Cuentos para este fin de año

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Cuentos para este fin de a単o

editorLuis Aceituno | dise単oEstuardo de Paz | ilustracionesGabriele M端nter

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DOMINGO 20 DE DICIEMBRE DE 2015 GUATEMALA

POR ROGELIO SALAZAR DE LEÓN

Frío en Navidad

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l sueño había sido tan profundo que, al despertar, fue una sorpresa sentir el cuerpo de su mujer a su lado; la segunda sorpresa del día fue sentir, aun desde la cálida comodidad de la cama, el inusual frío con que había amanecido aquel día. Toda la noche anterior, incluso desde las últimas horas de la tarde, la atmósfera en la casa había sido de tensión y de silencio, la cena había terminado muy rápido porque no se habló durante ella, la televisión había resultado aburrida porque se le puso demasiada atención. A pesar de la incomodidad y el disgusto que flotaban por todos los ambientes, Genaro no se sentía como el provocador o el violento, sino a través de ráfagas él se sentía como el violentado y como la víctima; pero también por momentos sentía el peso de la parte de culpa que le correspondía en el sobrevenir de aquel desencuentro. Sin saber de qué manera y desconociendo el camino recorrido, las cosas habían llegado al punto en que se encontraban; para Genaro había sido inexplicable y hasta sorpresivo descubrir que estas vísperas de Navidad fueran tan distintas a las anteriores, en las que todo había sucedido con base en una alegría espontánea y natural, en las que no se necesitó de grandes banquetes ni de esplendorosos regalos para sentir el placer de estar juntos; a él le parecía que era el único, de los de la casa, en echar de menos este aire de las navidades anteriores, sentimiento que se desvanecía en su mente al ver pasar a la pequeña Miriam, la hija de su mujer, quien con sus nueve años, había empezado a hablar de la Navidad desde el comienzo de sus vacaciones escolares, hacía aproximadamente dos meses. Ella era una niña a quien Genaro quería de veras, de quien gustaba coger su pequeña y cálida mano para salir a pasear por las calles del centro viejo y regresar con algún juguete barato para ella; y además de quien también gustaba escuchar que lo llamara papá sin serlo; se sentía, de nuevo, un poco niño al ser capaz de amar y dar a esa niña, hija de su mujer; él sentía llamear un poco su corazón al verle brillar los ojos. La niña sin saber por qué, echaba

de menos, tanto o más que el propio Genaro, la armonía de las navidades pasadas. Al contemplar la perplejidad de la pequeña Miriam, ante el desunido ambiente, no podía evitar los asedios de su memoria, no podía eludir los recuerdos de su propia infancia, no podía escapar de las evocaciones de los ruidos y los silencios de la casa en que él y sus hermanos habían crecido. La infancia de Genaro se había desarrollado en un típico ambiente rural, sus padres eran campesinos, el patio de su casa siempre estuvo infestado de aves de corral, y el escenario más usual para sus juegos de niño fueron los surcos y los montículos en que crecían y maduraban las siembras de maíz. Los olores que, con más énfasis, marcaron aquellos días rurales, despreocupados y entrañables, fueron el áspero olor de sudor en la camisa de su padre, y el dulce olor de las tortillas recién hechas a las horas de las comidas; después de aquellos días, nunca más pudo volver a sentir estos olores sin evocar esos tiempos, una y otra vez. Conforme fue creciendo, el campo, el patio de su casa y las siembras del maíz le fueron resultando insuficientes, no es que Genaro fuera un hombre muy ambicioso, sino que el terreno de su padre era muy pequeño y sus hermanos y hermanas eran muchos; de este modo, la capital llegó a ser una esperanza, casi la única; sin embargo esta esperanza lo único que pudo ofrecer a Genaro fue el desempeño en labores de seguridad, el compañerismo rudo, los ingratos turnos de insípidas desveladas, y un vocabulario bajo, grosero y agresivo; estas eran constantes invariables que, en el trabajo de las armas, siempre se cumplían; la única variante posible era que, en algunos lugares, este trabajo se realizaba vestido de particular, y en algunos otros, vestido con uniforme; Genaro, de hecho, siempre tuvo la tendencia natural a evitar el uniforme. Recordar los tiempos en que llegó a la ciudad no le era del todo agradable, a él le parecía haber hecho el ridículo en muchas ocasiones, haber sido títere de algunos y payaso de otros, la indiferencia de una multitud tan grande de personas lo hacía sentir un terrible latigazo de orfandad. Mientras estos eran los sentimientos que golpeaban su vida, apareció en ella Margarita con su hija Miriam que, por aquellos días, contaba solamente con tres años; Margarita, en aquel tiempo,

vivía cerca de donde Genaro prestaba sus servicios durante períodos de veinticuatro horas corridas de trabajo por veinticuatro horas de descanso, lo cual le daba la oportunidad de ser testigo de sus idas y sus venidas, de sus rutinas y sus compras, de sus labores y sus descansos. Genaro empezó admirando su figura, por erguida, delgada y distinguida, después comenzó a atender a sus vestidos siempre limpios y acinturados; esto lo condujo a imaginar su cuerpo bajo esas ropas como algo valioso, fino y secreto; al grado que llegó a añorar más sus horas de trabajo que sus horas de descanso, él incluso pensaba, para sí mismo: me pagan por atender a lo que más me interesa. Margarita era unos cinco años mayor que Genaro, aunque su aspecto no lo denunciaba; su temperamento era el de una mujer seria, aunque esta seriedad se mostraba como una especie de coquetería; su piel era morena, aunque el color de sus ojos, vistos a pleno sol, era de un amarillo miel, claro y transparente. Tanto a Genaro como a Margarita les ayudó mucho, en su acercamiento recíproco, contar con la pequeña Miriam como eslabón; de algún modo, todo resultaba natural y lícito si, en el camino del uno hacia el otro, la estación de paso era la niña; Genaro desde entonces aprendió a quererla con algún sentimiento, sinceramente, paternal. Así empezó todo y a partir de ahí

vivieron los tres juntos sin problemas, prestándose apoyo y hasta podría decirse, sin exagerar, que en armonía. Una mañana de un día lluvioso de descanso, cuando ya tenían un año de vivir juntos, al despertar sintieron el ánimo inclinado y propicio hacia la espontaneidad, la franqueza y la confidencia; todo comenzó con una afirmación de Genaro sobre que le gustaría tener un hijo, seguida de las justificaciones siguientes: —Tenemos un año de vivir juntos, ya me conoces y te conozco y nunca hemos peleado—. La manifestación tan clara y fulgurante de Genaro, de algún modo, dio pie a que Margarita fuese igual de diáfana con sus palabras, ella le confesó que ese deseo no podía cumplírselo por más que ella quisiera, debido a que había sido operada después de nacer su hija, ella nunca podría volver a concebir; agregó que no se había atrevido a decírselo antes por sentir una profunda vergüenza; debido al suave ambiente de tolerancia que rodeó la plática, incluso fue capaz de expresar también su deseo de casarse, que solo hasta entonces se sentiría a salvo de los peligros de la vida. Desde aquel momento el juego jugado por la pareja que formaban Genaro y Margarita fue con baraja abierta y con carta vista; así como Genaro supo que ella deseaba casarse, así también Margarita supo que él deseaba un hijo; así como Genaro se enteró de que ella no podía darle un hijo, así también Margarita se


dio por enterada de las dificultades para que Genaro se casase con ella. Después de la charla de aquella mañana la perturbación de cada uno tomó su camino, Genaro salió a la calle y no se le ocurrió otra cosa que ir a la cancha a presenciar un encuentro de fútbol, que no fue capaz de capturar su atención ni de conducir sus pensamientos a otro sitio. Margarita, por su parte, se volcó hacia el interior de su pequeña casa, sacudió adornos, movió muebles, lavó y planchó la ropa que tenía pendiente, quitó telarañas del cielo falso; pero tampoco consiguió evadirse de la pesadumbre. Quizá, nunca ambos habían estado tan juntos como en esa crisis, quizá nunca habían tenido clara conciencia de la dependencia que los asociaba. La convivencia virtual e implícita de sus deseos insatisfechos comenzó siendo tan tenue como aquello de lo que se sabe algo por haber oído hablar de ello a otros; sin ningún esfuerzo se convivía con estos deseos insatisfechos, como se convive con algún objeto fácilmente intercambiable por algún otro; sin embargo el problema solamente se eludía, puesto que no habían sido otros quienes hablaron de estos deseos, sino ellos mismos; del mismo modo que tales deseos, en lugar de ser objetos intercambiables, eran el invariable y consolidado fondo del alma de cada uno de ellos. De tal modo que lo evadido fue cobrando el precio de su reclusión, no fue

posible para Genaro ni para Margarita traicionar a su propio corazón, al grado que ahora que de nuevo la Navidad acudía a su periódica cita anual, las diferencias que los separaban, en torno a temas como la paternidad y el matrimonio, habían impuesto la rigidez del silencio, la dureza de la incomunicación; no poder hablarse ciertamente era sentir frío, mucho más que sentir en la piel los vientos provenientes, por aquellos días, del conminatorio norte. Para Genaro era muy difícil encontrar un confidente entre los compañeros de trabajo, era como si todo lo que ellos tenían para aconsejar ya lo hubiese sabido por anticipado; las alturas que alcanzaban los vuelos de su preocupación eran, de algún modo, tan altos, que las rastreras palabras de sus compañeros le provocaban algo más intenso que la incomodidad, incluso llegaba a sentir un colérico desprecio por tan triviales recomendaciones. Sabía que había un problema, que parecía ser grave al dedicar la vida entera a una mujer que ya había tenido una hija de otro y que no podía darle un hijo propio; a pesar de todo las palabras de sus compañeros de trabajo, como: —Un clavo saca a otro— —Consigue otra— o —La Navidad es época de abrazos apretados— le resultaban insoportables. Margarita, por su lado, parecía no necesitar confidentes ni consejeros, por lo que aparentaba ocupar la posi-

