GUATEMALA : 22 DE ENERO DE 2012 : AÑO 16 : No.5436 : Q2.50
Motivos para matar Por celos, ebriedad, dinero, poder, miedo, placer o tierras. Especial 14-19
VIKTATOR El Primer Ministro húngaro hacia la derecha más conservadora. Mundo 20-21
LOS PELIGROS de 2012 Joseph Stiglitz Opinión 12-13
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DOMINGO 22 DE ENERO DE 2012 GUATEMALA
Crónicas del fin del mundo Matar es también morir un poco. “El mundo se acaba y empieza uno nuevo”, dice Carla, una mujer que se cobró la vida del hombre que asesinó a su hermano. El mundo nuevo puede ser un infierno o un paraíso. El que mata puede morir de culpa o vivir de orgullo. Estas son las historias de algunos homicidas confesos. MARTA SANDOVAL msandoval@elperiódico.com.gt
“Sintió que su pecho era un colgador metálico lleno de camisas blancas que se secaban al sol. Pronto las camisas se agitarían con el viento y él estaría matando, rompiendo la cadena interminable de odiosos tabúes sociales”. Así describe el novelista japonés Yukio Mishima los momentos que anteceden al primer asesinato que comete su personaje, un niño de trece años. “Trató de encontrar en su interior algo de piedad y sintió que, al igual como se ve una ventana iluminada de un tren, la compasión aleteaba a lo lejos un instante y desaparecía”.
Teresa se parece un poco a ese personaje. Pero ella es real, es guatemalteca y va a pasar el resto de su vida en una cárcel. Porque ha matado. Mejor dicho, porque la han atrapado. La primera vez que se cobró la vida de un ser humano fue hace diez años, cuando ella tenía 16. El corazón le saltaba en el pecho, pero esos saltos, lejos de hacerla dudar, de revisar en la conciencia algo que pudiera detenerla, la hacían caminar con más impulso. Sacó la pistola y le dio por la espalda , “se lo merecía” dice. En Guatemala muere violentamente una media de 15 personas cada día. Vidas que han truncado otros seres humanos. Sabemos mucho de los muertos, pero poco de los asesinos. Adentrarse en sus motivos, en sus impulsos y en sus decisiones es una forma de acercarse a la raíz de la hiedra que carcome al país. Llegar al tumor que provoca el cáncer. ¿Qué lleva a una persona a matar, qué hace que se rompa esa frágil condición que nos separa de las bestias y haga que un ser humano entre en el mundo de los asesinos? ¿Y qué pasa después, cómo se vive cuando se viaja acarreando muertos en la conciencia? Las preguntas se hicieron a reclusos condenados por homicidio y asesinato. El trabajo tomó cerca de un año, porque no es sencillo encontrar gente que esté dispuesta a confesar abiertamente que ha matado. En la mayoría de los casos, los condenados negaban su crimen. Hubo alguno que aseguró que había disparado, pero no creía que la bala hubiera acertado a aquel quien hoy está muerto y bien muerto. “Seguro se murió por otra cosa”, dijo con seriedad escalofriante. Pero algunos hablaron sin tapujos, revelaron –unos con arrepentimiento, otros con completo cinismo– los pormenores de sus crímenes. Son solo ocho las historias aquí recogidas, porque representan a muchas personas, que abarcan todas las edades y los motivos más frecuentes para matar: celos, ebriedad, dinero, poder, miedo, tierras o placer. Los reclusos accedieron a contar su historia con dos condiciones: que no se les tomaran fotografías y que no se publicaran sus nombres reales. Decía Mishima que el asesinato llena el mundo de la misma manera que una grieta abarca un espejo. Nos reflejamos en él, pero la grieta no nos deja vernos. El mismo Mishima optó por la muerte, se suicidó en un acto ritual japonés, el seppuku.
