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ELACORDEÓN Domingo 12 junio 2022

Antonio Muñoz Molina, apuntes de la pandemia Editor Luis Aceituno | Diseño Estuardo de Paz


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unio, 2020. Ahora es cuando no tengo ganas de salir a la calle. El estado de alarma que acaba de ser abolido continúa vigente en mi espíritu. El mundo de después, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas. A media mañana, en el calor seco y candente de Madrid —“un horno de ladrillo babilonio”, decía Herman Melville del calor de Nueva York— el tráfico es el mismo de otros veranos, quizá con un grado mayor de encono, porque la temperatura sube cada año, y porque los conductores de autos y de motos parecen ansiosos por compensar el tiempo perdido, la gasolina no gastada, los cláxones no apretados con gustosa violencia durante meses de silencio. Este mundo de después, igual que el de antes, está habitado por adictos al ruido, al motor de explosión y a la quema de combustibles fósiles. El aire de esta calle en la que hace nada se oían los gorriones huele casi palpablemente a gasolina. En un atasco un conductor ofendido por algo se baja de su furgoneta, llega a zancadas al coche que tenía delante, intenta abrir la puerta y como no puede da puñetazos en la ventanilla. Por fin logra abrir la puerta: sujeta con las dos manos la camisa del conductor, que se defiende a puñetazos poco efectivos, porque el agresor es mucho más corpulento. Se dicen a gritos cosas terribles. Las dos caras enrojecidas de furia y de sudor y tapadas a medias por las mascarillas están muy cerca la una de la otra. En ese momento el tráfico empieza a moverse: ahora el conductor agresivo tiene que volver a toda prisa a su vehículo para eludir la furia de los que pitan contra él. Uno y otro sacan la cabeza por la ventanilla y continúan gritando y agitando los puños mientras conducen.

Aunque ahora pueda quedarme en la calle todo el tiempo que quiera procuro volver cuanto antes al refugio de mi casa, atronado por el ruido, por la violencia de la ciudad inhóspita. Sin la menor necesidad una brigada de operarios asistidos por excavadoras y por un camión cargado de alquitrán humeante están renovando el asfalto de un lado de la calle. Primero lo levantan con la pala dentada de la excavadora y después clavan en él las puntas de acero de los martillos neumáticos. En el calor ardiente los operarios llevan cascos de obra, guantes muy recios, gafas protectoras, mascarillas, pero no cascos para los oídos. El pavimento de la acera tiembla bajo las pisadas. Como han cortado el acceso de una calle lateral los autos atascados levantan un gran clamor de cláxones. Este es el mundo al que había tanta prisa por volver. Los pitidos del semáforo en verde se vuelven más cortos y más rápidos, pero el abuelo que cruza delante de mí arrastrando los pies no puede acelerar el paso. Los motores de los autos rugen de impaciencia en el mismo momento en que la luz verde y el diligente hombrecillo verde empiezan a parpadear. Miro hacia atrás desde la seguridad de la otra acera y el abuelo se ha quedado encallado en la mediana.

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Inconfesablemente, hay cosas de las que siento nostalgia. A la caída de la tarde salgo al balcón y miro uno por uno los balcones y

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Volver a dónde Madrid, junio de 2020. Tras un encierro de tres meses, el escritor asiste desde su balcón al despertar de la ciudad a la llamada “nueva normalidad”, mientras revive los recuerdos de su infancia en una cultura campesina cuyos últimos supervivientes ahora están muriendo. Volver a dónde (Seix Barral, 2022), de Antonio Muñoz Molina, es un libro de una belleza sobrecogedora que reflexiona sobre el paso del tiempo, sobre cómo construimos nuestros recuerdos y cómo estos, a su vez, nos mantienen en pie en momentos en que la realidad queda en suspenso. A continuación les ofrecemos algunos fragmentos.

las ventanas a los que se asomaban a diario esos vecinos a los que nos unió durante más de dos meses la fraternidad del aplauso. Algunas de esas ventanas ya están tapadas por las copas de las acacias en las que por entonces aún no habían brotado las hojas. Las miro y me acuerdo bien de cada una

de las personas que se asomaba a ellas: la anchura de la calle marca una distancia en la que no llegan a distinguirse bien los rasgos, pero sí los tipos humanos, la edad, hasta el carácter. Detrás de las figuras se atisbaba la intimidad distinta de cada vivienda. Si alguien no aparecía una tarde ya nos

preocupábamos. Quien abría su ventana o se apoyaba en la baranda de su balcón saludaba con la mano, uno por uno, a los vecinos del otro lado de la calle: la señora mayor de pelo blanco que era la primera en aparecer, siempre uno o dos minutos antes de las ocho; las tres chicas con aspecto de compartir un piso de estudiantes, que se hacían selfis, ponían música y bailaban; el hombre de la barba y el pelo canosos y su mujer, los dos con un aire de progresistas veteranos, de haber sido jóvenes en los últimos setenta; la pareja más joven que a veces sacaba a la ventana un altavoz y ponía música, ella con el pelo muy corto, rubio pálido, siempre con una sudadera de capucha; la otra señora mayor que salía al balcón con un abrigo y unos incongruentes leotardos rojos; las dos hermanas de cierta edad que se asomaban perfectamente peinadas y vestidas, como arregladas para salir, con pañuelos estampados al cuello. Según pasaba el tiempo, seguir saliendo a aplaudir era una señal de vehemencia en la defensa de la sanidad pública: también indicaba que uno pertenecía al grupo de los aplausos de las ocho, no al de las cacerolas de una hora más tarde. Las ventanas que se abrían a las


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televisor, una ventana que da a terrazas y tapias de jardines. Me cuenta que ha estado resfriada, pero que ya se encuentra mejor, y que no tiene miedo. Con la voz del todo lúcida ahora me dice: “Yo ya sé que no soy eterna. Cuando me tenga que ir me iré, tan a gusto. Con eso yo estoy conforme. Lo que no quiero es que sufráis por mí. Quiero que os quedéis con un buen recuerdo”.