ción fuerte en aquel conflicto familiar; pero, ciertamente, lo definitivo y la determinación de su postura estaba en relación proporcional a un bárbaro y atroz miedo a perder a aquel hombre que había conocido seis años atrás, que le había hecho sentir un apoyo como nunca antes, que le había hecho sentir calor en su corazón y alguna esperanza en el futuro; por nada en el mundo quería perder a aquel hombre, de quien ya, de memoria, conocía desde sus gestos hasta sus gustos. Así las cosas, acarreando silentes tensiones, tragando y rumiando palabras, deplorando los tardíos amaneceres de aquella época y añorando los prematuros atardeceres de diciembre, llegó el día veintidós del emblemático mes; siendo las cinco de la tarde, y hallándolos a los tres juntos en la casa; y aunque Genaro había salido a la calle desde temprano a cumplir con algunos compromisos extraordinarios de trabajo, su ánimo no había cambiado desde que despertó por la mañana, habiéndose sentido sorprendido por hallar a su mujer a su lado y por el intenso frío matinal. En ese preciso momento de la tarde, cuando Genaro acababa de regresar a casa, alguien llamó a la puerta, fue él quien la abrió y era a él a quien cabalmente buscaban, no lo buscaba alguien conocido, sino un fatigado e híbrido mensajero, que le pidió una identificación y le entregó un telegrama, el aviso contenía las palabras siguientes: —“Espérolo Mañana por la Tarde en mi Despacho, Trataremos Asunto de su Interés”— La firma era la de un abogado. Genaro automáticamente adivinó de qué se trataba, sin embargo Margarita presurosamente afrontó la situación al decirle: —Al abogado lo he buscado yo, porque es urgente que nuestra relación se regularice— y agregó: g g —Él dice que si mañana no vas a la cita, te llamará el año próximo a través de un juzgado de familia— Toda la mañana del día veintitrés fue para Genaro tiempo de crueles incertidumbres y titubeos, al fin, un poco por temor a lo que podría pasar, y otro poco por temor a estropear completamente la Navidad, creyó que lo mejor sería acudir a la cita del abogado. Por fin, la hora llegó, junto con Genaro, a la oficina del abogado, Margarita ya estaba en la antesala; a pesar de lo impropio del lugar, Genaro pudo fijarse, con algún vanidoso orgullo, en la inalterable cintura de ella, envuelta en uno de aquellos vestidos imperdibles. Ya frente al abogado, Genaro se tranquilizó al experimentar que las palabras del asesor de su mujer aludían a un ámbito muy lejano de aquél que a él realmente lo atormentaba, oír hablar de derechos y obligaciones, de códigos y artículos, de modificaciones y disoluciones, de cargas alimenticias y de cargas probatorias, de lo voluntario y lo contencioso, le sonó a formalidad hueca; al final de todos aquellos argumentos, conjeturas y malabares

del profesional, Genaro, en tono muy claro y muy sincero, dijo que se podía pensar cualquier cosa, o incluso que se podía iniciar cualquier otra, pero que en aquel momento él no podía firmar ningún papel; así terminó todo, después solo se puso de pie y se fue, no sin echar de menos el brillo de los ojos de su mujer quien, en su perturbación, no lo volteó a ver. A la salida, agradeció el aire frío que chocó con su cara, decidió ir caminando al trabajo, en donde le tocaba turno aquella noche, circunstancia que también agradeció, porque le permitía la ausencia de su casa; esa noche la vigilia que su trabajo le exigía, fue algo que se realizó sin ningún esfuerzo. El día veinticuatro llegó con el cambio de turno, los compañeros que tomaron el cargo esa mañana no podían esconder su envidia, pues la Noche Buena la pasarían fuera de su casa; Genaro, aun y cuando pudo haberse ido desde la matinal hora del relevo de sus compañeros, permaneció en el trabajo hasta las cuatro de la tarde, hora en que no encontró nada más que hacer para dilatar su permanencia. A esa hora el color del sol ya no era tan brilloso, las alargadas sombras del momento le previnieron que la noche estaba muy cerca; Genaro no sabía qué hacer, por lo que se dejó guiar por la inercia de su pasos, por momentos esta inercia lo acercaba a la atareada gente y por momentos también lo alejaba; conforme la oscuridad de la noche se fue acentuando la calle se fue quedando sin gente; al irse quedando solo, con las manos vacías entre los bolsillos, se dio cuenta que buscaba algo que no sabía qué era; tal vez por ello, al pasar frente a la puerta abierta de una cantina de muy mal aspecto entró y pidió aguardiente, que bebió muy despacio y muy en silencio; ahí sentado, pensó en sus padres y se decía que, en esos momentos, debían de estar rodeados de sus hermanos los más pequeños; por momentos, pensó en Margarita y Miriam y se decía que ellas, a esa hora debían de estar preparando algo en la cocina o adornando la mesa con uvas y manzanas; también pensó en sí mismo y se dijo que él nunca había sido un vagabundo ni un borracho. Después de un rato de estar sentado comenzó a sentir suavizados los músculos de su cara por el efecto de la bebida, fue entonces que decidió ir a su casa; cuando estaba tratando de introducir la llave en la abertura de la puerta de su casa, terminó de abrirla la pequeña Miriam quien, en tono de alegría, le dijo: —Papá qué bueno que vino, hemos estado esperándolo— Su única respuesta fue un beso para la niña; Margarita estaba parada al fondo de la habitación, Genaro caminó hacia ella y al estar a dos pasos de distancia le obsequió, mediante una dócil entrega, sus ojos de alcohol y desvelada; y solo le dijo: — Ahora no les traigo nada, solo las ganas de pasar la Navidad con ustedes—.

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DOMINGO 20 DE DICIEMBRE DE 2015 GUATEMALA

POR GLORIA HERNÁNDEZ

Los arrieros del agua A Carlitos Navarrete edio borracho, el viejo me reveló su secreto hoy. Quizá yo lo intuía. Quizá no. Mi suegra me pidió que lo ignorara: “No le pongás oídos a las historias de ese anciano loco”. “Hay puertas que no hay que abrir”, recalcó. Regresé a casa repasando la historia, recordando el brillo celeste de aquellos ojos abismos y, especialmente, atando cabos. Vamos a comer con ellos un domingo al mes para que mi hijo tenga unos abuelos paternos qué recordar. A lo mejor, para que ambos podamos sentirnos más cerca de su padre. Mi ilusión desde el primer momento en que vi a Kaen fue vivir con él. Me confesó no tener petate en que caer muerto pero a mí no me importó. Yo era muy consentida en casa y Kaen pensaba que esto sería un problema. Yo insistía en lo contrario. Así que después de un noviazgo breve, nos casamos y nos mudamos a una casa p pequeña q en un vecindario popular. Él iba terminando sus estudios de ingeniería y trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas, para la dependencia de Puentes y Caminos. Dentro de sus responsabilidades estaba viajar por todo el país. Yo le creí eso de que odiaba tener que ausentarse del hogar. La verdad, sonaba sincero. Parece que era muy querido por los hombres de las cuadrillas con las que trabajaba y hacía muy bien su trabajo. Al principio, regresaba puntual cada fin de semana. Sucio y hambriento. Yo atribuía la chispa menguante en sus ojos oscuros al cansancio y a la dura jornada. Cuando terminara la universidad y se graduara, todo sería distinto, me aseguraba. g Entonces, el trabajo lo harían otros. Él señalaría dónde y cuándo, desde la capital, como lo hacían otros ingenieros. De sus visitas breves y sin mayores preámbulos, nació Kaen José. Un niño con un mundo de sí incorporado. Con la imaginación toda a cuestas, sin pesarle. Sus ojos parecían prendidos de paisajes ignotos. Su juego preferido era adivinar mis pensamientos. Además de leer y dibujar. Lograba bucear por mi mente de una manera que me producía escalofríos y, en vez de decirme lo que yo estaba pensando, lo dibujaba con maestría. Yo me asombraba con sus habilidades poco usuales y me concentraba en aquel regalo viviente, tan fuera de lo común, para aplacar la ausencia del padre. Empezó con los días festivos y los fines de semana. Si no era un motivo urgente, era una cita oficial. Poco a poco, se fue ausentando por más tiempo. Y un día cualquiera, sin sentirlo, dejó de venir del todo a casa. Creí que nuestro

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hijo iba a detenerlo un poco más, pero no fue así. Durante los últimos años que estuvimos juntos, las despedidas se volvieron nuestro punto de encuentro, no sus regresos. Yo me aferro a mi hijo y a mi trabajo para sobrevivir. En la avenida de la parada del bus hay una librería. En la vitrina veo cada día, en mi camino a la escuela, las últimas novedades publicadas. Un día descubrí una portada que me gustó por sugerente. Unos hombres a caballo avanzan por una vereda destino. Un camino que a mí se me antojó polvoriento y ya casi llegando al fin del mundo. La imagen se desdibujaba por momentos y solo se quedó la niebla verde en la memoria. Mientras enseñaba a los niños de segundo primaria, la idea jugueteaba en mi mente. La novela se llama Los arrieros del agua a y yo, sin leerla aún, me inventé la historia: se trataba de unos hombres que viajan incansables como ríos que van al mar. Subí al bus y la idea se me borraba y se iba convirtiendo poco a poco en otra. Percibí a esos arrieros

como hombres inalcanzables. Inasibles, como esos arroyos cristales de los que me hablaba el título de la novela. Los personajes secundarios eran meras mujeres ilusas. Sembradas firmemente como los arbustos en la humedad de las riberas. Esas aguas falaces no sirven sino para tomarlas con el guacalito de las manos, sentir su frescura, beber unos sorbos y ver cómo se escapa el resto. La humedad va a quedarse en la piel para recordar la sed y la sequía permanentes. La soledad. El vacío. Arrieros de agua y no del agua. Hombres que aunque vivan en ciudades, a pesar de familias, no obstante amores e hijos, van a buscar otros destinos, otros aires, otros paisajes, otras pieles, otras voces. Todo se conectó en mi imaginación. Recordé la voz del viejo contándome el secreto familiar. “Pues esa mirada de mijo la heredó de mi abuela, tan buena para adivinar la suerte, para conocer los sueños y los pensamientos de los demás. Tamara era su nombre y llegó entre las guerras grandes al país junto

