ELACORDEÓN Domingo 10 julio 2022
Peter Brook (1925-2022) Editor Luis Aceituno | Diseño Estuardo de Paz
2
Guatemala, domingo |
ELACORDEÓN | 10 julio 2022
Peter Brook, resistir y liberarse a través de la palabra POR | JUAN PEDRO QUIÑONERO/ FERNANDO GOITIA
La muerte del genial director teatral a sus 97 años cierra un capítulo dorado de las artes escénicas del siglo XX. Nacido en Londres en 1925, comenzó su carrera con apenas 20 años, llegando a encabezar importantes instituciones como la Royal Shakespeare Theatre o el Centro Internacional de Creaciones Teatrales. También incursionó en el cine, la ópera, la televisión y escribió textos fundamentales sobre el arte dramático. Recibió en 2019 el Premio Princesa de Asturias. A continuación les ofrecemos una entrevista en donde repasa su ideario y un fragmento de sus memorias.
S
eñor Brook, ¿cuál es el puesto del mestizaje cultural en su propia obra? — Muy importante. El teatro comienza por ser un espejo del mundo. Y el mundo es una interminable cadena de mestizajes. En mi caso, he trabajado y aspiro a continuar trabajando con hombres y mujeres de muy distintas procedencias y culturas. Ese diálogo me enriquece y me gustaría pensar que enriquece al público, para conocerse mejor y para conocer al otro, a los otros. El espejo del trabajo teatral, ¿desemboca en la acción política? — El teatro político de hace cincuenta años está hoy muy pasado de moda. Aquellos debates de otra época, entre teatro de elites y teatro popular, creo que ya no tienen sentido. A mi modo de ver, el espejo del trabajo y la obra teatral quizá tiene como primera tarea la de despertar las conciencias, agudizar la visión individual y colectiva de la realidad. Mirando la realidad con los ojos abiertos, con serenidad, con limpieza moral, es imposible no terminar por interrogarse. La vieja tentación de intentar “explicar”, intentar influir en el espectador, a mi modo de ver, se ha terminado. ¿Y qué aporta el mestizaje a esa manera de entender el teatro? — Otros mundos, otras voces, otros puntos de vista, otras maneras de ser, otras lenguas. Cada lengua, cada cultura, cada hombre, está en pie y se comporta a su manera. A mi modo de ver, el instrumento más misterioso
para hacer teatro es el ser humano. ¿Hay que quemar la vieja tramoya de la magna tradición teatral occidental? — Yo no soy partidario de quemar nada, sino de enriquecerme con todo. Dicho esto, en mi caso, es cierto que tiendo a despojar mi trabajo de todo lo que no sea esencial. Y, en ocasiones, es difícil hacérselo entender a la crítica. En ocasiones, viene a visitarnos algún señor muy serio que se pregunta donde están todas aquellas cosas, instrumentos, tramoya, de esa tradición teatral a la que usted se refiere. Y, bueno, sonrío, y tengo que explicarle que, en verdad, en mi caso, intento llegar a lo universal a través de lo más sencillo, lo más humilde, lo cotidiano, el cuerpo humano y sus relaciones con lo inmediato, con las cosas de la vida, que pueden ser triviales, dramáticas, sublimes. Desde esa óptica, ¿cuál es el autor más grande del siglo XX; o, al menos, el que a usted más le interesa? — Samuel Beckett. ¿Por qué? — Hay en Beckett esa búsqueda casi metafísica, muy material, al mismo tiempo, de algo universal, a través de los gestos de la vida más íntima. En Beckett, las cosas más pequeñas pueden transformarse en algo muy grande y universal. Un simple personaje de Beckett, en escena, a través de su mímica, a través de su rostro, puede ir muy lejos en la exploración del alma humana. Hubo un tiempo en que se pensaba que Beckett era muy pesimista, un nihilista. Pienso que era
Guatemala, domingo |
¿Qué es lo real?
