Lecturas de fin de año

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Lecturas de fin de año editorLuis Aceituno | diseñoEstuardo de Paz | ilustracionesPaul Klee


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DOMINGO 24 DE DICIEMBRE DE 2017 GUATEMALA

POR VLADIMIR NABOKOV*

El cuento de Navidad

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e hizo el silencio. La luz de la lámpara iluminaba despiadadamente el rostro mofletudo del joven Anton Golïy, vestido con la tradicional blusa rusa campesina abotonada a un lado bajo su chaqueta negra, quien, nervioso y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las páginas de su manuscrito que había desperdigado aquí y allá mientras leía. Su mentor, el crítico de Realidad Roja, miraba el suelo mientras se palpaba los bolsillos buscando una cerilla. También el escritor Novodvortsev guardaba silencio, pero el suyo era un silencio distinto, venerable. Con sus quevedos prominentes, su frente excepcionalmente grande y dos mechones ralos colocados de través sobre la calva tratando de ocultarla, estaba sentado con los ojos cerrados como si todavía siguiera escuchando, con las piernas cruzadas sobre una mano embutida entre la rodilla y una de las lorzas de su muslo. No era la primera vez que se veía sometido a este tipo de sesiones con sedicentes novelistas rústicos, ansiosos y tristes. Y tampoco era la primera vez que había detectado en sus inmaduras narrativas, ecos –que habían pasado inadvertidos para los críticos– de sus veinticinco años de escritura, porque la historia de Golïy era un torpe refrito de uno de sus propios temas, el de El Filo, una novela corta que había compuesto lleno de esperanza y de entusiasmo, y cuya publicación el pasado año no había logrado en absoluto acrecentar su segura aunque pálida reputación. El crítico encendió un cigarrillo. Golïy, sin alzar la vista, guardó el manuscrito en su cartera. Pero su anfitrión se mantenía en silencio, no porque no supiera cómo enjuiciar el relato, sino porque esperaba, dócil y también aburrido, que el crítico finalmente se decidiera a pronunciar las frases que él, Novodvortsev, no se atrevía ni siquiera a insinuar: que el argumento era un tema de Novodvortsev, que también procedía de Novodvortsev la imagen aquella del personaje principal, un tipo taciturno, dedicado en cuerpo y alma a su padre, un hombre trabajador, que logra una victoria psicológica sobre su adversario, el despreciable intelectual, no tanto en razón de su educación, sino gracias a una especie de serena fuerza interior. Pero el crítico encorvado en el

sillón de cuero como un gran pájaro melancólico se empecinaba desesperadamente en su silencio. Cuando Novodvortsev se dio cuenta de que una vez más no iba a oír las palabras esperadas, mientras trataba de concentrar su pensamiento en el hecho de que, después de todo, el aspirante a escritor había ido hasta él, y no hasta Neverov, para solicitar su opinión, cambió de postura, volvió a cruzar las piernas metiendo la mano entre las mismas, y dijo con toda seriedad: “Veamos”, pero al observar la vena que se hinchaba en la frente de Golïy, cambió de tono y siguió hablando con voz tranquila y controlada. Dijo que la historia estaba sólidamente construida, que el poder de lo colectivo se advertía en el episodio en el que los campesinos empiezan a construir una escuela con sus propios medios; que, en la descripción del amor que Pyotr siente por Anyuta, había ciertas imperfecciones de estilo que no lograban acallar sin embargo el reclamo poderoso de la primavera y la urgencia del deseo y, mientras hablaba, no dejaba de recordar por alguna razón que había escrito a aquel crítico recientemente, para recordarle que su vigésimo quinto aniversario como escritor era en enero, pero que le rogaba categóricamente que no se organizara ninguna conmemoración, teniendo en cuenta que sus años de dedicación al sindicato todavía no habían acabado... –En cuanto al tipo de intelectual que has creado, no acaba de ser convincente –decía–. No logras transmitir la sensación de que está condenado... El crítico seguía sin decir nada. Era un hombre pelirrojo, enjuto y decrépito, del que se decía que estaba tuberculoso, pero que probablemente era más fuerte que un toro. Le había contestado, también por carta, que aprobaba la decisión de Novodvortsev, y allí se había acabado el asunto. Debía de haber traído a Golïy como compensación secreta... Novodvortsev se sintió de improviso tan triste –no herido, sólo triste– que dejó de hablar de pronto y empezó a limpiar las gafas con el pañuelo, dejando al descubierto unos ojos muy bondadosos. El crítico se puso en pie. –¿Adónde vas? Todavía es temprano –dijo Novodvorstsev, levantándose a su vez. Anton Goïly se aclaró la garganta y apretó su cartera contra el costado. –Será un escritor, no hay duda alguna –dijo el crítico con indiferencia, vagando por el cuarto y apuñalando el aire con su cigarrillo ya acabado. Canturreaba entre dientes, con cierto tono de asperidad, se inclinó sobre la mesa de trabajo y luego se quedó un rato mirando una estantería donde una edición respetable de Das Kapitall ocupaba su lugar entre un volumen gastado de Leonid Andreyev y un tomo anónimo sin encuadernar; finalmente, con el mismo paso cansino, se acercó a la ventana y abrió la cortina azul. –Venga a verme alguna vez –decía mientras tanto Novodvortsev a Anton Golïy, que primero se inclinó a saludarle con torpeza para después erguirse como con altanería–. Cuando escriba algo nuevo, tráigamelo. –Una buena nevada –dijo el crítico, dejando caer la cortina–. Por cierto, hoy es Nochebuena. Y se puso a buscar distraído su sombrero y su abrigo. –En los viejos tiempos, al llegar estas fechas tú y tus colegas hubierais estado produciendo a marchas forzadas manuscritos navideños... –Yo no –dijo Novodvortsev. El crítico se rio entre dientes. –Es una lástima. Deberías escribir un cuento de Navidad. En el nuevo estilo.

