ELACORDEÓN Domingo 22 mayo 2022
Buscando a Cravan en Río Dulce
Editor Luis Aceituno | Diseño Estuardo de Paz
2 “Forastero que buscas la dimensión insondable, la encontrarás fuera de la ciudad, al final del camino”.
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(Nómadas, Franco Battiato)
onocí la historia de Arthur Cravan, poeta-boxeador de vida tan incierta como exagerada, a través del libro Escritores británicos y norteamericanos en México. En realidad, Cravan, francófono nacido en Suiza, no aparecía mencionado en aquellas páginas, llegué a él tirando del hilo biográfico de Hart Crane, un poeta inglés que en 1932 se había suicidado lanzándose desde la cubierta de un barco “tras recibir una paliza por intentar mantener relaciones con un marinero”, según se relataba en el ejemplar del libro que me había prestado el editor mexicano Alejandro Morales. Residía yo entonces en la azotea de una casa de la colonia Roma que compartía con un inglés de Londres y un par de escoceses de Edimburgo. Después de dos años allí sentía que ya formaba parte de la monstruosidad de Ciudad de México. Días parecidos, rutinarios.
Arthur Cravan forma parte de la historia de esa literatura que te da la vida, pero también te la quita. Picabia, Troski, Breton, Duchamp, Octavio Paz, entre otros, contribuyeron a construir su leyenda de poeta-boxeador huidizo, farsante, beodo, desmadrado, altanero. El “escritor olvidado” más evocado del siglo pasado. Episodios de su biografía aparecen cansinamente repetidos —corta y pega— en numerosas páginas de Internet: que era sobrino de Oscar Wilde, que vendía los números de su revista Maintenantt arrastrando un carrito por los hipódromos parisinos, que el 23 de abril de 1916 se peleó con el campeón del mundo de boxeo Jack Johnson en la plaza de toros de Barcelona, que aquel combate desigual resultó ser un montaje para conseguir un dinero con el que se embarcaría rumbo a Nueva York, que una vez allí montaría un escándalo durante una conferencia sobre artistas independientes por el que fue arrestado, que huyó a la capital mexicana donde trabajaría en una academia de boxeo, que en 1918 desapareció para siempre en el golfo de México a bordo del bote en el que se había embarcado con la pretensión de llegar a Buenos Aires, ciudad en la que le esperaría la escritora Mina Loy, embarazada de la hija de ambos. Fue su última travesía, un disparate mortal. La leyenda le sobreviviría: todavía hubo quien afirmó haberlo visto boxeando en La Habana, paseando por Londres, preso en alguna cárcel o asesinado a tiros cuando cruzaba el río Bravo. “Quien vive más de una vida merece morir más de una muerte”, escribió Oscar Wilde. Localicé por Internet Maintenant, t la efímera publicación de la que Cravan había sido editor, distribuidor y único redactor. Sus cinco números almacenan prácticamente toda su obra literaria, soflamas incendiarias en las que despotrica contra todo estamento y manifiesta una pulsión asilvestrada por la existencia: “Hay que escribir y vivir como un caballo salvaje”, poetizaba. Mi primera lectura de Maintenantt fue en francés, lengua que no domino, lo cual me permitió traducir libremente su contenido. Me interesé también por la correspondencia epistolar que
Guatemala, domingo |
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Yo también quise ser Arthur Cravan POR | PACO INCLÁN*
Editorial Sophos publica El español extraviado, libro de crónicas de Paco Inclán sobre lugares como México, Guatemala, Colombia, Ecuador… Recorridos fascinantes y disparatados, como reza la contraportada del libro, “por la cotidianidad de lo remoto, la relevancia de lo minúsculo, la familiaridad de lo extraño…”. A continuación les ofrecemos un adelanto de la obra.