D
3
ELACORDEÓN | 10 julio 2022
POR | PETER BROOK
e pequeño tenía un ídolo. No era una deidad protectora, era un proyector de cine. Durante mucho tiempo no me permitieron ni tocarlo, porque los únicos capaces de entender sus entresijos eran mi padre y mi hermano. Después llegó el tiempo en el que se me consideró de suficiente edad como para sujetar y ensartar los carretitos de película Pathé de nueve milímetros y medio, armar una diminuta pantalla de cartulina en el proscenio de mi teatro de juguete y mirar con siempre renovada fascinación las rayadas imágenes grises. A pesar del amor por las películas que creó en mí, el proyector en sí era una máquina adusta y sin encanto. Había, sin embargo, una tienda por la que pasaba a diario al volver del colegio, y en el escaparate tenían un proyector de juguete barato, hecho de hojalata roja y dorada. Yo lo codiciaba. Una y otra vez, mi padre y mi hermano me explicaron que aquel objeto de mis deseos no era nada comparado con el instrumento para mayores que teníamos en casa, pero me negué a dejarme convencer; el atractivo de aquella cutre rojez era más fuerte que cualquier persuasión que pudieran ofrecerme ellos. Y mi padre me preguntó: “¿Tú qué preferirías, un penique dorado y nuevecito o una moneda de seis sucia y gris?”. Aquella pregunta me atormentaba, yo notaba que tenía truco, pero siempre me decidía por el penique reluciente. Una tarde me llevaron a Bumpus, una librería de Oxford Street, a ver una función para niños en un teatro de juguete del siglo XIX. Aquella fue mi primera experiencia teatral, y hasta el día de hoy sigue siendo no solo la más vívida, sino también la más real. Todo estaba hecho de cartulina: en el proscenio de cartulina había unos nobles victorianos rígidamente inclinados hacia delante en sus palcos pintados; al pie de las candilejas, en el foso de la orquesta, un director, batuta en ristre, se había quedado en suspenso para la eternidad preparándose para atacar la primera nota. No se movía nada; luego de repente se levantó el dibujo rojo y amarillo de un telón con borlas y dio comienzo El molinero y sus hombres. Vi un lago hecho con tiras paralelas de cartulina azul de líneas onduladas y bordes ondulados; en lontananza, la minúscula figura de cartulina de un hombre montado en un bote, meciéndose ligeramente, iba cruzando de un lado a otro por el agua pintada, y cuando volvía en la dirección opuesta parecía estar más cerca y ser más grande, porque cada vez que lo empujaba hacia los bastidores un largo cable, lo cambiaban de modo invisible por una versión más grande de sí mismo, hasta que en la última entrada la misma figura tenía dos pulgadas completas de
altura. Ahora estaba fuera del bote con una amenazadora pistola en la mano, y se iba deslizando magníficamente hasta el centro del escenario. Aquella soberbia entrada, digna de un primer actor, era absoluta realidad, como lo fue el momento en que unas manos ocultas se llevaron un molino con aspas que daban vueltas de verdad y un cielo de verano, azul con nubes blancas de algodón, y en su lugar pusieron una chillona imagen del mismo molino en una apocalíptica explosión, con fragmentos que saltaban de su corazón naranja. Aquello era un mundo mucho más convincente que el que yo conocía fuera. La niñez, afortunadamente, es literal; el pensar en metáforas aún no ha empezado a complicar el mundo. Aunque uno nunca se pregunte a sí mismo “¿Qué es lo real?”, la niñez es un constante ir y venir de un lado a otro de las fronteras de la realidad. Luego, al crecer, uno aprende a desconfiar de la imaginación, o bien llega a encontrar desagradable lo cotidiano y busca refugio en lo irreal. Yo habría de descubrir que lo imaginario es a la vez positivo y negativo: se abre a un campo traicionero, en el que las verdades suelen ser difíciles de distinguir de las ilusiones y en donde ambas arrojan sombras. Tenía que aprender que eso a lo que llamamos vivir es un intento de leer las sombras, traicionado cada dos por tres por lo que con tanta facilidad creemos real. Mientras estaba en la cama con esa fiebre que te hace las sábanas ásperas y el día interminable, oía ruidos del piso de abajo y los interpretaba como el chirrido del submarino Earth, el del tebeo que leía todas las semanas. Estaba convencido de que en cualquier momento se abriría camino horadando el suelo, y de que su desenfadado capitán me invitaría a unirme a él en una nueva y peligrosa aventura subterránea. Yo tenía preparado el diálogo, pero él nunca venía, de modo que me volvía a mi auténtico fetiche, dos preciosos carretes de película de cine profesional que me había encontrado en algún basurero. Los alzaba hacia la luz, enmarcados entre dos dedos, haciéndoles cobrar vida con minúsculas sacudidas de la muñeca. Uno estaba teñido de verde, y salían dos hombres en silueta encima de un tejado, mientras que en el otro, rojo tirando a rosa, salía una figura que abría despacio una puerta. Cada vez brotaba una historia nueva de aquellos fragmentos de acción, y yo descubrí felizmente que las posibilidades eran inagotables. El cine y el teatro parecían hechos para ayudarle a uno a ir “a otro sitio”. En la gran exposición sobre la radio, se había congregado una multitud alrededor de una caja en la que salía una imagen gris y granulada en una diminuta pantalla de cristal. Me abrí camino
