Lecturas de fin de Año

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Lecturas de fin de a単o editor editorLuis Aceituno | dise単oDiana dise単o G. Lam/Estuardo de Paz | ilustracionesJean ilustraciones Metzinger g


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DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA

POR O. HENRY

El regalo de los Reyes Magos

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n dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el dueño del almacén y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que suponía un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad. Evidentemente no había nada que hacer fuera de tumbarse en el pobre lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos. Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía así lo habría descrito. Abajo, en la entrada, había un buzón al que no llegaba carta alguna. Y un timbre eléctrico al que no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”. La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando con la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” aparecían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien. Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas; se quedó de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, apenada

y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se puede ir muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad, algo que tuviera exactamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su cabellera y la dejó caer cuan larga era. Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia. La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían sobre la raída

alfombra roja. Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con los ojos todavía brillantes, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle. En la puerta donde se detuvo había un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta. -¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia. -Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo. La áurea cascada cayó libremente. -Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la cabellera con manos expertas. -Démelos inmediatamente -dijo Delia. Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los comercios en busca del regalo para Jim. Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún lugar había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por algún adorno inútil y de mal gusto, tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena. Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea

tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca. A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente. “Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”. A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne. Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces oyó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”. La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes. Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún g otro sentimiento para p los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña. Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él. -Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te he comprado! -¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera


darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental. -Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así? Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad. -¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota. -No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría

haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó. Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante. Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa. -No te equivoques conmigo, Delia

-dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento. Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se oyó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento. Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admi-

rando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color exacto para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido. Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo: -¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim! Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó: -¡Oh, oh! Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia. -¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con la cadena puesta. En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió. -Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego. Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos. O. Henry era el seudónimo del periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (1862 –1910). Se le considera uno de los maestros del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos sorpresivos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry” (“an O. Henry ending”).

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DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA


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DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA

POR JULIO RAMÓN RIBEYRO

El banquete C

on dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes. Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes

era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario. Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía. Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta

personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción. -Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto. -Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer). En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación. Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita al palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto. -Encantado (le contestó el presiden-

te). Me parece una magnífica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación. Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón. Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida. Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón para contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos)


se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con sus vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de una cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer. El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos. Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas. Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras. Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés. A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac. Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda

del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupo en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas. Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salita de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta. -Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga. Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad. A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos la vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir. Julio Ramón Ribeyro (1929 - 1994). Escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. Aunque el mayor volumen de su obra lo constituye la narrativa breve, también destacó en otros géneros como la novela y el ensayo. En 1994 (poco antes de morir) ganó el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.

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El viento POR BLAISE CENDRARS

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comienzos de la estación seca veis a todos los pájaros remontarse muy alto por los aires. Dan vueltas, aletean, se abalanzan, se dejan caer, remontan el vuelo, se persiguen, infatigables, obstinados, como si quisieran despistar. Todas las mañanas se citan en el cielo, donde evolucionan por bandadas, juguetean y pían a cual más fuerte. Pero si los observáis más detenidamente, veréis que semejante torbellino de alas, plumas y trinos ensordecedores, que cualquiera podría tomar por una pelea, no está causado por los pájaros, sino por el viento, el viento que los lleva, el viento que los lanza, el viento que los sopla, los anima y los cansa. Lo mismo ocurre a ras de suelo con eso que pasa levantando polvo, esa rápida bola de plumas, temblorosas, que no es el avestruz, sino el viento. El viento. El viento vive en la cumbre de una montaña muy alta. Vive en una gruta. Pero casi nunca está en casa, pues no puede estarse quieto. Siempre tiene que salir. Cuando está dentro, da voces y su cueva resuena en la lejanía como el trueno. Cuando por casualidad se queda dos o tres días en su casa, tiene que dedicarse a hacer ejercicio. Baila, brinca, salta sin ton ni son; le propina grandes arañazos a las piedras de silex, picotazos a las rocas, aletazos a su puerta, aunque la tierra se estremezca a lo lejos y el monte en que habita esté lleno de barrancos. Pero no debemos creer por eso que está enfurecido o que mide sus fuerzas, no. Se divierte. Juega. Eso es todo. Hace tanto ejercicio que siempre tiene hambre. Por eso entra, sale, vuelve a casa y sale de nuevo. Pero es todavía más impulsivo que glotón. Vuela hasta muy lejos para traer una semilla diminuta que deja caer antes de volver para abalanzarse sobre una piedra brillante que se dispone a depositar en su nido. Su casa está llena de conchas, chinas, de cosas atractivas e inútiles, un viejo trozo de hierro, un espejo. No hay nada que comer, nada bueno. Fuera, se come una mosca, la emprende con un plátano, desentierra una raíz de mandioca, sacude los árboles sin recoger las nueces, salta de los arrozales a los campos de mijo, revuelve el maíz, dispersa las habichuelas y las habas. Siempre distraído, pero con el ojo encendido por la codicia, suele comisquear todo sin llegar a alimentarse de forma seria. Por eso siempre tiene hambre. Es un ser tan atolondrado que con frecuencia ignora el porqué de su salida y llega a olvidar su hambre. Entonces se pregunta: -¿Por qué estoy dando vueltas en el aire?

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Y se enfurece y destroza todo, las plantaciones y lo demás, y aterroriza a los hombres guarecidos en sus pueblos. Una vez que ha conseguido derribar la choza de paja del jefe, ya se encuentra satisfecho y se remonta muy alto por los aires. Entonces se dice que planea. El agua apenas se riza. ¿Habéis notado que el viento no tiene sombra, ni siquiera cuando merodea en torno al sol, en pleno mediodía? Es un auténtico mago. Por eso es inconstante. Es el hijo de la Luna y el Sol. Por eso nunca duerme y nunca se sabe cuando bromea, zascandilea o se enfada. A fuerza de ir y venir, de dar vueltas y de regresar una y mil veces sobre sus pasos, nada se mueve en torno a su vivienda. Allí no hay más que piedras, piedras, arena y piedras movedizas. Es un espantoso desierto de calor y sed, y otra vez calor. Aquí es donde el viento juguetea como si tuviera hijos pequeños. Pero no tiene hijos. Vive solo. Y todas esas señales en la arena, las grandes y las pequeñas, las ha hecho el viento, bien posándose sobre sus patas, bien con la punta de las alas al desplazarse, y si os caéis en un hoyo, es también el viento quien lo hizo a propósito con un pico. ¡Buscad al viento! Pensaréis que está en una duna y estará en un barranco; lo buscaréis por los valles y estará en la cresta de una montaña. ¡Buscad al viento! Se reirá de vosotros en cada desfiladero, en cada pliegue del terreno, lejos o muy cerca, detrás de vosotros remolinea. ¿Qué forma tiene? Si rastreáis huellas en la arena, acabaréis como una tortuga. g Pero el viento está en la tortuga. Él ríe. Es un tambor. Y si oís andar por las piedras, no es un lagarto, es el viento, sí, el viento. Cuando el viento acaba por tener demasiado calor en su tierra, se marcha lejos y se deja caer en el mar. ¿Creéis acaso que saltan los peces? No, es el viento. ¿Una piragua que zozobra? No, es el viento ¿Una nube? ¡Ya está aquí la lluvia! ¡Ya está aquí la lluvia! ¡El tiempo seco ha terminado! ¡Y es otra vez el viento! Gracias, viento. Blaise Cendrars (1887 - 1961). Escritor suizofrancés. Sus viajes, reales e imaginarios, son la fuente de inspiración principal de su poesía y de su prosa. Tras enrolarse en la Legión Extranjera, participó en la Primera Guerra Mundial en la que, en 1915, perdió el brazo derecho. su Prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia, está considerado uno de los grandes libros de poesía del siglo XX.


