elAcordeón 14 de agosto

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ELACORDEÓN Domingo 14 agosto 2022 Editor Luis Aceituno | Diseño Estuardo de Paz La soledad de las cafeterías

14 agosto 20222 Guatemala, domingo | ELACORDEÓN |

El café ha sido un impulso para hacer, pensar y platicar sobre todo y sobre nada. Un fuego líquido y amargo que en tan sólo un par de minutos late con fuerza en las venas, y nos empuja hacia adelante, a movernos, a evadir el sosiego. De ahí la celebridad de la bebida y de los lugares que la sirven I C orría el año de 1941. Edward Hopper solía salir por las tar des a comer un sándwich y a tomar un café en algún diner del Greenwich Village, en Nueva York. Tras el estupor de Pearl Harbor, Hopper se sentó en uno de los sillones y observó el azucarero, las botellas y a la gente: hombres y mujeres paralizados por la incertidumbre de lo que sucedería en los días, los meses venideros. Buena parte de la obra de Hopper se concen tra en expresar el carácter de la soledad, la incomunicación y la zozobra de aquel quieto instante durante la tempestad. En las decenas de telas salpicadas en los museos de todo el mundo, hay una coincidencia inquietante: la cafetería solitaria En su célebre Nighthawks, vemos una cafetería o una fuente de sodas —el anuncio con su nombre: Phillies— a mitad de la noche. Hay tres personas sentadas: un hombre del que no vemos más que la espal da y el sombrero; un hombre y una mujer, sentados uno al lado del otro, y un mesero. En las caras no hay expresiones, son rostros que miran al vacío. La cafetería no tiene una entrada principal, o no la distinguimos. Hay una puerta trasera que, en caso de buscarle un significado filosófico o existencial, podría ser elocuente. La obra derrocha silencio y soledad Da la sensación de no tener dónde acostar el cansancio de la noche. La carencia de hogar. La falta de propósito ¿Pero cuántos lugares ––el mar o los campos abiertos–– podrían expresar la sole dad con mayor precisión que una cafetería? Sin embargo, Hopper eligió una cafetería, un lugar al que se va con la familia, con los amigos, para platicar, para matar el tiempo con una sonrisa Un convivio Y no es una cafetería de mitad de carretera, en la que los conductores, ebrios de soledad, llegan a consolarse con una hamburguesa. Es una cafetería urbana, neoyorquina. Un lugar que debería ser un bullicio. ¿Por qué, entonces, una cafetería? II Las cafeterías son espacios de varias dimen siones. En principio, sirven para conversar con un amigo, para cruzar coqueteos con la novia o el novio, para reunirse con los compañeros de escuela o de trabajo. El café —la bebida protagonista de estos lugares— ha sido un impulso para hacer, pensar y platicar sobre todo y sobre nada. Un fuego líquido y amargo que en tan sólo un par de minutos late con fuerza en las venas, y nos empuja hacia adelante, a movernos, a

Breve tratado de las cafeterías (y sus soledades) evadir el sosiego. De ahí la celebridad de la bebida y de los lugares que la sirven La historia de las cafeterías tiene centenas de páginas de largo. En el origen, estos lugares vienen de Turquía y pronto emigra ron a Europa. Se presume que las primeras estuvieron en lo que hoy llamamos Italia, específicamente en Venecia. Alcanzaron otras ciudades europeas rápidamente. La primera cafetería inglesa se instaló en Oxford, hacia 1650. Fue un éxito categórico. Tanto así que se les empezó a denominar Penny Universities: es decir, “universidades de a centavo”. Imagino una escena que debió haber sido común: con las frentes alzadas y brillosas de sudor, los hombres cruzaban el umbral de la entrada, su mirada erraba en la penumbra, entre las mesas, sillas y barras, entre las caras; entonces caminaban hacia un grupo de personas conocidas, con las armas dialógicas y retóricas afinadas, y el empeño por demostrar su ingenio y POR | JESÚS QUINTERO cultura en el calor conversacional. Surgían arduos debates alimentados por las chispas cafeteras. Bastó un par de años para que la idea se plantara en Londres, la gran ciudad, y poco faltaba para que la popularidad de la cafetería abrazara al continente entero En esta breve historia, hay que hablar de un hombre que accidentalmente ocupó el rol paulino en el proceso cafetero: el curioso y acaso olvidado armenio Pasqua Rosée.