Anton Golïy tosió en su pañuelo. –En otro tiempo lo hicimos... –empezó con voz ronca, gutural, pero luego carraspeó. –Lo digo en serio –siguió el crítico, embutiéndose en el abrigo–. Se puede inventar algo inteligente... Gracias, pero ya son... –En otro tiempo –dijo Anton Golïy–. Lo hicimos. Un maestro. Un maestro que... Se le metió en la cabeza hacer un árbol de Navidad para los niños. En la cima. Colocó una estrella roja. –No, eso no sirve –dijo el crítico–. Es más bien severo para un cuento. Tienes que darle un perfil más sutil. La lucha entre dos mundos diferentes. Todo ello contra un fondo nevado. –Hay que tener cuidado con los símbolos, en términos generales –dijo sombrío Novodvortsev–. Tengo un vecino, un hombre muy recto, miembro del partido, militante activo, y sin embargo utiliza expresiones como “el Gólgota del Proletariado” ... Cuando sus huéspedes se hubieron ido se sentó en su mesa y apoyó la cabeza en su gran mano blanca. Junto al tintero había algo que parecía un vaso sencillo y cuadrado con tres plumas hincadas en una especie de caviar de bolas azules. El objeto tenía unos diez o quince años: había sobrevivido todos los tumultos, mundos enteros habían caído despedazados en torno de él, pero ni una de aquellas bolas de cristal se había roto. Eligió una pluma, dispuso una hoja de papel convenientemente, metió unas cuantas hojas más debajo de la primera para escribir sobre una superficie más blanda... –¿Pero sobre qué? –dijo Novodvortsev en voz alta, y a continuación con el muslo hizo a un lado la silla y se puso a caminar por la habitación. En su oído izquierdo sentía un zumbido insoportable. El canalla aquel lo dijo con toda la intención, pensó, y como si quisiera seguir los pasos del crítico fue hasta la ventana. Tiene la pretensión de aconsejarme y de avisarme... Y ese tono de mofa... Probablemente piensa que ya he perdido toda originalidad... Pues haré un cuento de Navidad... Y entonces, él escribirá: “Estaba yo en su casa una noche y, entre una


cosa y otra, se me ocurrió sugerirle: Dmitri Dmitrievich, deberías describir la lucha entre el viejo y el nuevo orden en el entorno de un nevado cuento de Navidad. Podrías llevar hasta sus últimas consecuencias el tema que apuntabas de forma tan extraordinaria en El Filo, ¿recuerdas el sueño de Tumanov? Ese es el tema al que me refiero ... Y precisamente aquella noche nació la obra que ...” La ventana daba a un patio. No se veía la luna... No, pensándolo bien, sí que hay una especie de brillo que sale de detrás de aquella chimenea. La leña estaba apilada en el patio, cubierta con una alfombra reluciente de nieve. En una ventana resplandecía la cúpula verde de una lámpara, alguien trabajaba en su mesa, y el ábaco relucía como si sus cuentas estuvieran hechas de cristal de colores. De repente, en el más absoluto silencio, unos copos de nieve cayeron del alero del tejado. Luego, de nuevo, un torpor absoluto. Sintió el cosquilleo de vacío que siempre presagiaba el deseo y la urgencia de escribir. En este vacío algo estaba adquiriendo forma, algo crecía. Una especie de nuevo cuento de Navidad... La misma nieve de siempre, un conflicto totalmente nuevo... Oyó unos pasos cautelosos al otro lado de la pared. Era su vecino que volvía a casa, un tipo discreto y educado, comunista hasta la médula. En una suerte de arrebato más o menos abstracto, con una deliciosa sensación de confianza, Novodvortsev se volvió a sentar a la mesa. El tono, la coloratura de la obra ya empezaban a tomar cuerpo. Sólo tenía que crear el esqueleto, el tema. Un árbol de Navidad: ése era el comienzo. Se imaginó ciertas familias, gente que en los viejos tiempos había sido importante, gente que estaba aterrorizada, de mal humor, condenada (se los imaginaba con tanta nitidez ...), gente que con toda seguridad estaba ahora mismo colocando adornos de papel en un abeto que habían cortado a hurtadillas en el bosque. En estos tiempos ya no había dónde comprar aquellos adornos y oropeles, ya no se apilaban los abetos a la sombra de San Isaac... Alguien llamó a la puerta, un golpe amortiguado, como si se hubiera cubierto los nudillos con un trozo de tela. La

puerta se abrió unos centímetros. Delicadamente, sin apenas meter la cabeza, el vecino le dijo: “¿Le importaría prestarme una pluma? Si tiene alguna con la punta un poco roma, se lo agradeceré”. Novodvortsev se la dio. –Muchísimas gracias –dijo el vecino, cerrando la puerta silenciosamente. Aquella interrupción insignificante rompió en cierta manera la imagen que estaba madurando en su mente. Se acordó que en El Filo Tumanov sentía cierta nostalgia por la pompa de las antiguas fiestas. Pero no buscaba ni quería una mera repetición. Y en aquel momento pasó por su mente otro recuerdo inoportuno. Recientemente, en una fiesta, había oído cómo una joven le decía a su marido: “Te pareces mucho a Tumanov en varios aspectos”. Durante unos días se sintió feliz. Pero luego conoció personalmente a la citada señora y el tal Tumanov resultó ser el novio de su hermana. Y tampoco ésa había sido su primera desilusión. Un crítico le había dicho que iba a escribir un artículo sobre tumanovismo. Había algo que le adulaba infinitamente en ese ismo y también en la t con la que la palabra comenzaba en ruso. El crítico, sin embargo, se había ido al Cáucaso a estudiar a los poetas georgianos. Y, a pesar de todo, no podía negar que Tumanov le había proporcionado ciertos momentos agradables. Por ejemplo, una lista como la siguiente: “Gorky, Novodvortserv, Chirikov...” En una autobiografía que acompañaba sus obras completas (seis volúmenes con retrato del autor incluido) había contado cómo él, hijo de padres humildes, se había abierto camino en el mundo. Su juventud, en realidad, había sido feliz. Un vigor saludable, fe, éxito. Habían transcurrido veinticinco años desde que una aburrida revista literaria publicara su primer relato. A Korolenko le había gustado su obra. Había sido arrestado un par de veces. Habían cerrado un periódico por su culpa. Ahora sus aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y cómodo entre los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le satisfacía al máximo. Seis