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POR JAMES THURBER

La vida secreta de Walter Mitty “

¡Estamos pasando!”. La voz del comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo. Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca, cubierta de bordados de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises. “No lo lograremos, señor. En mi opinión, está a punto de desencadenarse un huracán”. “No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg -dijo el comandante-. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8.500 revoluciones! ¡Vamos a pasar!”. El golpeteo de los cilindros aumentó: tá-poquetá-poquetápoquetá-poquetá-poquetá. El comandante observó la formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y manipuló una hilera de complicados cuadrantes. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, gritó. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, repitió el teniente Berg. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3”, gritó el comandante. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3!”. Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos, dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, se decían entre sí, con sonrisa aprobatoria: “¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese viejo no le tiene miedo ni al diablo… !”. -“¡No tan aprisa! ¡Estás manejando demasiado aprisa! -dijo la señora Mitty-. ¿Por qué vamos tan deprisa?”. “¿Qué?”, dijo Walter Mitty. Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida que le hubiera ggritado en medio de una q multitud. “Íbamos a cien kilómetros –dijo-. Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta. Sí, ¡llegaste a cien!”. Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su imaginación. “Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión -dijo la señora Mitty-. Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te hiciera un examen”. Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le arreglaran el peinado. “No te olvides de comprar los zapatos de goma, mientras me peinan”, dijo ella. “No necesito zapatos de goma”, dijo Mitty.

Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano. “Ya hemos discutido eso -dijo j apeándose p del coche-. Ya no eres joven”. Él aceleró el motor unos instantes. “¿Por qué no llevas puestos los guantes? ¿Acaso los perdiste?”. Walter

Mitty se llevó la mano a un bolsillo y sacó de él los guantes. Se los puso, pero tan pronto como ella volvió la espalda y entró en el edificio, y después de llegar a una luz roja, se los quitó. “¡Dése prisa!” le gritó un policía cuando cambió la luz,

y entonces Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha. Anduvo recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el parque, cruzando de paso frente al hospital. -… es el banquero millonario,


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DOMINGO

WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington, de Nueva York, y el doctor Pritchard-Mitford, de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! -le dijo-. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard-Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis -dijo Pitchard-Mitford, estrechándole la mano. Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. “No sabía que estuviera usted aquí, Mitty -murmuró Remington-, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada a la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá-poquetá - poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando!”, exclamó un interno del hospital. “¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!”. “¡Calma, hombre!”, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se colocó frente a la máquina, que seguía haciendo de forma irregular poquetá – poquetá cuip. Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves brillantes. “¡Dénme una estilográfica!”, dijo secamente. Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso y en su lugar insertó la pluma. “Esto resistirá unos diez minutos –dijo-. Prosigan la operación”. Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía. “Ha aparecido la coreapsis -dijo Renshaw, muy nervioso-. ¿Quisiera usted intervenir, Mitty?”. Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los dos grandes especialistas. “Si ustedes lo desean…”, dijo. Le pusieron una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes de cirugía que le presentaban las enfermeras. “¡Atrás, Mac, atrás! -dijo el encargado del parque-. ¡Cuidado con ese Buick!”. Walter Mitty aplicó los frenos. “No, por ahí”, continuó el encargado. Mitty murmuró algo ininteligible. “Déjelo en donde está. Yo lo colocaré debidamente”, dijo

el aparcador. Mitty se apeó del coche. “¡Pero déjeme la llave!”. “Sí, sí”, dijo Mitty y entregó la llave del motor. El aparcador saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido. “Son gente demasiado orgullosa”, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main; “creen que lo saben todo”. Una vez, a la salida de New Milford, había tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico desenredara las cadenas. Desde entonces, cuando se trataba de quitar las cadenas, la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para que efectuaran esa sencillísima operación. “La próxima vez, pensó Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí, pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas”. Pisó con disgusto la nieve fangosa en la acera. “Zapatos de goma”, se dijo, y se puso a buscar una zapatería. Cuando salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa le había encargado su mujer. Le había dicho algo dos veces, antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal. ¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo iniciativa o plebiscito? Se dio por vencido. Pero ella seguramente se acordaría. “¿Dónde está la cosa esa que te encargué? -le preguntaría-. No me digas que te olvidaste de la cosa esa?”. En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del juicio de Waterbury. -…Tal vez ésta le refrescará la memoria. El fiscal, súbitamente presentó una pesada pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos. “¿Ha visto usted esto antes, alguna vez?”. Walter Mitty tomó la pistola y la examinó con aire de conocedor. “Esta es mi Webley - Vickers 50.80”, dijo con calma. Un murmullo que denotaba agitación general se oyó en la sala de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo. “Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego, ¿verdad?”, dijo el fiscal con tono insinuante. “¡Objeto la pregunta! -gritó el defensor de Mitty-. Hemos probado que el acusado no pudo haber hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo”. Walter Mitty levantó la mano como para imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron perplejos. “Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory Fitzhurst a cien metros de

