en los detalles, mi incursión en el África negra, mi estancia en la aldea wolof y mis transacciones comerciales con los fulani, los viajes en ñent-ñent, las jornadas de caza y pesca, los festejos, los bailes, los espectáculos de lucha y el inquietante silencio de las noches estrelladas. Ella me escuchaba sin demasiado entusiasmo, como incrédula.
Había imaginado un recibimiento más cálido, pero seguramente me merecía esta frialdad, y la que siguió. Lo que sí que parecía seguro es que mi repentino regreso le había impresionado, que no me esperaba y el desconcierto se le notaba incluso en el peinado. —¿Dónde está Gilberto, mi primogénito? Me llevó a ver al niño que, aunque dormido en su cunita, se despertó nada más entrar yo en su habitación, escuchando quizás la llamada de la naturaleza, esa voz interior que le comunicaba el regreso de su padre carnal. Una sonrisa amplia manifestaba que no me había olvidado. Le noté más gordito y crecido, como si su debilidad innata hubiera disminuido. Creo que volver a ver a mi hijo me hizo sentirme de nuevo en casa aunque Catalina continuara mostrándose distante. Pero no sólo Catalina estaba desconcertada. Yo también. Entre otras cosas, no podía saber si lo que estaba viviendo era un regreso o una huida. Cualquiera que coja a su propio hijo en brazos y compruebe que al menos ha engordado medio kilo sentirá una sensación parecida a algo así como que lo que está cogiendo es parte de uno mismo, pero en mi caso la sensación no dejaba de ser una impresión difusa que provocaba en mi corazón unas palpitaciones a ritmo sospechosamente africano. ¿Acaso había estado yo alguna vez en África? —Creo que merezco una explicación— me espetó a lo bestia Catalina. —¿Cómo? ¿Otra explicación? Ya te lo he contado casi todo. —Vamos, Anselmo, nadie se tragaría esas historias. En vez de escribir tratados de economía deberías dedicarte a la prosa de ficción. Era la segunda vez en poco tiempo que me daban un consejo semejante, en este mismo punto ya había coincidido una vez el profesor Casquete, lo cual me hizo recapacitar sobre la orientación que debía dar a mi creatividad literaria. Me desembaracé del acoso de Catalina con un ―luego hablaremos, ahora quiero estar con mi hijo‖ que sonó de lo más falso, entre otras cosas porque a los cinco minutos el pequeño Gilberto, pequeño y problemático, no hacía más que pedir insistentemente (con gritos inarticulados, no con palabras) que le llevara con su madre. Cuando definitivamente Gilberto terminó por ponerse insoportable, y yo empezaba a considerar que aquellos jueguecitos ridículos para los que no estoy especialmente dotado no eran más que una pérdida de tiempo, decidí llevar al niño junto a Catalina, pero antes de que pudiera llegar a decirle nada ella me anunció: —Hazte cargo del niño, tengo que salir.
Y se largó sin darme la más mínima explicación, cosa que jamás había hecho antes. Claro que sobre explicaciones mejor que yo dejara la boca cerradita. Para colmo el pequeño Gilberto, demonio de crío, se puso a llorar como un poseso. Definitivamente, al poco tiempo de mi regreso, ya me encontraba envuelto en la más cruel de las rutinas. Al día siguiente, después de una jornada de justo descanso, abrí de nuevo la tienda. Catalina la había mantenido inexplicablemente cerrada durante las semanas de mi ausencia. No la culpo por ello, imagino que su estado de desconcierto sería morrocotudo. Los vecinos del barrio comenzaron a entrar, primero tímidamente y, más tarde, en tropel. Casi nadie compraba, se acercaban más que nada para saludarme o, fundamentalmente, para curiosear. Me dejaban entrever que la temporada de cierre había despertado todo tipo de conjeturas entre el vecindario, que tan sólo algunas veces alguien había visto a Catalina paseando con el niño o haciendo la compra, y que ella no contaba nada. Siempre fue muy discreta. Yo solía escapar como podía de aquellos fastidiosos interrogatorios y zanjaba la cuestión con expresiones como ―viajes de negocios‖ o ―ampliación de mercado‖, pero las miraditas socarronas de algunas vecindonas me sacaban de quicio. Por fin, en medio de tantas visitas, hubo una que me salvó del tedio matinal: —Me han llegado rumores de que habías abierto… —¡Rodrigo! ¡Cuánto me alegro de verte! Nos dimos un abrazo mucho más efusivo y sincero que aquel otro del pésame por mi suegro poco tiempo atrás, y quedamos para compartir un pollo al terminar la jornada. Me anunció también que tenía muchas cosas que contarme. —Tengo muchas cosas que contarte —dijo. Este anuncio despertó en mí una impaciencia desmedida por echar el cerrojo a la tienda, así que lo hice media hora antes de lo previsto, según la hora de la bajamar y el coeficiente de la marea, y corrí en busca de mi amigo. De camino a la pollería me comentó que por fin había recibido noticias de Dolores, su esposa políglota. Le llegó una carta escrita por ella misma en finlandés. ¡Imagínate, en finlandés! Cuando hablaba de su esposa Rodrigo se excitaba muchísimo y lanzaba exclamaciones de este tipo. La verdad es que al pobre le costó muchísimo encontrar a alguien que le pudiera traducir la carta. Diría que el hecho de usar el finlandés en lugar del castellano encerraría una cierta sutileza por parte de esta astuta mujer, como queriendo demostrar que efectivamente estaba en Finlandia y no en otro sitio, o simplemente por despistar. Cuando definitivamente consiguió la traducción de la carta, en ella le explicaba que se encontraba bien, que vivía con un hombre mayor, un alto ejecutivo de una empresa de automóviles próximo a la jubilación. Y no sólo eso, le anunciaba también que pronto recibiría en su cuenta bancaria una importante suma de dinero, pues no tenía ningún tipo de problemas económicos. —¿Sabes lo que significa eso? —preguntaba Rodrigo como en una queja. —Sí, debe ser la marca de automóviles Saab, que me parece que son finlandeses, buenos coches… ¿Y has recibido ya la suma? –le preguntaba yo expectante.
—No, aún no. En realidad no me trago ni una palabra de lo que me cuenta. Ni siquiera creo que esté en Finlandia. —Al menos, me alegro de que esté viva. Esta última frase la dije sin pensar, se me escapó. Por supuesto que para mí era un alivio saber que Dolores estaba viva o, para ser más exacto, que no había sido asesinada. Esto ya no se lo dije, claro. Lo que no acababa de convencerme era toda esa historia de la carta en finlandés. No es que yo desconfiase de Dolores, es que no creía para nada a Rodrigo. Me daba la impresión de que todo era inventado. Si al menos me hubiera contado que ya tenía en su poder dos millones de florines finlandeses o algo parecido, a lo mejor el asunto podría adquirir una mayor verosimilitud. Pero el relato me resultaba un disparate de principio a fin. Claro que para historias increíbles, todavía le tenía yo que contar la mía. Ya estábamos sentados a la espera de que nos trajeran el pollo cuando me preguntó: —¿Y tú? ¿Dónde te has metido todo este tiempo? —La verdad Rodrigo, no sé cómo empezar. Es todo tan… increíble. Al menos entre Rodrigo y yo había confianza, y eso nos permitía ciertas licencias, como por ejemplo, hablar de lo que nos daba la gana y, si no te apetecía contar algo, se lo callaba uno y punto. Pero ya es consabido que a nosotros el pollo nos soltaba la lengua y, cuando me di cuenta, ya había llegado al poblado fulani y me detuve contemplando el rítmico movimiento de una morenaza moliendo mijo. A Rodrigo le entusiasmó tanto la relación de los hechos que tuvo que interrumpirme para decirme algo así como: —Si tuvieras que volver allí, avísame. Entre muslos y pechugas, le largué toda la historia de cabo a rabo, jornada tras jornada, sin omitir siquiera aquellas que resultaron más anodinas o en las que simplemente me dediqué a la contemplación de la fauna autóctona en pequeños paseos acompañado por alguno de los guías del poblado, que siempre se mostraban solícitos a servirme. Concluí la narración hablándole de los planes de boda con Nayanka. Le dije que ella estaba dispuesta incluso a compartirme con Catalina. Este último comentario le provocó palidez y sudores de tal forma que, si no le conociera, habría pensado que Rodrigo era un desequilibrado. —Eso de vivir con dos mujeres, una blanca y otra negra, sería tan… —acertó a decir. Yo le resté importancia al asunto, pues de ninguna manera estaría dispuesto a llevarlo a cabo, y además él lo sobrevaloraba. Me interesé más bien por su reacción acerca de la credibilidad de mi relato y puedo afirmar que en este punto resultó ser mucho más ingenuo que Catalina: se lo tragó todo, incluso aquellos detalles que descaradamente eran un farol que yo me tiraba. Creo sinceramente que el espíritu crítico de mi amigo Rodrigo, por las razones que fueran, presentaba un estado que definiría como de atrofia parcial. Decidí darle la vuelta a todo el entramado: —¿Y si te digo que no he estado en África ni nada de eso, sino que he pasado el tiempo en un hotel de la costa sirviendo de apoyo logístico a una operación que, por llamarla de forma
suave, podríamos calificarla como de contrabando? ¿Tú te crees que iba yo a arriesgar la vida, mi negocio y mi futuro en un país extraño para obtener sólo un dudoso beneficio económico, eh? —¿De verdad, has hecho eso? —Amigo Rodrigo, sólo debes saber lo justo para no comprometerte. Si no te cuento más, no es que no confíe en ti, sino que demasiada información podría perjudicarte. Brindemos por el reencuentro, y que en el futuro hallemos muchos más momentos como este para compartir un pollo. Así de elegantemente supe salir del atolladero que significaba para mí dar cuenta de esta oscura historia africana. Pero aquella tarde aún quedaban otras historias oscuras por contar. Cuando le hablé de Catalina y de la frialdad de su recibimiento observé en su expresión que quizás había algo más que yo no sabía. —¿Hay algo más que yo no sepa? —le pregunté. Claro que lo había. Rodrigo me lo contó con discreción, sin regodearse, incluso diría que, de alguna manera, intentaba justificar a Catalina, se ponía en su lugar. Mi repentina desaparición y todo lo que él sabía sobre mi relación con Nayanka, le hacían comprenderla. Además no es ningún secreto que Rodrigo siempre ha sentido una debilidad especial por mi esposa. Al parecer lo único que había ocurrido era que Catalina, en mi ausencia, había buscado consuelo en el Pacorro. ¡Vaya nimiedad! Tampoco era la cosa para revolcarse de angustia, romper un vaso, dar un puñetazo en la mesa, lanzar al aire un improperio y salir dando un portazo. No hice nada de eso. Sin perder la sonrisa, le dije: —Vamos, Rodrigo, no es necesario que te sofoques. Has hecho bien en contármelo. Además, que sepas que lo que Catalina hizo en mi ausencia me parece natural, y no la culpo por ello. Yo me fui de casa sin avisar y eso tuvo que provocarle dudas y angustias. Además no tenía a nadie mejor a quien recurrir que a este hombre, un guía espiritual que, por su condición de sacerdote, no provocaría habladurías ni interpretaciones torcidas. Rodrigo me miraba con asombro. Me dio la sensación de que esperaba de mí una reacción más resuelta y visceral. Entonces su inicial actitud benigna hacia Catalina se tornó en acusatoria, dándome a entender que sí que se habían producido en el barrio esas habladurías e interpretaciones torcidas que yo acababa de descartar. Me vinieron a la mente las miradas maliciosas de algunas vecindonas a lo largo de la jornada, las preguntas insidiosas y los comentarios ambivalentes. Recordé igualmente aquella salida de Catalina sin dar explicaciones al poco tiempo de mi llegada, cuando me dejó al cargo del niño, cosa que antes jamás hacía. Tampoco se debía pasar por alto la falta de pasión en general que le produjo mi regreso. Eran diferentes evidencias que yo había podido comprobar por mí mismo y que no necesitaba que nadie me aclarara. En cualquier caso decidí continuar aparentando calma ante mi amigo Rodrigo y le resté toda importancia a las habladurías de la gente, que no eran más que eso: habladurías. Volví a brindar por nuestro reencuentro y cambié descaradamente de tema preguntándole por la marcha de sus ventas de cerámica africana.
