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Crónicas del Olvido
SÓLO ME QUEDARÉ CON ESTE ASOMBRO ALBERTO HERÑNÁNDEZ
3.Julio Carrero es un poeta que duele. Lectura crítica porque apunta, señala el lugar donde ha quedado una marca, la herida que no termina de cerrarse: relente de un tiempo que lo pesa y lo ambienta en “este misterio/ desolado”. Encarnado en esa fijación tan humana, reitera en el ahondamiento de una tristeza que se siente en su voz: es bronca y áspera, piedra rugosa la palabra. Es una poesía que prueba al hombre. El poema desnuda a quien la escribe. Obsesivo, el poeta desciende hasta él mismo. Se verbaliza. Un impulso lo renueva, lo sacude, lo evade (suerte de viaje que no termina nunca, espejo que lo repite en el gesto, en el sonido él) y lo regresa aturdido, en una presencia permanentemente asombrada: el eco lo obliga a asomarse a la muerte, a un vacío que lo obliga a decir el poema en voz alta, para no extraviarse.
Ilustr.: Pablo Picasso 1.-
S
e asimila la pasión y se hace instante en la forma de abordar las palabras. Por gracia del silencio se prolongan en una distancia que vuelve en apariciones e imágenes: fórmula que acerca al diálogo, a las huellas dejadas por las voces de otros, las ajenas, las alejadas, las también recuperadas. Deslumbramientos, asombros que meditan: de allí el dolor como adquisición frente al tiempo, frente a la emoción que violenta o apacigua el espíritu. La poesía, ese epifenómeno que penetra y comparte los círculos del tiempo, es una súbita iluminación, como ha dicho Octavio Paz. En las sombras también hay luces que privilegian el momento en que quien escribe, quien nombra, es parte del mismo asombro. Sombra de luces imaginadas en un espacio, vaciadas en las páginas muchas de ellas dobladas en un cuaderno o guardadas en un bolsillo. De esa cuenta con Julio Carrero Franchez hubo muchos instantes: desde la primera impresión provocada por la biografía de quien se repite en el espejo, de donde el autor extrajo el escepticismo que más tarde develó a sus lectores. En humano oro, su ópera prima, libro que animó a Julio Carrero a recuperarse de las sorpresas, de los sobresaltos. Ahora (ese ahora de hace dos décadas, vuelto presentimiento y memoria, nos sabemos la otra parte de Sólo me quedaré con ese asombro (Ediciones de la Secretaría de Cultura de Aragua, serie “El cuervo”, 1995), obra que nos regresa a la convicción de un estado íntimo, silencioso y sosegado.
2.“Debe saberse que mi soledad es un caballo”. Instante con forma de bestia. Soledad que exige el temblor, los nervios de un hombre que se asume en el dolor, en el silencio diario, el incógnito silencio. El hombre que escribe, el poeta que baja del edificio y encara el
otro mundo, el que lo vacía. Deja de ser un solitario y regresa a su condición humana: es uno para salir de él, intacto como el caballo que imagina bajo la rotación constante de los astros. Sujeto sin destino mientras mira la calle. Receptor de los mensajes que siente como un animal insomne. Entonces, la aflicción es esa bes-
tia bajo la piel, bajo la torpeza de las noches mientras una copa recuerda a quienes se han marchado para no regresar. El padre, el hijo, la esposa, algunos sueños sueltos, una puerta que se abre. Los seres del pasado y el futuro. Los que crean el presente y no están. La poesía, el asombro convertido en palabras.
