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Crónicas del Olvido
QUÉ HABRÁ SIDO DE HERBERT MARCUSE ALBERTO HERNÁNDEZ
1.-
Todo lo que ocurre en este libro es cierto. Todo lo que pasa por las páginas de estos cuentos de Jacobo Penzo ha ocurrido. Nada forma parte de la ficción. Es más, la realidad, la que nos consume, ha sido convertido en metaficción, en una realidad que nos dobla en realidad, en la que a diario vivimos y alguno de sus lectores habrá sufrido. De modo que hemos leído un libro que nos recoge como víctimas y hasta como victimarios. Hemos sido maltratados y hemos maltratado. Hemos sido asesinados y hemos asesinado. Todo lo que ocurre en Qué habrá sido de Herbert Marcuse (Editorial Eclepsidra, Colección El Falso Cuaderno, Caracas 21014) nos revela, como lectores, que hemos sido también cómplices de las diferentes anécdotas que hemos seguido página tras página. Jacobo Penzo es un hombre del cine, pero también sabemos que forma parte del mundo de la plástica. Este conocimiento le ha permitido escribir un libro como si fuese una película. Cuenta con claridad. Describe como si trazara las líneas de un rostro, como si fijara un paisaje. Pero lo hace con el cine en los ojos. Es un libro en permanente tensión cinética. Es un libro violento, agresivo, duro. Es decir, las historias de este libro descubren lo que somos como seres humanos: capaces de matar, de asesinar, de ser crueles y hasta de tantear en la muerte como si se tratara de un experimento. Y es un libro en el que Penzo demuestra maestría al escribir. Es un compendio de tragedias o situaciones bien elaboradas: escritas para leerlas sin despegarse de los más pequeños detalles. 2.¿Qué hace Herbert Marcuse en el título de este libro de cuentos de Jacobo Penzo? Sugerente, obliga al lector a regresar a quien hizo de
los estudios del marxismo y otras corrientes del pensamiento bases para una sociología. Autor que planteaba la utilización de la razón para liberar al hombre a través de la técnica. Es decir, planteaba una crítica al sistema tecnológico opresivo. Pensamiento viajero, podríamos calificar el de Marcuse, siempre montado en las ancas del marxismo, con Hegel, Max Horkheimer, entre otros. Se podría añadir que El hombre unidimensional arrastró todas las teorías revisadas por él hasta ahondar en la llamada “teoría crítica”, que desemboca en un estudio del consumismo y la materialización de la cultura. Marcuse habla de la cosificación de la conciencia, del individualismo
como práctica social. Teoriza acerca de una sociedad delirante, paranoica, derrotada por la alienación. Sin querer ahondar más en este tema, Jacobo Penzo invoca a Marcuse como un referente o como un juego para hacernos, como lectores, entrar en una realidad ficcionalizada, aquejada por el caos, la violencia tanto callejera como doméstica. Es un mundo que nos atañe, que nos ha cercado y que ha empujado a los escritores a asomar el verdadero mapa social de un país. No pretendo con estas afirmaciones decir que el autor quiso hacer sociología con su trabajo, pero sí decirnos en qué universo nos movemos: contarnos lo que a diario vemos, sufrimos y hasta obviamos.
3.El relato que le da el título al libro es un diálogo entre dos voces del pasado. Inicialmente hablan los personajes de El hombre unidimensional y de Eros y revolución, pero después se explayan con otros autores de la izquierda mundial. Recuerdan sus días de militancia, las protestas de la universidad, la guerra de Vietnam. Es decir, un par de los años sesenta y setenta que repasa sus fracasos a través de una burla que roza las ilusiones de otros días mientras menciona canciones gringas en los predios de la Tierra de Nadie de la UCV, espacio para drogarse y recordar que “Pensábamos que seríamos eternos”. El autor engaña al lector con un final en el que dos intelectuales parecen
conversar en una gran oficina o en un bar, pero no, se trata de un par de fracasados dedicados a fumar marihuana y a recordar para no terminar de morirse. Es decir, Marcuse ya no está, Marx ya no está, la URSS ya no está…sólo quedan el rock, el blackberry y un cacho de marihuana para revisar una historia decadente. Una historia del fracaso. Con este libro de cuentos Jacobo Penzo ha comenzado con buen pie. Una escritura impecable, limpia, despojada de laberintos verbales. Cada relato mueve a pensar que no estamos lejos de verle la cara a quien nos podría dar un tiro, una puñalada o una bofetada. El miedo también tiene su costado ideológico.