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nueve estaban bien cerradas a las ocho, y de ellas colgaban banderas españolas con crespones negros. Pero para un oído musical también había una belleza en el sonido de las cacerolas: era, sobre todo con una cierta lejanía, un clamor metálico como de música gamelán indonesia. También, esa hora del atardecer, a mí me despertaba asociaciones acústicas: era a esa hora cuando volvían del campo los rebaños de ovejas y cabras en los atardeceres de verano de mi infancia, levantando nubes de polvo por los caminos. En el primero de todos los atardeceres de Don Quijote de la Mancha suena el cuerno de un pastor que lleva de recogida una piara de cerdos. Hasta el balcón de mi casa de Madrid llegaba certeramente una memoria de veranos remotos. Al final había algo de tristeza en las fuerzas cada día más menguadas de los que seguíamos saliendo a aplaudir. Ya estaba permitido salir a dar paseos, y mientras nosotros aplaudíamos mucha gente iba descuidadamente a lo suyo por la calle, impacientes por adoptar cuanto antes una normalidad que aún no existía. Nuestros aplausos se escuchaban menos porque éramos muy pocos y porque ya había mucho más tráfico.

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Como es 13 de junio, San Antonio de Padua, he llamado a mi madre para felicitarla por su santo, pero no estoy seguro de que se acordara. Ahora se le nota a veces que finge entender lo que se le está diciendo, pero que tiene una idea muy vaga, si acaso, o que estaba muy sumergida en sí misma, o tenía la mente en blanco, y tarda en volver,

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en despertar a lo que está delante de ella. Hasta hace unos pocos años era ella quien me llamaba a mí bien temprano, para felicitarme antes que nadie. El confinamiento no varió en casi nada su vida. Tampoco ahora cambia nada, porque ya no sale a la calle, ni siquiera los miércoles, que era cuando iba antes a la peluquería. Iba caminando despacio, del brazo de mi hermana o de la chica que la cuida. Después empezaron a llevarla en la silla de ruedas. Pero las aceras en el Puerto de Santa María son estrechas y con muchos desniveles, y con frecuencia están bloqueadas por los autos. La he llamado y por el tono de su voz me doy cuenta de lo ausente que estaba. Desde hace meses mi trato con las personas cercanas es solo a través de sus voces. El teléfono me permite una sensación de intimidad mucho mayor que las videoconferencias. La voz sola favorece la cercanía más que la voz y las imágenes. Mi madre tuvo una voz joven hasta hace no muchos años. La llamaba por teléfono y al escuchar su voz regresaba a otro tiempo. Ahora es ya sin remedio la voz de una anciana. Le pregunto quién la ha llamado ya para felicitarla, y dice: “mucha gente”, pero sospecho que si le preguntara nombres no sabría decírmelos. Hasta hace nada enumeraba con orgullo todas las personas que la habían llamado: sus hermanos, sus primos de Barcelona, sus nietos, vecinas de San Lorenzo que la echan de menos. Estará sentada delante de su mesa con el atril de lectura, en la habitación que mi hermana ha preparado para ella en su casa, con libros, una cesta de costura que ya casi no usa, un

Fue hace nada, y es como si hiciera mucho tiempo. Ayer mismo, de pronto, es nunca jamás. Adquiríamos costumbres que se volvían invariables de un día para otro, y que dotaban de una forma pautada al curso de las horas del encierro. El aplauso de las ocho era una de ellas. También, para mí, el cuidado y el riego de las plantas del balcón, a las que hasta entonces no había hecho ningún caso. El riego automático se había estropeado y en medio del encierro nadie iba a venir a arreglarlo. Empecé a regar yo a mano, cada dos o tres días, ya de noche, cuando había menos peligro de que el agua cayera sobre algún viandante. Casi nadie pasaba entonces por la acera. Como había muy poco tráfico, por primera vez desde que nos mudamos a esta casa era agradable salir al balcón. Yo solo conocía los nombres de algunas plantas. No saber el nombre de una planta es no verla del todo. Conocía los geranios, la abelia, el jazmín, la glicinia, la albahaca, la hierbabuena, la menta, la parra virgen que desde el principio de mayo empezó a trepar de nuevo por la pared, la camelia, la fucsia, la gardenia. Al no venir la señora que trabaja en casa yo ya no tenía excusa para no cuidarlas. Hacía una ronda periódica de las plantas del balcón y las del interior. Lo que al principio me había parecido un fastidio poco a poco se convirtió en uno de esos hábitos que nos fueron ordenando la vida. La jardinería y la huerta son oficios de gente sedentaria. A quien va de un lado a otro y de aeropuerto en aeropuerto las plantas se le mueren de negligencia y soledad. Todos los días del año mi padre bajaba a su huerta, incluso el Domingo de Ramos y el Viernes Santo. De lunes a sábado volvía del mercado a la hora de comer y se cambiaba los pantalones de tela por los de pana, la chaqueta blanca inmaculada de vendedor por la camisa y la chaqueta viejas de hortelano. El pantalón de ir a vender lo dejaba bien doblado sobre

