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Alexis Carrel: la conversión de un escéptico

Por Raúl Espinoza Aguilera

El 11 de febrero se conmemora la Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes. Las apariciones de la Virgen María sucedieron en 1858. El 11 de febrero de ese año la Madre de Dios se le apareció a la adolescente, de 14 años, Bernardette de Soubirous en un poblado pequeño al sur de Francia.

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La Virgen María le pidió a Bernardette que excavara un poco dentro de la gruta de Massabielle y al instante brotó un agua que curaría enfermedades y dolencias. Este hecho es conocido como el primer milagro. Con la aclaración de que esa agua no es una especie de tónico curativo con efectos inmediatos, sino que queda en manos de Dios y de la Virgen considerar la solicitud de cada creyente. En total fueron 18 apariciones de la Santísima Virgen.

En la Francia laicista y atea del siglo XIX, a Bernardette se le prohibió asistir a este sitio e incluso se colocaron alambres de púas y vigilancia permanente de la policía para desanimar a que los feligreses acudiesen a rezar ahí. Desde París había indicaciones precisas: acallar los hechos, clasificándolos como una mera sugestión colectiva. En general, se consideraba que la joven sufría de alucinaciones o algo similar.

La Santísima Virgen se le aparecía vestida de blanco con una cinta azul en la cintura, con las manos juntas y un Rosario en el brazo. Además, llevaba un velo blanco que cubría su cabello.

Un día el párroco le pidió a Bernardette que le preguntara a la señora que se le aparecía cómo se llamaba. Subió a la gruta y, en el momento apropiado, le explicó la petición de su párroco, a lo que la Virgen María le respondió:

--Yo soy la Inmaculada Concepción --y esbozó una amplia y serena sonrisa.

Enseguida, Bernardette buscó al párroco y le dijo:

--¡Ya la Señora me dijo su nombre: yo soy la Inmaculada Concepción!

--¿Sabes qué significa eso? --le cuestionó el sacerdote.

--No, nunca había escuchado esa expresión --contestó Bernardette.

El párroco quedó asombrado y se percató de la ingenuidad, transparencia y sinceridad de sus palabras. Se dio cuenta que estaba ante un hecho de carácter sobrenatural. Desde ese año de 1858, la Virgen de Lourdes no ha cesado de hacer milagros y favores espirituales.

Personalmente fui a la gruta un 11 de febrero de 1993. Me impresionó la enorme cantidad de muletas, bastones, sillas de ruedas colgadas de la pared de la gruta y, en algunos casos, con un breve relato del favor espiritual recibido. Miles de personas rezaban el Rosario, y otros más, entraban al San- tuario para asistir a la Santa Misa. Algunos fieles, se acercaban a beber agua del manantial.

En este contexto surge la figura del doctor Alexis Carrel, quien en 1912 recibió el Premio Nobel de Medicina. Años antes, en 1903, realizó un viaje por tren a Lourdes con el objetivo de desenmascarar el trastorno colectivo. El doctor Carrel era escéptico y muy crítico contra todo concepto de religión, influido por el pensamiento positivista de Augusto Comte.

Durante el viaje conoció a Marie Ferrand quien padecía de una aguda peritonitis tuberculosa. Varios miembros de su familia habían fallecido por esta misma enfermedad. Carrel llegó a pensar que quizá no llegaría con vida hasta Lourdes. Y solía tomar sus signos vitales y estar muy pendiente de ella. Pero Marie llegó con vida a Lourdes y se dirigió de inmediato a la gruta de Massabielle. El doctor Carrel, llevado por su curiosidad científica, la siguió de cerca y notó que nada más entrar a la gruta experimentó una notable mejoría y cambió su semblante. Entonces le preguntó a Marie: --¿Cómo se encuentra?

--Muy bien y siento que ya estoy curada, aunque no con muchas fuerzas --contestó Marie con sinceridad.

A continuación la acompañó al hospital para que le hicieran análisis médicos y el sorprendente resultado fue que Marie no tenía ya ningún padecimiento. Así, el doctor Alexis Carrel resultó curado de su escepticismo. Cayó de rodillas, frente a la Virgen de Lourdes y se puso a rezar lleno de emoción y agradecimiento. Su visión de Dios y de la religión habían cambiado radicalmente su vida. Dio testimonio con valentía --por escrito y en diversos foros-- y es considerado como uno de los conversos a la fe más famosos de Lourdes.

Por Arturo Zárate Ruiz

No que no nos importe nuestra Constitución, pero los católicos mexicanos lo que celebramos de manera especial el pasado 5 de febrero fue la Fiesta de San Felipe de Jesús, martirizado en ese día, en 1597, en Nagasaki. Tenía apenas 25 años. Aunque travieso, se hizo franciscano y misionero, y, por ese testimonio suyo de fe (murió crucificado), fue el primer paisano canonizado. Recordemos hoy a varios santos mexicanos.

Algunos lo son, no por nacer aquí, sino por haberse “naturalizado”; de manera prominente, Nuestra Señora, quien lo hizo en Tepeyac; también san Juan Pablo, “hermano, ya eres mexicano”; san Sebastián de Aparicio, gallego, cuyos restos incorruptos reposan en el Convento de San Francisco de Puebla, quien debería ser reconocido como héroe en todo el país por construir las primeras carreteras (de Veracruz a México y México a Querétaro), y quien como franciscano destacó por su pobreza y humildad. Incluiría en esta lista a san Martín de Porres, un mulato peruano. No sólo es un santo muy amado en todo México, también en su vida terrena obró milagros por bilocación en México, y curó en Perú a Feliciano de la Vega, quien sería después arzobispo en México, y quien presidiría en Lima la procesión funeral del fraile.

Nacidos en México lo han sido muchos. He allí el queridísimo por la Virgen, san Juan Diego, su mensajero, quien, con su mensaje, aceleró de manera tan milagrosa como su misma tilma la Evangelización. Y mensajeros también de esta Evangelización lo fueron los niños Cristóbal, Antonio y Juan, mártires tlaxcaltecas tras abrazar la fe y rechazar la idolatría, una vez caída Tenochtitlan.

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