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ELACORDEÓN Domingo 17 julio 2022

El regreso de John Fante

Editor Luis Aceituno | Diseño Estuardo de Paz


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Guatemala, domingo |

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John Fante está de regreso POR | JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE

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Oscurecido por su propia leyenda, el escritor y guionista fue uno de los narradores más poderosos del siglo pasado y representa la fe descarnada en una vocación. Ahora se recupera una serie de formidables relatos, que solo habían aparecido en revistas y que, bajo el título de Hambre, la editorial Anagrama acaba de publicar en castellano.

eo a John Fante (1909-1983) saliendo de Los Ángeles un día caluroso. Son las siete de la tarde y marcha rumbo al frío: concretamente a Boulder, Colorado, donde sigue viviendo su familia. Nadie lo espera allí, aunque su madre no ha dejado de rezar para que regrese y es el único lugar al que puede volver. Los estrechos asientos de cuero hierven de calor: así lo escribirá en Sueños de Bunker Hill, l la novela dictada a su esposa Joyce en 1981, cuando ya se ha quedado ciego pero sigue mirando, dentro de su recuerdo, sus años como joven guionista en el Hollywood de los años 30.

Sin embargo, en el preciso momento en q John Fante se sube a ese autobús se que siente totalmente derrotado. Los Ángeles le ha resultado una ciudad demasiado difícil, demasiado volátil dentro de sí mismo. Sus alteraciones de humor, los días y las noches con venenos de cócteles furiosos, esos rostros cambiantes de mujeres hermosas al entrar y salir de hoteles fastuosos donde él se siente siempre un animal perdido que sólo encuentra fuerza en el alcohol, le han ido marcando una sensación de perma-

nente extrañeza o bestia herida. Por eso se decide a dejarlo todo atrás e internarse en Nevada, en uno de esos autobuses que cruzan el país en sus noches extensas de largas carreteras, para recuperar la parte de sí mismo que se ha quedado atrás. Así, p pasará del calor dorado y pegajoso p g j de Los Ángeles a una tormenta blanca al entrar en Nevada, parando en Utah y en Wyoming antes de llegar a Boulder. Este es un momento importante en la vida de Fante: cuando vuelve a mirarse en su familia, en el escenario que había abandonado buscando el oropel hollywoodiense, es más consciente que nunca de que el regreso ha dejado de ser una opción. No lo sabe al principio: aunque sigue arruinado, ha podido reunir un llamativo vestuario y se pasea por Boulder buscando la admiración de las gentes que antes lo habían despreciado. Presume ante los suyos de su falsa amistad con Hedy Lamarr y con Clark Gable, con Tom Mix y Jean Harlow, con Katharine Hepburn y Bette Davis, con Ginger Rogers y Johnny Weissmüller. Pero todo es mentira: aunque se vanagloria cuando habla con sus hermanos pequeños, y aunque

su propia madre hace todo cuanto puede por creerle, y sus cuatro trajes cortados a medida pueden entablar un diálogo sutil con esa prosperidad imaginada, su padre lo mira con la misma desconfianza de siempre y él se mide en sus ojos. No es nada nuevo: nunca ha encontrado en él nada distinto a la desaprobación, porque Nicola Fante, un buen albañil que no escapó jamás de su alcoholemia, solía burlarse de él cuando se lo encontraba por las noches, al volver de cerrar los pocos bares de Boulder, enfrascado en la lectura de los libros que el adolescente John sacaba de la biblioteca. De su madre, Mary Capolungo, no pudo sacar más que un cariño esencial y una dedicación absoluta a la religión, como única fuente, si no de plenitud, al menos sí del consuelo cautivo después presente en sus libros. Recordaría con más cariño a una profesora de su instituto que lo animó a leer y le abrió aquellas puertas. Por eso la única calidez que queda en Boulder, su pueblo, para ese Fante acabado antes de tiempo, pero no derrotado —no lo sería nunca, aunque en ocasiones cayera en la tentación

de pensarlo— le espera en la biblioteca que tanto frecuentó siendo un muchacho. Allí se vuelve a encontrar a sí mismo al recordarse abstraído ante los lomos gastados de las obras de Jack London y Robert Louis Stevenson, en los tomos de D’Annunzio y Dostoievski, de Flaubert y Knut Hamsun. Y, especialmente, el viejo ejemplar de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, que tantas veces había reposado en sus manos. Esa misma profesora de instituto también leyó sus primeros textos y lo animó a enviarlos a The American Mercury, una de las revistas literarias punteras en una época, y un país, Estados Unidos, en el que las revistas literarias pagaban a sus autores: más tarde, en sus novelas, Fante evocará el vértigo encendido que lo atravesaba cuando el director de la revista, H. L. Mencken, le aceptaba un relato y, luego, le enviaba un talón. Ante esos mismos libros que había devorado no mucho tiempo atrás, en la biblioteca pública de Boulder, John Fante recupera la versión de sí mismo que había ido perdiendo por el laberinto de los despachos