distancia, usando mi mano izquierda”. Se desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty. El fiscal la golpeó de una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre. “¡Miserable perro!”. -Bizcocho para cachorro, dijo Walter Mitty. Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír. “Dijo bizcocho para cachorro -explicó a su acompañante-. Ese hombre iba diciendo bizcocho para cachorro, hablando solo”. Walter Mitty siguió su camino de prisa. Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle arriba. “Quiero bizcocho para perritos muy chicos”, dijo al dependiente. “¿De alguna marca especial, señor?”. El mejor tirador de pistola de todo el mundo pensó durante un momento. “Dice en la caja bizcocho para cachorro”, dijo Walter Mitty. Su mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas veces. No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Libertyy y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas. “…El cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor”, dijo el sargento. El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el pelo alborotado. “Llévenlo a la cama con los otros -dijo con tono de fatiga-. Yo volaré solo”. “Pero no puede usted hacerlo, señor -dijo el sargento con ansiedad-. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier”. “Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones -dijo Mitty-. Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?”. Sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las astillas volaban por todas partes dentro

del cuarto, “una migajita del final”, dijo el capitán Mitty negligentemente. “El fuego se está aproximando”, dijo el sargento. “Sólo vivimos una vez, sargento -dijo Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz-. ¿O acaso no es así?”. Se sirvió otra copa, que apuró de un trago. “Nunca había visto a nadie que tomara su coñac como usted, señor -dijo el sargento-. Perdone que lo diga, señor”. El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su automática Webley-Vickers. “Son cuarenta kilómetros a través de un verdadero infierno, señor”, dijo el sargento. Mitty tomó su último coñac. “Después de todo –dijo-, ¿en dónde no hay infierno?” El rugido de los cañones aumentó; se oía también el rat-tat-tat de las ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el paquetá – paquetá - paquetá de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty llegó a la puerta del refugio protector tarareando Auprés de ma blonde. Se volvió p para despedirse p del sargento g con un ademán, diciéndole: “¡Ánimo, sargento…!”. Sintió que le tocaban un hombro. “Te he estado buscando por todo el hotel -dijo la señora Mitty-. ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo esperabas que pudiera dar contigo?”. “Las cosas empeoran”, dijo Mitty con voz vaga. “¿Qué?”, exclamó la señora Mitty. “¿Conseguiste lo que te encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?”. “Los zapatos de goma”, dijo Mitty. “¿No pudiste habértelos puesto en la zapatería?” “Estaba pensando -dijo Walter Mitty-. ¿No se te ha llegado a ocurrir que yo también pienso a veces?”. Ella se le quedó mirando. “Lo que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a casa”, dijo. Salieron por la puerta giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de la esquina le dijo ella: “Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un minuto”. Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó los talones. “¡Al diablo con el pañuelo!”, dijo Walter Mitty con tono desdeñoso. Dio una última chupada y arrojó lejos el cigarrillo. Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin. James Grover Thurber (Columbus, Ohio, 1894 - Nueva York, 1961). Escritor y humorista gráfico estadounidense cuyos trabajos, que van de lo absurdo a lo satírico, le dieron un lugar entre los mejores humoristas del siglo XX.

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elacordeón

Un asunto vulgar

DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA

POR ARKADY AVÉRCHENKO

L

a víspera de Navidad. El frío era muy intenso, el viento atacaba furioso las casas y los árboles y no perdonaba a los transeúntes, que hacían todo lo posible para librar de sus ataques las mejillas, la nariz y la frente. Cuando se cansaba de callejear, se encaramaba sobre los altos edificios, en busca de un campo de acción más despejado, más abierto, y daba rienda suelta a su furia salvaje, rugía como un león, saltaba de tejado en tejado, se colaba por las chimeneas. El novelista Dojov y el pintor Poltorakin marchaban por la acera, cubierta de nieve, envueltos en buenos abrigos. Iban a una fiesta infantil que se celebraba aquella noche en casa del editor Sidayev, y pensaban con placer en la grata velada que les esperaba en los ricos y tibios salones, ante el árbol de Navidad, rodeados de niños felices, alegres. El frío arreciaba. —Es muy difícil escribir cuentos de Navidad —decía Dojov—. O hay que desarrollar un asunto vulgar, o pintar una serie de horrores más vulgar aún… De pronto se detuvo y volvió la cabeza hacia las gradas de una casa de la acera opuesta, medio cubiertas de nieve. —¡Mira! ¿Qué es eso? —¿El qué? —Ese bulto, en las gradas… A la derecha, en el fondo… Los dos amigos

se acercaron y vieron acurrucado en el rincón a un muchacho. —¿Qué haces ahí? —¡Eh, chico! ¿Qué haces ahí, a estas horas? El muchacho se removió, y surgieron de entre los andrajos que le cubrían una manecita roja de frío y una cara de ojos brillantes, mojados de lágrimas. Debía de tener ocho o nueve años. —¡Me muero de frío! —balbuceó, castañeteando los dientes. —¡No es extraño! —comentó, compasivo, el pintor—. Mira qué miserables harapos… El novelista se inclinó, pensativo, sobre el muchacho. —¡Poltorakin! —preguntó con acento solemne—. Esta noche es Nochebuena, ¿no? —Sí; Nochebuena. —Pues… ¡ya ves! —Sí; ya veo… El novelista señaló al chiquillo. —¿Te has hecho cargo…? —¿De q qué? —¡Qué torpe eres! ¡Éste es el niño que se muere de frío! —¡Vaya y una noticia! —Éste es el famoso muchacho que se muere de frío en Nochebuena —añadió el novelista, en el tono de un hombre que acaba de hacer un importante descubrimiento científico. ¡Hele aquí! ¡Por fin lo veo con mis propios ojos! El pintor se inclinó también sobre

la pobre criatura. —¡Sí, no hay duda —dijo, examinándola atentamente—, es él en persona! Mañana es Navidad, si no mienten nuestros calendarios… Y no deben de mentir, cuando Sidayev nos ha invitado… —Quizás haya por aquí algún árbol de Navidad encendido. Eso completaría el cuadro. La música, la sala iluminada, los alegres gritos de los niños en torno del árbol y, a algunos pasos de distancia, un pobre muchacho muriéndose de frío… —¡Mira! —gritó el pintor—. En aquella casa, en la de la esquina, en el cuarto piso, la cuarta, quinta y sexta ventanas están muy iluminadas… Allí hay, seguramente, un árbol de Navidad iluminado. —¡Entonces, todo está en regla! —¿Qué? —Que parece un cuento de Navidad… ¡Es curioso! He leído y hasta he escrito una porción de cuentos sobre el tradicional muchacho que se muere de frío en Nochebuena; pero no lo había visto nunca. —Sí; se abusa un poco de ese asunto. Basta abrir en estos días cualquier periódico para tropezarse con un muchacho helado, protagonista de una narración sentimental. —Desde hace algunos años suelen leerse también, en estos días, sátiras más o menos ingeniosas de tal abuso; pero esas sátiras también se han hecho ya vulgares. Ningún escritor que se respete

se atreve a servirse, ni en broma ni en serio, del tradicional muchacho. —Sí; es verdad… Si contamos en casa de Sidayev que acabamos de ver a un muchacho muriéndose de frío, como en los cuentos de Navidad, no

