Cuentos de verano

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Cuentos de verano

editorLuis Aceituno | dise帽oEstuardo de Paz | IlustracionesDegas

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DOMINGO 20 DE MARZO DE 2016 GUATEMALA

Algunas peculiaridades de los ojos POR PHILIP K. DICK

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escubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el

primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada. Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato. Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características.

Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía: … sus ojos pasearon lentamente por la habitación. Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El


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elacordeón fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban. … sus ojos se movieron de una persona a otra. Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie. ¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía: … a continuación, sus ojos acariciaron a Julia. Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba: … sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven. ¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados. –¿Qué pasa, querido?– preguntó mi mujer. No podía decírselo. Revelaciones como esta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto. –Nada– respondí, con voz estrangulada. Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa. Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza: … su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente. No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano. Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos…, y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados

que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo. Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo: … nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar. Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo: … temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza. Al cual seguía: … y Bob dice que no tiene entrañas. Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Este, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como: … carente por completo de cerebro. El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto: … con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven. No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos. … a continuación le dio la mano. Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas. … tomó su brazo. Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio: … sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado. Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al Monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban. Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto. No tengo estómago para esas cosas.

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Perdiendo velocidad POR SAMANTA SCHWEBLIN

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ego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos. –¿Qué pasa? –le pregunté. Tardó en sacar la vista de los huevos. –Estoy preocupado –dijo–, creo que estoy perdiendo velocidad. Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto. –No tengo la menor idea de qué estás hablando –dije–, todavía estoy demasiado dormido. –¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario. Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas aterciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de palomitas y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría –el público atento a la mecha que se consumía–, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad. Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usan-

do las sillas y la mesa para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo. –Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad –dijo. Miró los huevos. –Creo que estoy por morirme. Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar. –Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer –dijo–. Eso estuve pensando, que uno se muere. Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso. Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar. –¿Café? –pregunto. –¡Claro! –dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.


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Cuerpo místico POR OSWALDO SALAZAR

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l vidrio, manchado por las huellas de la súplica temblorosa de muchos peregrinos, se empañó ligeramente por el aliento que salía de su boca. Tendría cinco o seis años. Pero hoy, mucho tiempo después, seguía viendo con claridad el rostro sereno del Señor, su barba esculpida, brillante, su pelo negro, largo, suave mortaja infinita, y su piel traslúcida, como si se asomara su alma en el brillo de la cera, en el olor a veladora crujiente, a muñequito amarillo atado a los hierros fríos de la urna. Hablale, le había susurrado al oído su padre en aquella ocasión. Ahí donde lo ves, está oyendo lo que pensás. Y el coro de lamentos, volutas de incienso retorciéndose ascendían al cielo geométrico. Vaya si no, se dijo, hincado ante la urna que sostenía en vilo al Señor allá arriba, sobre el anda imponente. Los buenos y los malos pensamientos. Ha escuchado todo. Y recuerdas, murmuró en su oración, hasta lo que yo he olvidado. No mires nuestros pecados sino la fe de mi madre, olvida mis errores, recuerda el dolor de quienes te invocamos, pequeñas criaturas que arrastramos los harapos de la carne. Julio cerró los ojos e inclinó la cabeza en señal de entrega. El celador jefe había dado ya la orden de tomar sus posiciones. Los acordes suaves de la marcha fúnebre empezaron a sonar mientras se incorporaba. La melodía empezó a llenar, inexorable, el espacio vacío de la bóveda que se elevaba sobre la muchedumbre. El timbre sonó y los cargadores, haciendo crujir el anda, levantaron al Señor para iniciar de nuevo, un año más, su camino de ida y vuelta por las avenidas de la ciudad, por las vidas, por los recuerdos de quienes lo esperaban, lo seguían. Un paso atrás y dos adelante. El anda, el Señor acunado en su sueño, empezó a balancearse como si caminara al encuentro de cada uno, sereno, habiendo perdonado de antemano, una vez más. Julio quería continuar su oración, pedir por todos, dar gracias por las bendiciones inmerecidas que había recibido durante el año. Pero no. El recuerdo de su padre se cruzaba en su mente, las imágenes pasajeras de su rostro, su voz, la distancia de su mirada cansada, llena de resignación y más allá del reproche. Recordaba cada detalle de la emergencia del hospital. Las carreras de las enfermeras, el murmullo de la

gente en la sala de espera, los médicos residentes que, de cuando en cuando, se asomaban al callejón por donde entraban las camillas con heridos, mujeres embarazadas, ancianos con la boca entreabierta, amarillos como las sábanas que los cubrían. Por un momento, en el medio del bullicio de la memoria, pensó en cómo se vería el Señor allá arriba, su p perfil, entre el cielo y sus hombros, como si también Él fuera conducido por el callejón del mundo, sala de espera multitudinaria, gimiente, a la soledad de la muerte. Pero el péndulo del anda lo devolvió a la memoria de su padre, la cabeza recostada en la pared diciéndole te lo voy a contar pero quiero que me prometás que tu mamá no se entere sino hasta el último momento. El médico me mandó de regreso a la casa. Dice que no tiene caso hacer ningún tipo de terapia. Hay quienes la necesitan más porque todavía tienen esperanza.

Yo ya no. La marcha fúnebre terminó y, durante uno o dos minutos, el anda, con su enorme peso, se balanceó lenta sin avanzar un centímetro, al compás de un redoblante que caía en ráfagas pausadas como un látigo metálico. Julio abrió los ojos y miró hacia arriba. La luz del atardecer lo cegó. Estaban ya atravesando la puerta. Como era costumbre, cuando la urna reluciente aparecía por el umbral, los miles de fieles que esperaban afuera se hincaban en el que, quizá, era el momento más solemne de la procesión. El párroco y el Nuncio Apostólico se detuvieron un momento delante del anda que llenaba el pequeño atrio de piedra, refugio de mendigos y perros callejeros. El timbre volvió a sonar para anunciar la última estación antes del final. Julio pudo ver, uniformados y prestos, a los cargadores del siguiente turno. Todavía faltaba un último trecho, el que lo devol-