para ver aquel grandioso invento nuevo llamado televisión. En aquella película en miniatura salía un hombre desenfundando una pistola. En un instante fui absorbido por la pantalla; el gentío, el salón de exposiciones, todo desapareció, y nada volvió a tener importancia alguna. Yo era parte de la historia, lo único que me interesaba era saber qué más pasaba, y estaba experimentando por primera vez lo rápido que puede apoderarse de nosotros una ilusión, con qué facilidad se disuelve nuestra sustancia y nos sumimos en lo irreal. En otra ocasión, en un pequeño cine de montaña suizo, mi madre y yo nos deslizamos en las butacas en el momento en que aparecía en la pantalla el anuncio de la película de la siguiente semana. En ella también salía un hombre con una pistola, pero esta vez la tenía apretada contra la cabeza de una chica, que apenas se veía en la oscuridad encima de una almohada. “Wo ist der Schlüssel der Garage?”, murmuraba. Todavía hoy, oigo esa frase y me produce el mismo escalofrío. “¿Dónde está la llave del garaje?”. Un cuarto de siglo más tarde, Brecht me explicó lo importante que era para él evitar que el público se identificase con lo que ocurría en el escenario. Para ello había inventado toda una gama de recursos tales como letreros, consignas y luces muy brillantes para mantener al espectador a una distancia segura. Le escuché cortésmente, pero no quedé convencido. La identificación es harto más sutil y subversiva de lo que él parecía insinuar. Una pantalla de televisión es sugestiva y, aun cuando en nuestro fuero interno sabemos que es una caja y que estamos en nuestra propia habitación, si se mueve un dedo como es debido nos identificamos con él. Un revólver, un puño cerrado y la ilusión es completa. ¿Dónde está la llave del garaje? El cine fue mi ventana real hacia otro mundo. Pocas veces fui a una función de teatro, y si lo hice fue de mala gana, llevado a rastras por mi madre, que tenía una mente artística, mientras mi padre solía decir guiñando el ojo: “Tú y yo no somos intelectuales, a nosotros nos gusta el cine”. Una vez dentro del teatro, solía fascinarme, pero lo que atrapaba mi imaginación no eran ni la historia ni la interpretación, sino las puertas y los bastidores. ¿Adónde conducían? ¿Qué había detrás? Un día, se levantó el telón y el decorado no era sin más las tres paredes de un salón. Era la cubierta de un barco, de un transatlántico de verdad, y era inconcebible que tan espléndido navío pudiese cortarse bruscamente en los bastidores. Yo tenía que enterarme de qué pasillos partían de aquellas gruesas puertas de hierro y de qué había allá afuera, detrás de las portillas. Si no era el mar, tenía que ser lo desconocido. *Fragmento de “Hilos de tiempo”, memorias de Peter Brook, traducido al castellano por Susana Cantero. Editorial Siruela, 2019
4
Guatemala, domingo |
ELACORDEÓN | 10 julio 2022
mal comprendido. Beckett puede ser muy trascendente. Con un sentido inmenso del humor, muy tierno, a la manera de Búster Keaton, efectivamente. Hace años, Beckett era un autor para minorías intelectuales. Hoy comienza a ser representado en todo el mundo y está descubriendo nuevos públicos. Los nuevos lectores y espectadores de Beckett son mucho más jóvenes. ¿Hay algo en común entre Beckett y una obra suya como Sizwe Banzi ha muerto o que es algo más naturalista, más “directo”, una tragedia de segregación y racismo? — La capacidad para reír, en el momento más terrible. Y esa capacidad también habla de una capacidad inmensa para resistir y liberarse, a través de la palabra, de entrada. En ocasiones, la palabra también puede ser un instrumento de segregación e insondables diferencias. — Quizá… También se da el caso de gentes que aspiran a tener el monopolio de la palabra o abusan de ella, en nombre de una religión revelada… — Todas las grandes religiones han tenido en un momento u otro la tentación de perseguir a los no creyentes o los iconoclastas. Sin embargo, más allá de la historia de las iglesias, cuando se entra en una gran catedral o en una gran mezquita se siente siempre la misma impresión de inmensidad, de la que habla el origen último de todas las religiones, del cristianismo al budismo.
y trabajo.
En su montaje de Oh les beaux jours de Beckett, uno de los personajes se arrodilla con frecuencia, y mira al cielo, implorando. — Beckett tenía un santo horror por la falsa religión, la falsa piedad. Y no creo que él fuese muy creyente. Sin embargo, en su fondo último quizá hubiese una duda: “yo no creo, pero, quién sabe...”. Hay, en Becket, duda, burla, incertidumbre y misterio. Otro tanto pudiera decirse de Shakespeare. El Rey Learr es una pieza de un trascendentalismo absoluto. No hay religión aparente. Pero en su tragedia quedan en suspenso inmensas preguntas. Otro tanto pudiera decirse con Dostoievski y sus Hermanos Karamazov.
Su vida ha sido una búsqueda constante. ¿Tiene algún lema que lo haya acompañado? — Ve siempre contra la marea. Busca, busca, busca; intenta, intenta, intenta. Y, cuando creas haber hallado lo que buscas, piénsalo bien. Quizá sea solo un montón de mierda [ríe].