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Pez abisal (DOS COMENTARIOS SOBRE LA POESÍA DE KEVORK TOPALIAN) NÉSTOR MENDOZA.
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La majestad del invierno. El paisaje que ha escogido es un entorno escasamente explotado. Su procedencia es atípica. Un antecedente podría hallarse en los territorios remotos que sirven de escenografía a la obra de José Antonio Ramos Sucre, quien acuñó el frío septentrional en nuestra tradición. Kevork Topalian elige los bosques de abedules (“bosque umbroso”); se inclina por las corrientes gélidas de alguna ciudad rusa y prefiere posponer el viento caluroso del Caribe. Desarticula la dualidad campo-ciudad o urbanismo-ruralismo y propone un tercer contexto. En sus poemas hay cabañas y manteles extranjeros, escenas que revelan la apariencia invernal de los habitantes. A cada momento, la voz nos repite su origen sometido por la estación de los abrigos: “Pero esta delgada lluvia hiela el día de hoy/garúa insistentemente sobre la conciencia/ en el sur, el cielo ceñido de nubes grises”. Quienes recorren este libro van hacia “Praderas nórdicas”, y su sensibilidad es “amor reflejado y frío”. Especial atención merece Lámpara de oscuridad (2008), su primer libro. El título deriva de un verso del argentino Roberto Juarroz: oxímoron a fin de cuentas, ejerce un oficio contrario a su procedencia originaria. Imaginemos que la ropa no nos cubre, sino que nos hace sentir completamente desnudos. O que la comida nos produce hambre y la ingesta de arsénico se convierte en el electroshock que revitaliza. T.S. Eliot opinaba que un poema extenso se sostiene de algunos pasajes prosaicos, necesarios e incluso obligatorios. Kevork procura que estos pasajes sean ligeramente perceptibles, de manera que los versos tienen la presencia de un estancia limpia, sin objetos desparramados o adornos innecesarios y mal ubicados. Predomina la fluidez de las descripciones. Su escritura se mueve sin rudeza y con elegancia. Se nota lo que planteó Edgar Allan Poe: la extensión no es una cualidad per se, es un recurso más; el poeta norteamericano se adelanta y reafirma que un poema extenso
debe ser leído como una suma de poemas más breves —suma de “intensidades”—, con sus respectivos períodos de descanso. El uso premeditado de los recursos métricos refuerza este mérito: el encabalgamiento oportuno es un evidente ejemplo, especialmente tratado en Un texto en ruinas —el cual pude leer, aún inédito, hace tres años—. Este libro vio luz recientemente en formato digital Scribd. También hay una tercera obra en ese formato, La irrupción, que completa una tríada. Estos volúmenes han transitado con escaso respaldo crítico; aun así, Kevork ofrece tres libros íntegros en soporte digital. Incluye a manera de prólogo una breve nota, casi una poética, que ubica al lector y lo encamina en su propuesta estética. En Lámpara de oscuridad se nota un tratamiento lejano y contemplativo hacia los objetos: “Allí, sola, una mujer; / los codos apoyados en la mesa. / Al llevarse a la boca un pan,/ migas desprendidas/ crepitan al caer/ sobre ese antes prístino, / blanco mantel”. En lo temático, existe unidad; en lo formal, el poeta se mueve entre la modernidad anglosajona y la herencia castellana. No
existe un banquete experimental. Los poemas delimitan sus ecos. Son apariciones que se mueven entre espejos, herencia y un linaje que se nos presenta como una imagen en claroscuro. Los objetos, palpitantes y observadores, también interactúan: los naipes desplegados en la mesa son testigos, interrogan y ocupan un lugar activo y no meramente accesorio. La lámpara de Kevork ausculta los temores de quienes se aprovechan de su emanación. La luz y la oscuridad se unifican para irradiar el enigma. La materia prima de Lámpara de oscuridad son los recuerdos, “exhumados murmullos sin fecha”. Pueden tomar la visible forma de un álbum familiar o la súbita ráfaga que entra por la ventana, instalándose en el mobiliario y en los huesos. II
Desmontaje de la ciudad. En ocasiones, el bagaje de un poeta podría entorpecer el discurso y hacer que trastabille a cada momento. La contorsión culta que solo intenta ser la demostración de un conocimiento no digerido, la enseñanza de tópicos que al lector no le intere-