vería al mundo, el que lo iba a separar de la compañía silente del Señor. Allí lo esperaban Claudia, su esposa, y su mamá, como si fueran la misma mujer en un instante extraño, en un pliegue del tiempo. Al llegar a la calle, los celadores empezaron a empujar el anda por las esquinas. Una y otra vez. El anda comenzó a girar y a moverse como un enorme buque a la deriva, en el medio de una tormenta. La corona que remataba la urna se mecía como si fuera a desprenderse, los apóstoles que acompañaban al Señor agitaban sus manos como suplicando que despertara para que apaciguara la tempestad, el letrero que decía “Este es mi Hijo Amado” se tambaleaba a punto de desplomarse. Pero nada de eso podía suceder. El Señor no lo permitiría. La fe de los cargadores, de sus esposas y madres, las ánimas de quienes ya habían partido sostenían las figuras de yeso, los símbolos romanos de cartón, las columnas de mampostería. Por fin la procesión enderezó su rumbo. Ahora se desplazaba entre las filas de cucuruchos y cargadores, avanzaba inexorable atravesando los humildes huertos, los pasajes del Nuevo Testamento, los pequeños paraísos frutales de aserrín, las alfombras de flores ilusorias, las geometrías del alma, las palabras de Dios que marcan las vidas de los hombres. Era el final. El timbre sonó por última vez. Por unos segundos, cuando los cargadores del siguiente turno trataban de hacerse un lugar, el anda pareció quedar suspendida en el aire. ¿Quién la sostenía en esos instantes inexplicables?, ¿los esqueletos fríos de las horquillas? Julio logró llegar a la banqueta al lado de Claudia. El Señor reanudó su camino. Como todos los años, mientras se santiguaba, Julio vio su paso lento adentrándose en un futuro incierto. Un año más. Dios quiera que estemos vivos. Sin distinguir las palabras que venían de la fila de cucuruchos, Julio reparó en el murmullo de un padre que le hablaba a su hijo al oído. De perfil, bajo el sol opaco de un cielo nublado, vio las largas pestañas del niño atento, la mejilla morena, tersa, aterciopelada, los labios mojados rodeando su dedo pulgar. El Señor se reflejaba en su pupila negra, acuosa, que de pronto enfocó a Julio de frente.


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El carrito POR CÉSAR AIRA

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no de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia. Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido

allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El súper era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire. En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos. Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía

en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo. Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconsciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas? Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto

de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, j la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado. Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro. El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado: –Yo soy el Mal.


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El hombre a quien maté POR TIM O´BRIEN

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enía la mandíbula en la garganta, el labio y los dientes superiores habían desaparecido, un ojo estaba cerrado, el otro era un agujero en forma de estrella, sus cejas eran finas y arqueadas como las de una mujer, su nariz estaba intacta, había una gota leve en el lóbulo de una oreja, su limpio pelo negro caía hacia atrás hasta formar un remolino en la parte posterior del cráneo, su frente tenía algunas pecas, sus uñas estaban limpias, la piel de su mejilla izquierda estaba arrancada en tres tiras desiguales, su mejilla derecha era suave y lampiña, había una mariposa posada en su mentón, su cuello estaba abierto hasta la médula espinal, y allí la sangre era densa y brillante; esa era la herida que le había matado. Estaba tendido boca arriba en medio del sendero, un joven delgado, muerto, casi delicado. Tenía piernas huesudas, cintura estrecha, dedos largos y elegantes. Tenía el pecho hundido y poco musculoso; un estudiante, tal vez. Sus muñecas eran las muñecas de un niño. Llevaba camisa negra, amplios pantalones orientales negros, una canana gris, un anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Sus sandalias de goma habían volado. Una estaba junto a él, la otra unos metros más allá, en el sendero. Tal vez había nacido en 1946 en la aldea de My Khe, cerca de la costa central de la provincia de Quang Ngai, donde sus padres trabajaban la tierra, y donde su familia había vivido durante varios siglos, y donde, durante la época de los franceses, su padre y dos tíos y muchos vecinos se habían unido a la lucha por la independencia. No era comunista. Era ciudadano y soldado. En la aldea de My Khe, como en toda Quang Ngai, la resistencia patriótica tenía la fuerza de la tradición, que era en parte la fuerza de la leyenda, y desde la más tierna infancia el hombre a quien maté había oído historias sobre las heroicas hermanas Trung y la famosa

derrota que Tran Hung Dao infligió a los mongoles y la victoria final de Le Loi contra los chinos en Tot Dong. Le habían enseñado que defender su tierra era el deber más alto y el mayor privilegio de un hombre. Lo aceptaba. Nunca fue amigo de discutir. Secretamente, sin embargo, también le daba miedo. No tenía madera de soldado. Tenía mala salud, su cuerpo era pequeño y frágil. Le gustaban los libros. Quería ser profesor de matemáticas algún día. Por la noche, tendido sobre la estera, no podía imaginarse llevando a cabo los actos valientes de su padre, o de sus tíos, o de los héroes de las historias. Esperaba de todo corazón que nunca le pusieran a prueba. Esperaba que los norteamericanos se fueran. Pronto, esperaba. Seguía esperando y esperando, siempre, incluso cuando dormía. –¡Vaya, hombre, has jodido al que te quería joder! –dijo Azar–. ¡Lo has desparramado por completo, fíjate en lo que has hecho, lo has desparramado como si fuera un jodido huevo! –Vete –dijo Kiowa. –¡Solo estoy diciendo la verdad! ¡Como un jodido huevo! –Vete –repitió Kiowa. –De acuerdo, entonces; me largo –dijo Azar. Empezó a apartarse, después se detuvo y dijo–: Como un jodido huevo, ¿sabes? ¡Si hay categorías de muertos, este tío es de primera! Sonriendo de su propia agudeza, se encogió de hombros y enfiló el sendero hacia la aldea que estaba tras los árboles. Kiowa se agachó. –Olvídate de esa bestia –dijo. Abrió la cantimplora y me la tendió por un momento y después suspiró y la retiró–. ¡No le des más vueltas, hombre! ¿Qué otra cosa podías hacer? Más tarde Kiowa dijo: –Hablo en serio. Nadie podía hacer nada. Vamos, Tim, deja de mirar así. El cruce de senderos estaba som-

breado por una hilera de árboles y altos arbustos. El delgado muchacho estaba tendido con las piernas a la sombra. Su mandíbula estaba en la garganta. Un ojo estaba cerrado y el otro tenía un agujero en forma de estrella. Kiowa le echó un vistazo al cuerpo. –Está bien, déjame hacerte una pregunta –dijo–. ¿Te gustaría cambiarte con él? Ponte en su lugar: ¡te gustaría? Contéstame francamente. El agujero en forma de estrella era rojo y amarillo. La parte amarilla parecía ir ampliándose, desplegándose hacia el centro de la estrella. El labio superior, la encía y los dientes habían desaparecido. La cabeza del hombre estaba acomodada en un ángulo insólito, como si el cuello se hubiera soltado, y su cuello estaba mojado de sangre. –Piénsalo –dijo Kiowa. Después, más tarde, dijo: –Tim, es una guerra. El tío ese no era Heidi: tenía un arma, ¿correcto? Es duro, desde luego, pero tienes que dejar de mirar. Después dijo: –Tal vez lo mejor sería que te tumbaras unos minutos. Después de un largo rato de silencio dijo: –Tómatelo con calma. Ve adonde el espíritu te lleve. La mariposa se estaba abriendo camino a lo largo de la frente del muchacho, que estaba salpicada de pequeñas pecas oscuras. La nariz estaba intacta. La piel de la mejilla derecha era suave y tersa y lampiña. De aspecto frágil, huesos delicados, el joven nunca había querido ser soldado y en lo más hondo de su corazón había temido comportarse mal en la batalla. Incluso cuando era un muchacho que crecía en la aldea de My Khe se había preocupado a menudo por


