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Lecturas de fin de año editorLuis Aceituno | diseñoAmilcar E. Rodas
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DOMINGO 15 DE DICIEMBRE DE 2013 GUATEMALA
POR VÍCTOR MUÑOZ
La lealtad de los amigos
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ecuerdo a Don Anselmo con su chumpa oscura, los zapatos bien lustrados y la camisa limpia. Llegaba puntual a la oficina, entregaba los cheques y el efectivo, preguntaba por las cobranzas del día, revisaba los documentos, se subía a su moto y hasta mañana. Todos los días la misma rutina, año tras año, como si fuera una máquina perfectamente programada para hacer siempre lo mismo. Ya estaba viejo pero se le veía la buena salud. Era amable pero seco. Hablaba solo lo indispensable. De aquel tipo de gente que da la apariencia de que no confía en nadie y prefiere guardar las distancias. Fue Estela quien me contó que en su juventud había trabajado como carcelero en la Penitenciaría Nacional. -Ahí donde lo ve, como que no matara una mosca pero fue muy cruel con los reos, pero todo lo que hizo lo va a tener que pagar. Uno se viene enterando de la vida de los demás aunque no quiera. Y todo por el prurito ese de la gente de andar escarbando la vida de sus semejantes; aunque debo aclarar que en este caso, Estela tenía sus razones para opinar de la forma como lo hacía. Decía mi abuela que lo mejor era no andarse metiendo en chismes ni en habladurías. Y también decía que lo mejor era vivir la vida y dejar que la gente la viviera como creyera conveniente. Don Anselmo tenía una BMW de un cilindro. Una belleza de moto. Cuando me aparecí con mi Suzuki de 100 cc. se la quedó mirando con curiosidad. -Está bonita, pero eso sí –me dijo-, tenga mucho cuidado porque las motos son peligrosas. Le agradecí la recomendación y para-
mos hablando de motocicletas un buen rato. Me contó cuándo había comprado la suya, cuánto le había costado y hasta me habló de los lugares donde había ido a pasear. -¿Y este don Anselmo tiene mujer? –le pregunté un día a Estela. -No –me respondió. –Ese señor es raro. Y siguió en lo que estaba, dándome a entender que el tema había quedado suficientemente discutido, o que no deseaba tocarlo. A raíz de lo de la compra de mi Suzuki me tomó cierta confianza. En cuanto había oportunidad me buscaba y terminábamos platicando de las motos. Un día llegué a estar convencido de que con ese hombre solitario nunca se podría conversar de nada que no fuera de motocicletas. Conforme fue pasando el tiempo nuestra amistad se afianzó. -Cuando yo trabajaba en presidios –me dijo en cierta ocasión- tenía a mi cargo una Zundapp. Esas sí eran motos de verdad. Duraban toda la vida. Eran alemanas. No me interesé por lo que pensara de mi Suzuki ni en la Zundapp, sino más bien por lo que dijo: que había trabajado en la cárcel. -¿Usted trabajó en presidios? –le pregunté, haciéndome el sorprendido. Fue como destapar un dique. Tratándose de un hombre solitario y tan encerrado en su silencio, me imagino que el haber encontrado a alguien que le prestara atención fue motivo para la confianza. Me respondió que sí. -Ahí estaba yo cuando entró la liberación. Era divertido ver a los presos políticos entrar a la cárcel. Iban asustados y pálidos. Lo primero que pedían era ir al baño. Los dejábamos ir. ¿Sabe una cosa? no hay mierda que apeste tanto como la mierda de la gente asustada. Algunos se ponían a llorar, otros solo se mantenían callados, pero bien se les
veía la preocupación. Nosotros teníamos órdenes de tratarlos duro. -¿Y usted los trataba duro? -Mire, uno tiene que cumplir órdenes. Es algo así como estar en el ejército, en que las órdenes no se discuten sino se ejecutan. Al decir esto último se me quedó mirando fijo y de pronto descubrí en su cara una mueca como de perversa satisfacción. Luego se le salió una sonrisa un poco siniestra que me hizo sentir mal. -¿Y qué era lo que más le gustaba de su trabajo? Le hice la pregunta porque no se me ocurrió nada más que decir; tal vez por salir de la incomodidad. Se quedó un momento meditando y luego suspiró, como jalando aire para salir de un mal paso. -La verdad es que no era un trabajo agradable. Imagínese nada más, uno tenía poder sobre la gente que caía presa. Es una cosa extraña, difícil de explicar pero así es. Uno no era nadie y hasta podía golpear a señores bien elegantes, licenciados o doctores a los que en la calle uno los miraba con respeto, pero ahí no eran nada. Había gente que trataba de quedar bien con uno y hasta lo saludaban bien humilditos, pero habían otros que se lo quedaban mirando a uno como con odio. Yo los dejaba estar, pero en cuanto había ocasión les enseñaba quién era el que mandaba ahí. Otra cosa era lo de las mujeres. Fíjese que sin que uno les anduviera pidiendo nada, ellas solitas se iban a ofrecer. Algunas veces para que uno les hiciera algún favor, por ejemplo llevarles comida o dinero a sus presos, pero otras por el simple hecho de que uno tenía una posición de mando, y a las mujeres como que eso les gusta. En los días de descanso siempre me llevaba en la moto a alguna. Nunca me faltaron las mujeres. Una tarde de calor cerrado en que hasta el aire se había quedado quieto,
nos pusimos a platicar con Estela. Me contó de su soltería definitiva, de sus esfuerzos por cuidar a su madre y del trabajo. Sin querer llevar por ese lado la plática, sino por mera casualidad, o tal vez porque no había otro tema, paramos hablando de don Anselmo. -¿Alguna vez ha escuchado eso que dice la gente de que uno paga aquí en la tierra sus pecados? -me preguntó. Le respondí que sí. -¿Por qué? –quise saber. -Porque si es cierto eso de que aquí se pagan las deudas, ese su amigo don Anselmo va a tener que pagar mucho. No dejé de sentir cierta incomodidad al escucharla referirse a él como mi amigo; sin embargo, me entró cierta morbosa curiosidad por saber por qué decía eso. -Porque fue muy malo –me respondió. -Disfrutaba mucho viendo el sufrimiento de la gente. Mi papá fue preso político y me contaba de sus crueldades. Que era un hombre insensible. Que era el primero en golpear a los recién llegados. También me contaba que todos los carceleros tenían unos tubos de hule con los que infringían los castigos. Y ahora ahí lo ve usted, encaramado en su moto haciendo los cobros, sin meterse con nadie, pero cuando menos se lo piense le va a venir el sufrimiento. Comprendí que mi amistad con él, si bien es cierto no me resultaba beneficiosa, tampoco me hacía daño. Siempre platicábamos de las motos y siempre me daba consejos al respecto del cuidado y rendimiento de la mía; y siempre también, me recomendaba que tuviera cuidado por el peligro al que uno queda expuesto. Si hizo lo que Estela decía que hizo, pues allá él y su conciencia; sin embargo, a raíz de nuestras conversaciones fui llegando a la conclusión de que se trataba de un hombre bastante insensible y tal vez hasta sádico. No sé cómo explicarlo,
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pero a veces hacía observaciones en las que uno podía ver que en el fondo experimentaba algún disfrute ante el sufrimiento de los demás. A raíz de una mejor propuesta de trabajo me retiré de la empresa. Me despedí de Estela y de mis compañeros, pero cuando me despedí de don Anselmo pude descubrir en su mirada un dejo de tristeza. -Ojalá que le vaya bien. En la vida cuesta mucho encontrar verdaderos amigos y yo he llegado a apreciar mucho su amistad. Le di las gracias y me sentí un poco extraño, pero al mismo tiempo experimenté una sensación rara; como si de pronto me hubiera librado de una atadura incómoda. Y es que él no tenía amigos en la empresa. Se trataba de un hombre huraño que había llegado a la vejez y que nunca soltaba prenda. Se limitaba a dar los buenos días y a efectuar su trabajo. Muy pronto mis nuevas atribuciones me hicieron ir tras nuevos intereses y fui haciendo nuevas amistades. Cuando algunas veces, durante las conversaciones con los amigos o los familiares tocábamos el tema ese del pago que se debe hacer por las maldades que uno comete en la vida, de inmediato me recordaba de Estela y de don Anselmo, y aun cuando nunca llegábamos a nada, porque la verdad es que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que va a pasar o bajo qué circunstancias uno tendrá que enfrentar el final de la vida, el tema daba para largo. Un día me llamó Estela avisándome de la muerte de don Anselmo. -¿Va a ir a la funeraria donde lo están velando? -quiso saber. -¿Y usted? –le pregunté, a manera de respuesta. Me respondió con un “no” tajante; entonces le expliqué que yo tampoco iría, ya que aparte de conocerlo a él, no conocía a nadie de su familia. -Es que él no tenía familia –me aclaró. -Solo una hermana, que fue la que vino a avisar. Vino preguntando por usted porque dice que don Anselmo siempre le hablaba mucho de usted como del único amigo que había tenido en la empresa. Tal cosa me hizo sentir en cierta forma comprometido, por lo que decidí acudir a la funeraria. Aparte de la hermana, a quien no conocía, pero que en cuanto me vio llegar me saludó muy amablemente y hasta sabía mi nombre, solo había tres deudos más. Aun cuando había decidido hacer una visita rápida, al ver lo desolada que
se encontraba la capilla me quedé hasta la media noche. La señora me contó que los últimos días de don Anselmo habían sido muy tristes. Que lo había atacado una enfermedad extraña que ningún médico había podido diagnosticar, pero que lo había postrado en cama durante más de un año. Que se había comenzado a podrir debido a las llagas y que los doctores que lo atendieron no se explicaban cómo pudo resistir tanto tiempo. -Sufrió mucho mi pobre hermano, viera. El último año fue una tortura. Miraba gente por todos lados y se ponía a gritar que lo dejaran en paz. Le entraba una como locura y después se ponía a llorar. Lo que yo le pedía a Dios era que lo recogiera para que descansara, pero le costó mucho morirse. ¿Y sabe qué es lo peor?, que nunca perdió el conocimiento. Así de malo como estaba, que como le cuento ya estaba todo podrido el pobre, se daba cuenta de todo. Yo le preguntaba si deseaba algo y solo se me quedaba mirando y se ponía a llorar. -Lo que sí te voy a agradecer –dice que le dijo un día antes de morir- es que no le vayás a andar diciendo a la gente que estuve postrado en cama. Vos solo decí que me acosté a dormir y ya no me levanté. De inmediato recordé lo que decía Estela al respecto del pago de los pecados; sin embargo, quise creer que lo que ella afirmaba no era cierto. Tal vez por una extraña lealtad a mi amigo, o por mis convicciones religiosas, no sé. -Tiene una llamada –me dijo la secretaria bien temprano al día siguiente. Se trataba de Estela. -¿Fue al velorio de don Anselmo? Le respondí que sí. -¿Y al fin de qué se murió? -quiso saber. Me tomó tan de sorpresa su pregunta que me sentí confundido. Luego de dos o tres segundos, y cuando hube aclarado mis ideas, por fin le respondí. -Pues según dice la hermana, esa noche se acostó a dormir y ya no se levantó. -¿De veras? -Sí – le dije con firmeza, pero pude sentir su duda, o tal vez su molestia. -Ah, bueno –dijo. Luego de un breve silencio, colgó. *Víctor Muñoz, escritor guatemalteco, Premio Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” 2013, sus más recientes libros son la novela La noche del 9 de febrero y la recopilación de relatos La reina ingrata, de donde tomamos el cuento que presentamos.
