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Redes sociales Hipótesis Gaia

¿Qué pasaría si un día los grandes científicos del mundo descubrieran que el ser vivo más grande de la Tierra es ella misma? En la actualidad nadie es ajeno a los problemas ambientales: las catástrofes naturales y la contaminación afectan a nuestra sociedad sin distinguir naciones ni estratos sociales. Nos quejamos de que la situación está cada vez peor y que nadie hace nada al respecto; sabiendo que tanto las instituciones como las personas somos los que generamos los impactos ambientales negativos, y que somos nosotros a la vez los que podemos eliminarlos. Nos preguntamos, ¿qué es lo que hay que cambiar para que dejemos de ser los causantes del problema y seamos parte de la solución? Hace miles de años las culturas de la antigüedad no se sintieron amenazadas por el poder de la naturaleza, sino todo lo contrario. Estos pueblos la admiraban, e incluso, la veían como una madre protectora que estaba ahí para brindarles todo lo que necesitaran. Dichas civilizaciones eran conscientes de la gran inteligencia que había detrás de la Naturaleza y, por eso, la estudiaban con respeto, tratando de aprender y emular sus sabias formas. No conocían el concepto de ecología y, sin embargo, descubrieron una manera adecuada de relacionarse con su entorno: una ecología espiritual en donde reconocían que la Tierra era un organismo vivo y que ellos formaban parte de él.

Con el paso del tiempo, la mentalidad fue cambiando. En el siglo XVII, con las postulaciones de Descartes y Bacon, surgió la doctrina mecanicista. En sus trabajos, Bacon aseguraba que «la Naturaleza tenía que ser acosada en sus vagabundeos», «sometida y obligada a servir» (Carolyn Merchant, 1980). Por su parte, Descartes decía que «El universo material era una máquina y sólo una máquina. En la materia no había ni vida, ni metas, ni espiritualidad» (Fritjof Capra, 1982) y afirmaba que «podía utilizarse el conocimiento para convertirnos en los amos y dueños de la Naturaleza» (Fritjof Capra, 1982). Esta idea impregna nuestra cultura materialista, hace que el ser humano crea que sabe exactamente cómo funciona el mundo y que se sienta su legítimo dueño, aunque la realidad sea completamente opuesta.

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Afortunadamente, la ciencia está redescubriendo aquel conocimiento que los hombres de la antigüedad ya poseían: una forma diferente de entender a la creación y de relacionarse con ella. Esta nueva visión es conocida como Hipótesis Gaia o Teoría Gaia y fue ideada por James Lovelock, un químico inglés que publicó los resultados de su investigación en 1979. En la cultura griega, Gaia era la Diosa de la Tierra, la Gran Madre que dio a luz a todo lo que existe y cuyas leyes estaban escritas en su obra. Haciendo referencia a esta diosa, la Teoría Gaia plantea que nuestra esfera azul está viva y que todos los seres que habitamos sobre ella formamos parte de un complicado mecanismo que le permite desarrollarse. Para comprobar algo de tal magnitud es indispensable definir lo que es la vida. Desde un punto de vista científico, este fenómeno podría explicarse a través de la armonía y el orden en contraposición a la entropía, la cual puede ser entendida como la medida de desorden de un cuerpo. Si observáramos la estructura molecular de un ser vivo y la de un cuerpo en descomposición, veríamos que los componentes del primero están mucho más ordenados (tienen menor entropía) que los del segundo. Desde este punto de vista, los seres vivos son sistemas capaces de mantener un orden interior a pesar del desorden que hay a su alrededor. Para lograrlo, utilizan la energía de su ambiente, la cual debe ser suficiente para permitir que la vida exista. La tendencia natural de todo organismo, por lo tanto, es que esa energía que lo mantiene vivo se disipe al medio que lo rodea, hasta que un día acabe muriendo y reintegrándose completamente a él. Desde esta perspectiva, la vida se podría definir como esa fuerza que mantiene un equilibrio dinámico dentro de un espacio en desorden, y siempre cambiante, que permite al organismo modificarse para persistir ante tales condiciones. Lovelock intenta comprobar la existencia de Gaia haciéndonos conscientes del orden existente dentro de un ambiente que tiende naturalmente al desorden, el cual es posible gracias a este gran ente que mantiene las condiciones adecuadas para el desarrollo de todo lo que en él crece. Así, todos los seres vivos dejamos de ser considerados como simples organismos y somos reconocidos como piezas de un sistema complejo que, como órganos que trabajan en conjunto, permiten que la armonía vital se mantenga, haciendo constar que la Vida es mucho mayor a la suma de sus partes. ¿Podríamos decir que el perfecto equilibrio es resultado de la suerte, de la misma manera que una bacteria en nuestro estomago podría asegurar que la entrada de alimentos es fruto del azar? Sin embargo, esto sería desconocer la existencia del ser humano que ha decidido comer. Conscientes de la realidad, los griegos y muchas otras culturas antiguas veneraron a esa fuerza supra-humana que alimenta y mantiene vivos a todos los seres de la creación. Si la ciencia moderna y aquellas culturas de visión trascendente nos muestran que, en efecto, el ser vivo más grande de la Tierra es ella misma, ¿por qué mantener una concepción mecanicista? ¿por qué pensar como esa bacteria en nuestro estómago que delega todo a la casualidad? Y, más aún, ¿por qué creer que el ser humano es superior e independiente al lugar donde habita? Si somos capaces de ver más allá, ¿por qué no reconocer en nuestro entorno a esa criatura inteligente que ha cuidado la vida durante tantos millones de años? ¿por qué no crear una cosmovisión en la que el hombre pueda ponerse nuevamente en sintonía con «ella»? Si en nuestro intento de eliminar los problemas ambientales no erradicamos esa idea de superioridad por la que creemos que está en nuestro poder salvar a la naturaleza, nunca vislumbraremos que es realmente Gaia la que nos mantiene con vida.