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de Columbia Pictures y las coctelerías, y entonces decide regresar a Los Ángeles. Escribirá guiones en los que no cree porque necesita ingresos para vivir, pero seguirá perseverando en la única verdad de su escritura. Lo más atractivo de John Fante es que, en ese momento, su personalidad ya está hecha. Suma poco más de veinte años, pero ya tiene claro que quiere escapar de la pobreza y que va a hacerlo escribiendo. Sin embargo, no serán sus libros los que lo llevarán por esa senda, sino su faceta de guionista. Hablamos de un Hollywood soñado, con luces de neón iluminando el cielo de Los Ángeles, que él desmitificará ásperamente, pero también con restos de dulzura, en varios de sus libros. Es el Hollywood que emplea como guionistas no solamente a Dalton Trumbo, Nathanael West, Ben Hecht o Sinclair Lewis —ídolo primero de Fante y de su alter ego, Arturo Bandini—, sino también a William Faulkner y a Francis Scott Fitzgerald, en esa edad final de su carrera que le hacía trabajar por cuarenta dólares a la semana, cuando ya apenas bebía un poco de cerveza. El mundo de barro que relata John Fante/ Bandini tiene algo menos que ver con el crepuscular que narraría Budd Schulberg en su extraordinaria novela El desencantado —en la que cuenta su viaje juvenil y demencial, precisamente, con el penúltimo Fitzgerald, ya terriblemente enajenado por la bebida, en la búsqueda más desesperada de sus sueños universitarios perdidos— que con la película Sunset Boulevard d —titulada en castellano El crepúsculo de los dioses— de Billy Wilder; pero desde el perfil del guionista interpretado por William Holden en ese precipicio de escombrera moral previa al derrumbe, con ética y principios vendidos no ya al mejor postor, sino para sobrevivir. Lo que no podía esperar John Fante es que, cuando en 1939 su editorial iba a publicar Pregúntale al polvo, apostando decididamente por él, lanzara también en Estados Unidos la traducción de Mein Kampf, f de Hitler, sin su autorización. Y allá donde los principios no suelen ser un freno para algunos editores, el derecho termina de imponerse: Adolf Hitler demandó a la editorial, perteneciente al grupo de William Randolph Hearst / Ciudadano Kane, por haber publicado el libro sin su autorización, y un juzgado de Connecticut acabó fallando a favor de Hitler. ¿Y en qué afectaba esto a nuestro Fante? Pues que los fondos destinados para el lanzamiento y promoción de Pregúntale al polvo, la segunda novela protagonizada por Arturo Bandini, tuvo que emplearlos la editorial en cubrir todos los gastos del juicio. También desencantado, se empleó a fondo en su trabajo de guionista, alternado con sus desapariciones etílicas, que podían tenerlo varios días alejado de su mujer Joyce y de sus hijos. No volvió a escribir literatura hasta 1977, ya con la diabetes diagnosticada y con una vida algo más ordenada, algo parecido al final de Fitzgerald. Fue entonces, ya sexagenario, cuando Charles Bukowski lo descubrió —también en una biblioteca pública— y quedó deslumbrado por la saga de Bandini. Le habló a su editor, John Martin, de ese viejo

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Fante, el gran cazador POR | ULISES FUENTE

escritor al que nadie recordaba, que había estado a punto de llegar a ser alguien en los años treinta, pero que se había desvanecido entre los títulos borrosos de unas cuantas películas. Así, Bukowski escribirá un prólogo apasionado y sincero en la reedición de Pregúntale al polvo, que, ahora sí, convierte a John Fante en el escritor que siempre fue. En español toda la obra de Fante está publicada en Anagrama con traducciones de Antonio-Prometeo Moya. Ahora acaba de sacar Hambre, e editada por Stephen Cooper, su biógrafo: en 1994 exploró, con el permiso de su viuda Joyce, una habitación secreta en el rancho familiar de Point Dume, en Malibú, con montones de manuscritos y borradores: ahí estaba, de nuevo, Bandini/ Fante adolescente o adulto, siempre delirante, con una inquebrantable fe en sí mismo y en sus libros, entre la violencia y la ternura. Como supo bien Hemingway, los buenos escritores siempre vuelven. Fante nunca se ha ido, ya sea como relativo precursor de Carver y Bukowski, con la ligereza que también guarda sacos de hondura con los