Cravan había mantenido con Mina Loy, con la que compartió una relación apasionada, intermitente, desde que se conocieron en Nueva York hasta que ella viajó hasta México para alcanzarlo en su huida empedernida, abocada a la muerte. Llegué a pensar que la vida de Cravan había sido una creación literaria de Loy para Colossus, la novela que dejó inacabada al morir en 1966. La leyenda de Cravan ha permanecido en el
tiempo con obras más actuales, como la biografía de María Luisa Borràs, el libro de ficción epistolar En busca de Cravan de la autora norirlandesa Antonia Logue y el documental Cravan vs Cravan de Isaki Lacuesta. Después de muchas lecturas asumí que la única opción que me quedaba si pretendía contar algo novedoso sobre la figura de Cravan era la de imitar su huida hacia
adelante, salir en desesperada búsqueda de algo incierto, seguir sus pasos o simular que los seguía para acabar en cualquier parte. Quizás resulte reduccionista afirmar que abandoné la Ciudad de México a causa del impacto que me supuso profundizar en su vida, que también es su obra. Tal vez no sea del todo cierto, aunque ahora prefiera rememorarlo así, con la fuerza del recuerdo: he tardado mucho tiempo en escribir esto. Yo también quise ser Arthur Cravan, cuya y historia —con sus sombras— vinculé durante aquellos meses a la mía. Él había desaparecido en el mar a los treinta y un años, los mismos que tenía yo cuando decidí emprender aquel viaje. En marzo renuncié a mi puesto en la editorial Plaza y Valdés, en la que trabajaba como vendedor de libros en ferias y congresos. Un mes más tarde, dejé mi casa en México para salir rumbo a Guatemala con una pequeña mochila, ligero de equipaje. Mi primera parada sería Río Dulce, donde me encontraría con Paloma, una amiga que trabajaba de maestra en una isla-orfanato. Allí iniciaría mi recorrido por las costas caribeñas tras las improbables huellas de
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Cravan sin intención de encontrarlas. En algún documento había leído que durante un tiempo Mina Loy estuvo buscándolo por prisiones centroamericanas después de que su rastro se perdiese en el golfo de México. Aunque mi plan inicial era permanecer unos pocos días en Río Dulce, me quedé varado tres meses, por diversas circunstancias, citaré aquí solo una: Carlos, un doctor guatemalteco de origen judío que aseguraba ser la reencarnación de Jesucristo, me propuso trabajo a cambio de techo y alimento. Mi labor consistiría en colaborar con la organización de salud comunitaria que él acababa de fundar para prestar asistencia médica a remotas comunidades indígenas y a repatriados que habían vuelto a Guatemala después de treinta años exiliados en Bolivia. Acepté su propuesta, cerramos el trato con una borrachera, la primera. Río Dulce sería un tranquilo municipio de humildes pescadores y turistas con yate —dos mundos que convivían sin apenas rozarse— si no fuera porque es lugar de tránsito de una de las carreteras que conducen al norte, a la frontera con México, y la cadena de fatalidades que esta ubicación le acarrea: narcotráfico, presencia militar, sobornos, prostitución, violencia, dolor, muertes. Lo de Dulce es por el río homónimo que lo atraviesa. Sin embargo, mi estancia transcurrió sin incidentes, salvo la rotura de una uña por jugar al fútbol con unas zapatillas prestadas que no eran de mi talla. “Así murió Bob Marley”, bromeaba Carlos, tratando de sublimar mi hipocondría. Compartíamos el modesto cuarto donde él había instalado su casa-clínica hacía un par de meses. Dos camas y una mesa eran todo el mobiliario. Me dejé llevar por los acontecimientos, me sentía cómodo colaborando con el doctor. Básicamente, mi cometido consistía en acompañarlo, me nombró “su asistente”. Carlos tenía la habilidad de hacerte sentirte importante, aunque no lo fueses. Su ímpetu resultaba contagioso: lo más fuerte no era que se creyese la reencarnación de Cristo, sino que me hiciese creer que yo era uno de sus apóstoles. Mi percepción de la cooperación se había torcido años antes tras una experiencia negativa en un centro de acogida de niños de la calle en Tegucigalpa, experiencia que recogí en un librito titulado La solidaridad no era esto. “Vale, me quedo, pero no me apetece hacer nada”, le dije
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cuando me propuso que permaneciese con él en Río Dulce. “Para mí es importante tu presencia, solo te pido que estés”, me arengaba. Cuando llegaban sus pacientes a la casa-clínica, yo los recibía en pijama tumbado en mi cama, observando absorto el techo. “No le molesten, está pensando”, me justificaba el doctor, que trataba de curar a los enfermos desde la profunda inspección de sus almas resquebrajadas. Sus consultas se convertían en espectáculos cómicos abiertos al público, la clínica comenzó a llenarse de pacientes, con o sin síntomas, cada día se formaban colas desde primeras horas. “Lo que mejor le sienta a esta gente son las risas y el placebo”, aseguraba. Según él, los médicos debían ocuparse de los sanos para evitar así que cayesen enfermos. Una vez por semana visitábamos el mercado de pescados de Río Dulce para concienciar a los comerciantes en cuestiones de salubridad e higiene. Carlos los aleccionaba de manera convincente, un discurso emotivo que provocaba los aplausos de aquellos hombres, aunque luego no secundaran sus consejos. Un par de veces viajamos a Ciudad de Guatemala, donde la Orden de Malta nos donó un montón de medicamentos, abandonados en una nave industrial situada a las afueras de la capital. El presupuesto de “nuestra” organización era de cero quetzales, así que sobrevivíamos de la caridad del vecindario, que nos proporcionaba comida, alcohol y algo de dinero para poder pagar la gasolina de las camionetas, prestadas al igual que la casa-clínica. Las familias se