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Como que nunca llegó la primavera (Fragmentos) POR HUGUES CAYZAC
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El último, vos, que ya no reconozco ni mis rieles… - ¿Seguro que son tuyos? - ¡Qué te importa, no chingués! Marco se calló. Otro delicado más con la jipa complicada. Seguro que le pegará a su mujer cuando regrese a su casa. Si logra recordarse donde se encuentra su hogar, dulce hogar. Marco hizo la cuenta: quince botellas de Gallo vacías bien alineadas en la mesita. Mientras él se tomaba una, Buey se chupaba cuatro. Con la que se está terminando ahora son once, lo que podría explicar su mirada brumosa, aunque podría ser por mosqueado. Impresionante ver un tipo de esa corpulencia enojado. Mide casi su metro noventa, con brazos más gruesos que las piernas de Miss Guatemala. Cargar y descargar quintales de una cosa u otra durante todo el día, vale el mejor de los gimnasios. Bueno, gimnasios entre la Novena y donde se encuentra la Terminal Sur no debe haber muchos. Quintal tras quintal, Buey no
perdió su cuerpo atlético adquirido con el entrenamiento diario de los quince años que perteneció al Ejército. Por lo que acababa contarle a Marco, no fue del todo fácil su regreso a la vida civil: - Los pinches políticos, mano, te despiden de un día para otro con unos lenes y te la tenés que arreglar. Sin hacer bulla ¿me captás? No fue su caso. A él lo contrató una de esas empresas privadas de seguridad atentas a reclutar “buenos elementos” que salen del rango y buscan chance. No había terminado su mes de prueba, cuando Buey ya se había metido con unos colegas en un super plan para robar un transporte de valores entre Cobán y la capirucha. Estaba bien bravo, Buey, porque sospechaba de uno de sus cómplices: - ¿Qué creés vos? El pisado se asustó… compartió su preocupación con su mujer y esta se fue a chismosear con la vecina que se lo comentó a saber quién. ¡El chisme dio tantas vueltas que nos llegó suficientemente a tiempo para
dejar esa mierda! A pesar de estar aplastado por los vapores etílicos, Buey se partió de la risa. Una risa como la de un enorme ogro de esos cuentos que aterrorizan a los niños. Luego, golpeó con el puño la mesa, hasta que se cayeron varias botellas en el piso sucio de la cantina Las Gemelas, sembrado de colillas y escupitajos. Una mujer se acercó a jalarle las orejas. - Vos, Buey ¿te creés en casa de mami o qué? No estás en tu aldeíta ¿me entendés? Aquí es un negocio tranquilo ¡no estás en la placita de los vaqueros! El regañado fijó la vista en la patrona a través las brumas de la borrachera. No se parecía en nada a esas chavas en bikini exhibidas en carteles de publicidad para aceites o llantas, pegados a las paredes de ese honorable comercio: - ¿Me lo decís por moreno? – preguntó con tono poco amigable. No te preocupés, que no se va a armar la gorda. - Te lo digo por cansado que te ves,
papaíto – comentó la mujer con voz más simpática. Vamos a cerrar, te regalo la última y me desocupan el lugar ¿sí? ¿Otra? Seguro que con esa decimotercera chela, Buey no iba a dar más información, que lo poco que Marco había logrado extraerle, a duras penas, sobre “el asunto”. Buey ya se tiraba con otro tema, más suyo: - ¿Viste como nos tratan, mano? Yo soy del Progreso, palabra grande para un departamento tan pequeño, que lo cruzás sin darte cuenta. Así decía mi papá. Aquí, en la Capi, nos tratan como burros. Como que todos somos vaqueros. Bueno, mi papá era vaquero y lo respetaba mucho, la verdad. El me enseñó que quien tiene trabajo duro, y más duro es su trabajo, más lo consideran como una mierda ¿sabías eso? No sé si fue para apoyar su afirmación profundamente filosófica, que Buey se tiró un pedo de… buey. - ¡Caballeros, ya es hora! – gritó la dueña.
Gruñón, Buey se puso de pie, titubeando; el resto de las botellas se fue volando. Casi se resbaló pero, sorpresivamente, tal una campeona de patinaje artístico, recuperó el equilibrio de inmediato: - ¡Aquí, nadie me va a tumbar! - Está bien, está bien – comentó la gemela mastodonte –, que les vaya bien. Y a pesar de que Buey estuvo repitiendo que a la ley de Cristo, cada quien con su pisto, le tocó a Marco cancelar todo por tener más capacidad, no tanto económica sino mental. Marco se paró en el umbral, pobremente alumbrado por un farolito de luz roja, esperando a Buey. A ver si lograba fijar otra cita con él… Pero Buey le pasó al frente, directo a la calle: - Déjame que me eche una araña rapidito, que ya me hago. Como para aportar su contribución ciudadana al fuerte olor a orina y vómito invadiendo la entrada, Buey se pegó a la pared para regarla. Marco miró su reloj: ya eran las tres de la mañana. Escuchó un motor que venía a toda velocidad, muy pegado a la acera. - ¡Cuidado, Buey! – alcanzó a gritar. Vio el brazo saliendo de la ventanilla trasera de la 4x4, pero ya era demasiado tarde. Una ráfaga labró la pared, pegándole a Buey a la altura de la cintura. - AK-47 – identificó Marco, tirándose dentro de la cantina. Escuchó los tiros pasándole a ras de las orejas. Reptando, volvió hacia fuera. La puerta de metal se cerró tras él. - Bonita solidaridad – pensó Marco, sonriente –. No me sorprende… La camioneta ya había desaparecido. Marco se levantó y se acercó a Buey, que nadaba en un charco de sangre. Le puso dos dedos en la yugular: pulso cero. Mejor irse rápido, antes de que lleguen los chontes, si es que las pachucas circulan todavía a estas horas. O que esos pendejos dieran la vuelta para venadearlo. Sin correr, se alejó del lugar, agarró la cuarta calle hasta la tercera avenida y caminó hasta la gasolinera que se mantenía siempre abierta. Ahí había dejado su carro. Sacó un sweater limpio, un casquete tipo parisino que se había comprado en México, y oclavios tipo profesor de segundaria. Entró en la tienda de conveniencia y pidió un americano con dos donas. Se iba a quedar un tiempito en la zona, a ver si corría información, por si acaso. Era difícil entender lo que había pasado. ¿Eran unos locos probando su nueva compra o querían darle aguas a Buey o a él o a los dos? ¿Tenía que ver con el asunto para el cual lo habían contratado hacía apenas 48 horas? Si era así, pues eran bastante rápidos y furiosos los malditos. ***** Dio vueltas y vueltas en la cama, pero era imposible dormir más. No por las cheves nocturnas ¿Qué te vas a imaginar? Tampoco por el tiroteo que les regalaron como postre. Si no durmiera por los balazos que había recibido o que le habían pasado cerca en la vida,
Marco ya se habría ganado el Guiness del insomnio. La molestia venía de un vecino brincando en las láminas, dándole y dándole con su pinche martillo. Así que se levantó de mal humor. No le convenía. Tenía que calmarse, concentrarse en los últimos eventos. Tomando su expreso, acompañado de unas champurradas ya no muy frescas, le echo un vistazo a la prensa que le había dejado Ana Beatriz, su empleada, en la mesa de la cocina. Nada novedoso, siempre los mismos temas de siempre: el espectro de la inseguridad y sus cadáveres salpicados por toda la bendita nación; los últimos casos de corrupción descubiertos por casualidad o por denuncia de un rival (raras veces por investigación de los servicios oficiales encargados), y el anuncio del próximo huracán. Agarró su cuadernito de apuntes para empezar a poner en orden sus ideas, cuando una foto en la portada de Prensa Libree llamó su atención. Abajo de la ilustración, la leyenda decía: “Destrucción de 332 kilos de cocaína decomisada en Cobán.” A pesar de la oscuridad, se distinguían bien los rostros de los participantes: el representante del Ministerio Público en Cobán, el Jefe de la Policía Nacional Civil, el Jefe del Departamento de Lucha Contra el Narcotráfico y un cuarto personaje un poco atrás, identificado como “el señor José Luis Gramajo López, propietario de la finca Las Lomas del Norte”. Igualito a como recibió a Marco en su salón tres días antes, en su elegante casona de La Cañada. El don vestía ropa italiana hecha sobre medida, que disimulaba sutilmente una muy fuerte corpulencia. Intrigado, se puso a leer el artículo. La nota afirmaba que, según un trabajador, el administrador de la finca Las Lomas del Norte, Alfredo Pop Choc, desde hacía varios meses autorizaba aterrizajes en la propiedad contra retribución de los traficantes. Parece que hubo un desacuerdo entre ellos sobre la suma recibida y que por esa razón, el administrador denunció la presencia de los narcos al dueño de la finca, José Luis Gramajo López. Ese último informó a las autoridades, quienes allanaron el lugar la noche del viernes a sábado. En la casa del propietario encontraron los cuerpos de la esposa de Gramajo y del administrador. La señora estaba de descanso por esos días en la finca. Los dos cadáveres mostraban claras evidencias de tortura. En una declaración, el Jefe de la Policía indicaba que “Sobre insistencia del mismo señor José Luis Gramajo López, él nos acompañó en el allanamiento y vio todo. No hizo ninguna declaración, totalmente perturbado por el espectáculo del cadáver de su esposa”. - ¿Qué mierda es esta? pensó Marco. Un tipo lo contrata el miércoles para averiguar si no usan sus fincas para narcotráfico y matan a su esposa y su administrador al día siguiente, unas horas antes de que las autoridades descubren los cuerpos y una montaña de cocaína.