la butaca de su dormitorio, los zapatos lustrosos al pie de la cama. Mi padre era tan joven entonces como lo son ahora cualquiera de mis hijos o de sus amigos. El pelo se le puso blanco muy pronto, pero tenía una cara ancha y cordial que lo rejuvenecía. Cuando estaba en su puesto del mercado, rodeado de parroquianas habladoras, sonreía mucho y hacía bromas con ellas, con un talento natural de vendedor. En la huerta era serio y se concentraba mucho en el trabajo. Era en casa donde muchas veces se volvía callado y sombrío. Ponía mucha paciencia y esmero en enseñarme cosas de la huerta que yo no tenía ningún interés en aprender. Su perfeccionismo me irritaba, su amor meticuloso al trabajo, su convicción de que las cosas debían hacerse lo mejor posible aunque no fuera a sacarse ninguna recompensa. No haber hecho caso hasta ahora de las plantas del balcón me provocaba de pronto un remordimiento que tenía mucho que ver con la sombra tutelar de mi padre. Una tarde de finales de mayo, después del aplauso de las ocho, descubrí que en la tierra de una jardinera habían nacido quién sabe por qué tres plantas de tomates.

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A principios de febrero parecía aún que lo propio de las calamidades era que les sucedieran a otros, que fueran muy lejanas. Ese era entonces el orden natural del mundo. En otros continentes había epidemias mortales, huracanes, tsunamis, terremotos. El virus se extendía por una ciudad china con nombre exótico que la hacía aún más remota, Wuhan. Era como una fantasía de futurismo asiático que se hubiera podido clausurar una ciudad de diez millones de habitantes. En el Cuerno de África, en Kenia, en Somalia, en Etiopía, oscurecían el cielo y arrasaban luego la tierra nubes de miles de millones de langostas como no se habían visto nunca antes, favorecidas por los trastornos del clima. Todo tenía una resonancia de plaga bíblica: primero una sequía devastadora, después inundaciones causadas por ciclones tropicales. Las variaciones climáticas extremas creaban las condiciones necesarias para la reproducción explosiva de los insectos. Con viento favorable las nubes de langostas podían avanzar más de ciento cincuenta kilómetros al día. El calentamiento global acentuaba la evaporación del agua del mar y por lo tanto la formación de tormentas. En diciembre había tres ciclones girando g simultáneamente sobre el Índico. Las lluvias torrenciales sobre los desiertos de la península arábiga permitieron una reproducción excepcional de las langostas. Sus enjambres j cruzaban luego g el golfo g de Adén hacia el Cuerno de África impulsadas por los vientos. En Kenia no se habían visto nubes así desde hacía 75 años. Un enjambre con un frente de un kilómetro de ancho puede comer en un día lo mismo que 35 mil personas. Comparativamente no hay ningún animal tan voraz como este insecto que no pesa ni dos gramos. En el periódico se veía la foto de un hombre corriendo despavorido y agitando los brazos para apartar los torbellinos de langostas que volaban zumbando a su alrededor. Recorté la foto y la pegué en mi cuaderno.


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Acá vienen los aviones. ¡Son aviones norteamericanos!” Los melómanos, y los no tan jóvenes, seguro reconocen estos versos, que son del rarísimo éxito de Laurie Anderson con voz sintetizada titulado O Superman. Esta canción, si es que lo es –traten de cantarla en la ducha–, dio lugar a su álbum debut, Big Science. Anderson ha dicho que la canción está relacionada directamente con la Operación Eagle Claw, una misión militar de rescate fallida, con un helicóptero estrellado incluido. Esta catástrofe demostró que el Superman de la industria militar estadounidense no era invencible, y que la automatización y la electrónica mencionadas en la canción no siempre ganarían. El helicóptero estrellado, dijo Anderson, fue su inspiración inicial para el tema, o pieza de performance. Cuando O Superman se convirtió en un éxito, primero en Reino Unido y después en todos lados, Anderson se declaró sorprendida. ¿Cuáles eran las probabilidades? Uno siempre recuerda lo que estaba haciendo durante ciertos momentos claves de su vida. Esos momentos son diferentes para todos. Algunos de mis momentos están relacionados con tragedias públicas: cuando Kennedy fue asesinado, yo trabajaba en una compañía de estudios de mercado del centro de Toronto. Durante el 9/11 estaba en el aeropuerto de Toronto, a punto de volar hacia Nueva York. Algunos de mis momentos han sido relacionados con el clima: presenciando huracanes, atrapada en tormentas de nieve. Y otros han sido musicales. Tenía cuatro años y estaba tratando, sin lograrlo, de ponerle la ropa a mi oso de peluche cuando escuché por primera vez Maizry Doats en la radio. Blue Moon llegó a mí cantada por una banda en vivo, en la pista de un baile de la secundaria. Bob Dylan se me reveló en 1964, con su pelo enrulado y su armónica, desde un escenario de Boston junto a una descalza Joan Baez. Corte a 1981. El tiempo ha pasado. Soy mayor y no es ninguna sorpresa. Lo que sí es una sorpresa, o lo habría sido para mí en 1964, es que tengo una pareja y un hijo, sin mencionar dos gatos y una casa. Ronald Reagan acaba de ser electo presidente, y el amanecer que está prometiendo para Estados Unidos va a ser muy diferente que el new age de los hippies y el feminismo que estuvimos viviendo durante los años setenta. La derecha religiosa crece como fuerza política. Ya tenía la idea para El cuento de la criada, a y estaba decidiendo si debía o no escribirla. ¿No sería algo muy exagerado? Si hubiera conocido entonces a Laurie Anderson, me habría dicho: “No hay nada que pueda ser considerado una exageración”. Era 1981, entonces. Teníamos prendida la radio mientras preparábamos la cena cuando un sonido extraño llegó pulsando con las ondas sonoras. “¿Qué es eso?”. No era el tipo de música, o siquiera sonido, que normalmente suena en la radio. Ni en ningún otro lado. Lo más parecido era cuando éramos adolescentes y, en los tiempos de las bandejas y los vinilos, poníamos un disco de 45 revoluciones en 33 para divertirnos. Una soprano podía convertirse en un gruñido de barítono parecido a un zombi, y