volúmenes. Su nombre era conocido. Y sin embargo su fama era pálida, pálida... Saltó de nuevo mentalmente hasta la imagen del árbol de Navidad y, bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de estar de la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y poemas con páginas de cantos dorados (una edición benéfica para los pobres) que de alguna forma estaba relacionado con aquella casa, recordó también el árbol de Navidad del cuarto de estar, la mujer que él amaba en aquel tiempo, y las luces del árbol reflejándose como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una mandarina de una de las ramas más altas. Habían transcurrido veinte años o quizá más, cómo se fijaban en la memoria algunos detalles... Disgustado, abandonó este recuerdo y se imaginó una vez más esos viejos abetos más bien ralos que, en ese mismo momento, con toda seguridad, se veían engalanados y decorados con adornos... Pero ahí no había ningún relato, aunque siempre se le podía dar un ángulo sutil... Exiliados que lloran en torno de un árbol de Navidad, engalanados con sus uniformes impregnados de polilla, mirando al árbol sin dejar de llorar. En algún lugar de París. Un viejo general rememora al recortar un ángel de cartón dorado cómo solía abofetear a sus soldados... Pensó entonces en un general que había conocido personalmente y que ahora estaba en el extranjero, y no había forma de imaginárselo llorando arrodillado ante un árbol de Navidad... “Pero, con todo, ahora voy por buen camino”. Dijo Novodvortsev en voz alta, persiguiendo impaciente un pensamiento que se le había escapado. Y entonces algo nuevo e inesperado empezó a tomar forma en su imaginación –una ciudad europea, un pueblo bien alimentado, cubierto de pieles. Un escaparate completamente iluminado. Tras él, un enorme árbol de Navidad de cuyas ramas cuelgan frutas carísimas y en cuya base se amontonan muchos jamones. Símbolo de bienestar. Y delante del escaparate, en la acera helada... Todo nervioso, pero nervioso con la excitación del triunfo, sintiendo que había encontrado la clave única y necesaria, que iba a componer algo exquisito, que iba a describir como nadie lo había hecho antes la colisión de dos clases, de dos mundos, empezó a escribir. Escribió acerca del árbol opulento en el escaparate descaradamente iluminado y del trabajador hambriento, víctima del paro, mirando aquel árbol con mirada severa y sombría. “El insolente árbol de Navidad –escribió Novodyortsev– ardía con todos y cada uno de los colores del arcoíris”. *Vladimir Nabokov (1899– 1977) Narrador nacionalizado estadounidense de origen ruso, poeta y crítico, considerado como una de las principales figuras de la literatura universal. Su fama literaria fue discreta hasta la publicación en París de “Lolita” (1955), obra que supuso su consagración como escritor.

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Blanca Navidad POR RAY BRADBURY*

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l día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios. –¿Qué haremos? –Nada, ¿qué podemos hacer? –¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol! La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso. –Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.

–¿Qué…? –preguntó el niño. El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo: –Quiero mirar por el ojo de buey. –Todavía no –dijo el padre–. Más tarde. –Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos. –Espera un poco –dijo el padre. El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso. –Hijo mío –dijo–, dentro de media hora será Navidad. –Oh –dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios. –Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron. –Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre. –Pero… –empezó a decir la madre. –Sí –dijo el padre–. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho

más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto. Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía. –Ya es casi la hora. –¿Me prestas tu reloj? –preguntó el niño. El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete. –¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo? –Ven, vamos a verlo –dijo el padre, y tomó al niño de la mano. Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía. –No entiendo. –Ya lo entenderás –dijo el padre–. Hemos llegado. Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces. –Entra, hijo. –Está oscuro. –No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá. Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar. –Feliz Navidad, hijo –dijo el padre. Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas. *Ray Douglas Bradbury (1920– 2012) Escritor estadounidense de ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra “Crónicas marcianas” (1950) y la novela distópica “Fahrenheit 451” (1953).


Basta POR ROBERT WALSER*

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o nací en tal y tal fecha, me educaron aquí y allá, fui como es debido a la escuela, soy eso y aquello, me llamo así y asá, y no pienso mucho. Soy hombre; desde el punto de vista civil soy un buen ciudadano y provengo de buena clase. Soy un miembro limpiecito, callado y simpático de la sociedad humana, un así llamado buen ciudadano, me gusta tomar mi cerveza con medida, y no pienso mucho. Es evidente que me encanta comer bien y también es evidente que las ideas me son ajenas. El pensar con agudeza me es totalmente ajeno, las ideas me son completamente ajenas, y por eso soy un buen ciudadano, porque un buen ciudadano no piensa mucho. Un buen ciudadano come su comida y con eso ¡basta! No me rompo mucho la cabeza, eso se lo dejo a otros. El que se rompe la cabeza se hace odioso; el que piensa mucho es visto como una persona desagradable. Julio César a su vez, señalaba con su dedo gordo al ojeroso de Casio, al que le tenía miedo, porque suponía que tenía ideas. Un buen ciudadano no debe despertar miedo y sospechas; pensar mucho no es asunto suyo. El que piensa mucho es mal visto, y es completamente innecesario hacerse impopular. Dormir y roncar es mucho mejor que pensar y crear. Nací en tal y tal fecha, fui aquí y allá a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, ejerzo esa y aquella profesión, tengo esa y aquella edad, parece ser que soy un buen ciudadano y parece que me gusta comer bien. No me esfuerzo mucho en pensar, eso se lo dejo a otros. Romperme la cabeza no es de mi incumbencia, porque al que piensa mucho, le duele la cabeza, y los dolores de cabeza son completamente innecesarios. Dormir y roncar es mucho mejor que romperse la cabeza, y una cerveza tomada con medida es mucho mejor que pensar y crear. Las ideas me son totalmente ajenas, y no me quiero romper la cabeza bajo ninguna circunstancia, eso se lo dejo a los gobernantes. Por eso soy un buen ciudadano, para tener mi tranquilidad, para no tener que usar la cabeza, para que las ideas me sean completamente ajenas, y para no angustiarme, si es que acaso, llego a pensar mucho. Tengo miedo de pensar con agudeza. Si trato de pensar con agudeza empiezo a ver estrellas. Mejor me tomo una buena cerveza y dejo cualquier forma de pensamiento agudo a los líderes gubernamentales. Por mi parte, los hombres de Estado pueden pensar tan agudamente como quieran, y durante mucho tiempo hasta que se les llegue a romper la cabeza. Siempre veo estrellas cuando uso mi cabeza, y eso no es bueno, y por eso me esfuerzo lo menos que puedo y me quedo de lo lindo sin cabeza y sin pensamientos. Si solamente los hombres de Estado pensaran hasta ver estrellas y les reventara la cabeza, todo estaría perfecto y la gente como yo podría tomar su cerveza de manera moderada, tener preferen-