turnaban para lavarnos la ropa y traernos la cena. Un vecino preocupado por lo escaso de mi vestuario me regaló dos camisas y unos pantalones. Teníamos de todo sin tener apenas nada. El doctor manejaba una peculiar teoría sobre la cooperación que ponía en práctica en Río Dulce: eran los cooperantes los que debían vivir de la caridad de los beneficiarios de sus proyectos, que les prestarían manutención para que pudieran desarrollar en condiciones óptimas su ayuda humanitaria. En su concepción de la solidaridad, eran las comunidades las que tenían que apadrinar a los cooperantes, obligados a practicar la generosidad desde una pobreza autoimpuesta. Lo de Cristo lo decía en serio. De madrugada bebíamos cerveza y fumábamos marihuana hasta que la noche se nos transformaba en sueño, una brumosa vigilia que Carlos aprovechaba para recitarme de memoria pasajes del Antiguo Testamento, explicarme los cuatro niveles de significación —de su sentido literal a la interpretación cabalística— que atesora el hebreo y narrarme trazos de su vida aparatosa: catorce hijos, nueve mujeres, treinta días en coma después de que una bomba hiciese saltar por los aires el vehículo de la Cruz Roja con el que viajaba por la frontera entre Honduras y Guatemala; todos sus acompañantes murieron. A él le recompusieron el cráneo con una placa de acero. En los últimos tiempos había ayudado a dar a luz a bebés —su especialidad era la ginecología— de la clase pudiente
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en uno de los hospitales más exclusivos de la capital, hasta que decidió abandonar su vida acomodada para comenzar de nuevo en Río Dulce, donde tenía una misión, la misma que tuvo Cristo con los pobres. De alguna manera, se sentía elegido. Y además resucitado. Tenía treinta y tres años cuando le estalló el cráneo. Sí, sí, lo decía en serio. Tardé tres meses en escapar de la burbuja en la que me había instalado con el doctor, que intentaba convencerme para que me quedara más tiempo con el argumento de que tendría muchas historias para escribir si permanecía a su lado, lo cual era cierto. “Algún día seré personaje de uno de tus cuentos”, vaticinó. Me costó irme, él tuvo que marcharse antes. Aproveché que se fue una semana a Escuintla para quedarme solo en la casa-clínica, serían mis últimos días en Río Dulce. La noche de mi despedida la pasé en el bar de un hotel regentado por una pareja de holandeses que bebían más que su escasa clientela, entre la que se encontraba una psicóloga española con rastas que había huido a Guatemala para escapar de la secta religiosa a la que pertenecía su familia y un jardinero guatemalteco que se dedicaba al mantenimiento de las residencias de millonarios ubicadas en una zona exclusiva a orillas del río. Ella nos hablaba de la Pachamama, de libertad enjaulada, de “paz y amor, hermanos” y cosas así; me impliqué con inusitado entusiasmo en aquel universo plagado de clichés espirituales, debo reconocer que con intenciones más prosaicas. Acabé diciendo frases como “recibes lo que das” y “nada se pierde, todo se transforma”, lo cual dio resultado. La mañana siguiente amanecimos juntos en una habitación con yacuzzi de una mansión de madera con puerto privado que nos prestó el amable jardinero, custodio de lujosas viviendas que permanecían vacías la mayor parte del tiempo. Después de desayunar en una terraza con resacosas vistas al río, regresé a la casa-clínica para recoger mis bártulos. Carlos regresaría pronto. Antes de salir, le dejé una nota: “No te olvidaré nunca”. Y cerré la puerta. *Paco Inclán (Valencia, España, 1975) es escritor y docente, autor de los libros de relatos Dadas las circunstancias (2020), Incertidumbre (2016) y Tantas mentiras (2015).
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rthur Cravan nació en 1887 y atravesó los primeros años del siglo XX con la intensidad de varias vidas en una, hasta desintegrarse en algún lugar de México. Se dedicó a la poesía y fue alabado por André Bretón como precursor del dadaísmo; también incursionó en el boxeo y peleó por un título mundial contra uno de los mejores de todos los tiempos: Jack Johnson. Cravan, que se presentaba como el “sobrino de Oscar Wilde”, a quien siempre trató con respeto y devoción, transitó el espíritu punk mucho antes que los Sex Pistols. De hecho, fundó su propio fanzine, en abril de 1912, llamado Maintenantt que publicaría hasta 1915. Con esta revista/panfleto, que repartía él mismo por las calles, lanzaba dardos contra sus contemporáneos, en especial, los vanguardistas y los organizadores del Salón de los Independientes en París. Cravan consideraba a la vanguardia como un hecho conservador. Y a sus figuras como “estafadores del espíritu”. En el número 4 de Maintenant, t publicó una reseña del Salón de 1914 para confrontarlos. Otro poeta, Guillaume Apollinaire, lo retó a duelo porque Cravan lo llamó “judío” y dijo sobre su amante, Marie Laurencin: “Necesita que le levanten la falda y le metan una gran...”