4.La revelación acude a la voz que la crea. Entonces: “Me espero a mí mismo/ entrecortado/ en la orilla lejana de las baldosas/ La derrota universal/ es una transpiración desprevenida/ Una voltereta de constelaciones”. Visión que irrumpe en un cosmos cuyo logos se destina a una realidad ya fundada: la generación que perdió la desmesura y los sueños. Imaginación y ocultamiento: sólo una voz para repetirse en una constante inequívoca, un sistema de señales que encuentra los puntos en la disolución de la fuente de esa aflicción hecha ahora discurso textual: “El hombre se quedará y verá desaparecer los cielos/ de las bocas”. El silencio, aunque no es la propuesta de este libro, no niega la posibilidad de seleccionar un modo de instalarse para descifrar el dolor. (Maracay, 1995)
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Y el actor Nobel perdió el pánico escénico JESÚS RUIZ MANTILLA
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i cuando recibió el Premio Nobel con toda pompa en Suecia; ni mientras, aún sabiéndose amenazado, recorría el Perú en campaña presidencial; ni en los tiempos de estudiante en la academia Leoncio Prado que dio lugar después a La ciudad y los perros; nunca, nunca, jamás, Mario Vargas Llosa confiesa haber sentido un pavor semejante al de ayer. Me lo sopló de mañana su editora, Pilar Reyes, que, aparte de atemorizado, le había notado también más joven: “Literal”, decía ella. Don Mario lo confirmaba jocoso en torno a las cuatro de la tarde —no lo de su síndrome Dorian Grey, sino lo del canguelo—, después de haberse tomado, confesó, “una ensaladita” y volver disciplinado bajo el amable látigo del director de escena Joan Ollé, al último ensayo previo al estreno de Los cuentos de la peste. “El pánico escénico existe. Y lo curioso es que no me ocurre solo a mí, sino a gente mucho más experimentada. Ahora, actor, ya ves, en mí se da la perseverancia del error”. Pasadas las ocho, en el Teatro Español de Madrid, don Mario se la jugaba como autor y como intérprete. Venía a ser el colofón a la propuesta que en su día le formulara Natalio Grueso, entonces responsable de los escenarios municipales: concluir un repaso a todo el teatro del Nobel, con él en escena, evocando e invocando el espíritu de Boccaccio para esparcir las migas de harina irredenta con las que aquel florentino coció su Decamerón calórico. Frugalidades y estrecheces aparte, bien cierto es que la gula resulta el único pecado capital ante el que aquel adelantado inquisidor medieval, que confesaba llorar al contemplar arder la carne quemada de cada uno de sus condenados, no se perdonaba. Por un plato de lentejas, era capaz de vender su primogenitura, como atestiguó ayer en su piel Pedro Casablanc ante Aitana Sánchez-Gijón.
Mario Vargas Llosa repasa el texto en el camerino del Teatro Español, antes de un ensayo de Los cuentos de la peste. Foto Daniel Mordzinski
De pecados se habló mucho en el escenario del Español. Un espacio trastocado y transmutado para la ceremonia de hacer brotar metáforas de acechos y acorralamientos propicios para dar pie a las más insospechadas explosiones de creatividad. La peste que asoló Florencia en 1348 para abrir paso al desenfreno, bien pudiera compararse con otras más actuales en forma de recetas de austeridad: “Puede que sea lo que está pasando y vemos todos días en los periódicos. Estos no dejan tinta, sino que nos impregnan con sangre”, comentaba Ollé. Lo hacía antes de presentarnos a don Mario en escena: “No solo actor, sino tejedor, inventor y ahora, ejecutor de la palabra”. El teatro nos recibía dado la vuelta. Desde la entrada, a pleno foco con vatio de estreno de
cine y alfombra roja para autoridades o colegas literarios como el chileno Jorge Edwards, que nos confesó haber escrito hace años una obra sobre lo que para él representa otra epidemia: “La calvicie”. Desfilaron previamente por la plaza de Santa Ana chafarderillos y críticos, estrellas de otros tiempos y un Juan Carlos Pérez de la Fuente, director del Español, como un flan, que daba efusiva bienvenida a la alcaldesa Ana Botella, más sonriente si cabe después de haber anunciado su mutis por el foro en política. También asistió un José Ignacio Wert muy motivao. El ministro que hace meses enmudeció —quizás por haberlo soltado ya todo para la legislatura—, debió cogerle gusto a la metamorfosis del espacio. Cuál fue la sorpresa de Ollé cuando ante nuestros asombrados ojos y oídos, se dio
el siguiente diálogo: —¡Mucha mierda! En català també es diu molta merda? ¡Wert! ¿Era aquel Wert, con el que comenta esto como testigo, el mismo que soltó aquello de que había que españolizar Cataluña, desatándose en pleno centro de Madrid en la lengua de Pujol, perdón, de Salvador Espriu? Debió darse cuenta pronto. Así que reculó y echó mano después del gracejo andaluz en una turné de acentos que bien le valiera el sueldo a un ventrílocuo. —Dos horas y cuarto, ¿no? — preguntó el ministro. —No, solo dos horas —aclaró el director. —Sí, pero como dicen en Sevilla, todo de corrío. Y esto, ¿ha costado mucho? La inevitable alusión al despilfarro no se hizo esperar.