Ahora sí, empezaba el dolor de ñola. Trató de imaginarse a José Luis Gramajo López en esa situación y recordó la llamada telefónica: - ¿Usted es Don Marco? - Si, el mismo. - Aquí le habla Haroldo Hernández Herrera. Lo llamo por parte del señor José Luis Gramajo López, de Cobán, a quien le recomendaron a usted como un excelente profesional. - Le agradezco el cumplido. ¿En qué les puedo servir? - Mire, Don Marco, el señor Gramajo López le propone un encuentro en su casa de la Capital el día miércoles, si es que usted estuviera disponible. Se encuentra en zona 14, La Cañada ¿conoce usted? - Sí, claro. - ¿Tiene para apuntar? Cuarta calle, 7-74. - Muy bien ¿A qué hora? - Después del mediodía, a la hora que le convenga mejor a usted. - Digamos a las 13:30 de la tarde ¿Le parece? - Perfecto. Lo esperamos entonces. Y este Haroldo Hernández Herrera colgó sin más comentarios ni las habituales salutaciones de cortesía entre gente que no se conoce. **** Le costó entrar. En la garita, no entendían o hacían como que no entendían. ¿Por la mala pinta de su carcacha? O solo porque era la hora del lunch: olía a pollo frito y a tortillas… Marco recordó que aún no había almorzado. Tal vez porque había pasado varias horas documentándose sobre Cobán y la región de La Verapaz, se le antojó un kak’ik acompañado de sus tamalitos y una o por qué no dos copas de tinto chileno, más precisamente un shiraz Casillero del Diablo. Le gustaba el nombre, si bien así llamaban a una loma redonda en el sur de Francia hace unos cuantos siglos, a él le sonaba como un viaje, mejor dicho un vuelo en alfombra persa entre Damas y Bagdad. También ese sabor fuerte que queda pegado a la lengua horas después de tomárselo. Se recordó que tenía que pasar a casa del Negro recuperar unas botellas de una caja que compraron juntos, a un precio muy interesante. Finalmente les dejaron entrar, a él y a su escarabajo azul celeste, muy manchado, muy chocado por falta de fondos para un enderezado total. Cruzó la colonia La Cañada admirando las villas de lujo, más bien el tamaño que el estilo, en general pomposo y de mal gusto. Llegó frente la casa de José Luis Gramajo López. No se miraba nada, sino una muralla como de ocho metros de altura disimulada bajo una espesa capa de uña de gato. Con la puerta de entrada y la del garaje (para un mínimo de tres coches) pintadas de negro, la fachada no llamaba la atención, ni tampoco las cámaras hábilmente escondidas en el follaje. A penas iba tocar el timbre cuando se abrió la puerta sobre un gigante con cara que se quería acogedora: - Mucho gusto, Don Marco, soy
Haroldo Hernández Herrera, fui yo quien lo llamó. - Un gusto – respondió Marco, sorprendido por la mano suave del gorila. Pensó que se la iba a machucar… - Pase por favor, el boss está esperándolo. Pasaron por el corredor de la entrada, dos salones donde podían entrar varias mesas de ping-pong, amueblados de mesas, sillas y baúles de madera con ese tinte oscuro propio del estilo antigüeño. Llegaron a una inmensa terraza donde dos niñas jugaban en una piscina del tamaño del apartamento de Marco. La vista, esplendida, daba sobre la última finca que queda todavía al final de la zona 14, medio escondida y accesible solamente por la carretera a Boca del Monte. Sentado en un sofá de mimbre, un gordinflón de más o menos cincuenta años, se levantó para darle un abrazo de oso: - Don Marco, es un honor recibirlo en mi modesta casa. Entiendo que usted tendrá antepasados europeos. Me permito decírselo por su puntualidad – agregó riéndose. – Es un real placer saber que todavía tenemos verdaderos profesionales en este país. Por favor, tome asiento, sí, en ese sofá, por favor. Si es que no almorzó aún, le propongo acompañarme… - Se lo agradezco, muy fino. - ¿Usted tomará un aperitivo? ¿Scotch? - Con usted; pero sin hielo, por favor – respondió Marco. El señor José Luis Gramajo López sonrió, fijando su mirada en los ojos de Marco como buscando algo, antes de decir: - Y nuestro invitado tiene el sentido del humor ¡Excelente, excelente! Marco no logró detectar si había apreciado o no la broma. Decidió mejor no atreverse otra vez. Tomaron el whisky comentando la belleza de la vista. Luego el señor José Luis Gramajo López contó que era originario de Cobán, donde su familia vivía desde hacía cinco generaciones. En la época de la Reforma Liberal, a finales de los años 1800, de agricultora su familia pasó a administrar fincas de café creadas por alemanes o más bien suizos-alemanes. - Quizás por esa razón siempre fuimos y somos gente muy puntual – agregó el finquero, mirando de nuevo a Marco fijamente, su rostro impasible. Marco no movió ni un dedo, conservando la cara del alumno atento. Este sí que es un alagartado de primera – pensó el detective –, mejor cuidarse. Siguió contando el finquero cómo, poco a poco, sus antepasados se convirtieron a su vez en cafetaleros, hasta llegar a su p padre quien q logró g adquirir q otras fincas en la Boca Costa y Santa Rosa. Él mismo había pasado una gran parte de su infancia entre San Marcos y Barberena. Pero, explicaba, Las Lomas del Norte, así se llamaba su finca en Alta Verapaz, seguía siendo donde la familia tenía sus raíces. Incluso, cuando un alto oficial de Ejército había tratado comprarla a muy bajo precio, en 1976, los hombres
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de la familia se habían atrincherado en la finca, armados para defenderla hasta donde fuera necesario. - No es casualidad – susurró – que mi padre haya sido asesinado el mes siguiente. No tenemos ninguna duda sobre quién lo hizo. Si no es indiscreción de mi parte ¿Estuvo una vez usted en las filas, Don Marco? – Este cabrón, sí que es hoyero, reflexionó Marco. – Hice mi servicio militar, respondió. - Claro, claro, yo también; bueno, en realidad en una oficina de la capital, nada espectacular – comentó el finquero, la mirada flotando en dirección de la piscina. - No le presenté a mis dos hijas, Dolores y María, de once y trece años de edad; mis dos preciosidades, el oro de mis ojos. En estos días, mi esposa está justamente en Las Lomas del Norte, revisando las cuentas. Por pura cortesía, Marco preguntó donde estudiaban. - Aquí, en la Capital, la mayor en un colegio americano y la pequeña en el colegio francés. Mejor no meter todos sus huevos en la misma canasta ¿No cree usted? – dijo con una risa medio amarilla. Sin esperar respuesta, preguntó de nuevo: – ¿Cree usted que una mujer puede dirigir una finca? – Ahí viene otra trampa, pensó Marco, seguro que ya tiene la respuesta. – La verdad es que no tengo la menor idea en qué consiste la gestión de una finca –, respondió. El señor José Luis Gramajo López se río, complaciente, y lo animó a empezar a comer. ¡Un almuerzo utz pin pin! habría dicho la abuela de Marco. Comenzaron con un guacamole exquisito, seguido de un puyazo suculento acompañado de papas como Marco no se recordaba haber degustado. El vino tinto, francés, un medoc Chateau La Branne 2007, era una delicia. No conversaron mucho mientras comían, solo banalidades acerca del clima, los efectos del último huracán sobre la producción agrícola y unos intercambios prudentes en torno a la política ni chicha ni limonada del Presidente Obama en cuanto a los migrantes latinos ilegales en los Estados Unidos. Regularmente, la prensa escrita informaba de la situación de los deportados por avión que llegaban al país por centenares cada día. Las dos niñas, bajo la vigilancia de dos muchachas, eran muy discretas y, le llamó la atención a Marco, en ningún momento se dirigieron a su padre ¿Disciplina suiza-alemana? Después de terminar el postre, un inolvidable
sorbete casero a la frambuesa, el señor José Luis Gramajo López invitó Marco a pasar a su estudio para tomar un digestivo. A su gran sorpresa, el lugar no se parecía en nada a esas tradicionales oficinas de abogado-notario tal como las conocía Marco, con sus estantes cargados de libros encuadernados de cuero y diplomas colgados por todas partes. Al contrario, era una oficina high-tech de paredes blancas con escritorio de vidrio, una computadora plana último modelo y un sofá con una mesita también de vidrio donde les esperaba un Fine Napoleón ya servido en dos copas para coñac. Ningún documento a la vista, ningún papel. Cada uno tomó asiento a un extremo del sofá. El finquero suspiró, alisando su fino bigote: - Me imagino que es tiempo explicarle por qué pienso qué sus servicios me podrían ser útiles, don Marco. - Soy todo oídos, señor. - Bueno; no voy a ir por cuatro caminos. Fíjese que tengo la mala impresión de que los narcotraficantes están utilizando Las Lomas del Norte para sus negocios, o que lo quieren hacer, o lo peor, que quieren meter la mano sobre la finca. Parece una locura, pero ya varios finqueros en las Verapaces y en El Petén tuvieron que abandonar sus propiedades bajo amenazas, cuando no fue por el asesinato de familiares o del personal administrativo. - ¿Qué esperaría de mi? – preguntó Marco. - Una investigación discreta, muy discreta, en la zona de Cobán y de Senahú. Por supuesto, ninguna intervención directa suya, sino toda la información que pueda recolectar. Si no me equivoco, ¿usted estudio unos años arquitectura en la San Carlos? – Mirá como está de preparado, pensó Marco. – Sí, efectivamente. - Excelente, lo presentaremos como encargado de un estudio para remodelar la casa, así que usted podrá movilizarse sin que nadie sospeche. Aceptó sin regatear el precio que le puso el finquero para esa pequeña investigación: podría reembolsar todas sus deudas y tomarse un año sabático si le venía en gana. Sin embargo, cuando salió de la villa, a pesar de lo suave de la frambuesa y del coñac, sentía un sabor amargo en la boca. *Hugues Cayzac, escritor de nacionalidad francesa, radicado desde hace 20 años en Guatemala. Los fragmentos que presentamos hacen parte de su novela Como nunca llegó la primavera, aún inédita
¿Quién es?”, contestó en el celular. “Me llamo Maritza, necesito irme de viaje… ¿me puede ayudar…?”, respondí con timidez. “Llamame dentro de una hora y platicamos, creo que sí se puede”. De inmediato la comunicación se cortó. Llamé exactamente a la una de la tarde, como él me había indicado. Me dio instrucciones precisas pero, la más importante, no llamarlo desde mi teléfono móvil. Tenía que llamar de una línea pública. Yo sabía que era importante mantener todo en secreto. No había que contarle ni a la familia y ese detalle me dolía especialmente. Había estudiado y me había graduado de secretaria bilingüe en el instituto en Mazatenango. Después de intentar conseguir trabajo allá, me di por vencida y me vine a la capital. Un conocido de Mazate me conectó con el dueño de un “restaurante oriental” que necesitaba una buena secretaria. Cerramos el trato con un chino viejo y panzón por ochocientos quetzales al mes. Como yo no tenía dónde quedarme, me dieron posada en el segundo piso de la cafetería. Muy pronto descubrí que el puesto no requería mis habilidades secretariales. Yo era cajera, contadora y, a veces, ayudante en la cocina y mesera. Con la esperanza de ganar unos centavos más, acepté que el chino me visitara algunas noches en mi cuarto, especialmente los fines de semana. Una de las meseras me dijo que no era mayor trámite y que me convenía, así que me animé. El olor a sudor viejo, ajos y comida rancia que emanaba el cuerpo de este chino se me metía en la nariz durante días y no me lo quitaba de encima ni bañándome con shampú. Pero pagaba bien. Y era cierto, la sesión no requería mayor trabajo como él bien indicaba: “¡Solo estalte quieta, yo movel…” Yo creí que él era viudo o soltero y de su soledad logré juntar un buen ahorro. Como al año, regresó la esposa. Solo me vio de pies a cabeza y gritó, “¡estal embalazada!” Nunca supe si había algo de cierto en sus palabras o no pero, llena de miedo, me tomé un litro de un brebaje que la gorda china me preparó. Sangré por una semana y perdí mucho peso. Tenía que salir de ahí. Irme de vuelta a Mazate no era una opción. Mi mamá la pasaba muy mal con mi padrastro y mis hermanos, peor. Allá en mi pueblo, cerca de mi casa, vivía una doña. Pagó al pollero, como ella le decía, para que la pasara a los Estados y empezó a organizar sus despedidas. Sus fiestas sorpresa que organizaba para su propio cumpleaños eran célebres: caldo de gallina o cochito asado. Le “hicieron” tantas bullas por su próximo viaje que alguien la chilló. El señor que se la iba a llevar se puso furioso y le dijo que ya no la pasaba. Ella le lloraba y le lloraba pero él no la llevó. Ni el dinero le dio de regreso. Así que cuando llamé a este número que conseguí con una de las meseras de la cafetería, puse mucha atención cuando me dijo: “No llevo menores de veinticinco, no llevo niños, no llevo chinos, colombianos ni ecuatorianos. Si entendiste bien y creés que te conviene, llamame a la noche y