En mi camino de regreso a casa no pude evitar volver a pensar en las andanzas de Catalina y ese Pacorro. Ciertamente, no es que me importase que ella hubiera buscado consuelo en alguna persona de su círculo inmediato, lo que me cabreaba sobremanera era que hubiese escogido a ese párroco cargado de arrogancia y pedantería. Sospecho que Rodrigo sentiría lo mismo que yo, y que incluso pensaría que él debería haber sido la persona idónea para consolar a Catalina en mi ausencia, pues nadie mejor que él para comprenderla ya que, como ella, también había sido víctima de un abandono del hogar sin previo aviso por parte de su pareja, o al menos, de eso presumía. Cuando entré en casa, encontré a Catalina acunando al niño. La saludé desde el marco de la puerta y ella no hizo el más mínimo amago de darme un beso. Indudablemente, estaba resentida conmigo y ni siquiera le preocupaba guardar al menos las formas. —No voy a cenar… ya he comido pollo —le dije. —Tú y tus pollos —contestó secamente. Tuve que encender el televisor para romper el nauseabundo silencio que llenaba la casa. Afortunadamente seguían manteniendo en la programación uno de mis concursos más aborrecidos, en el que las parejas de novios intentaban demostrar la poca importancia que hoy en día damos a los valores de la cultura occidental. De hecho, en una de las pruebas colocaban a los concursantes varones en calzoncillos y les hacían contemplar unas coreografías de bailarinas semidesnudas que danzaban con movimientos lascivos a pocos centímetros de ellos. El que primero tenía una erección era descalificado de la prueba. A continuación los (pocos) concursantes que habían sobrevivido tenían que demostrar su virilidad consiguiendo, ahora sí, una erección mediante la contemplación del baile de, en este caso, sus respectivas novias. En teoría ganaba el primero en lograrlo, pero cuando sonó la campana todos los miembros seguían tan fláccidos como al principio y el presentador aplaudía rabiosamente haciendo chistes de dudoso gusto sobre la capacidad sexual de los concursantes. En ese momento Catalina entró y bajó el volumen protestando porque el niño estaba ya durmiendo. Antes ella se hubiera sentado conmigo y habríamos intercambiado nuestros puntos de vista y nuestras críticas hacia la sociedad que permite que estos programas se alcen con el primer puesto de audiencia dentro de su franja horaria. Sin duda estaba molesta conmigo. Probablemente en estos detalles se podría vislumbrar la influencia de su consejero espiritual. Decidí marcharme a la cama solo y pensativo.
En los días que siguieron intenté que el ajetreo de la vuelta al trabajo no redujera mi natural capacidad de observación del mundo en general y de mi entorno inmediato en particular. Concretamente no le quitaba ojo a Catalina, sin que ella lo notara, claro. Lo primero que advertí fue que ella hacía conmigo exactamente lo mismo. Nuestra recíproca vigilancia fabricaba a
nuestro alrededor un tejido de silenciosas miradas cargadas de significado. Me di cuenta de que en varios años de feliz convivencia nunca nos habíamos mirado tanto y recordé, con cierto tufillo de nostalgia, aquellos días en que ella, ansiosa por ser fecundada, se ponía a limpiar la casa desnuda y a cuatro patas para atraer mi atención sobre su anatomía. He querido mucho a Catalina y todavía la quiero, es innegable. Por eso, en aquel momento crucial tras mi regreso, no estaba dispuesto a permitir que nuestro amor se difuminara a causa de las influencias negativas de un supuesto consejero espiritual de poca monta. Así que, por el bien de todos, decidí establecer una estrategia conjunta con mi amigo Rodrigo, de forma que cuando Catalina escapara a mi radio de vigilancia él se encargase de seguirla de forma discreta. Cuando le propuse el plan, Rodrigo me confesó, intentando disimular la sonrisa, que ya llevaba una temporada espiando a Catalina, y que había recabado informaciones valiosísimas. No me gustó que usase la palabra ―espiar‖, habría sido más exacto denominarlo como ―observación discreta‖, pero le disculpé paternalmente con un cariñoso apretón en los mofletes y una grácil caricia en la barbilla conocida con el nombre de ―mamola‖. La personalidad de Rodrigo me provoca desconcierto y sentimientos ambiguos. Muchas veces me lleno de desconfianza hacia su forma de actuar en la vida, debo confesarlo, pero en otras ocasiones pienso que nunca podría agradecerle bastante lo mucho que hace por mí. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, su entrega fue absoluta, y bastaba con que yo le diera una mínima señal telefónica o le enviara un mensajero embozado para que abandonase sus quehaceres y saliera a realizar su labor de observador prudente. En concreto, no le importaba lo más mínimo tener que cerrar su pequeño negocio y quizá por ello perder alguna venta interesante aunque, a decir verdad, esto ocurría con poca frecuencia, ya que Rodrigo difícilmente vendía un plato. Igualmente, he de reconocer que realizó sus observaciones con asombrosa pulcritud, y que me pasaba con regularidad informes de las actividades que Catalina realizaba lejos de mi vigilancia.
10.15 a.m. Salida para realizar la compra. Le acompaña Gilberto, pero como va dormido en el cochecito, es como si fuera sola. 10.30 a.m. Parada en el kiosco. Adquisición de una revista ilustrada. A juzgar por la inmensa fotografía de un bebé de pocos meses en la portada, debe tratarse de una revista de temas infantiles. Catalina siempre ha sido como una niña. 10.35 a.m. Compra propiamente dicha. No entro en el supermercado para no ser descubierto pero sospecho que lo que ha ocurrido dentro no reviste mayor interés. Dado que no ha sido una compra considerable, ha conseguido colocar las pocas bolsas adquiridas en el interior del cochecito de Gilberto, que al parecer sigue dormido.
11.05. a.m. Visita a la parroquia de San Estanislao. Es tal la trascendencia de este hecho que decido aventurarme y acceder yo también al interior del templo, aun a riesgo de poder ser descubierto. Afortunadamente he adquirido también la misma revista con el bebé en la portada, que me sirve de gran ayuda para ocultar mi rostro. 11.10. a.m. Como era de esperar, en la parroquia no se ve un alma; tan sólo Catalina está sentada en el segundo banco y contempla el altar como extasiada, como si escuchara el sonido de las llamitas de las velas al arder, ese sonido que únicamente algunas personas pueden oír. ¿Estará rezando? Yo estoy ubicado en un lateral de la última fila. Para disimular he decidido arrodillarme. Aun así, mantengo la revista del bebé abierta ocultándome el rostro. 11. 15. a.m. ¡Maldición! Gilberto se ha despertado y asoma la cabeza mirando a todas partes, especialmente se fija en un cuadro que representa a un hombre semidesnudo y con rabo, seguramente el mismísimo Satanás, que tienta a una mujer aún joven, pero con evidente expresión de beatitud. Catalina lo baja del cochecito y el niño se pone a corretear libremente por la parroquia. Yo acerco lo máximo posible mi cara a las páginas de la revista, ya que el pequeño me conoce y podría delatar mi presencia. 11.16. a.m. El niño merodea demasiado cerca de mi banco, así que, ante el evidente riesgo, decido salir y esperar fuera, aun a costa de perderme lo que ocurra en el interior de la parroquia. 11.47. a.m. Vigilo de nuevo desde el exterior. Al fin salen. El pequeño Gilberto va llorando y Catalina le regaña sin llegar a las manos. Parece que se encaminan directamente a casa. Los sigo unos segundos y compruebo que, efectivamente, es así; por tanto, abandono el seguimiento.