Llevado a Inglaterra por una empresa de exportación de productos turcos y arme nios, en 1652 Rosée estableció la primera cafetería en el West End londinense En menos de diez años, el número de cafeterías en la ciudad ascendió a 550: “Las cafeterías fueron, así, centros significativos para la diseminación y recepción de la inteligencia mercantil y política que se arremolinaba en Londres”, dice el historiador Matthew White. La labor propagandística de Rosée no cesaría en Inglaterra. Veinte años después, él mismo abriría una cafetería en París, en la Place Saint-Germain, en pleno barrio latino. Pronto vendrían las imitaciones. Pocos lugares tan trascendentes como el Café Procope —establecido en la década de los 1680 por un siciliano asombrado por el éxito de estos lugares— en donde algunos comensales, unos tales Diderot, Voltaire y Rousseau, le dieron forma a lo que hoy llamamos la Ilustración. ¿Acaso la modernidad intelectual y política se funda con la preciosa semilla del café y el estable cimiento que la ofrece? ¿Será que la razón y la ciencia nacen del delicado humo de esa bebida amarga? Podemos conjeturar que el combustible de la Revolución Francesa fue el descontento político, claro, pero también podemos aventurar que el fuego cafetero tuvo un papel importante Un rasgo crucial de la cafetería queda claro: su capacidad de ser un punto de encuentro. Es un espacio de socialización que tendría consecuencias políticas y eco nómicas transformadoras. Fue un epicentro de la agitación, un hervidero de pláticas e ilusiones Entre los manteles a cuadros y las servilletas, se tramaron los posibles futuros de un país, de un continente y del mundo. ¿Qué sucedió, entonces, para que la cafetería pasara de ser un punto de encuen tro y confrontación política a ser un lugar azulado, derrochante de soledad, como las de los cuadros de Hopper? III En los años veinte del siglo pasado y bajo la mirada del mitológico Maxwell Perkins, la editorial Scribner’s publicaría a sus mejores fichajes. Después de amabilísimos recha zos en varios lugares, la perseverancia de Francis Scott Fitzgerald por fin se vería recompensada al unirse al catálogo de la editorial Las cartas de este intercambió con Perkins fueron un extenso producto editorial y literario. En 1924, cuando Fitzgerald vivía en París le mandó una carta a Perkins: “Te escribo para hablarte de un joven llamado Ernest Hemingway que vive en París (es americano), colabora con Transatlantic Review y tiene un porvenir brillante. […] Yo que tú le echaría un vistazo enseguida. Es extraordinario”. No pasó mucho tiempo para que Hemingway comenzara a publicar en la Uneditorial.díaperdido de 1933, un sobre llegó al buzón postal de la editorial. Media hora más tarde, ya estaba sobre el escritorio de Perkins. Imagino que el editor vio el sobre, lo tomó y se sentó en el sillón de piel de su oficina Hizo una seña a su secretaría para que no lo molestaran. La etiqueta del remitente rezaba “Mr Ernest Hemingway”. Un respiro profundo. ¿Qué nueva sorpresa le tendría este muchacho? Abrió el sobre y sacó las páginas mecanografiadas. Bajo sus ojos, un relato breve, insólito. Se tra taba de Un lugar limpio y bien iluminado. El texto tiene un estilo conciso, seco, que apenas alcanza las cinco cuartillas. Son tres los personajes: un anciano y dos meseros, uno joven y otro de mediana edad. Están en un café y suponemos que en España. “Era tarde y todos habían dejado el café excepto un anciano sentado a la sombra que las hojas del árbol hacían con la luz eléctrica […] el anciano gustaba de sentarse hasta tarde porque era sordo y ahora de noche todo estaba tranquilo y él sentía la diferencia”. Son notables el juego de luces y sombras, y la sordera del anciano. En el entorno, a pesar del silencio, la violencia ruge tras bambalinas —una referencia a la dictadura de Miguel Primo de Rivera o a cualquier otro contexto militar—, pues por “la calle pasaron una chica y un soldado”. Desde las primeras líneas, se asoma un conflicto sutil: “—La semana pasada intentó suicidarse dijo uno de los meseros —¿Por qué? —Estaba desesperado —¿A causa de qué? —De nada.” ¿De na d a? E l mesero j oven ur g e a l anciano a que se vaya del café con burlas e ironías. “¿Por qué no lo dejaste quedarse y beber?”, dice el mesero de mediana edad Parece comprender al anciano, empatizar con él. ¿Suicidarse y fallar? No conocemos las razones por las que el anciano intentó quitarse la vida, pero en el diálogo de los meseros se asoma la desesperación como un posible motivo. “—¿Cómo lo hizo? —Se colgó de una cuerda. —¿Quién lo soltó? Su —¿Porsobrinaquélo hicieron? —Temían por su alma.” Como en muchos relatos de Hemingway, el meollo está ahí donde nada se dice: ¿por qué el anciano intentaría quitarse la vida? ¿De qué manera la desesperación lo llevó a plantearse la pregunta radical de decidir entre la vida y la muerte? La suya es una estéril desesperación, una que no avanza a ningún lado. La sordera lo mantiene al margen del mundo, estancado en su pro pio cuerpo, sumido en los sinsabores de su pasado y de su soledad. Lo único que puede hacer para disipar ese malestar es ir a un lugar bien limpio e iluminado. El mesero de mediana edad comprende esto y por ello se resiste a cerrar el café. Y aquí viene el momento climático del relato: “Tras apagar la luz eléctrica, continuó la conversación consigo. Es la luz, desde luego, pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música. Claro que no quieres música. Tampoco puedes estar ante un bar con dignidad, aunque eso sea lo único que proporcionan a estas horas. ¿Qué temía? No era temor o miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una nada y el hombre una nada también. Sólo eso y la luz lo único que necesitaba y algo de limpieza y orden. Algunos lo viven sin sentirlo, pero él sabía que todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea la nada. Danos esta nada nuestra nada diaria y nadamos nuestra nada como nadamos nuestras nadas y no nos nades en la nada y líbranos de la nada, y nada. Salve nada llena de nada, la nada sea contigo”. El café es un faro nocturno Una llama breve en la oscuridad furiosa y violenta. Mínima humanidad en un entorno desocupado por Dios. El vacío y la nada. Pasamos de un narrador en tercera persona a uno en primera. La voz externa calla y cede la palabra al ser humano, pero éste sólo alcanza a balbucear. El silencio no está poblado de signos, como decía el poeta; más bien, es una posibilidad malograda, violenta, con fusa, rota. Después de Dios —la alusión al Padre Nuestro es evidente—, lo que queda es la nada. IV Una muchacha teclea con furia en su máquina de escribir. Ha olvidado comer, ha olvidado el fragor de las calles de Nueva York y el rumor nocturno de Central Park. En momentos, el silencio de su departamento revienta con arrebatos coléricos. “¡¿Qué hacer con este maldito personaje?!”, grita. En 1940, siete años después de la publicación del relato de Hemingway, Lula Carson Smith —que más tarde adoptaría el apellido de su espo