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Despertar
de un mal/buen sueño Casi todos los asesinatos en Guatemala C t tienen progenitores. Son hijos de otro ccrimen, un árbol genealógico de muerttes: es muy frecuente que el que mata lo haga para vengar el asesinato de un ffamiliar o un amigo cercano. Entonces los deudos del nuevo muerto buscarán deshacerse de aquel que mató a su ser d querido. Así nace una cadena de muertes. q Raquel, una de las entrevistadas, mató R a Ratón, el sobrenombre que usaba al un pandillero de su cuadra. El Ratón u eera el culpable –ella está segura– de la muerte de su hermano mayor. Su hermano mayor –la familia del Ratón, h eestá segura– había matado a un primo d Ratón. La cadena se rompería solo del ssi el primer asesino fuera de inmediatto a prisión. Pero no es frecuente que los asesinos vayan presos. “Uno sigue matando porque mira que no pasa nada”, m cconfesó Otilio, un sicario de 28 años. Solo en 2011 hubo 5 mil 681 asesinaS ttos y 519 condenas por ese delito. Hay muchos culpables sueltos, culpables m que si la Policía no atrapa, lo harán los q parientes de sus víctimas. p “Las personas pueden matar por ffactores sociales o personales”, explica Evelyn Rosales de Vondenhuevel, una E ttrabajadora social guatemalteca que labora en Estados Unidos. “Cuando una persona mata por un factor social, u puede ser por delincuencia común, o p bien por pertenecer a un grupo que b ccomete delitos como las pandillas o eel sicariato. Cuando asesina por facttores personales, esto puede incluir ttrastornos mentales como esquizofrenia, bipolaridad o psicosis. También los n ttrastornos de personalidad que tienen que ver más con lo moral como celos, q eenvidia o ira”. ¿Qué se siente al matar? “No se sientte”, responde Carla, y luego elabora más despacio sus ideas: “Es que uno se m queda como dormido y cuando despierta q y mira lo que hizo no lo puede creer. Uno siente que es el fin del mundo”. U Carla mató por venganza, ha sido su C único crimen. Pero hay quienes, como ú
Otilio –que no sabe ponerle número a sus víctimas– se han aco omodado en el nuevo mundo, en el mundo undo de los que matan, sin dificultades. Algunos despiertan de una pesadilla, pero otros de un buen sueño. La psicóloga Ana María Jurado lo explica en términos científicos: “Hay un mecanismo que se llama disociación, quiere decir que la persona pierde conciencia de lo que está sucediendo, hay una amnesia disociativa que hace que muchas veces no recuerde el momento exacto del crimen”. Y Dostoievski lo explica en términos literarios: “Todos los criminales, cualesquiera que sean, experimentan en el momento de cometer su delito una especie de desfallecimiento de la voluntad, del juicio, que son reemplazados por un aturdimiento pueril, precisamente en la hora en que la razón y la prudencia les serían más necesarias”. En este país viven muchas personas que ya no sienten nada al apretar un gatillo. “Un sicario se hace no nace”, comenta Vondenhuevel. “Y como en cualquier otra profesión hay metas que cumplir y escalones que subir. Un sicario suele tener un nivel de conocimiento de lo que está haciendo, y sabe para quién lo hace”, explica. Jurado añade que, aunque puede haber un componente genético, es la relación con la sociedad en la que se desenvuelve la que lo hace explotar: “Hay muchos estudios que afirman que la genética sí tiene que ver, pero el ambiente definitivamente contribuye al desarrollo y a la instalación de una mente criminal. Se han hecho estudios en gemelos criados en ambientes diferentes y se han encontrado rasgos psicopáticos en los dos, lo que demuestra que no es solo el ambiente. La pobreza extrema, una infancia carente de estímulos y de afecto son factores ambientales que pueden influir. Por supuesto la genética puede ser contrarrestada por el ambiente, si ha recibido una buena formación no llegará al asesinato”.
¿Por qué mata la gente en Guatemala? Por muchas razones, las más frecuentes son las acciones de las pandillas y las venganzas. Pero otros motivos suelen ser el dinero, los celos, la ebriedad y “los problemas por tierras” como explica el abogado Rony López, de la Defensa Pública Penal. En la Granja Penal Canadá hay un interno que se ha dedicado a estudiar los crímenes de sus compañeros, a indagar en sus motivos, su observación puede resumirse en que “los de oriente suelen ser crímenes pasionales, se calientan disparan, apuñalan y se acabó. En cambio, la gente de occidente piensa más, planea y lo hace. Los de occidente casi siempre tienen cómplice, y los de oriente van solos”. ¿Por qué entrevistar a asesinos? Primero porque es preciso romper estereotipos, descubrir que no solo aquellos que tuvieron una infancia difícil, que viven en la pobreza o cuyos padres eran alcohólicos pueden convertirse en homicidas. Estudiar a los asesinos lleva a las entrañas de la violencia. La segunda respuesta es una frase que la jurista española Concepción Arenal dijo a finales del siglo XIX: “Odia al delito, pero compadece al delincuente”. Y la tercera la escribió Thomas de Quincey en 1827: “Nuestra simpatía debe estar con el asesino (por supuesto quiero decir una simpatía de entendimiento, una simpatía por la cual penetramos dentro de sus sentimientos, y los entendemos, no una simpatía de piedad o aprobación). En la persona asesinada, toda pelea del pensamiento, todo flujo y reflujo de la pasión y de intención, están sometidos por un pánico irresistible; el miedo al instante de la muerte lo aplasta con su mazo petrificado. Pero en el asesino debe estar latente una gran tormenta de pasión –celos, ambición, venganza, odio– que creará un infierno en él; y dentro de este infierno nosotros miraremos”. Estos son los infiernos personales de algunos guatemaltecos.
En cifras > En Guatemala guardan prisión 1,152 personas condenadas d d por asesinato, 43 de ellas mujeres. Por homicidio hay 1,791 condenados, solo 24 mujeres. En prisión preventiva por asesinato hay actualmente 812 personas sy 667 7 acusadas de homicidio. En las 22 cárceles guatemaltecas viven en total 12,733 reos sentenciados por varios delitos.