La magnitud del momento que estamos viviendo como sociedad no estaba escrito en los libros, de la misma forma que tantas otras situaciones extremas o catástrofes que han marcado un antes y un después en la vida de muchos seres humanos, culturas y sociedades a lo largo de la historia. ¿Cómo se sobrepusieron a ellas? ¿Cuál fue el espíritu, la filosofía o la actitud que los animó y ayudó a sobrellevar esos momentos críticos? Es la pregunta que surge junto a la necesidad de ejemplos que nos puedan dar respuesta e inspirarnos en estos momentos. La situación actual no es fácil, está innovando un cambio de trescientos sesenta grados, además de sacarnos de nuestra zona de confort. Nos ha superado y desbordado en muchos aspectos, haciendo tambalear los cimientos sobre los que nos sosteníamos, provocando un replanteamiento de nuestras vidas, tanto a nivel individual como colectivo. El coronavirus está rompiendo lo que éramos y resquebrajando las formas viejas que teníamos de hacer y de pensar para crear otras nuevas, como si se tratase de la renovación de la piel de una serpiente o del desprendimiento de una mariposa de su capullo de seda. Deberíamos preguntarnos ¿Qué es lo que realmente este momento extraordinario tiene para nosotros? Puede que lo tengamos que descubrir individualmente como parte de nuestro trabajo interior, sin embargo, para sacarle mayor provecho, hay que recordar que todo momento de crisis abre nuevas oportunidades de autoconocimiento, búsqueda y profundización. Son momentos de cambio y por tanto, de crecimiento y transformación, si sabemos aprovecharlo. El modo de cómo gestionemos o resolvamos cada etapa de la vida, lo que seamos capaces de aprender o descifrar al recoger experiencia, nos mejorará como seres humanos ayudándonos a ser resilientes y a fortalecernos con cada instante histórico. Reinventarse o reconstruirnos es una necesidad urgente en estos tiempos de incertidumbre que corren y que nos obligan a dar nuestra mejor versión para salir victoriosos de este tiempo extraño y de cambio. Haciendo un símil del arte, como la construcción que cada uno hace de sí mismo, estas palabras se convierten en una metáfora de moda que me ha recordado el sentido que tiene en el arte Zen, la antigua técnica llamada Kintsugi. Un ejemplo inspirador, cargado de la claridad y de la belleza con la que los antiguos maestros zen japoneses planteaban las situaciones que nos resquebrajan y nos tambalean por dentro. El do en el pensamiento y las artes zen, es un camino de realización personal, el espíritu utilizado en la ejecución de cualquier arte o acción, entregando lo mejor con amor y dedicación. El do no se practica, lo que se practica es el arte y la técnica de ese arte. Por eso decimos que el Zen es vivencial y que va de corazón a corazón. Toda práctica imbuida de este espíritu y la filosofía del Zen, se convierte en un trabajo en doble sentido: a medida que creas algo externo, te vas construyendo a ti mismo por dentro. Podríamos hablar de un proceso alquímico que trasmuta y mejora en otra cosa. La materia inicial trabajada de nosotros mismos, tras la vivencia del proceso de creación ya no es la misma; se va purificando, quitando lo que le sobra, transformándose en un material más perfeccionado, fruto de esa práctica constante y la experiencia extraída. Decimos entonces que la materia ha evolucionado, se ha espiritualizado al imbuirse de ese espíritu del Zen. El cambio externo da lugar a una alquimia interna que conduce a explorar el mundo de las esencias y a la trascendencia de lo cotidiano. Es entonces cuando el trabajo en el taller encuentra su eco en el trabajo interior de cada persona. El fruto de la vivencia y la puesta en práctica es la experiencia extraída válida para seguir avanzando. Así, una práctica artística se puede convertir