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Sentir el escalofrío POR | MARGARET ATWOOD

Margaret Atwood, la celebrada autora de El cuento de la criada, celebra los 40 años del álbum debut de Laurie Anderson, Big Science. Un disco, nos dice, que nunca ha sido tan pertinente como hoy en día para enfrentar las preguntas urgentes.

generalmente lo era. Lo que acababa de escuchar, sin embargo, no era divertido. “Esta es tu madre”, decía una voz cantarina con acento del medio oeste desde un contestador automático. “¿Estás volviendo a casa?” Pero no es tu

madre. Es “la mano, la mano que quita”. Es un concepto. Es algo que sale de una película de ciencia ficción, como en Invasion of the Body Snatchers: parece humano pero no lo es, algo que es al mismo tiempo escalofriante y siniestro. Peor aún, es tu única esperanza

ahora que Mamá, Papá y Dios y la justicia y la fuerza no han podido hacer nada. “Esa cosa” que me sorprendió era O Superman. Como pueden ver, nunca me olvidé. No se parecía a ninguna otra cosa, y Laurie Anderson no se parece a nadie, tampoco. O a nadie que normalmente pudiera considerarse como un músico pop. Hasta ese primer simple exitoso era una artista de vanguardia y performance, una inventora con estudios en artes visuales, que había colaborado con artistas como ella, como William Burroughs o John Cage. Los años setenta –recordados no solo por las corbatas anchas, abrigos largos y botas altas, sino también por la segunda ola activa del feminismo– fue un periodo de gran energía para los eventos de performance. Eran efímeros por naturaleza, y enfatizaban el proceso más que el producto. Sus orígenes se remontaban al dadaísmo, en la adolescencia del siglo XX; al Group Zero de los años cincuenta y a Fluxus, activo en los años sesenta y setenta. El gran proyecto de Anderson en Big Sciencee fue un examen crítico y ansioso de Estados Unidos, aunque no exactamente realizado desde afuera. Nació en 1947, y por tanto tenía 10 años en 1957, edad suficiente para ser testigo de la aparición de los nuevos objetos que inundaron los hogares norteamericanos durante esa década; 15 en 1962, un periodo muy activo del movimiento de los derechos civiles; y 20 en 1967, cuando el descontento en las universidades y las protestas en contra de la guerra de Vietnam estaban al máximo. Romper las normas, para alguien de su edad, debe haber parecido algo normal. Pero aunque Nueva York se convirtió en su base cultural, no era una chica de una gran ciudad. Creció en Illinois, el corazón del corazón de Norteamérica. Era una refugiada, no de afuera sino desde dentro: de un país de mamá y la tarta de manzana, un Estados Unidos del pasado que estaba siendo rápidamente transformado por los inventos materiales, y por las autopistas, los shoppings, los cajeros automáticos citados en Big Sciencee como sitios de interés en camino a la ciudad. ¿En qué iban a usar las excavadoras ahora? ¿La idolatría de los estadounidenses por la tecnología estaba por arrasar con su país? Y, de manera más amplia, ¿en qué consiste nuestra humanidad? Mientras el siglo XX se ha transformado en el XXI, mientras las consecuencias de la destrucción del mundo natural se hacen evidentes de manera devastadora, mientras lo análogo es rebasado por lo digital, mientras las posibilidades de la vigilancia se incrementan de forma exponencial, y mientras los medios onlinee se aproximan a la inclemente mente colectiva del Borg de Viaje a las Estrellas, las muestras ansiosas e inquietantes de Anderson toman el aura de lo profético. ¿Ya no quieres ser un ser humano? ¿Eres uno en este momento? ¿Qué significa serlo? ¿O deberías simplemente dejar que tu falsa madre te abrace con sus largos brazos electrónicos y petroquímicos? Big Sciencee nunca ha sido tan pertinente como ahora. Escúchenlo. Enfrenten las preguntas urgentes. Sientan el escalofrío.