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DOMINGO
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Teresa
El tren de la piedad pasó de largo go hace ya mucho tiempo por la vida de Teresa, apenas si paró en su estación unos segundos. Lo hizo, quizá, cuando de niña le perdonó la vida a un pollito que pretendía ahogar en la pila. “Y Yo qu qu uis issie isie i ra arrepentirme”, dice con apareente sincerid dad d: “a “a veces en la noche me pongo a peensar en la mu muje ujjeer que maté, pienso en sus hijos y me imagi g no gi o que ue se quedaron solos y tienen hambre por mii cu ulp paa,, per ero ero eso no me hace sentir mal. Trato o de llor orar or arr, lo o ju urro, o, pero no puedo”. Sus palabras daan la im mprressión ió ón de de que realmente vive un conflicto, dee que su us in nteent ntos ntos os por sentir compasión son genuino os. Genui uiino os pe pero o infructuosos. El pastor evangélico le dijo quee paraa en ntrraarr en el Reino de Dios tenía que ped dir perd rd dón n. “Arrepentirte de verdad. Tienes que llor orrarr, sufrir, sentirte verdaderamente mal cuan an ndo o recuerdes lo que hiciste. Solo cuan ndo haya yaas llllo-rado a mares y hayas pasado noch hes sin dor orrm miir por los remordimientos, se te abrrirán las pu uerrtaas del cielo”. A Teresa esas palabraas se le queed daaro ron gr graraabadas. Creció en la religión católlica y desd de pequ peequ ueña eñ ña tuvo ttu uvvo o miedo del infierno, p pero ese mied do se fue cuan aan ndo o ccon onoc on noc oció ió a un pandillero del que se enamoró ó perdidamente. Él le pid i ió ó una prueba de amor: matar a unaa de sus enemigas. Y ella lo hizo sin dudarlo, no sabe cómo pasó, pero en un pestañeo cambió de dios, el Dios de la Bibliaa dejó de tener sentido para ella y ya solo se dedicó a adorar a un único dios: el Funky, un tipo tatuado de ojos acristalados. Cuando, días después, el pastor le preguntó si había logrado arrepentirse, ella fue sincera: “me acordé de la cara de la mujer que maté. La vi llena de sangre, tirada en el suelo y la verdad …me sentí bien, me sentí orgullosa”. El hombre la vio con la mirada más oscura que ella haya sentido y le aseguró que pasaría la eternidad en el infierno, “vas a vivir calcinada por las llamas, tu sufrimiento no tendrá fin”. Esas palabras, dice, la asustaron más que las que dijo el juez cuando la sentenció a pasar prácticamente el resto de su vida presa. Teresa ha matado a tres personas, las tres a balazos, las tres vidas las arrancó antes dee haber cumplido los treinta años. Eran tres miembros de la mara rival y para ella, haberlos asesinado fue un éxito, prestigio dentro de su nueva familia –su familia anterior, la genéticaa, todavía la visi siita t een n prisión– su crimen fue un triunffo en las nueva vaas reegl glas as sociales que adoptó al entrar en la pand dil i laa. ¿Q ¿Qué ué sintió al matar? “Mucha energíaa”, dice a seccas as, “u as, “uno no se siente mejor cuando lo cueenta, cu uan ando ndo do reg egre resa resa sa con los compañeros y les da deetalles de có cómo mo ccay ayyó o de si pidió que no la mataran, todo eesso” o . Habló durante dos horas de su in nffaancciaa, qu que que había sido perfectamente norm mal, sin in n pad drreeess abuaab buusadores, sin violencia intrafamiliar, dee suss dííaas en en un colegio privado y en un hogar acomod od dado, ad do, o, y de cuando decidió ingresar en una pandiilla lla po ll or amor. De los desteñidos muros de la cáárc rcel ell pendían ajados adornos navid deños. Y su u mayor preocupación, a los poco os minu uto tos os de terminar lo que había sido una confeesión laica, con sus ojos negros de mirad adaa infantil, clavados en el espacio, era: “¿ustteed d cree que exista el infierno?”.