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eso. Se imaginaba cubriéndose la cabeza y tendido en un agujero profundo y cerrando los ojos y quedándose inmóvil hasta que la guerra terminara. No tenía estómago para la violencia. Le encantaban las matemáticas. Sus cejas eran finas y arqueadas como las de una mujer, y en la escuela los muchachos a veces se burlaban de él por lo hermoso que era, con sus cejas arqueadas y sus dedos largos y elegantes, y en el patio de recreo imitaban el modo de caminar de una mujer y se mofaban de su piel tersa y su amor por las matemáticas. No era capaz de pelear con ellos. A menudo deseaba hacerlo, pero le daba miedo, y eso aumentaba su vergüenza. Si no se atrevía a pelear con chicos, pensaba, ¿cómo podría ser soldado y luchar contra los norteamericanos con sus aviones y sus helicópteros y sus bombas? No parecía posible. En presencia de su padre y sus tíos, fingía estar ansioso por cumplir con su deber patriótico, que era además un privilegio, pero por la noche rezaba con su madre para que la guerra terminara pronto. Por encima de todo, temía ser una deshonra para sí mismo, y por lo tanto para su familia y su aldea. Pero todo lo que podía hacer era esperar y rezar y tratar de no crecer demasiado deprisa. –Escúchame –dijo Kiowa–. Te sientes muy mal, lo sé. Después dijo: –Está bien, tal vez no lo sé. A lo largo del sendero había pequeñas flores azules, como campanillas. La cabeza del muchacho estaba torcida de costado, pero sin llegar a mirar de frente a las flores, y aunque se encontraba a la sombra, un rayo de luz solar refulgía contra la hebilla de su canana. Su mejilla izquierda estaba pelada hacia atrás en tres tiras desiguales. Las heridas del

cuello aún no se habían coagulado, lo que le hacía parecer animado incluso en la muerte, pues la sangre se desparramaba por la camisa. Kiowa sacudió la cabeza. Hubo un largo silencio antes de que dijera: –Deja de mirar. Las uñas del muchacho estaban limpias. Había una gota leve en el lóbulo de una oreja, una salpicadura de sangre en el antebrazo. Llevaba un anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Tenía el pecho hundido y poco musculoso: un estudiante, tal vez. Durante años, a pesar de la pobreza de su familia, el hombre a quien maté había estado decidido a continuar sus estudios de matemáticas. Los medios para ello tal vez se habían arreglado mediante los cuadros del movimiento de liberación de la aldea, y en 1964 el joven empezó a asistir a clases en la Universidad de Saigón, en donde evitó la política y prestó atención a los problemas de cálculo. Se dedicó al estudio. Pasaba las noches solo, escribía poemas románticos en su diario íntimo, gozaba de la gracia y la belleza de las ecuaciones diferenciales. Sabía que la guerra, al fin, le llamaría, pero por el momento procuraba no pensar. Había dejado de rezar; en vez de eso, ahora esperaba. Y mientras esperaba, en el último año de universidad, se enamoró de una compañera de estudios, una muchacha de diecisiete años, que un día le dijo que sus muñecas eran como las muñecas de un niño, pequeñas y delicadas, y que admiraba su cintura estrecha y el remolino que se alzaba como la cola de un pájaro en la parte posterior de su cabeza. Le gustaba el modo sereno de ser del muchacho, se reía de sus pecas y de sus piernas huesudas. Una noche, tal vez, intercambiaron anillos de oro. Ahora un ojo era una estrella. –¿Estás bien? -dijo Kiowa. El cuerpo estaba casi por entero en la sombra. Había jejenes en su boca, y partículas de polen vagaban encima de su nariz. Había dejado de sangrar, salvo las heridas del cuello. La mariposa se había ido. Kiowa recogió las sandalias de goma y las limpió, después se agachó para registrar el cuerpo. Encontró una bolsita de arroz, un peine, un cortaúñas, unas pocas piastras sucias, una instantánea de una muchacha de pie ante una moto-

cicleta. Kiowa colocó aquellos objetos en su mochila junto con la canana gris y las sandalias de goma. Después se agachó. –Te diré la pura verdad –dijo–. El tío este estaba muerto en cuanto pisó el sendero. ¿Me entiendes? Todos le teníamos en el punto de mira. Una buena presa: arma, munición, todo… –Minúsculas gotas de sudor brillaban en la frente de Kiowa. Sus ojos pasaron del cielo al cuerpo del hombre muerto y a los nudillos de su propia mano–. Así que, escucha, ¡tienes que recobrarte, coño! No puedes quedarte sentado aquí todo el día. Más tarde dijo: –¿Entiendes? Después dijo: –Cinco minutos, Tim. Cinco minutos más y seguimos adelante. En el ojo cerrado se operó una curiosa transformación: pasó del rojo al amarillo. La cabeza estaba torcida de costado, como si el cuello se hubiera soltado, y el muchacho muerto parecía estar mirando un objeto lejano más allá de las flores como campanillas del sendero. La sangre del cuello se había vuelto de un profundo negro purpúreo. Uñas limpias, cabello limpio: había sido soldado un solo día. Después de sus años en la universidad, el hombre a quien maté regresó con su esposa –se acababan de casar– a la aldea de My Kbe, donde se alistó como soldado raso en el 48 batallón del Vietcong. Sabía que no tardaría en morir. Sabía que vería un relámpago de luz. Sabía que caería muerto y despertaría en las historias de su aldea y de su pueblo. Kiowa cubrió el cuerpo con un poncho. –¡Vaya, Tim, tienes mejor aspecto! –dijo–. No hay duda al respecto. Todo lo que necesitabas era tiempo: un poco de permiso mental. Después dijo: –Chico, lo siento. Después, más tarde, dijo: –¿Por qué no me hablas? Después dijo: –¡Venga, hombre, háblame! Era un muchacho delgado, muerto, casi delicado, de unos veinte años. Estaba tendido con una pierna doblada debajo de él, la mandíbula en la garganta, la cara ni expresiva ni inexpresiva. Un ojo estaba cerrado. El otro era un agujero en forma de estrella. –¡Háblame! –dijo Kiowa.




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Pesadilla en amarillo

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DOMINGO 20 DE MARZO DE 2016 GUATEMALA

POR FREDRIC BROWN

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espertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche. Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida. En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil dólares para invertirlos en

algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre solo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida. Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él. La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si

llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva. Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja. En el despacho, todo fue como la

seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj. Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro. Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro: –¡Sorpresa!