¿Contribuye el teatro a crear un mundo mejor? — Sin duda, el mundo es mejor gracias al teatro, a la literatura, a la música, al arte… El teatro es una experiencia absolutamente humana porque te ofrece un breve momento de generosidad; te empuja a sentir lo que otros sienten, a ser más humano. No estamos aquí para cambiar el mundo, pero conmover a alguien con una historia ajena es un trabajo que merece la pena.
De eso trata la obra.
Su última obra se titula Why? (¿Por qué?) ? ¿Nunca dejará de hacerse preguntas? — Jamás. Y “¿por qué?” es la más importante, la que nos hace avanzar. Los descubrimientos, los movimientos artísticos, los viajes de exploración; cada nuevo paso de la humanidad arranca con una pregunta.
Y usted quiere que no nos olvidemos de ello… — Es que hay un problema de base: profesores y padres enseñan a los niños que cada pregunta debe tener una respuesta. Y no es así. Condicionan sus mentes a buscar un resultado inmediato, pero hallar la respuesta es algo que puede llevarte mucho tiempo
— Fui un principiante como cualquier otro, solo que tuve varios éxitos muy pronto y ya no paré. Suena como si no lo buscara… — Porque nunca soñé con un bombazo para convertirme en estrella. Quería que me fuera bien, claro, pero nunca pensé en el dinero. La fama fue llegando de forma misteriosa y, con ella, el dinero.
¿Cuántas veces ha sentido la necesidad de limpiar su mente y volver a aprender desde cero? — Así empiezo cada día. Y, en mi carrera, cada proyecto ha sido el eslabón de una cadena sin fin. Cada vez que he conseguido un éxito me ofrecían repetir la fórmula, pero eso hubiera sido ir hacia atrás.
¿Cómo se aproxima a los actores para obtener de ellos lo que necesita su obra? — Lo primero es proporcionarles confianza. Llegan al primer ensayo con miedos y los pongo a jugar; los obligo a mirarse y escucharse para crear un espíritu familiar. A los dos días tomamos un té y hablamos.
¿Quiere decir que quedarse en el mismo sitio es un paso atrás? — Claro, porque no arriesgar y probar cosas nuevas es un paso atrás. Lo tuve claro con 23 años al triunfar con La Bohémee en Covent Garden “¿Qué otra ópera de Puccini podemos hacer?”. Pero yo no quería repetirme.
Entre los directores de cine y teatro –cuentan las leyendas– hay mucho tirano. Usted ¿cómo entiende las tareas de dirección? — Yo no soy un jefe, soy un colaborador más. Controlo todos los aspectos del proyecto, claro, pero mi tarea principal es guiar al grupo en una dirección compartida y alcanzar juntos lo que llamamos “calidad”. Nadie sabe qué significa con exactitud esa palabra, pero todo el mundo la percibe.
Dirigió por primera vez con 18 años. ¿Quiso antes ser actor? — Sí, pero me di cuenta rápido de que sería un pésimo actor [ríe]. Se me daba mejor escribir, concebir escenografías y ayudar a los buenos actores a mejorar. Fue el director más joven de Covent Garden. ¿Poseía ya mucha confianza en sí mismo?
¿Guiar es también liderar? — Oh, no, un líder es otra cosa. Hitler era un líder. Alguien que se cree en poder de la verdad y engaña a los demás para que lo sigan, aunque sea hacia al abismo. Un líder tiende a ser dictador.