con otros cien gitanos. La gente no los quería porque decía que eran haraganes y que se robaban a los niños, así que se instalaron en un campo que les prestó el presidente para que vivieran ahí. Muchos se quedaron. Los demás emigraron a otros sitios. Ahí por ese gran río Motagua dicen que nací yo. Su estrella llamó a la mayoría de mis amigos y poco a poco, ellos se marcharon por rumbos diversos. Nos quedamos los temerosos o los encariñados por fin con un pedazo de tierra. Pero lo que se hereda no se hurta y ya ve que su marido no tiene sosiego si se está dos lunas llenas en un mismo sitio. Eso no pueden sentirlo ustedes los gadjes, los que no tienen la sangre gitana”. Los años pasados regresaron a mi mente. La graduación del ingeniero. Mi quimera de hogar. Los empleos cada vez más complicados. Las razones más inverosímiles. Mi tristeza. Los viajes más lejanos. La mirada más esquiva. Las estancias más extensas. Mi frustración. Todo el horizonte estaba ahora ante mí. En aquella vitrina había encontrado la imagen del espíritu de los hombres de mi vida. “No haga caso, mija, de este borracho”, me había dicho mi suegra. “Se inventa esas historias de su familia para justificar lo irresponsables que son. Hay que quererlos como vienen y nada más... ya va a ver que al final, regresan”. Yo había sonreído al despedirme. En el bus, pensé que tenía que comprarme aquel libro que había desatado todo mi desasosiego. Con mis dedos enredados entre el pelo negro de Kaen José, exhalé un suspiro manantial. Un alivio me inundaba. No era mi amor el incapaz de retenerlo. El camino lo reclamaba. El próximo viaje demandaba sus pasos. Cualquier sitio donde lo detuviera la noche constituía su hogar. Ese pelo negro entre mi mano se sentía como el del papá. Esa mirada lejana de mi hijo tenía la misma chispa que seguro iluminaba los ojos de Tamara, los del abuelo, los de su padre. Los que creía míos no lo eran en realidad. Hombres libres, aún a pesar de sí mismos, ansiaban veredas que no conocían aún. Un día, este otro hombre al que acariciaba ahora, iba a dejarme con el corazón en pedazos como lo había hecho Kaen. Adivinaban mis sueños, conocían mis sobresaltos, profetizaban mis pensamientos y me hacían amarlos para luego, marcharse sin explicación. Kaen y Kaen José eran mis peregrinos eternos. Su amor por mí y mi cariño por ellos no iban a detenerlos ante la cita con su camino. Poquitos de agua entre mis manos. Instantes esenciales. Totalmente libres como yo, ahora que creía saber su secreto.


Memoria oculta POR CARLOS ARTURO MOLINA LOZA

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l est donc vrai que toutes nos actions aissent leurs traces, les uns sombres, les autres lumineuses, dans notre passé ! Il est donc vrai que tous nos pas dans cette vie ressemblent à la marche du reptile sur le sable et font un sillon ! Hélas ! pour beaucoup ce sillon est celui de leurs larmes! Le Compte de Monte-Cristo Alexandre Dumas La otra noche, luego de acostarnos, Matilde deslizó una de sus piernas por encima de las mías y comenzó a acariciarme. Me besó con fruición y en poco tiempo había arrancado mi ropa. Estaba de lo más dispuesta, así que, sin quitarle la iniciativa, pasé al ataque. “No quememos las etapas —dijo mi mujer—, al fin y al cabo tenemos la vida por delante. Hoy quiero ser obedecida, quiero llegar a las cumbres del placer, pero después de múltiples paradas…”. Me llamó la atención su actitud, porque aunque Matilde siempre fue muy osada en la cama nunca fue de hablar. Le gustaba de todo, que yo fuera creativo e inventara novedades, pero no era dada a los comentarios finales. La mujer impúdica que me hizo descubrir lo que realmente era hacer el amor se trasformaba, al terminar nuestros escarceos, en una mojigata que se sonrojaba cuando yo trataba de hacer los “comentarios finales del partido”. “Ay, ¡callate! —me decía— no seás pelado… Qué manía de hablar. Ya pará, vamos a dormir”. No hubo manera de hacerla cambiar. Fue una noche paradisíaca. Estaba insaciable y muy provocativa, fue un vendaval. Hicimos el amor durante más de cuatro horas. Al final, exhaustos, nos rendimos uno al otro. “Y entonces, ¿satis?”, le pregunté para provocarla. Su respuesta fue la de siempre. Con los ojos entrecerrados y una sonrisa de beatitud lanzó su conocido: “¡Callate!”. Feliz y satisfecho me estiré en la cama a su lado. Nos adormecimos por unos minutos. Al despertar la vi desparramada y luminosa. Con cuidado me levanté para ir a la cocina a buscar un vaso con agua. Me quedé un rato en la sala y rememoré otros momentos como el que acabábamos de pasar y que le habían dado a nuestra vida conjunta un colorido y un sabor únicos. Esos pensamientos fueron turbados por la irrupción de la realidad que hoy vivíamos. A los 45 años Matilde tuvo su primera falla de memoria. Al principio quisimos creer que se trataba del consabido estrés y no le dimos mayor importancia al asunto. Pero, con el pasar de los meses, los olvidos se hicieron más frecuentes. El día en que oí al médico confirmar el diagnóstico de Alzheimer de inicio precoz, fui a dejar a Matilde a casa y luego salí a caminar por las calles. Llovía a cántaros. Lloré y vacié mi alma. Anduve fuera varias horas y retorné después de recobrar un poco el equilibrio. Todo fue muy rápido. En dos años

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Matilde había perdido parte de su autonomía. Vivía angustiada por la posibilidad de extraviarse en la calle y, luego, de no ser capaz de volver a casa. A medida que borraba de su memoria los hechos recientes e inclusive a las personas, resurgían sus recuerdos más antiguos. Con el corazón hecho un nudo me armaba de paciencia y la escuchaba desfilar el rosario de las viejas historias familiares, de sus tiempos de escuela. Me prometí que nunca se daría cuenta de mi desasosiego y de mi frustración, pero mantener la palabra era cada vez más difícil. Pensé que su pérdida de memoria era el golpe más duro que yo podría recibir. No tardé en darme cuenta de que eso era apenas el principio. Tenía 47 años cuando su personalidad comenzó a derrumbarse: su vocabulario se hizo crudo y soez; se irritaba con la más mínima contrariedad y reaccionaba con mucha violencia delante de quien osara oponerse a sus deseos. Quien la había conocido, tan dulce y comprensiva, se negaba a creer en lo que veía, era otra persona. Tal vez sería más justo decir que ahora habitaban en ella dos personas que eran lo opuesto la una a

la otra. Y, lo peor, nunca sabía con quién iba a encontrarme, cuál de sus dos fases aparecería frente a mí. Descubrí, con amargura, la cara oculta de la luna. La lista de personas que habían pasado al olvido creció en ritmo acelerado y yo había dejado de tratar de recordarle quién era quién. Sabía que al hacerlo abría una brecha en la maraña nebulosa de su conciencia y le provocaba un gran sufrimiento. Pero a mí, hasta aquella fatídica madrugada, nunca me había desconocido. Para bien o para mal, había permanecido, delante de ella, yo mismo. Y yo, ingenuo, descarté esa posibilidad para guardarla en el fondo de un profundo baúl. Había bajado a beber agua, decía, pero en vez de hacer eso me había ofrecido dos buenas dosis de ron y ya sentía sus efectos cuando descendí de la nave de mis remembranzas. Recordé que había dejado a Matilde desparramada en la cama y subí para acostarme. El cuarto estaba a oscuras y no la vi. Me asusté, pero la rendija de luz que aparecía por debajo de la puerta del baño me devolvió la tranquilidad. Se había encerrado, como siempre lo hacía cada vez que teníamos una trifulca amorosa, y

saldría linda, con un maquillaje digno de una actriz. Saboreé la espera tendido en la cama. Oí el ruido de la puerta del baño que se abría y estaba a punto de incorporarme para elogiarla y recibirla. Quería agradecerle una vez más, con toda mi alma, aquella sublime noche de amor, pero no tuve tiempo de hacerlo. Al verme en la cama Matilde, con la cara desencajada, dio un grito destemplado: —¡Estás loco! ¿Qué hacés aquí? ¿No te repetí mil veces que teníamos que ser muy discretos? ¿Querés acabar con mi matrimonio? Te lo advertí desde el inicio de nuestra relación: no quiero separarme de Jaime y si me ponés a escoger entre él y vos, está decidido, ¡será él! —¿Qué te pasa Matilde? —balbuceé. Iba a decirle que se calmara, que yo era Jaime, pero no me dejó, sus gritos me interrumpieron. —No me embauqués, salí antes de que él llegue, porque podés provocar una tragedia. Dejé el cuarto y lloré como la primera vez. El diagnóstico me había dado una sensación de derrota, ahora llevaba dentro un sentimiento de muerte.


sionara de tu cuerpo y te carcomiera. Estaba dispuesta a quedarme a tu lado para cerrar tus ojos, como aquellas mártires que piensan en que algún día irán al cielo. Fue lamentable, no creía en un cielo ni en un infierno. La espera se hizo interminable. Esta vez he planeado el crimen perfecto. No será como matar a una rata, tampoco te privaré de los antidepresivos como aquella vez, ni te dejaré la pistola cargada dentro del cajón de tu mesa de noche. No. Será el crimen perfecto. Lo pensé mil veces, pero no sabía a quién recurrir. Encontré a la persona que siempre necesité, que, además, te odia. No hubiera podido hacer el trabajo sola. Necesitaba de alguien capacitado ¿quién mejor que un herpetólogo? Tiene las cualidades para hacer el trabajo. Ama a las serpientes. No solo las ha estudiado, posee un serpentario, varias especies, desde inofensivas como masacuatas, hasta algunas muy venenosas como corales, mambas y barba amarillas. Ha experimentado con ratas suministrándoles diferentes venenos: el neurotóxico y el hemotóxico para producir los más eficientes antídotos.