que pelear, igual que él se esforzaba por seguir escribiendo dentro de la vida. Desde esa habitación llena de carpetas y recortes con sus primeras historias en The American Mercury, y parece decirnos: si quieres escribir, escribe siempre. Vive, pero no te rindas. Escribe: a través de ti mismo, de tus tormentas y sobre tus abismos. Pero quien busque en Fante alguna precuela de los mundos de Raymond Carver y Bukowski no lo va a encontrar exactamente. Sí la profundidad de carga del primero o la autoficción descarada del segundo —no hay alter ego más potente que Baldini, ni más exquisitamente perfilado en sus contradicciones—, pero no una línea sucesoria. Bandini/Fante es un mundo propio entre ese lodazal rutilante de Hollywood y brillos de pureza en los que cita los poemas de W. B. Yeats o Rupert Brooke. Puro nervio y síntesis verbal. Ese contraluz en la escritura, esa fe descarnada en una vocación, el talento y trabajo para sacarla adelante. Viva Fante, el magnífico, viva Arturo Bandini. Y viva ese veneno lujurioso que nos hace vivir para escribir.

El tiempo ha dictado justicia poética con John Fante, que tras su muerte, en 1983, ciego, enfermo de diabetes y con las piernas amputadas tras una existencia alcoholizada, ha recibido un tratamiento que lo ha convertido en autor de culto. Debutó como novelista con Espera a la primavera, Bandini,i en 1938, donde narraba la infancia del personaje tratando de escapar de la pobreza; le seguiría Pregúntale al polvo, en la que el joven Arturo Bandini, de padres italianos establecidos en Colorado, malvivía en una pensión de Los Ángeles, intentando convertirse en escritor. A estas y otras novelas se les añadió un libro de cuentos que tuvo una primera edición en 1940, y ahora tenemos, en Hambre –título que remite demasiado a la obra de Knut Hamsun; el original sería El gran cazador– r otra recuperación con sabor a maestría. Se trata de dieciocho relatos que fueron rescatados en 1994, cuando Stephen Cooper, biógrafo de Fante, visitó a la viuda de este y acabó conociendo la existencia de una serie de manuscritos y números de revistas antiguas; de hecho, menos uno de ellos, el resto había visto la luz en diversas publicaciones. Muestran todos escenas de un realismo e intensidad inigualables, donde se mezcla lo cómico y lo dramático, con el estilo propio del que está acostumbrado a escribir frases para el cine, aunque, en su caso, su carrera de guionista en Hollywood le provocaría un gran remordimiento de conciencia al considerar que dejaba de lado su arte literario. La intimidad de un hogar cuyos miembros están en permanente conflicto, los celos enfermizos de un hombre, los tabúes a la hora de que personas de diferentes países se emparejen, el narcisismo del que intenta ser una estrella de la literatura, la crueldad de la adolescencia… todo conflicto sirve para un argumento. Cada línea de Fante es un disfrute lector, una lección de cómo hay que ahondar en el ser humano literariamente. Además, se encuentra otro texto fabuloso, un prólogo concebido para Pregúntale al polvo, donde Fante se reviste de poeta y habla desde las entrañas de la memoria de modo absolutamente fabuloso.


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er cercano al que gobierna, ser un padre de la patria, ser titular de una cartera u ocupar la rectoría de una universidad pueden ser sinónimos o algo muy cercano, de modo que disponer de mucha plata o ser ministro puede ser casi lo mismo que pasar por un intelectual o, mejor sería decir, un humanista; no importa lo que se haga con la cartera o en el ministerio o con el intelecto, porque, a estas alturas, da igual, lo que realmente importa es la plata y, claro está, lo que ella trae. Tampoco importa tanto si el político y el humanista (esta denominación puede intercambiarse por “el académico” o “el intelectual”, según vayan o vengan los vientos) van juntos a los eventos importantes, si acuden de la mano a eventos en embajadas o a aniversarios patrios propios o ajenos, no importa tanto si a veces se toman de la mano o si a veces discuten, disputan o, incluso si llegan a predecirse de qué, cómo o cuándo se van a morir; quizá ellos sean como esos amigos íntimos que apenas se conocen y sólo se están tanteando o, pensándolo bien, quizá se parezcan más a un matrimonio de gente mayor en donde él y ella viven pendientes del otro y la otra y viceversa, eso sí, todo en una acopladísima reciprocidad, listos para acariciarse mutuamente, pero también prestos para apuñalarse uno del otro. Como los íntimos que recién comienzan o los matrimonios de mayores, el político y el humanista, tal vez se acompañan en algunas giras o planifican algunos churrascos juntos o descorchan alguna botella de vino que habrá de beberse durante algún lánguido atardecer propiciado para el acuerdo, la concordia o el recuerdo. Y cuando los vientos son adversos, que nunca lo son tanto, tal vez el político y el humanista se hacen confidencias uno al otro y a lo mejor hasta se digan cómo