Guatemala, domingo |
H
ay un viejo video que de vez en cuando circula en las redes, donde un adolescente de lentes, con cara de sabio precoz, explica en detalle de qué se trata el artilugio que tiene en la mano, y al que pondera como práctico y sencillo de usar, entre sus ventajas la de que no necesita baterías, ni enchufarse. Se llama libro, explica el muchacho con aire didáctico. En marzo de este año me senté a escuchar con fascinación el debate entre editores sobre “El libro de papel y el libro digital” realizado en Málaga en el marco del Festival de Escribidores de la Cátedra Vargas Llosa, en el que participaron Pilar Reyes, de Penguin Random House, Enrique Redel, de Impedimenta, Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg, y Phil Camino, de La Huerta Grande, bajo la moderación de Ramiro Villapadierna. ¿Seguimos prefiriendo el libro de papel? ¿Cuánta fuerza ha cobrado el formato digital? ¿Estamos a las puertas de un cambio irreversible en la forma de leer? ¿Variaron los hábitos de lectura durante la pandemia? ¿El libro de papel será sólo un recuerdo nostálgico en la memoria de los viejos? Entre las sorpresas que me he llevado al escuchar la conversación, la primera es que, el libro de papel, tal como lo conocemos desde que se inventó la imprenta, con páginas que se pueden pasar humedeciendo el dedo y entre las que se puede colocar un señalador, el libro que se puede acariciar, sopesar, meterle la nariz para oler su aroma a tinta nueva o papel viejo, lejos de morir olvidado, está en vías de renacer, imponiéndose a las amenazas de su desaparición. El triunfo de lo tangible contra lo intangible, de la realidad contra la ilusión, de la materia contra la simulación de la materia. Cuando cerramos un libro a medio camino de la lectura, el cerebro humano, que está dotado de una geo orientación, sabe en qué página nos quedamos y adónde regresar. El proceso se entorpece cuando leemos en una pizarra de cuarzo, porque la memoria de la lectura cambia, y el cerebro se desorienta cuando reiniciamos de nuevo la lectura. No sabe adónde se quedó la vez anterior. No hay páginas adelante, ni atrás. La reducción drástica de las tiradas de
5
ELACORDEÓN | 10 julio 2022
Los libros de verdad POR | SERGIO RAMÍREZ
los periódicos, y la desaparición de sus ediciones impresas, en muchos casos, habla claramente del traslado de la lectura de las noticias al espacio digital. Pero no es lo mismo enterarse de lo que está ocurriendo en el mundo con sólo mirar a la pantalla del teléfono celular, que entregarse a la lectura de un libro, para lo cual necesitaremos varias sentadas. No simplemente un acto de información instantánea, sino de meditación, y de diálogo con quien escribe y con nosotros mismos; de preguntas que se abren a otras preguntas, de respuestas no satisfechas. Un viaje interminable. De cada cien libros que se venden en España, sólo 5 son de formato digital, una proporción que en Estados Unidos crece hasta el 25%, compuesta sobre todo por novelas románticas y policíacas de las baratas, eso que se ha llamado pulp fiction, libros de leer y tirar, que se descuadernan fácil; y, en este caso, de borrar. Y la pandemia,
que nos concedió ese espacio de tiempo y soledad para ver series, y para leer, hizo crecer la venta de libros de papel, mientras la descarga de libros electrónicos se estancó. Otra novedad: casi todo lo que se lee en digital, es pirateado. Y es en el mundo de los libros en español donde domina la piratería, hasta en un 75%, un protagonismo triste, porque quienes se mandan uno a otros libros a través de las redes, no tienen conciencia de que se trata de un robo, y de todo el trabajo que hay detrás; porque si el libro digital es cierto que no pasa por el proceso de impresión y encuadernación, están los derechos de autor de quien lo escribió, el trabajo de edición, de corrección, de formato, y de traducción cuando la hay. Claro que el libro digital no consume bosques enteros para fabricar el papel, como ocurre en el caso de los libros impresos, y ayuda a librar a la humanidad de desastres ecológicos. Y en la más lejana y olvidada de
las aldeas se puede instalar una biblioteca de miles de ejemplares con sólo unas cuantas pantallas y una conexión de Internet, que abre paso, a su vez, a decenas de grandes bibliotecas digitales en el mundo. Una repartición democrática de las posibilidades de lectura, no sólo literaria, sino científica, y de formación técnica y escolar. Si la venta de libros desechables crece en el mundo digital, la de libros infantiles, que van a apareados necesariamente a las ilustraciones, crece en el mundo material, porque son libros que se leen en compañía, entre niños y adultos, con el gusto de repasar esas hermosas páginas iluminadas, y leer una y otra vez la misma historia; igual que los libros de arte de formato mayor, que son objetos de deseo, y a los que no se puede entrar sino con fruición sensorial, en un acto de verdadera lujuria. Volvamos al tema de realidad y simulación. El libro electrónico no es sino una imitación del libro real. El formato, la tipografía, la textura y el color mate de la página que creemos que tenemos enfrente, son fingidos. Con el libro digital no se ha hecho sino inventar lo que ya estaba inventado de manera tangible. Un avatar, como todos los demás habitantes del metaverso. Cuando apagamos la pizarra, el libro ha dejado de existir, ha vuelto a la nada de donde salió. No es nuestro. No puede regalarse, ni heredarse. No lo hallaremos en ninguno de esos santuarios que son las librerías de viejo. Es un fantasma que no puede ser colocado en la hilera de libros del estante donde sabemos que los libros reales están, y a los que podemos regresar cuando queramos. www.sergioramirez.com www.facebook.com/ escritorsergioramirez http://twitter.com/sergioramirezm www.instagram.com/ sergioramirezmercado
6
L