. Arthur Cravan después del escándalo terminó preso por unos días, pero su revista se agotó y muchos la buscaban en París. Su verdadero nombre era Fabian Avenarius Lloyd. Nació en Suiza, en 1887, de padres irlandeses y británicos, con quienes tuvo una relación complicada. Estaba orgulloso de que su tía Constance fuera la esposa de Oscar Wilde, a quien le hizo una entrevista imaginaria en Maintenant que causó cierto revuelo. Los tropiezos de Cravan comenzaron pronto. En 1903, con dieciséis años, lo echaron de su escuela por mala conducta. Leer a Arthur Rimbaud fue revelador y lo inspiró para abandonar Suiza en busca de aventuras. Se convirtió en un viajero incansable, se relacionó con prostitutas en Berlín, fue vagabundo en Nueva York y trabajó en la sala de máquinas de un barco con destino al Pacífico Sur. Finalmente, en París, Fabian Lloyd devino Arthur Cravan. En pocos años generó un remolino: escandalizó a la sociedad, enfureció a los vanguardistas, se enfrentó a uno de los grandes campeones de la historia del boxeo y desapareció en México sin dejar rastro. Por si fuera poco, Cravan también fue falsificador de documentos. Así inventaba distintas identidades para intervenir en todo tipo de escándalos de su época. Sus compañeros lo recordaban dando conferencias en las que punteaba los párrafos de sus textos con disparos en el techo. Hay varios de estos relatos. Sin embargo, con Cravan no es posible definir qué perímetro tiene la leyenda y dónde empieza todo lo demás porque asumió lo verosímil también como impostura. Quedaron para la posteridad los artículos de su revista Maintenant. t Allí figuraba como “director”, firmaba todos los artículos, y era su “redactor estrella”. En uno de sus textos planteó su plan
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El sobrino de Oscar Wilde POR | JUAN JOSÉ SANTILLÁN
de operaciones: “Escribo para hacer enojar a mis colegas, para que hablen de mí y para intentar hacerme un nombre. Con un nombre uno tiene éxito con las mujeres y en los negocios”. Un crítico lo describió como “un vagabundo del mundo... un traspasador de fronteras”. Y sobre todo, como alguien “resistente a las órdenes”. Se declaraba antiartístico y decía que el boxeo era una de las máximas expresiones creativas de la humanidad. Si bien se lo recuerda como el “poetaboxeador”, lo cierto es que no brilló en ninguna de esas disciplinas. Su verdadero talento fue tomar la vida como artefacto artístico en sí mismo y llevarlo al extremo, incluso, si eso conduce a la disolución. “Me es suficiente una melodía de violines para que me vengan unas ganas locas de vivir; podría suicidarme de placer; morir de amor por todas las mujeres; estoy aquí porque la vida no tiene solución”, escribió en el tercer número de Maintenant. Cuando en 1913 el boxeador Jack Johnson huyó de Estados Unidos, por motivos raciales, se instaló en París y fue recibido como una celebridad. El campeón llegaba a los clubes nocturnos de Montparnasse y
realizaba espectáculos, que rápidamente agotaban sus entradas, donde combinaba la exhibición de box con el baile y el canto. En una de esas noches Johnson habría conocido a Arthur Cravan que tenía reputación como boxeador y también organizaba eventos que conjugaban el baile, el boxeo y las conferencias sobre arte moderno. Un cronista que presenció una las “veladas Cravan” escribió que, durante su performance, “hizo varios disparos al aire, y luego, medio en broma, medio en serio, hizo las declaraciones más descabelladas contra el arte y la vida. Elogió a los deportistas por encima de los artistas, a los homosexuales, a los que roban en el Louvre”. En 1916 Cravan viajó a Barcelona donde, de alguna manera, se las arregló para organizar una pelea de alto nivel contra Jack Johnson. Decía que era “campeón”. Y le creyeron. La pelea fue un desastre, muchos hablaron de fraude. Johnson, que tenía treinta y ocho años, estaba muy por encima de Cravan que perdió por nocaut en el sexto round. Con el dinero que ganó de la pelea, Cravan compró un pasaje para ir a Nueva York donde no se quedó mucho tiempo. Sin embargo,
allí conoció a la poeta británica Mina Loy de quien se enamoró inmediatamente. En abril de 1917, en la Grand Central Gallery, Marcel Duchamp presentó La fuente, e la pieza con un urinario que cambió la historia del arte. Duchamp, que conocía el trabajo de Cravan en París, lo convocó para que brindara una de sus conferencias en la exposición. Y no lo defraudó. Provocó un escándalo de tal magnitud que intervino la policía y el poeta terminó en la comisaría. Cuando quedó en libertad, Cravan pensó que, si permanecía en Estados Unidos, podía ser reclutado para combatir en la Primera Guerra Mundial. Entonces decidió partir junto a Mina Loy rumbo a México. Se casaron el 25 de enero de 1918, poco tiempo después Loy quedó embarazada y quisieron viajar para quedarse en Buenos Aires. No tenían el dinero para los dos pasajes y Mina viajó primero desde el puerto de Salina Cruz, en Oaxaca. Habían quedado en encontrarse en Argentina unos meses después. Algo que nunca sucedió. Mina lo esperó y luego partió a Inglaterra donde nació la hija de ambos. En una entrevista le preguntaron a Mina Loy cuál es su recuerdo más feliz y cuál el más triste. La poeta contestó que la felicidad era “cada momento pasado con Arthur Cravan” y lo más triste fue “el resto del tiempo”. Hubo varias hipótesis sobre lo que le habría pasado al “poeta boxeador” en México. Desde que sobrevivió, se cambió el nombre y volvió a París, hasta la más aceptada: que embarcó y murió en un naufragio. En 1918 Arthur Cravan tenía tan solo treinta años.
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A medio siglo de “Exile on Main Street”
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POR | JUAN BAUTISTA TATA YOFRE
El mejor álbum de los Rolling Stones fue creado en uno de los momentos más tormentosos del grupo. Lejos de Inglaterra y en pésimas condiciones para grabar, la banda exorcizó su historia con una síntesis gloriosa de blues, country, folk, góspel, soul, boogie y rock and roll.