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firma Claudio Eliano en su Varia historia a, que el tirano Hanón de Cartago, en su insolencia, para eliminar las conjuras y conspiraciones ordenó por decreto a los naturales de la ciudad que no hablasen entre ellos, bajo pena de hacerles cortar la lengua. Pero los ciudadanos consiguieron sortear la prohibición haciéndose señas con la cabeza o gesticulando con las manos, y aun levantando las cejas, o con expresiones de los ojos, todo en burla y desacato. Entonces, ante sobrada elocuencia, Hanón, por medio de otro decreto, mandó también prohibir los gestos. En señal de protesta y rebeldía, la gente se concertó una mañana en la plaza, y al unísono rompió en abundante y amargo llanto. De manera fulminante, otra vez por decreto, fue suprimido el derecho de llorar. Así quedaron suprimidas las palabras, los ademanes, y aún la libertad natural de los ojos de derramar lágrimas. Me viene esta historia a la cabeza ahora que en Nicaragua ha sido declarada fuera de la ley la Academia Nicaragüense de la Lengua, por decreto de los diputados fieles al régimen; es decir, han sido prohibidas las palabras, lo contrario de lo cual, ya se sabe, es el silencio. El director de la Real Academia Española, Santiago Muñoz Machado, lo ha puesto mejor que nadie: “Cortarle la lengua a la gente es ir un paso más allá en la opresión. Es intolerable desde cualquier punto de vista”. Excepto el punto de vista de Hanón de Cartago. Seguramente habrá pronto en Nicaragua una Policía del Silencio, cuidando de que nadie se comunique entre sí, de modo que la gente no pueda pronunciar las palabras viejas en calles, plazas y mercados, ni inventar ninguna palabra nueva en los bares y las barberías, porque toda palabra es peligrosa para Hanón.

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Lengua cortada POR | SERGIO RAMÍREZ La lengua que cuenta, inventa, juzga, condena e impreca, tiene filo, y el poder absoluto la juzga siempre sospechosa de atrevimiento y sedición. La boca es la puerta de toda rebeldía, y también es puerta de la risa, con la que no congenian tampoco las tiranías, que siempre están de mal humor. Hanón no se ríe, menos de sí mismo. Y odia las bromas irreverentes, lo mismo que cualquier clase de invención, porque la libertad de crear que se halla en las palabras, le parece sediciosa; por eso, entre las prohibiciones de sus decretos entran las novelas, y las letras de las canciones, de las que siempre sospecha burla a su majestad. La lengua, por lo tanto, pasa ahora en Nicaragua a la clandestinidad. Cultivarla, estudiar, investigar vocablos, oraciones, es un delito. Academias de ahora en adelante, solo las militares. Ya antes que la Academia Nicaragüense de la Lengua había sido suprimida la Academia de Ciencias. Ciencias y letras, ¿para qué? Los ciudadanos de Cartago se abstenían de hablar en público, y lo hacían por medio de gestos; pero, en privado, lejos de los oídos de los esbirros de Hanón, sin duda se comunicaban en susurros en las alcobas, en los baños públicos, en los caminos y parajes solitarios. Y en las cocinas. En sus crónicas recogidas en El fin del Homus Sovieticus, Svetlana Aleksiévich recuerda a cada paso como en Kiev, en Moscú, en Leningrado, en los años de la dictadura del proletariado, el lugar donde

la gente se congregaba para hablar, fuera del alcance de la policía secreta, era en las cocinas. La cocina se convirtió en confesionario y conspiradero, en el lugar donde los vecinos se intercambiaban los zamizat, t las copias al carbón de libros y folletos prohibidos por la censura oficial, y donde podían desahogarse, pese al miedo. Porque el fiel compañero del silencio, es el miedo. Pero en Nicaragua no se prohíben solo la academia que cuida de las palabras. A la fecha son 440 las organizaciones de la sociedad civil que han sido declaradas fuera de la ley, bajo la acusación de que todas, por el hecho de ser independientes, actúan como agentes extranjeros, y significan por tanto un peligro inminente para la soberanía nacional, que ahora reside no en la nación sino en la pareja gobernante. Las palabras, y también la memoria hay que erradicarla. El Instituto de Historia de Centroamérica, que guardaba la colección más valiosa de documentos y fotografías, ha sido clausurado por decreto, lo mismo que la Fundación Enrique Bolaños, que poseía la biblioteca digital más grande del país. Son sospechosas las palabras, y peligrosa la lengua que las pronuncia, pero, también, por ejemplo, quienes se organizan para avistar pájaros, proteger reservas silvestres, o cultivar la ejecución de instrumentos musicales. Un vistazo al último de los decretos que suprimen asociaciones civiles, nos puede dar una mejor idea: La Fundación para el Desarrollo de las