os espectadores pueden quedar sorprendidos ante la visión que los saluda en el mismo comienzo de Elvis, la película de Baz Luhrmann que se estrena por estos días. Ese grotesco hombre excedido de peso, con piel cetrina, de aspecto envejecido y enfermizo que asegura que no, que él no mató a Elvis Presley, es nada menos que Tom Hanks. El célebre actor, seis veces nominado al Oscar y ganador en dos años consecutivos, es el mismo que interpretó al santo inocente de Forrest Gump (1994, que le dio una de sus estatuillas doradas) y al heroico abogado y víctima del sida que se enfrenta al stablishmentt en Filadelfia (1993, su otro premio de la Academia). Pero aquí aparece bajo una luz muy diferente. Estamos tan acostumbrados a ver a Hanks interpretando a héroes desinteresados, como el comandante de aviación que lidia con el desastre en Sullyy (Clint Eastwood, 2016), o encarnado al adorable “hombre común”, como el afligido esposo de Sintonía de amor, r la exitosa comedia romántica que Nora Ephron dirigió en 1993, que nos causa un sobresalto que no aparezca en pantalla como un epítome de la decencia. En 1971, Richard Attenborough fue elegido para encarnar al necrófilo asesino serial inglés John Christie en la macabra biopicde c Richard Fleischer El estrangulador de Rillington Place y ver a Hanks como el sórdido y corrupto Coronel Tom Parker, firmando engañosos contratos a nombre de Elvis con mafiosos propietarios de casinos en Las Vegas, es casi tan sorprendente como lo fue ver a Attenborough drogando y estrangulando a jóvenes mujeres. Sucede eso porque, como Attenborough, Hanks es amado y venerado. Incluso si Hanks es capturado insultando en público -como sucedió hace un par de semanas, cuando un fan algo exaltado se llevó por delante a su esposa en un restaurante-, la prensa reacciona con consternación ¿Por qué, entonces, sería Luhrmann tan perverso de pedirle a Hanks que encarne a Parker, el showman estafador que manejó la carrera de Elvis? Incluso que el Coronel haya sido alguna vez Coronel es un punto discutible. En la película, cuando se encuentra por primera vez a Elvis, es un oscuro promotor de feria y manager musical con buen ojo para advertir las grandes oportunidades. El advierte que todos están escuchando un éxito temprano de Elvis, That’s Alright, t y descubre que el cantante es blanco. Elvis, se da cuenta, es potencialmente el más lucrativo ticket de comida que se ha cruzado y se cruzará jamás en su vida. De todos modos, Luhrmann nos da señales de que esta no va a ser la típica performance de Hanks desde el mismo principio de la cinta, envejeciéndolo y agregándole peso. La corpulencia del Coronel hace que se le vea, aún más, moralmente grotesco. “No estoy interesado en la malevolencia, estoy interesado en la motivación”, le dijo Hanks al New York Times en una entrevista reciente, promocionando el estreno de Elvis. En la interpretación del actor, Parker es cínico y oportunista. Sus decisiones comerciales hacen millonario a Elvis y a él aún más rico, pero llevan inexorablemente a la destrucción del cantante.
Guatemala, domingo |
ELACORDEÓN | 10 julio 2022
Tom Hanks y el encanto de los malos POR | GEOFFREY MACNAB
En Elvis, la biopic sobre el Rey del rock and roll de Baz Luhrmann próxima a estrenarse, el actor eternamente del lado de los “buenos” se convierte en el cínico y oportunista Coronel Tom Parker. No es el primero en ensayar esa clase de giro: Al Pacino, Richard Attenborough, Angelina Jolie, Tony Curtis, han sabido sacarle provecho al encanto de ser “malos”.
Inquietar al espectador
Permite que Elvis se haga adicto a las drogas de prescripción médica y lo lleva a explorar toda oportunidad comercial de bajo nivel a disposición, ya sea vender juguetes con su marca, electrodomésticos o incluso pulóveres navideños. Elvis no puede hacer giras internacionales porque Parker es en realidad holandés y permanece en Estados Unidos de manera ilegal. Si deja el país, lo aterroriza la posibilidad de que no lo dejen volver a ingresar.
Pero si se mira a través de la historia del cine, se encontrarán muchos otros ejemplos de directores que eligieron deliberadamente a los más piadosos actores para retratar a los personajes más diabólicos. ¿Por qué el director de spaghetti westerns Sergio Leone eligió a Henry Fonda, el estadounidense de ojos azules que era el héroe de todos, para interpretar al más duro y sádico asesino imaginable en Erase una vez en el Oeste, de 1968? ¿Qué llevó al adorable payaso Robin Williams -la estrella de Mrs. Doubtfiree y Jumanji- a interpretar al untuoso y muy siniestro técnico fotográfico que protagonizaba el oscuro thriller de Mark Romanek Retratos de una obsesión (2002)? Y ahí está Tony Curtis, la afable estrella de Una Eva y dos Adanes de Billy Wilder, apareciendo como el desquiciado asesino en masa Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968); y el reverenciado actor británico Alec Guinness pensando que era una buena idea interpretar al Adolf Hitler de pelo revuelto y mostacho en Los últimos diez días de Hitlerr (1973); y la ganadora del Oscar Octavia Spencer, la querible y resiliente heroína que confrontaba al racismo y sexismo cotidianos en Historias cruzadas (2011) y Talentos ocultos (2016) o aterrorizando adolescentes en la película de horror Ma (2019), de Tate Taylor. De cierta manera, estos son ejemplos de un casting atrevido. Los realizadores
le están dando una buena sacudida a la audiencia jugando con sus expectativas. Actores y actrices en quienes se piensa que se puede confiar, y de pronto exhiben una maldad extrema. En muchas de sus películas, Alfred Hitchcock podía dar indicios de los instintos básicos de personajes interpretados por protagonistas masculinos populares como James Stewart y Cary Grant ¿Eran voyeurs o asesinos o sádicos sexuales? Hitchcock inquietaba a los espectadores con esos interrogantes.