Desde hace un tiempo ha querido realizar algunas pruebas. Se me ocurrió proporcionarle a la víctima. Alguien que roba oxigeno no merece vivir. Hemos analizado y repasado el plan. Sé que los fines de semana vas a tu casa de recreo en Río Dulce. El ambiente es el ideal: clima cálido, flora y fauna maravillosa. ¿Sabías que ese día habrá luna llena? Soyy fanática de los cambios de luna, eso siempre lo supiste. Éramos opuestos, a ti te gustaban las noches sin luna, te encantaba observar las estrellas. El sábado que viene no las habrá. Espero que las hayas disfrutado por última vez. Te maravillabas con la quietud de la noche oscura, metido entre el jacuzzi te sentías a salvo de los animales que se alebrestan con la luna. Llegaremos juntos, yo conduciré el auto, conozco el camino de memoria. Sé que escogerás un buen vino de la cava, como siempre. También sé que estarás solo porque tus empleados son evangélicos y a esa hora asisten al culto de la aldea. El sol se ocultará. Entonces, abrirás la botella. Con una copa en una mano y la botella en la otra, caminarás hasta el jacuzzi con la toalla colgada al cuello. Observarás el cielo un poco decepcionado por la claridad, pero igual te sumergirás en el agua tibia. Te estaré observando desde el cerco, desde la tupida buganvilia que sembré hace diecisiete años, es una pena que no podré recrearme con el color de sus flores. Lució siempre frondosa durante todos estos años. ¿No te parece? Hemos llegado. En la penumbra te observo a lo lejos. No hay viento, apenas se escucha el sonido de algunos insectos. Permanezco en silencio mientras el experto herpetólogo, tu hijo, al que apenas conociste, coloca una lámpara en su frente y saca dos corales del bolso de manta. El veneno de una sola es suficiente, pero debo asegurarme de que la dosis sea letal. Esta vez no podrá experimentar su nuevo antídoto. La tenue luz que tienes al lado ilumina tu cuerpo relajado. Pronto entrarás en pánico, luego te retorcerás con vómitos, tus pulmones se paralizarán y tu corazón latirá tan rápido hasta detenerse. Sonrío una vez más. Cierro el cuaderno y lo guardo dentro del folder que lleva tu nombre.

Desconfiado, le pregunté qué pasaba al gordo que lo sostenía, y dijo: —Su mujer me contrató para venir a buscarlo. —¿Y por qué? —No sé. Si quiere llámela —respondió alcanzándome su celular. Marqué el número de casa, y dije: —Hola, ya estoy acá. ¿Por qué no viniste a buscarme? —¡Ay Dios! —gimió—. No puedo explicarte por teléfono. ¡Es tan triste! —Pero, ¿estás bien? ¿Algún enfermo en la familia? ¿Se murió tu mamá? —No,no,todosestamosbien.Bueno,casi todos. Mejor apurate y acá te explico. Intrigado, le dije al gordo que me

llevara rápido a casa. Entré y la vi tirada en la cama, con el maquillaje corrido y en medio de un desorden tremendo. —Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué tanto drama? —Es el Durki. Hace dos días que no viene. Lo único que me faltaba. La ausencia del maldito pastor alemán hizo que mi mujer cayera en depresión, cuando no le importó que yo estuviera meses fuera para irse de compras cada jueves, al mar cada quincena, y salir de fiesta tres o cuatro veces por semana. —Tienes que encontrarlo—agregó—. ¡Por favor!

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DOMINGO 20 DE DICIEMBRE DE 2015 GUATEMALA

POR MARÍA OLGA FERNÁNDEZ

POR LEONEL GONZÁLEZ

Noche de luna D

ejé de creer en Dios. Sucedió después de muchos años de implorarle. Estaba muy decepcionada. Treinta años de hincarme y rezar, de ir a escuchar la aburrida misa los domingos, sin contar la cantidad de dinero que derroché en limosnas y veladoras que compraba cada tarde y que encendía por las noches. Pude ahorrarme ese dinero. Hubiera viajado, o quizás invertirlo en un auto. Pienso todo esto, mientras veo el retrato que sostengo en mi mano. Supuse que había destruido todos. Hoy encontré otro. Voy a quemarlo después de romperlo, igual como lo hice con los demás, pero antes, necesito verlo, quiero decir, verte, observarte detenidamente para inspirarme en mi siguiente asesinato. La luz de las velas servirá. “Bah”, digo mientras observo tu rostro por última vez. “¿Pensaste que me afectaría que me cortaran la luz?”. Para escribir, la iluminación de una vela es suficiente. Solía hacerlo así cuando aún vivíamos juntos, todo lo que hacía debía de ser a escondidas, a media luz, para no despertar tu ira. Odiabas que escribiera. Llené páginas escribiendo mil formas

de darte muerte, pero las destruía. En esta foto no tienes cara de malo. Pareces inofensivo. Empiezas a serme indiferente, pero no del todo, porque lamento que hoy hayas resucitado. ¿Acaso no ha sido una pérdida de tiempo intentar asesinarte?, quizás esta vez dignifiques tu muerte y sea la última. Confié en que no volverías, desde aquella vez que te convertí en una rata. Me deleité con que murieras de inanición, al calor del medio día, subsististe y gocé con verte temblar de frío por la noche. Te observaba desde la ventana revolotearte dentro de esa pequeña jaula, desesperado, sediento y sufriendo hasta que la debilidad te tumbó. Vi saltar tu cuerpo implorando por vivir. Por un momento quise darte agua, poca solamente, para prolongar tu sufrimiento y deleitar mi venganza por más tiempo. Aún recuerdo el rosario que compré en Lourdes. Fue después de conocer los picos de Europa, un viaje inolvidable. Deseaba que con rezarlo todos los días cambiara mi vida. Pedía siempre lo mismo: que murieras cuanto antes. He olvidado cuántas veces imploré tu desdicha, que una enfermedad se pose-

El Durki L

a mañana que decidí acabar con el asunto era muy lluviosa. Las gotas caían enormes, impidiéndome ver el camino; parecía que la corriente tumbaría la moto. Sentía el agua helada filtrárseme debajo del abrigo, resbalarme por la espalda hasta meterse en mi calzoncillo. Pero debía continuar. Desde que él llegó a casa todo se complicó. No hubo más vida de pareja: si no era día de baño, era de ir al peluquero o a vacunarlo. Cualquier estupidez era

pretexto para salir en trío. Usurpaba mi espacio en la cama, mordisqueaba mis pantuflas y orinaba mis periódicos. Pero lo que nunca pude perdonar fue lo del aeropuerto. Volvía al país tras el peor viaje de mi vida. Desvelado, de goma y sin dinero, lo único que deseaba era ver a mi mujer, ir directo a casa y cogérmela con las ganas acumuladas durante el tiempo en el extranjero. En cambio, lo único que encontré fue un cartel con mi nombre.


A golpe de sidra POR PATRICIA FERNÁNDEZ

T

odos los veranos mi hermana Merche, mi prima Carolina y yo íbamos con nuestros padres a pasar unos días a España, a la casa que nuestros abuelos tenían en un pueblo enclavado en las montañas de León. Era tan pequeño que los niños lo atravesábamos en cuatro zancadas. Esto nos daba un pasatiempo más: entrar y salir cuántas veces quisiéramos. Nos divertíamos mucho corriendo de un lado a otro, gritando: “¡Ahora estoy adentro! ¡Ahora estoy afuera!” Un día, fui y volví cincuenta y tres veces. Algunas tardes, cuando volvíamos de nadar en el río que pasaba por detrás de la casa, la abuela nos enseñaba a cocinar tarta de manzana, rosquillas de anís y tostadas de pan fritas en aceite de oliva y salpicadas de sal. Pero lo que yo más disfrutaba era ir con el abuelo a tomar el aperitivo al bar de Venancio. Me gustaba escucharlos hablar, contar una y otra vez las mismas historias. Por sus charlas me enteré de que se habían hecho amigos a golpe de sidra. Nosotras los escuchábamos en silencio. En aquella época, los niños no interveníamos en las pláticas de los mayores –y eso era lo que yo más quería: ser mayor para que el abuelo me incluyera en sus conversaciones, que me dejara contarle cosas–. Todos los días nos acercábamos al bar a la una en punto; abríamos la puerta y entrábamos. Si el abuelo no había llegado, nos sentábamos a la mesa de siempre y esperábamos, muy quietas, a que Venancio se acercara a preguntarnos qué íbamos a tomar. Fue uno de esos días que me atreví a pedir algo que, supuse, me acercaría más a mi abuelo. –Buenas tardes, señoritas –dijo Venancio, con mucha ceremonia, moviendo el bigote amarillento por el humo del cigarrillo–. ¿Qué van a tomar? –Yo, una naranjada –pidió Merche. –Yo, un vaso de leche con chocolate –dijo j Carolina. Él, muy serio, garrapateó el pedido en su libreta. Luego me miró, esperando a que le pidiera lo de siempre: un vaso

