Lecturas de verano

Page 1

elacordeĂłn

domingo 9 abril 2017

Lecturas de verano

editorLuis Aceituno | diseĂąoEstuardo de Paz | IlustracionesDante Gabriel Rossetti


2

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

La línea perdida ISAAC BASHEVIS SINGER

A

l atardecer, la amplia sala del Club de Escritores Yiddish de Varsovia estaba casi vacía. En la mesa de una esquina dos desempleados correctores de galeras jugaban ajedrez. Parecían jugar y dormitar al mismo tiempo. Mina, la gata, había olvidado que era una gata literaria alabada en los periódicos y se salió al patio a cazar un ratón o tal vez un pájaro. Yo estaba sentado en una mesa con el miembro más importante del club: Joshua Gottlieb, el principal columnista de El Hoy. Era el presidente del sindicato de periodistas, doctor en filosofía y exdiscípulo de eminencias como Hermann Cohen, el profesor Bauch, el profesor Messer Leon y Kuno Fischer. El doctor Gottlieb era alto, de hombros

anchos, con un fuerte cuello rojo y barriga. El sol que se iba lanzaba un brillo púrpura sobre su enorme cabeza calva. Fumaba un largo puro y sacaba el humo por la nariz. No habría invitado a su mesa a un principiante como yo, pero a esa hora no había nadie más a la mano y a él le gustaba hablar y contar historias. Nuestra conversación derivó a lo sobrenatural y el doctor Gottlieb dijo: —Ustedes los jóvenes se apresuran a explicarlo todo según sus teorías. Para ustedes la teoría es antes que los hechos. Si los hechos no encajan en las teorías, la culpa es de los hechos. Pero un hombre de mi edad sabe que los sucesos tienen una lógica propia. Sobre todo, son el producto de la causalidad. Los místicos que hay entre ustedes se llaman a ofensa si las cosas ocurren del modo que nosotros llamamos natural. Pero para mí el milagro mayor y el más maravilloso es lo que Spinoza llamó el orden de las cosas. Cuando

pierdo mis lentes y los encuentro luego en un cajón que según yo no había abierto en dos años, sé que debí ponerlos ahí yo mismo y que no los escondieron ni los demonios ni los duendes de ustedes. Sé también que por más conjuros que hubiera dicho para neutralizarlos, los lentes se habrían quedado en el cajón para siempre. Como usted sabe, yo soy un gran admirador de Kant, pero para mí la causalidad es más que una categoría de la razón pura. Es la mismísima esencia de la creación. Incluso puede usted llamar la cosa en sí. —¿Quién hizo la causalidad? —pregunté, nomás por decir algo. —Nadie, y ahí está su belleza. Déjeme contarle. Hace dos años me ocurrió algo con todo el sello de lo que ustedes llaman un milagro. Estaba totalmente convencido de que no tenía ninguna explicación posible. Racionalista como soy, me dije: Si esto ocurrió


de veras y no fue un sueño, tendré que replantear todo lo que he aprendido desde el primer grado en el Gymnasium hasta las universidades de Bonn y Berna. Pero luego oí la explicación y era tan convincente y tan sencilla como sólo puede ser la verdad. De hecho pensé escribir un cuento al respecto. Sin embargo, no quiero competir con nuestros literatos. Me imagino que usted sabe que mi opinión sobre el género narrativo no es muy alta. Puede sonarle como un sacrilegio, pero yo encuentro más falacias humanas, más psicología, incluso más diversión en la prensa diaria que en todas las revistas literarias que hacen ustedes. ¿Le molesta mi puro? —Para nada —Usted sabe de cierto, no necesito decírselo, que nuestros tipistas en El Hoy y en la prensa yiddish cometen más errores que todos los tipistas en el mundo entero. Aunque ellos mismos se consideran fervientes yiddishistas, no tienen el menor respeto por su lengua. Me paso noches sin dormir por culpa de estos bárbaros. No recuerdo quién dijo que el 99 por ciento de los escritores no morían de cáncer o tuberculosis sino de erratas. Cada semana leo hasta tres pruebas de mi columna de los viernes, pero cuando los tipistas corrigen un error de inmediato cometen otro, y a veces dos, tres o cuatro. “Hace unos dos años escribí un artículo sobre Kant, una especie de jubilieum. Cuando se trata de términos filosóficos, nuestros tipistas se enredan especialmente. Además, el formador de planas sigue la tradición de perder por lo menos una línea de mi columna cada vez, y con frecuencia la encuentro en otro artículo, a veces incluso en las noticias. Ese día yo había citado una frase que era un blanco perfecto para las erratas: la trascendental unidad de la apercepción. Sabía que nuestros tipistas la harían picadillo, pero tenía que usarla. Leí las pruebas tres veces como siempre, y de milagro las palabras salieron correctamente todas las veces. Pero, por no dejar, murmuré una pequeña oración para el futuro. Esa noche me fui a dormir tan esperanzado como se lo puede permitir un escritor en yiddish. “Todas las mañanas me traen los periódicos como a eso de las ocho, y el viernes es siempre mi día critico de la semana. Al principio todo parecía ir sobre ruedas y esperé contra esperanza que esta vez saldría exento. Pero no: estaba perdida la línea con las palabras la trascendental unidad de la apercepción. El artículo ya no tenía sentido. “Por supuesto que me enfurecí y maldije a todos los tipistas yiddish con los peores juramentos. Después de una hora de proferir agravios y anti-yiddishismo al máximo, comencé a buscar la línea en otros artículos y en las secciones de noticias de nuestro ejemplar del viernes. Pero esta vez al parecer se había perdido por completo. De algún modo me sentí defraudado. Más que nada me irritó que los lectores, incluso mis amigos en el club me felicitaban y al parecer no habían reparado en que faltaba una línea. Me juré un millón de veces no leer El Hoy los viernes, pero ya sabe usted que

hay un ingrediente de masoquismo en todos nosotros. Me vengué de los tipistas, los editores, los correctores de galeras imaginándome que les disparaba, los golpeaba y los hacía memorizar todas mis columnas desde el año de 1910. “Al cabo de un rato decidí que había sufrido lo suficiente y comencé a leer El Momento, nuestro periódico rival, para ver qué había escrito su columnista, el señor Helfman, ese viernes. Por supuesto, yo sabía de antemano que su colaboración sólo podía ser mala. En los veinte años que duraba ya nuestra competencia, nunca había leído nada bueno de este cagatintas. Yo no sé lo que usted piense de él, pero para mí es abominable. “Ese viernes su bebistrajo parecía peor que nunca, así que abandoné la lectura a la mitad y empecé a leer las noticias. Caí en un artículo titulado El hombre, una bestia, la historia de un conserje que llegó de la cantina a su casa por la noche y violó a su hija. Y de pronto ocurrió la cosa más imposible, increíble, descabellada. ¡la línea perdida estaba ahí, ante mis ojos! Supe que debía ser una alucinación. Sin embargo, las

alucinaciones no duran más de medio segundo. Aquí las palabras persistían ante mí en tipo negro: la trascendental unidad de la apercepción… Cerré los ojos, seguro de que cuando los abriera de nuevo el espejismo se había desvanecido, pero cuando lo hice ahí estaba: lo impensable, lo ridículo, lo absurdo. “Admito que a pesar de mi incredulidad en lo que ustedes llaman lo sobrenatural, jugué muy seguido con la idea de que un día ocurriera un fenómeno que me obligara a perder la fe en la lógica y en la realidad. Pero que una linea con tipos metálicos volara del cuarto de formación de El Hoyy en el número 8 de la calle Klodna al cuarto de formación de El Momento en el número 38 de la calle Nelevski, era de veras algo que no me esperaba. Mi hijo entró al cuarto y mi aspecto debió ser el de alguien que había visto un fantasma, porque me dijo: Papá, ¿qué te pasa?. No sé por qué, pero le dije: “‘Baja por favor y cómprame un ejemplar de El Momento’. Pero si ya estás leyendo El Momento, contestó mi hijo. Le dije que necesitaba ver otro ejemplar. El muchacho me miró como

diciéndome, ‘Este viejo ya se chifló’, pero fue al puesto y compró otro ejemplar. “Mi línea estaba ahí en la misma página y en el mismo artículo: ‘Llegó a su casa de la cantina y vio a su hija en la cama y la trascendental unidad de la apercepción…’. Estaba tan aturdido y angustiado que empecé a reírme. Para no dejar ninguna duda, le pedí a mi hijo que leyera todo el artículo en voz alta. Me dirigió de nuevo esa mirada que daba a entender ‘Mi padre ya no está muy bien de la cabeza’, pero lo leyó muy despacio. Cuando llegó a la línea traspuesta, sonrió y me preguntó: ‘¿Por esto querías que te comprara otro ejemplar?’. No le contesté. Sabía que nunca dos personas han compartido una alucinación. —Hay casos de alucinaciones colectivas —dije. —De cualquier modo —dijo él— ese viernes y ese sábado no pude dormir y casi no comí. Decidí que el domingo por la mañana iría a hablar con el jefe de nuestro departamento de impresión, mi viejo amigo el señor Gavza. Si hay algún hombre al que no se le puede engañar con ningún abracadabra ni patas de cabra, es a él. Quería ver la expresión de su cara cuando viera lo que yo. Rumbo a El Hoyy decidí que sería oportuno recuperar el original de mi columna, en caso de que no lo hubieran tirado. Pregunté si aún tenían el original de mi artículo y, oh sorpresa, lo encontraron y en él estaban las palabras como yo las recordaba. Estaba ansioso por encontrar la solución a este enigma, pero no quería que la solución estuviera en algún disparate, en un malentendido risible, o en un lapso de memoria. Con mi manuscrito en una mano y El Momento en la otra, fui a ver al señor Gavza. Le enseñé mi manuscrito y le dije: ‘Lea este párrafo, por favor’. Antes de que terminara mi frase él dijo: ‘Ya sé, ya sé, se perdió una línea en su columna sobre Kant. Me imagino que quiere publicar una aclaración. Créame: nadie las lee’. ‘No, no quiero que se publique ninguna aclaración’, le dije. ‘¿Entonces qué más lo trae por aquí esta mañana de domingo?’, preguntó Gavza. “Le enseñé El Momento del viernes con el artículo noticioso y le dije: ‘Ahora lea esto’. Gavza se encogió de hombros, empezó a leer y nunca he visto una expresión como la que Gavza tuvo en su cara serena. Abrió la boca hacia el artículo noticioso, luego hacia mi manuscrito, hacia mí, hacia el periódico, hacia mi de nuevo, y dijo: ‘¿Estoy viendo visiones? ¡Esta es su línea perdida!’ “‘Sí, mi amigo’, le dije. ‘Mi línea perdida saltó de El Hoyy a El Momento a doce calles de distancia, encima de todos los edificios, de todos los techos, y fue a instalarse justo en su cuarto de impresión, y justo en este artículo. ¿Es posible que sea obra de algunos demonios? Si usted puede explicar esto…’ “‘De veras que no puedo creerlo’, dijo Gavza ‘Debe haber un truco, fue una especie de broma barata. A lo mejor alguien la pegó ahí con goma. Déjeme verlo otra vez’. “‘Nada de trucos y nada de goma’, dije. ‘Esta línea se cayó de mi artículo