El lado oscuro
Ciertos actores se convierten en monumentos nacionales y, para algunos directores, la tentación de grafitear esos monumentos es abrumadora. Como escribió Christopher Frayling en su biografía de Sergio Leone, el realizador italiano quería “impactar al público” con el contraste entre el personaje que Fonda interpretó en Erase una vez en el Oestee y “un rostro que durante tantos años había simbolizado la justicia y la bondad”. Era como si Leone estuviera convirtiendo a Abraham Lincoln en Charles Manson. Al mismo tiempo, es probable que una película tenga una profundidad emocional extra si el villano es representado de una manera más compleja y sutil. Al ver Perdida (2014), uno no espera que la Amy de Rosamund Pike, una bella y abnegada esposa que ha desaparecido el día del quinto aniversario de su casamiento, sea revelada
Guatemala, domingo |
7
ELACORDEÓN | 10 julio 2022
OPINIÓN
Ignacio Echevarría
como una intrigante villana. Lo más cerca que Pike había estado previamente del lado oscuro había sido cuando interpretó a la traicionera Miranda Frost en la película de James Bond Otro día para morirr (2002), pero allí era de un modo irónico, cerca de lo kitsch, y no preparaba a los espectadores para los extremos maquiavélicos que alcanzaba el plan diseñado contra su marido, el desventurado Ben Affleck, en Perdida. Hay una sorpresa similar cuando el detective interpretado por Denzel Washington en Día de entrenamiento (Antoine Fuqua, 2001), que le está enseñando las reglas básicas a su joven colega interpretado por Ethan Hawke, se revela como un psicópata acosador y sanguinario. De pronto, aparece como alguien infinitamente más peligroso que cualquiera de los narcotraficantes y asesinos ostensiblemente ubicados del otro lado de la ley. “¡King Kong no me va a cagar a mí!”, le grita el detective a la multitud que lo rodea cuando su poder se está desvaneciendo. Washington es en el cine estadounidense una figura totémica, que ha recibido múltiples nominaciones al Oscar y al Globo de Oro. Ha interpretado a figuras históricas como el activista anti-apartheid Steve Biko en Grito de Libertad d (Richard Attenborough, 1988) y al líder radical por los derechos humanos en Malcolm X (Spike Lee, 1992). Los fans respetan esas performances pero, aún así, suelen tener evocaciones más vívidas de él como el maquinador policía, con temperamento volcánico, que de todos los otros héroes q que supo p encarnar. Lo mismo aplica a Al Pacino. Él es uno de los grandes actores del Método, pero una de las escenas que los fans más disfrutan de todo su trabajo es la de su gangster Tony Montana en medio de una lluvia de balas en el final de Scarfacee (1983). Sí, estaba muy bien -y semivillanesco- en El Padrino y en Tarde de perros, pero esas actuaciones palidecen ante la pirotecnia de Scarface, cuando dispara ráfagas con su ametralladora antes de caer él mismo acribillado.