Pigmalión POR JOHN UPDIKE

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o que le gustaba de su primera mujer era su talento para la imitación. Después de una fiesta, una fiesta que hubieran dado ellos mismos o cualquier otro matrimonio, sabía imitar con gran realismo todo aquello que habían visto: rostros, voces, y con su bonita boca hacía toda clase de pequeñas muecas con las que sabía revivir en un mágico momento la presencia de cualquier amigo ausente. –Bueno, en fin, zi a mí de verdad me interezaze… ¿No es así cómo habla Gwen?, a ver: zi a mí de verdad me interezaze la ecología… Y él, su marido, se echaba a reír, y no paraba, a pesar de que Gwen era secretamente su amante y acabaría siendo su segunda mujer. Lo que más le gustaba de Gwen era lo mucho que se agitaba en la cama, y lo que menos le gustaba de su primera mujer era lo mucho que insistía en que le diera masaje en la espalda, y luego, mientras sus manos la frotaban fatigosamente, todas las noches se le quedaba dormida. Durante los primeros años de su segundo matrimonio, cuando volvían con Gwen de alguna fiesta, él, sin darse cuenta siquiera, esperaba que empe-

zaran las imitaciones, la recapitulación. Alguna vez llegó incluso a hacer de apuntador: –¿Qué te pareció el hermano de nuestra anfitriona? –Bueno –decía entonces Gwen sin

más– , pues a mí, la verdad, me pareció muy agradable –Y cómo su intuición femenina, le daba entender que él esperaba más, añadía a veces–: Bueno, inofensivo, un poco estirado si quieres. Sus ojos relucían al oír, en el silen-

cio expectante de él, una no expresada solicitud, y acababa diciendo, con esa traban suya tan conmovedora e infantil: –Pero, ¿qué quierez zaber? –No, nada, bueno, es que… no; pues que Margerite le conoció una vez hace años ya y quedó sorprendida de lo tonto y pedante que era. Esa manera suya de chupar la pipa y de terminar siempre sus frases diciendo: “¿Entiendes lo que quiero decir?” –Pues a mí me pareció perfectamente agradable –dijo Gwen, gélida. Y le volvió la espalda para quitarse el ceñido y plateado vertido de noche. Cimbreándose para hacerlo bajar caderas abajo, le miró de nuevo y añadió, retadora: –Y te diré, sabía mucho de trucos fiscales. –No lo dudo –se burló débilmente Pigmalión, paralizado al ver que su mujer, desnuda, avanzaba en línea recta hacia él y hacia la cama conyugal–. Es tardísimo –añadió a modo de advertencia. –Hala, ven –dijo ella después de apagar la luz. La primera imitación que hizo Gwen fue la del segundo marido de Margerite, Ed. Se habían encontrado los cuatro


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La migala POR JUAN JOSÉ ARREOLA

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inopinadamente en un baile en beneficio a las ballenas en extinción, al que había sido invitado todo el mundo. –¡Oh, la la! –dijo después ella, con voz estentórea, cuando ya estaban los dos en la alcoba conyugal–, ¿de modo que tú eres mi noble predecesor? –Y añadió, a manera de aparte–: Sí, sí, noble, te tiene tanta rabia que le pusiste frenético. –¿De veras? –dijo él–, pues la verdad es que yo a él le encontré perfectamente agradable, a pesar de que la cosa pudo haber sido más violenta. –Sí, por cierto –asintió ella, imitando al bonachón y expansivo de Ed, y durante un mágico instante sus facciones, de ordinario menudas y redondas, adoptaron la expresión ligeramente vidriosa y fofa de forzada benevolencia de Ed–, nada violento entre tú y yo, ¡jajajajaja! –su rostro siguió animándose–, y a propósito, chico, dime: ¿cómo es que ya nunca nos llega a tiempo tu cheque para la manutención del niño? Él se echó a reír y no podía parar, encantado de ver que su mujer tenía ya esa gracia que a él le parecía la auténtica feminidad: una sensibilidad plástica, alerta, ante el entorno humano, una capacidad de reacción sutil y sensitiva que cambiaba de dirección según la naturaleza misma. A él solo le era posible entender el mundo, y este era su gran miedo, si una mujer se lo traducía. Y ahora, siempre que volvían de alguna reunión y él preguntaba que le había parecido fulano o zutano, Gwen se para-

ba a pensarlo en ropa interior, como si estuviese en pleno escenario. –En fin, querido –rompía a declamar, en súbita y agitada parodia–, ¡si no fuese por Portugal, cómo lo oyes, no quedaría un solo país de verdad en toda Europa! –Anda anda –protestaba él, encantado de ver sus bonitas facciones deformadas en un gesto de extraño y caballuno esnobismo. –¿Cómo lo hacía ella? –solía preguntar Gwen, llena de interés “profesional”–. Algo que hacía con la barbilla, así, moviéndola de un lado a otro sin abrir la boca. –¿Sí, sí, justo, eso! –aplaudía él. –Claro que, como sabeees –proseguía ella, imitando la voz– antes, por lo menos, teníamos a Grecia, pero, ahora, con esos malditos áaarabes… –Sí, sí, justo –decía él lleno de orgullo y con la cara dolorida de tanto reír. Y la verdad es que lo hacía con absoluta perfección. En la cama, ella le dijo: –Es tardísimo. –¿Quieres que te dé masaje en la espalda? –Mmmmm. Zi, me gustaría. Y mientras su mano izquierda trabajaba sobre esa superficie suave, cálida, flexible, su mujer –o ese algo diminuto que había en ella y que solo a ella pertenecía– se iba alejando de él, hasta quedar fuera de su alcance; así, noche tras noche, se le quedaba dormida.

a migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye. El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada. Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres. La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible. Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso,

inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona. Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles. Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo. Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero. Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.


El drama de los señores barones

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POR WITOLD GOMBROWICZ

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a baronesa era una criatura encantadora. El barón la tomó de una familia de muchos principios y sabía que podía confiar plenamente en ella, a pesar de que el paso del tiempo había hecho mella en él de forma bastante profunda; y sin embargo, dormitaba en ella un inquietante elemento de gracia y encanto que fácilmente podía complicar la aplicación práctica de los imponderables del barón (ya que el barón era una persona sumamente escrupulosa). Tras cierto tiempo de una convivencia iluminada por la silenciosa felicidad del deber conyugal, un buen día la baronesa fue corriendo hasta su marido y le echó los brazos al cuello. –Creo que debo decírtelo. Henryk está enamorado de mí, ayer me declaró su amor tan rápida e inesperadamente que no tuve tiempo de impedírselo. –¿Y tú también estás enamorada de él? –preguntó. –No, yo no lo quiero porque juré amarte a ti –respondió ella. –Está bien –contestó él–. Si estando enamorada de él, no lo quieres, ya que tu deber es quererme a mí, acabas de ganar doblemente a mis ojos y te quiero dos veces más. Y sus sufrimientos son un castigo justo por haber demostrado tal debilidad de carácter que se ha prendado de una mujer casada. ¡Principios, querida! Si te vuelve a declarar su amor, contéstale que tú le declaras tus principios. Quien tiene unos principios inquebrantables puede pasar por la vida con la cabeza bien alta. ***