hablamos lo del pago”. Le hablé al chino y le pedí dinero sin contarle para qué lo quería. Solo le dije que era una emergencia. Bueno, dijo, “quelel dinelo, soltal culito”. Ni modo, dije yo, maldiciendo al viejo apestoso. Tendría que ser muy cuidadosa para que la señora no me sintiera la peste de su marido encima. Mientras tanto, volví a llamar al mismo número para recibir instrucciones. Me citó el domingo a una reunión con otros turistas, como dijo él. Me costó trabajo disimular los nervios que me provocaba la espera del fin de semana. Solo el viejo lo notó. “Estalte más quieta, solo yo movel… ¿qué pasalte hoy?” Yo trataba de poner atención a todo lo que decía Mike. Qué actitud tomar ante las autoridades, cómo comportarse en una entrevista, qué hacer en caso de ser descubiertos. “Este es un entrenamiento”, nos decía, y “ustedes deben aprenderlo p todo. En una semana salimos”. Éramos veintidós, entre hombres y mujeres. Todos éramos jóvenes y casi nadie hablaba. “Les exijo que me pongan atención. Muchas veces los errores los cometen ustedes y lo chingan todo”. Un par de chavitas se pusieron nerviosas y soltaron el llanto. Entonces Mike las llamó aparte, fuera de la sala de cine donde nos había citado y les habló en voz baja. Cuando regresó dijo, “bueno, quedan veinte”. De su tarifa habló con cada uno. Y nos advirtió que no nos podíamos comunicar unos con otros. El miedo nos hacía obedecerlo aunque tengo que aceptar que el tipo inspiraba confianza. A mí me pidió el cincuenta por ciento y el resto debía pagarlo al llegar a nuestro destino. Parecía saber de lo que hablaba. La suerte estaba echada. La última semana en la capital la dediqué a revisar mis pocas pertenencias. A comer bien. A estar tranquila. Nos reunimos otras veces en “la oficina” como llamaba Mike a aquella sala de cine vacía. Más instrucciones, más ansiedad. Con la misma necedad con la que había estudiado y apoyado a mi mamá toda la vida, yo estaba determinada a llegar a mi destino. Así, llegó el día. Salimos de madrugada pero, para mi sorpresa, ya no éramos veinte sino diez. “El otro grupo sale la otra semana”, nos dijo Mike antes de que preguntáramos. Viajamos en un busito viejo pero en buenas condiciones, hasta llegar a la frontera. Una hora antes, nos pasamos a un camión enorme en donde nos acomodaron. Acurrucados, viajamos como cinco horas cubiertos por redes de naranja y plátano a medio llenar. Sentí asfixiarme. De ahí, al caer la tarde, nos dejaron en unos cuartos oscuros donde hacía mucho frío y donde pasamos la noche. Todos comimos en silencio frijoles y arroz que nos vendió una señora. El frío y el miedo nos hacían castañear los dientes. Mike nos lo ha de haber notado porque nos dijo que el miedo era sano. Que, aunque no lo creyéramos, él también tenía miedo. Que el sentimiento lo escoltaba cada viaje.
Mike POR GLORIA HERNÁNDEZ
Que el miedo lo había vuelto astuto y lo había librado muchas veces del peligro. A las tres de la mañana, Mike nos subió a otro camión con materiales de construcción y nos escondió entre unos sacos de cemento. Se reinició así una larga travesía. Yo llevaba los nervios de punta. Una mujer y un hombre que habían quedado acostados muy cerca uno de otro cuchicheaban sin parar. Mike iba en la cabina del camión y no podía escucharlos pero todos los demás estábamos apenados porque estos dos no cumplían con el pacto de silencio. Se reían, lloraban, se contaban de todo. Cuando paramos por fin, ellos ya estaban tomados de las manos. Bajamos de la palangana del
inmenso camión. Estábamos tullidos, adoloridos y hambrientos. Solo la parejita parecía andar de vacaciones y Mike inmediatamente lo notó. Por eso los acomodó esa noche en cuartos separados. Aquel día solo comimos un pan extraño y mucho, mucho café. Nuevamente, el lugar no tenía luz. Un pequeño cabo de candela iluminaba un baño sucio y pequeño. “Es lo que hay”, dijo Mike, a manera de explicación. “Mañana, Dios dirá”. A la media noche, los tórtolos ya estaban juntos otra vez. Y así, dormidos en un abrazo, los encontró Mike cuando nos despertó a las cinco de la mañana. “¡Yo no me meto en la vida privada de mis clientes! ¡Y soy muy delicado! Hombres y mujeres duermen separa-
dos, les advertí cuando salimos: eso no está incluido en el viaje, y si quieren emparejarse, ¡paguen su cuarto! ¡Miren, cabrones, ya hasta cuidarles el culo a todos, eso sí no puedo! ¡Suficiente estrés tengo con la migra!” Mike echaba fuego por los ojos. Yo comprendí que no tenía nada contra el amor, que lo que a él le preocupaba sobre todo era la seguridad del grupo. Un hombre joven, claramente mexicano, nos dio unos huevos duros, más pan y café. Todos comimos con mucho apetito pero en silencio. Yo debo haber preguntado con los ojos porque la voz de Mike resonó de nuevo. “En tres días más llegamos. Hoy en la tarde, nos volvemos a ver en Mazatlán. Si sigue todo como va, no tendremos ningún problema”. Su rostro estaba tranquilo y en él encontraba yo el sentimiento para vivir cada uno de los días siguientes. Nos daba palmadas en la espalda y no parecía importarle el olor que emanábamos después de tres días sin baño y de aquellas jornadas tan agobiantes. Continuamos el viaje entre los sacos de cemento. El sol calentaba los materiales y nuestra improvisada cueva parecía querer asfixiarnos con su aire enrarecido. El ánimo de todos lo dictaba el cansancio. Por las mañanas estábamos más atentos, más prestos a colaborar con todo. Pero en la noche, todo cambiaba. Cuando caía el sol, íbamos tan adoloridos y tan desmayados que estoy segura que todos compartíamos la duda de haber emprendido el viaje. Apenas nos daba la moral para poner atención a la telenovela que debíamos escuchar todo el viaje, entre aquel polvillo que brotaba de los sacos. Los enamorados estaban casados pero no entre ellos y ese era su problema. p Sus esposos p los estaban esperando en Los Ángeles y habían pagado por mandar a traerlos. El dilema los ahogaba. Cuando el camión se detuvo, finalmente, yo esperaba ver una ciudad o aunque fuera un pueblo. Bajamos en una gasolinera que tenía una gran bodega donde ayudamos a descargar los materiales del camión. Nuevamente, había poca luz. En una tienda nos vendieron unas sopas de fideos chinas, más huevos duros y café. Comimos todos como si hubiera sido la primera vez. La pareja se besuqueaba a escondidas de Mike y el resto de nosotros los miraba con clara antipatía. El incidente amoroso había provocado que empezáramos a cuchichear entre nosotros a pesar de tenerlo prohibido. Pasamos la noche en un cuarto oscuro, acomodados en el piso y cubiertos por unas mantas que nos dio Mike. Al despertar, el día había avanzado. La oscuridad del cuarto permanecía intacta porque no había ventanas por donde ver hacia fuera. Solo las rendijas en la madera nos permitían ver unas vetas de lo que sucedía en el exterior. Al mediodía, apareció Mike y sin decir palabra, nos entregó un costal lleno de botellas de agua. Estaba inquieto. Entonces nos preocupamos nosotros también. Pasamos el día entero entre aquella oscuridad. Sabíamos que era
esencial no hacer ninguna bulla y hasta nuestras necesidades hicimos en una esquina que asignamos entre nosotros para el propósito. Todo lo cubrimos con cemento en polvo. Al llegar la noche, nos creímos abandonados. Nadie tomaba la iniciativa pero todos necesitábamos salir de ahí. Igual, seguimos esperando. A veces dormitábamos y volvíamos a despertarnos al menor ruido allá afuera. A la madrugada siguiente, apareció Mike. Estaba animado. Solo nos dijo que nos subiéramos a unos pick ups que llevaban cajas de zanahorias y de tomates. Nos acostamos en el fondo en un espacio que parecía imposible de albergar una zanahoria más. Nos separamos ahí. La pareja empezó a llorar cuando Mike asignó a cada uno, diferente pick up. “Pues ya, cabrones, se acabó el romance”, les dijo para terminar el asunto. De ahí, los pick ups tomaron rutas diferentes. Caminamos tres días y dos noches más entre las verduras hasta llegar a un lugar distinto de lo que habíamos visto antes. Mike no estaba por ningún lado. Apareció un guía que nos pareció un artista de cine. La verdad es que era tan latino como nosotros pero estaba bañado y llevaba ropa limpia. Era muy educado y nos trataba con mucha consideración. Parecía un cura pero sin sotana. A pesar de que era de noche, nos llevó a bañar a un vestidor en lo que parecía una escuela. El novio preguntó por el otro grupo y el guía respondió que no había llegado todavía pero que confiáramos en Dios para que pudiera pasar. Preguntamos por Mike y el guía solo negó con la cabeza. Pasaron tres semanas en las cuales no sabía qué hacer ni qué pensar. El guía y otras personas nos preguntaban si teníamos contactos en los Estados Unidos. Nos ayudaron, nos dieron de comer y nos trasladaron a diferentes lugares. Yo llegué a una granja donde cultivaban chile pimiento. No lo sabía pero ahí iba a trabajar los siguientes tres años. La incertidumbre y la novedad me tenían cerrada la boca. Al salir de mi trabajo el primer día, ahí estaba Mike esperándome. Yo casi me le tiro encima de la alegría g de ver a alguien g conocido. Él fue menos efusivo pero cariñoso. “¿Y los demás?”, pregunté. “Los ‘tomateros’ cayeron del lado mexicano”, dijo, “los traigo de vuelta el mes entrante. ¿Traes la lana?” Yo me q quité la chumpa p y empecé p a descoserle el forro. Él se me quedaba viendo asombrado. Poco a poco, fui reuniendo los dólares que faltaban. Pagué cabal. No me quedaba nada. Abracé a Mike y lo miré largamente para que no se me fuera a olvidar su cara, la generosidad en su mirada. En el tonel de basura más enorme que haya visto, tiré aquella chumpa de lona que aún conservaba el aroma rancio de comida china. Era hora de llamar a mi mamá. *Gloria Hernández es escritora guatemalteca, autora de los libros de relatos Sin señal de perdón e Ir perdiendo y de una serie de libros para niños, entre ellos la novela Ojo mágico y Leyendas de la luna.