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Otilio
Antes de salir, Otilio Esaú Ro Romero cerraba los ojos y elevaba una oración: “Dios, Padre, qu uítame a los policías del camino, hacé que regrese sano a mi caasa, cuidá a mis hommies, dame fu ueerrzaa”. Y Dios, asegura él, lo aacompañaba cuando iba a matar, lo pro lo rote oteegí gía y llee permitía una huida h siempre expedita. Por eso pu p udo do ded edic icar ic arssee al sicariato sin s problemas durante más de una déca un dééca cada da. E Ell primer asesiinato lo cometió cuando recién ccu ump mpli mpli lió ca catto orc rce añ a os, un aamigo le había hecho un regalo eesspe p cial cial ci al: un al: una na nu uev e e milímeetros negra. “Esa fue mi primera pist pi sto olla” la” a” dir irá d do oce años después, en medio de los árboles que qu ue daan so somb mbra b en n una cáárcel de la costa, “al final ya me pare pare pa recí cía dee jug ugue gu te. Llegu ué a tener una Ceska Zbrojovka y un una M M116” 6”. Llenó la tollva con 35 balas y se la guardó entr en tre eell paan tre nta t lón y la caamisa. No tuvo que ir muy lejos, el tip el po qu que bu busc s aba estaaba a unas cuantas cuadras. Sacó el arm el rma y pu puso u fuerzaa sobre el gatillo, sonó una vez, dos vece dos do vveeceess,, tre r s vecess y entonces no pudo parar, el ruid ru uid ido ssee multiplicó ttanto que sus oídos se ensordecier ci ier eron eron on Mi on. M nutos máás tarde descubrió que su dedo sseegu guía í presionando o pero que ya no salían balas: las hab ha habí bíía d diisparado tod das. El hombre al que mató era eell vio i la lado d r y asesino de su hermana menor. Fue su p iim pr mer er cri r meen y le gustó. Máás tarde mató a un vecino que le mo oleessttab ba. Después a un policía y luego a algún pandillero que hostigaba a su familia. “E En la calle fui un poco rebelde”, dice con media sonrisa, sus ojos son verdes y recuerdan el camuflaje de los soldados. “Lo que pasa es que la ley lo molesta a uno, a veces uno está en una esquina y solo por el vestuario lo comienzan a molestar”, se justifica. Los días posteriores al primer asesinato su vida cambió. Cerraba los ojos y sentía que tenía enfrente al hombre al que había dado muerte. Lamentaba haber matado, hasta que un día tomó una decisión: “Si ya me metí en eso, en eso me voy a quedar”. Fue el punto de partida para una cantidad de asesinatos que ya no sabe contar. “Depende cómo era el coco así se cobraba”, cuenta. “Si se sabe que el hombre va armado eso va a costar más, porque uno se está arriesgando”. Entró en la pandilla y vio de cerca cómo muchos de sus amigos –sus nuevos hermanos– caían muertos, eso le hizo arder de furia. “A A veces h hasta me reviraba la sangre de mi amigo en la cara y era duro o, y ¿cómo se desahoga uno de eso? Solo haciendo lo mismo”,, reflexiona. Ante la pregunta ¿qué se siente matar? Otilio ttiene una sola respuesta: no siente nad nada na daa. “Si ya lo hiciste, ya lo hiciste, no hay vuelta”. S arrepiente desde Se d luego, si tuviera uviera la oportunidad de emp de m ezar de nu uevo lo haría to odo distinto. “Si no hubi hu bierra he h cho maaldades ahora podría ver crecer a mis ttrreess hijjos. El m mi mundo es pequeeño aquí, y no est stoyy con las con co laas pe personas que amo. Dicen que es suerte, perro en ver en erda erda dad yyo dad o creeo que ess misericordia d de Dios quee yo o estéé viv es ivo” o” refl o” efleexi x ona mien ntras mira de reeojo el caamp po de fú de úttbo bol ce cerc errccan a o, los otro os reclusos han n empeezaado oa prepar prep pr eparar ep ararse ar arrse se paarra un partido o. “Es difícil vivirr así, cuaalq quiier er s re si rena rena na y uno no se as a usta, pieensa dónde va a escond nd derr lass arm ar maass,, ssee im imag agina que yaa vienen por un no. No ess unaa buen bu na vviid daa”. ”. Sii alggu S un na ve v z sale –tien ne dos condenas de 25 5 añ ño os ccaada da una na y cu uaatro juicios aabiertos– está sseguro o dee que ue bu b u usc sccar ará u ará un n eempleo y se allejará de las arm mas. La peelo lota ta emp em peezó ó a rod odar afuera y él é instintivameente see le leva vaan ntta, a, “per “p erd do one n , me voy, es que si quiere que le cu uente de caadaa uno no de los qu lo q e he he matado nos vamos a estar aqu uí un bu uen n rat ato o””.
Carmela
El ruido de las sirenas le dijo que había llegado su hora. Tuvo todo un año de suerte, pero las buenas rachas se acaban. Algún familiar le aconsejó que saltara por el jardín trasero de la casa y huyera, pero ella prefirió abrirle la puerta a la Policía: no quería una vida de fugitiva. La fiscal se asombró de que fuera la propia sospechosa la que los recibiera y que además confesara todo de inmediato. “Solo le pido una cosa”, le dijo, “déjeme irme en mi carro, no soportaría que los vecinos me vean esposada en una patrulla”. La fiscal accedió con una condición: manejaría un policía y otro iría en el asiento trasero. Carmela se quitó las joyas, se puso un pantalón de algodón, una camisa de franela y unos tenis. Su empleada doméstica le preparó un maletín con ropa limpia para varios días. Eso fue hace diez años, lleva la tercera parte de su condena viviendo en prisión. “Yo nunca hice nada malo, siempre fui honesta, cuidé a mis hijos, fui una