Antes de subir a casa, Catalina pasó por la tienda y dejó al niño a mi cargo. Le pregunté de dónde venía y ella contestó que de hacer la compra, y así lo evidenciaban las bolsas que traía. En aquel momento no di mayor trascendencia a su respuesta pero cuando a la tarde me llegó el magnífico informe realizado por Rodrigo (aunque para plasmarlo en este escrito autobiográfico he realizado algunas mejoras en su redacción) me di cuenta de que Catalina había omitido de forma significativa la visita a la parroquia, es decir, que me ocultaba cosas, ¡que me engañaba! Abrumado por las evidencias, tuve que buscar alguna sustancia de la naturaleza que consiguiera relajarme o evadirme, así que opté por recurrir a las hierbas que había importado de África y que aún permanecían en el almacén a la espera de ser puestas a la venta en el momento más propicio. Como yo carecía de hábito fumador, la aspiración de tanto humo me provocó una leve sensación de aturdimiento, pero al mismo tiempo se me agolparon imágenes de la belleza africana, el salto de las gacelas y el cosmos. Si bien no me ayudó a concentrarme mejor en mi situación, al menos me sirvió para sentirme en paz con el mundo y, en cambio, otras cuestiones trascendentales asaltaron mi mente. ¿Me importaba realmente que Catalina me ocultara visitas a la parroquia? ¿Quién era la mujer con quien yo quería pasar el resto de mi vida: Catalina,
Nayanka, Eulalia…? ¿Por qué el gusano palolo sólo pensaba en reproducirse una vez al año y condicionado por los ciclos lunares? En mi interior resonaron las palabras de aquella hechicera de la aldea: los insectos de tu lecho sólo existen en tu espíritu carcomido por las dudas que te impiden el sueño.
Aceptar el engaño es una prolongación del engaño mismo. Aunque descaradamente este escrito que realizo va tomando forma de relato de ficción autobiográfico, no me resigno a limitarme a contar los hechos: necesito desahogarme de vez en cuando y gritar mi desconcierto, expresar mi desánimo, mis dudas, o simplemente algunas opiniones sobre esta sociedad de libre mercado que oprime a los pequeños comerciantes imaginativos. Porque lo duro no es perder el cariño de la propia esposa, sino merecerlo. He intentado retroceder mentalmente al trauma de mi alumbramiento y he llegado a revivir los manotazos que recibí en las nalgas para provocar mi primer llanto inocente. Fueron como fuerzas sobrenaturales que rompieron la intimidad acogedora del vientre materno y me arrojaron a la agresividad de un mundo hostil que nunca he llegado a comprender. Si el llanto recién nacido es el primer indicio que demuestra que estamos vivos, ahora siento como si ese ímpetu sobrenatural continuase dándome manotazos, mientras escribo, y esta historia no es más que una continuación de aquel primer llanto. Y estoy vivo. Y también estaba vivo cuando tuve que luchar contra todas las fuerzas adversas que rodeaban mi existencia, contra sombras casi imaginarias, contra los clientes que acudían a mi negocio para comprarme el alma, contra el vecino que al mismo tiempo está encima o debajo de mí sin moverse de su sitio, contra los consejeros espirituales que en realidad están sintiendo la llamada de la carne, porque es en el cuerpo, en la piel, donde se encuentra el verdadero espíritu, y si es el espíritu de mi propia esposa el que llama, yo era el otro espíritu negativo que había que destruir. Sentí esta revelación en medio de la maraña de percepciones que acudían a mí entre el humo de las hierbas africanas, y me puse a pensar en la forma de luchar contra las fuerzas hostiles del mundo, o mejor dicho, del barrio. En mi bando sólo podía contar con Rodrigo y con los compañeros africanos. No siendo un grupo fuerte ni numeroso, la única manera de conseguir más adeptos era multiplicándonos a nosotros mismos, es decir, mediante la transfiguración de nuestra apariencia física o, expresado más claramente, disfrazándonos. De ahí nació mi hasta entonces inédita afición por los disfraces. Una persona tan popular como yo no podía moverse por el barrio de la Onomástica sin ser visto, e incluso admirado, por terceras personas que siempre podían revelar cuestiones íntimas acerca de mis quehaceres. Y si lo que se me ocurría era, por ejemplo, internarme en la parroquia del barrio, eso se convertiría sin duda en el acontecimiento más comentado en el amplio círculo de mi clientela. Por eso jamás lo hice, al menos a cuerpo limpio.
En los días que siguieron Rodrigo y yo acudimos con regularidad a la pollería a la hora de la merienda. Allí le expuse las líneas generales de mi plan de actuación. Yo notaba que a mi amigo le apasionaban estos encuentros casi furtivos, esta complicidad que crecía entre nosotros. No era Rodrigo persona de gran iniciativa, pero acataba con diligencia mis instrucciones y sabía aportar soluciones con ingenioso sentido práctico. En el tema de los disfraces, por poner un ejemplo, me hizo ver que ya en mi tienda disponíamos de un buen número de pelucas para los maniquíes. Siempre he considerado a los maniquíes de la tienda como a unos empleados fieles, casi humanos, capaces de trabajar las veinticuatro horas del día y de admitir sin rechistar cualquier tipo de indumentaria soportando estoicamente los vaivenes de la moda. Desde aquí, adorados maniquíes, aunque nunca lleguéis a leer estas palabras, agradezco vuestra colaboración desinteresada, vuestra compañía durante tantos años, vuestra paciencia, vuestra belleza… Catalina, mientras tanto, prosiguió con sus paseos con el niño, sus compras, sus salidas misteriosas, sus visitas a la parroquia y al párroco, siempre a escondidas y siempre creyendo que yo no sabía nada, pero Rodrigo me pasaba puntualmente sus informes. En nuestro bando fuimos acumulando un verdadero arsenal de disfraces, para lo cual pudimos contar también con la colaboración del grupo de africanos, los cuales nos abastecieron de tejidos exóticos que dotaron a este vestuario de un colorido y variedad inusitados. La colaboración de Rodrigo fue también fundamental para conseguir accesorios, postizos y complementos y, sobre todo, para poder almacenar a buen recaudo y con discreción toda esta utillería. Nuestras armas ya estaban listas. Sólo quedaba comenzar la actuación.
El primer disfraz que utilicé fue un atuendo pintoresco a la par que discreto. Sobre mi cabeza, una peluca de color castaño y cabellos lacios con ese inconfundible estilo de peinado años setenta. Junto con el espeso bigote y las gafas de montura gruesa y negra conseguí transfigurar notablemente el lozano aspecto de mi rostro. Rematé la obra con un lunar postizo sobre el pómulo derecho a lo Robert De Niro. Para cubrirme el torso usé una camisa de vivos colores que me facilitaron los amigos africanos y, para no llamar demasiado la atención, me coloqué encima una chaqueta oscura de anchas solapas. Completé la indumentaria con unos pantalones a rayas de tonos ocres pertenecientes a un viejo traje de Rodrigo los cuales, si acaso me quedaban algo cortos, al menos permitían que se vieran mejor los zapatos italianos de un blanco insultante. Rodrigo, que había estado asesorándome y me ayudó a vestirme (estábamos en su tienda), comentó que aunque Catalina se cruzase conmigo por la calle y yo le preguntara la hora no sería capaz de reconocerme. En aquella primera salida al exterior no me propuse ninguna misión específica, tan sólo quise salir a dar un paseo con este nuevo aspecto físico y comprobar que nadie podía identificarme. Mi único objetivo era adquirir seguridad y confianza en esta imagen renovada.
Todo salió tal y como habíamos previsto. Estuve deambulando por el barrio durante un par de horas y muchos conocidos, clientes y amigos tuvieron ocasión de toparse conmigo, pero nadie se percató de mi auténtica identidad. Llegué incluso a cruzarme con el viejo Matías, mi dilecto enemigo, y no cambió da acera como tantas veces hacía, ni siquiera reparó en mí. Realicé también experimentos como entrar en comercios vecinos que yo solía frecuentar, y en todos ellos me trataron como a un perfecto desconocido. Comprobado así el éxito de la experiencia, regresé satisfecho a la tienda de Rodrigo y allí volví a recobrar mi elegante indumentaria habitual. En días sucesivos realizamos otras salidas probando diferentes atuendos, y Rodrigo solía acompañarme, también transfigurado. Tuvimos ocasión de usar las vestimentas más dispares, sin caer desde luego en fáciles tentaciones carnavalescas, y sin otro cometido que perfeccionar en lo posible nuestras actuaciones, para lo cual cambiábamos los nombres e incluso aprendimos a imitar voces y acentos exóticos, imaginando distintas profesiones y representando diferentes papeles. Llegados a este punto, Rodrigo propuso experimentar con el transformismo y comenzó a salir conmigo vestido de mujer, de forma que nos comportábamos como una pareja y caminábamos cogidos del brazo aunque, por supuesto, sin llegar al extremo de besuquearnos ni nada de eso, si acaso algunas tímidas caricias desprovistas de pasión y fuera de toda sospecha, sólo con el fin de perfeccionar la representación. Paralelamente a estos acontecimientos, el negro Amadeo y los demás del grupo venían a visitarme con asiduidad para hablar de negocios y también para traerme noticias de Nayanka. En cierta forma me presionaban para que iniciase los preparativos de nuestra boda. Yo intentaba escurrir el bulto y prolongar al máximo el hecho de tener que tomar una decisión, y solía aducir como excusa importantes asuntos laborales que debía resolver antes de hacer nada. Amadeo decía a todo ―No problema, no problema‖ y se mostraba muy abierto a la hora de escoger el tipo de matrimonio: me ofrecía el rito cristiano si yo quería, o el musulmán, o el wolof, o el animista, o el matrimonio civil en los juzgados si hacía falta. Tanto interés por su parte despertó en mí una cierta desconfianza. Otro hecho significativo de aquellos días fue que al fin pusimos a la venta las hierbas africanas y, tal y como había previsto, resultaron un éxito comercial que incrementó mi prestigio en el barrio. La mayoría de los compradores desconocían la posibilidad de fumarlas y solían usarlas como hierbas aromáticas o especia alimentaria, que además le daba un gusto muy bueno al arroz y mejoraba el tránsito digestivo de los alimentos. El caso es que algunos clientes se convirtieron en auténticos adictos a estas hierbas, que sólo podían encontrar en mi tienda y, por tanto, sin mayores campañas publicitarias como usan determinadas grandes superficies, conseguí que la fidelización de mi clientela llegara a su grado más alto. Para que luego los catedráticos universitarios de tres al cuarto desprecien mis trabajos teórico-prácticos sobre economía y comercio. Ellos se lo pierden. Catalina, en cambio, seguía mostrándome la indiferencia más profunda y su rutina diaria se orientaba a tratar de esquivar mi compañía, cosa que no le costaba demasiado, pues yo hacía lo
mismo. Procuraba también alejar de mí al pequeño Gilberto, mi hijo carnal, como si tratase de evitar influencias mías sobre su educación. Probablemente había recibido extraños consejos espirituales que la incitaban a ello. Así que se marchaba con el niño en larguísimos paseos lejos de mi campo visual. Claro que otros ojos la vigilaban por mí.