3

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA


4

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

Intimidad RICHARD FORD

E

y apareció en El Momento el viernes pasado. En mi bolsillo tengo otro ejemplar de El Momento’. “‘Dios mío, cómo pudo pasar esto?’, preguntó Gavza. Una y otra vez cotejó mi manuscrito con la línea en El Momento. Luego oí que decía: ‘Si esto ocurre, cualquier cosa puede ocurrir. Tal vez los demonios en verdad se robaron su línea de El Hoyy y la llevaron a El Momento’. “Nos quedamos mirando un rato largo con la sensación dolorosa de dos adultos que se dan cuenta de que su mundo se ha vuelto un caos, abandonado por la lógica y con la así llamada realidad en completa bancarrota. En eso Gavza soltó una carcajada. ‘No, no fueron los demonios, ni siquiera los ángeles. Creo que ya sé que pasó’, dijo. “‘Dígamelo rápido antes de que yo explote’, dije. “Y esta fue la explicación. ‘El Fondo Nacional Judío publica con frecuencia una inserción publicitaria tanto en El Hoycomo y en El Momento. A veces hacen cambios para ajustar la inserción a los lectores de los periódicos respectivos. Por eso no hacen un molde sino que llevan en coche toda la página metálica de un periódico a otro para los ajustes. Por error, debieron poner mi línea en la página metálica de la inserción. Se la llevaron a El Momento y ahí alguien se dio cuenta del error, sacó la línea de la página de inserción y la línea fue a dar de inmediato al artículo noticioso. Las posibilidades de que ocurra una cosa así no son limitadas como uno podría creer, tomando en cuenta a nuestros tipistas y correctores de pruebas’, dijo Gavza. ‘Son los peores chocarreros. No hay que echarles la culpa a los pobres demonios. Ningún demonio es tan lamentable y descuidado como nuestros impresores y los demonios de los impresores’. “Nos reímos bastante y para brin-

dar por la histórica solución fuimos a tomar café y pastel. Hablamos sobre los viejos tiempos y los absurdos sin fin publicados en la prensa yiddish, Dios la bendiga. Especialmente extrañas eran las fes de erratas al final de los libros yiddish. Cosas como: Página 69; donde dice: ‘Fue a ver a su mamá a Bialostok’, debe decir: ‘Tenía una barba larga y gris’. O: Página 87; donde dice: ‘Tenía un saludable apetito’, debe decir: ‘Fue a ver a su antigua esposa en Vilna’. En la página 379 dice: ‘Tomaron el tren a Lublin’, debe decir: ‘El pollo no era kosher’. Cómo es que un tipista puede cometer errores de este tipo será siempre un enigma para mí. En otro artículo decía que las bacterias ‘son tan pequeñas que sólo pueden verse con la ayuda de un telescopio’”. El doctor Gottlieb hizo una pausa y trató de revivir su puro en extinción, chupándolo con violencia Luego dijo: —Mi joven amigo, le cuento todo esto sólo para probarle que uno no debía apresurarse a concluir que la Madre Naturaleza ha desistido en sus leyes eternas. Hasta donde sé, los duendes y los espíritus aún no toman el mando, y aún son válidas las leyes de la naturaleza, nos gusten o no. Y cuando tengo que enviarle un mensaje a mi vieja esposa, o a mi no tan joven novia, aún uso el teléfono, no la telepatía. Isaac Bashevis Singer (Polonia 1902 - Miami, Florida, 1991). Escritor judío, y ciudadano polaco. En 1935 emigró a Estados Unidos, aunque siguió escribiendo casi siempre en yiddish. En 1973 recibió el Nacional Book Award y en 1978 el Premio Nobel de Literatura. De entre su obra habría que destacar títulos como ‘Satán en Goray’, ‘Los herederos’, ‘El mago de Lublin’, ‘La destrucción de Kreshev’ o ‘Enemigos, una historia de amor’.

sto ocurrió en una época en que mi matrimonio todavía era feliz. Vivíamos en una gran ciudad del noreste. Era invierno. Febrero. El mes más frío. Yo, por cierto, seguía intentando escribir, y mi mujer trabajaba de traductora para una pequeña editorial especializada en ensayos científicos checoslovacos. Llevábamos diez años casados, y aún disfrutábamos de la extraña y excitante ilusión de haber superado las peores dificultades de la vida. El apartamento que alquilábamos se hallaba en una antigua zona de fábricas al sur de la ciudad, y constaba sólo de una habitación grande y vacía con altas ventanas en la parte de delante y la de atrás, y casi sin iluminación eléctrica. La luz natural era lo que contaba allí. Un famoso director teatral de vanguardia había vivido en aquel apartamento, donde escenificaba sus obras agresivas y nihilistas, por lo que las paredes estaban pintadas de negro, y en una de ellas aún se alineaban unos asientos de plástico para su público escaso y poco entusiasta. Nuestra cama —la mía y de mi mujer— estaba en un oscuro rincón, donde, para proteger la intimidad, habíamos colocado parte de las cortinas negras que servían de telón. Aunque, por supuesto, nadie la amenazaba. Cada noche, cuando mi mujer volvía de trabajar, salíamos a las frías y relucientes calles y buscábamos un restaurante donde cenar. Luego nos quedábamos una hora en algún bar y nos tomábamos un café o un coñac, y hablábamos apasionadamente de las traducciones en las que mi mujer estaba trabajando, aunque nunca (por fortuna) del trabajo en el que yo estaba fracasando. Nuestro deseo, no hace falta que lo diga, era permanecer fuera del apartamento el mayor tiempo posible. Pues no sólo casi no había luz en él, sino que cada noche, a las siete, el propietario del edificio apagaba la calefacción, por lo que a las diez —en nuestra planta, la última— hacía tanto frío que el único lugar en el que se podía estar era la cama, enterrados bajo tantas mantas que casi no podíamos movernos. Mi mujer, en aquella época, trabajaba muchas horas y siempre estaba fatigada, y aunque a veces volvíamos a casa con una copa de más y hacíamos el amor en la oscuridad, bajo las mantas, lo normal era que se derrumbara inmediatamente en la cama y comenzara a roncar antes de que yo me metiera a su lado. Y así, durante numerosas noches de aquel invierno, en aquella habitación, fría, grande y casi vacía, permanecí despierto, a menudo con los ojos como platos a causa del fuerte café que habíamos bebido. Y a menudo me ponía a caminar de una ventana a otra, y contemplaba la calle desierta o el cielo espectral, que ardía con la titilante luminosidad de los edificios de la ciudad, edificios que ni siquiera podía ver. A menudo me echaba una manta, y a veces dos, sobre los hombros, y me ponía unos calcetines de lana basta y gruesa que había conservado de cuando era un chaval. Fue en una de esas frías noches —a través de las ventanas que había en la parte posterior de nuestro piso, ventanas por las que primero se veía el callejón que


5

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

había abajo, luego el solar dejado por una fábrica de alambre al ser demolida y más allá los edificios de la calle paralela a la nuestra— cuando vi, dentro de un apartamento alargado e iluminado por una luz amarilla, la figura de una mujer que se desvestía lentamente y a la que, por lo que parecía, tanto le daba lo que hubiera más allá del cristal de su ventana. Debido a la distancia, no pude verla bien ni con claridad; sólo vi que era de poca estatura y aparentemente delgada, de pelo muy corto y moreno: una mujer menuda en todos los sentidos. La luz amarilla que la rodeaba parecía arder, y daba a su piel un tono bronceado y reluciente; sus movimientos, vistos a través de la ventana, resultaban estilizados y levemente irreales, como los de una silueta o los de un personaje de una película antigua. Yo, sin embargo, solo en aquella gélida oscuridad, envuelto con mantas que me cubrían la cabeza como si fueran un chal, con mi esposa durmiendo, sin darse cuenta de nada, a unos pocos pasos…, bueno, me quedé extasiado ante aquella visión. Al principio me acerqué al cristal de la ventana, tanto, que

sentí su frío en las mejillas. Pero luego, intuyendo que a aquella distancia se me podría ver, retrocedí hacia el interior del cuarto. Finalmente, me fui hasta el rincón, donde mi mujer tenía una lamparilla junto a la cama, y la apagué, de modo que quedé totalmente oculto en la oscuridad. Y al cabo de un par de minutos más abrí un cajón y saqué unos anteojos plateados que el director de teatro se había dejado, me acerqué de nuevo a la ventana y observé a la mujer a través de la oscuridad y desde mi propia oscuridad. No recuerdo en qué pensaba. Sin duda, estaba excitado. Sin duda, estaba emocionado por el misterio de observar en la oscuridad. Sin duda, me encantaba que fuera algo ilícito, y que mi mujer durmiera al lado y no se enterara de lo que estaba haciendo. También es posible que incluso me gustara el frío que me rodeaba, tan absoluto como la propia noche, y puede que incluso sintiera que la visión de aquella mujer —a la que imaginaba joven y carente de cautela o discreción me tenía como paralizado, me aislaba y hacía que el mundo se detuviera y resultara perfectamente expresable como dos polos