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urante abril de 1971, los Rolling Stones partieron al exilio en el sur de Francia. Huían, casi quebrados financieramente, de la presión impositiva del gobierno laborista de Harold Wilson. El asesor económico del grupo les aconsejó irse por lo menos dos años para juntar la plata con que pagar. El 7 de abril partieron en un vuelo privado a París y desde allí a la Costa Azul. Eran, ya para esa época, la mejor banda de rock and roll de todos los tiempos. Su salida de Inglaterra fue una conmoción, especialmente entre los jóvenes inmersos en ese idioma generacional, la música, que “podía cambiar al mundo”. Ya no eran 5 sino 4+1, y se explica: el quinto había sido Brian Jones, muerto en julio de 1969 en extrañas circunstancias. Su sucesor fue Mick Taylor que venía de tocar con el gran blusero John Mayall. La historia cuenta que a Mick Jagger, Keith Richards, Bill Wyman y Charlie Watts se pegaron, especialmente contratados para ir a Francia, tres grandes músicos de la época: el saxofonista Bobby Keys; el trompetista James Jim Price y el pianista Nicky Hopkins. Imaginariamente, y aunque para muchos sean tirados al azar, detrás de los tres entraron los sones de Duane Allman, Leon Rusell, Gram Parsons, Joe Cocker, Delaney and Bonnie, Jorma Kaukonen, Chuck Berry, Little Richards y muchos más; la “crema” de la Costa Oeste de los EE. UU. Comenzaron a distribuirse en diferentes casas. Jagger y Bianca lo hicieron en Niza; Watts en Avignon y los Richards (Keith, Anita Pallenberg, y su hijo Marlon) alquilaron la Ville Nellcote en el pueblo de Villefranche-sur-Mer, una casa enorme con dos plantas y un gran sótano, y embarcadero propio. Keith contó que esa casa la había construido Byrd, un almirante inglés. Se olvidó, también, de contar que en los años 40 había sido la sede regional de la Gestapo. Los Richards fueron felices porque nadie los reconocía y podían caminar libremente sin el asedio de los fans. Keith, contó, estaba doblemente feliz porque el pueblo no estaba muy lejos de Marsella, donde se podían conseguir “productos ilegales”: heroína, cocaína, marihuana y hachís. Un tiempo antes, los productores recorrieron los estudios de grabación de la zona,
también cines y auditorios, sin encontrar el lugar perfecto para realizar las sesiones de grabación. Entonces trajeron desde Londres el camión estudio-móvil y con eso solucionaron dos problemas: la calidad musical y el problema del idioma de los técnicos (no sabían francés). Establecieron la sala de grabación en el sótano y, tras esta decisión, todos vivieron en Nellcote para evitar viajes riesgosos en auto después de horas de trabajo. Junto con los ocho músicos nombrados vinieron sus esposas, hijos, técnicos, amigos y groupies, conformando una tribu de 70-80 personas. “Terminé allí —relató Bobby Keys— porque es donde fueron todos, me invitaron. El sur de Francia y un joven de 20 años era una buena combinación. El cocinero Fat Jacques cocinaba para todo el mundo, y no había horarios fijos, hasta que un día desfalleció de tanta fiesta”. Eran dos mundos que se tocaban en la misma villa. Arriba gente durmiendo en camas, sillones, en el piso y el sótano donde de a poco se producía el proceso creativo. “El sótano era un lugar húmedo, lúgubre, un sauna, sinceramente no sé cómo pudieron
trabajar así”, dijo Pallenberg. Ese lugar, de paredes húmedas, con el piso regado de botellas vacías de Jack Daniel’s y ceniceros plagados de cualquier cosa, se convirtió en el centro del universo Stone y hora tras hora, día tras día, se fueron conformando las bandas cintas del álbum. El método parecía ser siempre el mismo. Se soltaban con diferentes acordes y riff, luego Mick y Keith ponían la letra y nacía el tema. La canción era entonada como 20 veces hasta que se macerara. El ingeniero de sonido, Andy Johns contó que tocaban mal durante dos o tres días, hasta que en un momento Richards lo miraba a los ojos al baterista Watts y Wyman inclinaba su bajo a 80º y convertían esta música maravillosa en una bendición. John imaginaba estar viviendo el clima de La Dolce Vita de Fellini. A veces trabajaban separados. Mientras algunos estaban en el sótano, Keith y su amigo Gram Parsons (murió a los 26 años de sobredosis) repasaban los acordes de Sweet Virginia, a uno de los temas más recordados. En otra ocasión, Keith se levantó, tras 24 horas de sueño, y no había nadie de
sus compañeros. Bajó y junto con Jimmy Miller, en batería, y el saxo de Bobby Keys grabó el demo de Happy, y un exitazo. Por ahí circula la foto de Keys, sentado en el piso en calzoncillos, tocando el tema. “Comenzamos desorganizados, improvisábamos, y al final se convertía en una cosa genial, espontánea como el hipo”, comentó con su voz sureña americana Bobby Keys. Un día Keith le dijo a Mick Jagger: “Ya está, hemos terminado”. Y p partieron a Los Ángeles para mezclar los temas con una ayudita de Doctor John, Billy Preston y otros amigos. El LP Exile on Main Streett salió a la venta el 12 de mayo de 1972 y se convirtió en uno de los 100 discos más reconocidos de toda la historia del rock and roll. De a poco, los miembros del grupo y de la tribu se dispersaron y Ville Nellcote cerró sus puertas. Ya no se escucharían, a través de sus aberturas, el sonido de Rip this Joint (el rock más fuerte que publicitaron, porque el demo Claudinee es solo para coleccionistas fanáticos) y las voces de Merle Haggard y George Jones, dos grandes del country que Richards admiraba, se apagaron.