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Ganar perdiendo o perder ganando POR | ROGELIO SALAZAR DE LEÓN

Pese a muchos obstáculos y adversidades, la elección se fue volteando y, poco a poco, llegó al punto en el que hubo de ser intervenida, violentada y alterada, de modo que los planes iniciales entre el político y el humanista no se alteraran y se viesen cumplidos. hay que tomar las adversidades si llegan a surgir, cómo tomar los calmantes y los antidepresivos, con intervalos de cuántas horas, y acompañadas de agua pura o de limonada con soda para atenuar el mal sabor; dada la más que frecuente comunidad de intereses quizá hasta comparten los mismos niveles de colesterol, de bilis en la vesícula o de glóbulos blancos en sangre. Probablemente el político a veces se distrae o se relaja, y olvida que el humanista siempre carga una soga al cuello, y es justo en este punto que este último se siente más o menos libre, aunque no pueda esconder que, en el ejercicio de su libertad, no deja de arrastrar la soga amarrada al cuello de forma irremediable; pero más pronto que tarde el político advierte que se ha distraído o relajado y vuelve a tomar la soga en su mano, para ajustar su mando; eso si el propio humanista no ha llegado

antes con su amo, con el rabo entre las piernas, a entregarle la soga de nuevo, asustado de su andanza solitaria, espantado por los escenarios del desamparo. Se ha dicho soga y, quizá sea más preciso decir cable y mejor aún que cable a secas quedaría cable de transmisión, un cable que a veces funciona con suavidad, por frotación y fricción, como el cariño, pero que a veces hay que tensar, estirar y usar para imponerse y castigar, que a veces hay que hacer sentir con fuerza, a fin de domesticar. Finalmente, las sorpresas son pocas, porque ya se sabe que cada uno, el político y el humanista, van para su lado y hacia su interés, cada uno hace lo que puede y cómo puede: mientras uno anda en un agrícola blindado de vidrios entintados el otro anda en un modelo reciente llegado de rodado, aunque ambas carrocerías compartan el mismo motor, es decir la plata y, si somos

optimistas e imaginativos, quizá hasta vayan juntos a misa… o a alguna mega iglesia. Sin embargo y pese a que todo estaba fríamente calculado, los inesperados y los nunca a veces se actualizan, entran en escena y suceden, y eso, justamente, es lo que sucedió cuando Jordán Rodas, el temido y perseguido ombus man toma la decisión de correr como candidato a la rectoría de la Universidad de San Carlos de Guatemala; con lo cual se montó un alboroto monumental capaz de desbaratar los planes que iban sobre ruedas con todo el viento a su favor; al punto que las elecciones se prendieron como una mecha y se caldearon como la pólvora. Pese a muchos obstáculos y adversidades, la elección se fue volteando y, poco a poco, llegó al punto en el que hubo de ser intervenida, violentada y alterada, de modo que los planes iniciales entre el político y el humanista no se alteraran y se viesen cumplidos, de acuerdo con lo planificado, por lo que el amo-político y el siervohumanista resultaron vencedores, pero en un triunfo empañado y manoseado. Al momento de redactar esta nota todo está en un impase: las instalaciones del campus central tomadas, algunos centros regionales también intervenidos, las labores administrativas obstaculizadas, denuncias y acciones legales interpuestas, etc., pese a que los resultados de las elecciones han sido declarados y la toma de posesión de humanista está pendiente. Por eso, quien aparentemente ha perdido las elecciones, en verdad, es quien ha ganado por haber probado su fuerza y prestigio en las arenas de la llanura; y quien aparentemente las ha ganado, en verdad es quien ha perdido porque si, en todo caso, llegase a tomar posesión su agenda estará marcada y manchada por la ilegitimidad, por la sola presencia del ombus man.