en objeto de meditación, la concentración de la atención y la conciencia, en la acción, en vivencia del aquí y el ahora. El Kintsugi aúna todos estos conceptos. Es un término japonés que aunque no tiene fácil traducción, quiere expresar «carpintería de oro», «unión con oro», relacionado con el termino Kintsukuroi que significa «reparación con oro». Es el arte tradicional de la restauración que consiste en arreglar las fracturas de los objetos de cerámica que con el tiempo o por accidente se han agrietado o sufrido algún daño. Tapando las grietas con masilla de resina mezclada con oro, plata o platino, se crea un revestimiento hermoso de hilos dorados que dotan a la pieza de un aspecto único y más fuerte, porque jamás se volverá a romper por ese lugar. Su historia se remonta al siglo XV, cuando el shōgun Ashikaga Yoshimasa envió a China, para ser reparado, uno de sus tazones de té favoritos. El tazón volvió reparado, con unas grapas de metal que lo transformaban en tosco y desagradable a la vista. El resultado no fue de su agrado, así que buscó artesanos japoneses que hicieran una mejor reparación. De ahí surgió una nueva forma convertida en arte zen. El Kintsugi, además de un arte y una técnica, es una filosofía de vida que plantea que, en lugar de tirar el objeto dañado o roto, se recuperen y se restauren transformándolos estéticamente. No busca ocultar los daños. Por el contrario, deben verse y mostrarse poniendo de manifiesto el proceso de su renovación. Esto le da una nueva apariencia y se le ofrece una nueva vida, como si fuera una segunda oportunidad. Para los maestros zen, cualquier objeto que ha sufrido un deterioro y ha sido reconstruido, cobra un valor propio, mayor que las piezas que nunca se rompieron. Las roturas y reparaciones tienen una historia que contar y una experiencia de la vida que son vistas como un elemento que lo embellece y fortalece.

La expresión japonesa Wabi-sabi habla de hallar la belleza de las imperfecciones, enfatizando así que el verdadero valor de un objeto o personas no radica exclusivamente en su belleza externa, sino en la historia que posee, en las circunstancias que ha superado y en lo fuerte que le ha hecho esa mella. Es necesario tener mirada de artista para que todo aquello que en nosotros está roto, quebrado o defectuoso nos invite a encontrar belleza en los lugares más insospechados y nos lleve a convertirnos en auténticos arquitectos de nuestro propio destino. De la misma manera, el artista zen va revistiendo de oro los trozos rotos. Le sirve a la vez para cicatrizar pequeñas o grandes astillas que se han quebrado en su interior por el hacer diario y cotidiano, a la vez que se entrena para vivir la aceptación y el desapego a las cosas materiales y pérdidas de la vida. Al mismo tiempo que restaura ese vaso roto, se va restaurando a sí mismo. Cada fisura es una historia y cada arreglo es una experiencia pulida y ennoblecida, que sirve para sanar las heridas del alma, sanar nuestro pasado y aprender a perdonar nuestros errores. Las personas que salen restablecidas y con más fuerza de situaciones difíciles se dice que son personas con alta resiliencia, lo cual dota de significado a este arte. La resiliencia es esa capacidad para afrontar la adversidad o situaciones límites y difíciles y lograr adaptarse y salir fortalecidos de ellas. Convertirnos en una persona resiliente hace posible que podamos recomponernos por dentro y por fuera, nos da la oportunidad para resurgir con fuerza y determinación ante los obstáculos que la vida nos ponga por delante, devolviéndonos la sonrisa. La vida que vivimos está repleta de fisuras por múltiples circunstancias. Estamos expuestos al paso del tiempo, al desgaste, a la adversidad, la enfermedad, el dolor, el desamor o la pérdida. Y esas dificultades pueden ser reparadas a través de un trabajo interior y un aprendizaje,