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so, McCullers— escribe a toda prisa para entregar la novela con la que se licencia rá de la Universidad de Columbia Aún no sabe cómo titular su proyecto, pero, desde hace unos meses, una deliciosa metáfora le acaricia la lengua. Carson fuma y el humo la cubre como en un sueño: su piel perla, su nariz duende, sus ojos pelota. Para este instante de su vida, habrá marginado con amargura sus aspiraciones musicales y las estaría exorcizando en Mick, un personaje de la novela que está por terminar. Han sido noches de arrugar papeles, de entintar con rojo páginas enteras, pero por fin ha logrado armar una pila decente de hojas. D í as despu é s, Carson corre en los amplios jardines de la universidad al norte de Manhattan. Un par de gotas de sudor ruedan por su frente. Llega justo a tiem po para entregar el trabajo al coordinador de la licenciatura. Nervios. Inseguridad Entusiasmo. Semanas más tarde, se entera de que sus notas han sido sobresalientes y esto la hace considerar la idea de enviarla a alguna editorial; no demora tanto en ele gir a Houghton Mifflin Harcourt. ¿Habrá algún editor suficientemente ingenuo como para publicar su mamotreto?, se pregun ta. Temerosa de la incertidumbre de los próximos días, la muchacha de tan solo 23 años se sienta en su escritorio y mete en un sobre manila la pila de hojas, con una que al frente reza la gozosa metáfora que ha traído por meses en la cabeza: “The Heart is a Lonely Hunter by Carson McCullers.” La novela es una brillante gota de soledad El protagonista es Singer, un hombre mudo cuyo mejor amigo, Antonopulos, también mudo, ha sido internado en un manicomio. Por la soledad y la tristeza de verse alejado de su amigo, decide moverse a una casa de huéspedes donde conoce a varios personajes: una niña, un médico afroamericano, un hombre blanco anarquista y un hombre viudo, dueño del Café Nueva York. Estos personajes se acercan a Singer, primero con sospecha y después con amistad. Van a su cuarto en la casa de huéspedes y pasan horas contándole sus problemas cotidia nos, mientras Singer asiente y contesta con comentarios breves en tarjetas. Cada vez que tiene oportunidad, el mudo visita a su amigo que parece ignorarlo —en realidad, nunca pareció hacerle caso—, pero Singer interpreta este hecho como un signo de profunda comprensión Todos los personajes afirman que Singer es diferente porque comprende. Biff, el dueño del Café Nueva York, dice: “Singer era siempre el mismo con todos. Se senta ba en su silla recta junto a la ventana, las manos metidas en los bolsillos, y asentía o sonreía a sus huéspedes para demostrarles que comprendía”. Biff llega a una conclu sión interesante: “Debido al hecho de que era mudo, podían atribuirle todas las cua lidades que querían que tuviera. Sí. ¿Pero cómo podía producirse un fenómeno tan extraño? ¿Y por qué?”. Para sus amigos, Singer era un recipiente de pensamientos, ansiedades, miedos y sueños; sus amigos platicaban con el Singer que ellos habían construido para sí mismos. Pero, entonces, ¿quién es el verdadero Singer? La comprensión no es sino aparien cia. En la novela, la comprensión es algo interpretado por el interlocutor; es decir, la comprensión no es, sino que alguien la interpreta, la entiende y la siente. En una carta que Singer escribe a Antonopulos, dice no entender a las personas que ha conocido en el café. Los escucha, pasa tiempo con ellos porque, al parecer, eso les hace bien, pero no los entiende. Este malentendido se replica cuando Singer afirma que “sólo tú [Antonopulos] me puedes comprender”. Pero por el narrador en tercera persona sabemos que Antonopulos no comprende a Singer y que ni siquiera se esfuerza por hacerlo. ¿La comprensión verdadera es posible? Hay entendimientos cotidianos, prácticos, prosaicos, desde luego, pero eso no quita que haya un abismo insuperable entre los seres humanos. El lenguaje es útil, pero, en última instancia, ¿no encontramos sus límites en cada palabra, en cada oración, con cada idea que queremos comunicar? La vida es un ciclo fatídico de malentendidos Y un mal día, Singer visita a su amigo y le dicen que ha fallecido. La respuesta no demora: Singer se suicida. Y nadie sabe por qué. Los personajes de la novela buscan lo imposible: alguien que los entienda o, en su defecto, que aparente entenderlos. Buscan sin encontrar y, cuando creen hacerlo, resul ta ser una ilusión fugaz. Alguien describe a Mick ––el personaje que, presumimos, es el alter ego de Carson McCullers–– así: “Las personas como tú y mi padre que no asisten a la iglesia nunca pueden tener paz […] Vas a caminar por ahí como si andu vieras buscando algo perdido”. Algo se ha roto, se ha perdido. ¿Qué fue? ¿El sentido? ¿Dios? ¿La vida? V El otro es imposible. De ahí, quizá, surge el amor, el deseo y el dolor: el deseo de lo que no tenemos y el dolor de nunca tenerlo. Una conversación es una plática con el espejo o, para evitar el solipsismo, es una plática con el otro que imaginamos. La soledad es nuestra condición primordial de individuos. Pero ¿de verdad nuestra interacción con otras personas es una plática con el vacío? ¿De verdad la comunicación es imposible? ¿De verdad estamos solos? La palabra tiene límites. En Lenguaje y silencio (1967), al hablar de las fronteras del lenguaje, George Steiner, explora la des confianza hacia el lenguaje. Al revisar el contexto estético de la primera mitad del siglo XX, nota un cambio en la actitud de los escritores y filósofos ante la palabra. No vemos ya una celebración, sino des confianza, un “sentimiento de la muerte del lenguaje, el fracaso de la palabra ante lo inhumano”. Steiner cita las palabras del dramaturgo ruso Arthur Adamov: “Gastadas, raídas, vacías, las palabras se han vuelto esqueletos de palabras fantasmas; todo el mundo las mastica y eructa su sonido”. La palabra ya no es la mensajera de la ver dad, como algunas civilizaciones antiguas habían creído. “El escritor, por definición amo y siervo del lenguaje, afirma que ya no se puede decir la verdad desnuda. El teatro de Beckett está obsesionado por esta intuición”. Estas limitaciones del lenguaje nos alejan de los otros, nos alejan de toda sensación de comunicación, de comunión y de comprensión. La palabra nos ha trai cionado VI Aquellos lugares de desasosiego intelectual, político y social, que fueron los cafés del siglo XVIII, no se ven sino como un sueño, donde una neblina los cubre y los borra. Son apenas un recuerdo. ¿Fueron una fan tasía? A los cafés de Hopper, Hemingway y McCullers los atraviesa la sospecha, la duda de la traición de la palabra, el silencio catastrófico, la violencia, el caos. El otro nos ha abandonado: la zozobra y el dolor nos han aislado Y a pesar de la atmósfera de soledad, los cafés no están vacíos. ¿Por qué seguimos yendo? Es latente, me parece, una esperan za que se traduce en una tímida pregunta: ¿hay alguien ahí?

