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QUEIROLO
LA ESTACIÓN VENCIDA
GIANCARLO ANDALuZ QUEIROLO
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Cada tarde, cuando el resplandor del sol comenzaba a palidecer frente a la amenaza de un paisaje crepuscular, María Paz iba a la 30th Street Station con la esperanza aún intacta de reencontrarse con su amado Eliseo. Y cada noche, con el tañido de la campana de la estación que indicaba la salida del último tren del día, retornaba a casa abrazada a su cada vez más incorpóreo recuerdo. Esa ceremonia la venía repitiendo los últimos 20 años de su vida, justo después de que Eliseo partiera al frente de batalla a servir a un país que no era el suyo, en una guerra que tampoco le pertenecía. Llevaban viviendo cinco años en Filadelfia cuando recibió el llamado, y aunque trató de idear la excusa perfecta para que no lo tomaran en cuenta, al final no le quedó más remedio que enrolarse al ejército americano. De poco sirvieron sus súplicas y su llanto, menos la fotografía de María Paz mostrando un embarazo de 6 meses encima. Una mañana de marzo de
1944, partió a la guerra, llevándose consigo el dolor de dejar a su mujer gestante. Juro que volveré de esta guerra lo más pronto posible, mi amor, le dijo Eliseo a María Paz el día que partió desde la estación. Cuando Inés llegó al mundo la madrugada del 10 mayo del 44, María Paz no pudo ocultar la tristeza que le producía el tener lejos a Eliseo ni siquiera con la llegada de su hermoso retoño. La gran guerra terminaría un año después, en mayo del 45, con el “Día de la Victoria” nombrado por el ejército rojo. Tras la gran victoria aliada, las esperanzas de reencontrarse con Eliseo se renovaron, pero
ninguno de los altos mandos militares supo qué responderle cada vez que ella preguntaba por su marido perdido en batalla. La última noticia que tuvimos de él es que participó con su tropa en el desembarco de Normandía. Allí perdimos a muchos de nuestros mejores hombres, y miles más desaparecieron. No sabemos exactamente que pasó con su esposo, señora, pues nunca fue reportado como baja. Dios quiera que esté aún con vida. Aunque después de tanto tiempo yo no abrazaría esa esperanza. Ha pasado un año desde aquel día nefasto, pienso que debería dejar de buscarlo, señora, ya no tiene caso seguir con eso, le dijeron, pero ella no quiso seguir escuchándolos. Fue entonces que comenzó a ir a la estación cada tarde, con la esperanza de reencontrarse con su amado Eliseo.
Con el pasar de los años, comenzó a ir a la estación con Inés. Al comienzo era como un paseo para ella; salir de casa en las afueras de Garnet Valley por la mañana, seguir el curso del río Schuylkill hasta el zoológico de Filadelfia, a veces al museo de arte, otras, a cualquiera de los hermosos parques de Spring Garden, o la rambla de Fairmount, y regresar por la tarde a la estación de la calle 30 a esperar algo distinto. Pero cuando Inés tuvo edad suficiente para cuestionar los actos de su madre, aquellos paseos comenzaron a parecerle inútiles. Papá no va a regresar, mamá, deberías dejar de traerme aquí. El no volverá nunca, le decía, cuando no tenía ánimos para hacer tan largo viaje en vano. Los años fueron pasando e Inés creciendo, hasta que llegó el día en que definitivamente dejó de ir con su madre a la estación. Entonces a María Paz no le quedó de otra que hacer el largo trayecto sola. Deberías intentar rehacer tu vida, le decían sus compañeros de trabajo, pero ella no quería escucharlos. Todavía eres joven, podrías conseguir a un novio si quisieras, le decían sus amistades, pero ella no les hacía el menor caso. A principios de 1964, Inés se casó con un compañero de trabajo y se fue a vivir a Nueva York, con la intención de no volver nunca más a Filadelfia. Entonces María Paz volvió a quedarse sola, sola con sus recuerdos y su vana esperanza.
Me voy, madre, comenzaré una nueva vida con mi esposo en Nueva York. Espero, por tu bien, que hagas lo mismo, le dijo Inés un día antes de partir. Una cálida tarde de agosto de ese año, cuando se encontraba sentada en una banqueta de la estación de la calle 30, completamente sola, autocompadeciéndose, un hombre uniformado apareció de la nada y se sentó a su lado. La conversación fue corta y terminó cuando aquel hombre le entregó un sobre sellado. Luego se puso de pie y se alejó por el andén hasta la puerta del tren que estaba por dejar la estación. María Paz observó en silencio al tren alejarse rumbo al norte, y regreso a casa cuando ya no lo pudo ver más. Apenas llegó a casa, caminó hasta el teléfono de la sala y marcó el número de Inés en Nueva York. Después de tres repiqueteos ella levantó el auricular, pero María Paz no supo qué decir. ¿Mamá, eres tú?, preguntó Inés al sentir una nerviosa respiración al otro lado del hilo telefónico.
Hija, soy yo, le dijo, y otra vez se hizo silencio entre las dos. Y después el llanto. Al abrir el sobre en el trayecto de regreso a casa, encontró dentro de este el anillo de casado de Eliseo. Recién en ese momento tuvo la certeza de que nunca más volvería a verlo a los ojos.
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