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terrizo en Santiago de Chile al atardecer. La orden de permanecer sentados con los cinturones ajustados me hace saber que estamos a pocos kilómetros del aeropuerto. La puesta de sol con un cielo despejado ofrece un manto de montañas de arena, sin un solo árbol hasta donde alcanzo a ver. Camiones recorren sus surcos. La minería como elemento cardinal de la economía chilena, no solo en el extremo norte sino en la periferia de la capital. Encuentro con Eduardo, viejo amigo de los años universitarios. Salimos del aeropuerto y recorremos muchos kilómetros en el sistema de túneles subterráneos, para ahorrar tiempo y semáforos (el ahorro no existe en el costo de los peajes). Autopistas que, en el continente, solo pueden verse aquí y en São Paulo, como dos proyectos de la ruta hacia el futuro que se trazaron hace décadas, y que con los años parecen haber perdido el rumbo.
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El otoño austral invita a salir de paseo, últimos días cálidos de la temporada. El viento empieza a sentirse helado, y los árboles, con ramas secas que van convirtiéndose en chiriviscos, sueltan sus hojas que alfombran el asfalto. Llegamos al mercado Persa-Bío Bío, en el Barrio Franklin. La típica salida de domingo en el sur, similar a la Feria Hippie de Ipanema, San Telmo en Buenos Aires o Tristán Narvaja en Montevideo, la más antigua de todas. Abundan las antigüedades. Artesanías, productos caseros, ropa, zapatos y abrigos de uso, y cualquier cachivache que deja de serlo y adquiere un segundo, o quizás tercer valor de mercado. Los productos usados no se consideran viejos, quizás por el origen europeo trasplantado a los países de la región, por las muchas oleadas de migrantes que llegaron hace cien años sin un peso y sin posibilidad de comprar nada. Vivían del reciclaje o del trueque con las pocas cosas de valor que traían por un par de huevos o dos piezas de pan para alimentar a la familia. En los pasillos del mercado hay músicos de todo tipo: cantantes de salsa, merengue y rock, imitadores de Michael Jackson, Elvis Prestley y Elvis Crespo, colombianos, venezolanos o dominicanos. Caminan con una bocina en la espalda, o en un carrito adaptado con rodos para detenerse cada dos o tres cuadras, conectarle un micrófono y, después de un par de piezas, extender el sombrero esperando monedas del público. También son extranjeros los cajeros, meseros y cocineros de los restaurantes. Conseguimos una mesa y nos sentamos. Pido un pescado que, además de llegar frío y una hora después, está crudo. Me quejo con el mesero, chileno, y le pido que lo cambie. Accede a regañadientes, termino de comer en cinco minutos y me levanto. Trae la cuenta y le pido que no incluya propina. Mientras pago, veo a Martín, peruano, salir de la cocina. Se acerca a la mesa y mientras se limpia las manos sobre el delantal, habla en voz baja, evitando que lo escuchen desde la barra. Se excusa por el mal servicio y justifica que si me hubiera atendido él u otro mesero que fuera peruano también, o quizás boliviano o venezolano (cualquiera que no fuera chileno), hubiera sido diferente. Pregunto por qué y responde con timidez: “No lo sé,
Santiago de Chile: el trópico del sur POR | LEONEL GONZÁLEZ DE LEÓN
El escritor guatemalteco estuvo recientemente en Santiago de Chile y nos ofrece una crónica sobre las mutaciones que han ocurrido en esa ciudad como resultado de las migraciones que llegan del trópico y llevan sabores, colores y sonidos inusitados en la región. los desaparecidos, por el chip a los perros callejeros, por la tala o la siembra de árboles, o si hace frío o calor. Museo de Bellas Artes, con entrada gratuita. Exposición de escultores chilenos en Europa. Muchos becarios allá a principios del siglo pasado, en la época de mayor intercambio de ideas entre ambos lados del océano, cuando un escritor, un pintor o un escultor podía, según supiera moverse, apelar a un mecenazgo. Hoy, el artista latinoamericano debe serlo en forma hambrienta y autodidacta, al filo de la navaja. Imponentes El descendimiento de Virginio Arias, La miseria de Ernesto Concha y Crudo invierno de Rebeca Matte, dedicada a su padre moribundo. pero lamento tener que quedarme, ahora que mis hijos han nacido y van a criarse aquí”. Quisiera volver a Ayacucho, en el sur del Perú, donde nació y donde dejó a su primera esposa, pero allá no ve futuro.
