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Anexo 1: El GERMEN SOCIAL de los Falsos Positivos: Vidas “desechables” en venta - Barranquilla 1992
El Germen Social de los Falsos Positivos: vidas “desechables” en venta -Barranquilla 1992-
El testimonio de OSCAR HERNÁNDEZ, un joven moreno de 24 años que sobrevivía recogiendo y vendiendo cartones y latas en Barranquilla, lo transcribió la revista SEMANA en su edición del 10 de marzo de 1992. El hecho ocurrió a la 1:30 de la madrugada del sábado 29 de febrero de 1992. La ciudad estaba en pleno carnaval y a esa hora Oscar pasó frente a la UNIVERSIDAD LIBRE buscando cartones o latas en los basureros. Un hombre que estaba en la puerta de la Universidad lo abordó:
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“Me gritó: Negro, ¿tú recoges cartón? Allá atrás, en uno de los patios, hay una montaña de cajas, entra y llévatelas. El hombre me abrió la puerta y me indicó con la mano hasta dónde tenía que ir. Con él estaban otras cuatro personas que me dijeron que me llevara todo lo que me sirviera. Cuando me agaché para recoger las cajas me descargaron un garrotazo en la cabeza. Me fui de cara al piso y quedé aturdido. Me seguían pegando. Otro me dio un garrotazo en un brazo y grité del dolor. Así continuaron golpeándome por unos minutos. Luego uno de ellos dijo: ahora peguémosle un tiro, y oí cuando disparó el arma. Quedé tirado en el piso, pero sentí que todavía estaba vivo. Entonces pensé que si me quería salvar me tenía que hacer el muerto.
Me arrastraron por el piso y me llevaron a un cuarto frío, me subieron a una mesa de aluminio y uno de ellos dijo: este ya huele a cartón. Nos falta uno para completar la cuota. Luego salieron y cerraron la puerta. Yo permanecí quieto, sin moverme, pensé que alguien me estaba cuidando. De pronto comencé a oír gritos, quejidos y muchos golpes. Unos minutos después abrieron otra vez la puerta y vi cuando arrastraban a otra persona- La subieron en otra mesa donde había un enorme cuchillo. Uno de ellos dijo: ahora sí estamos listos, hay que empezar ya. Manos a la obra. Pero otro de ellos contestó: aguantemos. Ya están aquí, podemos dejar el resto del trabajo para toda la noche de mañana. Siguieron discutiendo y por fin decidieron irse. Cerraron las puertas, apagaron las luces y se marcharon.
Yo continué sin moverme, esperando que todos se fueran. Cuando vi que no había peligro traté de pararme y quedé horrorizado con lo que vi a mi alrededor. En la siguiente mesa de aluminio estaba otro cartonero muy golpeado. Él no se movía, pensé que estaba muerto. En el piso había como tres baldes con partes del cuerpo humano. Las paredes y el piso estaban manchadas de sangre. Me dio mucho miedo, a un lado estaban unas cubetas llenas de formol y hacía mucho frío. Como pude me levanté y vi en otra mesa un cuchillo de esos con que matan el ganado y un enorme garrote lleno de sangre y con partes de piel.
Cogí el palo y el cuchillo y me subí en otra mesa que estaba cerca de una ventana. Me asomé y eran como las seis de la mañana. Traté de abrir la ventana pero no pude. No quería hacer mucho ruido. Pensé que había gente afuera. Entonces me bajé de la mesa y fui hasta la puerta. Moví la cerradura y logré abrir. Salí corriendo y me escapé por el patio de atrás. Corrí como un loco en busca del CAI que queda a media
cuadra de la universidad. Me encontré con un policía y le dije: oye, me trataron de matar en la universidad. Me pegaron un tiro y mire como tengo la cabeza y el brazo izquierdo. El policía estaba asustado. Qué le iba a creer a un cartonero, y me gritó: Negro, tú estás loco. Cuando a uno le pegan un tiro se muere. Esa vaina no te la creo. Yo le contesté: mira, vamos a la universidad. Allá adentro hay otra persona que tiene dos tiros y tampoco está muerta. El policía por fin decidió acompañarme, pero cuando llegamos a la puerta de la Libre los celadores que estaban en turno del día no lo dejaron entrar. El policía se comunicó por radio con la central y pidió refuerzos.
Entramos como a las siete de la mañana a la universidad y yo les mostré dónde me habían pegado. Había rastros de sangre y las huellas de mi cuerpo cuando lo arrastraron hasta la sala donde me metieron. Cuando ellos abrieron la puerta todo era terrible. Había vísceras humanas por todas partes. Mucha sangre y olía muy maluco. A mi compañero lo encontraron muy mal. Entonces decidieron llamar a una ambulancia y nos llevaron al hospital”
Oscar se había salvado porque el tiro que le apuntaron a su cabeza sólo le rozó la oreja pero dio la impresión de haber penetrado en su cerebro y porque los garrotazos que le dieron, también en la cabeza, sólo le produjeron una conmoción cerebral. Pero su denuncia sirvió para destapar un comercio de órganos humanos que se había montado en el interior de la UNIVERSIDAD LIBRE DE BARRANQUILLA y que se abastecía de vidas “desechables” destruidas con crueldad.