Pascal menosprecia la matemática al compararla con la posibilidad de la trascendencia. Descartes se abstiene de realizar genuflexiones ante la aritmética y la geometría, pero identifica sus leyes con la verdad POR | RAFAEL NARBONA

lo condujeron a la certeza indubitable de su propio existir. “Pienso, luego existo”. Parece una frase inofensiva, pero encierra algo terrorífico: la violencia del pensamiento sobre el ser, el carácter imperativo de la idea sobre lo real. Al identificar lo verdadero con una subjetividad hipertrofiada, Descartes abrió el camino hacia una concepción fáustica de la ciencia. Lejos de la humildad socráti ca, propugnó la arrogancia del concepto, degradando el cosmos a mero archipiélago del saber. Descartes es el Prometeo de la Modernidad, el heraldo de la razón instru mental, el precursor de un mundo sometido por la técnica. No hay en su filosofía un ápice de ternura. En Pascal apreciamos la inseguridad de una conciencia que no se resigna a un eclipse definitivo. Abrumada por la vaste dad e indiferencia del cosmos, busca una balsa a la que subirse para no hundirse en la oscuridad La filosofía de Pascal nace de la fragilidad, de la angustia del náufrago que flota a la deriva, de la humillación de vivir uncido al tiempo en un infinito helado e impersonal. Descartes no parece preocupado por estas cuestiones. Aunque se confiesa católico, todo sugiere que su verdadera religión es el lenguaje matemático. Pascal menosprecia la matemática al compararla con la posibilidad de la tras cendencia. Descartes se abstiene de rea lizar genuflexiones ante la aritmética y la geometría, pero identifica sus leyes con la verdad. La suma de los ángulos de un triángulo constituye una revelación, pues nos proporciona un criterio de certeza. Es un hecho claro, distinto, inequívoco, algo que no puede decirse de un argumento teológico. Pascal acusaba a Descartes de haber reducido el papel de Dios al de un relojero. Tras poner en marcha la máqui na del universo, se habría desentendido de su funcionamiento. Su providencia se limitaba a dar cuerda al mecanismo, casi de una forma rutinaria y desapasionada Descartes y Pasca l se encontraron e n 1647 en e l convento p arisino d e l os Mínimos. La Guerra de los Treinta Años, que había diezmado Europa, se aproxima ba a su fin y los dos filósofos decidieron intercambiar impresiones. Descartes ya era un hombre de cincuenta y un años que gozaba de una enorme fama, pero que también había despertado las iras de los tradicionalistas. La Iglesia católica había prohibido sus obras y circulaba el rumor de que su filosofía albergaba un ateísmo encubierto. Pascal apenas superaba los veinte años y su g enio ya era celebrado en todas las cortes europeas. La reunión duróEnhorasesasfechas, Pascal estudiaba la pre sión atmosférica y sostenía la existencia del vacío. En cambio, Descartes afirmaba que en el universo no había vacío, sino éter. La conversación se prolongó durante mucho tiempo. No sabemos de qué hablaron, pero sí que se separaron con desagrado. De hecho, no volverían a entrevistarse. Descartes comentó que su joven interlocutor tenía la cabeza “vacía”, parodiando sus tesis científicas, y Pascal calificó la filosofía cartesiana de “inútil e incierta”. Hoy sabemos que el éter solo es una fic ción y que el vacío realmente existe. Sería absurdo hablar de una victoria póstuma, pues lo esencial de ambos pensadores no se halla en sus teorías científicas, sino en la renovación cultural que propiciaron. Al igual que Spinoza y Leibniz, liquidaron la herencia aristotélica y enterraron la escolás tica, inaugurando una nueva época, donde el saber ya no dependía de dogmas, sino de evidencias. Aunque los dos se declaraban creyentes, su pensamiento impulsó el exilio de los dioses. Pascal lo advirtió tardíamente y repudió sus investigaciones, concentrán dose en elaborar reflexiones disfrazadas de apologética, pero que desprendían el desgarro de una conciencia invadida por el temor a la muerte No me cuesta reconocer que Pascal me inspira más simpatía que Descartes. Su desesperación, tan humana, parece más real que su esperanza. Su fe apenas difiere de la fantasía infantil de huir del peligro, escondiendo la cabeza debajo de una sábana. Todos somos —o hemos sido— ese niño En cambio, Descartes es una especie de Dr. Mabuse. No comete fechorías con sus manos. Manipula, sugestiona o hipnotiza a otros para que perpetren sus planes. Su propósito es adueñarse del mundo, explo tarlo con los utensilios de la razón para despojarle de su misterio. No me cuesta demasiado esfuerzo repre sentarme a Descartes y Pascal prosiguiendo sus disputas en el espacio, transformados en planetas inteligentes con la capacidad de interpelarse. Perdidos en ese silencio que nos envuelve como una gigantesca crisálida, tal vez Dios los contempla y es incapaz de distinguirlos.