sa conocer. El poema, entonces, se transforma en un paquidermo fatigado, de muy pobre movilidad. En la poesía de Kevork se notan las voces de la influencia literaria, es cierto, pero matizadas y filtradas por la paciencia y el cuidado de un ebanista. Kevork ha expresado pública e íntimamente su inclinación por el pensamiento de Nietzsche. Es notoria la lectura que hace del autor alemán y evidente el andamio filosófico que la sostiene. Sin embargo, quien habla es el poeta, pleno y seguro de sus roles. Debajo del puente (“demasiado leve para el alma enferma”), la razón se desplaza al mismo ritmo que la inmundicia. El agua turbia y las ideas son parte del paisaje. En el puente de Kevork, como en el gran puente de Lezama Lima, transita una comparsa. La extensión es demasiado amplia para el límite de los sentidos; es el puente Danyang–Kunshan, pero no está hecho con metales, concreto y gruesísimas guayas. Está hecho con imágenes. Allí todo se desplaza y circunda lo improbable: la distorsión de lo figurativo. Todo lo que es aprehensible con la limitada capacidad de nuestra visión; todas las asociaciones, variadas y atractivas. Dice Lezama Lima: tres millones de hormigas herniadas trasladan un tiburón de plata. No importa si esto es posible o no, lo importante es la contundencia de la imagen, que puebla nuevamente lo deshabitado. Kevork destruye para renombrar. Destruye con la mejor arma que posee: el lenguaje; por este motivo, “La estructura claudica su discurso”. El lenguaje, convertido en instrumento, es el arma, el martillo, el taladro o la enorme esfera de acero con que destruyen las construcciones antiguas. Un texto en ruinas es el desmontaje discursivo de la ciudad: el jugueteo textual como respuesta a la descomposición de la ciudad. Aquí se cumple una vieja premisa: el ejercicio de renombrar y fundar de nuevo: “Imagen que por fuerza dará paso/ a una dislocación de la metáfora, / su necesaria profanación, la fisura/ por donde finalmente irrumpe el destino”. La belleza es el desplazamiento del ave que sobrevuela la ciudad. Quien oye su canto desde abajo, asocia su vuelo con el presagio. No es la vulgar paloma de plumas negras y
grises que husmea en las plazas públicas, cualquier tarde, no importa cuál; que deja caer sus desechos en la frente amarillenta de los próceres. Parece ser, en cambio, otra ascendencia, una iluminación repentina. Se escucha el cántico, otra vez, pero sus alas son invisibles para el torpe ojo del hombre. Creemos que es un ave pero solo es un bulto que está allá arriba, encima, en el techo de nuestra ignorancia. El hombre busca la geometría concreta del animal, no la belleza del desplazamiento. Busca la textura exacta de las plumas, los piojos —solo entomología—, el latir sostenido del pecho, el funcionamiento intestinal. El hombre quiere el ave degollada en una plancha y así analizar su anatomía. Por eso no ve, o lo que es peor, está convencido de su visión aunque esté ciego. Es la terquedad, no la mirada humilde. Sin embargo, estas líneas de Kevork nos reconcilia con los pobladores de las alturas: En vano intentas seguir con la mirada el rumbo de su saludo natural que se bifurca y se pierde, remoto, en una contradicción de claridades. ¿Qué contundencia nos arroja a la cara Un texto en ruinas? Si algo está desvencijado, inservible, es mejor destruirlo totalmente. Quemar los fragmentos, los retazos y la impostura. Empezar de cero es más conveniente: implosionar el edificio antes de que se desplome bajo su propio peso de olvido y desidia. Cada rincón debe ser dinamitado: los escombros, si acaso perduran, podrían utilizarse para levantar otra edificación (realidad que solo encuentra justificación en el poema). En este libro se nos reitera cierta autosuficiencia. La autonomía de un lugar que redacta leyes propias, autónomas, y las ejecuta según sus necesidades. Dejando a un lado la justificación filosófica, se ve (veo) la grasa corporal que se bambolea cuando alguien corre o escapa; se ve el cuerpo sudado y la ropa ajustada y mojada. Veo la humanidad, la sangre y el idioma que los traduce. Allí aparece Kevork, pez abisal. Vemos el pez oceánico —la mínima luz de la antena—; de pronto, ya no está.