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Animales rabiosos POR VANIA VARGAS
E
l primer macanazo lo tiró al suelo. Lo que siguió fue una serie de gemidos cortos, rechinidos de suelas de hule sobre la cerámica impecable y brillante del centro comercial, el murmullo de la gente que empezaba a acercarse, la estática de los radios de los guardias de seguridad que finalmente habían logrado paralizar al individuo, ahora más desfigurado por la rabia. Lo levantaron entre tres y lo hicieron caminar a empujones. La golpiza no había terminado. Mientras tanto, en medio del alboroto, más de alguno de los curiosos vio cómo se levantaba con dificultad y salía corriendo con torpeza el enorme perro de esponja vestido con los colores de la empresa de bienes raíces. Nadie vio con certeza cómo atravesó el pequeño local directo al baño. Nadie imaginó tampoco, cómo mientras corría, todo se reducía al sonido pesado de su propio aire, a llanto sin ruido, hasta que ya en el bañito empujó la puerta con todo el cuerpo, se arrancó con las manos que no eran manos la sonriente cabeza de esponja y quedó mujer frente al espejo. Sudada, despeinada. Roja de confusión y calor. Tocaron la puerta con insistencia, dijeron su nombre, pidieron que abriera, querían saber si estaba bien. No contestó. Estaba temblando. Se bajó el zipper del traje de perro, se lo quitó de encima con violencia, como no había podido quitarse de encima los golpes
que aparecieron de la nada. La primera patada la había hecho perder el equilibrio. Por el pequeño espacio visual de la máscara, que más que para poder ver, estaba hecho para respirar, solo alcanzó a distinguir el suelo, que minutos después también recibiría a su agresor, cuando finalmente los guardias de seguridad lograron quitárselo de encima. Volvieron a tocar la puerta del baño. Ahora con más fuerza, como algunos minutos atrás, el hombre que estaría terminando de recibir una golpiza en privado, había empezado a tocar la puerta de acceso restringido de una zapatería de ese mismo centro comercial donde trabajaba su mujer, y donde se había parapetado mientras le gritaba que la dejara en paz. Cuando la compañera amenazó, teléfono en mano, con llamar a la seguridad, el hombre lanzó una patada final contra la puerta cerrada y salió del local. Se detuvo un momento más, viendo hacia adentro. La compañera tomó el teléfono de nuevo. Fue entonces cuando se dispuso a buscar la salida del comercial en medio de un gentío sin prisa que se detenía sin previo aviso frente a cualquier vitrina, que iba y venía en medio de un caos de luz y ruido que no parecía molestar a nadie más que a él. Había caminado en línea recta y había ido a dar al área de los restaurantes. La salida no estaba por allí. Y tomó el camino de vuelta por donde
tanto le había costado pasar. Esta vez ya sin esquivar codos, mujeres, niños, ni lo que apareciera en su camino. Así se encontró de frente con el enorme perro de esponja que vagaba a medio pasillo, entre el gentío, moviéndose con la torpeza que para ser perro de esponja le era natural, saludando a ciegas con la pata alzada. Fue entonces cuando lo tiró al suelo de una patada. Cuando lo vio caer, pesado, sin ruido, casi en cámara lenta, no pudo evitar darle un segundo golpe, por animal, porque se suponía que solo se tenía que quitar, que no se tenía que caer, que él no debería estar a medio comercial buscando a su mujer, que ella no debería estar encerrada en la bodega de la zapatería llorando, que arreglar las cosas debería ser más fácil, que salir de allí debería ser más fácil… El primer macanazo lo tiró al suelo… La puerta del baño de la oficina de bienes raíces finalmente se fue abriendo poco a poco; y de la misma manera fueron apareciendo los rostros quietos, los ojos completamente abiertos de sus compañeros de trabajo. La mujer se compuso el pelo, evadió todas las miradas. El gerente de la oficina le preguntó si estaba bien, negó con molestia, apretó los labios. No iba a hablar. No insistieron más. Le dijeron que se tomara el resto del día, que se tranquilizara, que volviera mañana. Caminó con dificultad hacia donde
estaba la bolsa con los trastos de su almuerzo y salió en silencio al bullicio del centro comercial sin levantar la mirada. A esas alturas las personas que pudieron haber visto el espectáculo ya estaban entretenidas con algo más. Nadie sabía que ella era el perro que no había gemido en el suelo, nadie la había visto llorar ni maldecir, pero sentía sobre sí el peso de todas las preguntas. El autobús que la llevaría cerca de su casa estaba por salir de la parada. La mujer hizo señales con el brazo para que la esperaran. El ayudante vio que caminaba con esfuerzo y logró que el chofer no pisara del todo el acelerador. Se agarró de la baranda. Subió con dolor las gradas y se tambaleó hacia el fondo del autobús donde la gente iba parada a pesar de que quedaba un espacio vacío. Estaba al lado de un hombre que se esforzaba por esconder su rostro contra la ventana. Tenía una herida fresca en la oreja, y se cubría la boca con una manga ensangrentada. Ella no iba a soportar el viaje de pie, así que no pensó tanto y se sentó a su lado. El centro comercial pronto se quedó atrás. Ambos lo miraron desaparecer. Afuera brillaba el sol. Era una tarde hermosa. *Vania Vargas es poeta, narradora y periodista, nacida en la ciudad de Quetzaltenango. Ha publicado los poemarios Cuentos infantiless y Quizá ese día tampoco sea hoy. El relato que presentamos es inédito.
Amigos de colores
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POR MARÍA ELISA ARGUETA
DOMINGO 15 DE DICIEMBRE DE 2013 GUATEMALA
F
ue una noche muy larga, permanecer despierta resultó agotador y desesperante. No me gusta no poder dormir. No hay nada que hacer, todos los demás duermen menos yo. No hay ningún buen programa para ver en la tele, ni hay tiendas abiertas o restaurantes. Tengo una mascota, es un ave de colores. No habla. A mis padres nunca les ha gustado que yo tenga amigos. Dicen que nadie, solo ellos pueden ser buena influencia para mí. Nunca he ido a la escuela, me han educado en casa. Tampoco les gusta que me desvele. Les molesta la bulla. Ellos no entienden cuánto me aburro. La única solución que he encontrado para este insomnio ha sido armar relajo. -Relájense, no estoy haciendo nada malo. Quedénse despiertos conmigo, van a ver. Nunca los convencí. A veces se pone divertido. Cuando aparecen mis compañeros de insomnia, les pregunto cómo hacen para salir tan tarde, es muy peligroso, en esta ciudad matan gente por cualquier cosa y es peor a altas horas de la noche. Ellos me contestan, tranquilamente, que todo está bien, pues ellos pueden defenderse. A nosotros no nos pasará nada, dicen. Hace algunos meses nos fuimos a la playa. Ser hija única y que tus papás no te dejen tener amigos hace el viaje bastante pesado. Esta vez los invité sin permiso. Pensé que al estar allá no podrían mandarlos de regreso. Además, había ideado un plan para que ellos no los vieran. -Allá te esperamos -dijeron mis amigos en coro. Me gusta cuando me hablan así, parece que se pusieran de acuerdo. Yo no dejo de pensar en lo increíble que lo pasaremos este fin de semana en el puerto. Cuando llegamos, estaban los tres escondidos detrás de unos árboles. Me hicieron guiños y sonreí para que supieran que los había visto. Bajamos el equipaje, ayudé a ordenar algunas cosas. Seguidamente sucedió lo que esperaba: papá y mamá se fueron a dormir. Siempre hacían lo mismo. Cuando íbamos de fin de semana al mar, yo me quedaba sola y ellos dormían todo el día. Eran poco más de las tres de la tarde y el sol estaba hermoso de un anaranjado brillante, podía verlo sin anteojos oscuros. La piscina invitaba a un chapuzón. Avisé a mis amigos que podían entrar. Me puse calzoneta y salté al agua, ellos
llegaron al instante. Nadamos un buen rato, la verdad me divertí mucho. Me encanta cuando puedo ver los colores en el agua, ¿han visto?, son hermosos. Se mueven conmigo al ritmo de mis brazadas. Era la primera vez que había alguien más conmigo en la piscina. ¡No estaba sola, qué sensación! A la hora de la cena saqué a escondidas unos sánguches que había preparado, les expliqué que debían esconderse hasta que mis papás volvieran a subir a su cuarto. Cuarenta y cinco minutos después, los adultos dormían y ellos pudieron regresar. Tuve la impresión de que a mis amigos les había molestado estarse escondiendo. Uno de ellos, el más alto y delgado, comenzó a molestarme, a decirme cosas horribles. Se quitaron sus trajes de colores y se vistieron de negro. Eran los mismos, pero ahora no eran tan divertidos, me daban miedo. El flaco y feo se dirigió a mí, gritando: -No tratés de desobedecerme o te va a ir mal. Tal vez debiste escuchar a
tus padres. A lo mejor no somos buena compañía. Los tres rieron de una manera que me asustó. No quise despertar a mis padres, ellos solamente me regañarían. Traté de convencerlos de que me dejaran en paz. -Soy yo -les dije-, ¿no me reconocen? Eran ellos, lo sabía. Pero no eran ellos, de eso estaba segura. Nunca había estado tan aterrorizada. Comenzaron a perseguirme alrededor de la piscina mientras me insultaban, me agredían y me daban órdenes. No quería hacerles caso, pero no era posible evitarlo. -¡Saltá! ¡Saltá!, o mejor andá a meterte al mar. ¡Morite! Igual tu vida no vale nada. -¡No quiero, por favor, no me obliguen!. El mar me da miedo ¿Salto a la piscina, si? No esperé a que me respondieran, era mejor la piscina que el mar, así que me tiré de un brinco. No nado tan mal, pensé que no podrían hacerme daño.