—Sí, cómo no. ¿Crees que voy a buscarlo? ¡Mejor si no regresa! Sin embargo, la vida sin él era demasiado bella para ser realidad. Al parecer solo quería joder mi bienvenida, porque al día siguiente regresó y todo volvió a ser felicidad. Entonces sí: qué alegre que yo hubiera vuelto, que cómo me había ido, quiero ver tus fotos, qué me trajiste; hasta las ganas de coger recuperó. No podía soportarlo: era él o yo. Un día después eché a andar mi plan. Era jueves y pedí permiso para ausentarme del trabajo. Me puse un abrigo impermeable, llené el tanque de la moto y salí a comprar una libra de carne molida. Al volver a casa, puse el paquete dentro

de leche muy fría con jarabe de fresa. No lo hice. Respiré hondo, fijé la vista en su barriga y dije bajito: –Para mí, un vaso de sidra. –¡Un vaso de sidra! –se escandalizó Venancio–. Las niñas no toman sidra –agregó con una voz tan potente que me acobardó–. ¿Me quieres meter en problemas con tu abuelo? Merche y Carolina me miraron con la seguridad de que me había vuelto loca. En cambio, a mí me pareció que a Venancio le temblaba la risa debajo del bigote, pero no me arriesgué a sonreír de vuelta. Los cuatro guardamos silencio. En ese momento se abrió la puerta del bar y, junto con el calor del mediodía, entró el abuelo. Intuyó que algo pasaba en nuestra mesa. –¿Pasa algo, Venancio? –preguntó muy serio. A su lado, el dueño del bar se veía más achaparrado de lo que normalmente era. –¿Qué si pasa algo? Pues nada, que esta nieta tuya ha pedido un vaso de sidra. El abuelo me miró abriendo mucho los ojos. Merche y Carolina se apresuraron a repetir lo que ellas habían pedido. Me dejaron sola frente a los dos viejos. Creo que en ese momento las odié un poco. La risotada que soltaron Venancio y el abuelo retumbó en todo el lugar. Yo contuve la respiración. Sospechaba que me había metido en un gran problema. –¿Qué opinas, Venancio? ¿Crees que ya tiene edad? –preguntó el abuelo rascándose la barba y mirándome muy serio. –Podría tenerla, sí –respondió el otro, escudriñándome desde detrás de sus gafas de miope– ¿Cuántos años tienes, canija? –me preguntó. –Ocho. Y no soy canija. Ya soy igual de alta que Merche, y ella tiene casi once –respondí, intentando que no me temblara la voz. –Bueno. Probemos –dijo el abuelo–. Anda, tráele una sidra a la niña. Venancio se dio la vuelta y se fue. El abuelo se sentó en la silla que que-

de un costal. Al momento sintió el olor y vino corriendo en busca de la comida. Se lanzó de boca, queriendo hartarse todo de un golpe. Ahí aproveché para anudar el costal con un lazo. No hizo ninguna bulla; parecía deleitarse. La lluvia arreciaba, pero si esperaba a que escampara, mi mujer volvería del trabajo y yo ya no podría salir. Entonces agarré el costal, lo amarré a la parrilla de la moto y me marché a toda velocidad. Eran las once y treinta y no había mucho tráfico, pero la tempestad me impedía acelerar. El cabrón se retorcía, haciéndome tambalear hasta casi caer. Recorrí todo el Periférico hasta el puente El Incienso, esquivando charcos de

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daba vacía frente a mí. Espantó un par de moscas con la mano y luego nos miró con aquellos ojos verdes que a mí tanto me gustaban. Me tranquilizó ver que no estaba enojado; cuando lo estaba, el verde era más oscuro. Mientras esperábamos, mi prima y mi hermana me miraban y movían los ojos de un lado a otro, como preguntándome qué estaba haciendo. Venancio regresó con una bandeja sobre la que llevaba un vaso con naranjada, uno de leche con chocolate, una botella de sidra y un vaso de boca ancha, vacío. Puso delante de cada una lo que habíamos pedido. Todos me miraban. Yo no me moví. –Ana, si alguna vez vas a beber sidra –me dijo el abuelo–, tienes que golpearla primero, como hacemos los mayores. –Pero abuelo, yo no soy mayor –respondí, arrepentida de mi osadía. –Toma la botella y el vaso y acércate al círculo –me dijo, muy serio–. El círculo era un espacio en el medio del bar, alejado de la barra y un poco más

todos tamaños. A medio puente, mojado hasta los huevos, me detuve. Bajé de la moto y me paré al borde del barranco con el animal a mis pies. Algún chofer debió pensar: “Otro bruto que viene a lanzarse. Al menos un chucho debería conseguirse para calmar las penas”. Tuve que sujetarlo con fuerza porque casi rompía el costal. Al momento inspiré; reuní fuerzas, lo levanté sobre mis brazos y ¡juas! Sentí paz al verlo caer, pero también compasión por los suicidas de la ciudad. ¿No dicen que el perro es el mejor amigo del hombre? Qué mejor compañía para las almas que yacen en el fondo del barranco.

hondo que el piso, donde yo había visto, infinidad de veces, como el abuelo golpeaba la sidra: con una mano tomaba la botella y con la otra el vaso. Luego subía la botella extendiendo mucho el brazo y, desde la altura, dejaba caer el líquido en el vaso, como si fuera un hilo. No me atreví a desobedecer. Me levanté de la silla dando un salto para llegar al suelo, tomé la botella y el vaso y me acerqué al círculo. Imité todos los movimientos que le había visto hacer a mi abuelo. Casi todo el líquido ambarino fue a parar al piso. Al terminar, volví a la mesa con el vaso casi vacío. En los ojos del abuelo había un brillo que yo no había visto antes. Tiempo después supe que era admiración. Mi prima y mi hermana me miraban con la boca abierta. Venancio sonreía. Muy seria, me senté a la mesa y probé la sidra golpeada. La boca se me llenó de pequeñas burbujas. El sabor a manzana fermentada se quedó conmigo para siempre. Fue solo un sorbito, pero ese día me sentí mayor. Muy mayor.




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POR LIISA KONTIO

Los zapatos verdes H

ace veintisiete días que duerme sola y todavía la cama le parece un enemigo. Nacer con sensibilidad extraterrestre no es buena compañía para un alma que tiene fobia a estar sola y que ha pasado la mayor parte de su vida adulta en una relación. Para sosegarse la migraña se inventa mentiras como “que la está esperando el taxi para irse a Tombuctú” sin que, por supuesto, surta ningún efecto. Ella no duerme; sueña que es algo muy distinto. En sus sueños nunca descansa porque el tema sigue ahí. Desde hace tiempo sabe que un somnífero cien por ciento eficaz es envolverse en un abrazo caliente después de hacer el amor, pero hace días que no hay nada de eso. Enciende su vida por la mañana con una mezcla de HBO O y un cortado mientras bebe a sorbos su dignidad recién batida. Sale por la puerta e inconforme reconoce que su ciudad siempre ha sido gris. No importa de qué color pinten las casas, la ciudad jamás pierde ese tono gris. Cuando conoció a David pasó ciento sesenta y siete días pensando que el mundo había cambiado, porque de pronto todo se veía limpio y bonito. También le cambió el color de los ojos, su cintura se parecía a la de antes y en secreto disfrutaba de sus ojeras que la hacían un poco más pálida. Con decisión se traga las calles y hace como si no tuviera memoria. Hay muchas cosas que hace “como si”: entrar por la puerta principal, caminar con los zapatos verdes y subir por las escaleras en lugar de tomar el ascensor. En un libro de autoayuda leyó que si se comportaba “como si”, las cosas empezarían a suceder de verdad. También leyó que las cisuras del corazón empiezan a soldarse después de cuatro años. Suspiró y pensó que cuatro años era demasiado para una lesión común y corriente. Volvió a suspirar y pensó que cuatro años era poco tiempo… Llega la tarde y a las seis más o menos, la vida le pasa facturas. Es justo a esta hora en donde el terror vacuii se hace invariablemente insoportable. La culpa no fue de David, en esto estaba de acuerdo, sin embargo su coherencia le decía que ambos eran “responsables”. Su padre decía que había que hacer como los chinos y meditar cada día en lo irremediable: la muerte y la infidelidad. Se lo comentaba para que la vida no la tomara desprevenida: “La muerte duele, pero que te quemen la canilla…, eso es cosa aparte y no sabes cuándo te va a suceder”. En realidad nunca hizo mucho caso de lo que decía su padre, porque era mucho más interesante fijarse en lo que “no decía”, ya que aunque estaba casado con doña Lili desde hacía más de treinta años, se preguntaba quién sería la desagradecida, ya que su madre era una timorata mujercilla de conductas casi pueriles y no cabía en el formato de amores ocultos.

Su amiga María del Carmen, practicante budista, le dijo una vez: “no hay mujer que pueda cuidarle el pito al marido; no hay forma, tiene vida propia”. Ciertas cosas que decían sus amigos se quedaban con ella para siempre, pero la imagen de David encima de una anoréxica de orgasmos múltiples, no le provocaba ningún placer. Pasó mucho tiempo pensando cuál pudiera ser un buen antídoto para la

desazón que le causaban estos pensamientos. Cuando David no estaba en casa era presa de incontrolables y homicidas celos que la movían a hurgar entre sus cosas personales, que no eran muchas: un escritorio con llave que funcionó en un pasado muy remoto; una valija de cuerina para guardar cámara, y un estante lleno de libros en orden ecléctico, que contaban mucho de las preferencias de David. Reiteradamente

no encontraba nada. Cuando se sintió más audaz, una tarde que David bajó a comprar el periódico, revisó llamadas y mensajes de su celular, pero todos eran “de y para” ella. Su correo electrónico no estaba a su alcance (lo había pensado) ya que carecían, por el momento, de estos modernos accesorios por tenerlos de sobra en sus respectivas oficinas. Pese a sus esfuerzos no encontró nada. La pesarosa enfermedad siguió avanzando sin piedad, aunque todas las noches durmieran plácidamente después de la ternura, el embeleso y otra vez la ternura. Es así que un buen día para que la vida no le tomara la delantera, decidió buscarse un amante. Pero un amante de verdad: alguien con quien encontrarse en lugares inhóspitos y divertidos y dejar olvidados los prejuicios en casa, pero sobre todo porque después de meditar en las variables irremediables de los chinos, pensó que era más soportable “hacerlo que sufrirlo”. Tener un amante, aparte de emocionante y misterioso, era también mantener una carta bajo la manga, por si las cosas no funcionaran con David. Así, no tendría que estar sola nunca. Repasó su lista de conocidos y el primero que le vino a la mente fue Iván, su compañero de oficina. Hacían lo mismo, compartían el almuerzo y mantenían al unísono un bajo perfil, pero desistió rápidamente al recordar que su conversación era anodina. Un amante anodino no era muy prometedor. El segundo en la lista fue su jefe, el señor Guerra, pero este pensamiento no duró más de nueve segundos en fila, ya que es vox populii que los amoríos con los jefes siempre terminan en que alguien pierde su trabajo. Como el horno no estaba para bollos pasó unos días alejada de sus adúlteros pensamientos. El amante llegó, como llega todo en la vida si le ponemos un poco de empeño. Pero en las lides amorosas el bien amado siempre aparece cuando menos lo esperamos. Fue en el dentista, después de que le sacaran la muela del juicio y que por los efectos de la anestesia tuviera alucinaciones de que asesinaba despiadadamente al doctor Bacalao con el barreno dental. Al salir la ballenoasistenta le dijo que tenía que esperar media hora en la salita, “por aquello de las malas reacciones”. A momentos sintió cómo se le iba hinchando el moflete izquierdo y el derecho quedaba tirante. Cerró los ojos y cuando los abrió la observaba un paciente con aspecto de divertido. Volvió a cerrar los ojos porque no le agradaba la idea de ser un chiste en ese estado. Cuatro horas más tarde se enjuagaba los genitales en agua de violetas y trabajaba en la idea de despojarse de la obsesión de que su presión arterial se había extinguido, porque apenas podía sentirse el pulso cuando se palpaba la yugular. El dolor de la muela era exiguo, solo le quedaba el vértigo de la tarde con un desconocido. El desconocido ya no lo fue tanto,