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El espía que surgió del calor ÁNGEL S. HARGUINDEY
Si alguien pudiera arrogarse ser el símbolo del exilio físico e intelectual cubano ese es, sin duda, Guillermo Cabrera Infante, el primer “gusano” de fama internacional y, probablemente, el mayor resistente de los ataques del Régimen castrista y de la intelligentsia europea y latinoamericana, un selecto grupo de triunfadores que no supieron, o no quisieron, ver más allá de su autosatisfecho ego. La biografía de nuestro personaje es ya muy conocida: hijo de los fundadores del Partido Comunista de Gibara, periodista en las postrimerías del Régimen de Batista, colaborador entusiasta de la Revolución, espléndido novelista crítico de cine y reportero, todo ello trastocado por la defensa de un ingenuo cortometraje, P. M., codirigido por Orlando Jiménez Leal y su hermano, Alberto Sabá Cabrera Infante, de los desmesurados ataques, y prohibición, del Gobierno de Castro. Así comenzó el fin de su fe revolucionaria. Trasladado forzosamente a la
Embaja de Cuba en Bélgica como agregado cultural (siempre apostillaba que “el primer secretario era el que abría la puerta”), comenzó un largo, y con frecuencia cruel, peregrinaje: Bruselas, Barcelona, Madrid... y tras serle negado el asilo en España (contradicciones del franquismo con
un Fraga Iribarne recibido amistosamente por Fidel), recaló en Londres, donde pudo desarrollar su extensa y magnífica obra literaria y su no menos extensa y lúcida obra periodística, además de unos guiones cinematográficos, con total libertad y sin que remitieran los ataques del ré-
gimen cubano y, decrecientemente, los de esa intelligentsia que comenzaba a caerse de un guindo. Y en la vida y en la obra de Guillermo Cabrera hay una figura esencial: su mujer Miriam Gómez, apoyo permanente del escritor, que dejó una brillante carrera de actriz en su Cuba natal por acompañar en su largo y doloroso viaje hacia la dignidad al autor de Tres tristes tigres. Cabrera Infante sobrevivió al desprecio de la mayor parte de sus coetáneos del boom latinoamericano, a la persecución intelectual, y en ocasiones física, del castrismo, sobrevivió incluso al lamentable comportamiento de Mario Lacruz cuando accedió a la dirección de Seix Barral, con su obra más premiada y vendida, los ya citados tigres tristes, enterrándola en un cajón durante años como venganza por unas declaraciones de su autor en las que criticaba el gusto literario del editor y, como no podía ser de otra manera, sobrevivió al tardío y paulatino reconocimiento de quienes le habían tratado como un apestado literario y social que, desencantados de la otrora encantadora Revolución cubana, tuvieron a
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bien correr un tupido velo sobre sus años dogmáticos. Hablar de Guillermo Cabrera Infante es hablar de alguien con un enorme sentido del humor, con unos extraordinarios conocimientos cinematográficos y musicales, un personaje que nunca abandonó su añorada Cuba desde el pequeño piso de Gloucester Road y su vegetación sorprendentemente antillana, un gran amigo de sus amigos, desde Manolo Blahnik o Terenci Moix, a Néstor Almendros, Javier Marías, Fernando Savater o Vicente Molina Foix, todos ellos más jóvenes y menos deslumbrados por una revolución que hacía tiempo se había convertido en una burocracia cruel trufada de redentorismo barato. Pero hablar de Guillermo Cabrera es, inevitablemente, hablar de Miriam Gómez, la mujer que realizó uno de los mayores ejemplos de amor al editar a su muerte un gran libro-reportaje, Mapa dibujado por un espía, en el que el autor no solo describe con maestría sus últimos meses en La Habana sino que relata con gran talento una intensa infidelidad.