buena madre”, dice mientras cruza los dedos sobre las piernas, sus manos son ásperas y sus uñas están gastadas y sucias, solo un anillo de oro que brilla en el índice recuerda que fue una ama de casa elegante, “si estoy aquí es por culpa de mi marido”. Su vida era normal hasta que empezaron a llegarle rumores, habían visto a su esposo con otra mujer. Ella se puso en alerta: revisó sus llamadas, sus correos, sus horarios. Pero no halló ninguna prueba acusatoria. Sin embargo las voces no cesaban: les habían visto entrar en un hotel, en algún balneario, salir del cine tomados de la mano. Carmela lo seguía, pero él sabía siempre jugarle la vuelta. Más tarde la gente le contó quién era la amante: una vecina v que recién era mayor de edad d. Carmela pensó entonces que lo más seensato sería h bllar ha a con los padres de laa niña, para que el qu que ello llo los llaa cas a tigaran. Perro la madre no fue no ue nada ada rreeceptiva, ofendida le dijo ad que su qu su hij i a ja j más sald dría con un vviiej ejo co c mo su maarido, “usted eess vie i jaa y fea po or eso está con co nél,,pero mi muchachittaa es di d stinta””, concluyó
la frase con un portazo. Carmela no consiguió paz, sentía que 16 años de matrimonio se esfumaban como quien sopla una semilla voladora. Los rumores fueron, poco a poco, tomando forma de certezas. Su marido le era infiel, lo que es peor, la amante estaba embarazada. La tarde que empezó todo Carmela iba a lavar los pantalones de su esposo, está vez no estaba espiaando, fue una completa casualidad que hallara una cédula. Era una cédu ula nueva, con un na fo foto oto o reciente y en n las últimas páági gina nas una anotació ón que hizo zo o que ue las as piernas dejarran de sos ossteene nerl rla. rla. a. Su esposo se hab bía vuellto o a cas asar ar, es esta ta vez con una niña dee 18 8 años. ño os. s. Carmela en ntró en n cólleerraa,, p per eerro no no pensó en envvenenarlo lo, en en ech char harrlo lo de la casa, en n dem man ndaarrllo por po p or bigamia, penssó en ar arra raasttra rar po por por el pelo a la mujer quee deesstr truy ruy uyó su familia. Fu ue a bu usccarrla la y een n la puerta se to opó con n laa maad dre, re, re hubo gritos, in nsultoss y un n alb bo o-roto que hizo que el padre ad dre re de la la muchacha salliera con laapi pist pi sto st stol olllaa en la mano. Cu uando Carrmeelaa lo vio se le abalaanzó y for orrce ceje jjeeó ha hasstta hast que se apoderró del gatil iilllo o: di diisp sp paró arró un una vez y la bala le rozó la cab ab bezzaa,, dis ispa paró ró una segundaa vez y el tiro dio justto en en mitad de los ojos del hombre. Había matado al paadre de la nueva esposa de su esposo. o. Hoy vive recluida, pasa los días limpiando frijoles y añorando los días en que servía el desayuno a sus tres hijos. Dieciséis años de matrimonio que terminaron mal. Ahora su exesposo vive feliz con su chica joven y sus dos nuevos hijos en una casa grande y lleena de vida. Ella vivió los últimos año os regurgitando su cólera en un cuartto minúsculo o de un unaa pr priiisión. Pero eso ya pasó ó. Ap prreend ndió óa perdonar y a arrepe peen nttiirrse se. “N se. No sé sé por qué no lo dejé assíí”,, diiccee,, “mis mis mi hijos, mis amigoss mee dec ecían ían ía que lo dejarra que mee fue uera ra, que no hicc iera n ad d aa,, pero yo no pude, no podía con ell odio qu ue le tenía”.
Lauro
“Mire… la verdad es que él me andaba coqueando desde hacía rato”. Lauro evade la mirada y se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano, “me había pegado ya varias veces, me insultaba, desde que éramos güiros me molestaba mucho”, una pequeña gota de sudor en la punta de su nariz intenta caer, “a veces nos llevábamos bien, pero casi siempre había bronca”, las palabras le salen a medias, como si las pensara demasiado antes de pronunciarlas, “yo creo que la culpa también era de mi mamá porque ella nos obligaba a estar jun juntos, aunque nos odiábamos. Me decía: es tu primo lo ten nés que querer”, la gota por fin se desprende de su nariz y lle cae en el labio de abajo, él la so orb r e lentamente, “pero no n nos pudimos querer y bueno… laa ver erd daad d,, nos os agarramos a trancazos”. Laaur L aur uro o ti tien tien ene ne 25 años y una ssonrisa perfectamente alineada, sus di su dien ente tes b bllan lancos an n recuerd dan un cuchillo recién afilado. Llev Ll eva llaa cab abez bez eza ccaalv l a y una ccamiseta de algodón que debe seer u un nass tre res o cu uatro talllas más grande. El crimen lo com co come meeti tió cu cuando reciéén cumplía los 20 años, mató al ho al om mbr b e que le aacosó toda la infancia. “Tenía tant tant ta n a ir i a adentrro”, ese hombre era su primo. Fueerron Fu Fuer o juntos aal colegio, a la secundaria y por azaarres del destiino terminaron trabajando en az el missmo el m sitio. Allí A Lauro seguía sufriendo los aab bussos o de su am migo. “Sus bromas eran darme un u na bo bofe f tada cu uando yo estaba hablando con una pa una un p toja que m me gustaba, escupirme en la cara, esccu es upi p r mi comid da, gritarme gordo de mierda en la cal la allee, co cosa sas así”. Lauro see dejaba, sin rechistar. Trataba de reí de eírse rse y d rs dee hac a erse el quee no sentía nada, pero un día la bro br om ma see passó