Lecturas de fin de año

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Lecturas

de fin de aĂąo editorLuis Aceituno | diseĂąoEstuardo de Paz | ilustracionesMaurice Utrillo

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DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA

POR ROGELIO SALAZAR DE LEÓN*

El cautivo

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e las insinuaciones del río a los coqueteos de Sierpes lo que hay es el plano de dos líneas paralelas; mientras el primero corre por un cauce arenoso la segunda se enfila por un cauce de casas decoradas y consagradas a la devoción de Nuestra Señora; mientras el primero devuelve al cielo un brillo claro como la plata, la segunda, mientras el sol brilla, devuelve al cielo los claros destellos del blanco encalado de las paredes. En eso pensaba el hombre que navegaba de vuelta a su tierra después de largos años de ausencia, en los cuales había conocido desde los furores del amor hasta los furores de la guerra que, tal vez no estén tan alejados como a veces se piensa. Pensaba en la ciudad donde había crecido, en la ciudad a la que había llegado con talla de niño y a la que había dejado con la talla que logró alcanzar su desarrollo varonil. Su posición preferida en la embarcación era la más posterior, aquel lugar desde el cual podía ir viendo las estelas que, como dos líneas paralelas, dejaba el rastro del barco sobre la superficie líquida; de la contemplación de este paralelismo sobre el agua provenía su recuerdo del paralelismo entre el Guadalquivir y la calle de Sierpes, el cual había sido uno de sus itinerarios más reiterados durante sus juveniles días en la ciudad de Sevilla, aquel lugar en donde pudo sentir el calor del verano armonizar con el ardor juvenil, según recordaba, en aquella ciudad templar una guitarra y beber un vaso de vino eran la misma cosa. Ahora que volvía, después de una ausencia prolongada, podía valorar los diversos recuerdos que guardaba de su tierra: de Valladolid recordaba algo parecido al rigor, los ángulos rectos, los arcos de piedra, la pizarra puntiaguda y negra de los tejados; de Córdoba recordaba algo parecido a la intimidad, alguna plaza que más que una plaza era un rincón, la relación cifrada del niño con la madre; a Madrid solo lo recordaba como un sitio de paso, como un cruce de caminos, como un lugar destinado a un propósito distinto a la permanencia. El único sitio, de todos los que residían en su recuerdo, a donde lo remitían sus sueños nocturnos era la ciudad de Sevilla, sin importar si había bebido poco o mucho vino, sin importar si

había sido fácil o difícil conciliar el sueño, sin importar si dormía acompañado o solo, sin importar incluso si dormía sobre el precario catre de un hospital, Sevilla era siempre el escenario de sus sueños. La ciudad de la Giralda en el recuerdo, y Don Juan de Austria en la lealtad eran las dos cosas que más lograban erizar su piel. Cuando navegaba y mientras se ocupaba en presenciar las líneas paralelas que dejaba la embarcación como estelas le gustaba imaginar, e incluso llegaba a sentirlo así, que él y Don Juan de Austria eran como dos hermanos cuyas vidas dibujaban también el plano de dos líneas paralelas que nunca llegarán a cruzarse, aunque siempre guardarán una referencia recíproca. El hecho de haber sido un vástago ocasional y aventurado del hombre más poderoso del mundo, de quien era la cabeza del Imperio, sumado al hecho de que siendo aún un niño había sido llevado a la Corte llamado por su hermano Felipe, y además el hecho de haber sido educado en España en la noble casa de hogar formada por Don Luis de Quijada —un apellido con hidalguía— y doña Magdalena de Ulloa por designio de la Corte; eran todos acontecimientos que se confabulaban para que las estelas dejadas en el agua inspiraran a quien las veía, a comparar su vida con la de Don Juan de Austria; ambos eran contemporáneos, ambos habían vivido una infancia itinerante; ambos habían crecido sujetos a cambios de ambiente y también habían llegado a coincidir en la opción por las armas. Miguel y Juan, Juan y Miguel bien pueden ser los nombres de dos hermanos se decía el propio Miguel al hallarse en medio del mar navegando de vuelta a casa. Durante toda su permanencia en Italia, de la cual ahora volvía, sentir cerca la presencia de Don Juan de Austria había sido como reafirmarse y también como enorgullecerse de ser español; desde Nápoles hasta Venecia, y de forma más intensa en el reclusorio del dolor de Mesina después de Lepanto, Don Juan había sido capaz de reconciliarlo con su destino. Marchar como un católico formado en la tropas comandadas por Don Juan de Austria y por Alessandro Farnesio había sido, más que cualquier otra cosa, sentir la protección de Don Juan. Llegar a Oriente ya supone una aventura, aunque el mar de Oriente y el mar de Occidente no guardan alguna diferencia evidente, puede decirse que Miguel al irse adentrando en las profundidades orientales del mar sí que sintió una especie de diferente densidad atmosférica, una especie de factor atmosférico diverso que él no sabría decir si había impresionado a su olfato o a su piel; pero ir acompañado por un capitán como Don Juan era suficiente para sentirse confiado por honda que llegase a ser la incursión; aunque imaginar la profundidad de cualquier incursión es querer llegar a un punto desconocido. De pronto, después de varias horas contemplando el mar y pensando a propósito de lo que veía, a Miguel le parece ver algo sobre la superficie del mar, no logra determinarlo ni remotamente, solo se le ocurre pensar que, en el mar, el atardecer es la única orientación y además piensa —sé que voy de vuelta a casa, pero lo único que veo es la dirección que marca el crepúsculo— la oscuridad crecía y a Miguel se le ocurre pensar que la noche tiene demasiado negro el cabello. La noche llegó a serlo todo sin que pudiera antes descifrar cuál era el atributo distintivo del punto que había visto sobre el mar; sin saber cómo ni por qué el desgano, el suave vaivén y la duda sobre lo visto lo hacen permanecer en el mismo sitio, aunque ahora ya no puede verse ni siquiera

las manos; sus cavilaciones en la oscuridad se vuelven más lentas y menos deseantes, al grado que la ciudad de Sevilla y Don Juan de Austria desaparecen por completo, se mudan a un lugar desconocido, para dejar lugar a una especie de espacio en blanco, un espacio vacío, como el de aquella noche en la que se veía sin mirar. Su primer tercio había corrido la noche, cuando la violencia del abordaje se hizo presente; ya se sabía, siempre se ha sabido que los moros son hábiles, como los gatos, para moverse en la sombra. A Miguel lo había atrapado la suavidad del adormecimiento, así él soñaba que contemplaba a su madre tender al sol, después de haberla lavado, una de sus camisas de niño —acción que sin duda tenía lugar en Sevilla— Miguel borracho de sueño se levantó y, tambaleándose por el barco, creyó caminar hacia su mamá mientras tendía la ropa al sol, la visión de ella en sus labores domésticas era muy creíble; cuando Miguel quiso tomarla por la cintura, como solía hacer cuando niño, se topó con un mástil del barco, el cual al sostener una vela al viento simulaba ropa tendida. Su despertar no fue tan violento por el encuentro con el mástil, sino porque de forma inmediata tuvo la visión y la evidencia del abordaje, la embarcación estaba inundada de moros con la cimitarra empuñada, todos vociferando en su jerga de consonantes ásperas, dando órdenes y empujones; pronto se le hizo claro que ellos ya llevaban algún tiempo sobre el barco, que ellos deben haber sido aquel punto que había visto sobre el agua y que cualquier cosa que se intentara sería inútil, por lo que solo quedaba someterse. Cuando la refriega terminó Miguel ya había despertado del todo, por ese motivo él casi no participó en la defensa, al ser sometido por los invasores solo se le ocurrió pensar —si la embarcación se llama “La Sol”, esta había sido capturada en un momento de total oscuridad, la embarcación con todo y su nombre ha sido totalmente eclipsada—. Este hecho le enseñó a Miguel que por cruentas que sean las batallas y por numerosas que sean las bajas esto no basta para dar por terminada una guerra, la obstinación


de los católicos por defender y difundir su fe le pareció, en aquel momento, algo vano, le pareció algo tan vacuo como la cruzada de un loco, esto sería algo que le quedaría grabado para siempre. Desde ahí ya no hubo más horizonte que Argel, más destino que q el cautiverio y más sentimiento q que la tristeza. Su entrada en el desierto del Norte de África fue desolación pura, estos versos que Miguel escribió pueden dar cuenta de ello —Cuando llegué cautivo y vi esta tierra tan nombrada en el mundo, que en su seno tantos piratas cubre, acoje y cierrano pude al llanto detener el freno—. Su pesadumbre se convirtió en angustia al entrar en una ciudad más grande que Nápoles, la última que había visto antes de embarcarse, y al darse cuenta de que casi un tercio de aquella enorme población eran esclavos; lo mismo en que él se hallaba convertido ahora. Ante esas evidencias, Miguel no necesitó de grandes cuotas de suspicacia para entender que él y sus compañeros cautivos formaban parte del gran negocio de Argel, y que por eso mismo les sería muy difícil recuperar su libertad, quien ahora era su propietario no iba a dejar escapar su mercancía; de repente se detuvo en un lugar de sus conjeturas, el alto lo hizo al llegar a la noción de mercancía y se dijo a sí mismo: —ahora soy un objeto, soy una cosa— esto le permitió verse como nunca antes lo había hecho, esto le dio un dato de sí que hasta entonces no había advertido —ahora he dejado de ser el Miguel que habla, el Miguel que piensa, el Miguel que siente, para ser algo que vale, algo etiquetado y con precio— no podría decirse que se sintió humillado por esto, antes se sintió sorprendido —un hombre es cualquier cosa, menos quien cree ser— se dijo ante su nueva e inesperada entidad. Tener un precio fue algo que nunca antes habría pensado, durante su infancia en Sevilla había visto algunos negros y se había enterado de su condición de esclavos: podían ser comprados y eran alguien a quien se podía usar como