conectados por mi línea de visión. Ahora estoy seguro de que todo eso tenía que ver con la sensación de haber fracasado que se cernía amenazadora sobre mí. Nada más pasó. Pero en las noches siguientes me quedé despierto para observar a la mujer, y dejé que mi esposa, fatigada, durmiera. Cada noche, durante la semana siguiente, la mujer apareció en la ventana y se desnudó lentamente en su habitación (una habitación que jamás intenté imaginarme, aunque en la pared que había a su espalda parecía haber el dibujo de un ciervo saltando). Una vez se había despojado de su ropa y mostraba sus hombros huesudos, sus pequeños pechos, sus finas piernas, su estrecha caja torácica y su estómago menudo y redondeado, la mujer se paseaba un rato por la habitación sumida en aquella luz color bronce, de una ventana a otra, escenificando lo que me parecía una especie de lánguida danza ritual o una serie de movimientos, posiblemente teatrales, levantando, doblando y extendiendo los brazos, arqueando el cuello, mientras sus manos ejecutaban unos elegantes y cadenciosos gestos que no entendía ni intentaba entender, absorto como estaba en su desnudez y en la esporádica visión de la oscura mata de vello entre sus piernas. Todo aquello era excitante, misterioso, ilícito, y nada más. Como ya he dicho, eso duró una semana, y luego lo dejé. Una noche, simplemente, me envolví de nuevo con las mantas, fui a la ventana con mis anteojos y vi las luces al otro lado del espacio vacío. Durante un rato no apareció nadie. Y entonces, sin ninguna razón concreta, di media vuelta y me metí en la cama con mi mujer, que estaba calentita y olía a coñac y sudor y sueño bajo las mantas, y me quedé dormido. No se me ocurrió volver a mirar por la ventana. Sin embargo, una tarde, una semana después de haber dejado de mirar por la ventana, me levanté del escritorio en un momento de frustración y vana desesperación, y salí al sol de invierno, y pasé por delante de una hilera de elegantes locales, pues los viejos edificios fueron renovados y ahora había en ellos tiendas de moda y prósperas galerías de arte. Caminé hasta el río, en el que flotaban grandes bloques de hielo gris. Seguí hasta la zona universitaria, cerca de donde mi mujer trabajaba a aquella hora. Y luego, cuando comenzó a caer la tarde, emprendí el camino de regreso con la cara rígida de frío, la espalda agarrotada y mis manos sin guantes con-

geladas y rojas. Al doblar una esquina para tomar un atajo hasta mi casa, me encontré con que, de manera inesperada, iba a pasar frente al edificio que había espiado durante una semana. Algo hizo que lo reconociera, aunque no era consciente de haber pasado por delante de él ni de haberlo visto a la luz del día. Y justo en aquel momento se disponía a entrar por la alta puerta principal del edificio la mujer que había contemplado todas aquellas noches, y que me había proporcionado satisfacción y un indudable y secreto consuelo. Reconocí su cara, desde luego: pequeña, redonda y, por lo que pude ver, impasible. Y para mi sorpresa, aunque no para mi pesar, resultó ser vieja. Tendría quizá setenta años, o más. Era china, y vestía unos finos pantalones negros y una delgada chaqueta gris, y dentro de esas prendas debía de tener tanto frío como yo. De hecho, debía de estar helada. Colgándole de los brazos y en las manos llevaba bolsas de plástico que contenían comestibles. Cuando me detuve y la miré, giró la cabeza y me devolvió la mirada desde lo alto de los escalones que conducían a la entrada con una expresión que ahora sólo puedo considerar de indiferencia mezclada con un levísimo sentimiento de temor. Era una anciana, al fin y al cabo. Yo habría podido sentir el repentino impulso de atacarla, y habría podido hacerlo con facilidad. Pero, desde luego, no era esa mi intención. La anciana volvió la vista hacia la puerta, y me pareció que metía la llave en la cerradura con muchas prisas. Giró la vista otra vez en dirección a mí, y oí el ruido apagado del cerrojo al descorrerse. No dije nada, ni siquiera volví a mirarla. No quería que pensara que había en mi mente lo que había, y tampoco lo que no había. Y entonces seguí andando; me sentía traicionado, lo cual me parecía extraño, aunque, por otra parte, no me sorprendía en lo más mínimo, y, simplemente, acabé de recorrer la calle camino de mi habitación y de mis propias puertas, y mi vida entró en aquel momento en lo que sería su primer y largo ciclo de deprimente frustración.

Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944) recibió en 2016 el Premio Princesa de Asturias y es considerado uno de los mejores narradores estadounidenses de la actualidad. Autor de libros emblemáticos como ‘El periodista deportivo’ o ‘El Día de la Independencia’. Este relato pertenece a ‘Pecados sin cuento’.


6

Romper el cerdito

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

POR ETGAR KERET

M

ipadrenoaccedióacomprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso. —¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? — le dijo a mi madre—. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes. Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, ¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos maleantes que roban en las tiendas porque se han acostumbrado a conseguir todo lo que se les antoja de la forma más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un maleante. Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con nata es un shekel; sin nata, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en patineta. Porque como dice mi padre, eso sí que es educar. El caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico frío cuando uno se lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes que nosotros, un buzón del que mi padre no consiguió arrancar la etiqueta. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le derramen su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa. —¡Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! — le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me tomo el cacao con la nata

todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver que su sonrisa no cambia ni una pizca. —Te quiero, Pesajson — le digo después—, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además, siempre te querré, pase lo que pase, aunque robes tiendas. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti! Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo. —Cuidado, papá —le dije—, a Pesajson le va a doler la panza. —Pero mi padre siguió como si nada. —No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta. —¡Qué bien, papá! —le dije—. Un Bart Simpson en patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal. Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la otra. —¿Ves cómo yo tenía razón? — le dijo a mi madre—, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi? —Pues claro —le respondí—, claro que sí, pero ¿por qué un martillo? —Es para ti —dijo mi padre mientras me lo entregaba—, pero ten cuidado. —Pues claro que lo voy a tener —le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó: —¡Venga, rompe el cerdito de una vez! —¿Qué? —exclamé yo—. ¿Romper a Pesajson? —Sí, sí, a Pesajson —insistió mi padre—. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso. Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. Al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo? —No quiero un Simpson —dije, y le devolví el martillo a mi padre—, me basta con Pesajson. —No lo has entendido —me aclaró entonces mi padre—, no pasa nada, así es como se aprende, ven, lo voy a romper yo. —Alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo, Pesajson iba a morir. —Papá —le dije sujetándolo de la pernera. —¿Qué pasa, Yoavi? —me respondió

con el martillo todavía en alto. —Quiero un shekel más, por favor —le supliqué—, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo. —¿Otro shekel? —sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa—. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia. —Eso, sí, conciencia —le dije—, mañana. — Y eso que las lágrimas ya me ahogaban la garganta. Cuando ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que muy calladito temblaba entre mis brazos. —No te preocupes —le susurré al oído—, te voy a salvar. Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí con Pesajson por la galería. Caminamos juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas. —A los cerdos les encantan los campos —le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo—, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí. Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el hocico como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme. EPÍLOGO

Cuando tenía cinco años, un amigo de la familia que vivía en el extranjero vino de visita y trajo regalos para mi hermano, mi hermana y para mí. No recuerdo qué les obsequió a ellos, sólo sé que de los tres regalos envueltos, el mío era el más grande. Cuando le quité la envoltura y abrí la caja de cartón, encontré un sonriente cerdo rosa, hecho de porcelana. Di las gracias de manera educada, pero he de reconocer que me encontraba algo decepcionado. ¿A qué se podía jugar con un cerdo de porcelana? Cuando el amigo de la familia vio mi expresión desilusionada, me explicó que era una


alcancía. “Cada vez que quieras ahorrar —dijo extrayendo una moneda de su bolsillo—, deposita una moneda en la ranura de su espalda, y al final, todas esas monedas se habrán acumulado para juntar una cantidad importante de dinero”. Me alegró saber que el cerdo sonriente tenía alguna utilidad práctica, pero mi felicidad se esfumó cuando me dijeron que la única forma para sacarle el dinero era rompiendo el pobre cerdo. Recuerdo el momento en el que me percaté de que, al final, el inocente cerdo sería despedazado. Recuerdo cómo las lágrimas ascendieron por mi garganta, como había sucedido tantas veces antes, sin alcanzar a llegar a mis ojos. Recuerdo lo doloroso de darme cuenta de que el mundo no era tan justo como había prometido mi maestra de preescolar. Y recuerdo algo más: mirar directamente a los grandes ojos del cerdo y sentirme muy cercano a él. Era una cercanía que, en ese momento, no tenía manera de explicarme. Pero creo que ahora sí puedo: como el hijo de una madre que perdió a toda su familia en el Holocausto, y de un padre que sobrevivió a la guerra gracias a esconderse en un pequeño agujero subterráneo durante más de seiscientos días, supe desde muy temprana edad que mis padres ya habían sufrido lo suficiente en sus vidas, y que mi misión como niño era asegurarme de no traerles más desgracias, pues habían cumplido ya con creces su cuota. Por eso cada vez que la vida depositaba una moneda de dolor o de tristeza en mi corazón, sabía intuitivamente que debía ocultárselo a mis padres. Y así como con las monedas depositadas en la alcancía del cerdito, la tristeza continuará acumulándose por siempre en mi interior, y no podré compartirla hasta el día en que yo también me rompa en pedazos. La alcancía del cerdito vivió una larga vida en mi cuarto. A lo largo de los años, cualquier persona que la alzara y la sacudiera podía escuchar sólo una moneda en su interior: era la moneda que le fue depositada el día que nos conocimos. Conforme seguí creciendo, continué tragándome mis lágrimas. Incluso ahora, más de cuarenta y cinco años después, aún no he aprendido a llorar, pero si alguien se tomara la molestia de alzarme y sacudirme, les prometo que no escucharían ni siquiera el repiqueteo de una sola moneda de tristeza. Porque desde muy temprano en la vida descubrí un truco que me ayuda a despojarme de todas las decepciones y miedos que se acumulan en mi interior sin necesidad de romperme en pedazos. El truco se llama escritura. Etgar Keret (Ramat Gan, Israel, 1967). Escritor de cuentos cortos, guionista de televisión y director de cine. Está considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo. Ha publicado, entre otros, Pizzería Kamikaze y Un hombre sin cabeza. Este relato pertenece a recopilación ‘Extrañando a Kissinger’.