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Reservas Silvestres Privadas de Nicaragua; la Asociación de Pianistas, la Asociación Teatral Quetzalcóatl, la Sociedad de Gestión Colectiva de Derechos de Autor y Derechos Conexos de Nicaragua. Y la Asociación Nicaragüense de Pediatría, peligrosa organización de médicos que se dedican a curar niños por instrucciones del enemigo extranjero. Y la Asociación de Profesionales y Técnicos de Prevención de Riesgos Laborales, la Fundación de Protección de los Derechos de los Menores Transgresores y su Reintegración Social, la Asociación Nicaragüense de Pacientes Contaminados con Productos Tóxicos; y hasta la Asociación de Dueños de Restaurantes de Nicaragua, y la Asociación de Desempleados. Hanón desconfía de quienes se organizan libremente de manera solidaria, porque sospecha que, aunque se trate de una fundación que promueva la operación de labios leporinos, o que procure quimioterapia a los niños con leucemia, lo hacen en contra suya. Para Hanón nada es gratuito, sin embargo, ni caprichoso, ni fruto de la irreflexión de un momento. Todo obedece a un diseño maestro, que tiene por fin desarticular a la sociedad civil, desaparecer sus iniciativas, e inmovilizar a los ciudadanos, hasta llegar al control total de la sociedad. Cada quien, en su casilla asignada, moviéndose nada más cuando el Hanón lo decida. El Gran Hermano te vigila. Si te mueves de tu nicho, te corta la lengua. www.sergioramirez.com www.facebook.com/ escritorsergioramirez http://twitter.com/sergioramirezm www.instagram.com/ sergioramirezmercado


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Horacio Castellanos:

“La paranoia y la ansiedad son signos de nuestro tiempo” POR | JAIME CEDILLO

El escritor publica El hombre amansado, un relato corrosivo donde los planteamientos se vuelven incómodos para el lector, que ha de cuestionarse su posición sobre determinados asuntos espinosos como la autocensura o las leyes de género.

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través de Erasmo Aragón, personaje que recupera de su anterior novela, Moronga, el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya lamenta en su más reciente novela El hombre amansado (Literatura Random House, 2022) que la corrección política constriña el comportamiento de una sociedad dependiente de la tecnología, donde “es más difícil que fluyan las energías”. Un hombre a quien “algo se le quebró dentro, o más bien se lo quebraron”, según señala el autor en la novela, es internado en una clínica psiquiátrica tras ser absuelto de una acusación por abuso sexual. Señalado desde la universidad en la que impartía clases, sufre ataques de pánico y cuadros de ansiedad mitigados por un fármaco que, junto a la presencia de Josefin, enfermera del centro que se ha convertido en su pareja, lo mantienen vivo. La historia de Erasmo Aragón es el motor de un relato corrosivo donde los planteamientos se vuelven incómodos para el lector, que ha de cuestionarse su posición sobre determinados asuntos espinosos como la autocensura o las leyes de género. El hombre amansado se inmiscuye con arrojo en la salud mental y, con mérito, logra que sus derivaciones psicológicas se transformen en alta literatura. ¿Por qué le interesaba que la salud mental formara parte de su literatura? – Los trastornos psicológicos son una marca de la contemporaneidad. Más de la mitad de la población en muchos lugares está bajo

tratamiento, además de que hay un negocio, alrededor de todo, con los fármacos. Yo no llegué a esto por un interés particular en los tratamientos, sino porque era la consecuencia evidente del personaje de Erasmo Aragón y su quebranto, luego de haber sido acusado de un abuso que no comete. Todo arranca con el final de Moronga, que es el principio de El hombre amansado. Cuando lo someten a una presión que le hace ingresar en una clínica porque no tolera el miedo que le rodea, el resultado es que queda dependiente de unos medicamentos. La paranoia es una constante entre los personajes de su imaginario narrativo. ¿Qué le ofrece el trastorno mental como vector narrativo? – Te permite un acercamiento y, a la vez, un alejamiento del personaje. Cuando el personaje está viviendo un momento de mayor tranquilidad, puedes tomar un poco de distancia e irlo moviendo. Ahora bien, cuando le dan los ataques de pánico, tienes que entrar en su psiquis y profundizar en su espíritu quebrantado. Más allá de la salud mental y sus derivaciones (ansiedad, depresión, paranoia…), también es una novela sobre la conciencia, donde la culpa ocupa un lugar decisivo… – La culpa es cultural, procede del judeocristianismo y, efectivamente, marca nuestra cultura, mientras que los trastornos psicológicos son producto de situaciones individuales y sociales muy precisas. En

el caso de este personaje, se engarza con la paranoia y el pánico, pero los orígenes son distintos. ¿Ha documentado el comportamiento paranoico? ¿Cómo ha desarrollado esos pasajes tan intensos donde Erasmo Aragón sospecha de casi cualquiera que tiene cerca? -Se trata de una búsqueda interior, más que de una investigación documental. Me pregunté cómo me sentiría yo si estuviese bajo esa presión. Esta novela procede de la observación interna o externa, pero además uno lee la contemporaneidad y descubre que la paranoia y la ansiedad son signos de nuestro tiempo: lo vemos en las novelas, en la televisión, en la calle… En un momento se dice que Erasmo Aragón “abomina de la política de la corrección”. ¿Qué tiene este estímulo de autobiográfico? ¿Cree que el arte se ha abandonado a la autocensura? – Evidentemente. Lo vemos en todas las manifestaciones culturales, y también en los medios de comunicación. La política de la corrección, en su aplicación a la literatura y al arte, cumple un papel como el que cumplió el realismo socialista dentro del comunismo: un mecanismo de control ideológico para que la gente piense y se comporte de una manera determinada. Entonces se renegaba de la cultura anterior porque era burguesa, y el arte debía responder a los intereses de la clase obrera. Ahora no se reniega de aquello porque sea burguesa, sino porque es patriarcal. La contemporaneidad considera que muchas cosas son nuevas cuando, en realidad, son reciclamientos de formas de control. ¿Cree que esto tiene alguna