a cosas, la impresión que le causó ver un negro por primera vez fue grande, Miguel, según recordaba, debía seguir viéndolo sin descanso, porque de no hacerlo así habría pensado que sus ojos lo engañaban —¿cómo puede existir alguien con esos colores en la cara? — recordaba haberse preguntado, al haber pasado por la duda de lo que sus ojos le mostraban. Después recordaba algunas explicaciones de su madre: que eran como objetos, que podían ser comprados por gente rica, para tenerlos a su servicio y disposición. Lo de poder comprar a alguien para poder usarlo, le pareció tan raro como la apariencia y el color ostentado por ellos, tal vez porque dos rarezas se acomodan bien juntas fue posible para Miguel acomodar la entidad del esclavo con el color, desmedidamente oscuro, de la piel que tenían; luego llegó a acostumbrarse a ello, pero siempre como a algo ajeno con lo cual, de algún modo, solo se convive; en Sevilla por aquellos días de su temprana juventud era usual ver por algunas calles y a algunas horas a esclavos negros. El contraste sorpresivo, chocante e inadmisible era que ahora, a la vuelta de algunos años, quien tenía un precio para ser vendido y usado era él; el giro del destino había llegado tan lejos que nunca le hubiera sido posible, ni siquiera imaginarlo. Al llevar algunos días en el mercado de Argel se le fue haciendo claro, que sin importar quién se sea en el mundo, las rutas de este no están cerradas para nadie, la grandísima diversidad de las vías mundanas son plataformas posibles para cualquiera; se le ocurrió pensar, incluso que si el mismo Don Juan de Austria hubiese venido navegando en “La Sol”, él también tendría un precio ahora, en medio del griterío y la algarabía del mercado de Argel. Por esas vías conjeturales fue tratando de digerir que ahora se parecía más a una cosa que a un hombre, decir digerir a estas alturas, acaso sea mucho decir, siguió atragantándose con la idea, y siguió sintiendo algo atravesado que no podía ni devolver ni tampoco dejar pasar; por esos días, según llegaría a evocar más tarde, pudo sentirse más viejo de lo que era; su edad al ser capturado por los moros y ser puesto como mercancía de consumo en un mercado era de veintiocho años, pero llegó a sentirse tan viejo como puede sentirse alguien que, al margen de la precisión, pudiese calcular haberlo vivido todo. Cada uno de los días que pasó, como mercancía tasada, en el mercado Miguel lo vio comenzar y terminar y sintió el tiempo entre ese comienzo y ese fin como si fuese el último instante de su vida; él, aunque lo hubiese querido, nunca fue un hombre de muchas lecturas, si alguna envidia había llegado a sentir, esta fue por los hombres que las habían tenido más que él, por aquellos a quienes los libros habían resultado familiares, fáciles y abundantes; ahora, quizá más que nunca, hubiese deseado contar con

suficientes libros, como los que nunca había tenido, para fugarse por entre sus páginas de aquella realidad sin horizonte que ahora se le presentaba, para salir y andar el mundo aunque fuera de forma ficticia, aunque fuera ficción y tan solo guiado por las letras y las páginas de algún atrevido texto escrito. Poco a poco y sin sentirlo como una urgencia ni como una necesidad fue estableciendo contacto con algunos de sus colegas de cautiverio, así fue como por primera vez oyó hablar de algunas órdenes de frailes encargadas del rescate de cautivos como ellos; nunca se le habría ocurrido a Miguel pensar que una orden de curas se hubiese constituido con el propósito de la libertad. Entre todos los cautivos del mercado de Argel circulaban las oraciones e invocaciones hacia un catalán de nombre Pedro Nolasco y también hacia un provenzal de nombre Jean de la Matta; según se decía y según se reiteraba, el primero había vivido en torno al puerto de Barcelona y el segundo había vivido en las proximidades del puerto de Marsella; ambos hombres, sin duda, aclimatados a la brisa marina y a los atardeceres rojos del Mediterráneo; el clima de mar que su época les mostró fue el del campo de batalla, algo que no había cambiado mucho para la época de Miguel y de sus compañeros esclavos, sobre todo si se piensa que las disputas entre mahometanos y cristianos habían persistido; esa atmósfera marina de persistente crueldad, ese campo acuático escogido por dos dioses para pelear su hegemonía era lo que había movido los corazones del Nolasco y del de la Matta para seguir el rastro de los cristianos caídos y capturados en acción con el fin de que, una vez ubicados, fuese posible emprender las rutas de su vuelta a casa. Tanto el puerto de Barcelona como el puerto de Marsella habían alcanzado entre los cautivos de Argel la jerarquía de lugares sagrados, ciertamente porque eran sitios añorados, costas inalcanzables y de libertad para cualquier esclavo al otro lado del mar; pero también porque habían sido los lugares de origen de estos dos santos quienes, antes de que ellos existiesen, ya habían pensado en aliviar sus penas. Tal vez, en todo hombre aventurero ha habitado un niño sensible, aunque no todo niño sensible deba concluir en un aventurero, la cosa es que para Miguel sí había sido este el camino; su temprana sensibilidad había devenido en una cierta necesidad de horizontes amplios y de la libertad suficiente para recorrerlos sin tropiezos; ahora que a fuerza de recorrer el mundo parecía haberse topado con el serio tropiezo del cautiverio y de la consiguiente falta de libertad, él sentía reverdecer su sensibilidad de nuevo, como si esta fuese una cierta forma de libertad y, por lo tanto como un lugar ya conocido, al tiempo de ser también un sutil escape para la situación implicada en la esclavitud. Esa fue la vieja sensibilidad removida en su corazón al oír las historias y los empeños de esos frailes encargados de aliviar las penas del cautivo; antes de

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sentir la ansiedad y la urgencia de las posibilidades del rescate, se sintió sobrecogido de solo saber que había gente dedicando su vida a devolver la libertad a otros. Según circulaba entre los esclavos cristianos, constaban de forma fehaciente y hasta documentada muchos sucesos de perfiles heroicos entre las actuaciones de estos frailes; lo más atractivo para Miguel fue cobrar conciencia de que emprender una lucha a favor de un esclavo significa escoger la toma de partido a favor de quien ha perdido y de quien no tiene nada para ofrecer, la pregunta hacia donde lo conducían estos pensamientos era —¿qué sentido tiene ponerse del lado del perdedor? — al principio no hacía sino repetirse la pregunta una y otra vez, hasta que una tarde de confín rojo y deslumbrante se le ocurrió pensar que si existía alguien capaz de tomar partido en favor de quien no tiene nada, en favor de quien no puede disponer de sí mismo, ni siquiera de su propia vida, debía ser porque algún sentido tenía ser un perdedor, ser un vencido, ser un esclavo. Esta idea acompañó a Miguel por el resto de su vida —alguna importancia debe tener el fracaso y el ridículo…— se decía; ahora bien, concluir de una forma clara en cuál podría ser esta importancia le fue imposible, su cabeza por aquellos días no dejó de ser un ámbito para el cuestionamiento, para la indagación pendiente de alguna respuesta y para el cuaderno abierto. La herida del cautiverio, la humillación sufrida, si alguna vez llegó a convertirse en cicatriz fue a punta de pluma y a fuerza de escribir y fue algo que, al menos, como huella visible siempre permaneció. Después de cinco años transcurridos y habiendo cruzado ya la frontera de los treinta Miguel, acaso ya sin esperarlo con el fervor con que pudo haberlo hecho en los primeros tiempos de su esclavitud, supo que un tal Fray Juan Gil, un hijo de la Santísima Trinidad en tanto miembro de esa orden, aquella misma que había fundado su viejo venerado y conocido Jean de la Matta, indagaba por él. Según supo cuando por fin pudo hablar con el fraile, habían sido sus hermanas Andrea y Magdalena quienes, a fuerza de sacrificios, renuncias y porfías le habían dado algunos fondos y algunas señas de su hermano Miguel, ellas habían dicho al fraile —Miguel, de edad de treinta y tres años, es manco de la mano izquierda y barbirrubio— lo cual pudo comprobar el fraile al conocerlo. Su rescate tuvo que esperar a la localización de otro encargo que llevaba Fray Juan Gil, el de un varón cristiano de nombre Palafox; el precio tasado para Miguel era de quinientos escudos y el del tal Palafox, quien debió tener atributos de principal, se tasó en mil; el fraile no disponía de tanto, por lo que la decisión de liberar a Miguel y dejar al otro debió haber sido fácil. Al comienzo del otoño de su quinto año en Argel, Miguel debió suscribir un documento notarial con testigos y formalidades eclesiásticas para abandonar el cautiverio; debió responder algunas preguntas sobre su origen, sus costumbres, su Dios, y su inocencia; todo lo cual sintió muy remoto y muy alejado de su sufrimiento. Al estar ya más entrado el otoño durante un atardecer ya prematuro, ya frío y levantino, Miguel pisó el puerto de Valencia, cansado de medir la distancia en la nostalgia y cargado de un enorme equipaje de recuerdos, ahora en su memoria residía un joven ambicioso de fortuna y de gloria que no había conseguido, este convivía con los colores de Italia, con alguna mujer espontánea de lengua fácil en cuya boca pudo hallar la miel y varios sonidos cercanos al castellano, también este joven convivía con la salvaje irracionalidad de la guerra y con el recuerdo de la gente del desierto. Como consecuencia y como homenaje a todo aquello fue que años después, cuando la digestión de cuanto hubo de tragarse estuvo hecha, Miguel le regaló a alguien más, a otro, a un moro de nombre Cide Hamete Benengeli la autoría de una novela rara, anárquica, pero extraordinaria. *Rogelio Salazar de León es autor de la novela “Legajo anudado” y columnista habitual de elAcordeón

Lavandería Ángel POR LUCIA BERLIN*

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n indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre p estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí. Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves. La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo. Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno

al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera. El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias p g en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos. Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS. En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos.


Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos. Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos. La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: “¿No es un milagro?”. El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda. Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, p que q ya y estaba seca. Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha p y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS.

Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado. —Hermano, créeme, sé lo que es... He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes. Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso. La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna q que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen “Jueves”. Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. “Tina”, “Corky”, “Junior”. La ggente de p paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s. Pero sobre todo son indios los q que van a la lavandería de Ángel. Indios del pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos

y rosas hasta q quedarme bizca. Yo voy a la lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico en el hilo musical. New Yorker, Ms., y Cosmopolitan. Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta q que entré en la lavandería de Ángel g y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS. Vi que la colcha no se ponía de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual g q que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage si hubiera sido un jueves? —Soy el jefe de mi tribu —dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto, mirándome fijamente las manos. Me contó que su mujer trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos eran conductores de autobuses escolares. —¿Sabes por qué me gustas? —me preguntó. —No, ¿por qué? —Porque eres una piel roja —señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y no, nunca he visto a un indio de piel roja. Le gustaba mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a. Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa. Tenía una gran muesca en el borde. —¿Una bala? No, solía morderla cuando estaba asustado o caliente. Una vez me propuso que fuéramos a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato. —Los esquimales lo llaman “reír jjuntos” —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN. Nos echamos a reír, uno al lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento, rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía. Pasó un tren. Me dio un codazo. —¡Gran caballo de hierro! —y nos echamos a reír otra vez. Tengo muchos prejuicios infundados sobre la gente, como que a

todos los negros por fuerza les ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: “¡Siempre estás atándote los cordones!”. El otro es el de un camarero que está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: “Oiga, está hecho una sopa”. Tony solía repetirme chistes de esos los días lentos en la lavandería. Una vez estaba muy borracho, borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el aparcamiento. Le rompieron p la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora mientras Ángel le hablaba de los doce pasos. Cuando salió, Tony me puso unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos. —¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache! ¡Mierda! —Tú sí que estás hecho mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache? No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rio, de hecho. —¿De qué tribu eres tú, piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un cigarrillo. —¿Sabes que mi primer cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer? —Claro que me lo creo. ¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos. Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un lado y me quedé sola en el espejo. Había una chica joven, no en el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles. DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ). La chica metió su ropa en un cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo. Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules. Una vez estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan. “Enchanté”, me dijo. La verdad es q que no tenía cerillas. Doblé la ropa y cuando llegó Ángel me fui a casa. No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio. *Los cuentos de la estadounidense Lucía Berlín (1936-2004) se encuentran recopilados en el volumen “Manual para mujeres de la limpieza” (Alfaguara, 2016)