Convivientes POR OSWALDO SALAZAR

P

or fin, el momento llegó. Tenía que ser. Imposible evitarlo. La jornada de trabajo había terminado y sus compañeros se disponían a salir. Pero hoy no era como todos los días. Era (habían dicho en el telenoticiero la noche anterior) “el día de más congestionamiento vehicular del año”. Viernes 19 de diciembre, cinco menos cinco de la tarde, día del convivio. Adán se levantó el último y, con la parsimonia de un vencido, caminó al baño. A su paso escuchó voces animadas, murmullos contenidos, risas estentóreas. Abrió la puerta y todo ese bullicio se apagó de golpe. La luz iluminó su rostro en el espejo y, sin notarlo, lentamente, con la curiosidad de alguien

que ve algo por primera vez, se inclinó para examinar de cerca su rostro. Ahí estaba de nuevo, un año después, en el mismo lugar, disponiéndose a hacer lo mismo. La memoria cotidiana no le impidió ver los cambios que esos trescientos días habían dejado en su mirada. El ojo izquierdo una pizca más cerrado que el derecho. Melancólico, nostálgico se veía al lado del otro más abierto, ansioso, casi violento, como si tuviese dos rostros. Un año después. El más triste, quizá, de su vida. El que se había llevado a su hermana, el que vio cómo la consumía el cáncer en esa cama infame en la que nadie había vuelto a conciliar el sueño. Esa cama que quedó ahí, sola, quieta, como una tumba abierta de donde emergía la voz del dolor. Adán cerró los ojos un momento. El bullicio se escuchaba lejano. Sintió de

pronto el deseo de no salir de ese pequeño refugio, de esperar a que sus compañeros empezaran a salir. Total, nadie notaría su ausencia. Se demoró en el lavabo. Sintió la suavidad de sus manos al frotarlas, dejó correr el agua sobre ellas como si quisiera deshacerse de algo y, al no tener más remedio, dispuso salir. La oficina había quedado semivacía y el tropel había terminado. Pero allá, al fondo, todavía se veía algún movimiento. ¡Adán!, le dijo el jefe de personal, ¿todavía por aquí? Yo ya lo hacía en camino. No, no me conteste. Yo sé que lo de su hermana aún es muy reciente. Mire, si se lo cuenta a alguien diré que es falso, pero siéntase en la libertad de irse a su casa. Yo sé lo que es eso. Uno, sencillamente, no tiene ganas de nada. Gracias, respondió Adán. La verdad preferiría ir a descansar… y ya que


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elacordeón con ternura… El pintor miró al novelista con ojos burlones. —¡Caramba, qué improvisación! ¡A que acabas por escribir algo sobre el tradicional muchacho! El novelista se rió. —Sí; le he dado rienda suelta a mi imaginación. Pero ¡no!… ¡Dios me libre! Detesto todo lo vulgar. ¡Vámonos! —Pero… ¿vamos a dejar helarse a este niño? Podíamos llevarlo a algún sitio donde pudiese entrar en calor y cenar… —Sí, sí —repuso, irónico, mordaz, el novelista—. Y mañana se despertaría en la camita caliente y vería inclinado sobre él el rostro barbudo… como en los cuentos de Navidad. Estas sarcásticas palabras azoraron mucho al pintor, que no se atrevió a insistir. —Bueno; como quieras… Sigamos nuestro camino. Y los dos amigos se alejaron, reanudando la conversación interrumpida. Sus voces fueron apagándose en la distancia. El muchacho se quedó solo, acurrucadito en el rincón, y la nieve siguió cubriéndolo… El pobre no sabía que era —¡picara suerte!— un asunto vulgar. Arkady Avérchenko (1881-1925). Se convirtió en uno de los escritores satíricos más populares de Rusia en los años previos a la Revo-

nos creen. —Se echan a reír. —Se burlan de nosotros. —Se encogen de hombros. —No; más vale no contarlo. ¡Un niño que se muere de frío! ¡Qué vulgaridad!

Es una cosa que no puede tomar en serio ninguna persona dotada de un poco de gusto literario. —Figúrate —dijo el novelista— que se encuentran a esta criatura unos obreros, unos hombres toscos e iletrados, que no

han leído nunca cuentos de Navidad. Se la llevan a su casa; le dan de cenar, le iluminan de, quizá, un arbolito… Y mañana se despierta en una cama limpia y caliente, y ve inclinado sobre él a un obrero de hirsuta barba, que le sonríe

usted me lo permite, le voy a tomar la palabra. No se preocupe. Ya le contaremos el lunes cómo estuvo la cosa, agregó, mientras le extendía la mano. Adán salió a la calle y sintió cómo el aire helado agitaba sus pantalones, enfiló hacia el parqueo y, una vez sentado ante el volante, palpó en su pecho la fotografía que su hermana le había dado en esos últimos días. Recordó sus ojos de ansiedad, la angustia de quien sabe que está perdiendo sus atributos. Pudo escuchar aún su voz grave, sus medias palabras, diciéndole ahí, buscá ahí, en la gaveta… una foto de mi papá… Cerró los ojos para recordar mejor el esfuerzo que Angélica hizo por alcanzar la mesa de noche, su brazo blanquísimo, su camisón arrugado a medio hombro. Recordó que le había dicho no, por favor, yo la alcanzo, que había abierto la gaveta, que Angélica, todavía angustiada, le decía buscá… entre esos papeles… y que él, con cierto temor, empezaba a escudriñar entre novenas, imágenes de santos, misales y pequeños

libros del Padre Estrada, hasta que se asomó la pequeña esquina de una vieja fotografía con marco dentado. Esa, dijo Angélica, la encontré en su casa el día que lo enterramos. Ahí estaba su padre, muy joven, de traje y sonriente en la sala de una casa con piso de tierra, acompañado de una mujer desconocida. “En la casa parroquial, el día de mi boda”, decía, de su puño y letra. Adán recordó su estupor de aquel momento y ahora, un mes después, no sabía decir si era su imaginación o en verdad Angélica había respirado hondo y cerrado los ojos como quien se quita un peso de encima. Lo cierto es que en aquel momento, sin saber cómo, decidió agarrar camino. Todavía era de día y, si llegaba de noche, no sería demasiado tarde. De lejos, las colas de vehículos se veían como series de foquitos de navidad. Poco a poco, mientras se acercaba al límite de la ciudad, el tráfico se hacía más fluido y la luz disminuía, hasta que llegó el momento en que lo envolvió la