Pero al cabo de cierto tiempo al barón le llegaron unas noticias funestas. Henryk no tenía ni la más mínima fortaleza de carácter. Rechazado por la baronesa se dio a la bebida y a la vida licenciosa; después se puso melancólico, no le interesaba nada, el mundo perdió para él todo su encanto y estaba ya a punto de estirar la pata. El rumor general decía que la causa de su esperado e inminente óbito era un amor infeliz. –¡Menuda historia! –dijo el barón a su mujer–. Nosotros aquí comiendo entremeses, mientras que él ahí no puede tragar nada, ¿entiendes?, porque tiene constantemente tu imagen delante de los ojos. Me gustaría saber qué es lo que ve en ti, al fin y al cabo llevo viviendo contigo tantos años y nunca he sentido hacia ti nada que pudiera calificarse de impetuoso. En todo caso el asunto es serio y me extraña que tengas tan buen aspecto sabiendo que ese infeliz está sufriendo por tu culpa. Una semana más tarde llegó a casa de un humor todavía peor. –¡Te felicito! –dijo irónicamente–. ¡Puedes estar contenta! Tus encantos

han resultado tan eficaces que Henryk ya tiene un pie en el otro barrio. –¿Qué quieres que haga? –contestó ella con lágrimas en los ojos–. Yo no coqueteé con él, no tengo nada que reprocharme. –¡Lo que faltaba oír! Tú eres la causa de su deplorable estado, tus filigranas, tus rasgos y tus formas son el bacilo que lo roe. –¿Y ahora qué hago? Se ha vuelto loco. ¿Sabes de qué hablaba cuando se me declaró? ¡De divorcio! –¿Qué? ¿Divorcio? Espero que aún no te hayas convertido en una pelandusca. Por lo demás, recibirás el divorcio, pero ¿sabes cuándo?, cuando yo exhale mi espíritu, que profesa ciertos principios inquebrantables. –¿Y si él muere? –¿Si él muere? –gritó en un ataque de cólera–. ¡Eso es chantaje! ¡Pero no me hará romper el juramento de conservarte hasta la muerte! La baronesa estaba pasando unos momentos terribles. Por nada del mundo quería actuar de manera deshonrosa, pero por otra parte se le partía el corazón al pensar en los sufrimientos del pobre Henryk. Además, el barón, miembro de diversas sociedades, le tomó una auténtica tirria. Sencillamente no podía sufrir su belleza. Su vida fisiológica se le volvió repugnante. En una ocasión le propuso: “¿Un panecillo?”, y cuando ella lo rechazó él se rió con un sarcasmo inaudito: “Ja, ja, él allá agonizando y ella no se puede comer ni un panecillo”.

Cuando ella deambulaba por las habitaciones contorneando con gracia sus caderas, cuando sonreía pálidamente, cuando dormía o se peinaba, él veía en todo ello unos actos de vil crueldad y de sombría sexualidad. Un buen día ella lo abrazó. “Por favor, ¡no me toques!”, gritó él. “¡Asesina! Me has metido en un buen lío, habrase visto. Ahora veo que un hombre moralmente responsable no debe unirse a una corporalidad ajena bajo ningún concepto”. –¡Vamos a ver! –dijo el barón–. Esto no puede seguir así. Esta mañana me he enterado de que quería suicidarse. ¿Es que no te das cuenta de que empujar a alguien a cometer un suicidio es mucho peor que estrangularlo con las propias manos? Este mequetrefe carente de principios nos perderá a nosotros y a sí mismo. He tomado una decisión. No podemos cargar sobre nuestra conciencia una responsabilidad tan espantosa. Si no hay más remedio, qué le vamos a hacer, te doy mi beneplácito, estoy de acuerdo, y tú, en nombre de la necesidad superior, haz lo que tengas que hacer, es decir, lo que te dicte tu sucia feminidad. –¡Esposo mío! –¡Qué le vamos a hacer! ¿Acaso podía yo prever al desposarte que algún día tendrías que escoger entre el asesinato y el adulterio? –Si realmente no hay nada que hacer y tú crees que es lo más correcto, estoy de acuerdo –dijo ella–. A mí también me pesa, pero tomo a Dios por testigo

que soy del todo inocente. –¡Sí, seguro! –contestó el barón. A partir de entonces el joven empezó a recobrar la salud. En cambio, la baronesa cada día estaba peor. Su casa se había convertido en un auténtico infierno. El marido exigía que comiera en una mesa separada y le compró unos cubiertos solo para ella. En una ocasión, al tocarlo ella involuntariamente, le dijo con fría indiferencia: –Me ensucias. ¡Mira! Me has tocado y ahora tengo que interrumpir la lectura e ir al baño a lavarme. –A menudo se le escapaba la insultante palabra “adúltera”. A las cuatro sacaba el reloj. –Bien –decía–, debes marcharte, es la hora de la filantropía lasciva–. En vano le explicaba ella que era inocente. –Solo te pido una cosa –respondía él–, no introduzcas en casa una atmósfera de indulgencia y de tolerancia hacia el pecado. Porque en ese caso deberíamos invitar a comer a unas fulanas cualquiera que, a decir verdad, también son inocentes–. La baronesa, desesperada, intentó en varias ocasiones interrumpir su obligado romance, pero cada vez el joven amenazaba con suicidarse y estaba claro que no lo decía porque sí. ***

–No –dijo la baronesa–, no lo aguanto más. Mi vida se ha convertido en un indescriptible tormento. He caído en terribles pecados, ¿y por qué? Pues porque soy tentadora. Nadie, que no lo pueda experimentar personalmente, entenderá


qué extraño es desde el punto de vista moral ser tentadora. Estoy harta. Voy a desfigurarme la cara, lo único es que no sé si Henryk podrá soportarlo. –¡Ahora te reconozco! –exclamó con entusiasmo su marido–. Efectivamente, puede que Henryk se vuelva loco, pero en una situación tan desesperante como la nuestra hay que arriesgarse; además lo prepararemos adecuadamente. Y como prueba de que yo, tu marido, siempre me solidarizo contigo cuando se trata de una carga moral, también yo me desfiguraré la mía. –La verdad es que no te va a costar mucho trabajo –dijo ella con una ironía mordaz. Se dirigieron a sus habitaciones de donde poco tiempo después salieron dos monstruos. El barón abrazó y besó a su mujer. –Ahora hay que preparar adecuadamente a Henryk para que resista este golpe. –Y escribió una carta: Estimado Señor, Con gran pesar debo informarle del terrible accidente de mi mujer. Uno de sus amantes, en un ataque de celos por otro admirador suyo que justo recientemente había dejado de ser platónico, la roció con ácido sulfúrico. La pobre ha perdido los encantos de los que tan vasto uso sabía hacer. Venga a verla. Nota bene, yo mismo, al rescatarla, he sufrido una terrible desfiguración. –Hemos hecho lo que debíamos– declaró. Parecía que Henryk iba a volverse loco, pero la noticia sobre la infidelidad de su amante le dio fuerzas. Sobrevivió a sus propios sentimientos, los cuales no pudieron aguantar aquel monstruoso espectáculo. En cambio, la baronesa comenzó a consumirse y en seguida se hizo patente que la causa de su anemia maligna era el amor hacia Henryk, que estalló en ella tras la ruptura con una fuerza impetuosa. –¿Acaso pesa una maldición sobre mi hogar? -exclamó el barón–. ¡Ahora es ella que empieza! ***

La moribunda pidió ver a Henryk y los médicos apoyaron su deseo. –Por el amor de Dios– musitó el barón a Henryk–, es capaz de morir con una declaración de amor pecaminoso en los labios. –Te has vuelto loca –gritó a su mujer–. Yo en tu lugar me alegraría más bien de tener la consciencia limpia; parece que no te das cuenta de tu aspecto monstruoso; mientras tu amante, que solo ardía en deseos por este cuerpo, se burla y te desprecia desde que te desfiguraste por él. Rompe con todo eso, te pondrás bien y volverás al mundo de los principios. –Esta vez no me dejaré tomar el pelo– respondió la baronesa y expiró. Los dos hombres se quedaron a solas con el cadáver. –Falleció como víctima del deber –dijo el barón-, lo hago a usted responsable de su muerte. –Suya es su mujer y suyo es el cadáver– respondió el joven.