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James Caan, más allá de Sonny Corleone POR | JUAN PABLO CSIPKA

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Además de su emblemático personaje en El Padrino, el extraordinario actor estadounidense, muerto en días recientes, trabajó en varios clásicos como El Dorado, al lado de John Wayne y Robert Mitchum, así como en The Killer Elite, Rollerball,l Thieff y Misery y

a imagen es la de un fotógrafo que cumple su trabajo en una fiesta de casamiento. De repente, el hijo mayor del padre de la novia lo agarra por atrás, le arranca la cámara, la tira al piso y después, con desprecio, le arroja unos billetes y se va. El fotógrafo está aterrorizado. El actor que lo personifica, también. Porque la escena está improvisada por su atacante y queda en el corte final de El Padrino (1972). El hijo con pocas pulgas de Don Corleone era James Caan, uno de los mejores intérpretes de su generación, fallecido en días recientes a los 82 años. James Edmund Caan había nacido el 26 de marzo de 1940 en el Bronx, uno de los escenarios típicos para personajes como su Santino Corleone. Hijo de judíos alemanes, jugó al fútbol americano en el equipo de la Universidad de Michigan antes de seguir sus estudios en la Universidad de Hofstra, en el estado de Nueva York, donde conoció a Francis Ford Coppola. Comenzó a frecuentar grupos de teatro y estudió en la Neighborhood Playhouse School, para pasar después al off ff de Broadway. Ya inserto en el circuito comercial, le llegó la posibilidad de la televisión en series como Ruta 66 6 y Combate, y al poco tiempo, el cine. Su primer papel para la pantalla grande fue un cameo en Irma la Dulce, de Billy Wilder, con apenas 22 años. El western The Glory Guys, de

1965, lo puso en la mira. Fue nominado al Globo de Oro como nueva estrella del año. Un año después se codeó con John Wayne y Robert Mitchum en El Dorado, o la penúltima película de Howard Hawks. Filmó Countdown a las órdenes de Robert Altman antes de protagonizar, en 1969, The Rain People, su primera colaboración con Coppola. Tres años más tarde fue parte del elenco de El Padrino. Lo nominaron al Oscar como actor secundario, en un quinteto que también incluyó a Al Pacino y Robert

Duvall, compañeros suyos en la película. La escena de la muerte de Santino, acribillado a balazos en un peaje, quedó como una de las más emblemáticas de la película. Después de Permiso de amor hasta medianochee y de su breve aparición en el flashback que cierra El Padrino II, I Caan apostó por papeles rudos, como el de The Killer Elitee de Sam Peckinpah, que lo volvió a reunir con Duvall; y la futurista Rollerball,l dirigida por Norman Jewison. Tuvo tiempo para hacer de sí mismo en Silent Moviee de Mel Brooks y de

una aparición en 1941 de Steven Spielberg. En 1980 dirigió Hide in Plain Sight, t su única experiencia como realizador. Fue un fracaso de taquilla. Compensó al año siguiente con el éxito de Thieff el debut como director de Michael Mann. Sin embargo, actuó poco en cine en los 80, una década en la que lo más significativo resultó el reencuentro con Coppola en Jardines de piedra. El comienzo de los 90 lo vio como parte del reparto multiestelar de Dick Tracyy de Warren Beatty y como contraparte de Bette Midler en Por los muchachos. No fueron años de títulos memorables, pero en 1990 la década dejó su imagen más recordada junto a la de Sonny Corleone: la del escritor Paul Sheldon en Misery, rehén de una lectora fanática de sus libros (la estremecedora Kathy Bates se llevó un Oscar) que lo obliga a escribir una novela para ella mientras lo tiene prisionero y lo tortura después de haberlo hallado accidentado en la ruta. Caan comenzó el nuevo milenio con un rol cercano al de Sonny en The Way of the Gun, como encargado de resolverle los problemas a un mafioso. Y tuvo una aparición secundaria pero determinante en La traición/ The Yardss (2000), la obra maestra de James Gray. Alternó papeles en Dogvillee de Lars von Trier y la película del Superagente 86, 6 en la que hizo de presidente de los Estados Unidos. La comedia Queen Bees, de 2021, significó su última presencia en la pantalla.