oscuridad de la carretera a occidente. Adán sabía que debía desviarse a la altura del kilómetro sesenta, que tendría que recorrer un camino de terracería antes de llegar a la aldea. Casi a tientas, cuando el momento llegó, cruzó a la derecha y tuvo la sensación de manejar a través de un túnel. La pequeña iglesia había cerrado ya una de sus puertas y se veía una luz en la casa parroquial. Adán decidió tocar la puerta de la casa imaginando que el padre ya se encontraba ahí. Nada. Volvió a tocar un poco más fuerte, y cuando estaba a punto de irse escuchó que alguien se acercaba a la puerta con dificultad. ¿Quién?, dijo una voz masculina. Adán Blanco, contestó, mientras escuchaba que el viejo corría una tranca y quitaba un candado. El hombre habrá tenido, por lo menos, ochenta o incluso noventa años. Y la primera cosa que Adán notó fue que el padre era ciego. Por fin te decidiste a venir, dijo, como si lo conociera y, además, lo hubiera esperado por años. Pasa, añadió,

lución de 1917. Su obra más conocida, Humor para imbéciles, es un conjunto de cuentos en los que el autor, se burla de sus propios personajes con burdas descripciones de situaciones divertidas, con agilidad, sencillez e ingenio

haciéndose a un lado. Adán, sin decir palabra, cruzó el umbral y, de pronto, se vio dentro de la foto que traía en el bolsillo. El lugar no había cambiado un ápice. Y en esos segundos de espera, sin pensar, respondió sí, más vale tarde que nunca. El padre, dejando caer su cuerpo sobre una silla, dijo tú fuiste una de las primeras personas que casé. Después me enteré que habías abandonado a tu familia y que llevabas una vida de conviviente. La vida, interrumpió Adán, es complicada. El Señor, respondió el padre con el ceño fruncido, es el Señor… sus caminos son extraños… cruzan las vidas de muchas personas. Pero lo importante es que volviste, que sigues siendo el mismo, tan joven como entonces. Y una sonrisa empezó a dibujarse en su rostro. Oswaldo Salazar es escritor, filósofo y académico guatemalteco. Entre sus publicaciones se encuentra ‘Por el lado oscuro’, novela ganadora del Premio Mario Monteforte Toledo.

DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA


Un hombre muerto a puntapiés

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elacordeón

DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA

POR PABLO PALACIO

¿

”Cómo echar al canasto los palpitantes acontecimientos callejeros?” “Esclarecer la verdad es acción moralizadora”. El Comercio de Quito “Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas. “Esta mañana, el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso. “Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho”. No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde. Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García. Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula. Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos

a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es esencial, muy esencial. La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (véase Aristóteles y Bacon). El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja. La inducción es algo maravilloso.

Parte de lo menos conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No lo recuerdo bien… En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?) Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven. Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer. -Bueno, y ¿cómo aplico este método maravilloso? -me pregunté. ¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años. Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario- y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio -¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!-.

Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado. Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor Comisario de la 6a….” fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: “Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso”. Y yo, por una fuerza secreta de intuición, que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes. Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras… Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas. Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a. quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente: -¡Ah!, sí… El asunto ese de un tal Ramírez… Mire que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor… Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso… algún deudo… ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero… -No, señor -dije yo indignado-, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más… Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un hombre que se interesa por la justicia”. ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme: -Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas… El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin. Y se portó muy culto: -Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero… Eso sí, con cargo de devolución -me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos. Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías. -Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?


-Una seña particular… un dato… No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura -el Comisario era un poco alto-; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular… no… al menos que yo recuerde… Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo. Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos. Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance. Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra. Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios. Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo. Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado. Cogí un papel, trace las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable… ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer. Después… después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos. ¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez! Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron… Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones: El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera); Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años; Octavio Ramírez andaba escaso de dinero; Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero. Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad. Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez,

descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo. ¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna. ¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones?: “Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado” o “Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí” o “Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos”. Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso. También era muy fácil declarar: “Tuvimos una reyerta”. Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores. Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en

estos términos: Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de enero de este año. Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos. Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso. La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire. Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso. Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos. Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas… Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó

una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente. Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió. -¡Pst! ¡Pst! El muchacho se detuvo. -Hola rico… ¿Qué haces por aquí a estas horas? -Me voy a mi casa… ¿Qué quiere? -Nada, nada… Pero no te vayas tan pronto, hermoso… Y lo cogió del brazo. El muchacho hizo un esfuerzo para separarse. -¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa. Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando: -¡Papá! ¡Papá! Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo. Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo. -¿Que quiere usted, so sucio? Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso. Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha. ¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés! Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz! Así: ¡Chaj! con un gran espacio sabroso. ¡Chaj! Pablo Palacio (1906 - 1947). Escritor y abogado ecuatoriano. Fue uno de los fundadores de la vanguardia en el Ecuador e Hispanoamérica, un adelantado en lo que respecta a estructuras y contenidos narrativos. Su producción literaria se condensa en cuatro libros: ‘Un hombre muerto a puntapiés’ (cuentos, 1927), Débora (novela, 1927), Comedia inmortall y Vida del ahorcado (1932).

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POR RAY BRADBURY

La carretera L

a lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño. Hernando esperaba que cesara la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón —otro río— yacía inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en verdad, algo muy raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le gritara: “¡Eh, usted! ¿Podemos sacarle una foto?”. Alguien con una cámara de cajón, y una moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su sombrero, a veces le decían: —Oh, será mejor con el sombrero puesto —Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decían la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la luz del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a recoger el sombrero. —¿Pasa algo, Hernando? —le dijo su mujer. —Sí. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto. Hernando se alejó de la cabaña, con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza, haciendo saltar cacharros y gallinas. Había venido sola,

rodando rápidamente. El coche (de donde venía la rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen tiempo, cuando el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía en el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro subía de nuevo, y ya no se lo podía ver. Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de suelas de goma. Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento. Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso. Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rápidos, se habían ido. Hernando oyó a lo lejos el sonido de la última bocina. La carretera estaba otra vez desierta. Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que perseguía a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte. ¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y se frotó

suavemente las manos contra los costados del cuerpo. Y ahora, completamente solo, apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde la montaña, camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, venía un viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y óxido. El radiador hervía furiosamente. —¿Nos da un poco de agua? ¡Por favor, señor! El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad. Vestía un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota, mojando al joven conductor y a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy bonitas. El joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la lluvia llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al muchacho. El muchacho tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y era raro. Estas gentes siempre estaban quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la distancia. Hernando asintió con un movimiento de cabeza. —Les traeré agua. —Oh, rápido, por favor —gritó una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor. La muchacha no parecía impaciente, sino asustada. Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que de costumbre; pero ahora, y por primera vez, echó a correr. Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza era, también, un regalo del camino. Una tarde había aparecido como una moneda que alguien hubiese arrojado a su campo, redonda y reluciente. El coche se alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata. Hasta hoy lo habían usado en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón. Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la vista y miró los rostros atormentados. —Oh, gracias, gracias —dijo una de las jóvenes—. No sabe cómo lo necesitamos. Hernando sonrió. —Mucho tránsito a esta hora. Todos en la misma dirección. El norte. No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a mirar, ahí estaban las muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban con fuerza. Y el joven trataba de hacerlas callar tomándolas por los hombros y sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las muchachas, con los periódicos sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y los rostros sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente. Hernando las miró, con la taza vacía en la mano. —No quise decir nada malo, señor —se disculpó. —Está bien —dijo el joven. —¿Qué pasa, señor?