En una de estas transfiguraciones de la fase práctica, y en horario nocturno, decidimos Rodrigo y yo inspeccionar las salas de música y bebidas espirituosas, frecuentadas mayoritariamente por un público joven de cierta posición económica, adolescentes confundidas o bien mujeres separadas, maltratadas o divorciadas que buscan ahogar en alcohol sus recuerdos del oprobio conyugal. El establecimiento se llamaba ―La Derrota‖. Rodrigo iba vestido de mujer, por iniciativa propia y sin que nadie se lo impusiera. Yo llevaba esta vez un impecable sombrero estilo western sobre una discreta peluca rubia de caballero, y bigote del mismo color, camisa a cuadros y tejanos. Diríase que en cualquier momento encendería un Marlboro reservado a los momentos tranquilos, pero no era el caso, ya que la actitud exageradamente femenil y provocativa con que se comportaba mi pareja me estaba empezando a poner nervioso. El local era amplio, pero no espacioso, pues parece ser que habíamos acertado en la hora punta. —No creo que Catalina frecuente este tipo de antros —le comentaba a Rodrigo—. Y deja de contonearte así, que pareces una cualquiera. Los malos actores suelen confundir la buena interpretación de un personaje con la exageración de ciertos tics característicos, y lo cierto es que Rodrigo distaba bastante de ser un buen actor. Sin embargo cierta clase de hombres que han sobrepasado el número de copas que su serenidad admite no poseen una penetrante mirada crítica como la mía y en ocasiones pueden confundir a ese fantoche que Rodrigo interpretaba con una dama real. Eso, al mismo tiempo, acabó conduciéndome a la completa inmersión en mi papel de hombre celoso y defensor de la propia honra ante las acometidas de extraños. Reconozco que ni siquiera en mi vida auténtica he tenido que bregar tanto para espantar moscones y babosos de las inmediaciones de mi pareja, ya que los clientes que antaño merodeaban a Catalina, que también los hubo, se comportaban con la corrección que imponía nuestro espacio comercial y mi propia persona. En cambio, parece ser que el interiorismo de estos locales de bailes y pachangas favorece en gran medida las actitudes promiscuas, la falta de decoro e incluso la impertinencia. Tuvimos que refugiarnos en el rincón que juzgábamos más tranquilo, alejados de las miradas de individuos sobreexcitados, así que fuimos a parar a una zona elevada del local estructurada en pequeños compartimentos donde abundaban los mullidos asientos, la iluminación era tenue e indirecta, la música no resonaba tanto en nuestros tímpanos y podía lograrse una
cierta sensación de intimidad. Era una zona claramente consagrada al revolcón más obsceno y a fe que pudimos comprobarlo un cuanto oteamos a nuestro alrededor una vez nos hubimos sentado. Casi no podían distinguirse los rostros de las personas que allí habitaban, pero puedo asegurar que incluso los había calvos y con bigote gimiendo en la penumbra. Rodrigo, quizás agradecido por haberle defendido o quizás contagiado de la lubricidad que se respiraba en el ambiente, se agarró a mí más de lo que nuestra representación requería y tuve que reconvenirle: —Mira, Rodrigo, te tengo dicho que no hay que sobreactuar, que nada mejor que la naturalidad… Tampoco hace falta que te sofoques. Si la falta de luz no lo hubiera impedido hubiera visto a Rodrigo ruborizarse, estoy casi seguro. A veces me daba la impresión de que se tomaba demasiado en serio sus papeles. Lo bueno de aquella zona tan oscura y confortable, si es que puede decirse algo bueno de un lupanar público como aquel, es que la situación discretamente elevada de aquellos habitáculos permitía una visibilidad casi absoluta sobre el resto de personas que permanecían de pie cerca de la barra o meneándose como desequilibrados al son de la música. Dado que, según comentaban, era el local más de moda en el barrio, de alguna manera intuía que, si lograba superar la repugnancia que me producía, visitarlo a menudo sería una buena forma de estar al tanto de la vida oculta de mis vecinos. Ya en un primer vistazo pude reconocer a algunos de mis asiduos clientes mezclados entre la masa, o a sus hijas, o a ambos… Amparados en el anonimato de nuestros disfraces pudimos descubrir la otra cara del barrio de la Onomástica. Inevitablemente me asaltó una pregunta: ¿estaría Catalina mezclada en esta turbulenta sociedad alternativa? Una inmensa sombra se alzó en la oscuridad y levantó casi en volandas a la sombra de una frágil muñequita exhausta y reacia a salir de su estado de reposo. El perfil de aquella inmensa sombra lo identifiqué enseguida, lo conocía muy bien: era el profesor Casquete, estoy casi seguro. Sin embargo, a pesar de la oscuridad, estaba claro que su frágil acompañante no era Mariana, no era esa extraordinaria profesional de la foniatría. Seguramente se trataba de una alumna universitaria interesada en profundizar en alguna materia. En cualquier caso, mi natural pudoroso e inhibido me disuadió de saludarles en esa situación que, de primeras, juzgué como vergonzante para ambas partes. A veces siento el pánico de la velocidad excesiva, el vértigo de la lujuria fatal, el desmoronamiento de los edificios, y veo las calles cubiertas de escombros, de restos de naufragio, cenizas del incendio, botellas rotas. Y siento también mi balsa a la deriva, empujada por los extraños vientos de un pasado casi olvidado.
Desde hace algún tiempo Catalina no duerme conmigo. Ha tomado la costumbre de irse a la habitación del pequeño Gilberto, con la excusa de vigilar su sueño. Yo, al principio, abúlico y desidioso, aguardaba el final de los últimos concursos televisivos para retirarme a la cama. A veces incluso me quedaba dormido en el sofá con la televisión puesta hasta que amanecía. Con semejante panorama, no resultará extraño que me diera por salir de noche con mi compañero Rodrigo. La Derrota se convirtió en nuestro local predilecto. Primero solíamos pasar por la pollería para llenar el estómago. Después nos dirigíamos a la tienda de platos de Rodrigo y allí, ocultos en el almacén, nos disfrazábamos. Él le tomó bastante afición a los atuendos femeninos, y daba la impresión de estar disfrutando cada vez que experimentaba con las pelucas, los corpiños, los corsés, o las ligas. Con frecuencia tuve que apremiarle para que el ritual no se prolongara en exceso. Entonces solía darme respuestas del tipo de que el foulard malva combinaba fatal con su sombra de ojos. —Muy sencillo: no te pongas foulard ni leches –le respondía yo. —¿Cómo? ¿No ves que es el centro de gravedad de todo el conjunto? Mejor vuelvo a pintarme los ojos de otro color. Enseguida estoy… Yo era mucho más práctico, y me aficioné a la camisa de cuadros y la peluca rubia, con bigote del mismo color. Tantas veces me coloqué ese atuendo que empecé a ser conocido en La Derrota con el sobrenombre de El vaquero. Como Rodrigo tardaba mucho más en arreglarse, en el tiempo restante me dio por fumar de aquellas hierbas africanas que tanto éxito estaban teniendo en el barrio y que a mí, particularmente, me ayudaban a encontrar imágenes en la penumbra, luces en las tinieblas, chispazos de alegría en el tedio, amor en la desesperanza. Al llegar al club, nos acodábamos a veces en la barra y permanecíamos casi en silencio, para así poder escuchar las conversaciones de nuestro alrededor. Normalmente el volumen de la música era tan elevado que sólo nos llegaban frases a ráfagas, y normalmente el contenido de esas frases era banal, estúpido, carente del más mínimo interés o, simplemente, me importaba un pimiento. ―Puede que esta investigación no nos aporte ninguna información sobre la otra vida de Catalina‖ —solía pensar yo entonces— ―pero al menos me ayudará a analizar la esquizofrenia de esta sociedad en la que estamos inmersos‖. Pero la mayoría de las veces, en lugar de la barra, preferíamos refugiarnos en los compartimentos elevados desde donde divisábamos lo que sucedía bajo nuestras cabezas, al mismo tiempo que hallábamos curiosas sorpresas entre los compartimentos vecinos. Una vez que permanecía acariciando distraídamente la peluca de mi compañero Rodrigo llegó la más jugosa de todas las sorpresas. Nuestra intuición no había fallado. Si parecía sobre el papel disparatado que esta clase de tipos acudieran con nocturnidad a un club tan degradante como La Derrota, al mismo tiempo, que efectivamente sucediera hacía que el mismo hecho cobrara un insospechado valor. Y sucedió.