pues los episodios se repitieron ordenadamente a través de varios meses. En esta relación no había ni un centímetro de ternura, pero en las noches cuando David la abrazaba cálidamente para irse a dormir, ella, como aquellos adictos a los juegos de máquinas, al cerrar los ojos era asaltada por las feroces tardes con su amante y como una fatalidad siempre quería más. No había fuerza en el mundo que pudiera exorcizar la atracción que sentía por estos encuentros fortuitos. La hacían olvidarse de todo. Tampoco conocía las palabras para describir lo que ahí sucedía. Le confesó a María del Carmen que “tenía totalmente seducido al sujeto y lo utilizaba a su placer”. Cuando se decían adiós corría por las frías calles con la cara ardiendo de satisfacción. Cierta tarde David se descubrió a sí mismo incómodo. De familia sencilla y sentimientos genuinos, no conocía mucho la tristeza y tampoco la distinguía. Algo importante y un tanto feo estaba sucediendo y no sabía qué era. No entendía por qué no se sentía a gusto cuando ella regresaba a horas extrañas toda envuelta en abrigos y bufandas sin quererle dar la mirada. Los abrazos se consumaban a la misma hora, pero no eran iguales… David no conocía la desconfianza, pero sí la intuición. Se separaron sin gritos y acusaciones. David se graduó de su primer mal de amores y ella se quedó sin su ternura. Buscó al amante de inmediato como reemplazo, pero al desconocido le gustaba jugar de a tres y huía espantado de las relaciones sin sobresaltos. Eran las seis y cuarto cuando fue a reunirse con María del Carmen quien la instruía en el arte de la meditación budista: “Tienes que aprender a soltar todo en esta vida, inclusive la angustia de quedarte sola”. Escuchaba esas palabras sin entenderlas; ella era la soledad con zapatos verdes, cómo podría desprenderse de sí misma… Prepararon la habitación con sahumerios de sándalo y velas color azul índigo. Se sentaron a meditar por media hora: María del Carmen con extrema soltura y ella “como si”. Tomaron tés multicolores y discutieron un poco más sobre la soledad. De regreso a casa trata de convencerse de que está en “proceso de recuperación”, como lo llama su amiga. No está arrepentida, qué va. La culpa es de su padre y esos comentarios tan estúpidos que quedaron grabados en su memoria celular. Si en lugar de hablar tanto le hubiese dado más afecto… La culpa también es de su madre triste y mojigata que siempre dice que sí. Ninguno la ha vacunado contra esta irreverente enfermedad. La culpa también es del aburrimiento; en realidad no es fobia a la soledad lo que ella siente sino a esa tremenda sensación de besar a la muerte. A lo lejos ve la luz encendida del apartamento. De nuevo piensa en su presión arterial. Corre como enajenada “¡David, es David!” reza con la garganta apretada por el llanto. Toma el ascensor (no las gradas) y abre la puerta “como si”.

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Soledad POR MARÍA OLGA RODRÍGUEZ

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No me invitaron a la fiesta! Sin aliento he entrado corriendo a la casa, he escuchado los mensajes en la máquina contestadora, los del celular y, pensando que tal vez la invitación fue enviada por correo, he revisado uno por uno los sobres que hay sobre la mesa y hasta que por tercera vez leo la misma factura, me convenzo de que no fui invitada. ¿Qué ha pasado? Renata y yo hemos sido amigas desde hace veinticinco años. Nos conocimos por casualidad, coincidencia o capricho del destino, cuando asistíamos a unas clases de “Parto sin dolor”. Recuerdo que ambas rompimos en una sonora carcajada al escuchar el título del curso. Definitivamente éramos las únicas que ya teníamos otros hijos, porque las demás se creyeron que en realidad existía eso de “parto sin dolor”. A partir de ese día nos volvimos inseparables. Nos convertimos en el soporte y consuelo que cada una necesitó en su momento. El peso de nuestra amistad y el mutuo respeto siempre superaron cualquier diferencia que pudiéramos tener. Llegamos a confabular para que nuestros maridos se conocieran de una forma casual, porque sabíamos que si nosotras lo sugeríamos, nunca aceptarían. Descubrimos que la “in-

sólita pasión por el fútbol” era algo que tenían en común… Así que, pacientemente, esperamos un partido importante y quedamos de vernos en un bar. Al encontrarnos, Renata y yo fingimos asombro y en menos de diez minutos nuestros maridos entablaron una conversación sobre deporte y nos ignoraron el resto de la noche. Pasaron muchos años antes que les confesáramos que habíamos sido nosotras las de la iniciativa. Me enteré de la fiesta por casualidad, al encontrarme con una amiga en el supermercado. Después de intercambiar saludos y uno que otro chisme, me preguntó al despedirnos: –¿Has pensado en qué te vas a poner mañana? Me ha tomado tan desprevenida que lo único que pude responder fue: –¿Mañana, qué hay mañana? – Con una sonrisa burlona y el asombro en su mirada, comentó: –¡No puedo creer que se te ha olvidado la fiesta de Renata, pero si son mejores amigas! Como pude reaccioné y traté de sonar convincente al responder: –¡Ay sí, pero qué tonta soy, no sé ni en qué estaba pensando! Por supuesto que iré, es solo que aún no decido qué ponerme. Llevo tumbada en el sillón lo que

parece una eternidad. Estoy congelada, no puedo moverme, de reojo logro ver por la cortina entreabierta, que ya es de noche. En la alcoba no se escucha más que el suave respirar de Joaquín, que duerme con la tranquilidad del que no le debe nada a la vida. Los recuerdos retroceden hasta donde la memoria me lo permite. Las fiestas, los viajes, las reuniones sin motivo. Joaquín y yo éramos el alma de las fiestas; los primeros en llegar y los últimos en salir. A donde fuéramos, siempre salíamos con una nueva invitación para el próximo acontecimiento. Trato de recordar la última fiesta a la que asistimos juntos, cuando mis pensamientos son interrumpidos por el sonido agudo de una alarma, seguido por el leve rechinido de la puerta. Es la enfermera que viene a colocar un nuevo suero. Antes de hacerlo, toca delicadamente mi hombro y con una mezcla de respeto y cariño, me dice: –Vaya a descansar, señora. Como siempre le digo, si don Joaquín despierta, usted será la primera en saberlo. Me acerco hasta su cama y después de besarlo en la frente, le susurro al oído: –Buenas noches, mi amor, que duermas bien y no te preocupes, que mañana no tenemos fiesta.


El prólogo

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POR SHENY FIGUEROA TAROT

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ace unos días, descubrí un libro que me intrigó. Estaba en un estante alto, en una empolvada y vieja librería del centro de la ciudad. Su título era Obras completas y cuentos, s de William W. Allbright. Un libro grueso, de tapas de cuero verde obscuro. Empezaba con un largo prólogo, escrito por José María Zulueta. Me imaginé que este habría sido un escritor de prestigio, contratado por la Editorial Escritores Unidos, responsable de que el libro saliera a la venta. La obra fue publicada en Barcelona, en el año 1953. Abrí al azar cualquier página de uno de los cuentos y leí: “... haciendo un ademán con sus manos finas y aristocráticas, me preguntó si me gustaría ver algunas de las obras de arte de su colección china. Dimos una vuelta por la larga habitación, en donde me enseñó inapreciables porcelanas, bronces y figuritas del periodo Ming. Tenía un caballo de alabastro, procedente de la tumba de Huang...” Esto fue suficiente para que me cautivara la lectura. Decidí quedarme con el libro y empezar con Zulueta. Era un largo prólogo que hablaba de las diferentes facetas del autor como cuentista, novelista y su última experiencia, como cronista del imperio británico, durante la última década, antes de la independencia de la India. No ofrecía ningún dato acerca de su vida personal, lo que me llamó la atención. Para mi sorpresa, en la tercera página, Zulueta dice: “...la nueva psicología, cómplice del acomodo humano, trata de disculpar los excesos –nada nuevos, por cierto– del hombre de este siglo, con la excusa de la curiosidad del alma. Pareciera que ya solamente se quiere instaurar el reinado de la inteligencia sobre la preeminencia de la moral divina. Si niega su paternidad divina, el hombre, proclamándose hijo de sí mismo, verá con buenos ojos y con condescendiente aprobación su