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Muerte de Ulises

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POR ROBERTO BOLAÑO*

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elano, nuestro querido Arturo Belano, vuelve a la Ciudad de México. Han pasado más de veinte años desde la última vez que estuvo allí. El avión sobrevuela el DF y Belano despierta de golpe. La sensación de malestar que lo ha acompañado durante todo el viaje se hace más aguda. En el aeropuerto del DF tiene que tomar un enlace para Guadalajara, para la Feria del Libro, adonde ha sido invitado. Belano es ahora un autor de cierto prestigio y suelen invitarlo a muchos lugares, aunque él no viaja mucho. Este es el primer viaje a México en más de veinte años. El año pasado lo invitaron dos veces y a última hora decidió no asistir. El año antepasado lo invitaron cuatro veces y a última hora decidió no asistir. Hace tres años lo invitaron ya no recuerdo cuántas veces y a última hora decidió no asistir. Ahora, sin embargo, está en México, en el aeropuerto del DF, y camina tras la gente, unos perfectos desconocidos, que se dirigen a la zona de tránsito para tomar el avión que lo llevará a Guadalajara. El pasillo es un laberinto encristalado. Belano es el último de la fila. Sus pasos cada vez se hacen más lentos, más dubitativos. En una sala de espera divisa a un joven escritor argentino que también va hacia Guadalajara. De inmediato Belano se refugia tras una columna. El argentino está leyendo el periódico, posiblemente las páginas culturales, en donde solo se habla de la Feria del Libro, y al cabo de unos instantes, como si se supiera observado, alza la vista y mira en todas las direcciones, pero no ve a Belano y vuelve a las páginas del periódico. Al cabo de un rato una mujer muy guapa se acerca al argentino y lo besa por detrás. Belano la conoce. Es la mujer del argentino, una mexicana nacida en Guadalajara. Ambos, el argentino y la mexicana, viven juntos en Barcelona y Belano es amigo de ellos. La mexicana y el argentino cruzan unas palabras. De alguna manera ambos se sienten observados. Belano intenta leerles los labios, pero resulta imposible descifrar nada. Escondido detrás de la columna, espera hasta que ellos le dan la espalda para salir de su escondite. Cuando por fin puede salir del pasillo la cola que se dirigía a tomar el enlace de Guadalajara ha desaparecido y Belano descubre, con una creciente sensación de alivio, que a él ya no le interesa viajar a Guadalajara ni participar en la Feria del Libro, sino quedarse en el DF. Y eso hace. Se dirige a la salida. Le miran el pasaporte y poco después está fuera, buscando un taxi. Otra vez en México, piensa. El taxista lo mira como si lo conociera desde siempre. Belano ha oído historias sobre los taxistas del DF y sobre los asaltos en los aledaños del aeropuerto. Pero todas esas historias ahora se desvanecen. ¿Adónde vamos a ir, joven?, dice el taxista, que es más joven j q que él. Belano le da la última dirección conocida de Ulises Lima. Órale, dice el taxista, y acelera y el coche se

interna en la ciudad. Belano cierra los ojos, como cuando vivía allí y cerraba los ojos, pero ahora está tan cansado que los abre casi de inmediato y la ciudad, su vieja ciudad de la adolescencia, se despliega gratuitamente para él. Nada ha cambiado, piensa, aunque sabe que todo ha cambiado. La mañana es una mañana de camposanto. El cielo es de color amarillo terroso. Las nubes, que se mueven lentamente de sur a norte, parecen cementerios perdidos que por momentos se separan, permitiéndole ver fragmentos de cielo gris, y por momentos se funden con un chirrido de tierra seca que nadie, ni él, escucha, y que hace que le duela la cabeza, como cuando era adolescente y vivía en la colonia Lindavista o en la colonia Guadalupe-Tepeyac. La gente que camina por las aceras, sin embargo, es la misma, acaso más jóvenes, probablemente aún no habían nacido cuando él se marchó por última vez de allí, pero en el fondo son las mismas caras que vio en 1968, en 1974, en 1976. El taxista intenta entablar conversación, pero Belano no tiene ganas de hablar. Cuando por fin puede cerrar los ojos solo ve su taxi que se desplaza por una avenida llena de coches, a toda velocidad, mientras otros taxis son asaltados y sus ocupantes mueren con expresiones de horror. Gestos y palabras que le son vagamente

familiares. El miedo. Después ya no ve nada y cae en el sueño como una piedra en el interior de un pozo. Ya hemos llegado, dice el taxista. Belano mira por la ventana. Están en la calle donde vivía Ulises Lima. Paga y se baja. ¿Es su primera visita a México?, le pregunta el taxista. No, dice, hace tiempo yo viví aquí. ¿Es usted mexicano?, dice el taxista mientras le da el cambio. Más o menos, dice Belano. Luego se queda solo en la acera contemplando la fachada del edificio. Belano lleva el pelo corto. Una calvicie redonda tonsura su coronilla. Ya no es el joven de pelo largo que una vez recorrió estas calles. Ahora se viste con una americana negra y pantalones grises y camisa blanca y usa zapatos Martinelli. Ha venido a México invitado a un congreso de escritores hispanoamericanos. En el congreso participan, por lo menos, dos amigos suyos. Sus libros se leen (aunque no mucho) en España y en Latinoamérica y están todos traducidos a varias lenguas. ¿Qué hago aquí?, piensa. Camina hacia el portal del edificio. Saca su libreta de direcciones. Llama al piso en donde vivió Ulises Lima. Tres timbrazos largos. No le contesta nadie. Llama a otro departamento. Una voz de mujer pregunta quién es. Soy amigo de Ulises Lima, dice Belano. Cuelgan abruptamente. Llama a otro departamento. Una voz de hombre grita

¿quién es? Un amigo de Ulises Lima, dice Belano sintiéndose cada vez más ridículo. Con un chasquido eléctrico la puerta se abre y Belano empieza a subir por las escaleras hasta el tercer piso. Cuando alcanza el rellano se ha puesto a sudar por el esfuerzo. Hay tres puertas y un pasillo largo y mal iluminado. Aquí vivió Ulises sus últimos días, piensa, pero cuando toca el timbre tiene la irrazonable esperanza de oír al otro lado los pasos de su amigo que se acerca y luego ver su rostro sonriente asomándose a la puerta entreabierta. Nadie contesta a su llamada. Belano vuelve a bajar las escaleras. Cerca, en la misma colonia Cuauhtémoc, encuentra un hotel. Durante mucho rato permanece sentado en la cama, mirando la televisión mexicana y sin pensar en nada. Ya no reconoce ningún programa, pero de alguna manera los viejos programas se infiltran en los nuevos y así Belano ve en la pantalla el rostro del Loco Valdés o cree oír su voz. Más tarde, mientras cambia de canal, encuentra una película de Tin-Tan y la deja hasta el final. Tin-Tan era el hermano mayor del Loco Valdés. Tin-Tan ya estaba muerto cuando él se vino a vivir a México. Posiblemente el Loco Valdés haya muerto también. Cuando la película acaba Belano se mete en la ducha y después, aún sin secarse, telefonea a un amigo. No hay nadie en casa. Solo el contestador automático, pero Belano prefiere no dejar ningún mensaje. Cuelga. Se viste. Se acerca a la ventana y contempla la calle Río Pánuco. No ve gente ni coches ni árboles, solo el pavimento gris y una calma que tiene algo de inmemorial. Después aparece un niño y una joven, tal vez su hermana mayor o su madre, que caminan por la acera de enfrente. Belano cierra los ojos. No tiene hambre, no tiene sueño, no tiene ganas de salir. Así que vuelve a sentarse en la cama y sigue viendo la televisión mientras fuma un cigarrillo detrás de otro, hasta que se le acaba el paquete. Entonces se pone su americana negra y sale a la calle. Inevitablemente, como si tarareara una canción de moda, vuelve a la casa de Ulises Lima. Empieza a ponerse el sol en el DF cuando Belano consigue, tras varios intentos infructuosos, que un vecino le franquee el portal. Debo de estar volviéndome loco, piensa mientras sube las escaleras de dos en dos. La altura no me afecta. No comer no me afecta. Estar solo en el DF no me afecta. Durante unos segundos interminables y, a su manera, felices, permanece junto a la puerta de Ulises sin llamar. Toca el timbre tres veces. Cuando está dándose la vuelta, dispuesto a abandonar el edificio (aunque no para siempre, él lo sabe), la puerta de al lado se abre y una cabeza sin pelos, enorme, de color cobrizo pero en donde también se pueden adivinar algunos relámpagos rojos, como si hubiera estado pintando una pared o un cielo raso, se asoma y le pregunta a quién busca. Belano, al principio, no sabe qué contestar. No sirve de nada decir que