Cuando le vi aparecer acompañado por un grupo de acólitos anónimos, no me sobreexcité. En mi interior pensé tan sólo ―ahí está‖. Tan intenso fue mi pensamiento que Rodrigo me leyó la mirada y preguntó: —¿Quién? —El Pacorro. En un instante inicial de incertidumbre busqué entre el mar de cráneos a Catalina. Por suerte para ella, no se encontraba allí. Sólo acompañaba al párroco un grupo de acólitos anónimos, como ya he dicho. Aguardé en la penumbra estudiando cada uno de sus movimientos, saboreando en silencio la repugnancia que me inspiraba su comportamiento. Tal y como había imaginado, no tardó en lanzarse a la pista de baile, para deleitar a toda la concurrencia con una serie de saltos atolondrados y unos meneíllos postconciliares sin gracia ninguna. Así pretendía, quizás, seducir a alguna de las ingenuas damiselas que danzaban en sus proximidades, y a fe que lo intentó en ocasiones, procurando por todos los medios rozar sus caderas con una prometedora pelirroja que en una primera estimación rondaría la cuarentena y seguramente acababa de terminar una relación matrimonial a todas luces decepcionante. Estaba clara la estrategia. Este fantoche encontraba en los fracasos conyugales el terreno abonado para lanzar sus tentáculos. Rodrigo entonces se puso nerviosísimo, y me rogaba que le permitiera bajar a la pista para sacar a bailar a ese cura de pacotilla y ponerle en evidencia. Qué ingenuo, Rodrigo, lo hubieras estropeado todo. Dejémosle, observémosle, así… así… ¡Suavesito! Las personas que basan el éxito de sus conquistas en el poder de persuasión de la oratoria suelen fracasar estrepitosamente en los espacios públicos saturados de ruido, en los que sostener un diálogo inteligible se convierte en una tarea costosa y un esfuerzo estéril. Sin duda alguna fue algo así lo que le ocurrió al Pacorro, a quien en la distancia pudimos ver menospreciado por la pelirroja, que al parecer se sentía mucho más atraída por muchachotes pubescentes de contoneos cadenciosos y mejor coordinados, y que irradiaban una lozanía y sensualidad más atractiva que cualquier torpe aspiración coreográfica ejecutada con pésimo gusto por un párroco decadente. A pesar de haber recibido un desaire tan diáfano, no mostró el Pacorro gesto alguno que evidenciara su desencanto, sino que, muy al contrario, se encargó él mismo de animar a sus acólitos a regresar a la barra y encargar una nueva tanda de bebidas espirituosas con el sintomático fin de ahogar sus frustraciones. Todavía tuvieron tiempo de acometer algunas tentativas más de acercamiento a otras mozuelas antes de marcharse definitivamente envueltos en un halo de corruptela y fatalidad. En la contemplación de estos eventos permanecimos Rodrigo y yo durante un buen rato, desde nuestro mirador incomparable, experimentando una mezcla de sensaciones entre la repugnancia y el asombro, al ver hasta qué punto podía verse degradada la naturaleza humana cuando sucumbe a las bajas pasiones. Sólo pensar que mi esposa Catalina había podido rendirse al dudoso hechizo de semejante personaje me endurecía las uñas y abría mis fosas nasales más
que nunca. Pero también me hizo sentir el dolor y el arrepentimiento, por haberla abandonado durante mis jornadas africanas, pues a nadie se le escapará que fue esta situación de desamparo la que propició que ella buscara refugio en el primero que la rondara, y por eso la perdono. Te perdono, Catalina, que tú también sentiste el mismo dolor que ahora me abate mientras revivo aquellos recuerdos en este escrito, que no sólo nunca concluyo, sino que no sé si antes acabará él conmigo.
De nuevo volvieron a visitarme a la tienda Amadeo y su grupo de negros. Venían a traerme noticias de Nayanka, a informarme de que ya ella estaba preparada, y que aguardaba anhelante mi regreso para celebrar nuestro matrimonio. Yo intentaba zafarme y escurrir el bulto, pero estos hombres wolof se ponen muy apremiantes cuando se trata de casar a sus hijas. Para deshacerme de sus requerimientos yo solía argumentar motivos religiosos. —He perdido la fe —le decía—. Los ministros de la iglesia me dan más pena que gloria. —Nosotros comunidad no cristiana, no musulmana. Nosotros somos comunidad abierta, hermanos de nuestros hermanos, y creemos en mismo dios amigo. Nayanka es buena mujer, buena esposa, buena hembra y está buena –sus grandes ojos se clavaban en mí con esa firmeza que sólo un comerciante africano sabe alcanzar. A estas alturas de mi investigación sobre la cara oculta del barrio de La Onomástica, sobre su párroco y mi propia esposa, casi no me quedaba tiempo para evocar las rotundas tetas de Nayanka, su sonrisa de coco y la calidez de sus muslos entregados. El trabajo de comerciante exige más concentración y equilibrio emocional de lo que muchas personas estiman a vista de pájaro. Pobres aguilillas. Imaginen a un cocinero con diferentes fogones encendidos, sin poder descuidar ninguno de ellos, para que al final cada plato llegue a la mesa de los comensales con su punto justo de chamusquina. Así me hallo a veces en medio del oleaje de mi existencia, sobre una balsa fabricada de rutina, mecido por los vaivenes y reflujos de las mareas en una noche de luna nueva. Ni el llanto siquiera se atreve a humedecer mis párpados cansados, ni el humo de mi pipa me reconforta al envolver el sillón verde que me sostiene mientras medito sobre mi futuro próximo. Sólo las hierbas africanas, quizá... La elección sentimental es, probablemente, aquella que más quebraderos de cabeza pueda producir a un ser humano dotado de sexo. ¿Matrimonio o matrimonio? Parece sencillo. Todo el mundo sabe que yo siempre he defendido a capa y aldaba las virtudes casi sobrenaturales del matrimonio, pero también a veces, por el contrario, me inclino más hacia el matrimonio (al africano). No quiero con estas divagaciones confundir a nadie, ni siquiera a mí mismo. Más bien me asomo al abismo. ¿Cuántas personas soy? Comerciante, viajero, padre, esposo, amante, cliente, amigo, paciente, teórico economista, prosista, poeta, vecino, vaquero, aventurero… Quizá eso es lo que soy: un aventurero que no somete su nostalgia de la edad dorada a la rutina familiar.
Porque mis recuerdos alcanzan más allá de los límites de mi vida y hay algo en mí que me transporta al continente africano, como una llamada de mi propia conciencia, la conciencia negra…
Hubo nuevas visitas a La Derrota. El espíritu aventurero te obliga a hacer este tipo de descensos. Rodrigo, como era ya habitual, solía acompañarme disfrazado de mujer. A decir verdad, tengo que reconocer que mi amigo debía poseer un atractivo especial hacia los otros hombres. En no pocas ocasiones ocurrió que aprovechaban mis distracciones o, simplemente, mis escapadas al baño, para acosarle con descaro. Quizá este atractivo emanaba de su elevada estatura (aumentada por los tacones) más que de su belleza intrínseca. Si alguna vez me molesté no fue por celos, no, sino por pura incomodidad. En cambio, también pude advertir en ocasiones que a Rodrigo este hostigamiento le halagaba, hasta el punto de llegar a olvidar la tarea que nos había conducido a un antro como aquel. Todos estos factores añadían dificultades a nuestra investigación. Yo me había iniciado en las bebidas de alcohol destilado como técnica de camuflaje. En estos sitios no puede uno pedir un zumo de pera sin levantar sospechas. Pero a las personas poco habituadas, las bebidas alcohólicas nos pueden producir efectos indeseados. Una noche me mareé. Esta circunstancia me produjo inicialmente una ligera sensación de euforia a la par que aumentaba mi capacidad de percepción crítica de la realidad pero, al poco rato, las fuerzas empezaron a abandonarme y acabé postrado en uno de esos sofás-camastro que había en los compartimentos elevados. Por el contrario Rodrigo, también espoleado por las bebidas espirituosas, aprovechó mi declive para olvidarse descaradamente de mí y de mi circunstancia y se lanzó a la pista de baile. Lo que ocurrió allí aquella noche nunca podré saberlo con exactitud, pues mi estado de semiinconsciencia me impidió contemplarlo. No obstante, al día siguiente le obligué a redactarme un informe donde me contara con pelos y señales lo ocurrido. Al parecer fue acosado por dos hombres muy conocidos y respetados en el barrio, ya que ambos regentaban un tipo de negocio emergente denominado vídeo-club, ambos se suponían felizmente casados y a ambos les lucía el pelo. Las prácticas que Rodrigo llegó a realizar con ellos nunca me las relató en el informe, ni yo tampoco quise inquirirle ni ahondar más en los detalles. Ya le he perdonado, pero en su momento me dolió bastante saber que me abandonó en medio de mi drama para largarse con dos tiparracos sin escrúpulos atraídos quizás por la estatura de Rodrigo, quizás por su belleza. Pobres aguilillas. Tales desengaños me resolvieron a cortar por lo sano la estrategia de los disfraces y decidí, en un arrebato de osadía, dirigirme al Pacorro de frente y sin desviar la mirada para que me aclarara de una vez por todas qué se proponía con mi esposa o callara para siempre. En un principio, pensé en el confesionario como lugar idóneo para celebrar nuestro encuentro, pero
luego recapacité y caí en la cuenta de que eso sería jugar fuera de casa amén de meterme derechito en la boca del lobo. Amén. No estimé las ventajas que podría obtener del secreto de confesión, pues nunca he creído en la honestidad de nuestra clerecía para dejar de saborear en compañía un filón tan inagotable como las sabrosas historias que se esconden en el rincón oscuro de las conciencias humanas. Así que abordé a Catalina una tarde en que estaba bañando al pequeño y débil Gilberto y le solté de sopetón: —¿Y el Pacorro? Hace tiempo que no viene por aquí. Podríamos invitarle a una cenita… Reconozco que fue una imprudencia hablarle de una manera tan directa y sin aviso, porque estuvo a punto de ahogarme al niño. —A… al Pacorro. ¿Qué rosca te ha picado? ¡Figúrense! Sin duda estaba nerviosísima. ―Qué rosca‖, había dicho. En carnes propias sé que el estado de nerviosismo aumenta la producción de adrenalina, acelera los latidos del corazón y puede modificar la fluidez verbal de algunas personas hasta el punto de provocar afasias transitorias. —¿Cómo que qué rosca? ¿Cómo que qué rosca? —le dije dos veces para terminar de confundirla. Yo mismo tuve que intervenir y sacar a flote a Gilberto para que respirara. Debió de haber tragado bastante agua, porque tras su emersión se puso a toser y a gimotear intentando aferrarse a los brazos de su madre—. Ten cuidado, que vas a ahogarme al niño. Anda, termina de bañarlo y luego hablamos. Al rato, ya sentados para cenar, Catalina me esquivaba la mirada o bien la ocultaba descaradamente tras la cesta del pan, tratando de aparentar una tranquilidad más que dudosa. Cogió un bollo, lo levantó, lo partió y me dio un pedazo diciéndome: —Anda y toma ya, que estás insoportable —a nadie se le escape que fue una forma de partir el bollo muy a lo ―última cena‖. ¿Es que iba a ser nuestra última cena? —Dime, Catalina: ¿hace mucho que no ves al Pacorro? Pensé que esta pregunta terminaría de derrumbarla, pero para mi sorpresa, recompuso el semblante, me mantuvo la mirada y me soltó: —Lo veo casi a diario. Ahora fui yo quien se derrumbó. No había previsto una respuesta tan franca y descarada. —Así que a diario, ¿eh?... Así que a diario... —Balbuceé como pude. —Lo veo casi a diario porque es la única persona que ahora mismo me pone... —aquí hizo una pausa—...me pone las cosas en su sitio, me reconforta en mis angustias, siempre tiene una palabra de apoyo, siempre sabe responder a mis dudas y desvelos y, sobre todo, me hace caso. —Así que a diario. ¿eh? Sin saber qué decir y sin dar un puñetazo en la mesa, me levanté, tratando de aparentar serenidad, aunque hasta las canillas me temblaban a causa de la ira y el desconcierto. Catalina se quedó mirándome con fijeza pero sin pronunciar palabra. —¡Así que a diario!