de la raya. El primo le dijo al jefe que Lauro habí ha bía ro r baado d y cuando le abrrieron la mochila encontraron allí un fa al f jo de billetes. Laurro se quedó sin empleo, en la familia lo tachaban de ladró ón y hasta su propia madre le negó la palabra ese día. Así q que Lauro decidió ir a beber y alcoholizarse hasta que se lle olvidara todo. El problema fue que no se le olvidó. Por el contrario la cólera y la ira llegaron con más saña, así que volvió a su casa, buscó un cuchillo y fue a hacerle una visita sorpresa a su primo. Se lo clavó en el pecho, en el estómago y en el cuello. No murió en ese momento, sino días después en el intensivo de un hospital. “Se me juntó el rencor con la borrachera”,, reflexiona, “yo no pensé que iba a llegar a borrachera matarlo, lo juro, no voy a d decir que no sentía ganas, pero nunca creí que yo fuera cap paz de matar a mi primo”. Lauro no n o rec e uerda el momento exacto e en que clavó el cuchillo, nii la rreeaaccci n ción ó de su víctim ma, ni como la sangre brotaba de su ccu de ueerrpo po. No vio nadaa de eso. Fue como si durmiera y de desp sper erta tara ra con un cuchiillo ensangrentado en la mano. Qu uiz izá fu izá fue ue eell alccoh ohol, quizáá fue ese nublarse del juicio del que ha qu que haabl bla bl la Dost Do D ost stoi o evvski. “Po or su puesto que estoy arrepentido ti do”, ”, dic ice y la la preegunta le parece casi un insulto, “¿cómo no voyy a est no staarrllo star o? Si arruinéé mi vida. Mis tíos no me pueden ver, ve ver r, mi ma mamá mamá má ha venido m muy poco a verme y cuando está aquí aquí aq uí sie siemp iemp ie mprree lllo o me ab ora, braza con miedo, como si yo ya no fue no uera uera ra su h hiijo jo. A veces crreo que ya no soy su hijo, a veces crreo cr eo que eo ue no sso oy yo y ”.
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Carla
Las manos le temblaban tanto que soltó sin querer el cuchillo de cacha de madera. “Ya estuvo bueno Carla, vámonos” escuchó decir a su amiga, pero las palabras le llegaban retrasadas, hacía ya varios minutos que se lo habían dicho, cuando se negaba a dejar de atacar el cuerpo del hombre que asesinó a su hermano. “Carla, viva pues, nos vamos”, le repitió y acto seguido le zarandeó por los hombros hasta que pareció avivarse. Carla bajó la vista y se topó con un hombre retorciéndose en el asiento de un desvencijado camión. “Dios mío qué hice” pensó, pero fueron solo unos segundo de confusión, después corrió al volante y arrancó. “Te vas despacio, no hagas muladas” le gritó la amiga. Llevaba planeando el asesinato desde hacía más de cinco meses. Todo estaba estudiado, y en términos generales había salido bien, nadie les vio, y no olvidó recoger el cuchillo con que apuñaló –83 veces, se enteró después– al pandillero que según ellas había cometido una docena de crímenes, entre ellos violar niñas y asesinar de dos disparos al hermano de Carla. Ya no recuerda muy bien en qué iba pensando mientras conducía, pero seguro que la imagen de su hijo recién nacido se le cruzó por algún momento. Cometió su único crimen pocos meses después de dar a luz. “El Monkeyy merecía morir”, dice sentada en un raído sillón de la oficina de la directora del correccional. Carla tiene 28 años, tres hijos y casi la mitad de su vida la ha pasado en prisión. Aquella noche, cuando mató a sangre fría a un pandillero, un retén de policía en mitad del camino cambió los planes, no pudo huir y la sentencia fue de 20 años de prisión inconmutables. Lleva una década y aunque su conducta ha sido buena, no habrá reducción de condena. “Matar se siente…” duda unos minutos antes de completar la frase, “es algo que se siente nada más” dice, pero después intenta armar las palabras: “se siente como si estuvieras fuera de ti mismo. Cuando le di la primera puñalada me desconecté de mí misma, seguí clavando pero era mi mano la que se movía sola, yo sentía un calor muy fuerte y no podía hacer nada para controlar mi mano. Cuando, al día siguiente leí en el diario que le había dado 83 puñaladas no lo podía creer, nunca pensé que hubieran sido tantas”. Carla no está arrepentida. Más que vengar la muerte de su hermano, matar al Monkey fue un acto necesario para evitar más muertes, asegura. En n prisión ha recibido terapia y eso le ha ayudado a comprend der por qué hizo o lo l que hizo. “Yo nunca pensé que iba a ser capaz dee mat atar ar” asegura, “pero ahora sé que ten nía mucha raabiia q qu ue no supe sacar de otra manera”. Carla cre reeciió en reci n una na zona marginal donde las maras gobernab ab aban ban n y de ni niña ña sufrió el abuso sexual de una paandilla com mpl plet ettaaa.. La violación fue tan severa que tuvvo quee pa pasa saar vaarriios os días en el hospital. La psicólogaa le ha diich cho ho qu ue al al apuñalar al marero estaba liberaando ira irra gu uarda arrdada daada da desde hacía mucho, por eso se ensañó ó tan nto to co on n la víctima. Carla se ha adaptado a su vid id da en n recclu lusi lusi sión ón, trabaja haciendo tortillas y con n frecu uen enci nci cia ha habla blla co b con Dios. “Le digo que me perdone y que me me com mp prren enda da”. ”. Su momento de mayor felicidad d es cuaand do le le lleevvaan a su niño y en sile silencio le pide perrdón a él taamb bié ién. én n..