Interpretar al villano
La atracción de encarnar a villanos es obvia. Puede ser lucrativa. Angelina Jolie disfrutó su mayor éxito en taquilla cuando abrazó el lado oscuro y encarnó a la reina malvada
en Maléfica a (2014). Es un modo en que los actores y actrices “limpios” muestran una nueva dimensión, y a menudo ganan un premio en el proceso. También es divertido. Meryl Streep parece estar disfrutando mucho más cuando interpreta a una editora de revistas extremadamente cáustica en El diablo viste a la moda (2006), que cuando está sufriendo por su arte, poniéndole cuerpo a todos esos personajes santurrones con acentos raros en algunos de sus primeros papeles. En ciertas ocasiones, las estrellas atrapadas en un escándalo pueden reparar sus reputaciones interpretando villanos. Ahora puede ser duro para el público aceptar a un Will Smith como el protagonista convencional, luego de su ataque a Chris Rock en la entrega del Oscar de este año, pero esto podría liberarlo para tomar personajes más complejos, menos impecables. Mucho antes de su asesino serial de El estrangulador de Rillington Place, un Attenborough de aspecto mucho más fresco había sido Pinkie Brown, el líder pandillero armado con navaja en El joven Scarface (1948), adaptación del director John Boulting de la novela Brighton Rock k de Graham Greene. Durante su vida, Attenborough siempre estuvo atormentado por una reseña del Daily Expresss en la que el crítico Leonard Mosley se había referido a él como “un adolescente granuja y repelente”, y había sugerido que “su versión del Pinkie de Graham Greene en la película, era tan cercana a la realidad como el Pato Donald haciendo de Greta Garbo”. En el caso del Elvis de Luhrmann, hay tanta disposición de buena voluntad, por parte del público, hacia Hanks que este puede asumir a un sinvergüenza como Parker sin afectar su reputación. Podría decirse que el problema radica más bien en que no resulta lo suficientemente villanesco. Con su sombrero y su traje de safari, tiene un encanto campechano, algo caricaturesco. Hanks fue un matón de la mafia en Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002), y en ocasiones se ha alejado de su típicos roles, pero no es suficiente. Si realmente quiere probar sus credenciales como un villano de la pantalla hecho y derecho, tendrá que ir a fondo, por el método Attenborough, y ser un asesino serial.
A quienes somos aficionados a leer, nos ocurre a menudo que lo hagamos en un lugar más o menos concurrido, ya se trate de una casa familiar o llena de conocidos, ya de un lugar público, como pueden serlo la mesa de un café, la playa durante el verano o, más probablemente, un vagón de tren. No siempre lee uno en soledad, ciertamente, por mucho que la actividad misma de leer sea una actividad solitaria y presuponga cierta voluntad de aislamiento. Aun rodeado de gente –en una sala de espera, pongamos por caso–, se diría que el hecho mismo de leer, la determinación de abrir un libro, sugiere que no se halla uno disponible para la conversación. Mi experiencia, sin embargo, me dicta que no es así como lo entiende la mayoría. Me refiero a la mayoría integrada por los no lectores. En cualquiera de esos lugares a los que he hecho mención, pasa a menudo que, por cualquier razón, alguien que se halla cerca te dirija la palabra. Tú estás tranquilamente leyendo y esa persona, sin temor ni apuro por interrumpirte, te dirige la palabra. Por lo general se trata de una pregunta o de un comentario circunstancial, al que uno responde educadamente, según el humor puede que incluso cordialmente, aunque sin cerrar el libro ni dar a entender en modo alguno que te propones interrumpir la lectura. De manera que, hecho el correspondiente intercambio de comentarios y cortesías (en el caso frecuente de que se trate de un desconocido), uno retoma su libro y se sumerge de nuevo en él, tan campante. La cosa, sin embargo, raramente termina allí. Lo más común es que el vecino o la vecina en cuestión, pasado un rato, vuelva a interpelarte. Descartemos de entrada –¡por favor!– todo marco hipotético de ligue o de seducción; pensemos en una situación que obvia, dados sus componentes, cualquier intención en este sentido. El caso es que el vecino o la vecina en cuestión vuelve a dirigirte la palabra, de nuevo con una pregunta o un comentario circunstancial, que tiene por efecto interrumpir tu lectura. Otra vez respondes con cortesía e incluso amabilidad, enredándote eventualmente en una corta conversación de contenido irrelevante, simple cháchara en el mejor de los casos. Eso sí: a la primera de cambio, uno, que en ningún momento ha cerrado el libro ni ha hecho ademán de dejarlo de lado, fija la mirada en él (sin deshacer la sonrisa, para no resultar antipático) y reemprende la lectura. Pero no lleva leídas dos páginas cuando se produce una nueva pregunta, un nuevo comentario. ¿Pero es que no se da cuenta de que estoy leyendo?, se pregunta uno, casi siempre resistiendo la tentación de gritárselo a quien parece pasarlo por alto. Ha llegado el momento decisivo. O te resignas a abandonar la lectura y te entregas a la conversación, o, con más o menos simpatía o severidad, das a entender, ya de manera explícita, lo que parece obvio, es decir, que estás leyendo y que lo haces por propia elección, cualesquiera sean tus motivaciones. En cuanto a esa pregunta (¿pero es que no se da cuenta de que estoy leyendo?), seamos razonables. Claro que nuestro vecino se da cuenta, pobre de él. Lo que pasa, simplemente, es que quienes no tienen afición por la lectura suelen pensar que leer viene a ser poco menos que la última opción, algo que uno hace cuando no le cabe hacer otra cosa, por ejemplo conversar. Considérese la dimensión del malentendido: uno, por educación y cortesía, se abstiene de mandar al cuerno a quien, por educación y cortesía, se propone piadosamente sacarte de él. ¿Cómo evitar, siendo así, que la situación se repita?