Por unos instantes estuve dudando qué hacer, si marcharme al dormitorio o largarme de casa. Finalmente determiné esta segunda opción como la más adecuada. Buscaría a Rodrigo e iríamos directamente a La Derrota. Ningún sitio mejor para encontrar al Pacorro y aclararlo todo de una vez por todas.
—Si es necesario, podemos asesinarlo —me comentó Rodrigo cuando le conté el caso. Mi amigo suele a menudo optar por este tipo de salidas excesivamente tremendistas. Me alegaba que era una cuestión de honor, pero yo el honor ya lo perdí en la consulta del doctor Espátula, allá en Cubrelombrices. Nunca he sido un asesino, ni siquiera me ha gustado incluir a asesinos en mi círculo íntimo de amistades. Mis amigos son gente rara, desde luego, pero no asesinos. Lo que más me escamaba de todo esto era que me rondaba cada vez más la idea de que Rodrigo pudiera serlo. O haberlo sido, claro. Me refiero concretamente al misterio de la desaparición de Dolores, su esposa. ¿Quién iba a tragarse ese rollo de Finlandia? ¿Y dónde estaban los florines finlandeses? Las preguntas se las lleva el viento. O las respuestas. No es el asesinato la única forma de vengar una afrenta conyugal. Pero a veces los planes de venganza que uno concibe en los laboratorios de la mente no se materializan en la realidad de la misma forma en que fueron ideados. Nos plantamos Rodrigo y yo en La Derrota a rostro descubierto, sin disfraces ni reparto de papeles. Estuvimos recorriendo la barra, la pista de baile, los escaños de perdición, todos los rincones del pub, pero no hallamos rastro alguno del párroco ni de sus acólitos anónimos. Muy al contrario, fuimos nosotros los que llamábamos la atención a determinados vecinos que jamás nos hubieran imaginado en semejante covacha revolviéndolo todo como si en ello nos fuera la vida. Creo que mi reputación entre el vecindario fluctuaba de forma ostensible a la vista de los parroquianos en aquellos momentos de desconcierto. Si aún no se había complicado todo lo suficiente, nos topamos allí en medio con Amadeo y su grupo de negros comerciantes. Para hablar de mi matrimonio con Nayanka estaba yo... Cuando se informaron de los motivos que me habían llevado allí no dudaron en dejar a las prostitutas que se traían entre manos y en unirse a nosotros. Así que para evitar que siguieran levantándose sospechas ni rumores, decidimos salir del local y buscar la venganza en otro sitio. Rodrigo, a quien debo agradecerle su entrega en este tipo de acciones, como era habitual, me sugería con insistencia una visita a la parroquia. Yo me negaba argumentándole que, como es sabido, no me gusta jugar fuera de casa. Sin duda estaría allí agazapado o haciendo algunas confesiones, pero nunca me ha gustado ser profanador de templos con nocturnidad. Por tanto tuve que sugerir la retirada a tiempo, cada uno a su casa, que mañana sería otro día y, probablemente, un día sonado. Los africanos insistían en secundar la idea de Rodrigo. Hasta el último extremo. (¿Hasta la muerte?) Tuve que poner orden:
—Nunca he incluido a asesinos en mi círculo de amistades ¿Me entendéis? —pronuncié enérgicamente. —Quiero que cada uno se vuelva a casa de inmediato. La venganza es un plato que ha de servirse frío. Amadeo no entendió lo del plato. Para hacerme comprender, se lo dije de otra forma: —La venganza es una calabaza llena de semillas negras. Eso le convenció más. A duras penas conseguí que todos tuvieran a bien desistir de llevar a cabo una vendetta en caliente, al menos por aquella noche. Amadeo y los suyos decidieron continuar su esparcimiento en La Derrota. Antes de marcharse me soltó una frase inquietante: —Pronto vendrá Nayanka. En aquel momento no fui consciente, pero luego, mientras caminaba con Rodrigo hacia casa, no dejé de darle vueltas a la frasecita de marras. ―Pronto vendrá Nayanka‖. No eran esos nuestros planes. Era yo quien tenía que regresar a las tierras africanas, supuestamente, a contraer matrimonio. ¿Por qué iba a venir ella? ¿Se estaba impacientando? Las preguntas son arrastradas por la corriente. O las respuestas.
Aún me aguardaba una sorpresa aquella misma noche. Al regresar a casa, todavía pensando en mi venganza servida en calabaza fría, abro la puerta y me topo nada más entrar con la figura del Pacorro. ¡En mi propia casa! Una afrenta de este tipo y de sopetón me cortó la respiración al pronto y necesité de varios segundos para reponerme. —¡Pa...
paco...
párroco!
—balbuceé
como
pude
ante
tan
inesperada
visión.
Afortunadamente no se estaban apareando, porque me hubiera visto obligado a cometer alguna tropelía allí mismo. Con rapidez me recompuse y le grité: —¿Qué hace usted en mi casa a estas horas? —Yo le he llamado —se adelantó Catalina a contestar. —Te fuiste de esa manera que temí que pudieras cometer alguna tropelía. Así que lo llamé. El muy cerdo del cura ese de barrio, sin mirarme a la cara y mostrándome un desprecio absoluto, le dijo a Catalina: —Bueno, Caty, yo ya me voy, os dejo con vuestros asuntos. A nadie se le escape el apelativo, Caty, con que se dirigió a ella delante de mis narices. No voy a comentar el pésimo gusto de semejante forma de llamar a mi esposa y de estropear con dos sonidos cortantes la perfecta musicalidad de su nombre. Lo que me importunó en aquellos instantes era el significado implícito que albergaba ese sobrenombre, la desfachatez que suponía tomarse una confianza de ese calibre al pronunciarlo menospreciando a mi persona. ¿Qué intentaba darme a entender?
—No intenta nada —añadió Catalina, como si me hubiera estado leyendo el pensamiento. —Sólo quiere marcharse a casa, ha sido culpa mía hacerle venir a estas horas. —¡De aquí no se va nadie! —Lancé un grito que llegaría hasta Braulia la del tercero, seguro. Al mismo tiempo extendí los brazos bloqueando la salida. —Caty, ¿puedes decirle a tu marido que no me ponga obstáculos? —Volvió a dirigirse a ella con toda la desfachatez. —Anselmo, hazme el favor de quitarte de la puerta. Iniciamos un forcejeo. El párroco, que en lugar de ir vestido como dicta la costumbre de su profesión llevaba un cómodo e inapropiado atuendo deportivo llamado chándal, tiró de mi hombro y me hizo tambalearme, pero me rehíce y volví a mi posición inicial. Catalina se metió por medio, y me gritaba improperios llegando a veces al insulto. El párroco se limitaba a decir ―Por favor, caballero, seamos razonables‖ o cosas así. No dejaba de tener gracia que a ella la llamara ―Caty‖ y a mí ―caballero‖, cuando además conocía perfectamente mi nombre. Ésa entre otras razones hacía que mi indignación fuera progresivamente subiendo de grado. Tengo que reconocerlo: entré en un estado de aturdimiento que me cegaba. Los empellones de Catalina me hicieron finalmente perder el equilibrio de forma que el cura de marras consiguió hacerse un hueco, abrir la puerta e iniciar la huida, pero yo volví a rehacerme, di un salto hacia su posición y lo agarré con ambas manos a la altura de los tobillos, en una especie de placaje propio de determinados deportes que nunca he practicado. El cura se trastabilló y se precipitó también al suelo, con tan mala fortuna que fue a darse un golpe en la sien con un pico saliente de la barandilla de la escalera. Un hilillo de sangre que comenzó a extenderse por las baldosas de terrazo no nos dio buena espina a ninguno de los tres, y digo ―los tres‖ porque en ese momento subía el viejo Matías, quien atraído por el alboroto había acudido con tanta presteza que llegó a tiempo de presenciar el batacazo. Catalina corrió a incorporar al Pacorro pero, al darse cuenta de que había quedado inconsciente, me lanzó una mirada encendida y acusadora. Luego gritó: ―¡ASESINO!‖
Yo asesino no soy, nunca lo fui, y siempre me he cuidado de no incluir a asesinos en mi círculo íntimo de amistades. Que mi propia esposa se haya dirigido a mí con semejante apelativo es una de esas manchas imborrables que quedan como cicatrices en la historia de una pareja. De todas formas la tensión de los minutos que vivimos aquella noche pueden disculparla. Te perdono, Catalina, eso te lo perdono aquí, delante de todo el mundo, desde este escrito en prosa autobiográfica que tanto me hace sudar mientras lo escribo, pues me lleva a revivir las experiencias que uno nunca quisiera repetir. ¡Cuánto más liviano resultaba hablar sobre los vaivenes de la luna y las mareas! Esto te lo perdono, pero otras cosas aún me las guardo. —Tienes que ayudarme a escapar, amigo Amadeo, he matado a un hombre. Lo he matado. —Como tú dices, la venganza es una calabaza con las semillas negras.