Germán
“Lo primero que quiero decir es que yo tengo la conciencia tranquila” las palabras de Germán suenan fuertes, como si quisiera que los demás comensales se enteraran de que es un hombre digno, “si uno tuvo que mancharse las manos de sangre fue porque quería defender a su patria, porque era su deber, su trabajo”. Las palabras Patria y Deber suenan más fuertes incluso, estamos en un pequeño café de la zona uno, es sábado y el frío empieza a sentirse en la espalda. Tiene 63 años pero parece mayor, le falta un diente entre los dos colmillos y su pelo se ha encanecido por completo. Luego baja la voz y empieza a relatar cómo su entrenamiento en el Ejército le preparó para el momento decisivo: el día en que debería disparar su arma contra otro ser humano. “No es lo mismo dispararle a un monigote que a un hombre” reflexiona “hasta las balas suenan distinto”. Entró al Ejército por voluntad propia. A diferencia de la mayoría de sus vecinos que en los años ochenta eran arrastrados a las fuerzas armadas, él se ofreció al comisionado. Fueron días duros, dormir y comer poco, sudar mucho. “En ese entonces teníamos un lema: guerrillero visto, guerrillero muerto”. La primera vez que vio a un guerrillero –más bien creyó haberlo visto– fue un día en la montaña, cuando la maleza se movió con fuerza. No dudó en disparar contra las plantas que se agitaban y tras unos segundos de confusión un compañero gritó que habían acertado. Tres bajas, ese fue el saldo. Pero como muchos de sus colegas dispararon también él no podía estar seguro de que fueron sus balas las que quitaron la vida a aquellos tres cuerpos. De momento seguía invicto. Pero duró poco, días después hubo otro combate y tuvo frente a frente a un guerrillero. Disparó. Y entonces ya no fue el mismo. “Sentí miedo, mucho miedo y no le podía decir a nadie que me sentía mal, porque me iban a decir cobarde”. Así pasó sus días en soledad, grabándose en la cabeza que había hecho “lo que tenía que hacer”. Es el único hombre que lleva en la conciencia. No había pasado un mes de eso cuando tuvo un accidente en la base militar y le dieron de baja. Volvió a su pueblo, confundido. “Luego a mí me hablaron de que el Ejército había hecho cosas malas, masacres Y entre veces masacres. ces yo no sabía si éramos los buenos o los malos”. Quiizá por su propia tranquilidad llegó a la conclusión de que eran los buenos, yq qu ue su trabajo fue, al finall de cueen cu nta t s, un deeber para la p paatria trriaa. Lo dicce, Lo e pero o da la imprreessió ón que no que qu no se lo l crree. ¿Qué ¿Q Qu uéé s e si s en n te al mata maa taa rr?? “Miieedo “M do, pr do, priim mero o porq quee uno o sabe sabe sa be que quee pu ueede d serr uno el mu uer err-to y no el el otr tro. o. Hay a posibilid dad des es de que ambo qu ambos am bos ccaaiiggam bo a os”” confi fiesa sa,, en n sus us palabr pala pa lab la brras ras as hay ay un dejo o de tris issteezzaa quee disf di sfrraazzaa con n la conviicción n del traaba bajo jo biien b en seerrvviid do o.
DOMINGO 22 DE ENERO DE 2012 GUATEMALA
Carlos
A Carlos le cuesta hablar. Si no tuviera el cuerpo completamente tatuado cualquiera pensaría que es un niño perdido. Lleva una camiseta blanca que con grandes letras azules dice: “Soy un ángel”. Está tan desgastada que trasluce su pecho lleno de marcas, su espalda con el símbolo de una pandilla y sus costillas co o apenas resguardadas por una fina capa de carne. fin La primera vez que mató tenía once años y el crimen sería su visa para entrar en la mara. La pandilla le exigió que asesinara a un hombre mucho más grande que él, si lo lograba recibiría protección y le tatuarían el brazo en señal de su valentía. Le temblaban las piernas. Salió de casa sin decirle nada a sus padres y pasó recogiendo la pistola que uno de los mareros le iba a prestar. Su víctima
caminaba tran nquila, siin im maggin inar ar qu uee el niño que le seguía teeníía un n arma. rm ma. a. “Y le disparé”, asíí lo resu umee to od do. do o.. No llee atraparon esa veez, sino nu ueevve aañ ños os más tarde y po or un muert ueertto qu ue no era suyo, seegún aseegu uraa. “Matar da mieedo… laapr prrim mer era ve vez” z” explica. Su histo oria se reepi pite tee en ci cien cien ento tos de rostros jóvvenes: ni niño iño ños os de de hog ogar areess ares disfuncionalees, hijoss dee aalc lccohól oh hól ólic ólic ico icos oss que terminaro on en lo os brrazzos os//ggar gaarrra ras as de una pandillla. Carlo os ha habl blla ap apen enas as, se lleva los braazos al cue u lllo y re ue resp pir ira hondo, sus piees están co olgan lggan ando do de la la silla, “uno tienee que mataar po orq rque ue ssii no no lo matan a uno o. Si uno se quie qu uieeree ir no no hay para dond de” dice y bajja laa miirrad daa,, no soporta otrras pupilas fre r ntte a llaas suyas, como sii sintiera que otros oj o os o podrían lastim marle.