Pero eran tres, y muy fuertes, el más alto y delgado se tiró después de mí. Me puso el pie en la cara, apretándola contra el fondo de la alberca, mientras los otros dos me detenían las manos y los pies. No importaba que fuera buena nadadora, me estaban matando. Los colores del agua ya no bailaban conmigo, morían conmigo. Desperté atada a una cama. Mis muñecas y mis tobillos sujetos por medio de fuertes correas. Recordé lentamente lo que había pasado. Escudriñé la habitación buscando los rostros de mis amigos. No estaban allí. El miedo dio paso al cansancio, sentía mi cuerpo pesado. Mis párpados se cerraban aunque yo no quería. No podía controlarlo. Me quedé dormida. De nuevo abrí los ojos, era una habitación diferente, había flores y una pecera con pececillos de colores. El sueño fue cediendo y, a pesar de mí y mis ideas, el miedo no volvió. Se abrió la puerta y aparecieron mis padres, con un hombre: el doctor. -Estás en el hospital, mija -dijo mi madre con cara de preocupación, mientras mi padre negaba por lo bajo, creo que vi una lágrima- Estuviste una semana inconsciente, casi te morís en la piscina. No entendemos por qué lo hiciste, si te hemos dado todo. Al doctor sí le conté lo que sucedido con mis amigos, ellos también necesitarían ayuda. Me aseguró que se habían ido para siempre. -Solo tenés que tomar tu medicina y no regresarán a molestarte -era una pastillita blanca. Asentí, sin entender bien lo que me decía y acepté tomarla. Regresamos a casa esa tarde, entré a mi habitación emocionada de encontrarme con mi ave de colores, pero en la pecera había un pez. Todas las noches, después de la cena, mi madre me daba la pastilla. Me hacía enseñarle que la había tragado. La tomé bastante tiempo aunque odiaba hacerlo. Me daba una sensación espantosa de no poder estar quieta, sentía mi cabeza encerrada en una jaula. Encontré la forma perfecta de esconderla, mi madre no se daba cuenta de que después la escupía. Poco a poco todo volvió a la normalidad, las noches sin dormir, mis amigos vestidos de colores y las plumas, las plumas también regresaron al acuario. *María Elisa Argueta es cuentista guatemalteca. El relato que presentamos es inédito.
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DOMINGO 15 DE DICIEMBRE DE 2013 GUATEMALA
El padre Brenes POR ANDRÉS MARTÍNEZ
Guatemala de la Asunción, 23 de septiembre del 2013. Excelentísimo P. Edgar Jiménez Viceprovincial Región C.A. y El Caribe Presente Excelentísimo Padre Jiménez: Le envío un fraternal saludo, esperando que las bendiciones de nuestro Señor y nuestra madre del Perpetuo Socorro lo acompañen siempre. Me dirijo a usted con cierto apuro, como siempre implorando sus oraciones para este su humilde siervo. Mientras escribo esta carta, debe usted saber, me encuentro en cierto estado de emoción desmedida, sin embargo quiero aclarar que la escribo con el cien por ciento de mis facultades, o al menos la mayoría. Depende del punto de vista, el asunto es delicado. Hace ya tres años de mi ordenación y recuerdo su presencia aquel día. Su compañía en este camino ha sido de gran bendición para mí. Estoy seguro de que recuerda el día en que decidí hacerme sacerdote, usted estaba de visita nada más por mi parroquia, fue durante una oración suya que yo sentí el llamado. Tenía apenas diecisiete años y lloré sin razón, usted me abrazó como intuyéndolo todo. Ojalá estuviera cerca, días más he llorado sin razón alguna, quizás podría guiarme de nuevo. Se preguntará sobre qué trata esta carta. Siendo honesto, no sé. Podría ser una carta de agradecimiento, de despedida, de suicidio, de confesión, o un simple saludo. Lo sabré mientras la escriba. Estoy seguro de que lo sabrá usted mejor que yo, como siempre.
Las charlas de aquellas tardes. La pequeña oficina. Ha sido usted el único que no me ha enviado a leer la Biblia, tampoco ningún catecismo o algún libro sobre asuntos religiosos, en cambio me regaló el Juan Salvador Gaviota. El libro ya lo olvidé, pero creo que hablaba sobre una gaviota que quería volar más alto que las otras, que era diferente, es de todo lo que me acuerdo. Supongo que en aquel tiempo pensé que se trataba de mí. Lo escabroso está, Edgar, —¿Te acuerdas de que me pedías que te llamara solo Edgar?— en que estos años que he sido cura, cada día que pasa es un día que me resta, no uno vivido, sino simplemente uno menos. ¿Qué puedo hacer?, es lo que siento y ya no soy un niño. Diez años dentro del seminario. ¡Diez años! Las clases de Filosofía, de Teología, las Doctrinas… Padre, estoy cansado de tener padres. Dios Padre, nuestro Padre fundador San Alfonso, el Papa, otros Padres como San Agustín y Santo Tomás, hasta yo mismo ahora resulto ser Padre. ¿Entendés? Te hablo como amigo, Edgar. ¿Te das cuenta de que ya no te trato de usted, ni te digo Su Excelencia? Somos hermanos, pero no como la Iglesia piensa, por ser hijos del mismo Padre, de la misma madre en Roma, sino somos hermanos por compartir esta experiencia humana del abandono propio. Salvo que yo tengo la certeza de que nunca seré Obispo, ni siquiera tendré un cargo medio como vos. Te admiro, lo sabés. Llevamos años sin vernos, siento mucho lo de tu hermano, así es la vida, quizás después de todo el cielo sí exista y te juntés con él allá, quizás nos juntemos los tres si es que me dejan entrar. Estoy temblando, Edgar, ahora mismo, no se me olvida en qué estamos meti-
dos. Parezco estar en la época medieval, deberías verme, mi camisa clerical impecable, algunas canas, alumbrado apenas por una vela. Te quise escribir así, con cierta esperanza de ver mejor con poca luz. No tenés nada de qué temer, no he hecho nada malo. No tengo mayor delito que el de querer evitar consumirme. Llevo tres años de sacerdote y ya soy párroco. He sido ejemplar, Edgar. Estarías orgulloso de mí. He ayudado a construir la Iglesia soñada, nuestro mandato, he tratado de seguir los pasos de nuestros hermanos como Francisco, como Santiago, es verdad. Pero ya no tengo esperanza alguna para mí. He vivido al borde, dominándome, venciéndome cada vez que he deseado hacer algo indebido —estoy seguro de que comprendés de qué te hablo—, y no solo es sexo, no solo es alcohol, no solo es la paternidad ni el deseo animal de dar un sermón mandando a todo el mundo al carajo. ¿Qué me importan a mí sus almas? Es eso, la pérdida de fuerza, al fin de cuentas, apartando la ceguera, Dios no tiene sentido alguno y yo no tengo nada que darles. Y los veo a todos, y pienso en el médico, en el auditor, en la ama de casa. Los veo sentados en cualquier banca. Han de estar hartos, como yo, cada quien de sus propias circunstancias. Tengo ya la indiferencia del médico por sus pacientes, del auditor por los números y del ama de casa por un trapo sucio. Estoy perdido y celebrar la misa no me ayuda. Lo único que disfruto, Edgar, son las misas de difuntos: despachar cuerpos al cementerio, ver las caras de miedo de todos al ver el cajón. Pienso en la dicha del muerto y espero con ansias el día en que esté acostado en medio de esas tablas, quizás ese día descubra algo
nuevo. Ojalá no sea a Dios, lo eterno ahora me aterra. Adónde voy, no sé. Por ahora estoy acá sentado, escribiéndote. Tengo a la vista el patio de esta casa parroquial, casa que me queda grande, a diferencia de las calles del mundo que me quedan pequeñas. Desde acá veo la silueta de las macetas colgantes del corredor que antes no veía. ¿Lo ves? Observo diferente, he leído, de a poco he ido encontrando una buena nueva distinta. Puedo correr ahora mismo hacia afuera, soñar, ir detrás de alguna campesina de ojos lindos que se llame Margarita. O no, pero eso será decisión mía. Esta es mi renuncia, hermano. Sé que te meto en problemas, somos pocos en la congregación y tendrás que explicar mi dimisión. Me atreví a escribirte esta carta porque sé que entenderás, y ruego a Dios —si es que existe— lanzando palabras al aire, que logrés contener la furia de los ancianos que afirmarán que siempre vieron al diablo en mí. Sigue tu camino, yo me voy afuera, todo o nada. No se trata de una mujer, se trata de todas, de cualquiera. No se trata de un pecado, sino de todos, del que me espera. Agradezco tu amistad. Soy bueno, amigo. Han pasado cosas, tentaciones. El miedo y la culpa me han convertido en otro. Me largo antes de convertirme en un monstruo, o de no ser nada. Un gran abrazo del alma. P. Ricardo Brenes Posdata: Esta es la última carta que firmo como Padre. Rezá por mí, aún sigo temblando. *Andrés Martínez es escritor guatemalteco. El relato que presentamos es inédito.
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DOMINGO 15 DE DICIEMBRE DE 2013 GUATEMALA
Cavilaciones POR MANFREDO CASTILLO
¿
Te acuerdas cuando llevaste a la capital a mi hermanito de tres meses, que hervía de calentura? Lo llevabas cubierto con una frazadita celeste con figuras de conejos. Pensabas que quizá era pulmonía o neumonía, quién sabe cuál era la diferencia. Casi nadie te vio salir por la calle polvorienta hasta la estación del tren. Llevabas en la pañalera tres pachas, una con leche y dos con agua de cebada. Escondido entre los pañales, metiste el monedero con los únicos ocho quetzales que te acompañaban y que creías suficientes para pagar la consulta del doctor, alguna medicina que le recetara al niño y el pasaje de vuelta. Quizá no alcanzaría para comer algo, pero eso no importaba. Nosotros estábamos pequeños. Mi hermana y yo nos quedamos al cuidado de mi tía Meches. Subiste con paso angustiado en el tren que venía de Barrios. No habías dormido ni una gota. Eras joven entonces. Tu angustia no consentía el sueño ni el cansancio. Eras infatigable. Todavía dejaste la horneada de pan para que la tía Meches lo sacara y lo vendiera. Esa mañana, que
parecía no avanzar, mirabas por la ventana del vagón los cerros grises, resecos por el duro verano de marzo. Hubieras querido que el tren corriera al doble de esa velocidad pasmosa con la que subía por Guastatoya, aunque no se te había muerto la esperanza. A cada poco abrías la frazada para ver a mi hermanito que había pasado varias noches grave, pero ahora venía bien dormido y no había querido probar pacha. Sentiste un gran alivio cuando el tren arribó parsimonioso a la estación de la Ermita. Ya casi llegamos, te dijiste. Minutos después, ya en la estación central de la dieciocho calle, te abriste paso, casi empujando a los pasajeros que reían con la boca abierta, admirados por la grandeza de la capital. La clínica del doctor quedaba a pocas cuadras, que caminaste a toda prisa. La espera se hizo eterna mientras pasaban dos pacientes que llegaron antes. Mi hermanito no abría los ojos, pero te aferrabas a la esperanza, aunque tenías el alma en un hilo. Pasó un paciente, y después de un rato, pasó el otro. Cuando te tocó tu turno, el doctor te hizo varias preguntas que contestaste
mecánicamente. Después te dijo que pasaras a la camilla para examinar al niño. Pero cuando lo destapó, sintió sus bracitos desfallecidos y ausente el aliento. Señora, te dijo, el niño se ha ido. Te quedaste pegada a la silla. El doctor, que ya te conocía por las veces que antes nos habías llevado a mi hermana y a mí, pareció lamentar no haber podido hacer nada por el muchachito y no te cobró la consulta. Quizá se te murió antes de llegar a la Ermita. Como sabía desde donde llegabas, te aconsejó que lo mejor, para evitar problemas, era que lo arroparas tan bien como lo habías llevado y que tomaras de regreso el tren del mediodía. Te tragaste las lágrimas y con la misma determinación, te fuiste a sentar a la estación central. Otra espera eterna. Para evitar sospechas, sacaste una pacha e hiciste como que se la dabas al niño. No probaste bocado en las horas que duró la espera. El ruido brusco de la locomotora te martillaba los sentidos. Había más calor de regreso. No mirabas los cerros ni las ramas secas de los árboles tan marchitos como tu esperanza. Ahora tu angustia era doble: la de mi herma-
no muerto y la de que algún policía te descubriera el delito de cargar su cuerpecito inerte. Al bajar del tren, camino a la casa, te deshiciste en llanto apretando a mi hermano. Unos vecinos llegaron y rápido desocuparon un cuarto para el velorio. Otros se fueron a Guastatoya a comprar la cajita blanca, de esas que les llaman para angelitos. Todo se llenó de de flores y el otro día temprano, lo llevaron al cementerio. No me dejaste ir porque dijiste que yo era muy chiquito. Esta tarde que avanza despacio, con la mirada prendida en el techo, miro desde la hamaca donde he pasado cavilando desde temprano. Te miro recostada en la cama, en el mismo cuarto aquel, con noventa y cuatro años sufridos y pobres y me pregunto de dónde has sacado tantas fuerzas para vivir. Si se te han ido todos, mi hermanito, la tía Meches, mi papá. Todos tus familiares han muerto hace años. Cómo has podido, si yo con mis cincuenta y cinco, siento que ya me pesa la vida.