abandono y excesos...” Con asombro, me repetí las palabras “moral divina” y “paternidad divina”. ¿Qué me estaba indicando Zulueta? ¿Me estaba hablando en términos religiosos? Releí el texto y, en efecto, comprobé que trataba de disculpar, en cierta forma, a Allbright. Pero, ¿debería perdonársele algo al autor? ¿Quién era este escritor inglés? Indagué su biografía. Allbright fue un endeble niño de Liverpool, que nació en buena cuna, en 1892. Su madre murió al dar a luz y el padre, severo y distante, murió poco tiempo después. Fue adoptado por un reverendo anglicano, tío por el lado materno, quien nunca permitió la demostración de alguna emoción o sentimiento. De adolescente, fue enviado a un internado, en donde fue blanco de burlas y abusos de sus compañeros, debido a una evidente cojera. Se hizo amigo de otro joven, quien le enseñó los placeres carnales. Disfrutaban de perderse juntos entre los bosques, mientras fumaban pipas de opio y se hurgaban el uno al otro. A manera de venganza, ambos escribían sátiras acerca de sus maestros y compañeros. Al graduarse de abogado, Allbright entró en el servicio diplomático y sirvió como corresponsal de prensa en China e India. Se le conoció por sus múltiples escarceos con jovencitos en estos países, además de su adicción al opio y al licor, pero, sobre todo, al masoquismo. Murió de alguna enfermedad venérea, mientras escribía acerca de la cruenta separación entre India y Pakistán. Hasta este momento, creí entender que Zulueta pudo haberse sentido escandalizado por la vida de Allbright. Sin embargo, me preguntaba por qué. Si el libro fue publicado en 1953, en España, debió haber existido una severa censura literaria. No encontré otra explicación de porqué debía moralizar, empleando la religión sobre la inteligencia, como argumentos. Pensé en las décadas en las que se perseguía a los comunistas y

homosexuales, así como a los negros en Estados Unidos. Pero Zulueta era español; solamente podía ser la censura impuesta por el franquismo. Me lo imaginé tratando de justificar los excesos del autor para que su obra pudiera ser editada. No quedé satisfecha con mis suposiciones. Debía tratar de saber quién era Zulueta. Su erudición era evidente: se percibía en su fina crítica literaria, exquisito vocabulario y sensible análisis. Las diferentes páginas de Internet que consulté eran muy escuetas. Solamen-

te indicaban que era de origen español, hijo de una prostituta alcohólica y que fue rescatado y criado por sacerdotes dominicos; en el convento, fue violado en múltiples ocasiones. Estudió filología y lenguas romances. Fue miembro honorario de la comisión nacional para la revisión y aprobación de obras seculares, Conaros. Por último, fue internado en un manicomio de alta seguridad por su obsesión con el sadismo. Mientras golpeaba a sus víctimas, recitaba a gritos reglas de moralidad.

La historia del POR MARÍA ELISA ARGUETA

E

l abuelo siempre fue muy varonil. Recuerdo que todas mis amigas lo veían con ojos bisbirindos. Hasta hubo alguna que le coqueteó. No podía juzgarlas porque la verdad es que era un sesentón guapo. Alto y delgado, pero fuerte. Los ojos como la miel y un rostro sin arrugas coronado con el cabello negro veteado de hebras grises. El viejito nunca aceptó las propuestas de las locas de mis amigas. No sé si hubiera sido mejor que terminara

con alguna de ellas. La abuela y él peleaban todo el tiempo y las cosas empeoraron cuando llegó a casa Yamilet, la nueva empleada. Una canchita joven recién llegada de Zacapa. Tenía veintitrés años y unas nalgas y pechos de concurso. Varias veces descubrí al abuelo viéndola con cara de perro. Yamilet se arremangaba la falda hasta arriba de la rodilla y se anudaba la blusa enseñando el ombligo. —Es que qué calor don Anastasio—


Sin mí POR MARIANA GRAZIOSO

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se jueves llegué tarde a casa otra vez: la camioneta no pasó, así que caminé veintitrés cuadras desde la parada del bus hasta mi edificio. Intenté tomar el elevador pero nunca llegó, subí las gradas, paré frente a la puerta con la llave en la mano por unos minutos, decidiendo si debía entrar o no. Odiaba lo que me esperaba tras esa cerradura de metal. No siempre fue así. Recuerdo las tardes de marzo en las que me apuraba por terminar mi trabajo a tiempo para tomar un taxi y llegar antes de las cinco. Al entrar me recibía con un abrazo, apenas me dejaba tirar mi bolsa sobre el sofá púrpura antes de salir corriendo hacia el parque para disfrutar juntos el olor de los árboles y el sonido del viento. Mis zapatos empapados hacían un charco en el suelo, bajé la cabeza para verlo y en el reflejo encontré solo los tubos fluorescentes y la blancura de la puerta, blancas como las salas del hospital. Lo visité todos los días por tres años hasta que se fue. Creo que esta noche volveré a dormir en lo mojado, dije, mientras me dejaba tragar por la lagunita que yo misma había creado. No siempre es cómodo entrar, los pies son los primeros en caer, pero la cabeza es la que lo siente antes. Un cosquilleo en la coronilla que se expande detrás del cuello y por la espina dorsal. El agua fría y salada te rodea, te impide moverte, te roba el aire a bocanadas cuando toca el vientre y la espalda. Después todo es paz y dolor también, no querés salir nunca, querés dejarte arrullar por los ríos cálidos que te deshacen el alma. Abrí los ojos y esa vez estaba en un bosque claro, los árboles salían de la tierra y parecían tocar el cielo. A cada paso que daba, las hojas se levantaban y quedaban suspendidas en el aire, volando, tomando color, siendo mariposas. Tocaron mi cabeza, mis hombros, mis brazos, mis piernas y pies. Se fundieron en mi piel, primero sus patitas y luego sus alas, plasmando sus colores sobre

abuelo decía, abanicando las p pestañas. Él se paraba como impulsado por un resorte y en tres segundos iba a la cocina y volvía con un gran vaso de agua helada. Yamilet sonreía y, al tomar el vaso le acariciaba la mano, y él comenzaba a sudar y a decir burradas. Le coqueteaba a Yamilet como antes lo habían hecho mis amigas con él. Se volvió costumbre que durante la cena mi abuela le reclamara al abuelo el descaro con el que veía a la criada.

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mí. Llegaron a mi estómago, al corazón, me sentí feliz. Reí a carcajadas siendo una con ellas, con la emoción, con el amor. Frente a mis ojos, apareció a lo lejos, sonriendo sereno, era un regalo para mí, como la cita del primer abril. Se volteó y caminó fuera del bosque, lo llamé pero no se detuvo, grité, corrí. El viento arrancaba las mariposas y flores al luchar en su contra. Corrí más rápido, salí tras él. La carretera que me lleva a mi trabajo sustituyó a los árboles que desaparecieron tras mis espaldas. Todo es rutina en la oficina. Entro, tomo café, ordeno, reviso, repito las tres anteriores hasta el cansancio, ordeno

—Vieja, de vos depende que me vaya a la mierda. ¡Divorciémonos! Vos te quedás con la casa y la mitad de mi pisto y yo me voy al apartamento —decía el abuelo. Yo comía lo más rápido posible y, con el último bocado a medio tragar, me levantaba y corría a encerrarme a mi habitación. No me gustaba verlos pelear. Después de meses de discusiones se divorciaron. No había terminado el año cuando Yami, como le decía el abuelo, ya se había mudado al apartamento y Tasio, como le decía Yamilet, la mantenía como reina. No volví a verlos. Veinte años después me enteré

una última vez y me voy. Ya no hablo con mis amigos, prefiero sumergirme en el trabajo, distraerme, evitar a las personas, irme. Pasé pensando todo el día en las mariposas, en el bosque, en el charco, en él. Había estado ahí miles de veces antes, pero él nunca había aparecido. Caminé de nuevo a la parada, esperé treinta minutos antes de decidir regresar a mi casa bajo la lluvia. Me hacía ilusión regresar, dejarme resguardar por aquel mundo que aparecía frente al 6c. Me detuve bajo las goteras constantes que caen de los edificios, entré en algunos baches inundados, empapé mi ropa de todas las formas posible. Qué conveniente

de la muerte de don Anastasio Molinero. En un lote baldío, vecino al de su apartamento, encontraron un cargamento de contrabando: bolsos y tabaco indicaba el informe. En el suelo, cubierto de heridas cortantes, el viejo sosteniendo un revólver. Yamilet tenía una herida de bala en la pierna. Dijo a la Policía que había descubierto que el abuelo escondía todas esas cosas en un armario. Discutieron y ella llamó a la Policía, que se encargó del asunto. Ningún agente confirmó la historia. Nunca se resolvió el caso. Yamilet se quedó con el apartamento y, misteriosamente, también con el jefe de la Policía.

había sido la lluvia incesante de los últimos años, me permitían sumergirme a diario sin problema. Llegué, entré al elevador. Bajo la manga de mi suéter todavía se veían algunas mariposas aleteando. Quise guardarlas ahí para siempre, pero la frustración las ahuyentó. Eran hermosas, pero estaban ahí, siempre, impidiendo que viviera mi vida, convenciéndome de regresar cada día con ellas. Finalmente volaron hacia fuera cuando se abrieron las puertas. Me detuve frente a mi antiguo hogar y esperé a que se formara el charco. Una vez más estaba ahí, viendo cómo crecían las depresiones del invierno alrededor de mis pies. Intenté buscar mi reflejo en los círculos que creaban las gotas que caían de mi pelo, vi las luces, el techo, la blancura del 6c, un tronco negro eterno que salía de mis pies... Levanté la cabeza y la mariposa me veía desde el picaporte, aleteaba lentamente, en reflejo vi la chapa, pero no a la mariposa posada sobre ella. Me agaché, me acerqué tanto que mi nariz tocó el agua, una vez más examiné el reflejo y no lo vi, era tan invisible como mi rostro. Volteé y me encontré en un cuarto vacío y blanco. Estaba sola y rodeada de la nada, giré de nuevo y vi la puerta, el charco y la mariposa. Me acerqué una vez más al charco y vi mi rostro por fin. Me sentí feliz hasta que me vi levantarme, llevar mi mano a la chapa y abrir, después de tres años, la puerta del 6c. La mariposa se sumergió en el agua, la puerta desapareció, salí del apartamento para limpiar lo mojado en el suelo. Me quedé sola. Sin trabajo, ni lluvia, ni puerta, ni mariposa ni bosque, sin él y sin mí.