La investigación desatada por la denuncia de Oscar llevó a descubrir en el cuarto frío o anfiteatro de la Universidad Libre los cadáveres de 10 personas y partes de cuerpos de por lo menos otras 40.
Según datos de contexto que la revista Semana logró recaudar, cuatro días antes, el 25 de febrero a la media noche, habían llegado otros dos cadáveres a la Universidad en un taxi. Correspondían a dos basuriegos asesinados a garrote minutos antes en el cementerio, donde solían pasar la noche. En su cacería habían participado 4 celadores de la Universidad, coordinados por un trabajador que llevaba 17 años allí: Santander Sabalza Estrada, quien desde hacía dos años se encargaba de los cadáveres que llegaban a la morgue. Al parecer, entre la media noche y el amanecer, ayudado por los cuatro celadores, descuartizaban los cadáveres; seleccionaban los órganos y los colocaban en recipientes especiales en cuartos fríos y limpiaban el recinto para que nada se sospechara.
Sin embargo, en el descuartizamiento de los dos cadáveres llevados el 25 de febrero, uno de los celadores se desmayó; mientras lo atendían llegó el amanecer y no contaron con tiempo suficiente para ocultar los rastros. Echaron la ropa a una caneca de basura e intentaron incinerarla y no alcanzaron a borrar todas las huellas de sangre. Una de las aseadoras, al comenzar su trabajo al día siguiente, descubrió ropa ensangrentada y semi-incinerada en una caneca de basura y, siguiendo los rastros de sangre que habían quedado, llegó a la morgue y encontró baldes llenos de sangre y pedazos de órganos humanos. Horrorizada, la aseadora acudió al Síndico-gerente de la Universidad para informarle del hallazgo macabro, pero más horrorizada quedó aún cuando el funcionario no le dio importancia al asunto y le pidió que no volviera a mencionar el problema.
La investigación judicial que se inició entonces, vinculó a 14 empleados de la Universidad Libre a los hechos y logró establecer que el Síndico, Sr. Eugenio Castro Ariza, era quien entregaba el dinero para comprar los cadáveres y el grupo de vigilantes, coordinado por el empleado Santander Sabalza, era el que seleccionaba a las víctimas, las asesinaba, las descuartizaba y buscaba compradores de sus órganos.
Los organismos de inteligencia descubrieron, además, que el fenómeno de desaparición de
indigentes en la ciudad estaba estrechamente relacionado con lo que ocurría en la Universidad Libre. El reconocimiento de los cadáveres de 10 indigentes y el análisis de las circunstancias de su desaparición, llevó a esas conclusiones. Según la Procuraduría, hasta hacía 4 meses la Policía encontraba muchos muertos sin nombre en los basureros, pero ese fenómeno había ido desapareciendo y se cree que fue substituido por la muerte de indigentes para negociar sus órganos.
El jefe de vigilancia de la Universidad, deprimido y horrorizado por lo que allí había ocurrido, trató de quitarse la vida ingiriendo un frasco de creolina. Luego, cuando rindió declaración, señaló a varios responsables y afirmó que por cada cuerpo sin vida, que llegaba sin la previa reseña de Medicina Legal, se pagaban 170.000 pesos.
Al agente de la Policía Roberto Pineda Ruiz, quien atendió a Oscar, el cartonero que salvó su vida y destapó el macabro comercio, los celadores le ofrecieron 130.000 pesos por su silencio pero él no aceptó el soborno. Al enterarse, el Director General de la Policía lo condecoró en Bogotá y le ofreció un gran banquete. Sin embargo, el agente decepcionó a los periodistas que lo rodearon e interrogaron luego del homenaje, pues al calificar de muy bajo el precio que se pagaba por los cadáveres, dio a entender que no se vendía por tan poco dinero.
En realidad, el sistema del “falso positivo” tiene un arraigo social muy hondo. Echa sus raíces, no en el sólo término, sino en el hecho social de LOS DESECHABLES.
“El Desechable” es una persona humana cuya vida no tiene un valor en sí misma sino un valor de cambio; vale por el precio que se pueda cobrar por ella. En un momento dado, ese precio puede medirse en dinero; en otro momento se puede medir en una ventaja militar ficticia sobre un adversario; en otro se puede medir en puntos acumulables para una condecoración militar o en méritos para unos días de vacación. Pero el valor comercial o de intercambio se apoya en una escala valorativa de los seres humanos de acuerdo a su posición económica y social; a su grado de instrucción; a su ajuste o integración al Statu quo; a su cercanía o distancia de los poderes dominantes; a su posibilidad de reacción o defensa frente a quienes lo mercantilizan.
La existencia de “desechables”, una de cuyas expresiones masivas ha sido, en las últimas décadas, el “falso positivo”, interpela sobre los verdaderos valores constitutivos de la sociedad y del Estado; aún más, sobre las bases más estructurantes de de nuestra cultura.