—¿No ha oído? —replicó el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con una mano, se inclinó hacia él—: Ha empezado. No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte que antes, olvidándose de los periódicos, dejando que la lluvia cayera y se mezclara con las lágrimas. Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró el cielo, ennegrecido por la tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el asfalto bajo los pies. Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un peso. —No —Hernando se lo devolvió—. Es un placer. —Gracias, es usted tan bueno —dijo una muchacha sin dejar de sollozar—. Oh, mamá, papá. Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en casa. Oh, mamá, papá. Y las otras muchachas se unieron a ella. —No he oído nada, señor —dijo Hernando tranquilamente. —¡La guerra! —gritó el hombre como si todos fuesen sordos—. ¡Ha empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo! —Señor, señor —dijo Hernando. —Gracias, muchas gracias por su ayuda. Adiós —dijo el joven. —Adiós —dijeron las muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo. Hernando se quedó allí, inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle con un ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los periódicos abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres. Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le resbalaba por las mejillas y a lo largo de los dedos, y le entraba por los pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el cuerpo duro y tenso. Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho tiempo. La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En sólo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva. Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol. —¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada. —No es nada —replicó Hernando. Hundió el arado en el surco. —¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas. —¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando. Ray Bradbury (1920 - 2012).Escritor estadounidense del género fantástico y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianass (1950)3 y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953).


Las islas POR ORHAN PAMUK

U

na semana después de nacer me llevaron a las islas a pasar el verano de 1952. Mi abuela tenía una casa de dos pisos bastante grande en Heybeli, al lado del bosque, cerca del mar y en medio de un gran jardín. Un año más tarde, en el balcón de esa misma casa, grande como un porche, me hicieron mi primera fotografía andando. En la primavera de 2002, cuando escribí esto, alquilé una casa también en Heybeli, cerca de la de mi infancia. En estos cincuenta años he pasado muchos veranos en las islas de Estambul, en Burgaz, Büyükada y Sedefadasi, y en ellas he escrito bastantes novelas. En la casa de Heybeli había un rincón en el que cada año se marcaba lo que habíamos crecido nuestros primos y nosotros. A pesar de que la vendimos a causa de peleas familiares, cuestiones de herencias y bancarrotas, todavía voy de vez en cuando a mirar esas marcas fascinantes de la pared que muestran mi crecimiento dedo a dedo a lo largo de los años. El verano en Estambul comienza para mí con la mudanza a las islas. Para ello es necesario que se hayan terminado las clases y que el tiempo sea lo suficientemente cálido como para poder bañarse en el mar, o sea, cuando el precio de fresas y cerezas ha bajado bastante. Cuando era niño los preparativos previos a la marcha a las islas duraban mucho más que ahora. Como en la casa de verano no había nevera y un frigorífico era un carísimo lujo occidental, la abuela descongelaba el de su casa y hacía que los porteadores que llamaba a casa lo envolvieran en tela de saco y lo bajaran con poleas; la loza se envolvía en papel de periódico; se le ponía naftalina a las alfombras y se enrollaban; y, entre el continuo bullicio de lavadoras,aspiradoras,discusionesyfaena, se clavaban periódicos con chinchetas en las ventanas de la casa de invierno para que tapicerías, sillones y cortinas no perdieran el color con el sol. Por fin, cuando nos subíamos apurados a uno de los vapores de las líneas urbanas, que éramos capaces de diferenciar por su forma, me poseía la emoción. Me daba la impresión de que aquel viaje de hora y media a principios de verano no terminaría nunca. Aspirando la frescura y el olor a mar y primavera, mi hermano y yo dábamos un par de vueltas arriba y abajo por el barco, presionábamos a mi abuela o a mi madre para que le compraran al vendedor de camisa blanca que paseaba con la bandeja en la mano una gaseosa para cada uno, bajábamos para charlar con el cocinero, que vigilaba la nevera, las maletas y los baúles junto a las amarras, y seguíamos con todo interés y observando cada detalle cómo el barco se aproximaba a las islas previas de Kinali y Burgaz, cómo ataban las amarras y cómo lo acercaban al muelle. (Cada ciudad tiene sus propios sonidos que es imposible escuchar en cualquier otro sitio y que los que viven en ella conocen perfectamente y comparten como un secreto: de la misma forma que

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París tiene el silbato del metro, Roma los aullidos de las motocicletas y Nueva York su extraño estruendo, Estambul tiene desde hace sesenta años el mismo sonido metálico de la pasarela de madera con ruedas de hierro siendo arrastrada al vapor que se acerca y la ciudad entera reconoce ese incomparable ruido.) Por fin, cuando el vapor se arrimaba al muelle de Heybeli y era amarrado, mi hermano y yo, sin hacer el menor caso a los gritos de nuestra madre y nuestra abuela de “¡Quietos, os vais a caer!”, echábamos a correr felices hacia la isla. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando los más adinerados de Estambul y la clase media alta comenzaron a usar las islas como lugares de excursión y veraneo. Hasta finales del XVIII sólo algunas barcas de remos para el comercio hacían el viaje a las islas y llevaba cerca de medio día llegar desde el puerto de Tophane. Antes de eso las islas eran el destino al que los bizantinos desterraban a los políticos y emperadores caídos, espacios vacíos que servían de prisión cubiertos de monasterios, monjes, huertos y pequeñas aldeas de pescadores. A partir de principios del siglo XIX comenzaron a convertirse en el lugar donde pasaban el verano los cristianos de Estambul, los levantinos y diversos miembros de embajadas extranjeras. El que en 1894 se establecieran viajes diarios durante el verano de manera regular con los barcos de vapor ingleses que habían sido traídos a Estambul, redujo la travesía de la