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cia por comida buena, dormir bien y roncar en la noche, suponiendo que dormir y roncar sea mucho mejor que romperse la cabeza y mejor que pensar y crear. El que usa la cabeza sólo se hace odioso, y el que difunde opiniones e intenciones es considerado una persona desagradable; un buen ciudadano no debe ser desagradable sino agradable. Con toda la tranquilidad del mundo, dejo el pensar agudo y fatigante a los líderes de Estado, porque gente como yo sólo somos miembros sólidos e insignificantes de la sociedad, un así llamado buen ciudadano o burgués de miras estrechas al que le gusta tomar su cerveza con medida y le gusta comerse su linda comida grasosa y con eso ¡basta! Que los hombres de Estado piensen hasta que confiesen que ven estrellas y les duele la cabeza. Un buen ciudadano nunca debe tener dolores de cabeza, al contrario, siempre debe disfrutar su cerveza tomada con medida y debe dormir suave y roncar en las noches. Me llamo así y asá, nací en tal y tal fecha, en este y aquel lugar me mandaron debidamente a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, de profesión soy eso o aquello, tengo esa y aquella edad, y renuncio a pensar mucho y con esmero, porque el dolor de cabeza y el esfuerzo se los dejo con gusto a las cabezas líderes que se sienten responsables. Gente como yo no siente responsabilidad alguna porque le gusta tomar su cerveza con medida y no piensa mucho; deja esta particular diversión a las cabezas que llevan la responsabilidad. Fui aquí y allá a la escuela, donde me obligaron a usar mi cabeza, a la que desde entonces nunca más esforcé en lo más mínimo y tampoco he empleado. Nací en tal y tal fecha, tengo este

y aquel nombre, no tengo responsabilidad y de ninguna manera soy único en mi especie. Afortunadamente hay muchos como yo, los que disfrutan de su cerveza tomada con medida, que al igual que yo piensan poco y no les gusta romperse la cabeza, que mejor dejan eso con gusto a otras personas, como por ejemplo a hombres de Estado. A mí, miembro callado de la sociedad, pensar con agudeza me es ajeno, afortunadamente no sólo a mí, sino que a legiones de aquellos, que como yo, les encanta comer bien y no piensan mucho, tienen esa y aquella edad, fueron educados aquí y allá, son miembros pulcros de la sociedad y, como yo, buenos ciudadanos, a los que pensar con agudeza les es ajeno como a mí, y con eso ¡basta! *Robert Walser (1878 - 1956) Escritor suizo-alemán. Su obra, olvidada durante mucho tiempo, está considerada actualmente como una de las más originales de la literatura en lengua alemana del s. XX. Entre sus obras, “Los hermanos Tanner”(1907), “El ayudante” (1908) y “Jakob von Gunten” (1909).


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POR HARUKI MURAKAMI*

Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril U

na bonita mañana de abril, en una estrecha calle del barrio chic de Harujuku en Tokio, me crucé andando con la chica 100% perfecta. Diciendo la verdad, ella no era tan guapa. No destaca de una manera concreta. Sus ropas no tienen nada especial. La parte de atrás de su pelo todavía está aplastada por haber dormido. No es joven, tampoco. Debe estar cerca de los treinta, nada cercano a una chica, hablando con propiedad. Pero aún así, lo sé desde 50 metros a la distancia: Ella es la mujer 100% perfecta para mí. En el momento en que la veo, siento un retumbar en mi pecho y mi boca está tan seca como un desierto. Quizás ustedes tengan su particular tipo favorito de chica – perfecta con tobillos delgados, digamos, o grandes ojos, o dedos graciosos, o se vean atraídos sin una razón, por aquellas que se toman su tiempo con cada comida. Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. Algunas veces en un restaurante, cuando me doy cuenta, estoy mirando a una chica de la mesa de al lado a la mía porque me gusta la forma de su nariz. Pero nadie puede insistir en que la chica perfecta se corresponde con algún modelo preconcebido. Aunque me gustan mucho las narices, no puedo recordar la forma de la nariz de ella, o incluso si ella tenía una. Todo lo que puedo recordar con certeza es que ella no era una gran belleza. Es extraño. “Ayer en la calle me crucé con una chica perfecta”, le digo a alguien. “¿Sí?”, él dice. “¿Guapa?” “No realmente” “¿Tu tipo favorito, entonces?” “No lo sé. No parece que recuerde algo de ella: la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho” “Extraño” “Sí. Extraño” “De cualquier manera”, él dice ya aburrido, “¿Qué hiciste, hablaste con ella? ¿La seguiste?” “No. Solo me crucé con ella en la calle”. Ella iba hacia el Oeste, y yo hacia el Este. Era una bonita mañana de abril. Hubiera deseado hablar con ella. Media hora hubiera sido todo: sólo preguntarle por ella, hablarle de mí, y – lo que más me habría gustado hacer –, explicarle las complejidades del destino que condujo a nuestro encuentro en una estrecha calle en Harajuku una bonita mañana de abril de 1981. Después de hablar, habríamos comido en cualquier sitio, quizás visto una película de Woody Allen, o parado en un bar de hotel para tomar unos cocktails. Con algo de suerte, podríamos haber acabado en la cama. La potencialidad llama a la puerta de mi corazón. ¿Cómo me puedo aproximar a ella? ¿Qué le debería decir? “Buenos días, señora. ¿Piensa que podría compartir media hora de conversación conmigo?”. Ridículo. Hubiera sonado como un vendedor de seguros. “Perdóneme, ¿sabría por casualidad si hay una tintorería abierta las 24 horas en el barrio?”. No, igual de ridículo. No llevo ni ropa sucia, en primer lugar. ¿Quién va a creerse una cosa así? Quizás, la simple verdad lo haría. “Buenos días. Usted es la chica perfecta para mí.” No, ella no lo creería. Incluso si lo creyese, ella no querría hablar conmigo. “Perdón”, podría decir, “puede ser que sea la mujer perfecta para ti, pero tu no eres el hombre perfecto para mí”. Podría pasar. Y si me encontrase en esa situación, proba-

