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El maldito calorón

Claro, es normal que haga mucho calor en el verano, que acaba de empezar. Pero no tanto calor. Ni tantas tormentas. Ni tanta lluvia. Ni tantas muertes. Ni tan altas temperaturas en los océanos. Ni tantos incendios. Ni amenazas de huracán en junio. Ni un clima tan impredecible, peligroso y extremo.

Los efectos del cambio climático están en todo el planeta. No es una cuestión entre académicos. En México las recientes olas de calor -tres días o más con temperaturas superiores al promedio- rompieron los registros de promedio de temperatura (34.8C) y en Ciudad Victoria, Tamaulipas, marcaron 47.4 grados centígrados. En Texas hubo zonas donde el calor fue superior a los 50C.

En la India hay una controversia por decenas de muertes que un doctor atribuyó a “golpes de calor” en el estado de Uttar Pradesh, donde sufrieron temperaturas por arriba de los 43C. El gobierno indio envió a un equipo a investigar las causas de esas muertes. La tormenta tropical Bret estuvo a punto de convertirse en huracán en el atlántico. Solo en 1933 hubo un huracán -Trinidad- en junio.

“¡Qué calorón!” decía de niño en la ciudad de México en estas épocas. Las palabras y el bochorno durante el día solían empaparse con unas previsibles tormentas en la tarde, acompañadas con rayos que retumbaban entre los volcanes. El calor en la capital mexicana era insoportable. Muchas de las casas no tenían (ni tienen) aire acondicionado y hasta te ofrecían refrescos sin hielo. (Eso ya también ha cambiado.)

Cuando me mudé a EEUU, el zumbido del aire acondicionado se convirtió en parte de la banda musical del verano. Por años manejé con las ventanas abajo, sin ese frío artificial e insoportable que sale como cuchillos de las rejillas del auto. Nunca he tenido tanto frío como en el verano. Hay veces que producir frío es señal de estatus. Me he helado en los lugares más pobres de Centroamérica y el Caribe. Una vez, en un tren en la India donde no se podían bajar las ventanas, salí hecho un hielito, pálido y endurecido... de tal magnitud era el frío.

Enfrentar el calor no resuelve el problema de fondo. La actividad humana aumenta la temperatura del planeta, si no hacemos algo pronto, el daño será aterrador e irreversible. “Tras un siglo y medio de industrialización, deforestación y agricultura a gran escala, las cantidades de gases contaminantes han llegado a niveles sin precedentes”, advirtió Naciones Unidas. El compromiso de los países reunidos en París (2015), fue tratar de evitar que la temperatura del planeta supere 1.5 grados el promedio de la era preindustrial. Si no lo logramos, 3 mil 600 millones de personas enfrentarán olas de calor, incendios

El sol, que proporciona luz y calor, está que se ‘excede’ cada año. Es relevante preguntarse qué hacer para proteger al planeta tierra y por supuesto a la humanidad.

Por Jorge Ramos

forestales, lluvias torrenciales, sequías y ciclones. Vamos muy mal. La Organización Meteorológica Mundial dijo que uno de los próximos cinco años podría ser el más caliente de que se tenga registro y sobrepasemos esos 1.5 grados que nos habíamos impuesto. Ese podría ser el momento en que no haya retorno. Es imposible crear icebergs, bajar el nivel del mar, regular la temperatura del planeta como si fuera un refrigerador gigante. Tal vez evivimos ese momento y no lo sabemos. Corresponde actuar como si pudiéramos hacer algo para enfriar un poquito el lugar donde vivimos. Es esperanzadora la revolución que existe con los autos eléctricos. Aunque no suficiente.

Me parece una medida atrevida y necesaria la invitación hecha a las principales empresas de gas y petróleo del mundo -las más contaminantes- a la reunión de la ONU sobre el clima que se realizará este año en los Emiratos Árabes Unidos. Sin su cooperación, nos podemos quedar sin partes esenciales del planeta.

Odio las turbulencias en los aviones. Me ponen muy nervioso. Me agarro con las manos sudadas al asiento, busco a través de la ventana un punto de referencia en tierra, como si eso fuera a salvarme. Con las altas temperaturas del verano, aunadas al cambio climático y a más viajes luego de la pandemia, cuatro o cinco veces al mes tengo que trepar a las nubes. Ahí viven, escondidas, las turbulencias. Más que antes. Es mi manera de medir que el planeta en que vivimos está cambiando.

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