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A la intemperie

¿Quién es el valiente? os libros que más recuerdo son los que robé en México D.F., entre los dieciséis y los diecinueve años, y los que compré en Chile cuando tenía veinte, en los primeros meses del golpe de Estado. En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en la Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de hierro. Examinada desde afuera, parecía imposible poder robar un libro allí. Sin embargo, la tentación de hacer la prueba pudo más que la prudencia y al cabo de un tiempo lo intenté. El primer libro que cayó en mis manos fue un pequeño tomo de Pierre Louys, con hojas delgadas como papel de Biblia. Sé que tenía dieciséis años y que Louys se convirtió en mi maestro durante algún tiempo. Después robé libros de Max Beerbhom, de Champfleury, de Samuel Pepys, de los hermanos Goncourt, de Alphonse Daudet, de los mexicanos Rulfo y Arreola, que entonces estaban, a su manera, activos, y que por lo tanto era factible que hasta yo me los pudiera encontrar una mañana en la abigarrada avenida Niño Perdido, una avenida que los mapas que hoy tengo del DF me escamotean, como si Niño Perdido solo hubiera existido en mi imaginación o como si la calle, con sus tiendas subterráneas y con sus espectáculos, se hubiera, efectivamente, perdido, tal como me perdí yo a los dieciséis años. De esas brumas, de esos asaltos sigilosos, recuerdo muchos libros de poesía. Libros de Amado Nervo, de Alfonso Reyes, de Renato Leduc, de Gilberto Owen, de Huerta y de Tablada, y de poetas norteamericanos, como El general William Booth entra en el paraíso, del gran Vachel Lindsay. Pero fue una novela la que me sacó y me volvió a meter en el infierno. Esta novela es La caída, de Camus, y todo lo que concierne a ella lo recuerdo como atrapado en una luz espectral, luz de atardecer inmóvil, aunque yo la leí, la devoré, iluminado por aquellas mañanas privilegiadas del DF, que son o que eran de una luminosidad roja y verde cercada por ruidos, en un banco de la Alameda, sin dinero y con todo el día, es decir con toda la vida, a mi disposición. Después de Camus todo cambió. Recuerdo el ejemplar: era un libro de letras muy grandes, como un primer abecedario, de pocas páginas, de tapas duras, con un dibujo horrendo en la portada, un libro difícil de sustraer y que no supe si ocultar bajo la axila o en

la espalda, pues no se amoldaba a mi americana de estudiante cimarrero, y que al final saqué a vista y paciencia de todos los empleados de la Librería de Cristal, que es una de las mejores formas de robar y que había aprendido en un cuento de Poe. A partir de entonces, de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros. Quería leerlo todo que, en mi

simpleza, equivalía a querer o a intentar descubrir el mecanismo hecho de azar que había llevado al personaje de Camus a aceptar su atroz destino. Contra todas las predicciones, mi carrera de atracador de libros fue larga y provechosa, pero un día me atraparon. Por suerte no fue en la Librería de Cristal sino en la Librería del Sótano, que está o estaba en frente de la Alameda, en la avenida Juárez, y que como su nombre indica era un sótano

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Hora Zero

lo que él planteaba era la unión mediante una revista rotatoria de los diferentes poetas, más o menos marginales, más o menos de vanguardia, de algunos países latinoamericanos. El proyecto no cuajó. Ahora muchos horazerianos ya no quieren ni oír hablar de Hora Zero. Los pobrecitos piensan que pueden salvarse solos (Hora Zero en uno de sus momentos más afiebrados trató de salvar al Perú; las profecías, los alucinantes juegos estadísticos, las advertencias ecológicas, los recortes de nota roja de Jorge Pimentel, en Kenacort y Valium 10, son prueba de ello). Es aleccionador el fin de los nadaístas colombianos: todos pasaron, después del

uizá el movimiento de poetas más importante de estos últimos años, no sólo para Perú sino para América Latina, haya sido el grupo Hora Zero. Creado por Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, en 1970 se lanzaron con un manifiesto en donde desconocían casi todo lo que se había escrito antes de ellos y volvían a poner vigentes dos actitudes: la iconoclastia y la fe ciega en el poder de la poesía. A partir de esa contradicción llegan a la poesía integral, de Juan Ramírez Ruiz, y a los poemas proletarios alucinógenos de Jorge Pimentel. Además de ellos Hora Zero tuvo poetas tan buenos como José Cerna, Jorge Nájar, Eloy Jáuregui, Enrique

POR | ROBERTO BOLAÑO

De reciente publicación por la editorial Alfaguara, A la intemperie recopila las colaboraciones de prensa, los discursos y conferencias y otros textos de no ficción escritos por Roberto Bolaño entre 1975 y el momento de su muerte en 2003. Textos diversos sin mayor conexión entre sí, salvo la constancia de que “la literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper”. Aquí ofrecemos dos fragmentos.