Canciones sosegadas y emotivas

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POR ROGELIO SALAZAR DE LEÓN

EL ERROR DEL ZAR

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l mensaje había sido escrito con prisa, o tal vez el lector a quien iba dirigido no era muy hábil en la lectura, o puede ser también que el frío haya sido extremo a la hora de escribir, o bien de leer el mensaje. Lo cierto es que el mensaje era un reporte militar del Ejército ruso y el destinatario era el Zar de Rusia, y fue él quien leyó mal el nombre de un oficial; todos los cercanos y allegados a su majestad advirtieron el error, pero por temor o por respeto nadie se atrevió a señalarlo. De modo que cuando el Zar se interesa por el valeroso oficial que responde al nombre imaginado por su mala lectura, los subordinados inventan una biografía entera, desde su nacimiento hasta el fin de su carrera y, de tal suerte, pasa por ascensos en las filas castrenses, por un exilio siberiano, por un matrimonio con sus accidentes y otros episodios ricamente sazonados. El Zar, sorprendido ante tal vida, exige conocer al heroico oficial, sin imaginar que es hijo de un descuido o de una imprecisión suya, por eso los subordinados se ven obligados a encontrar un fin para aquella vida ficticia: a matarlo en el campo de batalla. Quizá, como ha sucedido aquí, muchas otras veces también el error de unos guía la vida de otros. ¿QUÉ SE PUEDE DESEAR…?

No es deslealtad, es lealtad a otra cosa, y no es que esta otra cosa sea solo de uno o algo propio, lo cierto es que esta otra cosa es de todos sin excepción, da igual si lo admiten o no, si lo aceptan o no, da igual si se es capaz de confesarlo o no. A él todos lo creían un veleta y un inconstante, pero quizá era todo lo contrario; él vivía para las mujeres, pero siempre que el sustantivo se mantuviese justo así: en plural, las mujeres, muchas mujeres eran las incontables estaciones de su camino; él había intentado mantenerse fiel a una sola, pero al intentar hacerlo su vida irremediablemente entraba en la tristeza, en la oscuridad. De modo que, sin otra posibilidad, debía volver a las andadas y a todo cuanto las hiciese posibles: había mentido, había abusado, había atropellado, hasta había matado, y todo por seguir añadiendo nombres a su interminable lista de mujeres. Tantos eran sus pecados o sus culpas o sus remordimientos que había llegado a activar a los fantasmas en el escenario sobrenatural, quién sabe si en el mundo real o solo en su conciencia, pero aun con esto a cuestas siguió siendo leal a lo único que le importó: la ley del deseo. EL PODER DE LA SANGRE

Si el personaje sigue la misma ruta que ha seguido el cuento, puede decirse que el origen de todo ha sido el Asia Central, desde ahí llega a nuestro mundo: al escenario eslavo y germánico. El cuento habla de un personaje que es un hermosísimo cisne sometido, con los ciclos de la luna, a padecer las menstruaciones femeninas, lo cual no le hace perder ni un poco de su belleza, su pureza ni su virtud, sino más bien eso funciona como un atributo que armoniza con su gracia y prudencia virginales. Como otras aves, en el peregrinar de su migración, encuentra una cristalina extensión de agua, en donde sigue un instinto que lo despoja de sus plumas, deviniendo en una

deslumbrante mujer desnuda; sin embargo eso mismo es lo que le impide seguir peregrinando y es entonces que cae prisionero o prisionera de un hechicero, que a veces adopta la apariencia de un cazador. Romper el hechizo sería equivalente a salir del cautiverio, pero eso solo se daría al encontrar el amor fiel, eterno y feliz, pero ¿puede eso, acaso ser algo de este mundo…? LA COLA DEL PAVO REAL

¿Cuál puede ser el deseo del cuerpo en el baile, al bailar…? ¿Cuál puede ser el deseo escondido, al decidir llevar el cuerpo hasta ese punto que es el baile…? Algo inspirado por aquello capaz de ser una respuesta a esas preguntas corrió, como un reguero de pólvora, por la Europa del tardío renacimiento, sobre todo por Inglaterra y España. Los Tudor y los Austrias parecen haber sido el campo más fértil para aquella fiebre de la danza. Las bodas de gente joven y noble fueron la ocasión, y la ropa elegante y provocativa fue el pretexto, según se dice, para llevar a cabo esta danza; aunque otros con un horizonte más oscuro dicen que la ocasión fue la pompa fúnebre dedicada a la muerte de un niño, de un infante, de un inocente, pero, cuando eso sucede ¿quién tiene el cuerpo para bailar? Quizá solo quien crea y confíe en que cierta forma de mover el cuerpo es capaz de elevar el alma, porque cuando un niño muere, su alma solo puede subir al cielo. En todo caso, la majestuosidad que requiere el movimiento, solo puede compararse a la cadencia del pavorreal cuando abre y mueve su cola. EL PRISIONERO DE SÍ MISMO

Cuando de príncipes se trata, lo más común es que se hable de buena vida, bienestar y comodidad, pero como toda regla tiene su excepción, de vez en cuando y muy rara vez, hay príncipes que rompen el molde. Este es un príncipe con ambiciones de héroe que se ha


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atrevido a invadir y a patear territorios lejanos y ajenos, incluso, ha llegado a ser una amenaza para los nómadas llegados hasta Turquía desde el Asia central; los riesgos que ha decidido correr han sido tantos que finalmente cae prisionero del Kan local, quien, tal vez porque reconoce su rango o su valor, lo trata más como a un invitado que como a un prisionero, hasta le ofrece la libertad a cambio de dejar en paz al pueblo de nómadas; pero el príncipe, atado a sus fijaciones, rechaza la oferta. Su deber de ser un héroe lo ha llevado a rehusar, solo para efectuar por sí mismo una fuga sembrada de peligros de todo tipo, tras los rigores de la topografía y el clima regresa triunfal ante su gente, cargado de un equipaje de aventuras y de algo más valioso: una aureola de leyenda.