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Salimos del Barrio Franklin hacia el centro. Cada rojo del semáforo, dos o tres mulatos rodean el auto para ofrecer chocolates, chicles, o mendigar una moneda. Hay muchas pintas en las paredes. La queja permanente es un rasgo local, igual a favor o en contra del aborto, apoyando uno u otro voto, por
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Después de un par de días en la ciudad, hablando con amigos de hace años y con otros que voy conociendo, noto que muchos prefieren no interactuar con alguien ajeno a su círculo, por el peligro de que tengan ideas políticas opuestas. Distancia preventiva, desconfianza del otro, aun sin conocerlo. Resistencia a expandir círculos. Si la pandemia generó miedo hacia el otro, la lucha de clases y de partidos, quizás más presente que nunca, exacerban ese miedo. El país faro del continente como foco de segregación. Herencia mal digerida de la dictadura.
Pienso en Alonso de Góngora y Marmolejo, cronista español que en 1575 escribió: “La gente de este reino es belicosa conforme a la constelación de cada ciudad”. Es famosa su Historia de todas las cosas que han acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado, donde agrega: “Son grandes enemigos de españoles y de toda gente extranjera, y entre sí la gente más bien partida que hasta hoy se ha visto en las Indias”.
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Chile siempre se ha considerado, por sí mismo y por el resto del continente, ajeno a la América Latina. La cordillera de los Andes y el desierto de Atacama como murallas de aislamiento. Hoy se come guayaba, plátano y frijol, frutos tropicales que nunca han sido habituales ahí. Igual pasa con las enfermedades. En la salud, Chile era una excepción por la falta de casos de Histoplasma capsulatum, hongo endémico y causante de miles de muertes en el trópico, especialmente en pacientes infectados por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). Hoy empieza a reportar casos importados (en pacientes nacidos en otros países) y busca ponerse “al día” con enfermedades desatendidas históricamente, que van adquiriendo relevancia en la epidemiología local. La dieta, el sistema de salud, además
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ELACORDEÓN | 22 mayo 2022
LA TELENOVELA
Ana María Rodas
Cuestiones sobre la Luna
de la música y los espectáculos, dejan de ser exclusivos para varones de piel blanca y mujeres espigadas de pocas curvas para dar espacio a los miles, quizás millones ya, de migrantes con piel bronceada y curvas pronunciadas que empiezan, no solo a vivir y a ocupar espacios, sino a integrarse, a reproducirse y a cambiar la dinámica del país. Un ejemplo se ve en el Café Haití, en el centro de Santiago, tan clásico como impagable para los miles de haitianos que sobreviven en los suburbios de la ciudad. Este, entre otros “Cafés con piernas”, son famosos por sus mesas sobre la banqueta para beber un café, al paso y de pie, además de sus meseras, todas voluptuosas con una falda muy ajustada que apenas cubre el tercio superior del muslo. Casi ninguna es chilena. Pasa lo mismo en Estación Central, barrio lejano, en distancia y en paisaje, de la bohemia de Lastarria. No hay cafés ni sandwicherías típicas con los tradicionales Completos, Aliados, Barros Luco o Barros Jarpa. Suena bachata, merengue y vallenato. Las calles resultan estrechas, entre kioscos de arepas, tostones o frituras de plátano (además de puestos improvisados que venden ropa, zapatos y chancletas, entre mil cosas más), entre negras de mucho pecho y mucho glúteo que hacen trenzas, arreglan las uñas y leen el tarot en español del Caribe o en francés haitiano adaptado a los modismos locales.
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Paso la mañana en Metales Pesados, la librería más famosa de la ciudad. Converso con Sergio Parra, librero con mucho colmillo. Me recomienda varios títulos de su catálogo y no tiene empacho en sugerirme no comprar algunos que yo traía en mente. Hablamos de libros de viajes, tanto clásicos como contemporáneos. La épica ante la exuberancia del paisaje ha pasado de moda, dice, y los viajes de este siglo deberían ocuparse de las ciudades ocupadas por migrantes que huyen del hambre y de la miseria. Menciona un par de autores guatemaltecos que conoce y que ha leído, y algunos nacionales que vale la pena leer. Asoma un chileno ineludible: Pedro Lemebel. Es fácil justificar la fama de Lemebel por sus performances o por su militancia con los discursos de moda, pero no. Hábil para mezclar, en pocas páginas, la admiración por Lou Reed, Mick Jagger o Elizabeth
Taylor, su rechazo feroz a la militarización del país, la vida a salto de mata huyendo de las enfermedades venéreas y de la homofobia en los años de dictadura, así como la naturalidad con la que se asume en ambas banquetas del género, sabe pincelar su escritura con un florete muy poético: “A patadas aprendí a leer y a besos aprendí a escribir”.
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Vuelvo a Santiago después de tres días en Valparaíso. Camino por Bellas Artes, atravieso Lastarria y el Parque Forestal, donde veo varios toldos de okupas caribeños que han llegado al país y no han encontrado otro sitio para establecerse. Voy bordeando el río Mapocho, cada vez más seco. ¿Alguna vez fue un río de verdad aquel donde lloró Augusto Monterroso sus cuitas de exiliado? Hoy, el cauce apenas babea un charco terroso. La falta de lluvia en Santiago repercute en la desaparición del río, en el clima, y en la política. Trece años de sequía progresiva hacen probable que el Gobierno apruebe el racionamiento, con cortes de agua en Santiago y en Valparaíso, las regiones más habitadas del país.