—Poca cosa —soltaba Ollé, sin ánimo de escandalizar. —No, si me refiero al tiempo —tranquilizaba el ministro. —Eso sí, un poco. El Teatro Español, a Wert, ni le va ni le viene. Es gasto municipal. —Pues eso, eh, molta merda!. Merda cayó poca. Como bien explicó Ollé al ministro, el dicho viene de las plastas que dejaban los carruajes de los pudientes a las entradas de los teatros. Si olía mucho es que se había acudido en masa. Al final, hubo flores, bravos y algún pitido que se coló a codazos entre los aplausos. Pero quedó el homenaje al teatro que el Nobel lanzó en código decamerónico con Aitana y Ollé como aliados tras 10 años de colaboración y cuatro espectáculos: “Seguiremos haciendo este ménage à trois”, aseguró don Mario. Puro vicio.
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Jaime Gil de Biedma, canción de aniversario MARCOS ORDÓÑEZ
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25 años ya? Sí, esa es la cifra: 8 de enero de 1990. Voy más atrás, porque para mí la historia comienza antes. En 1975 cae en mis manos la primera edición de Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma. La portada en dominante granate, el tacto casi aterciopelado en mi recuerdo, la liviandad. Un libro breve, y sin embargo ahí estaba todo lo que mi adolescencia necesitaba. Subo a un autobús con la mirada hundida en sus páginas. Comienzo a leer y se difumina todo lo que hay alrededor, la lluvia emborronando el paisaje gris, anochece. Relumbra aquella alegría de vivir, aquella especial disposición del espíritu para olfatear la vida en un olor a cocina y cuero de zapatos; aquel don para atrapar al vuelo la visión de una cría bajo la tormenta, alzando unos zapatos rojos, “flamantes como un pájaro exótico” en una esquina del año malo; aquella fabulosa resolución de ser feliz “por encima de todo / contra todo / y contra mí de nuevo”, pese al dolor del corazón. Alzo la vista, el autobús está vacío; embebido en la lectura me he pasado mi parada y todas y estoy, literalmente, en las afueras, pero ahora tengo un guía. Hacía tiempo que no me pasaba con un libro lo que acababa de pasarme con Las personas del verbo. Hacía mucho tiempo que no me encontraba con una voz semejante. Como escribió su cofrade Gabriel Ferrater hablando de Josep Carner: “Palabras que duran mientras varían los días y se nos mudan los sentidos, ofrecidas para que las entendamos de nuevo: como una patria”. Segundo encuentro: 1980. Visito al poeta en su lujoso apartamento de la calle Pérez Cabrero, entre el Turó Park y la iglesia circular de San Gregorio Taumaturgo. Hubiera preferido que me recibiera en el sótano negro, “más negro que su reputación”, en el 518-520 de la calle Muntaner, pero esa isla está cubierta por el mar de los sesenta. Voy a hacerle una entrevista para la revista Diagonal. El poeta acaba de publicar El pie de la letra, una recopilación de sus ensayos:
Jaime Gil de Biedma, fotografiado por Colita en 1969.