Por siempre jamás

7

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

BARRY GIFFORD

V

iajar por la carretera de madrugada era uno de los grandes placeres de Roy. Entre ciudad y ciudad, en los caminos oscuros, apenas poblados, disfrutaba imaginando las vidas de esos habitantes aislados, su aspecto, su ropa y sus hábitos. También le gustaba escuchar radio cuando su madre o su padre no tenían ganas de conversar. Roy y uno u otro de sus padres pasaban un tiempo considerable viajando, sobre todo entre Chicago, Nueva Orleáns y Miami, las tres ciudades en las que alternaban su residencia. A Roy no le importaba su vida peripatética porque esa era la única que conocía. De niño tal vez hubiera preferido quedarse en un sitio por más de dos meses; pero ahora no le desagradaba estar siempre “de paso”, como decía su madre. A Roy le gustaba conocer gente nueva, y escuchar historias sobre las vidas de estos desconocidos en los hoteles en los que se hospedaban, ya fuera en Cincinnati o Houston o Indianápolis. A menudo memorizaba los nombres de los perros y caballos, de las calles y hasta el número de las casas en las que vivían estas personas. Los únicos nombres de esta naturaleza que le pertenecían eran los de las habitaciones de hotel. Cuando alguien le preguntaba dónde vivía, él respondía: “En el Roosevelt, habitación 504” o “En el Ambassador, habitación 309”, o “En el Delmonico, habitación 406”. Una noche, cuando Roy y su padre viajaban por el sur de Georgia, hacia Ocala, Florida, escucharon en la radio del coche el reporte de que se buscaba a un hombre negro, de treinta y dos años, llamado Lavern Rope, trabajador de criaderos de bagre, desempleado, que había residido en Belzoni, Mississippi. Presuntamente, había asesinado a su madre, y luego secuestrado a una monja, cuyo coche robó. Encontraron la mayor parte del cuerpo de la religiosa en la tina de una habitación de hotel en Valdosta, cerca de la zona donde circulaban Roy y su padre. Al cadáver de la monja le faltaba el brazo izquierdo, dijo la policía, y se asumía que aún estaba en posesión de Lavern Rope a quien, según los últimos reportes, se le había visto salir del Vic and Flo’s Forever After Drive-in, un popular puesto de hamburguesas, justo pasada la medianoche, conduciendo el Chrysler Newport 1957 convertible rojo y beige de la Hermana Mary Alice Gogarty. Roy se puso a buscar el coche robado de inmediato, aunque el tramo de la carretera por la que viajaban estaba bastante solitario a las tres de la mañana. Una media hora antes, habían visto un coche en dirección contraria, y Roy no prestó atención al modelo. —Papá —dijo Roy—, ¿por qué Lavern Rope se quedaría con el brazo izquierdo de la monja? —Probablemente pensó que eso dificultaría la identificación del cuerpo —respondió su padre—. A lo mejor tenía un tatuaje. —No sabía que las monjas tuvieran tatuajes. —Podría habérselo hecho antes de ser monja. —Probablemente tire el brazo en alguna parte, ¿no crees? —Supongo que sí. Nunca te tatúes, hijo, tal vez un día no quieras ser reconocido. Es mejor no tener en el cuerpo ninguna marca que te identifique. Cuando llegaron a Ocala ya estaba saliendo el sol. El padre de Roy se registró en un hotel, y cuando llegaron a la habitación le preguntó a su hijo si quería entrar al baño. —No papá, ve tú primero. —¿Qué pasa, hijo, tienes miedo de encontrarte un

cadáver en la tina? —le preguntó riendo. —No, me da miedo encontrarme sólo el brazo izquierdo —respondió Roy. Mientras su padre estaba en el baño, Roy imaginó a Lavern Rope cortándole el brazo a la Hermana Mary Alice Gogarty en una habitación de hotel de Valdosta. Consideró que con una navaja de bolsillo seguramente se habría demorado mucho tiempo, así que decidió que lo más probable era que llevara un cuchillo de la cocina de su madre para hacer el trabajo. Cuando su padre salió del baño, Roy le preguntó: —¿Crees que la policía lo atrape? —Por supuesto que sí. —¿Papá? —Dime, hijo. —Apuesto a que nunca encontrarán el brazo de la monja. —En realidad no importa demasiado, ¿no crees? Vamos, muchacho, desvístete, tenemos que dormir. Roy se desvistió y se metió en una de las dos camas. Su padre ya roncaba en la otra cama antes de que pudiera hacerle otra pregunta. Permaneció acostado con los ojos abiertos por varios minutos, luego se dio cuenta de que tenía que ir al baño. Su padre dejó de roncar repentinamente. —¿Sigues despierto, hijo? —Sí, papá. El padre de Roy se sentó en la cama. —Se me acaba de ocurrir que es extremadamente raro que una monja tenga un Chrysler Newport último modelo rojo y beige.

Barry Gifford (Chicago, Illinois, 1946) es novelista y poeta. La frontera es uno de los temas recurrentes en sus libros, es autor de ‘Perdita Durango’ y ‘The Sinaloa Story’, entre muchos otros. Colaboró con David Lynch para llevar al cine sus novelas ‘Saylor & Lula’ y ‘Lost Highway’.




10

Para escribir un cuento en cinco minutos

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

BERNARDO ATXAGA

P

ara escribir un cuento en sólo cinco minutos es necesario que consiga —además de la tradicional pluma y del papel blanco, naturalmente— un diminuto reloj de arena, el cual le dará cumplida información tanto del paso del tiempo como de la vanidad e inutilidad de las cosas de esta vida; del concreto esfuerzo, por ende, que en ese instante está usted realizando. No se le ocurra ponerse delante de una de esas monótonas y monocolores paredes modernas, de ninguna manera; que su mirada se pierda en ese paisaje abierto que se extiende más allá de su ventana, en ese cielo donde las gaviotas y otras aves de mediano peso van dibujando la geometría de su satisfacción voladora. Es también necesario, aunque en un grado menor, que escuche música, cualquier canción de texto incomprensible para usted: una canción, por ejemplo, rusa. Una vez hecho esto, gire hacia dentro, muérdase la cola, mire con su telescopio particular hacia donde sus vísceras trabajan silenciosamente, pregúntele a su cuerpo si tiene frío, si tiene sed, frío-sed o cualquier otro tipo de angustia. En caso de que la respuesta fuera afirmativa, si, por ejemplo, siente un cosquilleo general, evite cualquier forma de preocupación, pues sería muy extraño que pudiera encaminar su trabajo ya en el primer intento. Contemple el reloj de arena, aún casi vacío en su compartimiento inferior, compruebe que todavía no ha pasado ni medio minuto. No se ponga nervioso, vaya tranquilamente hasta la cocina, a pasitos cortos, arrastrando los pies si eso es lo que le apetece. Beba un poco de agua —si viene helada no desaproveche la ocasión de mojarse el cuello— y antes de volver a sentarse ante la mesa eche una meada suave (en el retrete, se entiende, porque mearse en el pasillo no es, en principio, un atributo de lo literario). Ahí siguen las gaviotas, ahí siguen los gorriones, y ahí sigue también —en la estantería que está a su izquierda— el grueso diccionario. Tómelo con sumo cuidado, como si tuviera electricidad, como si fuera una rubia platino. Escriba entonces —y no deje de escuchar con atención el sonido que produce la plumilla al raspar el papel— esta frase: Para escribir un cuento en sólo cinco minutos es necesario que consiga. Ya tiene el comienzo, que no es poco, y apenas si han transcurrido dos minutos desde que se puso a trabajar. Y no sólo tiene la primera frase; tiene también, en ese grueso diccionario que sostiene con su mano izquierda, todo lo que le hace falta. Dentro de ese libro está todo, absolutamente todo; el poder de esas

palabras, créame, es infinito. Déjese llevar por el instinto, e imagine que usted, precisamente usted, es el Golem, un hombre o mujer hecho de letras, o mejor dicho, construido por signos. Que esas letras que le componen salgan al encuentro -como los cartuchos de dinamita que explotan por simpatía- de sus hermanas, esas hermanas dormilonas que descansan en el diccionario. Ha pasado ya algún tiempo, pero una ojeada al reloj le demuestra que ni siquiera ha transcurrido aún la mitad del que tiene a su disposición. Y de pronto, como si fuera una estrella errante, la primera hermana se despierta y viene donde usted, entra dentro de su cabeza y se tumba, humildemente, en su cerebro. Debe transcribir inmediatamente esa palabra, y transcribirla en mayúsculas, pues ha crecido durante el viaje. Es una palabra corta, ágil y veloz; es la palabra RED. Y es esa palabra la que pone en guardia a todas las demás, y un rumor, como el