Casimiro A Casimiro le empezó a ir muy bien en los negocios. Parecía que venía una buena racha, sus ventas subieron, logró comprarse un picop y de un día para otro se volvió la envidia de los vecinos de un empobrecido barrio de Zacapa. Los primeros en ver con celos la nueva fortuna fueron los parientes pobres, un tío y primo de Casimiro que atribuían su suerte a un terreno que heredó de su madre. El tío nunca estuvo satisfecho con esa herencia, el terreno había sido, en principio, de su padre, y por alguna razón cayó en las manos de su hermana mayor, la madre de Casimiro. Para él lo lógico era que al morir la hermana las tierras se le legaran a él. Pero no fue así, el testamento dejó muy claro que la propiedad sería para Casimiro. “Antes no habían dicho nada” cuenta Casimiro, está en prisión, lleva la camisa a cuadros desabotonada y uno de sus ojos siempre mira en dirección contraria al otro. “Fue hasta que me vieron con dinero que me empezaron a seguir, a pedirme que me fuera del pueblo, que les dejara el negocio a ellos”, desde luego Casimiro no hizo nada de eso. Por el contrario aprovechaba cualquier ocasión para pasearse con la cadena de oro al cuello y las botas nuevas por enfrente de sus familiares. Hasta que una tarde calurosa lo emboscaron. Le estaban esperando agazapados tras una esquina, cada uno con su machete en la mano. Sorprendieron a Casimiro, pero él
también los sorprendió a ellos: llevaba machete y un odio profundo dentro. De ese día le quedaron tres marcas indelebles en el cuerpo: una grieta carnosa que sobresale de un antebrazo, un surco que le corta la cabellera por encima de la oreja y una desviación total del ojo izquierdo. Alzó su arma y los tres se batieron en un duelo como de caballeros medievales, pero a lo tropical, con machetes y un sol calcinante encima. Su tío y su primo murieron y Casimiro se sentó al lado de los cuerpos, como un samurái victorioso, y esperó. La Policía se tardó en llegar pero llegó. Y ese fue el principio de los próximos cincuenta años de su vida. Medio siglo en reclusión, del que apenas lleva un tercio. ¿Qué se siente matar? Casimiro no tiene una respuesta. Los bomberos lo llevaron a un hospital y hasta al día siguiente empezó a recobrar algunas imágenes del asesinato, imágenes que le parecían tan ficticias como las de la película doblada al español que pasaban en el canal local. “¿Para qué arrepentirme?” dice “si lo hecho, hecho está. Estoy aquí por doble homicidio y no lo niego y supongo que si las cosas volvieran a pasar volverían a ser iguales porque uno, no importa lo que pase, siempre va a luchar por su vida”. Peleó por su vida y ganó, dice, aunque no está tan seguro… ganó su vida, pero la perdió y pierde a diario entre barrotes.
19 reportaje
LA MORAL
DEL ASESINO O La escala de calificación de la moralidad creada por el psicólogo estadounidense Lawrence Kohlberg, es una de las más empleadas en el mundo y divide los estados morales del ser humano en tres: moral preconvencional, convencional y posconvencional. En la primera etapa las personas suelen obedecer las normas únicamente por el temor al castigo, no comprenden por qué está mal atentar contra las leyes y solo son capaces de diferenciar lo malo y lo bueno porque lo malo les hace daño a sí mismos: van a la cárcel y pierden el respeto de su entorno. En la segunda etapa saben que es preciso cumplir las reglas para que la sociedad pueda funcionar, que hacen daño a otros o alteran el orden de la comunidad si infringen la ley, para las personas en este estadio todo lo que la ley prohíbe es malo y no debería cometerse. La tercera etapa corresponde al ser humano cuando es capaz de discernir lo que es justo, de acuerdo con sus propias convicciones, así pueden pensar, por ejemplo, que el matrimonio de homosexuales no es malo aunque la ley lo prohíba. Kohlberg descubrió que la mayoría de niños se hallaba en la primera etapa y que solo a los doce años pasaban a la segunda, pero muy pocos llegaban a la tercera. Su estudio –de ámbito internacional– concluyó que solo una mínima parte de los adultos se encontraba en la tercera etapa. En las personas que hemos eentrevistado se manifestaba básicamente la primera etapa. Otilio, un sicario, aseguró que estaba arrepentido por lo que había hecho, pero al preguntarle por qué, respondió: “por haber matado ahora estoy preso y no puedo estar cerca de mis hijos”. Es decir, su moralidad responde únicamente al castigo, al daño que se causó a sí mismo. No se arrepiente porque hizo daño a otras personas, sino porque ahora no puede tener lo que él quiere. Lo mismo sucedió con la mayoría de reclusos. Salvo Teresa, que no muestra ningún arrepentimiento y su conducta es tan extraña que no cabría encasillarla en el esquema de Kohlberg.