brillantísimos, sensatos, esencialmente divertidos, corteses. En medio ha habido otro libro, de 1974 y que leí más tarde, Diario del artista seriamente enfermo, en Palabra Menor (Lumen), que me dejó verde de envidia. Jaime Gil tenía veintiséis años cuando lo escribió, y me parecía increíble que alguien tan joven pudiera ser tan inteligente y tan culto. Me desesperé, porque me faltaban pocos años para tener su edad de entonces. Muy poco tiempo, calculé, para llegar a pensar y escribir cosas parecidas. Lo fundamental de aquella tarde es que entré a las cuatro y salí a las ocho. La generosidad de aquellas horas. Y, creí percibir, una sensación de soledad, de no querer estar solo, de temer la llegada de la noche, de querer seguir hablando, conmigo o con cualquier otro. Le pregunté mucho y me contó mucho, con precisión, como si dictara, con una fascinante gracia expresiva. No recuerdo los asuntos de la conversación pero sí su vue-
lo y su tono. Y, sobre todo, que fue una conversación, no una entrevista. Le regaló una conversación a aquel jovenzuelo enmudecido, le trató como si fuera un amigo, alguien de su edad. Conversaba “artísticamente”, cierto, con “intenciones estéticas, creando efectos, por divertirme y divertir a los demás”. Eso es lo que permanece, eso es lo que importó y sigue importando. No le dije lo mucho que había supuesto para nosotros, para mí y para los de mi generación, su poesía y su manera de sentir y de vivir. Hoy se lo diría; entonces me daba mucho apuro. Si no recuerdo mal, aquella conversación nunca llegó a publicarse. Yo no la recuerdo publicada. Probablemente sería larguísima. No he vuelto a releerla porque la perdí. 1990: la noche de su muerte. Estábamos jugando al póquer cuando sonó el teléfono con la noticia. Recuerdo a mucha gente en casa. Habíamos ido a ver una función y luego vinieron todos a
escuchar discos, a jugar y a tomar unas copas. Recuerdo que estaba Sagarra, que estaba Ollé, que estaba Anguera. Sagarra me dijo al llegar: está muy mal. No sé si fue él o Marsé quien me contó luego los últimos días, quizás un año, en la casa de los Marsé, en Calafell. Jaime Gil ya andaba con la cabeza perdida por la medicación, pero a veces había repentinas ráfagas de recuerdo. Como aquel día de primavera. Joaquina, la mujer de Marsé, estaba preparando la comida, con la radio puesta. Comenzó a sonar una canción de la Piquer. Ojos verdes, diría. Y Jaime Gil, en el jardín, alzó la cabeza, alzó el dedo, atrapó o creyó atrapar el relámpago, su dedo, imagino, como un pararrayos. Así me viene a la memoria. Joaquina llorando, y a mí se me saltaban las lágrimas imaginando la escena, la canción como el heraldo de una vida anterior, la imagen del noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Qué atroz profecía.
Yo estaba en ABC en aquella época. Diría que llamaron hacia medianoche. Abandoné la partida (siempre se me ha dado fatal el póquer) y me planté en el periódico para escribir sobre Jaime Gil. Estaba triste y al mismo tiempo me gustaba el encargo, cruzar la ciudad para hablar del poeta recién fallecido. Y me ilusionaba que me hubieran llamado, que me lo hubieran encargado a mí. En el taxi pensaba en la primera vez que le vi, con abrigo y sombrero, un anochecer de invierno, saliendo de la Compañía de Tabacos de Filipinas. Estaba parado en las Ramblas, mirando hacia el rey mago que parecía tiritar en la hornacina de los almacenes Sepu. Creo que en el Retrato del artista hay una entrada en la que se pregunta a qué se dedicaría aquel hombre pequeño y helado el resto del año. Otro encuentro en las Ramblas. Encuentro desde la más respetuosa distancia: entonces no le conocía, no me hubiera atrevido a abordarle. Parado también frente a un quiosco, desplegando Le Monde Diplomatique. Parecía radiante aquel día y yo pensé en Frederic de Lloberola, el protagonista de Vida privada, aquel hombre “de edad indefinida, con el estómago lleno de whisky y el corazón lleno de rosas rojas”. Más imágenes: la foto con los perros, los cachorritos que trepan por su cuerpo, tendido en una hamaca en el jardín, en La Nava de la Asunción. Un rostro de absoluta felicidad. Eso fue, debió ser, en el último verano de su juventud, como escribió. Y el recuerdo de aquella periodista que cometió la indelicadeza de preguntarle, cuando ya estaba muy enfermo, acerca de la muerte. La respuesta sabia, educada, ya casi desde el otro lado: “No haga preguntas ociosas. Consúltese a sí misma y tendrá las respuestas”. Todo eso volvía en aquel taxi. Escribí el artículo de un tirón, sin levantar la cabeza del teclado, como cuando leí por primera vez Las personas del verbo: un torpe intento de devolución. Escuché una voz que decía: “Venga, que hay que ir cerrando”. Luego volví a casa. Seguía la partida. Llevaba en la mano la doble página, recién montada, todavía caliente, una prueba impresa para mí. Y para ellos. Volví a sentirme triste y contento. Como ahora.