busca a Ulises Lima. De pronto ya no tiene ganas de mentir. Así que se queda callado y observa a su interlocutor: la cabeza pertenece a un joven, no debe de tener más de veinticinco años, y por la manera en que lo mira deduce que está ofuscado o que vive en un permanente estado de ofuscación. Ese dep está vacío, dice el joven. Ya lo sé, dice Belano. ¿Entonces por qué tocas, buey?, dice el joven. Belano lo mira a los ojos y no contesta. La puerta se abre del todo y el joven sin pelos sale al pasillo. Es gordo y está vestido solo con unos bluejeans muy anchos, sujetos con una correa antigua. La hebilla es grande, metálica, aunque la barriga del joven la oculta en parte. ¿Quiere pegarme?, piensa Belano. Durante un instante ambos se estudian. Nuestro Arturo Belano, queridos lectores, tiene ya cuarentaiséis años y está mal, como todos sabéis o deberíais saber, del hígado, del páncreas e incluso del colon, pero aún sabe boxear y sopesa con la mirada la figura voluminosa que tiene enfrente. Cuando vivió en México se peleó muchas veces y nunca perdió, lo que ahora le parece increíble. Peleas en la prepa y broncas tabernarias. Así que Belano ahora mira al joven gordo y calcula en qué momento embestirá y en qué momento pegarle y en dónde. Pero el gordo se lo queda mirando y luego mira hacia el interior de su propio departamento y entonces aparece otro joven, este vestido con una sudadera marrón con un transfer en donde se ve a tres tipos en actitud desafiante, de pie en medio de una calle llena de basura, con una leyenda en letras rojas en la parte superior: Los Amos del Barrio. El dibujo, por un instante, concita toda la atención de Belano. Esos tres tipos más bien patéticos de la camiseta le resultan familiares. O tal vez no. Tal vez es la calle la que le resulta familiar. Hace muchos años yo estuve allí, piensa, hace muchos años yo pasé por allí, sin prisas, mirándolo todo, inútilmente. El de la camiseta, que es casi tan gordo como el primero, le hace una pregunta que le suena a agua hirviendo y que no entiende. No es, sin embargo, de eso está seguro, una pregunta agresiva. ¿Qué?, dice Belano. ¿Eres fan de Los Amos del Barrio, buey?, repite el gordo de la camiseta. Belano sonríe. No, yo no soy de aquí, dice. Entonces alguien empuja al segundo gordo y aparece un tercer gordo, este muy moreno, una especie de gordo azteca con bigotito, y les pregunta a sus compañeros de departamento qué pasa. Tres contra uno, piensa Belano, es hora de marcharse. El gordo del bigotito lo mira y le pregunta qué quiere. Este pendejo estaba tocando el timbre en el departamento de Ulises Lima, dice el primer gordo. ¿Conociste a Ulises Lima?, dice el gordo del bigotito. Sí, dice Belano, fui su amigo. ¿Y tú cómo te llamas, cabrón?, dice el gordo de la camiseta. Entonces Arturo Belano dice su nombre y luego añade que se va a marchar, que siente haberlos molestado, pero esta vez los tres gor-

dos lo miran con verdadero interés, como si lo vieran bajo otro prisma, y el gordo de la camiseta sonríe y dice no me vaciles, tú no te puedes llamar Arturo Belano, aunque por la forma como lo dice Belano se da cuenta de que el otro, aunque no lo crea, quiere creerlo. Después se ve a sí mismo, como si estuviera contemplando una película tan triste que él jamás iría a ver, en el interior del departamento de los gordos, atendido por estos, que le ofrecen cervezas, no gracias, ya no bebo, dice Belano, sentado en un sillón destartalado con un estampado de flores marchitas, y un vaso de agua en la mano que no se decide a probar, pues el agua del DF, se lo advirtieron y además siempre lo ha sabido, provoca gastroenteritis, mientras los gordos toman posiciones en las sillas que hay alrededor e incluso uno, el que lleva el torso desnudo, se sienta en el suelo, como si temiera romper con su peso otra silla o como si temiera la reacción de sus compañeros ante tal eventualidad. El gordo que lleva el torso desnudo se comporta de alguna forma como un esclavo, piensa Belano. Lo que sigue es caótico y sentimental: los gordos le informan de que ellos fueron los últimos discípulos de Ulises Lima (lo expresan así: discípulos). Le hablan de su muerte, atropellado por un coche misterioso, un Impala negro, y le hablan de su vida, una sucesión de borracheras sin cuento en las cuales fue dejando su impronta, como si los bares y los cuartos en donde Ulises Lima se sintió mal y vomitó fueran los diversos volúmenes de su obra completa. También, sobre todo, hablan de ellos mismos: tienen un grupo de rock llamado El Ojete de Morelos y tocan en discotecas de los suburbios del DF. Han grabado un disco que las emisoras de radio oficiales se niegan a poner debido al contenido de sus letras. Las pequeñas emisoras, por el contrario, están todo el día pinchando sus canciones. Somos cada día más famosos, dicen, pero seguimos siendo rebeldes. La senda de Ulises Lima, dicen, las balas trazadoras de Ulises Lima, la poesía del más grande poeta mexicano. Luego pasan del dicho al hecho y ponen un compact disc con temas de El Ojete de Morelos que Belano escucha inmóvil, con la mano agarrotada sosteniendo el vaso de agua que aún no ha bebido y mirando el suelo, sucio, y las paredes, llenas de afiches de Los Amos del Barrio y de El Ojete de Morelos y de otros grupos que él desconoce o que tal vez sean formaciones musicales en donde antes tocaron Los Amos del barrio o El Ojete de Morelos, muchachos mexicanos que lo miran desde las fotos o desde el infierno esgrimiendo sus guitarras eléctricas como si fueran armas o como si se estuvieran muriendo de frío. *De Roberto Bolaño se acaba de publicar la novela póstuma “El espíritu de la ciencia ficción” (Alfaguara, 2016)

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elacordeón

DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA

Todo es verde POR DAVID FOSTER WALLACE*

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lla dice me da igual que me creas o no, es la verdad, puedes creer lo que quieras. Por tanto está claro que está mintiendo. Cuando dice la verdad se vuelve loca intentando que la creas. Por tanto creo que la he pillado. Enciende un cigarrillo y aparta su mirada de mí, tiene un aspecto perverso con el cigarrillo encendido y mirando por la ventana mojada, y no sé muy bien qué decir. Le digo Mayfly, no sé muy bien qué hacer ni qué decir y ya no me creo nada de ti. Pero hay cosas que sí sé. Sé que soy mayor y tú no. Y te doy todo lo que tengo que darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te lo he dado. He estado aguantando y trabajando duro todos los días. Te he convertido en la razón por la cual hago todo lo que hago. He intentado construir una casa para dártela, para que vivas en ella, y he intentado que sea un sitio agradable. Enciendo otro cigarrillo y tiro la cerilla en el fregadero junto con otras cerillas, platos sucios, una esponja y cosas de esas. Le digo Mayfly, mi corazón las ha pasado canutas por ti, pero ya tengo cuarenta y ocho años. Ya es hora de que no me deje arrastrar por las cosas. Tengo que tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mí tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tú tienes demasiadas necesidades que te las tapan. Ella no dice nada y yo miro por su ventana y noto que ella sabe que yo sé la verdad, y cambia de postura en mi sofá de jardín. Lleva unos pantalones cortos y se sienta encima de las piernas. Le digo no importa en realidad lo que he visto o lo que he creído ver. Esa ya no es la cuestión. Sé que soy mayor y tú

no. Pero ahora me siento como si yo te lo diera todo y tú ya no me dieras nada. Tiene el pelo recogido con un pasador y varias horquillas y la barbilla apoyada en la mano, es muy temprano, parece que ella está fantaseando con salir afuera a la luz brillante que hay al otro lado de la ventana mojada junto a mi sofá de jardín. Todo es verde dice ella. Mira qué verde es todo Mitch. Cómo puedes decir que sientes todo eso cuando fuera todo es tan verde. La ventana que hay junto a mi cocinilla se ha limpiado gracias a las lluvias torrenciales de anoche y muestra una mañana soleada, todavía es temprano y fuera todo está muy verde. Los árboles son verdes y la hierba más allá de los badenes es verde y está empapada. Pero no todo es verde. Las demás caravanas no son verdes, y mi mesa de camping que está ahí fuera toda llena de agua y de latas de cerveza y de colillas flotando en los ceniceros no es verde, ni tampoco mi camión, ni la gravilla del aparcamiento, ni ese juguete de ruedas enormes tirado de lado bajo una cuerda de tender vacía de ropa junto a la caravana de al lado, en donde vive un tipo con unos críos. Todo es verde dice ella. Lo dice con un susurro y yo sé que ese susurro ya no es para mí. Tiro mi cigarrillo y le doy la espalda a la mañana con el regusto en la boca de algo que es del todo cierto. Me giro y la miro sentada bajo la luz en mi sofá de jardín. Ella está mirando fuera, sentada en el sofá, y yo la miro a ella, y hay algo en mí que no consigue cicatrizar cuando la miro. Mayfly tiene un cuerpo hermoso. Y ella es mi mañana. Digo su nombre. *El cuento que publicamos de David Foster Wallace (1962-2008) está tomado de “La niña del pelo raro” (2000)




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El nuevo Homero

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DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA

POR MÉNDEZ VIDES*

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os ciegos saben reconocer mejor que nadie lo que hay en el interior de una caja cerrada al agitarla, por ese poder innato para predecir, para suponer y acertar. No es como nosotros, que vemos, sentimos, escuchamos y creemos resignados en lo que nos dice superficialmente el conjunto de los sentidos. Los ciegos imaginan mejor, inventan figuras sospechosas, escuchan voces ocultas y sus referencias son diferentes a las nuestras, menos comunes y a veces aterradoras, porque viven en el más allá de los adivinos. Me lo demostró Wilhelmine Murray en Londres, mujer no vidente de madre rusa que trabajaba en el cuarto de equipaje perdido en el aeropuerto de Heathrow. La conocí por uno de esos accidentes infortunados y frecuentes que suceden al volar en el trasatlántico, un cruce de etiquetas que ocasionó el desvío de mi maleta hacia Bombay. Adentro iba el original de mi única novela, la cual yo porfiaba se constituiría a partir de la feria de libros a la que me dirigía como invitado de honor, en objeto publicable y, seguramente, en futura obra modelo. Era mi Ilíada, y yo cerraba los ojos para rezar. Al principio no lograban dar con el rumbo que había tomado mi equipaje con su valioso contenido, por lo cual yo decidí no moverme del sitio hasta que tuviera una respuesta razonable. —Porque si me marcho, ¿quién se haría responsable de mi porvenir? — pregunté g y nadie asumió el reto. Éramos unos cuantos hombres reclamando, sentados en la banca de espera en el corredor, ninguno tenía la piel blanca y cada quien pensaba lo propio en su idioma. Todos habíamos perdido algo y lo queríamos de vuelta. Yo me revolvía incómodo dentro de la camisa blanca enyuquillada que ya me empezaba a picar, y molesto por la fatiga natural, por el desvelo y las tripas retorcidas tras nueve horas de vuelo. Juré que allí iba a esperar hasta que la guardiana diera cuenta de lo mío, aparecieran mis bienes o al menos se conociera con certeza su paradero. —A mí me dará lo mismo si se quedan aquí, pero allá ustedes porque de nada les servirá. Váyanse mejor. Los demás se rindieron, pero yo decidí no moverme porque estaba desesperado, porque cómo podía confiar en un servicio fundado en la piratería inglesa. ¿Acaso daba Dios papeles de propiedad a nadie? Quedándome cerca, al menos podría atormentar a la encargada con mi aroma a loción de supermercado y sudor, con el leve jadeo que los ciegos captan, con los chirridos de la tela de casimir que se encoge y roza la piel, con el tronido de los huesos por el frío y la humedad. Al mantenerme presen-