blemente me querría morir. Nunca me recuperaría de ese shock. Tengo 32 y esto es lo que significa hacerse mayor. Pasamos frente a una floristería. Una cálida, y suave brisa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y siento el olor de las rosas. No me atrevo a hablarle. Ella viste un jersey blanco, y en su mano derecha sostiene un sobre blanco que carece de sello. Por lo que deduzco que ha escrito a alguien una carta, quizás estuvo toda la noche escribiendo, a juzgar por las ojeras en sus ojos. El sobre podría contener todos los

secretos que ella hubiese tenido siempre. Avanzo un poco más y me doy la vuelta. Ella se pierde entre la multitud. Ahora, por supuesto, sé exactamente que debería haberle dicho. Habría sido un discurso largo, demasiado quizás para haberlo desarrollado adecuadamente. Las ideas que se pasan por la cabeza no son nunca muy prácticas.


Bien. Hubiera comenzado “Érase una vez” y terminado “Una triste historia, ¿no cree?” Érase una vez, un chico y una chica. El chico tenía 18 años y la chica 16. Él no era especialmente guapo, y ella tampoco. Solo eran un hombre y una mujer solitarios como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en alguna parte del mundo había un hombre y una mujer perfectos para ellos. Sí, ellos creían en un milagro. Y ese milagro ocurrió realmente. Un día los dos se encontraron en una esquina de una calle. “Esto es increíble,” él dijo “Te he estado buscando toda mi vida. No lo creerás, pero tú eres la mujer perfecta para mí”. “Y tú”, dijo ella, “eres el hombre perfecto para mí, exactamente como te había soñado en cada detalle. Es como un sueño”. Se sentaron en un banco del parque, se cogieron de las manos, y se contaron sus historias el uno al otro, hora tras hora. Ellos ya no estaban más solos. Habían encontrado y sido encontrados por su pareja perfecta. Qué cosa maravillosa es encontrar y ser encontrado por tu pareja perfecta. Es un milagro, Un milagro cósmico. Mientras conversaban sentados, sin embargo, una pequeña, pequeña sombra de duda enraizó en sus corazones: ¿Estaba bien que los sueños de alguien se hicieran realidad tan fácilmente? Y así, cuando se produjo una pausa momentánea en su conversación, el chico le dijo a la chica: “Vamos a probarlo para nosotros una vez. Si realmente somos el amor perfecto del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, nos encontraremos otra vez sin duda. Y cuando pase, sabremos que somos la pareja perfecta, y nos casaremos. ¿Qué piensas?” “Sí,” dijo ella, “eso es exactamente lo que deberíamos hacer.” Y entonces se separaron, ella fue al Este, y él al Oeste. La prueba que habían acordado, sin embargo, era innecesaria. No la deberían haber realizado, porque eran real y verdaderamente la pareja perfecta, y era un milagro que se hubiesen encontrado. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino continuaron sacudiéndolos despiadadamente. Un invierno, el chico y la chica cayeron enfermos de una terrible gripe, y después de luchar entre la vida y la muerte, perdieron la memoria de sus años más tempranos. Cuando se dieron cuenta sus cabezas estaban vacías. Fueron dos brillantes y decididos jóvenes, sin embargo, y gracias a sus esfuerzos constantes fueron capaces de adquirir otra vez el conocimiento y el sentimiento que les posibilitó volver como miembros hechos y derechos a la sociedad. Gracias a Dios, se convirtieron en ciudadanos que sabían cómo utilizar el metro, o ser capaces de enviar una carta especial al correo. También experimentaron el amor otra vez; algunas veces, como mucho al 75% u 85%. El tiempo pasó con una rapidez espantosa, y pronto el muchacho tuvo 32 años, la muchacha 30. Una preciosa mañana de abril, en busca de una taza de café para comenzar el día, el muchacho andaba del Oeste al Este, mientras la muchacha, teniendo la intención de enviar una carta, andaba del Este al Oeste, los dos sobre la misma estrecha calle del barrio de Harajuku en Tokio. Se cruzaron en el centro mismo de la calle. El destello más débil de sus memorias perdidas brilló tenuemente por un breve momento en sus corazones. Cada uno sintió un retumbar en su pecho. Y ellos supieron: Ella es la mujer j p perfecta p para mí Él es el hombre perfecto para mí. Pero el brillo de sus memorias era demasiado débil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de catorce años antes. Sin una palabra, se cruzaron, desapareciendo entre la multitud. Para siempre. Una triste historia, ¿no cree? Si, eso es, eso es lo que debería haberle dicho. *Haruki Murakami (1949) Escritor y traductor japonés, considerado por la crítica como uno de los grandes novelistas de la actualidad. Sus obras han recibido numerosos premios, incluyendo el Franz Kafka y el Jerusalén entre otros.

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Avisos POR JUAN JOSÉ MILLÁS*

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l otro día, en el contestador automático de mi teléfono, una voz angustiada había dejado el siguiente mensaje: “Mamá, soy yo, Cristina, que si puedo cenar hoy en tu casa, sólo te llamo para eso, para saber si puedo cenar contigo esta noche, avísame, por favor, no dejes de avisarme estaré toda la tarde aquí, soy Cristina”. Evidentemente, no soy la madre de Cristina, así que se quedó sin cenar la pobre, y yo también, pues no fui capaz de freír un par de huevos conociendo el drama de esa pobre chica. Algunas voces anónimas son como microorganismos que te infectan el día, y no hay Frenadol que las pare. Al día siguiente de lo de Cristina llegué a casa, le di a la tecla del contestador y alguien dijo: “Pedro, que lo de Luis, por fin, era maligno y encima Marisol se ha roto un brazo. A mamá no le hemos dicho nada todavía porque con las crisis respiratorias que tiene últimamente no lo soportaría. Nacho, por fin, va a repetir el COU”. Evidentemente, tampoco soy Pedro, no conozco a Luis ni a Marisol, y me importa un rábano que Nacho repita el COU, pero me amargó la vida esa acumulación de desgracias ajenas, qué quieren que les diga. Cuando llevas dos días seguidos escuchando mensajes de este calibre, el receptáculo