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DOMINGO 20 DE DICIEMBRE DE 2015 GUATEMALA

POR ANA FORTUNY

Terapia E

ste es mi testimonio. Lo escribo para otras mujeres o para las personas que están a punto, pero que aún no han caído en la tentación. No muerdan el anzuelo, se arrepentirán. Desde hacía algún tiempo, tenía sobrepeso y colesterol alto por mi adicción a los chicharrones y a las carnitas que acompañaba con varias cervezas cada fin de semana. Los pasteles, cubiertos con n fondantt, también contribuían a mi estado por el alto contenido de azúcar. Cuando me paraba frente al espejo me sentía incómoda. Usaba faldas largas y flojas, y mi vientre era abultado como si debajo de la blusa llevara una pelota de básquetbol. Mi mejor amiga, Clara, me recomendó la anona-terapia del doctor Wong. “Es un tratamiento cien por ciento natural para desintoxicar el cuerpo y bajar de peso. Bajé veintitrés libras en ocho semanas —me dijo—. Te funcionará, querida, la anona-terapia tiene una fórmula efectiva. Es el mejor método para quemar la grasa. También bajarás medidas y controlarás tu ansiedad”. Por eso me decidí, necesitaba perder al menos cuarenta libras. Clara me recomendó ver el anuncio en la televisión. Lo dan todos los días a las diez de la mañana, a las diez y media, a las once, y varias veces por la tarde en el canal 88. Yo quería ser como esas mujeres que anuncian el té de anona: esbelta, musculosa, sin celulitis. Se ven tan bellas esas anunciadoras con sus bikinis amarillos. A ellas les fue muy bien, por lo visto, pero a mí no. No sé, tal vez los paquetes que compré estaban vencidos. En la pantalla, las modelos dicen que el té es muy rico, y con esa idea en mente probé la primera taza, pero la verdad es que sabe a infusión de grama del Campo Marte. En el borde derecho de la caja indican que está compuesto por fibras que limpian y desintoxican el colon, activan las enzimas del metabolismo, convierten las grasas en energía, reducen el apetito y eliminan el estrés. También dicen que quita el estreñimiento, pero cuando yo lo tomé, me tapé. Me costó mucho hacer unas pocas bolitas de cabra, se me durmieron las piernas por estar sentada cuarenta minutos en el baño, y me levanté con dolor de espalda. Anuncian el té como un producto con un precio increíble: “Si usted llama

gratis al –1800 té de anona– en este momento, le entregaremos otro tratamiento completamente gratis. ¡Llame ya! Y llévese el manual, el tratamiento y una foto del doctor Wong con un autógrafo personalizado”. Marqué el número, pero una voz sexy me dijo que se había terminado la oferta, y que ya solo quedaban pocos paquetes a precio normal. No quería perder la oportunidad de probar la anona-terapia, así

que la ordené. Dos paquetes de té por doscientos dólares. Al día siguiente, un mensajero en moto me los llevó a casa. Leí el manual con las instrucciones para abrir la caja, para preparar el té, para tomarlo, y memoricé los alimentos que no hay que comer: papas, arroz, tortillas, pan, carne roja, carne blanca, frutas... La indicación principal era que uno debe comer solo gelatina sin sabor. Si el paciente consume

tres tazas de gelatina al día y tres tazas de té, le garantizan que bajará veinte libras en veinte días. Yo quería bajarlas en diez días, para ir con mis amigos a la fiesta de carnaval de Mazatenango, así que tomé seis tazas de té y comí una porción de gelatina. Pero ahora no me reconozco. Me miro al espejo y soy otra. Quiero mis carnes y mis rollitos de vuelta. He intentado volver a ganarlos, pero la anona-terapia puso mi metabolismo patas arriba. Me siento extraña. No tengo apetito, duermo muy poco y me disgustan los olores que antes sentía agradables, como el olor del pan recién horneado o el aroma de las fresas y de las crepas de chocolate. Cuando percibo alguno de ellos en la entrada de un restaurante, siento unas arcadas incontenibles. También me desespera la música que antes amaba. No soporto el Claro de lunani a la Sinfonía del Nuevo Mundo. Me alejo con rapidez para no escucharlos y me tapo las orejas como si huyera de algún ruido estridente provocado por un taladro en un edificio en construcción. Mi único deseo es conocer al doctor Wong, el inventor de la fórmula, un hombre del lejano oriente. ¿Quién es el doctor Wong? ¿Cuándo y dónde nació? ¿Dónde vive? Todo esto me pregunto por las noches, mientras el tiempo se detiene sin que pueda dormir al menos media hora de corrido. Cierro los ojos diez minutos y plum, me despierto. “El doctor Wong, el doctor Wong”, escucho en mi interior. Me gustaría ir a buscarlo para que me ayude a recuperar mi figura. Cuando mis amigos me ven, se asustan, y todos me preguntan: “¿Estás enferma? ¿Qué te pasó?”. No dejan de ver mi cara. Parezco una pasa blanca. Además, mis brazos y piernas se han convertido en unos palillos que con dificultad arrastro. Me quedan flojos los zapatos y los pantalones. Para poder usarlos, me pongo tres pares de calcetas gruesas y un cincho de cuero, pero aún así se me resbalan. Me da vergüenza contarles los detalles y el proceso de mi deterioro. Por eso ya no llego a las reuniones de la promo. Necesito encontrar otro producto, tal vez una moraterapia del doctor Li, o una uva-terapia del doctor Chew, algo que contrarreste a la anona. Si alguien sabe de algo, se lo agradeceré toda la vida.


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DOMINGO

Intuición POR GLENDA BURRIÓN

H

ace unos siete mil años, la humanidad se formuló sus primeros cuestionamientos. — ¿Es realmente el caso que Dios ha dicho que ustedes no deben comer de todo árbol del jardín? — Del fruto de los árboles del jardín podemos comer. Pero en cuanto al fruto del árbol que está en el medio del jardín, Dios ha dicho: “No deben comer de él, no, no deben tocarlo para que no mueran.” —le respondió ella a la serpiente. — Positivamente no morirán. Porque Dios sabe que en el mismo día que coman de él tendrán que abrírseles los ojos y tendrán que ser como Dios y conocer lo bueno y lo malo. —No he visto en el huerto fruto que se le compare en belleza y suculencia. He visto reflejado mi rostro en el arroyo. El resplandor que emite reproduce mi cara y da la imagen de todo lo que está alrededor, es como si estampara una copia del entorno. Pero tú, ¿quién eres? Nunca antes te había visto. Hola, ¿dónde estás? Necesito que me expliques qué más sabes sobre este árbol. Era verdad, solo el observarlo era deleitable. ¿Qué sabor tendría? ¿Daría en realidad el poder de reconocer lo bueno y lo malo? ¿Qué era lo bueno y qué no? Cogió la fruta y recorrió el jardín tratando de definir lo bueno y lo malo. Pensaba cómo podía ser que aquello que tenía entre sus manos podía ayudarle a reconocer la diferencia. Escuchaba el canto de los pájaros, pero cómo podría distinguir sus oídos entre una melodía y una discordancia. Detallaba todos los colores a su alrededor, pero cómo podría calificarlos de hermosos. Observaba el sol, las nubes y el viento que armonizaban perfectamente con el canto de los pájaros. Pero por su mente lo único que retumbaba era la idea de conocer lo prohibido y adquirir la sabiduría. Se acomodó en un peñasco en la montaña y observó todo a su alrededor, pero sus ojos no podían despegarse

por mucho tiempo del fruto. Estaba resguardado en su regazo, lo protegía como si fuese el mejor regalo y el único que había recibido. Su curiosidad la hizo sucumbir, lo acercó a su boca y empezó a probarlo. En cada mordida deseaba llenarse de éxtasis. Pero no sentía nada diferente, por ello, corrió a donde se encontraba su esposo y lo compartió con él, esperaba que él sí pudiera encontrar el éxtasis de la sapiencia. Esperaron y continuaron esperando. Más tarde, escucharon la voz de Jehová, condenándolos: “polvo eres y a polvo volverás”. Ese era el principio del conocimiento. El hombre maldijo a la mujer y, a su vez, ella a la serpiente. Aún así, ella continuaba esperando sentirse una diosa y poder distar lo imperfecto de lo que no lo era. Luego se vieron obligados a abandonar el lugar. Todo tan incomparable: el suelo árido, sin árboles ni flores, una noche ininterrumpida. Ahora tenía frío, se sentía desnuda y conocía el miedo. No supo el significado de seguridad y protección sino hasta que ya no los tuvo. Con el tiempo, tuvo dos hijos, con actitudes diferentes. Uno de ellos colérico y otro pacífico. Y nuevamente se preguntaba cómo saber quién actuaba de manera correcta. Pronto la vida le ayudaría a reconocerlo. Uno de los hijos se sintió enardecido de gran cólera y mató con gran frivolidad al otro. Hasta cuando se derramó

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por primera vez sangre sobre la Tierra, distinguió quién actuaba de manera debida. El dolor de la pérdida la hizo caer profundo pesar y, por primera vez, maldijo el momento en el que había deseado conocer lo bueno y lo malo. Conocer la diferencia solo le había traído dolor y sufrimiento. Añoraba el primer sitio, al que nombró como “paraíso”, donde pasaba los días gozando de su belleza y majestuosidad. En donde su única labor era disfrutar y ser feliz por la eternidad, tan lejos de este mundo en el que había sido condenada a morir, lleno de tristeza, contiendas, catástrofes y enfermedades. Se perturbó y empezó a sollozar de arrepentimiento. Cerró por un momento los ojos y cuando los abrió se encontraba, nuevamente, frente a aquella tentación que despertó su curiosidad. Ahora ya no existía en ella interés alguno en probarlo ni obtener sabiduría. No quería ni verlo, le repugnaba la idea de tocarlo. La intuición y el sueño le habían preparado para tomar una decisión. Fue entonces cuando distinguió lo buen de lo malo. Ese sería su secreto. No lo sabría ni Dios. Echó un vistazo a su alrededor: los árboles, los animales, las flores y la armonía que reinaba por doquier. Descubrió, entonces, la felicidad y el regocijo que la acompañarían por el resto de la eternidad.


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