Pascal y Descartes: perdidos en el espacio

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Pascal fue un hombre desdichado E l universo l e ins p ira b a p avor. Comparaba nuestra existencia con la espantosa rutina de un reo de muerte que ignora la fecha de su ejecución. Sin embargo, ese temor no le hizo tímido o retraído De joven destacó en los salones elegantes de París. Su ingenio, inteligencia y cortesía le abrían todas las puertas, pero el hastío y el desencanto aparecieron enseguida, apartán dole de ese mundo de púrpura y esplendor. Extraordinario matemático e inventor (le debemos —entre otras cosas— la primera máquina de aritmética, el reloj de pulsera y la ruleta), abandonó sus investigaciones científicas y se refugió en la fe Sus graves problemas de salud —según su hermana Gilberte, autora de la primera biografía del filósofo, el dolor salpicó todos los días de su existencia— acentuaron la necesidad de hallar algo que mitigara su malestar interior. Su encuentro con lo sobre natural se produjo cuando el carruaje en que viajaba sufrió un accidente y quedó al borde de un precipicio, sin llegar a caer al vacío. Pascal atribuyó su salvación a la intervención divina. La providencia había respetado su vida para que pudiera trabajar en la salvación de su alma Esa interpretación adquirió el rango de revelación la noche del 23 de noviembre de 1654, cuando experimentó una iluminación que le invitó a volcarse en la penitencia y la redención. Para no olvidar lo que había vivido durante esas horas de clarividen cia, anotó sus impresiones en un papel y lo cosió al dobladillo de su ropa. El texto se conoce como el Memorial de Pascal yl recoge expresiones como “gozo, gozo, gozo, lágrimas de gozo”, “renuncia total y suave”, “sumisión total a Jesucristo” Desde entonces, el filósofo interpretó sus problemas de salud como una participación en el sufrimiento de Cristo Pascal murió a los treinta y nueve años. Quiso finalizar sus días en un hospital para indigentes, pero sus familiares no se lo permitieron. No dio muestras de miedo ni se rebeló contra su destino. Confiaba en la misericordia de Dios y no lamentaba abandonar un mundo corrompido por el pecado. Más pudoroso y templado, Descartes apenas escribió sobre sus emociones. No cabe sorprenderse, pues siempre intentó seguir la máxima estoica que aconseja vivir discretamente, rehuyendo el alarde subje tivo y la exposición gratuita. Sin embargo, hay algo turbio en los sueños que nos relató para explicar el hallazgo de su método. Al calor de una estufa, experimentó visiones terroríficas y grotescas que paradójicamente

William Burroughs,S.

el duque negro

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William S. Burroughs, que falleció hace 25 años, es una figura legendaria de la literatura estadounidense del siglo XX. Tanto su vida como su obra, de un pesimismo total y un sombrío sentido del humor, reflejan una actitud de rebelión permanente contra la sociedad convencional. Ídolo de Kerouac y Ginsberg, se le considera el gran “gurú” de la generación beat, pese a su negativa a ser incluido en ella.