Verástegui e Isaac Rupay. Pero al igual que todo movimiento que se divide y que para colmo no logra salir de sus fronteras nacionales, éste se ahogó. La maquinaria oficial utiliza muchas formas para neutralizar algo que en determinado momento la amenaza. A la gente se la compra o se la hace desaparecer. Juan Ramírez Ruiz trató de romper el cerco y establecer contacto con grupos de poetas jóvenes del resto de América, testimonio de eso son unas cuantas cartas que le mandó a Mario Santiago. Allí

de proporciones considerables donde se amontonaban relucientes las últimas novedades llegadas de Buenos Aires o de Barcelona. Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samuráis de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una paliza en el sótano de la Librería del Sótano, lo que a mí me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción,


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OPINIÓN

Ignacio Echevarría

Lector en público (II)

y al final, tras una larga deliberación, me dejaron en libertad, no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba, entre los que estaba La caída, ninguno de los cuales había robado allí. Poco después me marché a Chile. Si en México había podido encontrar a Rulfo y Arreola, en Chile me pudo pasar lo mismo con Parra y Lihn, pero creo que al único que vi fue a Rodrigo Lira caminando aprisa una noche que olía a gases lacrimógenos. Después vino el golpe y tras éste me dediqué a recorrer las librerías de Santiago como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura. A diferencia de las librerías mexicanas, las de Santiago carecían de empleados y eran atendidas por una sola persona, casi siempre el dueño. Allí compré la Obra Gruesa y los Artefactos de Nicanor Parra, y libros de Enrique Lihn y Jorge Teillier que no tardaría en perder y cuya lectura resultaría crucial; aunque crucial no es la palabra: esos libros me ayudaron a respirar. Pero respirar tampoco es la palabra. De mis visitas a esas librerías recuerdo sobre todo los ojos de los libreros, ojos que a veces parecían los de un ahorcado y a veces estaban velados por una tela como de legañas y que ahora sé que era otra cosa. No recuerdo, además, haber visto librerías más solitarias. Allí no robé ningún libro. Eran baratos y los compraba. En la última que visité, el librero, un hombre de unos cuarenta años, alto y flaco, me dijo de sopetón mientras yo revisaba una hilera de viejas novelas francesas si me

parecía justo que un autor recomendara sus propias obras a un condenado a muerte. El tipo estaba de pie en un rincón, llevaba solo una camisa blanca arremangada hasta los codos y tenía una nuez prominente que le temblaba al hablar. Le contesté que no me parecía justo. ¿De qué condenados a muerte estamos hablando?, dije. El librero me miró y dijo que él sabía, fehacientemente, de más de un novelista capaz de recomendar su propio libro a un condenado a muerte. Después dijo que hablábamos de lectores desesperados. Soy el menos indicado para decirlo, dijo, pero si no lo digo yo no lo dirá nadie. ¿Qué libro le regalaría a usted a un condenado a muerte?, me preguntó. No sé, dije. Yo tampoco lo sé, dijo el librero, y me parece terrible. ¿Qué libros leen los desesperados? ¿Qué libros les gustan? ¿Cómo se imagina usted la sala de lecturas de un condenado a muerte?, dijo. No tengo ni idea, dije. Es normal, es usted muy joven, dijo. Y después: es como la Antártida. No como el Polo Norte, sino como la Antártida. Pensé en el final de Arturo Gordon Pym, pero prefería no decir nada. A ver, dijo el librero, ¿quién es el valiente de poner sobre el regazo de un condenado a muerte esta novela? Levantó un libro que había gozado de cierta fama y luego lo arrojó sobre una espuerta. Le pagué y me fui. Al darle la espalda el librero no sé si se rio o se puso a llorar. Cuando gané la calle le oí decir: ¿Quién es el gallito capaz de semejante hazaña? Y luego dijo algo más, pero no entendí sus palabras.