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Después de perderme y dar varios tumbos en los puentes sobre el cauce seco del río Mapocho, llego al Teatro Móvil sobre el puente. He quedado con Andrea, su marido y otros amigos. Vemos una obra experimental donde el tema vuelve a ser septiembre del 73. Son actores jóvenes, menores de treinta, pero con una expresión encarnizada sobre los eventos que quizás no vivieron sus padres sino sus abuelos. La memoria sobre la historia nacional es una herida aún sangrante, reabierta tras las protestas populares de octubre 2019. ¿Es saludable para una sociedad vivir tan a flor de piel los sucesos de hace cincuenta años? ¿Resulta prometedor para un país permanecer tan polarizado? Pienso en la autocrítica que hace W.G. Sebald al escarbar y exponer la vergüenza nacional, para digerir el pasado y renacer como país. La falta o el exceso de memoria nacional como dos extremos igual de dañinos para cualquier sociedad. Ignoro cuál es la dosis adecuada de memoria (o de olvido) necesarios para avanzar. Aquí, como en todo el continente, sigue faltando mucho para encontrarla.
En las noches, cuando los árboles del jardín me permiten ver la Luna en alguna parte del cielo, suelo darle consejos. Todos apuntan en la misma dirección: que está bien si por unos cuantos días se posa sobre ella alguna nave de esas que llaman espaciales; que tampoco es malo si esos seres que llegaron a su suelo manejando la nave toman un puñado de polvo lunar y lo guardan en una bolsita para enseñarlo, con el rostro lleno de satisfacción, a otros terrícolas, que los ven con alegría y un rastro de envidia, como si los viajeros hubieran encontrado verdadero oro en este mundo en el que nos toman el pelo con las monedas virtuales, que nadie en su sano juicio ha visto jamás. (Otro día hablaremos del bitcóin, el más conocido de los desconocidos. ¿O ha visto con sus propios ojos, o tenido en la palma de la mano una de esas maravillosas ideas, que no cosas?) (Para empezar, se debe contar con un sistema para almacenar y operar el bitcóin: un monedero electrónico con un par de llaves criptográficas, es decir una clave pública y otra privada.) Y aquí lo dejamos porque la Luna no es un invento humano para acumular verdadero oro o dólares en cajas de los bancos. Ya giraba sobre sí misma y alrededor de este planeta —que nos empeñamos en arruinar— cuando nuestros tatarabuelos bajaron de los árboles, se sacudieron el pelo del cuerpo e inventaron el término desnudo. Ya estaba en su lugar cuando hace millones de años florecieron los homínidos sobre la Tierra. Y cuando Paco Pérez en Xela cantó por primera vez Luna de Xelajú, los poetas de hace 2 mil años ya le habían dedicado maravillosas odas al satélite. En realidad, la Luna es cosa de poetas. De inmensos movimientos marinos. Ejerce su voluntad cada 28 o 29 días sobre las mujeres. Y cuando hace muchísimo tiempo no entendíamos qué nos relacionaba (no sabíamos qué era esa cosa que brillaba, crecía y menguaba por las noches y a veces, en las que debía haberse disgustado mucho con nosotros, se llenaba de fuego por unas horas) ella ya nos veía con aburrimiento porque a lo largo de los siglos no cambiábamos en nada. Continuábamos sopapeando a los hijos, a la mujer, matándonos unos a otros si no vivíamos cerca, correteando dinosaurios o bisontes para comerlos crudos. Inventamos el fuego porque cuando ella no salía por las noches teníamos mucho miedo… La verdad es que cuando hayamos logrado acabar con nosotros y con los otros miembros del reino animal, cuando ya no haya océanos sino acumulaciones terroríficas de plástico, la Luna seguirá en el cielo, su lugar, reflejando la luz que emite el incendio solar. Y como soy poeta y amo a la Luna, le aconsejo que no permita que tirios ni troyanos se aposenten en su superficie. Que sí, que está bien que den vueltas a su alrededor tratando de averiguar qué es eso del universo. Si solo es uno o son muchísimos. Veinticuatro universos decían hace algunas décadas. Si ella, tan blanca y perfectamente redonda, es el resultado de una teórica colisión entre Marte y la Tierra hace millones de millones de años. Si se formó al mismo tiempo que se formó la Tierra. Les juro que las canciones de los poetas son infinitamente más amorosas con la Luna que los dirigentes de esos países que complotan para montar ciudades en la Luna y arruinarla, como estamos haciendo con la Tierra. Y mis consejos a la Luna son para que no permita jamás que terrícola alguno llegue a construir algo con apariencia de mayor perdurabilidad que una nave espacial. Ni laboratorios, ni ciudades, ni puertos de salida a planetas lejanos. Menos que acabemos con su clara superficie creando huertos para averiguar —si no desaparecemos por catástrofe nuclear o cambio climático— si se puede sembrar caña de azúcar, café, cualquier cosa que deje dinero. Que en la Tierra la palma africana… En realidad, la Luna es cosa de poetas. Les juro que no le hacemos daño alguno. Que yo sepa, nadie ha muerto por leer una oda a ese rostro claro, luminoso, radiante. Aunque no esté muy bien escrita. La Luna sabe que fue creada con muy buena intención, y todavía no ha inventado un premio internacional para poeta alguno.