te, podría perturbarle la existencia y hasta la seguiría con el pensamiento a donde fuera escapando para arruinarle el descanso. La tarde transcurrió impaciente. La puerta quedó abierta y yo estuve observando a Wilhelmine Murray, siempre ocupada, sacando papeles de las gavetas y poniéndolas en cajas. Detrás suyo se extendía una rara multiplicidad de apartados con paredes de malla de alambre de grueso calibre, tipo perreras, con candados de clave que solo ella sabía abrir. El teléfono sonó dos veces en horas. Supuse, por sus rasgos físicos, que ella tendría origen judío de campos de concentración y quizá parientes en Tel Aviv. La luz mortecina se explicaba en la inutilidad. Era obvio que mi novela no estaba enterrada en esa bodega, entre los bultos olvidados desde tiempos inmemoriales destilando humedad, que retenían y despedían ese olor mezquino a ancianidad. Se trataba de millares de paquetes pendientes del ansiado reclamo. Admiré con sorpresa a ese número inusitado de personas a quienes no les interesaba recuperar sus bienes, porque en su momento se habían conformado con el cheque de indemnización o no se les había ocurrido reclamar. Pero ese no era mi caso, yo en Londres, sin el libro en el cual había trabajado toda mi vida breve, no valía nada. Para las autoridades británicas, mi equipaje se reducía a simples prendas de vestir mezcladas con papeles literarios sin valor comprobado, pero para mí esas páginas justificaban el viaje extra terrestre y eran mi posibilidad de perdurar. Si no recuperaba el manuscrito a tiempo, todo el esfuerzo habría sido en balde y tendría que regresar a Guatemala con la oportunidad perdida y gastada, como futbolista malogrado que falla el gol estando ante el marco sin obstáculos ni portero, por temor a ser llamado divino. Perder es más llevadero, porque los demás te reciben y abrazan, se solidarizan y te entienden. ¿Cómo iba yo a explicar a quienes tenían puesta su confianza en mi talento, que la oportunidad se me había desvanecido sin más? Lo de la mala suerte y el agua que se escurre entre las manos, en estos tiempos, ya nadie se lo cree. —Estoy a punto de fallarle a muchos. —Pero no habrá sido su culpa —me dijo la mujer de hermosas rodillas y rostro de cadáver, como si con ello saldara alguna deuda profunda. Wilhelmine rondaría el medio siglo de edad, tenía las pupilas muertas y el gesto tosco pero deseable gracias a ese tono de piel demacrado por mantenerse expuesta a la oscuridad por dentro y por fuera. Supuse que no conocería el paisaje de Londres, pero por educación no me animé a preguntarle si su ceguera era congénita o una trampa del destino.

—Las cosas materiales no son lo que me preocupa sino el futuro de mi Ilíada a —expuse. Ella se incorporó rendida, y me dio la espalda. —¿Cómo me dijo que es su nombre? —preguntó en un inglés correctísimo, tanto como para burlarse. —Méndez Vides. Con las palmas de las manos abiertas y extendidas, sensibles a las emanaciones de la temperatura que brotaba de los bultos olvidados, fue sin tropezar reconociendo a tientas por la bodega lo que debía de contener cada baúl y maleta huérfana, hasta que se detuvo frente a una de las jaulas. Abrió la cerradura, conocedora de todas las claves, y haciendo un enorme esfuerzo físico sacó arrastrada una maleta mediana, de cuero viejo, que estaba apretada bajo una serie de bultos empolvados. Definitivamente, ese equipaje no era el mío ni podría contener lo que yo había perdido. —Esta es —dijo ella con toda seguridad, comportándose como diosa. De la primera gaveta del mueble extrajo unos documentos en blanco para que yo firmara de conformidad, a lo que accedí totalmente extrañado, porque nunca había siquiera pensado que algo de esto pudiera ocurrirme a mí, y menos en un país que se supone aferrado al sistema y la razón, ateo y orientado al

orden estricto de las reglas y la metafísica. Supuse que discutir sobraba, pero tampoco estaba dispuesto a entregar la constancia de mi colilla auténtica de equipaje. Firmé en blanco y ella puso un sello encima y sus iniciales. Yo guardé la colilla dentro del pasaporte y en su lugar entregué una simple tarjeta de presentación personal. No la estaba engañando porque no se puede engañar a los ciegos. Wilhelmine reconoció exactamente la falsificación por la forma y la textura, pero no opuso resistencia porque sabía muy bien que yo estaba actuando correctamente. —Ahora podrá marcharse a su hotel a descansar, porque se lleva consigo la gran obra, la que siempre quiso escribir. Me sentí ridículo alejándome del aeropuerto en un taxi negro que apestaba a tabaco de pipa, con una maleta misteriosa que definitivamente no era mía, hacia un pequeño hotel escondido en Half Moon Street. La curiosidad me mataba, pero debía rendir tributo al país que me acogía manteniendo la reserva conveniente. Ya ni me fijé gran cosa en el paisaje uniforme de casas idénticas alineadas, con las chimeneas apuntando al cielo gris de las películas en blanco y negro. —¿Ha estado usted antes en Londres? —me preguntó indiscreto el joven chofer, probablemente un doctor en Filosofía que había descubierto la felicidad.


—Nunca —le respondí. No era cierto, pero me encantaba dar a los choferes ingleses la oportunidad de recitarme orgullosos aquella cantaleta presumida de “está usted entrando en la ciudad más civilizada del planeta”. Una manera ingenua de entretenerme sin poner verdadera atención ni sacar a relucir que primero está la Antigua Guatemala o en todo caso Roma. Londres me gusta para comprar ropa y música. —Pues me gusta escuchar a Pink Floyd —dije antes de bajarme del auto, relacionando el nombre del angosto callejón, para no pasar por un simple. Ya en el hotel me entró remordimiento por haber aceptado el regalo de la mujer ciega, porque ella me tendría siempre en sus manos, como si el origen centroamericano se estuviera estropeando conmigo y perdido toda moral. Pero yo había dejado consignada mi identidad, como corresponde a quien comete un crimen y deja intencionalmente la evidencia de sus huellas. Digamos que podría en su momento negociar mi equipaje a cambio del libro secuestrado, si el contenido del que se me brindaba no llenaba las expectativas, como acostumbran hacer los contadores que al ser despedidos de las empresas nacionales hurtan los libros de impuestos a los dueños para reclamar una futura indemnización extra. Entré a la habitación y me dispuse a

abrir la valija misteriosa, pero me asustó la posibilidad de descubrir una novela mucho mejor que la mía, lista para firmarla y atribuírmela, sabiendo de seguro que no habría después reclamo alguno de parte de nadie porque un regalo de ciegos es mágico. Al destino no se le debe temer. Apagué la luz para saborear el éxito y la fama, convertido en el nuevo Homero, pero el cansancio venció mi curiosidad y espantó la esperanza. Me quedé dormido con la ropa puesta y el equipaje en el suelo, instintivamente apretado entre mis piernas por el resto de la noche. Desperté cuando la luz se apoderaba de la ciudad, atraído por el aroma de los huevos fritos con tocino. Me quedaba un día de gracia para caminar por la orilla del Támesis, comer un plato de espagueti con vino y perderme en las librerías de Covent Garden. La gente se movía a la carrera y se apretaba en los trenes. Los asiáticos inundaban el comercio sin hacer ruido, temerosos de despertar otra guerra mundial. Por eso de los presagios, decidí volver al hotel para leer esa noche el libro heredado, como quien se juega la vida a la ruleta. Admiré los puentes y el perfil de la ciudad donde no sería ya por mucho tiempo un desconocido. Me imaginé admirado en Guatemala, recibido con honores en el aeropuerto La Aurora, con el equipaje indigno a cuestas. Inventaría sentidos y signifi-

cados, explicaría a los curiosos la génesis de mi gran idea, la revelación, y sin estar convencido de mis actos resulté en un cinematógrafo gigantesco, con apenas otras seis personas dispersas en la sala, intentando olvidar mi maleta extraviada y la realidad de la feria del libro dedicada a Centroamérica, por donde a la mañana siguiente pulularían los editores y traductores. ¿Quién sería el verdadero autor? Alguien que quizá pereció en el Titanic o que no llegó a su destino porque el avión se estrelló en el Canal de la Mancha, o perdido por error de un cruce de colilla de equipaje. Y mientras transcurría la película volví a perder la conciencia, muy cómodo en la butaca y desperté hasta el final, cuando encendieron las luces. Afuera hacía frío, Leicester Square, los monumentos, el viento que soplaba fuerte y llevaba consigo una tenue llovizna. Me apuré para aprovechar el tiempo desentrañando en la lectura el secreto de mi destino. ¿Qué oscuro pensamiento había imperado en la selección de equipaje hecha por Wilhermine Murray? ¿Qué tipo de documentos encontraría entre la ropa enmohecida? Regresé al hotel caminando, sin prisa aparente, controlando mis emociones, preparando la coartada íntima. En el vestíbulo encontré a la mujer ciega del cuarto de equipajes de Heathrow sosteniendo mi verdadero equipaje. Estaba en un sillón café junto al mostrador, acompañada por un sujeto siniestro, de sombrero, bigote y abrigo, de muy pocas palabras, quien no dijo sino gracias con acento ruso al final, justo antes de desaparecer. Por más que puse atención no supe determinar si estaba armado. —Buenas noches —saludé. —Creo que nos confundimos con usted —dijo la mujer volteándose para buscar mi sombra. Sus ojos estaban muertos. El empleado del hotel me hizo mala cara. Quizá pensaba que era muy mala educación hacer esperar tanto a una mujer ciega. Ahí estaba mi verdadero equipaje, después de haber recorrido el mundo de una manera que solo podrían aclarar la casualidad y la tecnología. —Queremos llevar a cabo el canje. Me pareció lo correcto y sopesé frente a ellos mi verdadera maleta, como ciego, para estimar que no hiciera falta ningún capítulo de mi obra. Me siguieron a la habitación. Wilhelmine Murray entró de primero y se movió libremente entre los muebles, como si pudiera ver o conociera de antemano su posición. Se quitó el abrigo y fue a sentarse al borde del lecho. Tenía unos hombros escurridizos que me generaron cierta armonía. Ella identificó la otra valija, que palpó para asegurarse, pero ya no estaba incorrupta como yo la había dejado esa mañana. La misteriosa prenda había sido violentada durante mi ausencia, se notaba como acabada de abrir y mal cerrada luego de haber hurgado en su interior. Yo quise defenderme y jurar que no había sido yo, pero me detuvo la íntima convicción personal de que un