—No estoy para filosofías, Amadeo, salgamos de aquí cuanto antes, la policía me persigue. El viejo Matías, quien aquella noche lucía un pijama del que me ahorraré hacer comentario alguno, se había encargado, como correspondía a su condición de enemigo implacable, de avisar a la policía, viendo que no conseguíamos reanimar al Pacorro. Tuve que salir huyendo. En la negrura de la noche el eco de los gritos de Catalina llamándome asesino me acompañaba a la carrera resonando en mi cabeza. Acudí en primer lugar a La Derrota. Por fortuna aún estaban allí Amadeo y su pandilla africana. Les pedí refugio contándoles como pude lo sucedido y ellos me llevaron a su vivienda compartida. A todas luces, constituían una congregación muy unida, pues en unos pocos metros cuadrados desparramaban un montón de colchones y se acomodaban como podían. Esta forma de dormir en grupo imagino que debe reforzar los vínculos comerciales. Pocas cosas hay que causen mayor inquietud de ánimo que ser un perseguido de la justicia. Lo del precintado de mi tienda fue un juego de niños comparado con este sentimiento de culpabilidad que me arrebataba. En cada ruido que se producía en la casa imaginaba que la policía había llegado ya. Para conseguir que me calmara me dieron de fumar esas yerbas que habíamos importado de África y a las que yo me había aficionado tanto. Allí me informaron que eran drogas y que su importación también estaba perseguida por la justicia. Así que ellos, en cierta forma, también se sentían perseguidos. Por ello no querían tener demasiados problemas conmigo. Me llevarían a la costa y me montarían en uno de los barcos que utilizan para sus transportes comerciales. Y todo eso al día siguiente sin demora. Yo estaba dispuesto a todo con tal de escapar de la justicia. ―No quiero que me precinten‖ —les decía. Amadeo, por su parte, aprovechó para hablarme sobre Nayanka y sobre nuestro matrimonio. —Si tú perseguido complica la cosa —afirmó sin contemplaciones. —Pronto viene Nayanka —añadió después. La verdad es que no tenía yo el cuerpo para pensar en matrimonios, si bien es verdad que la acusación que se cernía sobre mi existencia en aquellos momentos me hacía concebir la boda africana como una posible salida a mis apuros. Claro que, al parecer, Nayanka iba a venir pronto, o quizá ya estaba en camino. ¿Sería posible un nuevo encuentro entre nosotros? ¿Nos casaríamos finalmente? Las preguntas las borra la marea. O las respuestas. Poco a poco la noche se fue llenando de ronquidos y de resoplidos destemplados. En la infinitud de la oscuridad y rodeado de negros como me encontraba, la desazón fue lentamente abandonando mi cuerpo, seguramente como consecuencia de las yerbas africanas. Yo era consciente de la situación en que me hallaba, sabía que podría ser la última noche que durmiera en mi país y, quizá por eso, me dio por acordarme de mi otro hijo, el ―Comercio y mareas‖. Porque iba a abandonarlo sin ver siquiera la luz, tantas horas dedicadas a la teorización sobre la actividad comercial para después morir olvidado en un cajón. Probablemente alguien lo descubriera algún
día y lo publicara finalmente. También me acordé de Gilberto. Y fui paulatinamente entrando en las fases oníricas de la conciencia hasta quedar definitivamente dormido. A la mañana siguiente cuando abrí los ojos era el mío el único colchón que seguía ocupado: ya todos los demás habían enrollado los suyos y se habían puesto en movimiento. Me apremiaron para que me incorporara y a los pocos minutos ya estábamos metidos en un vehículo automóvil, un modelo antiguo de fabricación francesa, un modelo que ya haría décadas que había dejado de fabricarse. En nuestro camino hacia la costa hubimos de sufrir un control de la guardia civil. ―Estoy atrapado‖, pensé. Uno de los agentes, antes de preguntar nada, asomó la cabeza por la ventilla y nos miró a todos uno por uno. Yo iba en el asiento de atrás y Amadeo conducía. En aquellos instantes me veía a mí mismo cazado y precintado. Pero al parecer estos agentes no habían recibido el aviso de mi asesinato cometido la noche anterior y milagrosamente el amigo Amadeo mostró con pericia su capacidad de diálogo y convicción, esa capacidad tan característica de los comerciantes africanos, les enseñó no sé qué papeles, figuritas de porcelana, muestras de tela... a punto estuvo de venderles algo. ―Somos comerciantes‖, repetía. Salimos finalmente incólumes del atolladero. Mi suspiro de alivio fue tan largo que cuando terminó ya estábamos llegando a la costa. Sin embargo, el momento de mi partida aún no había llegado. Había que esperar a la noche. Durante todo el día nos dedicamos a establecer contacto con diferentes personas en distintos lugares de la costa. Al parecer, y según me fueron explicando, de estos contactos dependía mi partida. Algunos de ellos eran de una raza extraña. No eran ni muy negros ni muy blancos. Solían fruncir el ceño cuando nos acercábamos y nos trataban con desconfianza. Mis compañeros me explicaron que eran personas del norte de África y que algunos los llamaban moros. Por lo visto, estos moros eran los que más entendían de las mareas por esta zona y también los que indicaban cuándo hay que zarpar. Me enteré además de que yo no haría el viaje en una de esas embarcaciones artesanales de color azul a las que por allí denominan pateras, sino que lo haría en otro tipo de barquichuela más moderno y veloz al que llaman planeadora. Al tener conocimiento de aquello no supe si alegrarme o entristecerme. Iba poco a poco atardeciendo. Era una de esas tardes tristes de invierno en que las gaviotas parecen lamentar la decadencia del mundo y el sinsentido de la existencia, una de esas tardes en que las nubes ocultan al sol sin gracia mucho antes de que llegue al mar y va quedando una luz violeta en el horizonte como si se anunciara la muerte del día o de algún párroco. Contemplando el crepúsculo me dio por pensar en mi futuro africano. Me dedicaría al comercio, por supuesto, pero como allí el tiempo transcurre más lentamente, pensé que sería bueno continuar el ejercicio literario. Claro que cambiaría la prosa de ficción por la poesía. Siempre tuve la idea de que la dedicación a la poesía supondría la culminación de una brillante trayectoria literaria ya iniciada en su día con los tratados de comercio. Allí mismo, mientras aguardaba mi partida, escribí en la
arena de la playa los primeros versos de lo que podría constituir mi etapa africana. Aunque la marea los borrara, yo aún los recuerdo: Huyo perseguido, cruzando el mar, mi novia me espera ¿quién nos casará? Cayó la noche y todos mirábamos al horizonte. Un moro se había unido a nuestro grupo y de vez en cuando hacía señales con una linterna. Me acerqué a Amadeo y le dije: —¿Recuerdas, Amadeo, que lo primero que me vendiste fue una linterna? Ya no funciona, pero aún la conservo. La considero como el símbolo de nuestra unión. Pero hoy otra linterna me indica el camino de África. —Tú ere una maricona —respondió. Por fin llegó la planeadora. Me alegró darme cuenta de que aprovechaban el viaje y que de ella bajaban unos paquetes con no sé qué mercancía. Me hubiera sentado mal causar todo aquel trastorno sólo para facilitar mi huida de la justicia, así al menos aprovechaban el viaje. En la planeadora viajaba un solo hombre al que informaron allí mismo de que tendría que llevarme. Era otro moro y se llamaba Abdul. La operación de desembarque de mercancía fue vista y no vista. Tuve que despedirme de mis amigos casi a tientas, no había luna, eran todos negros, llevaban ropas oscuras y allí nadie encendía más una linterna. Me embarqué torpemente, agarrándome como podía pero sin conseguir subirme, hasta que alguien me empujó los glúteos y me hizo caer de espaldas en el suelo de la planeadora. Todos parecían tener una prisa loca. Cuando me fui a dar cuenta ya navegábamos por en medio del Atlántico. Abdul era hombre de pocas palabras. —Vamos pa’Essaouira —comentó únicamente antes de zarpar. —¿Eso está en Senegal? —le pregunté yo. No estoy seguro de que me respondiera. El ruido del motor al ponerse en marcha y de las olas chocando contra el casco de la embarcación me impidió escuchar cualquier tipo de respuesta, si es que la hubo. Con innegable emoción iniciamos el viaje en la oscura inmensidad. Pocas cosas más recuerdo, sólo que rápidamente y con horror descubrí y sin que nadie me lo contara por qué a esas barquitas las llaman planeadoras.
Cuando desperté, no podía hacerme una idea de dónde me encontraba, si en este mundo o en el otro, en el más allá o en el aquí mismo. Con presteza me palpé el cuerpo para comprobar que, efectivamente, estaba vivo. No me faltaba ningún miembro y ni siquiera me dolía nada. Esto es un hospital, pensé. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Un médico de raza blanca vino a los pocos minutos de mi despertar. Yo no había querido moverme, temeroso de lo desconocido. Cuando el doctor me habló en mi propio idioma, empecé a sospechar que me encontraba en mi país. De pronto, la aparición de dos personas pertenecientes a las fuerzas del orden me hicieron recordar que yo había matado al párroco y sentí un pellizco retorcérseme a la altura del píloro. El doctor me informó que estaba fuera de peligro, me contó lo del naufragio de nuestra planeadora. Al parecer había sufrido un estado de hipotermia del que ya me estaba recuperando. Cuando fui tomando conciencia de lo que había ocurrido descubrí la gravedad de la situación vivida y qué cercana me había rondado la muerte. Recordé de pronto a Abdul y pregunté por él. Me contestaron que no había tenido tanta suerte. ¡Vaya! –pensé con tristeza– era hombre de pocas palabras pero un buen compañero de viaje. Cuando al cabo de unas horas pude comer algo y recobrarme, empezaron los interrogatorios. ¿Por quién me había tomado esta gente? No hacían más que preguntarme por la banda y a veces me hablaban en un argot que apenas comprendía. También me mostraron muchas fotos. La mayoría eran moros, por su aspecto, y probablemente fueran miembros de la familia de Abdul el malparado, qué sé yo. Lo curioso es que en ningún momento me hicieran referencia a mi presunto homicidio. ¿Lo harían para despistar? Me preguntaba en la soledad de aquella sala a la que me llevaron. No quise pedirles que me pusieran en contacto con mi esposa. Tampoco hizo falta. Al día siguiente apareció Catalina.