que se escucharía al abrir las puertas de una clase de dibujo, se apodera de toda la habitación. Al poco rato, otra palabra surge en su mano derecha; ay, amigo, se ha convertido usted en un prestidigitador involuntario. La segunda palabra desciende de la pluma deslizándose a dos manos para luego saltar a la plumilla y hacerse con la tinta un garabato. Este garabato dice: MANOS. Como si abrieras un sobre sorpresa; tira de la punta de ese hilo (perdóneme el tuteo, al fin y al cabo somos compañeros de viaje), tira de la punta de ese hilo, decía, como si abrieras un sobre sorpresa. Saluda a ese nuevo paisaje, a esa nueva frase que viene empaquetada en un paréntesis: (Si, me cubrí el rostro con esta tupida red el día en que se me quemaron las manos). Ahora mismo se han cumplido los tres minutos. Pero he aquí que no has hecho sino escribir lo anterior cuando ya te vienen muchas oraciones más, muchísimas más, como mariposas nocturnas

atraídas por una lámpara de gas. Tienes que elegir, es doloroso, pero tienes que elegir. Así pues, piénsalo bien y abre el nuevo paréntesis: (La gente sentía piedad por mí. Sentía piedad, sobre todo, porque pensaba que también mi cara había resultado quemada; y yo estaba segura de que el secreto me hacía superior a todos ellos, de que así burlaba su morbosidad). Todavía te quedan dos minutos. Ya no necesitas el diccionario, no te entretengas con él. Atiende sólo a tu fisión, a tu contagiosa enfermedad verbal que crece y crece sin parar. Por favor, no te demores en transcribir la tercera oración: (Saben que yo era una mujer hermosa y que doce hombres me enviaban flores cada día). Transcribe también la cuarta, que viene pisando los talones a la anterior, y que dice: (Uno de esos hombres se quemó la cara pensando que así ambos estaríamos en las mismas condiciones, en idéntica y dolorosa situación. Me escribió una carta diciéndome, ahora somos iguales, toma mi actitud como una prueba de amor). Y el último minuto comienza a vaciarse cuando tú vas ya por la penúltima frase: (Lloré amargamente durante muchas noches. Lloré por mi orgullo y por la humildad de mi amante; pensé que, en justa correspondencia yo debía hacer lo mismo que él: quemarme la cara). Tienes que escribir la última nota en menos de cuarenta segundos, el tiempo se acaba: (Si dejé de hacerlo no fue por el sufrimiento físico ni por ningún otro temor, sino porque comprendí que una relación amorosa que empezara con esa fuerza habría de tener, necesariamente, una continuación mucho más prosaica. Por otro lado, no podía permitir que él conociera mi secreto, hubiera sido demasiado cruel. Por eso he ido esta noche a su casa. También él se cubría con un velo. Le he ofrecido mis pechos y nos hemos amado en silencio; era feliz cuando le clavé este cuchillo en el corazón. Y ahora solo me queda llorar por mi mala suerte). Y cierra el paréntesis —dando así por terminado el cuento— en el mismo instante en que el último grano de arena cae en el reloj. Bernardo Atxaga (seudónimo de José Irazu Garmendia) es escritor vasco, nacido en Asteasu, Guipúzcoa, en 1951. Su obra abarca cuento, novela, poesía y ensayo. Es miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca y recibió Premio Nacional de Literatura de España en 1990. Este cuento forma parte de su libro ‘Obabakoak’.


11

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

Fantasmagoría de motores muertos JOCA REINERS TERRON

Y

para el verano de aquel año, ya no quedaba ninguno. Uno por uno, la ciudad fue presenciando su desaparición, como pájaros o animales previamente destinados a extinguirse. No se sabe a ciencia cierta cómo surgieron, pero en las conversaciones de las cantinas, donde la especulación anda suelta, se dice que todo empezó cuando Telecatch, un exluchador de lucha libre, apareció en la ciudad, y conoció a mi hermano. Seducidos por los ronquidos de una honda cuatro cilindros, una vez que rápidamente consolidaron su extraña amistad, ambos empezaron a seguir la rutina del dueño, que perdía las tardes nadando en un club de los suburbios. Con una copia de la llave, desaparecían con la motocicleta tan pronto el tipo tenía el traje de baño a media nalga. Y así pasaron cerca de dos meses. Arrancaban con los cuellos de las chamarras de cuero levantados y desaparecían en el asfalto, el viento erizaba sus copetes. Claro, hasta que el propietario los descubrió. Fue chistosísimo verlos ante el juez: “¿Qué uso le daban al vehículo?” —quiso saber su Excelencia. “¿Pequeños asaltos en la región o algo parecido?” Los dos maleantes suspiraron al unísono: “Sólo queríamos andar en moto”. Mi papá se cubrió el rostro con la mano, cabizbajo, y estallamos en carcajadas.

Tiempo después de ese episodio, Telecatch consiguió un empleo en un taller mecánico y finalmente se compró una moto. Mi hermano no se quedó atrás y, con ayuda de un tío loco, también consiguió la suya. Poco a poco, el dúo se agigantó ante los ojos de los chamacos, todos desesperados para conseguir hacerse de sus motos de ochenta cilindros y seguirlos en ellas sin rumbo fijo por la carretera. En pocos meses, la ciudad fue invadida. Los motociclistas desfilaban por las avenidas con una pachorra descomunal, los hombros abrumados con el peso del mundo, los cigarros encendidos en las comisuras de la boca, y unas gorras de cuero desgastado como ellos mismos, hijos de mecánicos en sus máquinas cayéndose a pedazos, engrasados desde la infancia por las uñas percudidas de sus padres. Telecatch y mi hermano iban al frente, y me es difícil describirlos, en su insolencia de salvajes salidos de alguna película de los años cincuenta. Aquella era otra época y con el paso de los años la distancia hizo que ambos adquirieran contornos míticos. Ahora hay un velo que no me deja verlos con otros ojos que no sean los de la adolescencia: Telecatch y mi hermano siguen siendo mis héroes. Al final de las tardes lluviosas, se reunían en la avenida principal y el estruendo

de los escapes abiertos parecía sustituir el barullo de las garzas reunidas en los árboles de antaño. Llegaba la noche y la humareda de las viejas motos se elevaba, ocultando la luna. Yo miraba a mi hermano y su manera de menear las cadenas niqueladas de la cintura, los pantalones de mezclilla sobre el tubo de las botas militares negras. Sentado cerca de la avenida, a la orilla de la banqueta, yo encendía veinte marlboros mientras esperaba a que el aguacero disminuyera. Después hacía explotar el río Mekong con mis misiles nocturnos. Buuum. Bastó un año para que el grupo se completara. Delgadas, las doce siluetas con marcadas lordosis vagaban por los barrios, en una larga fila movediza. Dentro de la noche, era posible seguirlos, en sus zigzagueos por las esquinas, gracias a las brasas de los cigarros, que se mantenían encendidos aun contra el viento. Había un perfil fantasmagórico en aquella pandilla, ya ni nos acordábamos del sonido de sus voces. Parecían estar en movimiento continuo y, si conversaban, debía ser apenas entre sí. Transcurrieron los años y la ciudad creció. Como las carreteras a su alrededor ya no servían para nada, iniciaron las obras de una autopista. También desaparecieron las pequeñas canchas de futbol, ocupadas por edificios enormes, y encontrar por ahí un callejón donde

todavía entrara el sol se volvió imposible, ni siquiera nuestro barrio era fácil de reconocer. Telecatch, mi hermano y su pandilla se alejaron del centro y podían ser vistos en el trébol de la entrada a la ciudad, indolentes, desde la cima de los asientos de sus máquinas, que destruían las pistas viejas de tantos arrancones y victorias secretas Entonces empezaron las muertes. En el bochorno de una noche de enero, Telecatch volaba a doscientos por hora entre las jardineras de la carretera nueva en obras, y, en un descuido cualquiera —tal vez una lechuza lo distrajo o la luz intensa de luna se le metió en los ojos—, un camión lo arrolló de lleno, justo a la altura del trébol. En la clara mañana de sol del día siguiente, el único objeto oscuro que se movía era la procesión fúnebre del ataúd con Telecatch dentro, levantado en andas por cuerdas amarradas a las motocicletas. El leve temblor en los labios, que la muchachita se había mordido hasta sangrar —sentada en la orilla de la banqueta, a la sombra negra de los motociclistas que se desplazaban— no era suficiente para hacer que el tiempo regresara. Una nube cubría el rostro de la gente, de los árboles y las casas, conforme las ruedas avanzaban por la avenida y el amarillo percudido del perro callejero vibraba contra el betún del asfalto.