hombre no debe defenderse, porque es mucho más honroso pagar culpas ajenas, aunque injustas, antes que mostrarse débil corriendo como los venados en las llanuras. La mujer ciega palpó el equipaje húmedo extraído intencionalmente de su almacén, con una especie de raro cariño y sin prestarle mayor importancia a las huellas y el desarreglo, ajustó las hebillas y cerró la cremallera para sellar toda confusión. A mí me pareció que ella podría verse muy hermosa paseando por el centro de Londres con un perro lazarillo, con la falda hasta las rodillas y, de fondo, la pintoresca estampa de un grupo de turistas tomándose fotos, o de empleados oficiosos corriendo en contra del tiempo. Me busqué los cigarrillos, inquieto. Wilhelmine sonrió discretamente, como si adivinara mis movimientos y terror. Topó su aliento con el mío antes de marcharse, hablando quedo para que no la escuchara nadie más, ni siquiera su acompañante misterioso, y me ordenó por favor que debía guardar para siempre el secreto. —Que esto quede entre nosotros tres. Sentí el anuncio del vértigo, el mal sabor en el paladar, con las esquinas del cuarto moviéndose y la cuadrícula imposible del piso. Acababa de anunciárseme un designio desafortunado. —Descuide. Localicé los cigarrillos y el encendedor en el bolsillo de la chaqueta. Salí detrás de ellos, aferrado a la llave de la habitación. En la calle encendí el tabaco tipo Copán, irritante y satisfactorio, e inhalé con fuerza. Los vi alejarse caminando por el angosto callejón que muere en los árboles de Green Park, jalando el hombre la pieza húmeda y anticuada del equipaje ajeno, y ella siguiendo el eco de los pasos conocidos hasta perderse en la esquina de Picadilly. A pocas cuadras estaban abiertos los restaurantes de comida china y los puestos callejeros por donde pululan los árabes. Los taxis negros desfilaban sin detenerse, idénticos los choferes y las llantas. Hacía frío. A solas en la habitación me apresuré a comprobar el contenido del equipaje. Encontré arrugado el traje gris de los actos formales, el resto de camisas blancas y el segundo par de zapatos, el frasco de loción para después de afeitar, la reliquia del pedazo de hueso de mi madre manchado de sangre envuelto en un paño de terciopelo, todo menos mi manuscrito. Lo busqué inútilmente, una y otra vez, pero sin sorpresa porque de alguna manera había entendido el mensaje de Wilhemine Murray, quien me susurró a ciegas al oído en algún descuido del ruso que la acompañaba, que ya estaba decidido el destino de mi novela. Los dioses lo habían dispuesto todo a su manera. —La obra permanecerá, pero usted no, caballero. El nuevo Homero estaba por anunciarse. *Méndez Vides es columnista de elPeriódico. Acaba de aparecer su libro “El Sonora y otros cuentos” (Loqueleo, 2016)

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elacordeón

DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA


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Ernesto

elacordeón

DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA

POR GLORIA HERNÁNDEZ*

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omo parte del efecto de haber sido atrapada en el “Eternorretornógrafo”, mi memoria continúa repitiendo su número telefónico: 4757-1373 y, automáticamente, como una cascada, regresa la crónica de los tiempos felices. No, esta genial invención no es fruto de la mente de H. G. Wells, a pesar de estar emparentada con La máquina del tiempo. Es sencillamente un invento de Ernesto. Desde que me instalé en Buenos Aires con mi pequeña familia, en el elegante barrio de La Recoleta, pedí a la mucama del apart-hotell que me consiguiera una guía telefónica. A ella le debe haber causado mucha risa servir a estos huéspedes tan inusuales. Aunque, para hacer justicia, hay que reconocer que meses más tarde, Stella se había encariñado con nosotros. No éramos los huéspedes a los que ella estaba acostumbrada. No llevábamos maletas de diseñador, ni ropa de marca, ni cenábamos en los restaurantes caros al aire libre de la plaza. Con mucha curiosidad observó una tarde cómo, tras varias tazas de té y mucha paciencia, llamé por teléfono a la veintena de personas con apellido Sábato en la ciudad. Hasta que lo encontré. Buenas tardes, ¿es la casa de don Ernesto Sábato? Sí, señora, soy yo, ¿en qué puedo ayudarla? ¿Señora…? ¿Señora…? Señora, que voy a colgar… Sí, sí, aquí estoy… En efecto, ahí estaba, pero levitando. Era un gran conversador. Me identifiqué apenas y dije algo de Guatemala. Conocía muy bien lo que estaba sucediendo en Centroamérica por aquellos años. Odiaba la guerra. Había visitado Costa Rica. Parecía disfrutar de nuestra plática. Yo, sentada ahí en mi sillón, apenas creía estar charlando con mi héroe. Y menos mal, porque me hubiera ido de espaldas de no estarlo cuando me dijo, ¿y por qué no se viene por acá por Santos Lugares y conversamos…? Señora…, señora…, ¿está ahí? Sin embargo, aquel no era nuestro primer encuentro. Llevaba años embrujada por sus libros. Lo leí en orden. En el orden que publicó. Y en el que lo encontré en una perdida biblioteca. Uno y el universo. El túnel. Hombres y engranajes. Heterodoxia. Sobre héroes y tumbas. El escritor y sus fantasmas. Abaddón el exterminador. Ahí me subí al “Eternorretornógrafo”, un invento suyo cuya patente continúa pendiente. Es decir, me aficioné a la relectura porque esos libros constituían todo el acervo en español allá en la universidad de Texas A&M, que yo frecuentaba por aquellos días. Para mi suerte. No es que no me haya aventurado en inglés. Desde One Hundred Years of Solitudee de García Márquez hasta The Green Housee de Vargas Llosa. Pero regresar a la lectura de Sábato representaba un descanso en todo sentido. Volver al idioma materno, al humor familiar, a los lugares que, aunque desconocidos físicamente, ya había hecho míos en la imaginación. Por no

mencionar mi encarnación imaginaria del personaje de Alejandra Vidal. 4757-1373. Señora, ¿es usted otra vez? Sí, es que no le pregunté si puedo llevar un par de niños… ¿NIÑOS? Sí… ¿Vivos…? Sí… A mí NO me gustan los niños, señora. Pero estos no molestan para nada… Bueno, tráigalos, que jueguen en el jardín. La jornada en bus fue larga, pero valió la pena. A Don Ernesto le interesaba mucho reflexionar por qué había guerra en Guatemala. Por qué la desigualdad. Por qué tanta riqueza y tanta pobreza enfrentadas en un territorio tan pequeño. Hablaba como para sí mismo sobre el peso de la injusticia social. Con la vista fija en los niños jugando a lo lejos, me preguntó si estaba preparada para el momento en que ellos descubrieran la verdad sobre el mundo lleno de explotación y de países oprimidos en el cual les había tocado vivir. Y luego añadió que yo debía enseñarles que nada podía derrotarlos si aprendían a cantar en medio de la miseria. Un portón de hierro nos encerraba a todos allá en el número 3185 de la calle Langerie de Santos Lugares. Yo quería preguntarle por Alejandra, por Martín. Tenía 33 años, estaba ante mi santo de cabecera y las palabras no encontraban mi voz. Después de un silencio un tanto prolongado, me vio con curiosidad y me dijo con voz serena, ¿Qué busca usted, señora? Ventanas, respondí, desde siempre busco ventanas. Me parecen ojos: abiertos, cerrados, sucios, limpios, extraños. Me parecen almas. Entonces sonrió y me contó que él, desde niño, tenía la sensación de estar viendo el mundo desde una ventana, en una casa de dos pisos con un balcón privilegiado. A salvo. Con la posibilidad de encerrarse dentro si hacía demasiado sol, demasiado viento o si llovía. Usted es un poco Martín, le dije. Y usted es otra más de las que se creen Alejandra. Nos reímos un poco y me preguntó si todas las mamás jóvenes en Guatemala andaban preocupadas por la literatura, persiguiendo escritores en el fin del mundo. Ante mi sonrojo, volvió a la carga. ¿Y qué más querés saber?? El trato cambió al vos…¿Por qué me marcó como lo hizo, Don Ernesto? Si leí de oficio a docenas de otros escritores… ¿Por qué los ciegos? ¿Por qué abandonó la ciencia? ¿Quién de todos en su obra es usted? ¿Cómo se puede sobrellevar la desesperanza? ¡Pero, pará, pará, que esas son demasiadas preguntas! Bueno, mirá, la ciencia… cuando se siente la punzada ominosa de la sospecha se debe abandonar lo que sea que estemos haciendo con la tranquilidad con la que tiramos un par de anteojos viejos al cesto de la basura… Sin volver a pensar en eso. Por qué te “marqué”, como decís, esa respuesta te toca responderla a vos… aunque, tal vez seás de esas personas que no pueden resignarse, como yo… Bueno, mirá, hoy puedo ser Brauner… ¡Víctor Brauner! El pintor que se hace un autorretrato con

el ojo derecho vaciado por una flecha y que después pierde ese mismo ojo... Veo que leíste bien Abbadón… Y, te digo, otras veces soy el Vidal… Fernando Vidal, el que cuenta en el “Informe” que todos los que indagaron sobre el mundo de los ciegos terminaron ciegos o muertos… Mirá, la existencia funciona así, exactamente: quienes indagamos demasiado sobre ella terminamos ciegos o muertos, incluso muertos en vida… Tus hijos son hermosos…, esa es tu manera de resistencia… Y a la desesperanza debés sobrellevarla como el tono de tu piel… Gracias, don Ernesto. Conversamos un rato más, de los “lakistas”, de los narradores estadounidenses, de los sudamericanos. Mi sueño era una realidad, con taza de té incluida. Había pasado más de una hora y era tiempo de despedirse. A mis hijos los tenía bien educados. No había nada que ellos no hicieran por unas medialunas con chocolate o unos alfajores rellenos de dulce de leche. Así es que eso fue lo que les prometí si se portaban a la altura. Don Ernesto le preguntó a mi hijo de siete

años qué andaba haciendo una familia tan lejos de su patria. Mi pequeño le respondió que ganando el dinero para hacernos una casa. Ernesto se rio como no sospeché que sabía hacerlo. Les dijo muy solemne, muy bien, no se resignen jamás y le dio la mano a cada uno. Luego nos dio indicaciones para llegar a un museo de dinosaurios que fue nuestro siguiente paseo. Mi espalda se estremece de escalofríos. El corazón le ganó a la ciencia. El eternorretornógrafo funciona en todos los sentidos, a pesar de las refutaciones de los científicos. Ernesto tenía razón. En los tremendos años ochenta, con los hijos pequeñitos jugando en el parque Lezama o leyendo Sobre héroes y tumbas en Texas, adquirí el horror por la ceguera y escribí algunos malos cuentos sobre ciegos. Hoy, mi glaucoma avanza con paso seguro. *Gloria Hernández acaba de publicar el libro de poemas “La Sagrada Familia” (Magna Terra, 2016). El cuento que publicamos es inédito.