La expresión de su rostro no parecía de enfado, sino de sorpresa. —¿Qué has hecho, Anselmo? —Sólo huía. Me sentía perseguido. —¿Pero por qué? —No quise matarle, créeme. No pude menos que sentirme aliviado cuando Catalina me informó que el Pacorro no había muerto. El Pacorro no había muerto.
La señora Muerte es caprichosa, burlona y chocholoco; irónica y casquivana, bella y repulsiva al mismo tiempo. Con el paso de las horas me fueron aflorando recuerdos de mi naufragio y me vino su imagen seductora nadando a mi lado. Muerte tan deseada. A pesar de la oscuridad, su cuerpo blanco desnudo refulgía entre las olas. Nadaba de espaldas casi con despreocupación, observando cómo a mí me iban fallando las fuerzas. Ella no perdía la sonrisa y en algunos momentos pude sentir la intensidad de su hechizo. Tuve que cerrar los ojos para no verla, sin embargo su imagen seguía nítida en mi mente aún con los ojos cerrados. Creo haberla visto por última vez arrastrando a Abdul de la mano hacia el fondo marino, pero eso quizá lo soñé. Lo otro no. A la señora la vi de verdad.
10 Epílogo
Ahora las tardes en la tienda son tranquilas. No hay mucho trabajo. Yo suelo sentarme en los sillones que habíamos destinado a que los clientes se probaran los zapatos, pero ya no vendemos zapatos. Catalina pasea de un lado a otro cambiando de ropa a los maniquíes, lo hace casi a diario. Nuestro hijo Gilberto nos acompaña, aunque normalmente se abstrae en sus juegos sedentarios. Sólo de cuando en cuando algún cliente lo saca de su ensimismamiento para hacerle alguna carantoña. No ha sido nunca Gilberto muy amigo de las carantoñas, así que suele responder con la más absoluta indiferencia. —¡Qué niño más raro! —ha susurrado más de uno a su acompañante, pensando que yo no me enteraba desde la trastienda. Y no es un niño raro, sólo un poco débil. Acarrea un pequeño retraso psicomotor, y ha terminado con una marcada tartamudez, pero lo compensa con una imaginación portentosa, aunque pocas veces diga algo, precisamente por eso, su imaginación le hace enmudecer y lo encierra en su mundo de fantasías. Catalina también es de las que piensa que nuestro hijo es un poco raro, incluso ha llegado a insinuarme que deberíamos llevarlo a un especialista al que llaman psicólogo, un estudioso del alma. ¡Valiente chufla! Nuestro hijo es perfectamente normal, ya lo dijo el mismo doctor que lo trajo al mundo, un poco débil, eso teníamos que asumirlo, pero por lo demás, normal. Las tardes ahora son tranquilas. Felizmente ya terminaron los registros. Tras el episodio del hundimiento de la planeadora las fuerzas del orden se dedicaron a ponerme la tienda patas arriba cada dos por tres para buscar artículos estupefacientes, de los cuales yo no he tenido noticia alguna ni sé a ciencia cierta de qué puede tratarse. Bastante daño me hicieron ya cuando se llevaron las yerbas africanas. Pienso que era el viejo Matías quien andaba detrás de todos estos registros. Al parecer él daba los avisos (los chivatazos habría que decir, tras quitarnos las pilosidades linguales) e inmediatamente acudían con orden de registro. Una de las veces tuve que soportar con estoicismo la visita (¡en mi propia tienda!) del Oficial de Precintos en persona, aquel calvo de infausto recuerdo. Sospecho que debe ser familiar, al menos lejano, del viejo Matías. Algún día seré yo quien investigue al respecto y quizá saque a la luz uno de esos casos de corrupción que tanto atraen a los medios de comunicación. Quien por fortuna ya no nos molesta es el Pacorro. Tras el escándalo que se montó en todo el barrio de La Onomástica, el propio Arzobispo de la Diócesis (creo que su cargo era algo así como eso) lo trasladó de provincia. No he llegado a saber nunca el grado de intimidad que este tiparraco sin principios alcanzó con mi esposa, ni quiero indagar al respecto. Le digo a Catalina: —No me cuentes nada, que ya sabes que soy capaz de cualquier cosa.
Lo cierto es que no me gustaría tener que ser de nuevo un fugitivo de la justicia, te lo digo desde aquí, Catalina, desde este escrito en prosa autobiográfica, no se te ocurra acercarte a ningún párroco de ahora en adelante, que los hombres que hemos recorrido el mundo y hemos coqueteado con la muerte no nos andamos con remilgos, y la venganza es una calabaza que contiene semillas negras. Rodrigo, en cambio, es el que me produce mayores quebraderos de cabeza. Le ha quedado la costumbre de acudir por las noches a La Derrota, y a veces lo hace vestido de mujer. Nadie me lo ha contado: yo mismo he llegado a presenciarlo. Empecé a sospechar que algo extraño ocurría cuando rechazó reiteradamente varias ofertas mías para ir a compartir un pollo después de cerrar las tiendas y eso, ya me dirán, no es normal en un hombre tan aficionado a las aves de corral. Así que una tarde me aposté oculto tras un árbol en las cercanías de su tienda, periódico en mano, y decidí seguirle después de cerrar. ¿Tendría todo esto algo que ver con la desaparición de su esposa Dolores? ¿Estaría aquí el secreto de la conexión con Finlandia? Cuando le vi salir vestido de mujer descocada y cruzar el portón de La Derrota, mis primeras sospechas se esfumaron, pero acudieron a mí las dudas más siniestras. Para culminar mi investigación decidí internarme yo también en aquel lugar de lenocinio y con discreción subí rápidamente a uno de los oscuros compartimentos elevados para evitar ser descubierto. Desde mi posición le vi beberse consecutivamente al menos cuatro botellas de cerveza antes de lanzarse a la pista de baile y comenzar a saltar y retozar con absoluta falta de autocontrol. Llevaba un vestido ajustado de colores chillones rellenando su ausencia natural de pechos con no sé qué artilugio que se había colocado ahí debajo, una peluca de largos mechones rubios y sobre ella, una pamela de estilo victoriano o qué sé yo, que tampoco entiendo de pamelas. Como era previsible, al olor de la miel, los moscones no tardaron en hacer su aparición. Le decían cosas al oído mientras bailaban y él respondía con sonoras carcajadas acompañadas de convulsiones abdominales. No quise quedarme a esperar el final de los acontecimientos. De buena gana lo habría cogido del brazo y lo habría sacado de allí a empujones, si no fuera porque no me interesaba ser descubierto por ningún vecino, que bastante tenía yo ya con lo mío. Tengo muchas cosas que agradecerle a Rodrigo. Siempre se mantuvo presto a socorrerme en mis problemas con las fuerzas del orden y con la Dirección de Precintos. Incluso llegó a arriesgarse ocultando en su almacén la mayor parte de las yerbas africanas antes de que fueran requisadas en uno de los registros. Tengo tanto que agradecerle que ahora no me voy a andar con reprimendas ni rapapolvos ante su actitud desconcertante. Si acaso, cuando le pille algo más calmado le hablaré de los auténticos valores y del sentido comercial de una existencia íntegra. Más bien me inclino a pensar que tras su dilatada y ajetreada experiencia extraconyugal con otras mujeres habrá llegado al punto en que ha sentido ese vacío espiritual que sólo puede desembocar en una profunda crisis de identidad personal y sexual. Eso quizá pueda explicar la desmesurada afición a los disfraces y al devaneo nocturno.
Las tardes en la tienda, como digo, son tranquilas. Yo mismo soy menos ambicioso que cuando era más joven y estaba dispuesto a hacer viajes de estudio de mercado, como aquel de Abrigada del Mar para conocer in situ el influjo de la luna y las mareas en los hábitos de consumo de una población que vivía de espaldas al mar. Yo entonces aún no había escrito mi tratado, el popular Comercio y mareas, y aquella experiencia me abrió los ojos a otras formas de vivir y negociar. Desde aquello induje cambios y transformaciones en nuestra propia tienda encaminadas a maximizar los beneficios pero hoy, ya ven, prefiero vivir más relajado. Incluso hemos retirado la venta de productos africanos, que en su tiempo tanta popularidad nos dio. La verdad es que Amadeo y los suyos, nuestros antiguos proveedores, se marcharon del barrio a raíz de los acontecimientos que me llevaron al naufragio y a toda la serie de registros. Es evidente que trataron de alejarse de mi influencia para no verse involucrados en problemas con la justicia, dada su delicada situación legal. Lo comprendo. Creo que incluso se han marchado a otra ciudad. Yo suelo acudir a los mercadillos populares, me encantaría encontrarlos, y no tanto por razones comerciales, sino porque tengo la esperanza de volver a ver a Nayanka, aquella negraza con quien estuve a punto de casarme en segundas nupcias. Nayanka, con su sonrisa luminosa y su mirada limpia, abrazados a la sombra de un baobab. Una vez ocurrió que, desde un autobús en el que viajaba junto al profesor Casquete por la Avenida del Príncipe, creí verla en las inmediaciones de un centro comercial montando un tenderete. Tal fue el sobresalto que sentí en el corazón que dejé al profesor Casquete con la palabra en la boca y me bajé en la siguiente parada sin despedirme. Cuando llegué al punto donde estaba el tenderete, no había nada, sólo viandantes que pasaban. Quizá fue simplemente una ilusión óptica alimentada por el deseo, pero no, estoy casi seguro de que era ella, Nayanka. O quizá era Eulalia, la niña más guapa de Cubrelombrices.
[1]
N. del T. En wolof, “pene pequeño”, “pichacorta”.