que nos permitirá lograr extraer el elixir de cada experiencia de la vida mediante el pulido con oro de la repetición consciente. Cuando algo se quiebra en nosotros, es necesario tener la paciencia y dedicación de un restaurador para sanar la herida con sinceridad y con perdón. Cuando alguien comete un error o hace algo indebido causando dolor, ya sea consciente o inconsciente, el perdón y el amor, son la

resina que permite unir la herida. Y tal vez, en ese proceso restaurador, la maestría es descubrir que unir lo roto en ti y en los demás, era parte de lo que tenías que hacer, además de mostrar tu fuerza para provocar un cambio verdadero. Por tanto, es un doble trabajo, a medida que sanas tus heridas, ayudas a sanar las de los demás y a restablecer aquello que se había roto. Primero es necesario admitirlo y pedir disculpa desde lo más profundo del alma, para luego restaurar con Kintsugi, con sinceridad, dedicación y amor, el corazón de la persona herida, haciéndola indestructible al ser unida con el oro alquímico del corazón. Aunque ocupe el mismo lugar, será él mismo, auténtico, bello y siendo ejemplo de renovación constante. El Kintsugi celebra las imperfecciones y nos recuerda que no estamos exentos de ellas. Es superándolas donde reside un crisol de posibilidades para aportar a los demás, ser más bellos y encontrar un manantial de historias cargadas de sabiduría y experiencia enriquecedoras de las que aprender, para el ojo sensible capaz de apreciarlo. Una vez escuché una frase que decía: cada siguiente nivel de tu vida demandará una nueva versión de ti mismo. Puedes tropezar y romperte en la vida y también puedes levantarte y reconstruirte una y mil veces; aprender de la adversidad y llevar tus cicatrices con orgullo como una insignia. La vida perfecta depende de nuestra actitud ante ella, y cuando esa vivencia se transforma en útil, hermosa e inspiradora para los demás…, entonces valió la pena. Este arte da al concepto de pérdida o destrucción un nuevo enfoque. Nuestras grietas valen oro, nuestras arrugas o heridas nos acompañan, esto es lo que somos y forma parte de nosotros. El arte aquí se muestra como un libro abierto, uno de los mejores espejos de nosotros mismos, de nuestra predisposición, mostrando nuestra forma

de actuar ante la vida. Y en su proceso nos da la oportunidad de cambiar, de destaponar trabas, superar bloqueos y terminar de cicatrizar heridas. Profundizar en todos estos temas es realmente apasionante y nos deja reflexionando sobre el sentido de nuestra existencia. ¿Qué me tiene reservada la vida y qué podré transmitir a aquellos que me recuerden en el futuro? Aunque sean difíciles, el hecho de superarlas habrá valido la pena… El poeta Rumi decía que «la herida es el lugar por donde entra la luz». La luz disipa la oscuridad, genera orden, armoniza y equilibra, proporcionando salud y belleza. Puede que cuando las circunstancias sean adversas, nos resquebraje y nos cause herida; un rayito de luz nos ilumine indicándonos un nuevo camino de crecimiento hacia el siguiente nivel, ese que ahora necesitamos y buscamos. Es entonces cuando podremos quitar el estuco de barro que resguarda nuestro ser interior y que como la estatua del Buda de oro o Wat Traimit de Bangkok, está esperando a ser descubierta para hacer aflorar la mejor versión de nosotros mismos.

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