Yo me enamoré del aire 13

elacordeón

POR ANTONIO TABUCCHI*

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l taxi se detuvo ante una verja de hierro forjado pintada de verde. Este es el jjardín botánico, dijo j el conductor. Él pagó y se bajó del coche. ¿Sabe desde qué lado se ve un edificio de los años veinte?, le preguntó al taxista. El hombre no conseguía entenderle. Tiene unos frisos modernistas en la fachada, especificó, debe de ser un edificio de cierto valor arquitectónico, no creo que lo hayan derribado. El taxista meneó la cabeza y arrancó. Debían de ser casi las once y empezaba a notar el cansancio, el viaje había sido largo. El portal estaba abierto de par en par y un letrero informaba a los visitantes de que los domingos la entrada era gratuita y el cierre a las catorce horas. No le quedaba mucho tiempo, a fin de cuentas. Entró en un paseo orlado de palmeras de tronco altísimo y grácil, con un exiguo penacho de verde. Pensó: ¿serán estas las burití?, en casa se hablaba siempre de las palmeras burití. Al final del paseo empezaba el jardín con una explanada empedrada de la que arrancaban pequeños senderos en dirección a los cuatro puntos cardinales. Sobre las losas del empedrado estaba dibujada una rosa de los vientos. Perplejo, se detuvo sin saber qué dirección tomar: el jardín botánico era grande y no le iba a resultar posible encontrar lo que buscaba antes de la hora de cierre. Escogió el Mediodía. Nunca había dejado de buscar el Mediodía durante toda su vida, y ahora que había llegado a esa ciudad del sur le parecía justo proseguir en la misma dirección. Sin embargo, por dentro, sentía una brisa de tramontana. Pensó en los vientos de la vida, porque hay vientos que acompañan la vida: el céfiro suave, el viento cálido de la juventud que más tarde el maestral se encarga de refrescar, ciertos ábregos, el siroco que te abate, el viento gélido de tramontana. Aire, pensó, la vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más; después, un día, la máquina se detiene y el aliento se termina. Se detuvo él también porque estaba jadeando. Menudo resuello el tuyo, se dijo. El sendero se empinaba rápidamente, en dirección a unas terrazas que se divisaban por detrás de las sombras de magnolias gigantes. Se sentó en un banco y sacó del bolsillo una libreta. Iba apuntando en ella los nombres de los lugares de proveniencia de las plantas que lo rodeaban: Azores, Canarias, Brasil, Angola. Dibujó con el lápiz algunas hojas y algunas flores, después, utilizando las dos páginas centrales de la libreta, dibujó la flor de un árbol que tenía un nombre muy extraño, que provenía de las CanariasAzores. Era un gigante majestuoso con largas hojas lanceoladas y unas enormes flores túrgidas en forma de panocha que parecían frutos. La edad de aquel gigante era realmente respetable, echó cuentas: en tiempos de la Comuna de París ya debía de ser adulto. Sintió que había recobrado el alien-

to y se encaminó a paso ligero hacia el final del sendero. El sol lo embistió de lleno, deslumbrándolo. Hacía mucho calor, y sin embargo, la brisa que venía del océano era fresca. La zona sur del jardín botánico terminaba en aquella enorme terraza cortada a pico sobre la ciudad, desde donde se veía una panorámica completa, el valle ocupado por los barrios más antiguos en una densa cuadrícula de calles y callejuelas, con la mayoría de casas blancas, amarillas y azules. Desde allí arriba podía abrazarse todo el horizonte, y al fondo, a la derecha, más allá de las grúas del puerto, el mar abierto. La terraza estaba delimitada por un muro que le llegaba hasta el pecho, sobre el que estaba representada la ciudad con un mosaico de azulejos amarillos y azules. Se puso a descifrar la topografía intentando orientarse en aquel dibujo de trazo ingenuo: el arco de triunfo de la ciudad baja desde donde arrancaban las tres arterias principales, con aquella arquitectura ilustrada debida a la reconstrucción que siguió al terremoto; el centro, con las dos grandes plazas una pegada a la otra, a la izquierda la rotonda con el enorme monumento de bronce, la zona nueva más hacia el norte, con una arquitectura tipo años cincuenta y sesenta. ¿Para qué has venido aquí, se dijo, qué estás buscando?, todo ha desaparecido, todo se ha evaporado, ¡te chinchas! Se dio cuenta de que había hablado en voz alta y se rio de sí mismo. Hizo un gesto hacia la ciudad, como si saludara a alguien. Una campana, a lo lejos, dio tres tañidos. Miró el reloj, faltaba un cuarto de hora para el mediodía, decidió visitar otra zona del jardín botánico y giró sobre sí mismo para encaminarse hacia el otro sendero. En aquel momento llegó hasta él una voz. Era la voz de una mujer que cantaba, pero no conseguía saber dónde. Se detuvo e intentó localizarla. Retrocedió, se asomó

al muro y miró hacia abajo. Solo entonces se dio cuenta de que a su izquierda, casi al abrigo de la escarpada pendiente del jardín botánico, se erguía una casa. Era un edificio viejo cuyo lateral daba al jardín botánico, pero la fachada, bien visible, daba a entender que se trataba de un edificio de principios de siglo, al menos a juzgar por sus grandes cornisas de piedra y por los frisos de estuco que representaban máscaras teatrales enlazadas por coronas de laurel. Estaba coronado por una terraza, una enorme terraza sobre la que se asomaban las chimeneas y por donde corrían las cuerdas para tender la ropa. La mujer le daba la espalda, vista por detrás parecía una muchacha, estaba tendiendo unas sábanas y para llegar a las cuerdas se ponía de puntillas, con los brazos levantados hacia lo alto, como una bailarina. Llevaba un vestido de algodón estampado que dibujaba su cuerpo delgado, y estaba descalza. La brisa hinchaba la sábana contra ella como una vela y parecía como si ella la estuviera abrazando. Ahora había dejado de cantar, se había inclinado sobre una cesta de mimbre, colocada sobre un taburete, de la que sacaba ropa de color, camisetas, le parecía, como si escogiera la que debía tender primero. Se dio cuenta de que estaba ligeramente sudado. La voz que había oído y que ahora ya no oía no se había apagado, aún la sentía por dentro, como si hubiera dejado un eco que continuaba, y al mismo tiempo sentía una especie de extraña conmoción, una sensación realmente curiosa, como si su cuerpo hubiera perdido peso y estuviera huyendo hacia una lejanía que no sabía dónde estaba. Sigue cantando, murmuró, por favor, sigue cantando. La muchacha se había puesto un pañuelo en la cabeza, había retirado la cesta de la ropa del taburete y se había sentado en él, intentando protegerse del sol bajo la

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escasa sombra que formaban las sábanas. Le daba la espalda y no podía verlo, pero él, como magnetizado, la contemplaba fijamente sin ser capaz de apartar la mirada. Sigue cantando, dijo a flor de labios. Encendió un cigarrillo y se percató de que la mano le temblaba ligeramente. Pensó que había tenido una alucinación sonora, a veces creemos oír aquello que querríamos oír, esa canción ya no la cantaba nadie, quienes la cantaban habían muerto todos, y, además, ¿qué canción era esa, a que época se remontaba? Era muy antigua, del siglo XVI o más tardía, vaya usted a saber, ¿era una balada, una canción de caballería, una canción de amor, una canción de despedida? Él se la sabía en otros tiempos, pero esos tiempos ya habían dejado de ser suyos. Rebuscó en la memoria, y en un instante, como si un instante pudiera absorber los años, regresó al tiempo en el que alguien lo llamaba Migalha. Migalha quiere decir migaja, se dijo, tú eras entonces una migaja. De repente llegó una ráfaga de brisa más fuerte, las sábanas restañaron al viento, la mujer se levantó y empezó a tender unas diminutas camisetas de colores y un par de pantalones cortos. Sigue cantando, susurró él, por favor. En aquel momento las campanas de la iglesia cercana se pusieron a tocar sin pausa el mediodía y, como si hubiera sido evocado por ese sonido, de la pequeña garita donde estaban sin duda las escaleras que conducían a la terraza se asomó un niño y corrió a su encuentro. Tendría cuatro o cinco años, llevaba el pelo rizado, dos sandalias con dos ojos de luneta en las puntas y los pantalones cortos sujetos por los tirantes. La muchacha dejó la cesta en el suelo, se acuclilló, gritando: ¡Samuele!, y abrió los brazos y el niño se arrojó a ellos, la muchacha se levantó y empezó a dar vueltas sobre sí misma abrazada al niño, giraban ambos como un carrusel, las piernas del niño estaban extendidas en horizontal, y ella cantaba: Yo me enamoré del aire, del aire de una mujer, como la mujer era aire, con el aire me quedé. q Él se dejó resbalar hasta el suelo con la espalda apoyada contra el muro y miró hacia lo alto. El azul del cielo era un color que pintaba un espacio abierto de par en par. Abrió la boca, para respirar aquel azul, para engullirlo, y después lo abrazó, estrechándolo contra su pecho. Decía: Aire que lleva el aire, aire que el aire la lleva, como tiene tanto rumbo no he podido hablar con ella, como lleva polisón el aire la bambolea. *El cuento que publicamos de Antonio Tabucchi (1943 – 2012) está tomado de su último libro publicado “El tiempo envejece de prisa” (2010).


14 Con Paul Bowles en Tánger elacordeón

DOMINGO 18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA

POR PATTI SMITH*

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onocí a Paul Bowles de una manera fortuita. En el verano de 1967, poco después de que me fuera de casa hacia Nueva York, pasé al lado de una gran caja de libros volcada en la calle. Algunos estaban desperdigados por la vereda y a mis pies estaba abierta una edición vieja de Who’s Who in America ((Quién es quién en Estados Unidoss). Me agaché a mirarla y mis ojos quedaron atrapados por una foto sobre la entrada para Paul Frederic Bowles. Nunca había escuchado sobre él pero me di cuenta de que compartíamos la fecha de cumpleaños, el 30 de diciembre. Creí que era una señal, arranqué la página y rastreé sus libros. El primero fue El cielo protector. Leí todo lo que escribió incluyendo sus traducciones, que me introdujeron al trabajo de Mohammed Mrabet e Isabelle Eberhardt. Tres décadas más tarde, en 1997, la Voguee alemana me pidió que lo entrevistara en Tánger. Yo tenía sensaciones encontrados sobre este encargo, porque los editores mencionaron que él estaba enfermo. Pero me aseguraron que estaba de acuerdo y que no iba a molestarlo. Bowles vivía en un departamento de tres habitaciones en una calle tranquila; el edificio era sencillo, moderno, de los cincuenta, y quedaba en un barrio residencial. Una pila muy alta de baúles y valijas usadas y gastadas

formaban una columna en el pasillo de entrada. Había libros alineados en las paredes y los pasillos, libros que conocía y libros q que deseaba conocer. Él estaba sentado en la cama, con una bata de suave tela escocesa, y pareció iluminarse cuando entré. Yo me agaché tratando de encontrar una posición graciosa en el extraño aire del lugar. Hablamos de su esposa, Jane, cuyo espíritu parecía estar por todas partes. Me quedé sentada ahí, retorciendo mis trenzas, hablando de amor. Me preguntaba si él de verdad