POR | JAIME CEDILLO

El cariz autobiográfico en los libros de William S. Borroughs (Misuri, 1914 Kansas, 1997) es una de las princi pales divisas de su trayectoria, y sin embargo la obra de su autoría que mejor explica su vida no es precisamente literaria. Unas bolsas de pintura pegadas a unas planchas de contrachapado fueron todo lo que necesitó para elaborar Cañonera El efecto artístico se generaba tras descerrajar un tiro con una escopeta sobre las bolsas, provocando que las manchas de pintura quedaran dispuestas desigualmente sobre las planchas, repletas de agujeros tras el disparo. Aquella miscelánea desordenada de colores, con la violencia de fondo y el uso de las armas como argumento principal, nos ofrece una estampa más que fidedigna de lo que significó su paso por el mundoSuidea fue enviar aquella extravagancia cuando desde la Academia e Instituto de las Artes y las Letras Estadounidenses le solicitaron una muestra de su obra. Era 1983 y, gracias a la mediación de Allen Ginsberg, principal exponente del movimiento beat junto a Jack Kerouac y el propio Burroughs, acababa de ser nombrado como miembro de la institución. Pero esto fue después, mucho después de su compleja infancia en San Luis, una ciudad del estado de Misuri, en el seno de una f amilia acomodada . Su abuelo había sido el inventor de un exitoso modelo de calculadora que adoptó una gran parte de la industria estadouni dense hacia finales del siglo XIX, aunque el ocaso de su vida estuvo marcado por el alcohol, un hábito que trascendió hasta su nieto décadas después. Su tío fue el otro gran triunfador de la familia por sus negocios con Rockefeller y como asesor de Hitler en materia propagandística. Burroughs rene garía de aquella filosofía familiar marcada por la ambición —en la línea del pensamien to estadounidense de entreguerras— tan pronto como descubrió su homosexualidad. Ba j o un contexto socia l castrante, Burroughs se masturbaba a hurtadillas en los baños del Rancho Escuela Los Álamos, g una institución educativa destinada a formar ciudadanos “ejemplares” que asumieran el orden social y económico capitalista. Sus inclinaciones sexuales fueron descubiertas por su niñera, protagonista de un episodio de abusos que tendría un impacto decisivo en su vida, aunque nunca logró desentra ñar qué ocurrió exactamente, ni siquiera delante de los psiquiatras a los que acudió La Universidad de Harvard, donde se graduaría en Literatura Inglesa, no fue precisamente el final de sus problemas de adaptación. Frustrado por tener que esconder su verdadera sexualidad, toda vía en aquellos años estaba convencido de que los niños nacían por el ombligo. No llegó a pertenecer a ningún club —siempre consideró que los amiguismos académicos eran hipócritas, además de tediosos—, pero asistió a algunas conferencias reveladoras como la de T. S. Eliot. No era demasiado admirador de sus poemas, pero al menos no le reportaba tanto rechazo personal como W. H. Auden, al que tuvo la opor t uni d a d d e conocer p ersona l mente. Desde luego, supo que su literatura no seguiría esa estela, por más que en aquel momento estaba absolutamente domina do por una inseguridad que no le permitía expresarse como escritor. El caótico devenir de su vida fue ajustándose a la horma de una producción literaria que aún no había empezado. En su último año de carrera, reu nió unos ahorros para costear los servicios de un chapero, en lo que supuso su primera experiencia sexual con hombres, mientras que el regalo de su familia por el fin de gra duación consistió en un viaje por Europa Explosiones El interés de Burroughs no solo radica en su carácter excéntrico, los pasajes escatológicos de sus novelas o que asesinara a su mujer con un revólver. Sucede que, además, se sorprendió inmerso en los momentos más excitantes del siglo XX. Al borde de estallar la Segunda Guerra Mundial, fue testigo de la eclosión del nazismo en Viena, ciudad a la que volvería para casarse con una mujer judía que necesitaba un visado para escapar. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki pocos años después afectaron profundamente al escritor en ciernes, pero no serían las explosiones más desgarradoras de su vida Cuando comenzó la guerra, la revista Esquire rechazó El último resplandor del crepúsculo, una obra de teatro fundacional que consigna los rasgos estilístos que desarrollaría a lo largo de su obra posterior: surrealismo, humor negro y caricatura. Decepcionado, huye a Nueva York y se enamora de Jack Anderson, que se prostituía tanto con mujeres como con hombres y acabaría arrastrando a Burroughs a una relación tóxica. Por amor, supuestamente, se amputó una falange, hecho por el cual le diagnosticaron esquizofrenia paranoide Este suceso inauguró una espiral de marginación, alcohol y drogas de la que no saldría hasta los momentos finales de su vida. Tras un periplo en la casa de sus padres y un intento fallido de alistarse en la Marina estadounidense, se introdujo en los bajos fondos de Chicago junto a Lucien Carr y David Kammerer, unos antiguos amigos de San Luis. A través del primero conoció a Allen Ginsberg y a Jack Kerouac. A cababa de terminar la contienda m ás grande de la historia de la Humanidad y, sin que ninguno de los protagonistas lo supiera, también estaba arrancando uno de los movimientos más importantes la literatura del siglo XX: la generación beat Kerouac mantenía una relación con Edie, que a su vez era amiga de Joan, emparejada entonces con un estudiante de Derecho. Fascinada por el ingenio y la personalidad de Burroughs, que ya guardaba una pistola en su cuarto, Joan se enamoró del escritor que aún no había publicado una sola obra. Tuvieron un hijo y se acabaron casando, tras unos años en los que todos los nombres mencionados vivieron juntos y pasaron los momentos más apasionantes de su vida entre alcohol, heroína, delincuencia y literatura. Era el precedente de las comunas hippies. Con la referencia espiritual de poetas franceses como Arthur Rimbaud o Charles Baudelaire, había nacido la contracultura, motivada por la subversión hacia el modelo social imperante basado en el estatus social y el dinero. En lo artístico, solo había un objetivo: transgredir. México blues En 1952, Kerouac había publicado su primera novela, La ciudad y el campo, pero no encontraba editor para la segunda, En el camino. En aquel momento también trataba de publicar una obra basada en el asesinato de Kammerer a manos de Lucien Carr El insólito acontecimiento, por el que fue también detenido Borroughs, que lo sabía y no lo denunció, les empujó a escribir en 1945 Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques No trascendió tampoco, pero sería la última tentativa literaria no resuelta por Burroughs Atracó a borrachos en el metro, plantó marihuana y menudeó con distintas sustancias, pero no fue detenido por segunda vez hasta que lo cazaron en una trama fraudulenta que consistía en hacerse con narcóticos de los hospitales a través de distintos métodos criminales. Una de las veces asaltó una boutique con un compañero de fatigas y se llevó un vestido para la esposa de un médico, a cambio de que le consiguiera recetas de morfina. En otra ocasión fue detenido en Texas por conducir ebrio En enero de 1948 ingresó motu proprio en un centro de desintoxicación y un año después viajó junto a Kerouac, Helen Hinkle