donde se aloja la cinta del contestador empieza a parecerte un nicho ecológico donde se reproducen microorganismos perjudiciales para la salud emocional, así que desinfecté la cinta, pero al regresar del trabajo escuche: “Miguel, es la última vez que me das un plantón porque esta misma tarde me voy a suicidar”. Tampoco soy Miguel, pero estuve tres días con mala conciencia buscando una muerte violenta en la sección de sucesos, y así no se puede vivir. De manera que hoy, decidido a defenderme, he marcado al azar unos números hasta dar con un contestador en el que he grabado el siguiente mensaje: “Marta, que vengas en seguida porque Manolito se ha caído por el hueco de la escalera y Ricardo se ha tragado una cuchilla de afeitar, pero no me puedo mover de casa porque no tengo con quién dejar al bebé. Date prisa”. Ha sido un desahogo, la verdad, me he quedado más ancho que largo. Y pienso subir el tono si la guerra se prolonga. El que avisa no es traidor. *Juan José Millás (1946). Escritor y periodista español, uno de los más importantes de la actualidad. Es el creador de los “articuentos”, artículos de opinión cuyas características, están más cerca de los textos de ficción, de la fábula o del microrrelato fantástico.




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DOMINGO 24 DE DICIEMBRE DE 2017 GUATEMALA

POR ARTHUR C. CLARKE*

Los nueve billones de nombres de Dios –

Esta es una petición un tanto desacostumbrada– dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible–. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su… ejem… establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella? –Con mucho gusto– contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas–. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras. –No acabo de comprender… –Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico. –Naturalmente. –En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios. –¿Qué quiere decir? –Tenemos motivos para creer– continuó el lama, imperturbable– que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado. –¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos? –Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo. –Oh– exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida–. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto? El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta. –Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creen-

cias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres. –Comprendo. Han empezado con AAAAAAA… y han continuado hasta ZZZZZZZ… –Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas. –¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos. –Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje. –Estoy seguro de ello– dijo Wagner, apresuradamente– Siga. –Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días. El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón… –No hay duda– replicó el doctor– de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va

a ser fácil. –Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí. –¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros? –Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto. –No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas.– El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa– hay otras dos cuestiones… – Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel. –Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático. –Gracias. Parece ser… hum… adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla… pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes? –Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias. –Desde luego – admitió el doctor Wagner–. Debía haberlo imaginado. ***

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George

Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar. Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El “Proyecto Shangri–La”, como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así. George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de


los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo… –Escucha, George –dijo Chuck, con urgencia–. He sabido algo que puede significar un disgusto. –¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? –ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra. –No, no es nada de eso. –Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo–. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto. –¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos. –Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca… –Eso ya lo tengo muy oído –gruñó George. –…pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije

que me gustaría saberlo… y entonces me lo explicó. –Sigue; voy captando. –El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia. –¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos? –No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y… ¡Listos! –Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo. Chuck dejó escapar una risita nerviosa. –Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: “No se trata de nada tan trivial como eso”. George estuvo pensando durante unos momentos. –Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto –dijo después–. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos. –Sí… pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle –o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea–, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no

me gusta ni pizca. –Comprendo – dijo George, lentamente–. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía. –Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio. –Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que – dijo Chuck, pensativamente – siempre podríamos probar con un ligero sabotaje. –Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas. –Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger. –No me gusta la idea –dijo George–. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga. –Sigue sin gustarme –dijo, siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes burritos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera–. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se lo va a tomar Sam. –Es curioso –replicó Chuck–, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso… claro que, para él, ya no hay ningún después… George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado

de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos? Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes. –¡Allí esta! –gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle–. ¿Verdad que es hermoso? Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba pacientemente pendiente abajo. La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj. –Estaremos allí dentro de una hora –dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió–: Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora. Chuck no contestó, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo. –Mira – susurró Chuck; George alzó la vista hacia el espacio. Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando. *Arthur C. Clarke (1917– 2008), Escritor y científico británico. Autor de obras de divulgación científica y de ciencia ficción, como la novela “2001: Una odisea del espacio”, “El centinela” o “Cita con Rama”.

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POR JULIO RAMÓN RIBEYRO*

La insignia H

asta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”. Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla. Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: “Aquí tenemos libros de Feifer”. Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: “Feifer estuvo en Pilsen”. Como yo no salía de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: “Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga”. Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio. Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una

cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo. Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara. –Es usted nuevo, ¿verdad? –me interrogó, un poco desconfiado. –Sí –respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia–. Tengo poco tiempo. –¿Y quién lo introdujo? Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte. –Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el… –¿Quién? ¿Martín? –Sí, Martín. –¡Ah, es un colaborador nuestro! –Yo soy un viejo cliente suyo. –¿Y de qué hablaron? –Bueno… de Feifer. –¿Qué le dijo? –Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía. –¿No lo sabía? –No -repliqué con la mayor tranquilidad. –¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga? –Eso también me lo dijo. –¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros! –En efecto –confirmé–. Fue una pérdida irreparable. Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas

extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención. –Tráigame en la próxima semana –dijo– una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38. Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista. –¡Admirable! –exclamó–. Trabaja usted con rapidez ejemplar. Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros. De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. “Ha ascendido usted un grado”, me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito. En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes


Restos del carnaval POR CLARICE LISPECTOR*

postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe. Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños. A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín. Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala. *Julio Ramón Ribeyro (1929 - 1994) Escritor peruano, considerado como uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. Destacó además en otros géneros: novela, ensayo, teatro, diario y aforismo.

N

o, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío. En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedarme hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz. ¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior,

que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí. No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha –yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable– y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez. Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás. Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga –respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel– decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra, aunque no yo misma. Ya los preparativos me atontaban

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de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna. ¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa. Muchas cosas p peores q que me p pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa –pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil–, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía. Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme. Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa. *Clarice Lispector (1920 – 1977) Escritora brasileña de origen judío, considerada una de las más importantes escritoras latinoamericanas del siglo XX. Aunque su especialidad fue el relato, dejó un legado importante en novelas, como “La pasión según G. H.” y “La hora de la estrella”.