correspondencia con la legitimidad ética que se atribuye a determinados comportamientos sociales? Respecto al piropo, considerado sexista por una buena parte de la población, el protagonista de El hombre amansado lamenta que “cualquier palabra sobre la belleza (de una mujer) puede ser usada en contra de quien la haya pronunciado”. – En algunos aspectos, sí está relacionado. El piropo es un detalle, pero lo fundamental es que la corrección política, de origen anglosajón y protestante, es una actitud evangélica en contra del placer. Hoy esto se encarna en los poderes fácticos, que controlan los patrones con los que censura Google o las redes sociales. Esto está ahí, yo no me invento nada: si subes una pierna, te quitan la cuenta. Eso es una forma de censura. Lo tremendo es que la guerra contra el placer de los protestantes convertida en corrección política acaba con la cultura mediterránea, que tiene que ver con la coquetería y un sentido de la alegría que no existe en el norte. El piropo es el detalle macro cero de todo eso, mientras que lo peor es que se ha perdido el arte de la seducción por culpa de lo tecnológico. No sé si es peor o mejor, pero desde luego es muy distinto. En la misma frase que le acabo de mencionar, también se dice: “En este país hasta ver a una mujer puede considerarse un delito”. Hemos hablado de movimientos religiosos y corrientes históricas de pensamiento, pero ¿qué hay de la justicia actual? – En el contexto del personaje de la novela, Erasmo Aragón es absuelto por la ley tras ser acusado de abuso sexual y sin embargo la universidad, una institución liberal, lo estigmatiza. A partir de aquí, tenemos dos


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niveles: por un lado, ¿qué es lo apropiado y qué lo impropio como para convertirlo en ley? La subjetividad para discernir entre esos criterios es tremenda. Por otro, esta expresión forma parte de un colonialismo cultural que hemos asumido y por el cual acabaremos renunciando a la capacidad de seducción porque nos dicen que es inapropiado. Si eso se convierte en ley, es todavía peor. Todavía lo inapropiado se queda en el linchamiento público, pero si se convierte en ley, vamos a terminar en un estado religioso. ¿En qué momento decide incluir el abuso sexual, que se revela hacia el final de su anterior novela, Moronga, y es el punto de partida de esta? – Era una forma de mostrar el trastorno de nuestro tiempo, que en este caso se aplica a la subjetividad de la justicia y a la interpretación que la sociedad hace de un suceso. La niña guatemalteca que lo acusa de abusar sexualmente de ella se ha criado en un prostíbulo, ha visto cómo matan a su mamá y está profundamente sexualizada. Sin embargo, tiene mucha más credibilidad que un profesor de universidad porque es una niña. En esta novela, lo que me interesaba era arrancar con la pregunta de cómo sería la vida de este personaje una vez sale de la clínica psiquiátrica. ¿Ha pensado en que ese planteamiento en el que la víctima es el hombre, puede generar alguna polémica? – Es la función del arte, que debe hacernos ver todos los ángulos para que pensemos las cosas de otra forma. En realidad, el carácter subversivo va dentro del arte, es per se; son las ideologías las que tratan de imponer su razón. Desde mi primera novela, La diáspora (1989), siempre he sido así. Por tratar un asunto entonces tan actual como la izquierda armada, me pudieron matar. Solo ocho años después, tuvo que abandonar su país. ¿Qué fue aquello que molestó tanto en su país del libro El asco. Thomas Bernhard en San Salvador? r – A ninguna cultura le gusta que la critiquen. Tú puedes hablar mal de un gobierno pero si hablas de una cultura, estás tocando cosas más esenciales y vulnerables. Si yo me hubiera burlado de Donald Trump, no habría sido peor que si lo hubiera hecho de la hamburguesa. La cultura siempre es un terreno más susceptible. El asco responde a eso, pues no tiene una posición política. Fue una reacción que no tendría por qué haberme sorprendido. Siguiendo con América Latina, la crítica a menudo lo ha colocado en frente del realismo mágico, supongo que por las dosis de verismo que