12

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

A principios de febrero, Cãozinho, el más joven de todos, después de ganar una apuesta de alcanzar los 140 kilómetros por hora en 50 metros, fue coronado por la puerta delantera de un Opel que atravesaba la autopista, justo en el mismo lugar donde Telecatch había muerto. Fue difícil sacarlo de ahí, de tan aferrado que quedó a los laureles de la victoria. Los accidentes continuaron durante los meses siguientes. En marzo, le tocó su turno a Oi, conocido por la única palabra que le habían oído pronunciar. Otros muchachos fueron desapareciendo en el retrovisor —en marzo, abril, mayo, junio—, cada mes había un motociclista anotado en la hojita del calendario —y en julio y agosto, otros más. Ya nadie se acordaba de sus nombres, hacía tanto tiempo que se habían convertido en unas sombras veloces. Fue entonces que a alguien se le ocurrió identificarlos por los meses. Septiembre murió en septiembre, Octubre al mes siguiente y Noviembre en el noviembre más caluroso que habíamos tenido en muchos, muchos años. Cuando llegó diciembre, once de la banda habían muerto, siempre en el mismo trébol, y sólo quedaba mi hermano. La gente de la ciudad comentaba que Telecatch debía ser una especie de flautista de Hamelin, pero con el paso del tiempo también se olvidó su nombre. Así fue como le empezaron a decir Enero. Un día hubo algarabía, chamarras negras hinchadas por el humo, aullidos de comanches y el ruido de las motocicletas que invadía las aceras para provocar a las muchachas. Era como si aquellos tipos fueran apóstoles de la vastedad que desapareció con ellos. Y, de repente, llegó la quietud a la sombra de los edificios. Sólo el ronquido de un motor aún funcionaba como aviso, anunciando a todos que llevaran sus codos de las barras en los bares a sus casas, pues el último motociclista acababa de pasar. Los taxistas permanecían adormilados en sus sitios, los sueños del recepcionista del hotelito cercano a la estación de camiones seguían iluminados por la luz de la tele fuera del aire, y alguna puta continuaba insistiendo en hallar al único cliente de una noche poco rentable —la falda inflada por el viento de las esquinas. Era esa la hora preferida de mi hermano, cuando patrullaba cada callejón guiado por las luces rojas de la zona y la claridad de la luna llena. En esos momentos debía de recordar a Telecatch y a su pandilla, cuando los estallidos de los escapes abiertos de las motocicletas inundaban la madrugada de aquella pequeña ciudad de provincia. Yo lo acompañaba en su ronda, sin que el tripié de su moto tocara nunca el suelo. Ya no sabría decir si estaba vivo o muerto. Su fantasma apareció en una mañana bochornosa. Yo había pasado la noche en vela, estudiando para los exámenes finales de la escuela, padeciendo pesadillas algebraicas con el profesor de matemáticas. Entonces el día clareó y ahí estaba, de pie al lado de la cama, el dedo índice y el brazo apuntando hacia la pared atrás de mi cabeza, la chamarra negra de siempre, apestosa a gasolina. Cuando intenté girar el cuello para ver lo que señalaba, la parálisis me lo impidió. Fueron necesarios segundos interminables para que la aparición desapareciera. Y debo de haber roto todos los récords de velocidad en la carrera a la cocina, dejando por lo menos la rótula de la rodilla derecha en la esquina de alguna pared del camino. Sobre la mesa del desayuno, el periódico del viejo parecía reflejar mi palidez. Mis ojos estaban en el fondo de la taza de leche que mi madre me sirvió —abiertos de par en par. Después de restablecerme, regresé al cuarto. En el calendario de la pared, la fotografía de mi hermano, sentado en la moto, su sonrisa brillante como el verano clavado en una curva del pasado, mientras en el aire sonaba la canción que venía de alguna estación de radio de flashbacks. Atrapado en la hojita —finalmente doblado— mi hermano, el mes de Diciembre. Joca Reiners Terron (Cuiabá, 1968) es poeta, narrador, artista gráfico y editor brasileño. Autor de los libros de relatos como ‘Curva de rio sujo’, ‘Hotel Hell’ y ‘Sonho interrompido por guilhotina’. Su novela, ‘Do fundo do poço se vê a lua’, recibió el Premio Machado de Assis de la Biblioteca Nacional de Brasil.

El tesoro de los incas DAVID ROAS

U

na foto, un dólar, señor, una foto, un dólar. La frase me persigue como un estribillo, calle abajo. La niña que la pronuncia también. Y la pequeña llama (¿o es una alpaca?) que trota tras ella, ajena –por ahora– a nuestra batalla. Acabo de explicarle que no le debo nada, que no le he hecho ninguna foto. Pero ella sabe que miento. Y eso que he tratado de ser sigiloso: he aprovechado que la niña parecía distraída mientras negociaba con un grupo de turistas yanquis (One photo, one dollar), r para retratarla junto a su llama (o su alpaca). La niña no es la única que ofrece ese servicio por las calles de Cuzco. Desde que he entrado en la Plaza de Armas me han asaltado –ya lo esperaba– otras dos niñas, cada una acompañada por una llama (o una alpaca), una señora muy entradita en años (su llama –o su alpaca– parecía tener su misma edad y su mismo gesto de hartura vital), una pareja de mujeres algo más jóvenes que la anterior (estas cargaban crías de llama –o de alpaca– en bandolera, como si fueran bebés) y una vendedora de fruta. Y todas vestidas –como diría la guía que llevo en el bolsillo de la chaqueta– al modo tradicional. Junto a la puerta de la Catedral estaba la niña que ahora me exige el dólar. Su aspecto ha atraído rápidamente mi atención, pues era la más pequeña (en edad y en estatura) de todas esas mujeres, y la que más destacaba por el colorido de su ropa: chaqueta roja con figuras geométricas, falda negra con dibujos de flores de colores y un gorrito a juego. La llama (o la alpaca) que la acompaña es marrón y también debe ser muy joven, porque le llega a la niña por el hombro. La verdad es que no quería hacerle una foto en plan postal para enseñar a mi regreso y darle un toque pintoresco a las vacaciones. Por eso la he fotografiado con el grupo de capullos gringos y sus soberbias sonrisas. Como documento. Uno de ellos incluso le ha puesto su gorra de los New York Yankees a la llama (o alpaca). El animal ha aguantado impertérrito la humillación del disfraz y de las risas. Según aprendí en Tintín en el templo del Sol,l la llama, cuando se cabrea o se siente amenazada, suele defenderse con un espeso salivazo. Por eso me ha sorprendido no ver estrellarse un lapo en la cara del bromista. Y no creo que sea porque la llama (o la alpaca) perciba el aura de poder que emana de esa gente, sino porque es sin duda un bicho inteligente (aunque la otra noche en Lima yo dudase de ello) y comprende su rol de animal trabajador. La ecuación es sencilla: a más fotos, mejor forraje. El gracioso no se ha contentado con

ponerle su gorra a la llama (o la alpaca), sino que se ha colocado a horcajadas sobre ella (fácil, el tipo debe medir un metro noventa de pura estupidez), jaleado por ma’, pa’ y su hermano pequeño. El parecido físico (y mental) evidencia los lazos de familia. La llama (o la alpaca) esta vez tampoco le ha escupido. Nueva decepción. Ha sido entonces cuando he sacado mi pequeña cámara digital para inmortalizar la patética escena. Y cuando la niña me ha pillado, pues, tras cobrar a los americanos, esta ha salido como un rayo en mi busca. One photo, one dollar, mister. Le he respondido en español: Te equivocas, yo no te debo nada. Ella ha cambiado de lengua para decirme lo mismo: Una foto, un dólar. La pobre niña debe estar harta de los listillos que se hacen fotos con ella y su animal y después no abonan el precio estipulado. Pero no le he pagado. Y no por tacañería, sino porque yo no le he pedido que posase. Y, lo reconozco, por un incontrolable ataque de estúpido orgullo. Me ha ofendido que quisiera tratarme como a uno de esos turistas a los que ella persigue con su llama (o su alpaca), idiotas que pululan por la Plaza de Armas fotografiándolo y filmándolo todo sin parar (y sin pensar). Me gustaría explicarle que, en verdad, la he fotografiado por pena. Bueno, por pena y por un irrefrenable sentimiento de culpa. Por ser un blanquito con cámara digital. Por estar de vacaciones mientras una niña tiene que perseguir a los turistas con su vestido tradicional y su llama (o su alpaca) para proporcionarles, a cambio de un dólar, un poco de color local. Pero el orgullo me domina y no suelto el dólar. La niña empieza a irritarse. En su cara se lee el mismo gesto enfurruñado que pone el personaje que interpreta Tatum O’Neal en Paper Moon, la película de Bogdanovich, cuando exige sin cesar al timador de su padre que le devuelva los dólares que le debe. Le digo que no. Pero la niña no se achanta. Ni tampoco, por suerte, da muestras de echarse a llorar o, peor, de gritar pidiendo ayuda (en mi imaginación, asciendo en un instante de estafador a repugnante pederasta). Le pido que me deje tranquilo, y le repito que no le voy a pagar. Le digo –para hacerme el simpático– que hay mucho tonto turista yanqui al que desplumar, que persiguiéndome a mí está perdiendo dinero. Una foto, un dólar, repite otra vez. Echo a andar. Atravieso la Plaza de Armas seguido por la niña y la llama (o la alpaca). La estampa que hacemos caminando en fila debe ser verdaderamente cómica (seguro que hay quien nos está retratando en este instante).


Aunque más risas provocan esos tipos que insisten, con el calor tan fuerte que hace, en adornar sus cabezas con esos ridículos chullos. Mientras paseo, fotografío tranquilamente los soportales de la Plaza, la Catedral, la Iglesia de la Compañía… Como si la niña no estuviese ahí. Pero lo está, siempre a mis espaldas, soltando de vez en cuando su (ahora) irritante Una foto, un dólar. No me la quito de encima. Entonces, opto por la guerra psicológica. En uno de los extremos de la Plaza hay un bar con terraza. Me siento en una de las mesas y pido una cerveza (Sí, Cusqueña, por favor). La niña, a su vez, se coloca estratégicamente en la acera de enfrente, a la sombra. Me vigila. La llama (o la alpaca) se ha sentado en el suelo y también me observa. O eso me parece. La cerveza está fría y es deliciosa, pero no puedo disfrutarla como merece, pues noto en mi cogote aquellos cuatro ojos acechantes. Estoy empezando a obsesionarme. Me levanto, pago y continúo mi paseo. Si quiere perseguirme, no se lo voy a impedir. Ya se cansará (no es Terminator). Dejo la Plaza de Armas por la calle Triunfo. Giro a la izquierda por Palacio, una calle en cuesta que, osado de mí, remonto casi corriendo, con la respiración algo entrecortada. La niña sigue ahí, a rebufo, muy cómoda. La calle Palacio desemboca en la Plazoleta de las Nazarenas. En una de las casonas de la pequeña plaza hay un letrero en el que leo mi salvación: Museo de Arte Precolombino. Al lado del nombre aparecen las familiares (y no por ello menos amenazadoras) siglas del BBVA. Seguro