Cosas de niños
Cada vez que pasamos por aquí, Andrés y yo no podemos evitar volver a comentar que no hay lugar parecido a este. Siempre andamos un rato en silencio y luego sin que nadie diga nada, uno de los dos empieza a jugar. Sé árbol, le dice Andrés a un pino altísimo. Sé piedra, le digo yo a una roca redonda y grande que no se mueve nunca de su lugar. Sé oveja, dice Andrés y ella brama como que si entendiera el juego. Sé pez, digo cuando llegamos al estanque, y allí decimos los dos por un buen rato sé pez, sé pez, sé pez a todos los pececitos en el agua. Son tantos que nos da pena dejar alguno olvidado porque puede que caiga ahogado al fondo. Luego seguimos con todo lo demás. Sé alga, sé musgo, sé libélula, sé agua, sé rana, sé hoja. Casi en el mismo momen-
to descubrimos nuestra imagen en el agua y con sorpresa nos miramos el uno al otro un rato en silencio. Entonces yo digo, sé mono y Andrés brinca por todos lados como mono, o él dice sé pájaro y yo aleteo y trato de levantar el vuelo. Sé abeja, sé planta, sé ardilla, sé flor. Nos reímos hasta que nos duele el estómago. Cuando se nos acaba la risa nos preguntamos si ya sabemos lo que vamos a decir para la última y seguimos jugando. También probamos con otros seres más difíciles. Nos tiramos en la grama y juntamos toda el ímpetu en nuestro corazón. Luego, los dos decimos al mismo tiempo: ¡Sé tortuga! ¡Sé avión! ¡Sé camello! Creemos que si los dos mencionamos al mismo tiempo la misma cosa, tenemos más probabilidades de que nuestro juego
se haga realidad. Toda esta travesura la empezó mamá cuando nos dijo un día que podíamos ser todo lo que quisiéramos ser. Solo teníamos que creer. Cuando en mi reloj faltan diez minutos para la cinco, empezamos con la última ronda. Ahí sí juntamos todas, todas las fuerzas. Empiezo yo, que soy el más grande y digo, sé Eduardo, y luego sigue él, sé Andrés. Los dos damos un brinco como respuesta al mandato y volvemos a nuestra piel. Yo le pregunto a mi hermano, ¿cómo es ser Andrés? y él dice, no lo sé. Luego me pregunta, ¿cómo es ser Eduardo? Y entonces yo respondo, tampoco sé. Jugamos este juego desde niños y al día de hoy aún nos cuesta responder.
POR NICTÉ GARCÍA
*Manfredo Castillo es escritor guatemalteco. El relato que presentamos es inédito.
*Nicté García es cuentista guatemalteca. El relato que presentamos es inédito.
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DOMINGO 15 DE DICIEMBRE DE 2013 GUATEMALA
Copenhague POR HANSEL ESPINOZA VILLATORO
H
ubo un tiempo en el que se me repetía el mismo sueño, noche tras noche. Era una extraña secuencia de imágenes absurdas e inmisericordes; una funesta mezcla de sueños y pesadillas. A pesar de despertarme cada madrugada sobresaltado, con la respiración entrecortada y angustiado, a la mañana siguiente me crecía un ansia inusual por volver a dormir y al cerrar los ojos ver nuevamente todo ese cuadro surreal que tejía mi mente. Varios meses antes había empezado a trabajar como corresponsal en un diario local. Era un diario pequeño y estaba lejos de ser uno de los más importantes de la ciudad. El salario nunca fue muy bueno, pero no me veía obligado a estar encerrado todo el día en un cubículo de dos metros cuadrados durante ocho horas seguidas y podía escribir en cualquier lugar; eso era lo mejor. Por esa época me mudé a un departamento más pequeño en un edificio viejo de la ciudad. Estaba a unas seis cuadras de donde trabajaba, pero parecía estar instalado en otra época. Toda esa área había quedado suspendida en el tiempo, repleta de anuncios oxidados de productos que ya ni siquiera existían. El edificio no tenía nombre, solo un gran número enfrente fundido en bronce. Al llegar al diario se veía que el panorama cambiaba súbitamente. Las calles se adornaban con destellantes luces de neón, con una multitud de personas yendo y viniendo, moviéndose frenéticamente de un lado a otro y pantallas gigantes con luces estrambóticas por doquier. Un bullicio ordenado para quien ya se
había acostumbrado. A mediados de ese año, luego de que algunos cuantos de mis reportajes fueran publicados, el director del diario me encomendó la tarea -vaga y fútil-, pensé, de escribir un reportaje de mil palabras sobre cualquier actividad novedosa y extravagante. Mil palabras luego me quedarían cortas. Al día siguiente salí más temprano de lo usual, divague un rato por las calles y me detuve frente a un quiosco de revistas y periódicos. Buscaba información sobre alguna actividad nueva que fuera a realizarse próximamente en la ciudad, y ahí estaba, en la página cinco de la revista más amarillista de todas: el anuncio sobre la venida de un circo argentino, presentando a la familia Cáceres como la familia más antigua de trapecistas y una infinidad de actos más. Quedé encantado con el hecho de no tener que seguir buscando algo más sobre que escribir; me sentí extrañamente aliviado, como si ya hubiera tenido completo todo mi trabajo y mi única tarea fuera presentar mi reportaje. Me acerqué durante esa noche al lugar en donde los miembros del circo habían instalado provisionalmente el campamento y me topé con un personaje extravagante y bajo, quien parecía ser el maestro de ceremonias. Después de un saludo afable y bastante exagerado de su parte y de un saludo extremadamente formal de la mía, me dirigió hacia el vagón enorme de la familia de trapecistas y me presentó a Hernán, uno de los últimos trapecistas vivos de la familia Cáceres. Quedamos de
vernos al día siguiente en un café que estaba cerca de ahí. Sorprendentemente, aceptó la invitación. Hernán Cáceres tenía cinco o seis años cuando vio por primera vez una función de circo. Era el mismo circo en el cual sus padres trabajaban desde que él nació, y los padres de sus padres también, pero él todavía no comprendía eso. No comprendía tampoco como el hombre vestido de blanco, de pie sobre una pequeña tarima ubicada en un lugar muy alto, podía lanzarse con determinación al vacío y en medio de la nada aferrarse a un pequeño hilo que lo hacía girar mágicamente por los aires, que lo llevaba de un lado a otro, a su antojo, y terminar en el extremo opuesto, a salvo y arrancando de la gente aplausos y ovaciones. Eso se quedó grabado fuertemente en su subconsciente. Al provenir de toda una familia de trapecistas, a Hernán le habían enseñado, entre juegos y bromas, el oficio. Desde ese momento y mientras fue creciendo había nacido en él la obsesión por volar todas las noches dentro de una carpa de lona gruesa, ante la vista de varias personas de rostros cambiantes. No se imaginaba aún que la peor obsesión que tendría habría de ser la que años después tuviera, cuando se enamoró de un espejismo. El circo en el que nació era en apariencia modesto, pero antiguo. Guardaba resabios de una gloria pasada que quizás ya no volvería y conservaba intactos aún sus viejos hábitos. Hacían su publicidad con payasos en zancos, con los mismos carteles marrones y mohosos que colga-
ban en cualquier lado. No necesitaban de las artimañas que usaban los demás circenses, los que hacen un gran estruendo con parlantes y altavoces cada vez que llegan a un pueblo o ciudad nueva y tienen la nefasta costumbre de pasear a los tigres por las calles. Los artistas y ayudantes que componían la totalidad de la numerosa familia eran extranjeros. Rondaba ya por los cincuenta años y por primera vez iba a contarle a alguien lo que le venía sucediendo desde la muerte de su hijo. Al igual que él, su hijo era trapecista, pero no corrían con la misma suerte. En un ensayo antes de una presentación de rutina, uno de los cables gruesos de acero que sostenía las vigas en donde se colocaban los trapecistas cedió y el único trapecista que se encontraba arriba, sin ningún tipo de medida de seguridad, murió. Habían pasado un par de años desde ese evento, pero se le oía en la voz lo poco que le resultaba aún ese tiempo para enterrar de una vez por todas su recuerdo. Yo me iba a convertir en un espectador de lo que parecía ser un pequeño fragmento de su vida, durante el transcurso de la semana en la que estaría en la ciudad, antes de que todos tuviéramos la oportunidad de ver la presentación inicial que tenían programada. Descubrí en ese corto pedazo de tiempo, por mis medios, algunos otros cuantos detalles de su vida y me quedan ahora cortas las palabras para contar la vida de alguien que decidió volverse inmortal, un domingo por la mañana. Por si fuera poco, Hernán había perdido también a su esposa, a quien
había tenido a la par suya desde que tenía veinte años. Una enfermedad inusual contraída en alguno de los tantos pueblos que visitaban le había quitado la vida. De eso habían pasado unos escasos meses. Mientras hablábamos de eso, en una de las pocas ocasiones que pude verlo, noté que se refería a ella de forma muy extraña: como si aún viviera pero no estuviera allí. Esa extrañeza fue producto de las alucinaciones que Hernán parecía tener. Días después de que su esposa murió, el encargado del circo supo que el espectáculo de trapecistas iba a quedar en un segundo plano y trajo desde Dinamarca a un conjunto de ilusionistas. Hernán se acercó una noche a ellos y desde entonces parecía ser el único que los entendía, aunque no se les acercara. El grupo formado por cuatro hombres robustos, seis mujeres jóvenes y un anciano ciego, llegó un martes común y corriente. Traían un vagón propio, tenían fijada una hora especial para programar sus actos, separados de la vista de los demás, y cargaban con toda una vida llena de secretos. Con la sutileza de quien pretende olvidar algo, o de quien no está seguro ya de lo que recuerda, Hernán me contó cada detalle de las últimas semanas de su vida. Él y los pocos seres opacos que conformaban su círculo íntimo, sabían que a pesar de haber menguado la cantidad de trapecistas, el acto que tenía ya varias décadas repitiéndose en el escenario, iba a continuar. Cada día parecía ser el mismo que el anterior, pero en uno de esos repetitivos pedazos de calendario, todo cambio. El circo había instalado su campamento en una ciudad nueva, calurosa y húmeda. La vida que Hernán llevaba era ahora un conjunto de tuercas monótonas que giraban sin cesar. Era un acto valeroso, o tal vez cobarde, no amilanarse y seguir con la rutina de una vida que no prometía más que aplausos sordos y noches grises. A los pocos días de haberse instalado, Hernán vio cómo su esposa ya muerta, ahora difusa y trémula, separada del resto, caminaba a pasos inciertos y se perdía en el vagón de los nuevos integrantes del circo. Sabía que no podía ser cierto, él mismo la había enterrado en un pequeño pedazo de tierra de algún lugar al que seguramente nunca volvería, y sabía también que los muertos ya no caminan entre los vivos. La curiosidad ahora lo atormentaba. Creyó que estaba perdiendo la razón o que había enfermado, se percató de que ninguna de esas posibilidades fuera cierta. Temió que las bases en las que había asentado su existencia no resistieran más. El espejismo se le siguió repitiendo todo el tiempo en momentos inesperados, cada vez más insistentemente. Ahora la veía a ella antes de comer, a media noche, justo cuando se despertaba en las tardes y hasta en el preámbulo de sus presentaciones. Ese espejismo conservaba intacta la belleza de su esposa, parecía que ella había logrado sobrevivir justo como él la recordaba en sus mejores épocas. Al final, después de varios intentos por perseguirla, por hablarle, por tomarla de un brazo y pedirle que lo