Un largo paseo hasta siempre POR KURT VONNEGUT*

H

abían crecido siendo vecinos, a orillas de una ciudad, cerca de campos y bosques y huertos, no lejos de un hermoso campanario perteneciente a un colegio para ciegos. Tenían ya veinte años y no se habían visto por casi uno. Entre ellos hubo siempre una cordialidad juguetona y placentera, pero nunca se hablaron de amor. El se llamaba Newt y ella Catherine. Aún temprana la tarde, Newt llamó a la puerta de Catherine. Esta vino a la puerta. Llevaba en la mano una gorda y reluciente revista que había estado leyendo. Una revista dedicada totalmente a cuestiones de novias. “¡Newt!”, exclamó, sorprendida de verlo. —¿Puedes salir a dar un paseo? —preguntó el muchacho. Era una persona tímida, incluso con Catherine. Ocultaba su timidez hablando como si estuviera ausente, como si sus verdaderos intereses se encontraran lejos de allí… como si fuera un agente secreto que se hubiera detenido en aquel lugar brevemente, mientras cumplía una misión que lo llevaba de un lugar hermoso, lejano y siniestro a otro. este modo de hablar había sido siempre su estilo, incluso en cuestiones que le preocupaban desesperadamente. —¡Un paseo! —repitió Catherine. —Un pie delante de otro —contestó Newt—, entre las hojas y por encima de los puentes… —No tenía la menor idea de que estuvieras en la ciudad —dijo la chica. —Acabo de llegar. —Veo que sigues en el Ejército —comentó ella. —Siete meses más por cumplir —dijo Newt, quien era soldado de primera en el cuerpo de artillería. Traía el uniforme arrugado, los zapatos polvosos y necesitaba afeitarse. Estiró la mano, pidiendo la revista. —Me voy a casar, Newt —dijo ella, pasándole la revista. —Ya lo sé. Demos un paseo. —Estoy muy ocupada, Newt. Me caso dentro de una semana. —Si damos un paseo, te pondrá sonrosada —dijo Newt, pasando las hojas de la revista—. Una novia sonrosada como esta, o esta, o esta —agregó, mostrándole a Catherine una novia sonrosada tras otra. La chica se sonrojó, pensando en aquellas novias sonrosadas. —¿Entonces de quién se trata? Mamá me escribió. ¿De Pittsburgh, verdad? —Sí. Te gustará. —Tal vez. —Newt, ¿podrás… podrás venir a la boda? —Eso, lo dudo. —¿Es corta tu licencia? —¿Licencia? —dijo, mientras estudiaba un anuncio de dos páginas dedicado a una vajilla de plata—. No estoy de licencia. —¿Cómo? —Soy lo que suele llamarse un desertor. —¡Oh, Newt, no! —Seguro que sí —afirmó, sin dejar de ver la revista. —Pero, ¿por qué, Newt? —Necesitaba saber qué dibujo había elegido para tu vajilla —y se puso a leer en la revista los nombres de los distintos estilos—. ¿Albemarle? ¿Heather? ¿Legend? ¿Rambler Rose? —alzó la vista y dijo sonriendo—. Pienso regalarles, a ti y a tu esposo, una cuchara. —Newt, Newt… dime la verdad. —Deseo dar un paseo. La chica se estrujaba las manos, llena de angustia fraternal. —Oh, Newt, me estás engañando. En realidad no

desertaste. Newt imitó en voz baja el sonar de una sirena de Policía y luego levantó las cejas. —¿De… de dónde? —Fort Bragg. —¿Carolina del Norte? —Exacto. Cerca de Fayetteville, donde Scarlett O’Hara fue a la escuela. —¿Cómo llegaste aquí, Newt? —El muchacho levantó el pulgar, haciendo el gesto de pedir un aventón. “Me tomó dos días”, dijo. —¿Lo sabe tu madre? —No vine a ver a mi madre. —¿Pues a quién viniste a ver? —A ti. —¿A mí? ¿Por qué a mí? —Porque te amo. Y ahora, ¿podemos comenzar con nuestro paseo? Un pie delante de otro, entre las hojas y por encima de los puentes… Paseaban ya, por un bosque cuyo suelo estaba cubierto por hojas cafés. Catherine, enojada, dijo rechinando los dientes y cercana a las lágrimas: —Newt, esto es una verdadera locura. —¿Por qué habría de serlo? —Qué momento tan inoportuno para decirme que me amas. Nunca antes me hablaste así. Y se detuvo. —Sigamos andando —dijo él. —No. Hasta aquí y ni un paso más. No debí salir contigo. —Pero lo hiciste. —Por alejarte de la casa. Si hubiera pasado alguien y te hubiera escuchado hablar como lo estabas haciendo, y a una semana de la boda… —¿Qué habría pensado? —Que estabas loco. —¿Por qué? Respirando profundamente, Catherine se lanzó a un largo discurso: —Déjame decirte que me honra mucho la locura que has cometido. No creo que hayas desertado, aunque tal vez lo hiciste. No puedo creer que en verdad me ames, aunque tal vez así sea. Pero… —Te amo —dijo Newt. —Bien, pues me siento muy honrada por ello y te aprecio mucho como amigo, Newt, muchísimo… Pero es demasiado tarde —y se apartó un paso del chico—. Nunca intentaste siquiera besarme — agregó, protegiéndose con las manos—. No quiero decir que lo hagas ahora, sino que todo resulta demasiado inesperado. No tengo la menor idea de cómo responderte. —Pues camina un poco más. Goza el momento. Comenzaron a caminar de nuevo. —¿Esperabas que me lanzara en tus brazos? —Quizás. —Siento haberte decepcionado. —No estoy decepcionado. No contaba con ello. Pero eso, simplemente


