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Corrupción, la otra cara de la muerte
Guatemala no deja de sorprenderme. El país sufre saltos asombrosos y a lo largo de mi vida he experimentado suficientes. Todos basados en los cambios de dirección de los vientos que soplan según los políticos que elegimos, o por designio de aquellos que, no siendo políticos, ni habiendo pasado por elección alguna, se ven de pronto en puestos de autoridad a fuerza de ventarrones internos o externos.
Nacida en tiempos de Ubico, experimenté muy pronto en la vida el cambio que supuso la Revolución de Octubre del 44, que ahora ya no se comprende en su esencia porque se le llama “la primavera de Guatemala”.
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Primavera o revolución –términos con muy poca similitud, por cierto– lo innegable es que aquella niña que fui pasó de un tiempo en el que todo el mundo vivía bajo una capa perenne de temor y hablaba siempre en voz baja, a una época en la que hubo cambios verdaderamente innovadores para el país.
Constituyeron una revolución los aumentos salariales a los servidores públicos, la creación del IGSS, del Instituto de Nutrición de Centroamérica y Panamá, de la Facultad de Humanidades en la Universidad de San Carlos, del Instituto de Antropología e Historia. Tampoco era creación de parterres la construcción de la Biblioteca Nacional y del Archivo General de Gobierno, que pronto se transformó en el Archivo General de Centro América. Ni la creación del Conservatorio Nacional de Música y la reorganización del Ballet Guatemala, la Orquesta Sinfónica Nacional y del Coro Nacional.
También surgieron actividades culturales y artísticas desconocidas para la gran mayoría de ciudadanos, excepto aquellos que, siendo de familias pudientes, atravesaban mares e iban a disfrutar expresiones estéticas de primer orden en Europa, principalmente.
En otro orden de cosas, importantes en todo sentido continúan siendo la ley que diera vida al Código de Trabajo, y la Ley de Libre Emisión del Pensamiento.
Pero sin duda, lo más interesante de aquel suceso del 44 fue que el cambio se dio imprimiendo por primera vez en la historia republicana de Guatemala la unión entre civiles y Ejército revolucionarios.
Esto último, empañado por el derrocamiento de Jacobo Árbenz Guzmán, sucesor de Arévalo, en 1954. Fuimos víctimas de la repartición del mundo entre las dos potencias ganadoras de la II Guerra Mundial. Y del furor de los hermanos Dulles.
Despiadada la traición del Ejército a su compañero de armas.
Con la llegada de la mal llamada Liberación, comenzó en Guatemala una cacería infame, que fue subiendo de tono y que por razones conocidas –la corrupción de Ydígoras Fuentes, el entrenamiento de hombres en la Finca la Helvetia para la invasión a Cuba, entre ellas– dio lugar a un movimiento revolucionario de los propios oficiales jóvenes del Ejército.
He pasado la mayor parte de mi vida periodística reportando la violencia en el país. Durante décadas, como todos los guatemaltecos, me he vestido de muerte y de sangre.
La sangre se ha transformado en corrupción monstruosa, esa que hoy carcome a todos los organismos del Estado. Y es esa corrupción, a la que pudimos verle el espantoso rostro en 2015 por primera vez, la que ya no deseamos. Ni para nosotros, ni para nuestros hijos, ni para guatemalteco alguno.
Ya fue suficiente. Ya no más. Necesitamos un terreno donde coexistan diversas formas de pensamiento, pero que ello signifique convivencia pacífica y honrada.
Cinco siglos de atropello, de esclavitudes diversas, de dolores sin fin no pueden prolongarse más. Si quienes ahora ocupan tribunas en los diversos organismos del Estado no lo perciben, están condenados a sumirse, también ellos, en ese remolino infame que han creado buscando opulencia y privilegios. La libertad descansa en el diálogo, en la autocrítica constante, en escuchar al Otro y entenderlo. Olvidar la pasión por el oro y el poder.
Un poder raquítico porque Guatemala no es Rusia ni Estados Unidos ni China. La única paz a la que podemos aspirar reside en desterrar los sueños de grandeza inalcanzables, vernos al espejo, contemplar nuestra evidente pequeñez humana y aun así, aceptarnos con serenidad.