Todo esto para celebrar que los actores hayan vuelto a escena. Para ensayar, recuperan su antigua condición enmascarada y llevan cubrebocas. Resulta difícil trabajar en esas condiciones, escuchando voces asordinadas, sin ver los gestos de los compañeros. Para colmo, un contagio en el elenco suspende ensayos y funciones. Y una vez que se estrena hay que enfrentar a un público embozado, cuyas reacciones no se advierten. ¿Sonríen, disfrutan, se aburren? Imposible saberlo. Pese a tantos impedimentos, el teatro, inspiración de la persona, ha vuelto a levantar el telón. El placer de estar ahí después de meses de aislamiento es tan grande que en ocasiones el público aplaude al oír la tercera llamada. Ahora eso no significa que la función comienza, sino que la vida regresa. Enmascarados OPINIÓN Juan Villoro y otros amigos desde Nueva York a Nueva Orleans, un viaje registrado en la novela En el camino En su nuevo destino lo detuvieron de nuevo por posesión de drogas. Un soborno de su abogado resolvió el entuerto, pero para entonces Burroughs ya estaba harto de Estados Unidos Así fue como se instaló con Joan en Ciudad de México, una estancia que se prolongaría durante veinticuatro años Al principio, le agradaba la ciudad, el carácter de la gente. El problema fue que no era fácil encontrar los inhaladores de la bencedrina que consumía Joan. Él, entonces, seguía inyectándose heroína. Lo dejó, pero empezó a beber como un cosaco. Su esposa, harta de la situación, había enfermado y le ofreció alguna vez la posibilidad de divor ciarse, pero un accidente impediría saber qué habría ocurrido con aquella pareja. Burroughs quería deshacerse de su pistola, una automática 380, por lo que acudió a una cita con un comprador en casa de su amigo Heleay. Lo acompañó Joan, habían bebido y Burroughs propuso un juego macabro. “Supongo que ha llegado el momento de nuestro número a lo Guillermo Tell”, diría el escritor, y su esposa accedió colocando sobre su cabeza el vaso de tubo del que bebía en ese momento. Salió bajo el tiro de Burroughs, que impactó en la sien de Joan. Los servicios médicos de urgencia solo pudieron certificar su muerte. Ninguno de los testigos aseguró que el asesinato fuera a propósito. Ni siquiera el autor del crimen llegó a estar un año en prisión, pero la sen sación de culpa no se apartaría de él jamás. Burroughs atribuyó el suceso y sus con secuencias a un espíritu maligno que lo acompañaría el resto de su vida. En todo caso, fue después de la muerte de Joan cuando el asesino se convirtió, por fin, en escritor. Aquel hecho “desbloqueó la vocación lite raria de Burroughs”, asegura el periodista Ted Morgan en la biografía que el propio autor le pidió que emprendiera. “Gracias a Joan, pudo seguir una carrera como escri tor”, añade Morgan en Forajido literario Cut-up Sería Ginsberg quien intermediara en la publicación de Yonqui, su primera novela,i que no era más que un fresco autobiográfico de sus adicciones. En el prólogo de Queer,r donde trata abiertamente su homosexuali dad incluyendo escenas sexuales explícitas, explica cómo las circunstancias trágicas que rodearon la muerte de su esposa lo marcaron para siempre. Era su segunda novela, aunque fue censurada por obscena y no se publicó hasta 1985. La ayahuasca, sustancia que lo tenía obsesionado desde un viaje por América Latina con un antiguo amante, sirvió para un libro a cuatro manos con Gingsberg, Las cartas de la ayahuasca, pero su obra maestra estaba por llegar. El almuerzo desnudo apareció en 1959 en París, pero fue escrita durante su estancia en Tánger desde 1954 hasta 1958. El sexo y la droga se habían afianzado como ejes temáticos, pero esta vez la novela supuso una revolución formal. Burroughs desa fiaba las convenciones narrativas con una estructura en viñetas que invitaba al lec tor a leer en el orden que se le antojase. Es cierto que los pasajes dedicados a la perversión sexual motivaron el secues tro de la obra en Estados Unidos, pero la sentencia del tribunal acabó práctica mente con la censura literaria en el país El desafío experimental de Burroughs no acabaría aquí. Desarrolló la técnica de cut-up, similar al collage, que consistía en realizar producciones propias a partir de recortes. Gingsberg y Gregory Corso, de los beat, la rechazan, pero el autor no solo la empleó como método de escritura. En efecto, la literatura no fue la única disciplina a la que se entregó Burroughs. Colaboró con Timothy Leary en sus estudios de la psilocibina, fue uno de los primeros investi gadores serios de la cienciología y desarrolló técnicas multimedia de vanguardia. Artistas como J. G. Ballard o David Cronenberg se alimentaron de sus a p ortaciones. Entre 1974 y 1981 se convierte en una celebridad como “maestro de la contracultura” gracias a las lecturas, conferencias y otros actos públicos que le consigue James Grauerholz, que se convierte en su secre tario Mantiene encuentros con estrellas del rock como Lou Reed, Frank Zappa, Patti Smith o David Bowie, influencia dos por su obra, y las bandas de rock se ponen nombres extraídos de sus libros. En 1987 deja la escritura y comienza a experimentar con las “Pinturas descarga”, con obras como Cañonera, mencionada al inicio. Sin duda, su arte estuvo determinado por lo azaroso y lo intuitivo, pero él siempre tuvo algo claro: “me veo obligado a aceptar la espantosa conclusión de que jamás me habría hecho escritor de no ser por la muerte de Joan y a asimilar hasta qué punto mi escritura ha quedado motivada y formulada por dicho acontecimiento”, habría dicho. Sea como fuere, su obra está ligada a su vida de forma indivisible. Por lo mismo, la dimensión ética de su figura, siempre en entredicho, no debería medirse con el mismo criterio que su obra. Su irreverencia en aquel contexto es lo suficientemente relevante como para que hoy se reconozca su legado, pues valores como la trasgre sión si g uen vi g entes en la comunidad artística por personalidades tan disruptivas como la de William S. Burroughs.