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ELACORDEÓN | 12 junio 2022

contienen sus narraciones. ¿Está de acuerdo? – Todas esas categorías son muy relativas. Mi novela Baile con serpientess es muy enloquecida: las serpientes hablan y hacen el amor. Sin embargo, no me identifico con el realismo mágico, aparte de que no sé exactamente qué es. La fantasía ya estaba en la literatura clásica, con Apuleyo, que en El asno de oro convierte a un tipo en burro y se termina acostando con las mujeres, y con Luciano de Samósata, que había mandado a los griegos a la luna. Tampoco sé entonces qué es lo nuevo. ¿En qué medida el “boom” ha canonizado la literatura hispanoamericana? ¿Debe seguir siendo un referente o es necesario pasar página? – Fue un proceso que responde a un movimiento natural de crecimiento. La literatura en lengua española producida en lengua española alcanzaba su plenitud en un momento determinado, pero como ocurrió con la estadounidense en la primera mitad del siglo XX (William Faulkner, Ernest Hemingway, John Steinbeck…), la francesa en la primera mitad del XIX (Stendhal, Gustave Flaubert, Honoré de Balzac…) o la rusa en la segunda mitad del mismo siglo (Fiódor Dostoievski, León Tolstoi, Iván Turguénev). Este fue el momento de América Latina en que culmina culturalmente toda su producción literaria, así que lo que venga será como todo lo que viene después de cada momento de estos. La literatura en lengua española producida en Latinoamérica no necesita consagración, pues ya la logró. ¿Sus orígenes fronterizos le han permitido interpretar con mayor perspectiva el desarraigo del que todos hablan en su obra? – Sí. El hecho de haber nacido en un lugar, haberme formado en otro, haber vivido en tantas ciudades y acostumbrarme al exilio tan joven me ha exigido una flexibilidad para sobrevivir. Esto te hace preguntarte más cosas. Desde Centroamérica, se ocupa de los mismos temas que siempre han liderado la literatura en América del Sur. – Claro, formamos parte del mismo tronco, aunque somos los más atrasados en términos sociales o económicos, comparados con países grandes como Argentina o Colombia. No hay un movimiento, pero no es extraño que haya coincidencias. Es una historia que compartimos, pese a que no haya un factor unificador. Lo único que unifica a la Latinoamérica actual es la inestabilidad y el fracaso, pero tampoco se puede generalizar porque tienes Chile, Costa Rica o Uruguay, países bastante viables con una calidad de vida digna.

OPINIÓN

Ignacio Echevarría

Huéspedes He leído, con más de un año de retraso, Desde dentro (Anagrama), de Martin Amis. Y qué bien me lo he pasado. Pocos meses atrás leí también, con mucho más retraso, Experiencia, título con el que Desde dentro forma un tándem más o menos memorialístico. La suma de los dos volúmenes resulta despampanante. Nunca he sido muy aficionado a las novelas de Amis, pero estos dos libros, genuinamente inclasificables, constituyen a mis ojos una felicísima aventura de la inteligencia, de la moralidad bien entendida. Amis está cerca de cumplir setenta y tres años. Publicó Experiencia en el 2000, sobrepasados los cincuenta. Lo que uno –o al menos yo mismo– aprecia sobre todo en estos dos libros es la forma tan resuelta que tiene de afrontar y explorar su propia madurez, que en Desde dentro se aboca ya a una vejez inminente. He aquí, me digo, un tipo que lo está haciendo bien, que sabe mirar atrás y recapitular sin perderse el respeto a sí mismo y a la vez sin dejar de reírse de sí mismo. Un tipo que aprende, que sigue aprendiendo. Que sabe sacar lecciones de las vidas y de las muertes de los demás, ya se trate de maestros (Saul Bellow, Philip Larkin, su propio padre, Kingsley), ya de su más íntimo amigo (Hitchens). Y que no solo sabe sacarlas: también sabe darlas, sin remilgos. Dejando a un lado la estéril y aburridísima discusión sobre su estatuto genérico, Desde dentro es, entre otras cosas, un excepcional libro de crítica literaria y, de paso, todo un manual de estilo. Un modelo de cómo hablar de textos, de libros y de autores sin cortapisas, sin prejuicios, sin solemnidad alguna. Con un desparpajo y una solvencia completamente exóticos por estos pagos. Escritores y lectores por igual tienen aquí mucho a lo que dar vueltas, mucho sobre lo que pensar, ya sea a favor o en contra de los juicios y de las ideas siempre agudas que Amis no cesa de generar con toda tranquilidad, sin perder nunca el humor. Quiero traer aquí una en particular, sobre la que no tengo del todo claro qué pensar. Tiene que ver con lo que Amis denomina “la extraña coidentidad entre escritor y lector”. Lo hace poniendo en juego un concepto muy fértil, en su polisemia, para referirse a un libro, a cualquier libro. Ese concepto es el de huésped, que el DRAE, recuérdese, define a la vez como “persona alojada en casa ajena” y como “persona que aloja en su casa a otra”. De esta ambigüedad, que el inglés mantiene, desprende Amis que –huéspedes ellos mismos respecto al libro– “lectores y escritores son en cierto sentido intercambiables”. A lo que añade: “Cuando a Nabokov le pidieron que resumiera los placeres de la lectura, respondió que se correspondían punto por punto con los de la escritura. Yo, por mi parte, nunca he leído una novela que me hubiera gustado escribir (lo cual supone a un tiempo cobardía e insolencia), pero, por supuesto, trato de escribir, invariablemente, las novelas que me gustaría leer. Cuando escribimos, también leemos. Cuando leemos, también escribimos. Leer y escribir es, en cierto modo, lo mismo”. ¿Lo mismo? Mi celosa conciencia de lector reacciona casi ofendida ante esta pretensión. Me viene a la memoria aquel brillante epigrama de Bob Pop: “Escribir es mentira, leer es verdad”. Cómo iban a ser lo mismo. Y sin embargo, debajo del muy cuestionable sofisma de Amis, intuyo un prometedor sendero por el que explorar la extraña inversión operada de un tiempo a esta parte: la que hace que, por primera vez en la historia, el número de escritores esté superando al de los lectores. Puede que la clave esté ahí, qué demonios, en esa supuesta intercambiabilidad. Seguiremos dando vueltas.



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