llevara lejos de ahí o se fuera para siempre, logró hacer contacto con ella. Todas las tardes ella entraba en el camarote vacío de su hijo, al cual Hernán había prometido no entrar otra vez. Una tarde lluviosa y oscura persiguió el fantasmal rastro de su esposa y llegó hasta ahí. Accedió por la estrecha puerta y la vio sentada sobre la cama. Tímidamente avanzó. Sintió en sus manos las gotas de sudor que le bajaban desde los brazos y tembló. No lo podía creer. Le habló, la llamó por su nombre, y ella le contestó. Había logrado al fin encontrar el refugio que tanto anhelaba. Cada tarde se encerraba ahí y junto a ella rememoraba sus mejores tiempos y revivía nuevamente el pasado. Tenía la impresión de adentrarse en una máquina del tiempo que lo llevaba de vuelta a los días que no volverían, parecía que ahora la vigilia y los momentos en que salía del camarote de su hijo no eran la realidad. Vivió nuevamente su juventud, plagada de errores y entusiasmo, los días en que conoció a su esposa, los escapes en la madrugada, el olor que la lluvia dejaba sobre la tierra, que era el mismo en cualquier parte del mundo y que también era de ellos dos. Se enamoró perdidamente del espejismo de su esposa, como quien se enamora en sueños, pero sabía que de un momento a otro, ella podía desaparecer y él sabía que no aguantaría tener que enterrarla una vez más. Pasó semanas enteras refugiado en su propio universo. Regresó ilusoriamente a Buenos Aires, en la época en la cual el circo funcionaba con normalidad y de forma maravillosa. Se vio a sí mismo al espejo con muchos años menos y se encontró caminando por las calles que lo vieron crecer. Estaba extasiado, pisando nuevamente los caminos de antaño, comiendo con la gente que tanto quería y respirando el claro aire de una primavera eterna. Las suaves manos de su esposa lo reconfortaban y la música no le había parecido tan real jamás. Para Hernán esa realidad era la única que necesitaba, no añoraba el presente cargado de memorias rotas. Mermado ya por la confusa sensación de no saber distinguir el lugar al que pertenecía, buscó la respuesta en otros medios. Cada momento que pasaba despierto, alejado de la otra vida que estaba viviendo, lo utilizaba para buscar la manera de volverse eterno, como un recuerdo que se repite incesantemente en una vieja máquina imparable. Consultó en los viejos libros de alquimia que guardaba en el cofre de su padre, en manuales esotéricos y libros de ciencia. Leía lo que fuera y se estremecía al pensar que no había forma de volverse inmortal, que no había forma de que alguien pudiera salir de la tumba y vivir otra vez. Hernán nunca había sido creyente de nada que pareciera ser ajeno a este mundo, y pensaba que ahora era muy tarde para serlo. Lo único que hacía en sus momentos de lucidez era rebobinar su mente hasta toparse nuevamente con sus memorias y terminaba confundiéndolos con ilusiones. De cualquier forma, uno se da cuenta que su presente se forma con cada una
de esas pequeñas cosas que se pueden recordar. En ocasiones nos atraviesa como un rayo un recuerdo que ya estaba nadando cerca del olvido y nos preguntamos cómo es que pudimos pasar por alto ese pedazo de nuestra historia. Pero los nuevos recuerdos que Hernán estaba creando lo alienaban más y más del mundo que conocía, así, de pronto, se estrelló contra la realidad, como un tren que golpea una y otra vez el mismo muro de piedra indestructible. Empezó a pasar las noches teniendo pesadillas horribles que le hacían imposible continuar viviendo. Ahí se topaba con los recuerdos que no quería tener. Miraba caer una y otra vez a su hijo y nunca podía estirarse lo suficiente como para atraparlo, como para asegurarlo y regresarlo a la vida. Se le desgarraba lentamente el telar de la existencia. Escuchar los gritos despavoridos de su hijo pidiendo ayuda lo destrozaba. Así vivió una vida utópica cada tarde junto al fantasma de su esposa, y vivió su propio infierno cada noche, junto a su hijo. Una de esas tantas noches de descanso intermitente, temiendo perder la razón, salió despavorido de su remolque y se dirigió casi involuntariamente hacia el lugar que resguardaba el ciego anciano danés, a quien el grupo entero de ilusionistas había encomendado la custodia de sus secretos. –Hay una única forma en la que se puede llegar a alcanzar la inmortalidad-, dijo el anciano al sentir los pasos de Hernán acercándose a él. –Le ganamos la batalla a la muerte solamente cuando logramos que nuestro recuerdo sobreviva de manera esplendorosa a nuestro cuerpo físico; aún así, no nacimos para ser inmortales- . El anciano había nacido en 1902, en Copenhague, a miles de kilómetros de ahí. Escapó de su tierra natal porque al igual que Hernán había vivido persiguiendo una ilusión. Estaba tan seguro de los lazos que lo vinculaban con cualquier espejismo, que terminó quedándose ciego y hablando solo. Con una voz tan débil como el escaso viento que los rodeaba, le reveló en un español rústico y sencillo la clave para aislarse de las alucinaciones y las pesadillas y a la vez le dio el único remedio para convivir con ellas. Quizás lo que tanto deseaba en el fondo el ciego anciano era dejar de ver completamente. No solamente dejar de ver nuestra realidad, sino también la abismal cantidad de seres fantasmagóricos que únicamente él, quien nadaba entre las p q penumbras, p podía ver. Él no había tenido la determinación para acabar con todo ese concierto de espectros necios. Así, de manera inesperada, Hernán supo qué era lo que tenía que hacer. Supo desde ese momento que sus días estaban contados, pero que la recompensa que tendría en su acto final sería desproporcional a los paupérrimos aplausos que llevaba recolectados durante toda una vida como trapecista. Planeó cuidadosamente el momento en que acabaría con su vida, justo en una de las funciones en las que él se presentaría y eligió un domingo para hacerlo. Llegó el sábado con su adormeci-
miento normal, con la gente caminando despreocupadamente por las anchas calles costeras, buscando en que malgastar el tiempo que les sobraba. Ese día vi a Hernán a solas por última vez y con una confianza renovada me dijo: -¿Sabes algo? El domingo, a las diez, me voy a matar-. Pasé por las fases usuales de la incredulidad; primero creí que era una muestra de un bizarro sentido del humor, luego, ya tomándome en serio sus palabras, me sentí naufrago en un mar de dudas. Si antes estaba perdido sin saber por dónde empezar a redactar algo más o menos coherente, ahora me ahogaba en una confusa tormenta. No podía simplemente hacerle una esquela fúnebre, darle una palmada en el hombro y pedirle que me enviara una postal si es que existía otro mundo. Me sentí cómplice de una historia que me sobrepasaba. Tenía que decidirme entre contar la verdad, que para cualquiera parecería ser un cuento de un hombre que había perdido la razón, un invento, una ficción; o tenía que hacer una reseña breve que resumiera lo bueno que Hernán era haciendo lo que mejor sabía hacer y esperar a que alguien más se encargara de difundir los detalles del terrible accidente que acabó con el último hombre de toda una estirpe de trapecistas. Cuando Hernán me contó su plan yo aún era presa de esos sueños recurrentes. Solía soñar con un auditorio repleto de sombras. Veía una figura alta e imponente de pie, a lo alto y muy lejos, saltando y cayendo hasta estrellarse por completo contra el suelo, mientras miles de voces indistintas gritaban. Yo intentaba tomar a esa figura e impedir su destino, pero no podía. El resultado era siempre el mismo. Pensé entonces que mis sueños formaban parte de mi subconsciente profetizándole un futuro lúgubre a un trapecista que no conocía, pero cuando Hernán me contó detalladamente, -con la voz entrecortada-, el sueño que él tenía, en el cual veía a su hijo caer, me di cuenta que mi sueños eran los suyos, que yo no estaba profetizando absolutamente nada, que yo simplemente estaba desenterrando su pasado. Hernán saltó desde el trapecio con los ojos cerrados, directamente al vacío, el domingo a las diez de la mañana. Nadie podría haber entrado en su mente y hacerlo cambiar de decisión; yo no quise intentarlo. Se liberó finalmente de todas esas fantasías irracionales que lo atormentaban, y ante los ojos del ciego anciano danés fue otro un habitante furtivo del falso universo que recreaba a donde quiera que fuera. El último espectáculo de la familia Cáceres puso fin a los sueños ajenos que me perseguían y yo entendí, tardíamente, que la inmortalidad de Hernán fue una simple ilusión más; el retrato de una redención imaginaria; el espejismo de un lago en medio de un desierto seco y áspero. *Hansel Espinoza Villatoro es cuentista nacido en Retalhuleu. El relato que presentamos fue el ganador este año del concurso de cuento Mario Monteforte Toledo.
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