enfrentamiento con el poder cultural, de una onda satánica a una onda mística. De Gonzalo Arango no queda nada, de Jan Arb tampoco. Quizás dos o tres poemas de Jotamario. La comparación con Hora Zero se puede hacer de esta manera: después de la derrota los nadaístas devienen místicos y los horazerianos escritores de oficio. Hora Zero es el primer avance y el primer retroceso de importancia de la joven poesía latinoamericana de los setenta. Pero todo se prolonga de una forma o de otra. Dos poetas jóvenes que mucho le deben a Hora Zero son Mario Santiago, mexicano, y Bruno Montané, chileno. En Mario se cumple el poema integral con

toda su unidad (su capacidad de estilo, su locura metafórica) y todo su poder fragmentario, el asalto simultáneo a diferentes zonas de la realidad. En Bruno el desgarrado coloquialismo horazeriano se mueve por paisajes de alucinación y lucidez, con estructuras rítmicas y juegos de sensaciones llevados hasta las últimas. Tipos como Pimentel, que ahora tranquilamente encerrado en Lima prepara sus próximas batallas; como Mario, que es una especie de Netzahualcoyotl con la imaginación de Pantagruel, y como Bruno Montané, que es la serenidad en persona, no me defraudarán en lo que pienso tiene de viva nuestra poesía.

Para quienes no son aficionados a la lectura, la actividad de leer carece de contenido específico. Lo mismo pasa, en general, con toda actividad de la que no participamos y sobre la que tenemos un conocimiento externo, superficial. La actividad deportiva, por ejemplo. Decimos que alguien hace deporte y aludimos por igual a jugar a fútbol, practicar el alpinismo o lanzar la jabalina. El ámbito de la cultura está lleno de actividades que, como las deportivas, se estiman a priori saludables, pero que sólo lo son en la medida en que lo sea su contenido particular. Ver televisión, por ejemplo, ir al cine o escuchar música. Que se trate de actividades recomendables dependerá de qué programa se zampa uno, qué película, qué cantante o formación musical oye. Lo mismo ocurre con la lectura. Se da por hecho que leer es bueno. Pero se me ocurren un montón de títulos y de autores a los que sería preferible no leer. Quiero decir que entre leerlos o, en su lugar, ver una carrera de motociclismo, chatear o simplemente dormir, me parece mucho más recomendable cualquiera de estas opciones alternativas. Para quienes no son aficionados a la lectura esta distinción no tiene lugar. Para ellos, leer es una actividad consistente, de un modo vago, en descifrar textos y pasar páginas, no van más allá. De ahí que les parezca que, puesto que a uno le gusta leer, le vale para ello cualquier cosa. Dado que me he desarrollado profesionalmente como lector, en la doble faceta de editor y de comentarista de libros, mi afición a la lectura es pública y notoria, al menos en determinados círculos. Por este motivo, no es raro que algunas personas –me refiero ahora a personas desconocidas, otra cosa son los amigos– acudan a mí con la solicitud de que lea un texto cualquiera, generalmente escrito por ellas o por alguien que les es cercano. En la mayoría de estos casos, lo enojoso no es tanto la petición en sí, que puede ser razonable, y atendida con más o menos generosidad, como la tácita presunción de que uno se halla predispuesto a la tarea. Como si, puesto que a uno le gusta leer, fuera natural que diera por bienvenida cualquier lectura. “A usted que lee tanto le voy a pasar el manuscrito de una novela que escribió mi mujer y que me parece a mí que está muy bien.” “Le adjunto una novela que acabo de publicar y sobre la que me gustaría conocer su opinión.” “Échale un vistazo a este libro y dime qué te parece.” Estas y otras muchas solicitudes de tenor semejante le llegan a uno con sorprendente frecuencia, dejando traslucir, por parte de quienes las hacen, una ignorancia flagrante de las condiciones cada vez más dramáticas en que uno debe hacer sitio a su sed de leer, de seguir leyendo, y de hacerlo conforme al inabarcable programa que se trazó mucho tiempo atrás, que no cesa de ampliarse y que empieza a aceptar, con desesperada resignación, que no tendrá tiempo de cumplir. Pues, a medida que uno envejece, todo conspira de manera creciente para estorbar el libre ejercicio de la lectura empleada en materias y autores de su genuino interés, desatendida de obligaciones y compromisos, de proyecciones prácticas. Cuesta mucho, se diría, hacerse cargo, desde fuera, de la codicia con que uno acaricia el tiempo cada vez más escaso del que dispone para leer soberanamente, con esa pasión y esa receptividad juvenil que tantas veces observo, entristecido, que otros han perdido en el camino, ya sea por cansancio, ya por aburrimiento, ya por haberlas hipotecado hasta el agotamiento, por no haber sabido administrar adecuadamente su propia disponibilidad para la lectura.



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