que ahí no permitirán que la niña entre con su llama (o su alpaca). Y no creo que la deje atada fuera, como un cowboy antes de entrar al saloon. Victoria. La entrada cuesta 20 soles. Es decir, 5 euros, o lo que es lo mismo, seis fotosy-media-con-niña-y-llama-(o-alpaca). Un escalofrío de ridículo recorre mi espalda. Pero ahora no puedo ceder. Pago y entro en el museo. No tardo en comprobar –aliviado– que soy el único visitante. Por fin un poco de paz. A salvo de la niña, recorro despacio las salas del museo, organizadas en función de las diversas culturas precolombinas: Nazca, Mochica, Chimú, Inca… Me demoro contemplando las joyas realizadas en oro y en hueso, las esculturas de madera, las piezas eróticas, las armas, las diferentes estatuillas e ídolos, algunos de los cuales tienen forma de llama (o de alpaca). La exposición continúa en el piso superior. En él, las culturas precolombinas dejan paso a la pintura colonial. Nada de lo que hay expuesto en este piso tiene el menor interés: además de ser malos, la mayoría de los cuadros son de (insoportable) temática religiosa. Después del tercer Cristo con faldas, empiezo a aburrirme (reconozco que el primero me hizo mucha gracia: verlo en la cruz con aquella faldita blanca de encaje resultaba grotesco). Ya llevo casi una hora metido en el museo. La niña tiene que haberse cansado. De mí, de esperar y de perder dinero. Decido salir a la calle. Quién dijo miedo. La niña está fuera. De pie, frente a las escaleras del museo. La llama (o la alpaca) debe estar más cansada que ella, pues se ha tumbado en el suelo y parece dormitar. Cuando la niña me

ve, la llama (o la alpaca) despierta y se incorpora de un salto. La escena me inquieta, porque la niña no ha dicho nada ni ha movido un músculo para avisar a su animal. Telepatía. O habrá reconocido mi olor, después de pasar tanto rato juntos. Estoy tentado de acercarme a la niña y exigirle –con buenos modos– que deje de seguirme. Pero aparece de nuevo mi orgullo para tomar el mando de la situación: como la guerra psicológica (fingir que la niña no existe) no ha funcionado, decido pasar a la guerra de desgaste. Desmoralizar al contrario. Vale, estamos a 3399 metros de altitud, es su territorio, pero yo me siento fresco y en forma (el soroche no ha aparecido, y después de dos días en Cuzco seguro que ya no lo hará). Veamos quién cede antes. Salgo de la Plazoleta por la misma calle por la que he entrado (Palacio) y giro a la izquierda por Hatum Rumiyoc. No llevo recorridos más que quince metros cuando un grupo de tipos que hay sentados ante lo que parece una tienda de comestibles se me echa encima. Todos se ofrecen como guías y, empujándose unos a otros, me enseñan fotos de una piedra. La Piedra de los Doce Ángulos (he leído sobre ella en mi guía). Pocos metros más adelante hay un montón de turistas (no todos llevan chullo). Quizá si me oculto entre ellos, la niña pierda mi rastro. Me uno al grupo: todos observan la piedra, perfectamente encajada en el centro del muro, mientras hacen fotos y fingen atender a lo que un par de tipos (colegas de los que antes me han asaltado) cuenta sobre la curiosa piedra y su origen incaico. Esta vez los japoneses ganan a los yanquis: veinte (más o menos) contra una pareja de abueletes de caras sonrosadas, los cuales, pese a sus voluminosos corpachones (deben ser tejanos), parecen incómodos por su inferioridad numérica. Rodeados de tanto amarillo, seguro que están invocando el espíritu de Iwo Jima. Mi intento de difuminarme entre los turistas no ha funcionado: mi metro ochenta y dos me delata. Y, pese a mis abundantes canas, todavía no puedo pasar por un abuelo tejano. En otras palabras, la niña no ha perdido mi rastro. Desde la acera de enfrente, ella y su llama (o su alpaca) me observan, esperando un nuevo movimiento por mi parte. En ese momento, la pareja de ancianos, al ver a la niña, se acercan a ella cámaras en ristre. Esta es mi oportunidad: mientras negocia con ellos, posa y les cobra el puto dólar, podré darle esquinazo. Pero la niña no sólo no les hace caso, sino que incluso deja que la fotografíen gratis. Una nueva puñalada en mi orgullo. Inmóvil en la acera, me observa en silencio. Empiezo a agobiarme. Lo mejor es continuar caminando. Cuando termina Hatum Rumiyoc, giro a la derecha y sigo por la Avenida Tullumayo. La sombra que bañaba las calles que he recorrido desaparece aplastada por un sol brutal. Pero eso no va a detenerme. Debo llevar andados casi dos kilómetros a pleno sol. Me he quitado la chaqueta y voy en manga corta. Por

ahora, todos los sistemas funcionan correctamente. Mientras ando, consulto el plano de la ciudad. La Avenida Tullumayo se cruza con la Avenida del Sol, la cual, en sentido contrario al de mi marcha, va directamente hasta la Plaza de Armas. Por lo que se ve en el mapa, si continúo en la misma dirección que llevo, eso me alejará del centro y me llevará hacia una zona menos interesante de la ciudad (si tengo que caminar, por lo menos que me aproveche). Decido tomar la Avenida del Sol y volver sobre mis pasos. Echo una mirada fugaz hacia mi retaguardia. Mis perseguidores siguen tan tranquilos. Tengo sed. Paradójicamente, en la Avenida del Sol domina la sombra. Eso me permite recuperar un poco el resuello. Sigo andando a buen paso. Al poco rato, veo un indicador que anuncia que a la derecha se encuentra el Koricancha (el Templo del Sol). Aunque metido de lleno en una guerra de desgaste, eso no me impide hacer turismo, así que sigo la señal y giro a la derecha. Cuando llego, lo que me encuentro es un convento (el de Santo Domingo), que los conquistadores construyeron sobre el Koricancha de los incas, después de saquearlo. La religión es amor. Mientras paso rápidamente ante el convento y las ruinas de la construcción original, me prometo volver mañana para visitar el lugar como se merece. Seguro que entonces –me digo para animarme– ya me habré librado de la niña; en algún momento tendrá que dormir, ¿no? De nuevo viene a mi mente la imagen de Terminator. Continúo caminando. De pronto, noto una punzada en mi nuca. ¿Un aviso del soroche? Nada de eso: es el remordimiento, pues la sensación va acompañada de una voz –muy parecida a la mía– que me dice que pague el maldito dólar. Si acelero, seguro que la voz se calla. Cuarenta minutos más tarde, noto la boca seca, me duelen los pies. Estoy agotado. He girado por varias calles sin rumbo fijo, siempre con la niña y su llama (o su alpaca) pegadas implacablemente a mis talones: Romeritos, Maruri, Afligidos, he cruzado la Avenida del Sol para continuar por Ayacucho, San Andrés, San Bernardo, Heladeros, Cabildo, Santa Teresa, 7 Quartones, Teatro, Granada, Garcilaso, Del Medio… He recorrido todo el centro de Cuzco para, sin darme cuenta, encontrarme de nuevo en la Plaza de Armas. He vuelto a la casilla de salida. Acepto mi destino. Y mi derrota. Me detengo. La niña se me acerca y, antes de que diga nada, le doy un billete de cinco dólares y me alejo. Inmediatamente, escucho un ¡eh, señor! Me giro y veo a la niña que camina hacia mí, mientras busca algo en su bolsa. Me alcanza y, con un gesto de indiferencia, me devuelve cuatro arrugados billetes de un dólar. En ese mismo instante, la llama (o la alpaca) me escupe. Echo a correr calle abajo. David Roas (Barcelona, 1965) ha publicado: ‘Celuloide sangriento’, ‘Horrores cotidianos’ y ‘Distorsiones’, entre otros libros. Este relato pertenece a ‘Bienvenidos a Incaland®’, su más reciente libro.

13

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA


14

elacordeón

Domingo de Ramos

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA

EUSEBIO RUVALCABA

L

os domingos me paraba antes que todos. Brincaba de la cama y brincaba el Blaqui. Mi perro. Hacía todo lo que yo hacía. Como que me arremedaba. Se dormía conmigo. Debajo de las cobijas. Se enredaba entre mis piernas. Ese domingo íbamos a ir al cine. Mi papá lo había prometido. Iríamos a la matiné del cine Jalisco. Era lo que más me gustaba de mi colonia. Sus cines. Estaba el Jalisco, el Ermita, el Hipódromo, el Cartagena. A mi mamá no le gustaba ir a esos cines porque decía que eran horribles. Todos apestosos. Pero no era cierto. Exageraba. Como en todo. Por la misma razón me regañaba. Porque me acostaba con la misma ropa que había traído puesta todo el día. Una semana completita. Pero yo decía que eso era normal. Ése era un domingo especial. Era Domingo de Ramos. Y seguro pasarían una película de romanos. Había varias. Que las veíamos siempre. Las mismas las volvían a pasar cada Semana Santa: El manto sagrado, Demetrio el gladiador, r Rey de reyes, Quo vadis, Ben Hur… Pues ese domingo daban El manto sagradoy o Demetrio el gladiador. r Nomás. Con Víctor Mature. No había más que entrar al cine para sentir la grieta. Para enfurecerse con todos los romanos que se burlaban de Jesucristo. Verlo cargar su cruz les sacaba los peores instintos. Lo primero que me sorprendió esa mañana fue ver a mi mamá en la cocina. No porque no fuera su lugar favorito de la casa, sino porque era muy temprano. ¿Qué haces aquí?, le pregunté. Pues ya sabes, hijo, preparando el desayuno. Tu papá quiere que vayamos al cine y ya se nos fue el santo al cielo. Ya no va a haber tiempo para un desayuno formal. Así que estoy preparando unas tortas. ¿Y de qué van a ser? Ya sabes, de jamón, de huevo, de salchicha, de queso de puerco… De pollo para p p tu hermana. Y hasta una de bistec. Ésa la quiero para mí. No, va a ser para tu papá. No, yo la quiero para mí y me la quedo. ¿Ya viste qué lindo pajarito está en el árbol? ¿Cuál…?, preguntó mi mamá. Yo le señalé la rama del árbol, y se asomó a la ventana. Ése de ahí. Velo. Se lo señalé una vez más. Y en lo que se asomó se la apliqué. Tomé la torta de bistec y me eché a correr. Cuando menos el desayuno ya lo había solucionado. Escuché sus gritos. Demasiado tarde. Digo que fuimos al cine Jalisco. Todavía no empezaba la función. Estaba a punto. Creí que iban a ser tres películas pero nada más fueron dos. Las mejores. Yo me senté entre mi mamá y mi hermana. Mi papá llegaría unos minutos tarde mientras buscaba dónde estacionar el coche. De repente