estaba escuchando. —¿Está escribiendo? —le pregunté. —No, ya no escribo. —¿Cómo se siente ahora? —Vacío —me contestó. Lo dejé con sus pensamientos y subí las escaleras hacia la terraza. No había camellos en el patio. No había bolsas de arpillera llenas hasta el borde de kif. Ninguna pipa-sebsi en el borde de una jarra. Había un techo de cemento que daba a otros techos, y largas cuerdas de colgar la ropa que cruzaban el espacio que se abría hacia el azul cielo

de Tánger. Presioné mi cara contra una de las sábanas húmedas para darme un momento de respiro en el calor agobiante. Inmediatamente me arrepentí, porque la presión arruinó su suave perfección. Volví a él. La bata yacía a sus pies, había unas gastadas chinelas de cuero al lado de la cama. Un joven marroquí llamado Karim amablemente nos sirvió te. Vivía en el departamento de enfrente y venía con frecuencia a chequear cómo se encontraba Paul. Paul habló de su propia isla, de la que era dueño pero ya no visitaba, de música que ya no escuchaba, de ciertos pájaros cantores ya extintos. Pude ver que estaba cansado. —Cumplimos años en la misma fecha, usted y yo —le conté. Sonrió débilmente, sus ojos auroleados cerrándose. Estábamos llegando al fin de la visita. Todo brota, se derrama. De las fotografías brota su historia. De los libros, las palabras. De las paredes, los sonidos. Los espíritus se elevaron como un éter, dibujaron un arabesco y descendieron con tanta gentileza como una máscara benevolente. —Paul, me tengo que ir. Volveré a visitarlo. Abrió los ojos y apoyó su larga, arrugada mano sobre la mía.

Una noche con Bobby Fischer

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n 2007, estuve en Reykjavik para presidir un muy anticipado torneo local de ajedrez. A cambio, me prometieron tres días en el Hotel Borg y permiso para fotografiar la tabla que se usó en el partido de 1972 entre Bobby Fischer y Boris Spassky, que languidecía en el sótano de un organismo de gobierno. Estaba un poco inquieta sobre monitorear el encuentro, teniendo en cuenta que mi amor por el ajedrez es puramente estético. Pero la oportunidad de fotografiar el Santo Grial del ajedrez moderno era suficiente para mantenerme firme. A la tarde del día siguiente llegué con mi Polaroid justo cuando el tablero era llevado sin ninguna ceremonia al local donde iba a llevarse a cabo el torneo. Era en apariencia modesto pero había sido firmado por los dos grandes jugadores de ajedrez. Finalmente resultó que mis deberes eran bastante livianos; era un torneo junior y yo era meramente una representante. La ganadora fue una chica de trece años de pelo dorado. Nuestro grupo fue fotografiado y después me dieron quince minutos para retratar la mesa, desafortunadamente bañada de luz fluorescente, cualquier cosa menos fotogénica. Nuestra foto salió mucho mejor y agració la portada del diario del día siguiente, con el famoso tablero en primer plano. Después del desayuno fui al

campo con un viejo amigo y cabalgamos en los rudos ponys islandeses. El de mi amigo era blanco y el mío negro, como dos caballos en un tablero de ajedrez. Cuando volví, recibí el llamado de un hombre que se identificó como el guardaespaldas de Bobby Fischer. Se le había encargado arreglar un encuentro a la medianoche entre el Sr. Fischer y yo en el comedor cerrado del Hotel Borg. Yo debía traer mi propio guardaespaldas y no se me permitiría sacar el tema del ajedrez. Consentí a la reunión y después crucé la plaza hacia el club NASA donde recluté al técnico principal, un tipo confiable llamado Skills, para que hiciera de mi

guardaespaldas. Bobby Fischer llegó a la medianoche: tenía puesta una parka de capucha negra. Skills también usaba una parka con capucha. El guardaespaldas de Bobby era mucho más alto que todos nosotros. Esperó junto a Skills fuera del comedor. Bobby eligió una mesa ubicada en un rincón y nos sentamos cara a cara. Me empezó a tomar examen inmediatamente emitiendo un rosario de referencias obscenas y racialmente repelentes que se metamorfosearon en un monólogo paranoico y conspirativo. —Mire, está perdiendo el tiempo —le dije—.Puedosertanrepelentecomousted, solo que sobre cuestiones diferentes.

Se quedó sentado mirándome en silencio hasta que finalmente se sacó la capucha. —¿Sabe alguna canción de Buddy Holly? —me preguntó. Durante las siguientes horas nos quedamos sentados, cantando canciones. A veces por separado, con frecuencia juntos, recordando fragmentos de las letras. En un momento él intentó el estribillo de Big Girls Don’t Cryy en falsete y su guardaespaldas irrumpió en el comedor excitado. —¿Está todo bien, señor? —Sí —dijo Bobby. —Creí escuchar algo raro. —Estaba cantando. —¿Cantando? —Sí, cantando. Y ese fue mi encuentro con Bobby Fischer, uno de los más grandes jugadores de ajedrez del siglo XX. Se volvió a poner la capucha y se fue justo cuando despuntaba el día. Yo me quedé hasta que llegaron los mozos a preparar el buffet del desayuno. Se me ocurrió, mientras se abrían las pesadas cortinas y la luz de la mañana inundaba el pequeño comedor, que sin duda a veces eclipsamos nuestros sueños con la realidad. *Patti Smith recibió en 2010 el National Book Award por su libro “Just Kids”. Este 2016 publicó “Mr.Train” del que tomamos estos fragmentos.


15

elacordeón

DOMINGO

La coca fría POR LEONEL GONZÁLEZ*

A

pesar de no ser amante de las bebidas con gas, el viernes pasado hubiese matado por una coca fría. Estuve a punto, pero al final no lo hice. El día había comenzado muy temprano. Desperté a las tres y media de la mañana (después de haberme acostado a la una con mucho alcohol encima) y tomé el primer bus hacia la ciudad. Tenía que estar antes de las cinco en la secretaría de la universidad para lograr un buen puesto en la fila de los trámites de graduación: esta era una secuencia de bultos humanos arropándose unos a otros. Estuve allí hasta las ocho y entonces, ya con mi certificado, fui al banco a pagar la matrícula, pero me tocó escuchar la justificación de siempre: no hay sistema y no sabemos a qué hora volverá. Me senté en el piso, guardé el reloj, leí el periódico, lo releí y dormí por lapsos breves apoyándome sobre la pared. A las diez y media resucitaron las computadoras, y a esa hora pude hacer el pago. Con la boleta firmada y sellada volví a la secretaría por la tercera fila del día. A pesar de ser la más breve, fue la peor de todas, por el calor de estos mediodías, capaz de acabar con la paciencia del Dalai Lama, y porque yo aún estaba en ayunas. A la una había completado los trámites. Salí de prisa y preferí no comer para alcanzar el bus que me devolvería a casa sin transbordar. Llegué justo cuando partía, llenísimo, y tuve que viajar de pie; solo compré un chocolate antes de subir. El reguetón retumbaba y los muchachos, cerveceados casi todos, se mecían mientras el chofer, quizás más bebido que ellos, desafiaba las curvas de la carretera a más de ochenta kilómetros por hora. Después de un par de embotellamientos que prolongaron el viaje hasta que memoricé los estribillos amatorios de la música, llegamos a San Lucas, penúltima parada. Allí descendió la mayoría y quedaron muchos asientos libres. Me senté y apoyé la cabeza sobre el cristal. El viaje habrá durado solo quince minutos más, pero dormí profundamente. Llegamos a La Antigua; lo supe por el temblor que se genera al salir del asfalto y avanzar por las calles empedradas. Bajé del bus con la boca seca y quise que toda la lluvia retenida durante los últimos meses cayera en

ese instante, pero no: el sol ardía con crueldad y su reflejo en las piedras rebotaba hacia mis ojos atizándose con cada paso que daba. Eran más de las tres y yo apenas tenía un chocolate en la barriga. De pronto sentí un antojo animal: una coca fría. Ya dije que no suelo beber gaseosas. Además de parecerme caras, me empanzan con facilidad y suelen dejar una sensación pegajosa en los dientes que solo desaparece con el cepillado, sobre todo cuando no están frías. Pero lo principal es que si llego a beber una tiene que ser en botella de vidrio, pues ni el envase plástico ni la lata le dan el gusto original, aquel de las tardes de mi infancia como ayudante de herrero en el taller de mi abuelo. Así, con un tortrix, hacen la combinación adecuada. Metí la mano en mi bolsillo y encontré un billete de diez quetzales, el único que me acompañaba. Avancé en dirección poniente y entré en la segunda puerta sobre la acera derecha, una tienda instalada hace poco por dos muchachos migrantes de Totonicapán. Pregunté si tenían coca de vidrio, y sin alzar la cabeza, manteniendo fija la mirada en el celular que ambos tenían entre manos, dijeron que no; solo botellas plásticas. Salí, pasé frente a la puerta de mi casa y seguí de largo en dirección a la panadería que está una cuadra más abajo. Esta tiene más de cuarenta años y posee uno de los pocos hornos de leña que quedan en la ciudad. Imaginé entonces sustituir el tortrix por una champurrada o una polvorosa, pero de nuevo, solo envase plástico. Suspiré y volví a la calle en

18 DE DICIEMBRE DE 2016 GUATEMALA

dirección poniente, alejándome de casa más con el hígado que con las piernas. Entré a una, otra y otra tienda hasta contar siete, y en ninguna encontré lo que buscaba. Me sentí un imbécil, inspiré profundo y sentí que el calor, la goma, la sed y la fatiga se reunían en mi cabeza convirtiéndose en una sola potencia. ¿Quién, además de mí en esta ciudad inundada de turistas con bastón selfie, echa de menos el gusto original de una gaseosa? En ese momento tuve un antojo más extraño que el anterior: después de diez años sin fumar, quise un cigarro. Siempre he envidiado cómo los fumadores son capaces de aniquilar cualquier disgusto o preocupación con dos caladas, y cómo, tras exhalar, recuperan la lucidez. Resignado tras el séptimo no, me tragué la escasa saliva que me quedaba y en el octavo local pregunté qué vendían envasado en vidrio. No había gaseosas ni bebidas energéticas, solo cerveza. Lamenté no haber tenido este antojo en vez del otro y pedí una Cabro con dos tortrix picantes. La destapé, la tomé con una mano y con la otra las bolsas metálicas antes de volver a la calle donde dos gringas sonrientes me invitaron a sentarme con ellas en la acera. *Leonel González es cuentista nacido en La Antigua Guatemala. El cuento que presentamos es inédito.



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