lugar tan lejano como América. Pero la nostalgia es dura y azota con fuerza, guiado por ella regresa uno de esos músicos de exaltado violín, quien, una vez en Hamburgo, se cruza con un joven pianista entregado, como nadie, a la composición. EL TEJIDO DEL DESTINO

En una llanura desierta y llena de bruma hay un cruce de caminos, justo allí se cruzan dos amigos y tres brujas, ellas predicen al primero que será rey y al segundo que sus hijos serán reyes. Luego de que el primero de los amigos acoge al rey como su huésped, es atosigado por su mujer hasta el punto del desafío, para logar que se cumpla la profecía, para que se atreva a matar al rey y tomar su lugar, después de matarlo y obedecer a su mujer se ciñe la corona. En seguida, para borrar los rastros y las sospechas, hace matar a su amigo, aquel con quien ha caminado la llanura. Más pronto que tarde, abrumados por las culpas y los remordimientos, él y su mujer dan de sí: mientras él cree ver a su amigo asesinado en la mesa de un banquete, ella en un arrebato de locura confiesa el crimen que ha instigado, provocado y empujado, imaginando manchas de sangre en sus manos. Ante el desmoronamiento, los hijos del amigo asesinado, toman la ley en su mano y sacrifican al asesino de su padre, tomando la corona que ha usurpado. Así, el hilo señalado por la voz de las brujas, encuentra el camino de su tejido final, en el mundo de la vida.

EL FUEGO DE LA CARNE

Mientras el verano reseca y quema el sur de España, ella rivaliza con sus compañeras de trabajo haciendo cigarros en la fábrica de tabaco; aunque siempre ha estado claro que nadie es capaz de rivalizar con ella en nada: ni en energía ni en brillo ni en carga diabólica. Ella, más que una mujer, es una llama ardiendo, ella es una mezcla fantasmal de cadencias sensuales y de un fulgor reflejado por dos ojos oscuros de lobo salvaje. Después de pelear y apuñalar a otra mujer, que nunca fue una rival para ella ni estuvo a su altura, es conducida a prisión por un guardia duro como el metal, pero el metal se reblandece ante el fuego, pero el fuego es más que el metal, y él cede ante la llama, ante el incendio de la tentación. Luego de que el guardia ha hecho todo por hundirse, ella termina de hundirlo al infierno de los celos y la deshonra, entregándose a otro y a otro y a otro.

EL MÚSICO ANSIOSO

EL AVENTURERO DESORIENTADO

Impetuoso y atrevido, seducido por la fantasía y las formas bellas, un hijo como ese es normal que mantenga enojada a su madre. Para escapar de ella, un día, asiste a una boda, una vez en la fiesta hace de las suyas: se enamora de una joven linda y se fuga con la novia, la lleva a las montañas, en donde la abandona por una princesa, la hija del rey de la montaña, su ambición lo mantiene con esta, hasta que advierte los sacrificios que le impone la noble posición; en la huida debe escapar por los pelos de unos troles de violencia desmedida. Desterrado, en medio del bosque, encuentra a la joven linda de la fiesta, cuando sale en busca de leña para calentar la noche de ambos encuentra a la princesa que, a estas alturas, ha tenido un hijo deforme, producto de la unión de ambos. Después de morir su madre apesadumbrada, él lo abandona todo para p irse al África, allí se convierte en un mercenario y termina siendo la víctima de la preferida de un jeque, quien lo despoja de la fortuna que, poco a poco ha ido logrando.

Tras décadas de vagar, agotado, atormentado y confundido, una sombra lo conduce de nuevo a la joven linda de la fiesta, ella lo recibe, lo perdona y lo redime, mientras lo abraza y le canta una canción al oído. LA FOBIA AL VIAJE

Egipto, la más vieja civilización de occidente, llegaba por la puerta grande al mundo moderno, abriendo un canal que comunica el Mediterráneo con el q Índico. El premier del Nilo ha tardado mucho en unir las piezas para montar la celebración que la ocasión merece, una de esas piezas consiste en convencer a un hombre sencillo, pero de prestigio, para que componga una obra única, al inicio él duda, pero después se convence y asume el proyecto con su acostumbrado vigor y entusiasmo, hasta que la obra estuvo completada. Como cabía esperar, después del esplendido trabajo logrado, el premier egipcio le gira la más atenta invitación para que esté presente y no falte al estreno, planificado para un día de navidad;

pero el hombre sencillo declina la invitación y se disculpa por ello, aduciendo su mortal temor a los viajes: él era más para la quietud de quien escribe, que para la estridencia y la intemperie de quien busca la gloria. De cualquier modo, el agua siempre encuentra su nivel, y seis semanas después de su atronador estreno, el propio hombre sencillo supervisa la primera puesta en escena en la Scala. LA MÚSICA DE FONDO

El Danubio ha sido como la sangre que corre por un cuerpo diverso y de muchos miembros, como en todo cuerpo hay partes que cumplen diferentes funciones y tareas. La casa real de Viena, la vieja divisa Habsburgo ha ejercido un dominio tan largo como para que los desacuerdos hayan sido muchos; así, al mediar el siglo XIX, el ardor de los rebeldes húngaros se vio reforzado por el fiero sonido de la música gitana. Al ser sofocada la rebelión y fracasar el golpe, los instigadores fueron exilados junto con los músicos gitanos hasta un

Salir de casa a rodar por el mundo convierte a un hombre en alguien diferente a un provinciano, en alguien capaz de sentirse cómodo fuera de sus usos y sus costumbres, lo que casi siempre, es algo que se luce como un atributo, algo de lo que se hace gala como de la coquetería. Los argonautas eran de ese tipo de hombres, al haber ejercido el viaje y la aventura, al haber dejado la huella de su paso por colonias y tierras costeras, al haber dejado un amor en cada puerto y, sobre todo, al hacer suyo el encanto de un dios músico, que los acompañaba. Pero, hasta un dios músico cae en la redes de una mujer, lo que puede ser muestra de que eso puede pasarle al más pintado, luego de casarse con ella se establecen en Tracia y gozan de una felicidad de no perdura, ella muere de forma sorpresiva. Roto de dolor, el dios encantador, baja al mundo de los muertos, entonando canciones tan tristes que convence a los demonios de devolverle a su mujer, a lo que acceden con una sola condición capaz de poner a prueba su temple. Reinar sobre la muerte es la mejor forma de conocer la naturaleza, por eso el rector del mundo oscuro sabía, casi con certeza, que el músico divino, en la cima de la congoja, no podría con la condición impuesta, de modo que, en efecto, al incumplirla pierde para siempre a su mujer.