la cortina se hizo a un lado, apagaron las luces y apareció el león del anuncio. Oí el chiflido de mi papá. Ya andaba por ahí. Con el chiflido no había pierde. Se lo respondí. Se aproximó y se sentó. Ahora sí estábamos todos juntos. Por fin. Mi mamá nos preguntó si teníamos hambre y todos respondimos que sí. También mi hermana. Que tenía once años y se ponía de sangrona porque ya le empezaba a preocupar conservar su línea. Según ella, comía pura comida dietética. Nadie le hacía caso a sus jaladas. Ni mi mamá. Me tocó la torta de huevo con chorizo. Le di la mordida y casi la escupo. Estaba picosísima. Me volteé a ver a mi mamá. ¿Qué chile le pusiste?, le pregunté furioso. El más bravo. A ver cuándo te vuelves a robar una torta. Ni que hubiera sido para tanto. Me dije. Pero ni modo. Le quité la otra raja y me la comí como si

fuera el último platillo de mi vida. O ésa era mi intención, comérmela. Pero se me chispó de las manos cuando le quise dar una súper mordida del tamaño del cine Jalisco. Carajo. Todo estaba en mi contra. La quise agarrar en el aire pero fue por demás. Ese día santo, Domingo de Ramos, Jesús me la estaba haciendo de jamón. Como si fuera el prefecto de la escuela. Como pude, me agaché y la recogí. Por pedazos. Pero tampoco me podía agachar a gusto porque la película estaba en uno de sus momentos de máxima emoción. Me agachaba y veía. Veía y me agachaba. En fin. Quién sabe dónde cayó la torta porque estaba embarrada como de una rebaba. ¿Mocos? ¿Gargajos? Quién sabe. Pero la recogí y la limpié con la servilleta. Si era un mandato de Dios, me la comería. Yo era un fiel seguidor. Lo acepté y la devoré cual muerto de hambre. De todos

modos, Jesucristo estaba rodeado de limosneros y menesterosos. Así se veía en las películas. Miserables que no servían para nada. Siquiera a mí me había regalado una torta. Pisoteada. Pero al fin de huevo con chorizo. Eusebio Ruvalcaba (Guadalajara, 1951- Ciudad de México, 2017). Narrador, poeta, periodista, dramaturgo. Entre sus muchos títulos destacan ‘Música de cortesanas’ y ‘Lo que tú necesitas es una bicicleta’. Su muy particular estilo de concebir e interpretar el mundo le ganó adeptos de muy diversas generaciones, y tuvo entre los adolescentes a sus seguidores más asiduos. Durante muchos años mantuvo la columna ‘Un hilito de sangre’ en la revista mensual especializada en rock ‘La mosca en la pared’.


La depuradora E. L. DOCTOROW

H

abía seguido a mi hombre a este lugar. Todo lo que hacía era un misterio para mí y aquel día de noviembre su predilección por lasdepuradoras de agua no lo era menos. El edificio cuadrado de granito, con torres almenadas en las esquinas, se levantaba junto al embalse sobre una meseta que dominaba la ciudad desde el norte. Tenía una gran cantidad de ventanas, por las cuales curiosamente, no parecía pasar la luz. En los cristales se reflejaba el cielo que tenía a mis espaldas, una masa tumultuosa de ondulantes formas grises bullendo entre bóvedas rosas y con nubarrones negros navegando en las alturas como una armada. Su carruaje estaba en el patio delantero. El caballo pateó el suelo empedrado y giró la cabeza para verme. Tras el edificio estaba el embalse, un cráter acuoso que ocupaba el equivalente a cinco o seis manzanas de un barrio urbano situado sobre un terraplén cuyo ángulo ascendente sugería la plataforma piramidal de una civilización antigua, maya tal vez. En verano, la gente de la ciudad venía aquí a pasar el domingo, subiendo al terraplén para dar gritos de admiración ante la vista de aquella extensión cuadrada de agua. Aquel día la tenía toda para él solo. Desde donde yo estaba se oía el violento chasquido, la bofetada insistente de las olas contra el empedrado. A escasa distancia del embalse, mi capitán de barba negra estaba en pie bajo cielo nublado contemplando algo sobre la superficie del agua y sujetándose con fuerza el ala de su sombrero con una mano. El viento le aplastaba el faldón del abrigo contra la pierna. Estaba seguro de que él no ignoraba mi presencia. De hecho, algunos días había percibido en sus actos una enajenada voluntad de asociación, como si sus quehaceres buscaran nuestro beneficio mutuo. Subí el terraplén por el flanco oriental, a un centenar de metros de él, y me puse cara al viento para ver el objeto de su atención. Se trataba de un velero de juguete que ascendía y descendía sobre el oleaje a velocidad alarmante, desapareciendo y reapareciendo sin dejar de balancearse mientras vertía agua por los costados. Lo contemplamos varios minutos. Desapareció, se alzó y volvió a desaparecer. El movimiento tenía un ritmo que adormecía la percepción y pasó un rato antes de darme cuenta, mientras esperaba verlo reaparecer, que ya lo esperaba en vano. La catástrofe me produjo la misma impresión que si estuviera en lo alto de un acantilado y hubiera visto un velero engullido por el mar.

Cuando se me ocurrió pedir ayuda a mi hombre, lo vi corriendo sobre el pontón de tierra endurecida que daba a la parte trasera de la depuradora. Lo seguí. Una vez dentro del edificio, noté el frío del aire sepultado y oí la orquesta del agua que siseaba y rugía al caer. Bajé corriendo por un pasillo de piedra y hallé otro corredor que permitía continuar hacia la izquierda o la derecha. Me quedé escuchando. Oí sus pasos claramente, el martilleo metálico de unos tacones cuyo eco resonaba a mi derecha. Al final del túnel oscuro había una escalera de hierro que ascendía circularmente en torno a un eje de acero negro. Subí por la espiral y, al llegar al piso superior, me hallé en una pasarela dispuesta sobre una enorme piscina interior de agua turbulenta. Ese torbellino diabólico soltaba un vapor mineral, como un quinto elemento, que nutría una profusión de musgo y limo sobre la superficie de piedra ennegrecida del muro del fondo. Sobre mi cabeza había una claraboya de vidrio translúcido. Bajo su luz lo vi de pronto, a menos de dos metros de donde yo me hallaba. Estaba inclinado sobre la barandilla con una expresión absorta de una intensidad aterradora. Pensé que podía caer al agua de tan ensimismado como parecía estar. Verlo en aquel momento de turbación me resultaba casi insoportable, así que de nuevo miré hacia lo que miraba él y allí abajo, en el tumulto amarillento de corrientes espumosas maceradas por el arnés mecánico, aprisionado en la maquinaria de una de las compuertas, había un pequeño cuerpo humano cuya ropa parecía haber quedado atrapada en un bisagra o algo similar. El niño, una miniatura como el barco del embalse, se golpeaba incesantemente contra el artefacto de hierro, primero a un lado y luego al otro, como en una protesta muda, tiritando y temblando, animando por revulsión la muerte que ya lo había vencido. Alguien gritó y al cabo de un momento vi, como recién desgajados de la piedra, a tres hombres de uniforme sobre un repecho inferior dispuestos a resolver la situación. Estaban tirando de una cuerda unida a una polea sobre el muro del fondo y por este medio habían logrado fijar una especie de puente colgante hasta la otra pared, la pared que mi pasarela me impedía ver. En ese momento, vi aparecer a otro de los empleados de la depuradora, colgado del cable por los tobillos, con una ruedecilla que le permitía avanzar y con las manos libres para poder liberar al artilugio de su obstrucción. Y, alzando el cuerpecillo del agua por la camisa, aquel hombre logró asir por los tobillos y zapatos a un niño de entre cuatro y ocho años que al ahogarse se había quedado de color azul. Y, así suspendidos los dos, columpiándose rítmicamente sobre las aguas alborotadas, se deslizaron sobre el cable como un par de trapecistas hasta que se perdieron de vista al pasar por debajo de mí. Al ver la calidad profesional de la maniobra me pregunté si los trabajadores de la depuradora estarían acostumbrados a esta clase de sucesos. Poco después, en

el patio, ya bajo el cielo anochecido, vi a mi hombre cargar en su carruaje el cadáver envuelto en una manta, cerrar la puerta con elegancia y subir de un salto al pescante, donde supo imponerse a su caballo con un sonoro chasquido de las riendas. Y se fue camino de la ciudad con el niño muerto mientras veíamos difuminarse en la distancia los radios de las relucientes ruedas negras. Empezó a llover. Me puse a cubierto en aquel lugar donde el agua parecía oprimirnos a todos, por dentro y por fuera, a los muertos y a los vivos. Entre tanto, los trabajadores de la depuradora se disponían a repartirse un tesoro. Llevaban el uniforme azul marino con cuello alto de los empleados municipales alterado con un tosco jersey bajo la chaqueta y con el pantalón remetido en las botas altas. El suyo no era un trabajo envidiable. Imaginaba sus pulmones humanos cubiertos del mismo musgo que crecía sobre los muros de piedra. Todos tenían el rostro reluciente, enrojecido de frío y esmaltado por la niebla. Al verme hicieron gala de su indiferencia mientras llenaban de whisky sus vasos de estaño. Esos rituales también se tienen en alta estima entre los bomberos y los sepultureros. E. L. Doctorow (Nueva York, 1931 2015) es uno de los más aclamados narradores estadounidenses del siglo XX, su novelas mezclan regularmente la historia y la crítica social. Entre ellas: ‘El libro de Daniel’, ‘Ragtime’, ‘La feria del mundo’ y ‘El cerebro de Andrew’.

15

elacordeón

DOMINGO 9 DE ABRIL DE 2017 GUATEMALA


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.