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POEMAS DE AURA BANKS Flor
La última dosis
Suspiro
Manuel
La caída de Churum Merú Brota de mis ojos La cuenta regresiva Trae angustia en mi corazón Y paciencia en mis pensamientos Lo veo y ha crecido tanto Es todo un caballero Maduro, hermoso, humano Me despertó con un beso y se cobijó entre mis brazos Luego de un rato me preguntó: ¿también tienes hambre? Y le dije sí, yo me encargo Paciente silencio Ya casi tres años De tan temible ciclo circadiano Que en una madrugada se detuvo A terminar con mi ocaso Comenzamos con diez por dos años Y los últimos diez meses con una menos cada tanto Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno Hoy se da la última dosis y le pido a Dios Por lo más sagrado Que tu sonrisa y alegría se perpetúen en el tiempo Y como el sol nada ni nadie puedan apagarlo.
Sigo del otro lado del teléfono Un repique constante Anunciando la espera Suspiro, cierro los ojos No obtengo respuesta Aguardo con una paciencia inquieta Del otro lado todavía sin respuestas Siento ganas del llanto dejar aflorar Y suspiro por tanta espera Camino, siento mis pies gélidos Paralizados Como si no me moviera Trayectoria circular Es larga la espera Sólo han pasado minutos inquietos Pausa de repiques Segundos de respuesta Todo está bien, Se ha completado la rueda, La vida continúa Suspiro, que nada ni nadie nos detenga
Gran amigo Que cruzaste el Océano Atlántico Sin padre y sin madre Sin conocidos Cargando siempre contigo La esperanza de lo no prometido Luchador incansable Tempranero sin abrigo Frutas dulces Trato amable Ojos claros El llano apureño Fue tu último destino Cabalgando en un caballo blanco Te convertiste en testigo De Dios Y todos sus ángeles De la sabana infinita Y del río de acuarelas Que regó las flores Del último nido
Flor de cacao Flor de tierra Flor de aromas dulces Flor de costurera Flor que haces la vida suave En tu jardín de guerra Que cultivada en cemento Diste lo mejor de tu esencia Flor que un día te fuiste Y te convertiste en estrella Para observar desde el universo Cómo florecen tus huellas En ese jardín de cemento Donde una vez tú fuiste la primera Flor de cacao Flor de tierra Flor de aromas dulces Flor de costurera Flor que diste pasos Y dejaste tu huella A un amigo Vi tus hermosos luceros en un cielo de mañana Entre la multitud y la inquieta calma Hace veintidós años aproximadamente Me sorprendieron con su luz Luceros que una tarde me siguieron en mi camino Iluminando con inocencia un futuro, un destino Que me daría un gran obsequio Interminable, trascendente y vigente por siempre Enseñándome que ningún lugar está lejos Si se tiene ilusiones y nos atrevemos A cruzar el puente hacia el infinito Que los libros son como los amigos Están allí siempre aunque no los vemos Que al extender la mano nos sujetan fuerte Y nos dan su mejor consejo… si es necesario