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CUANDO LOS NIÑOS ESTÁN EN BUENAS MANOS, FLORECEN FLORECEN

EN CAMINO ¿Y LOS NIÑOS?

Para Valentina y Carlota Septién de la Cruz

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Celebramos el Día del Niño. Como todas las festividades, a ésta la absorbió el comercio. El niño, como la madre, como el padre, son ganchos para el consumo. Esto habla no de lo que hemos ganado, sino de lo que hemos perdido como sociedad. La reverencia, el respeto, la alegría, el gozo de la familia se nos fue al pozo del comprar sin sentido, abastecer de regalos lo que podríamos conquistar por la cercanía. Además, los niños son cada día más escasos. En países del “primer mundo” familias con dos o tres hijos son vistas como si fueran marcianas. Aquí mismo, en México, se “exhorta” a las mamás (cuando no se les acosa) a “cerrar el changarro” porque “ya no hacen falta niños pa’ poblar este país”. El invierno demográfico se cierne sobre el mundo: España y Singapur a la cabeza o, más bien, a la cola: un promedio de 1.2 niños por pareja (el promedio mundial es de 2.2).

¿Qué las circunstancias actuales –económicas, sobre todo--son distintas y que un niño agrega sufrimiento, sacrificio, austeridad a los padres? Con perdón, pero ¿cuándo fue diferente? Lo que se ha apagado es la responsabilidad. El placer por encima de todo. Y el individualismo rampante. Un mundo de seres solos, aburridos, es el que se anuncia en el horizonte del híper consumismo. El niño es la alegría de vivir, de imaginar. Un tesoro con alas: un modo de respirar el aire limpio de la bondad. Lo que nos salva.

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Este grueso libro de 493 páginas que Iona Opie publicó recientemente en Londres con el título Diccionario de supersticiones, viene a confirmarnos que estas falsas creencias y costumbres extravagantes en orden a vencer las fuerzas ocultas del mal, han florecido siempre, tanto en el ayer más remoto como en el presente más actual, salpicando a todos los países y a todos los estratos sociales y culturales.

De utilidad y de interés sería contar con el Diccionario mexicano de supersticiones, ya que hay mucha tela de donde cortar en este submundo mágico de credulidad, ignorancia, ingenuidad y miedo. Nuestras supersticiones provienen de tres fuentes: las de nuestro pasado indígena, las que llegaron de Europa por los conquistadores hispanos y las que han nacido aquí tanto en la Nueva España como en el México independiente. Julio Jiménez Rueda estudió las Herejías y supersticiones en la Nueva España (México, 1946); en cuanto a las del mundo indígena, tenemos la Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad de Pedro Ponce de León, el Tratado de las supersticiones de los naturales de Hernando Ruiz de Alarcón y el Manual de ministros indios de Jacinto de la Serna; estos tres estudios fueron reeditados por el librero Navarro en sus Ediciones Fuente Cultural, en dos volúmenes (México, 1951).

Espiguemos algunas de las 37 supersticiones de los aztecas que recogió Fray Bernardino de Sahagún -loado sea-, en esa enciclopedia o suma mexicana que es su Historia general de las cosas de Nueva España, donde advierte que “hay mucho más abusiones” (palabra sinónima de superstición: de abusar, usar mal) y que los predicadores han de reprimir “porque es como una sarna de la fe”. Curiosamente Voltaire en el siglo XVIII diría que la superstición es a la religión como “la hija loca de una madre cuerda”. Precisamente la superstición que Sahagún inserta con el número 37, la seguimos practicando los mexicanos de hoy sin saber que viene

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