ciudad a Büyükada a hora y media o dos horas. Aquel viaje en barca de medio día al destierro en el que morirían y serían olvidados, que en tiempos hacían una vez en la vida para no regresar nunca más los emperadores, príncipes y emperatrices bizantinos derribados del poder y los políticos que habían sido derrotados en la lucha por el trono, a quienes habían cegado con un hierro candente, a partir de los cincuenta, gracias a las travesías express, s fue heredado por la multitud de estambulíes adinerados que cada tarde regresaban en cuarenta y cinco minutos de la ciudad a las islas. En los sesenta y los setenta, cuando los grandes ricos de Estambul todavía no habían descubierto el sur, Antalia y Bodrum, en las tardes de verano era tan difícil encontrar un sitio para sentarse en los express que salían de Karaköy que una hora antes de que zarpara, los potentados enviaban a alguien, a un propio, para que ocupara el lugar en el que preferían sentarse y cuando el señorito llegaba al barco a su hora, el propio dejaba su sitio al patrón y se bajaba del barco. Como los varones ricos y adultos de Estambul, fueran judíos, cristianos o musulmanes, no tenían costumbres como la de leer, para divertir a esa masa de hombres que volvían del trabajo intentando matar el tiempo fumando, observando el mar y mirándose unos a otros, una serie de emprendedores particulares comenzaron a organizar por aquellos años juegos y rifas. Recuerdo cómo mi tío llegó sonriendo una noche

a nuestra casa de Heybeli con una enorme langosta que había ganado en uno de aquellos sorteos en los que los premios consistían en símbolos de lujo inencontrables en el país, como grandes piñas tropicales o botellas de whisky. A partir de principios de los ochenta, cuando el mar de Mármara empezó a contaminarse, las islas dejaron lentamente de ser el lugar donde los ricos de Estambul se arrimaban unos a otros por conciencia de clase, donde por las noches se lucía la ropa traída de Europa, donde no se avergonzaban de demostrar su poderío económico. Una tarde del verano de 1958 fuimos con nuestros padres a una recepción a la orilla del mar en un suntuoso yate que nos llevó de Heybeli a Büyükada. Recuerdo ver hermosas mujeres en bañador que se bronceaban en la orilla del mar untándose cremas, hombres ricos que bromeaban a voces y camareros de camisas blancas que les ofrecían a todos ellos bandejas de canapés y bebidas. Como en Heybeli, a causa de la Academia Naval, había multitud de militares y funcionarios, a mí siempre me resultaba más rica Büyükada, y los quesos de importación y las bebidas alcohólicas de contrabando que veía en las tiendas y el sonido de música y diversión procedente del Gran Club se unían en mi imaginación con la idea de que allí estaban “los ricos de verdad”. Eran los años de niñez en que prestaba muchísima atención, entre avergonzado y ambicioso, a las diferencias de caballos entre los


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motores adosados a la popa de las lanchas rápidas, entre el caballero que se instalaba cómodamente en su coche de caballos en cuanto bajaba del vapor y los que iban andando, entre las mujeres que bajaban a la compra y las señoras que enviaban a otras a que se la hicieran. Otra cosa que diferencia a las islas de Estambul proporcionándoles un ambiente completamente distinto, más que las ricas mansiones, la belleza de sus jardines, el hecho de que sean un lugar de vacaciones, las palmeras y los limoneros, son los coches de caballos. De niño me ponía muy contento cuando me dejaban subir al pescante desde donde el cochero gobernaba los caballos; en casa jugaba en el jardín a los coches de caballos imitando el ruido de los cascabeles y las herraduras y los movimientos del cochero. Cuarenta años después volví a jugar en las islas a lo mismo con mi hija. La condición indispensable para que te gusten esos faetones que todavía viven con toda naturalidad, no por ser una atracción turística sino porque son prácticos,baratos ysilenciosos,esquenote incomode el denso olor a bosta de caballo que envuelve mercados, calles atestadas y paradas; al contrario, que te guste tanto como para buscarlo y cuando, durante el paseo, el cansado caballo (a veces despiadadamente azotado) levanta de repente con elegancia su tupida cola y comienza a vaciar en la calle su caliente y húmeda carga, contemplar el suceso sonriendo y con una curiosidad infantil. Hasta principios del siglo XIX, las islas en invierno era donde vivían sacerdotes, seminaristas y pescadores rumíes. Cuando se instalaron en ellas algunos rusos blancos emigrados a Estambul tras la revolución de 1917, se abrieron en aquellas aldeas, cada vez más grandes, lujosos restaurantes y cabarets. La creación de la Academia Naval en Heybeli, la apertura de sanatorios para tuberculosos, el que en el último siglo se asentaran comunitariamente los judíos en Büyükada y los armenios en Kinali y el que en verano emigrara a las islas la población necesaria para alimentar a los veraneantes, provocó que se masificaran bastante, pero no las cambió. El hecho de que el gran terremoto de 1999 en Izmit se sintiera en las islas con fuerza y el que se sepa con certeza que el esperado gran terremoto de Estambul las golpeará mucho más de cerca están volviendo a dejarlas desiertas. En otoño, cuando empiezan las clases en los colegios y termina la temporada, me gusta soñar que pasaré el invierno en las islas para sentir los anocheceres tempranos y la amargura de la llegada del otoño en los jardines vacíos. El año

pasado, en uno de esos días de otoño, estuve paseando por los jardines y los porches desiertos de Heybeli y recordé mi infancia mientras comía higos y uvas que las familias que habían regresado a Estambul no habían podido recoger. Era una triste alegría entrar en los vacíos jardines de familias a las que conocíamos de lejos sin tener nunca la oportunidad de intimar con ellas, subir por sus escaleras, balancearse en sus columpios y ver el mundo desde sus porches. Después de aquel paseo, tan parecido a los que hacía en mi niñez saltando muros, llegué a la casa de Ismet Bajá, en la que sólo había podido entrar una vez. La casa, de la que recordaba vagamente haberla visitado con mi padre hacía cuarenta y cinco años y que el antiguo presidente de la República me había sentado sobre sus rodillas y me había dado un beso, ahora tiene las paredes decoradas con fotografías de la vida del Bajá como político, hombre de Estado y veraneante, bañándose en el mar con un bañador negro con un único tirante. Lo que me produjo un escalofrío fue el vacío y el silencio profundos que envolvían la casa, como a toda la isla. Un olor indefinido a moho, polvo y pino en los baños, en los lavabos, en los detalles de la cocina, en el pozo, en la cisterna, en la tarima de los suelos, en los viejos armarios, en las molduras de las ventanas y en muchos otros detalles me recordó la casa familiar que ya no era nuestra. Las cigüeñas que, procedentes del noroeste, bajan desde los Balcanes a finales de agosto y principios de septiembre para pasar el invierno en el sur, vuelan siempre en bandadas sobre las islas. Ahora también, como en mi infancia, salgo al jardín cuando pasan las cigüeñas y contemplo admirado el decidido y misterioso viaje de las “peregrinas”, el rumor de cuyas alas puede oírse en el silencio. De pequeño regresábamos tristes a Estambul dos semanas después del paso de la última bandada de cigüeñas. Una vez en casa, leyendo las noticias de hacía tres meses de los periódicos colgados de las ventanas, amarillentos por el sol del verano, notaba fascinado lo lento que pasaba el tiempo. Orhan Pamuk (Estambul, Turquía, 1952). Premio Nobel de Literatura 2006. Realizó estudios de Arquitectura y Periodismo, y pasó largas temporadas en EE. UU., en la Universidad de Iowa y en la Universidad de Columbia. Es autor de ocho novelas, entre ellas La casa del silencio (1983), El libro negro (1990), La vida nueva (1994), Me llamo Rojo (1998) y Nieve (2002). Su éxito mundial se desencadenó a partir de los elogios que John Updike dedicó a su novela El astrólogo y el sultán (1991).