caminar, es muy agradable. Catherine volvió a detenerse: —¿Sabes qué va a ocurrir en este momento? —No. —Pues que nos estrechemos la mano. Nos estrechamos la mano y nos separamos como amigos. Eso es lo que va a ocurrir en este momento. Newt asintió con la cabeza: —Muy bien. Recuérdame de vez en cuando. Recuerda cuánto te amaba. Sin poderlo remediar, Catherine rompió a llorar. Volviéndose de espaldas a Newt, se puso a mirar la infinita columnata del bosque. —¿Qué quiere decir esto? —preguntó Newt. —¡Que estoy enojada! —contestó Catherine. Y apretando los puños, agregó—. No tienes ningún derecho… —Necesitaba saberlo… —Si te amara, te lo habría hecho saber antes. —¿Lo habrías hecho? —Sí —y volviéndose hacia él, lo miró, el rostro completamente enrojecido—. Lo habrías sabido. —¿Cómo? —Lo habrías visto. Las mujeres no somos muy duchas en ocultar eso. Newt se puso en ese momento a observar de cerca el rostro de Catherine. Para consternación de la chica, lo que había dicho era cierto: una mujer no sabe cómo ocultar su amor. Y Newt estaba viendo en ese momento amor. Y entonces hizo lo que tenía que hacer. La besó.

—¡Qué difícil es entenderse contigo! —exclamó Catherine cuando Newt la soltó. —¿Conmigo? —No debiste hacerlo. —¿No te gustó? —¿Qué esperabas? —Ya te lo dije, nunca sé qué va a pasar a continuación. —Yo sí. Que nos vamos a decirnos adiós. —Muy bien —dijo Newt, frunciendo el ceño ligeramente. Catherine lanzó otro discursito: —No lamento que nos hayamos besado. Fue grato. Debimos hacerlo antes, ya que fuimos tan amigos. Siempre te recordaré, Newt. Buena suerte. —También para ti. —Gracias, Newt. —Treinta días. —¿Treinta días qué? —Treinta días de encierro. Eso es lo que va a costarme un beso. —Yo… lo siento. Pero no te pedí que desertaras. —Ya lo sé. —Desde luego, no te merece ninguna medalla de héroe por haber hecho algo tan tonto como lo que hiciste. —Ha de ser agradable sentirse héroe. ¿Es Henry Stewart Chasens un héroe? —Podría serlo, si llegara el caso —dijo Catherine, notando con inquietud que habían comenzado a pasear nuevamente. El adiós quedaba atrás. —¿Lo amas de verdad? —preguntó Newt. —¡Claro que lo amo! —contestó violentamente—. ¡No me casaría con él si

no lo amara! —¿Y qué tiene de bueno el chico? —¡Pues vaya! —exclamó Catherine, deteniéndose—. ¿Te das cuenta de cuán ofensivo es lo que preguntas? ¿Henry tiene muchas, muchas, muchas cosas buenas! Sí. Y tal vez muchas, muchas, muchas cosas malas también. Pero nada de esto te concierne. ¡Amo a Henry y no tengo por qué discutir contigo sus méritos! —Perdón. —¡Pues vaya! —dijo Catherine. Newt la besó otra vez. Y la besó porque ella lo deseaba. Se encontraban en una huerta extensa. —¿Cómo es que nos alejamos tanto de casa, Newt? —Un pie delante del otro, entre las hojas y por encima de los puentes… —Se van sumando… los pasos. En la torre de la cercana escuela para ciegos sonaron campanas. —La escuela para ciegos —dijo Newt. —La escuela para ciegos —dijo Catherine, que sacudía la cabeza llena de aletargada perplejidad—. Es hora de regresar. —Dime adiós. —Cada vez que lo hago —comentó Catherine— recibo un beso. Newt se sentó sobre el bien cortado pasto, bajo un manzano. —Siéntate —dijo. —No. —No te tocaré. —No te creo. Catherine se sentó bajo otro árbol, a unos seis metros del chico. Cerró los ojos. —Sueña con Henry Stewart Chasens —dijo Newt. —¿Cómo? —Que sueñes con tu admirable casi esposo. —Muy bien, así lo haré —contestó ella—. Y cerrando los párpados apretadamente, tuvo vislumbres de su casi esposo. Newt bostezó. Las abejas zumbaban entre los árboles y Catherine estuvo a punto de dormirse. Al abrir los ojos, vio que Newt se había dormido en serio. Comenzó a roncar suavemente. Lo dejó dormir por una hora. Y mientras él dormía, lo estuvo adorando con todo el corazón. Las sombras de los manzanos se alargaron hacia el este. En la torre de la escuela para ciegos las campanas volvieron a sonar. —Ali-ali-ali —cantó un aliolín. En algún sitio, allá lejos, el arranque de un automóvil se puso en marcha y falló, lo intentó de nuevo y volvió a fallar y luego otra vez. Catherine abandonó su árbol y se hincó junto a Newt. —Newt. —¿Hummmm? —dijo él, abriendo los ojos. —Es tarde. —Hola, Catherine. —Hola, Newt. —Te amo. —Lo sé.

—Demasiado tarde. —Demasiado tarde —confirmó ella. Poniéndose de pie, Newt se estiró haciendo suaves ruidos. —Un agradable paseo —dijo. —Así lo creo. —¿Es aquí donde nos separamos? —¿Adónde vas a ir? —Pediré un aventón hasta el pueblo y me entregaré. —Buena suerte. —También para ti. Cásate conmigo, Catherine. —No. Sonriendo, la miró fijamente por un momento. Y después se alejó, caminando con rapidez. Catherine estuvo observando cómo se iba empequeñeciendo en aquella larga perspectiva de sombras y árboles, sabiendo que si en aquel momento se detuviera y la llamara, correría hacia él. No tendría alternativa. Newt se detuvo. Se volvió. La llamó. “Catherine”, dijo. Y ella corrió hasta él y lo rodeó con sus brazos, sin poder hablar. *Kurt Vonnegut Jr. (1922- 2007) Escritor estadounidense, cuyas obras, generalmente adscritas al género de la ciencia ficción, participan también de la sátira y la comedia negra. Entre sus novelas destacan “Las sirenas de Titán” (1959), “Matadero cinco”(1969) y “El desayuno de los campeones” (1973).

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elacordeón

DOMINGO

24 DE DICIEMBRE DE 2017 GUATEMALA


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