14 agosto 2022 7Guatemala, domingo | ELACORDEÓN |

La salud sólo existe cuando la perdemos. En circunstancias normales, no advertimos que estamos respirando. Las enfermedades representan una oportunidad de valorar el cuerpo sano e incluso de entender el mundo de otro modo. Las figuras alargadas del Greco se atribuyen a un posible defecto de la vista y las apariciones místicas presenciadas por Hildegard von Bingen a una eventual jaqueca con aura. Cada malestar provoca una compensación. A saber lo que Beethoven habría compuesto en caso de conservar el oído. Más allá de sus estragos, el coronavirus trajo el raro beneficio de recordar que existe la presencia humana. Antes de la pandemia nos limitábamos a asistir a un sitio sin advertir que se trataba de un “acto presencial”. El mal nos sometió a una disyuntiva: aparecer de manera virtual o en la arcaica tercera dimensión. En la mayoría de los casos preferimos la segunda opción. No es extraño que en la tregua concedida por la pandemia los festivales de rock alcanzaran renovado frenesí, pero incluso los simposios de filosofía han asumido una intensidad, si no de rave, por lo menos del razonado hedonismo que Epicuro predicaba en su Jardín. Seguramente, el próximo Día del Grito las plazas se llenarán, no por patriotismo, sino por el irrenunciable placer de estar juntos y hasta apachurrados. El ser social necesita que le piquen las costillas. En este contexto de recuperación de la presencia pocas actividades son tan significativas como el teatro. Un libro puede aguardar para tener lectores y un pintor puede morir sin saber que años después sus cuadros producirán una fortuna en Sotheby’s. En cambio, el teatro juega todas sus cartas durante la función. Cuando fracasa, el desastre es total. El cine permite distracciones secundarias; si la película es mala, nos concentramos en los paisajes, la belleza de una actriz, un coche en fuga o la sugerente música de Ennio Morricone. Incluso nos entretiene lo que comen los personajes (una paradoja de las películas de la mafia italiana es que abren el apetito; la sangre derramada no impide que salgamos del cine con antojo de espagueti). El teatro no admite estas distracciones. Si no nos convence lo que sucede, de nada sirve que los actores hagan acrobacias o la escenografía gire como un carrusel. Estamos ante una decantación esencial de la presencia, una forma del rito que aspira a la catarsis, a la comunión con el público. No es casual que la palabra “persona”, que debemos a los etruscos, signifique “máscara de actor”, y es que el teatro no es una simulación, sino una encarnación de identidades, lo cual, por supuesto, se extiende a la máscara misma, que revela más de lo que oculta. No se trata de un disfraz sino de una investidura. En los foros de la Grecia clásica, las caretas eliminaban toda ambigüedad: la de la Comedia sonreía y la de la Tragedia lloraba. En el carnaval de Venecia la gente no asume los antifaces de Arlequino o Colombina para fingir, sino para expresar lo que no se atreven a decir de otra manera. “Denle una máscara a un hombre y dirá la verdad”, escribió el incontrovertible Oscar Wilde. La máscara no es un ocultamiento, sino un atributo de identidad, según sabemos por El Santo, Superbarrio o el subcomandante Marcos (ahora Galeano). De manera elocuente, en Batman regresa El Pingüino le dice al Vigilante de la Noche: “Me encanta la franqueza de un hombre enmascarado”. Las máscaras del teatro clásico expresaron personalidades de modo tan genuino que la gente aceptó ser definida como “persona”.

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