Jardín de infancia POR: NAGUIB MAHFUZ

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Papá… -¿Qué? -Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas. -Claro, mujer, porque es tu amiga. -En clase… en el recreo… a la hora de comer… -Estupendo… es una niña buena y juiciosa. -Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra. Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también: -Sí… pero sólo en la clase de religión… -¿Y por qué, papá? -Porque tú eres de una religión y ella de otra. -Pero, ¿por qué, papá? -Porque tú eres musulmana y ella cristiana. -¿Y por qué, papá? -Eres aún muy pequeña, ya lo com-

prenderás… -No, ¡soy mayor! -No, eres pequeña, cariñito… -¿Y por qué soy musulmana? Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó: -Porque papá es musulmán… mamá es musulmana… -¿Y Nadia? -Porque su papá es cristiano y su mamá también… -¿Porque su papá lleva gafas? -No… Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y… Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó: -¿Cuál es mejor? Dudó un momento antes de contestar: -Las dos…


-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor! -Es que las dos lo son. -¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia? -No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá… -¿Y por qué? Francamente: la pedagogía moderna es tiránica. -¿Por qué no esperas a ser mayor? -No. ¡Ahora! -Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana. -¿Nadia tiene mal gusto? Dios te confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de todas las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella. -Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá… -¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no? Salió al paso: -Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios. -¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra? -Porque ella lo adora de una manera y tú de otra. -¿Y cuál es la diferencia, papá?

-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que el Islam y el Cristianismo adoran a Dios. -¿Y quién es Dios, papá? Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones: -¿Qué os ha dicho Abla? -Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá? Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego: -Es el Creador del mundo. -¿De todo? -De todo. -¿Qué quiere decir Creador, papá? -Quiere decir que lo ha hecho todo. -¿Cómo, papá? -Con su sumo poder. -¿Y dónde vive? -En todo el mundo. -¿Y antes del mundo? -Arriba… -¿En el cielo? -Sí… -Quiero verlo. -No se puede. -¿Ni en la televisión? -No. -¿Y no lo ha visto nadie? -Nadie. -¿Y por qué sabes que está arriba? -Porque sí.

-¿Quién adivinó que estaba arriba? -Los profetas. -¿Los profetas? - Sí, como nuestro profeta Mahoma. -¿Y cómo, papá? -Por una gracia especial. -¿Tenía Mahoma los ojos muy grandes? -Sí. -¿Y por qué, papá? -Porque Dios lo creó así. -¿Y por qué, papá? Contestó tratando de no perder la paciencia: -Porque puede hacer lo que quiera… -¿Y cómo dices que es? -Muy grande, muy fuerte, todo lo puede… -¿Como tú, papá? Contestó disimulando una sonrisa: -No se puede comparar. -¿Y por qué vive arriba? -Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo. Se distrajo un momento, pero volvió: -Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra. -No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes. -Y también me ha dicho que la gente lo mató. -No, está vivo, no ha muerto. -Pues Nadia me ha dicho que lo mataron. -Qué va, cariño, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo. -¿El abuelo también está vivo? -No, el abuelo murió. -¿Lo han matado? -No, se murió. -¿Cómo? -Se puso enfermo y se murió. -Entonces ¿mi hermana va a morirse? Frunció las cejas y contestó, advirtiendo un movimiento de reproche por parte de la madre: -Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere… -¿Por qué se murió entonces el abuelo? -Porque cuando se puso enfermo era ya mayor. -¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto! La madre lo miró enfadada. Luego, intranquila, q pasó la vista de uno a otra. Él dijo: -Nos morimos cuando Dios lo dispone. -¿Y por qué dispone Dios que nos muramos? -Porque es libre de hacer lo que quiere. -¿Es bonito morirse? -Qué va, mi vida. -¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita? -Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno. -Pero tú acabas de decir que no lo es. -Me he equivocado, querida. -¿Y por qué mamá se ha enfadado

cuando he dicho que por qué no te habías muerto? -Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera. -¿Y p por q qué no, p papá? p -Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva. -¿Y por qué, papá? -Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos. -¿Y por qué no nos quedamos siempre? -Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra. -¿Y dejamos todas las cosas buenas? -Sí, por otras mucho mejores. -¿Dónde están? -Arriba. -¿Con Dios? -Sí. -¿Y lo veremos? -Sí. -¿Y eso es bonito? -Claro. -Entonces, ¡vámonos! -Pero aún no hemos hecho todas las cosas buenas. -¿El abuelo las había hecho? -Sí. -¿Cuáles? -Construir una casa, plantar un jardín… -¿Y qué había hecho el primo Totó? Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego g contestó: -Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse… -Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas… -Es que él ha nacido anormal. -¿Y cuándo va a morirse? -Cuando Dios quiera. -¿Aunque no haga cosas buenas? -Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno. Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó: -¡Yo quiero estar siempre con Nadia! La miró inquisitivo y ella declaró: -¡En la clase de religión también! Se rio estrepitosamente, la madre también rio, él dijo bostezando: -Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel… Habló la mujer: -Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades. Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado. Naguib Mahfuz (El Cairo, 1911 - 2006), fue un escritor egipcio. Conocido especialmente por su obra narrativa, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura del año 1988, siendo así el primer escritor en lengua árabe en recibir dicho galardón, y el más reconocido.

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elacordeón

DOMINGO 21 DE DICIEMBRE DE 2014 GUATEMALA


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