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elacordeón

Chicos de campo

DOMINGO 20 DE MARZO DE 2016 GUATEMALA

POR WILLIAM GOYEN

S

oy Vikor. Tengo ocho años, pero no soy un niño, soy una forma inmortal y no tengo ocho años, tengo mil. He vivido siempre y siempre viviré. Cuando tenía cuatro, mi madre y yo, Tangor, Nerea, Mabsum y el pequeño Oker vinimos a la ciudad con mi padre, que estaba muerto. Mi padre araba los campos, que eran verdes, pero llegó el invierno y el campo se resecó y se volvió gris. Todo murió y mi padre murió con todo. Entonces mi madre y yo, Tangor, Nerea, Mabsum, el pequeño Oker y mi padre, que estaba muerto, vinimos a la ciudad. Lloré porque quería los sembrados y el campo y las colinas. Recé para que Dios les diera otra vida y reverdecieran, así no tendríamos que irnos, pero Él no me escuchó y todo se quedó igual. Tampoco escuchó a otros. Gantner, el viejo que vivía al lado del camino, también rezó, pero en sus tierras todo siguió gris, reseco y muerto. Entonces vinimos a la ciudad porque podríamos encontrar algo vivo, verde y podríamos comer. Llegamos y todo estaba gris y polvoriento, árido y reseco como en el campo. La gente seguía viva. Era gris, polvorienta y reseca como la ciudad. Nos quedamos. Mi madre salió a la calle, que estaba sumida en esa locura de ruedas que giraban, en ese ruido en ebullición. Salió a buscar la forma de preservar la vida en mí, en Tangor, en Nerea, en Mabsum, en el pequeño Oker y en mi padre, que estaba muerto. Finalmente encontró una lavandería donde lavaban la ropa de la gente porque en la ciudad asfixiante no hay lugar para colgar ropa. Le daban un poco de dinero por lavar y planchar la ropa de otras personas. Traía el dinero a casa y con eso comprábamos cosas para comer pero ella no comía porque estaba enferma y temblaba de tanto lavar y planchar ropa todo el día. Mi padre no comía mucho porque se había muerto de tanto trabajar en los campos que ahora estaban secos y arruinados. Tuve que ir a la escuela de la ciudad. Apenas podía oír a la maestra por el ruido de los silbidos, las ruedas que giraban, los gritos y la gente que corría, con prisa. Los chicos no eran como los que iban conmigo a la escuela en el campo. Eran viejos y arrugados, estaban tristes y callados. Ninguno sabía reír. Al poco tiempo yo también olvidé cómo hacerlo. Volvía a casa convencido de que el pequeño Oker podía enseñarme a reír de nuevo pero él también había olvidado, y ya no jugaba. Lo único que hacía era sentarse, mirar, envejecer y ponerse pálido. Poco después, en la oscura calle donde vivíamos, una cosa grande y rugiente, con ruedas que giraban, atropelló a Nerea. Oí

un ruido estridente, salí corriendo y la encontré tumbada, quieta y callada en el barro y la sangre. Levanté la vista y vi que la cosa rugiente se alejaba con sus ruedas que giraban. Tomé a Nerea en brazos y la llevé a la habitación que daba a esa calle de la ciudad. El pequeño Oker, Mabsum, Tangor y mi padre, que estaba muerto, se acercaron y la miraron. Se sentaron, quietos, en silencio. Estaba muerta. Poco después, el pequeño Oker se puso pálido y débil. Había enfermado. No fui a la escuela. Me quedé en casa para cuidarlo. Oker no hablaba. Se quedaba tumbado, quieto y callado como un fantasma. Cada día adelgazaba más, se ponía más y más blanco. Una noche empezó a llorar. Me alegró que emitiera un sonido y me di cuenta de que estaba mejor. Lo alcé en brazos y caminé con él por la calle. En ese momento la calle estaba tranquila. Nos llegaba un poco de viento, templado como la sombra de los árboles del paraíso. Estaba contento porque me parecía que Oker mejoraba. Le recé a Dios para que lo curase y dejara que el viento fresco se quedara en nuestra calle. Vi algunas sombras que traspasaban los ladrillos de la calle y por eso supe que estaba saliendo el sol. Comencé a oír los sonidos de nuevo. Se volvían cada vez más fuertes. Sabía que Oker les tenía miedo a esos ruidos. Oker y yo empezamos a correr, lo más rápido posible, hacia nuestra habitación, pero el pequeño Oker dejó de llorar y me di cuenta de que había empeorado. Corrí con todas mis fuerzas, lo más rápido que pude, llevándolo en brazos. Mientras corría, sentía que su cuerpo menudo se aflojaba. Sentí que el aliento abandonaba la pequeña cáscara pálida de su cuerpo y me di cuenta de que se moría. Cuando llegué a la habitación, el pequeño Oker era una forma quieta y callada. Supe que estaba muerto. Entré en la habitación, lo apoyé en el suelo y todos –mi padre, que estaba muerto, Mabsum y Tangor– entraron, silenciosos, como fantasmas, y lo miraron. Estaba quieto como una piedra. Se sentaron y lo velaron. Volví pronto a esa escuela ruidosa. Todos los días, en el recreo, me iba a un rincón. Desde ahí veía jugar a los otros. Extrañaba el sonido de las voces pero nadie me hablaba, nadie me veía. Nadie le hablaba a nadie. Silencio de piedra. Solo se oía el ruido atronador de las cosas veloces y las ruedas que giraban en las calles de la ciudad… Extrañaba el campo y las cosas verdes que soplaba el viento, y el cielo que veías al levantar la vista, con estrellas de noche y auténticas nubes de día. Pensaba en el campo y me preguntaba dónde estaba, qué había pasado con él, cuánto hacía que nos habíamos ido. Eché la cuenta. Decidí que habían pasado mil años o más desde que nos

habíamos ido. Extrañaba el campo, bullía por dentro por él, lloré por él y recé por él y un día decidí salir a buscarlo. Decidí que, si lo encontraba, volvería a la ciudad, buscaría a mi madre en la lavandería y a mi padre que estaba muerto, a Tangor y a Mabsum, y que todos volveríamos y haríamos como si no hubiera pasado nada (de no ser por el pequeño Oker y Nerea, que estaban muertos). Por eso caminé y caminé a través de puentes, a través de túneles mohosos y hediondos, cruzando vías de tren oxidadas y calientes, por calles atestadas. Crucé terrenos baldíos, casas viejas y destruidas. Caminé y caminé y caminé durante meses, y lo único que vi fueron casas viejas, ruedas veloces que giraban, humo y vías de tren y puentes y agua viscosa y edificios enormes, y viejos y viejas y niños callados, envejecidos. Parecía que había andado años y años, porque siempre veía lo mismo. Nada de verde, nada de viento, nada de cielo, nada de risa. Al final me di por vencido, lloré y recé y decidí que toda la Tierra estaba llena de túneles y vías de tren y calles embarradas, de túneles apestosos, casas destruidas, viejos y viejas y niños envejecidos. Me sentí perdido, viejo y loco. Busqué a mi madre, a mi padre –que estaba muerto–, a Mabsum y Tangor, pero no pude encontrarlos. Me convertí en valiente. Tomé la calle, cerré mis oídos a los ruidos fuertes, velé mis ojos ante los pobres fantasmas que caminaban por la calle y decidí que el campo se había ido para siempre y que toda la tierra estaba tomada por la ciudad enferma.


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