HEBERTO PA DILLA
Disidente despistado JORGE EDWARDS
Durante su tiempo de funcionario cubano en Moscú, a mediados de los 60, Heberto Padilla (1932-2000) se hizo amigo de Eugenio Evtuchenko, se interesó en los disidentes soviéticos y soñó con encabezar una disidencia cubana. Creyó que podía ocupar ese lugar sin demasiado riesgo, protegido por su prestigio de poeta traducido a lenguas extranjeras, pero no comprendió la magnitud de la crisis interna de Cuba en los días de su regreso, la del viraje prosoviético de la revolución y la del fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar. La URSS había iniciado un camino irreversible de regreso, que desembocaría en la perestroika, pero el castrismo seguía el camino inverso: se alineaba con el campo socialista, aplaudía la invasión de Checoslovaquia por los rusos, endurecía la vigilancia interna en todos los terrenos. Los comienzos habían sido los de la espontaneidad y las vanguar-
dias estéticas, los de Lunes de Revolución y la revista Pensamiento crítico. Pero había que escuchar el lenguaje oficial con atención, sin
ilusiones. Dentro de la revolución, todo, había declarado Fidel Castro: Fuera de la revolución, nada. Heberto publicó los poemas de
Fuera de juego, cuyo título era una evidente provocación, obtuvo un premio de doble filo, gracias a los votos extranjeros del jurado, y su
condena fue cuidadosamente preparada con efecto retardado. Después creyó que mi llegada a La Habana como representante diplomático del gobierno de Salvador Allende, con la misión breve de reabrir la embajada de Chile, podría ayudarlo, y sucedió exactamente lo contrario. Heberto me dijo demasiadas cosas, con información detallada, con humor negro, con exclamaciones provocativas, y eso sirvió para reforzar las acusaciones en contra suya. Me visitó un viernes en la tarde, en vísperas de mi salida de Cuba, en compañía de Saverio Tutino, corresponsal de L’Unitá de Roma, y de Norberto Fuentes, que ya hacía méritos discretos, más bien solapados, para que lo expulsaran de la isla. Heberto fue detenido esa misma noche, al regresar a su departamento, junto con su mujer, la poeta Belkis Cuza. El título suyo había sido un anuncio. El mío, Persona non grata, no fue una declaración formal, como pensaron algunos, sino una comprobación desencantada y una metáfora.
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Samuel Beckett sigue en pie MARCOS ORDÓÑEZ
Mi admiración por Samuel Beckett, de cuya muerte se cumplen hoy 25 años, crece a cada nueva zambullida en su mundo. Vuelvo a leerle y pienso en un gran pájaro, con alas de albatros y pico de quebrantahuesos, sobrevolando todos los tópicos vertidos sobre su obra. ¿Beckett, nihilista? Se ha dicho demasiadas veces y sigo sin creerlo. Pienso más bien en un Beckett realista, un Beckett combativo, un Beckett optimista. Siempre me llamó la atención una frase suya, escrita durante la Ocupación: “Prefiero vivir en una Francia en lucha que en la Irlanda neutral”. Beckett combativo: pocos saben que militó en la Resistencia, por cuyas acciones (a las que quitaba importancia, calificándolas de “cosas de boy scout”) obtuvo la Cruz de Guerra. El gran misántropo era también, al decir de quienes le conocieron, un hombre “infinitamente amable y bondadoso”. Harold Pinter contaba, conmovido, una historia que vivió con él a comienzos de los años sesenta: en su casa, la noche de su primer encuentro, Beckett se levantó y recorrió varias farmacias de París a las cinco de la mañana hasta conseguir algo de bicarbonato con el que paliar la feroz indigestión de su invitado. En Primer amor, un relato escrito en 1946, cuyo despojamiento formal y humor negrísimo anticipan la trilogía de Molloy, Malone muere y El innombrable, podrían rastrearse, quizás, las profundas cicatrices de un hombre anterior: el joven Beckett (Dublín, 1906-París, 1989) que se considera “muerto y sin sentimientos” tras su ruptura con Lucia Joyce, y que pasa dos años de tratamiento en la clínica Tavistock a raíz de la muerte de su padre. Beckett realista: “Las mujeres dan a luz a caballo de una tumba, el día resplandece un instante y en seguida vuelve la noche”, dice Pozzo. Beckett optimista: “Winnie no se suicida y puede hacerlo”, decía Giorgio Strehler cuando dirigió Días felices. “En el primer
acto tiene una pistola en la mano, pero nadie se ha suicidado nunca en una obra de Beckett”. Winnie, hermana de Molly Bloom, rebosa humor, humor pragmático como una forma de resistencia. Suena el timbre, y esa mujer enterrada hasta el cuello abre los ojos como una actriz a la que vuelven a llamar a escena: “Canta, Winnie”, se dice, “canta tu canción”. Esperando a Godot hace pensar en un
grupo de cómicos obligados a representar una obra, sin saber por qué, en un viejo teatro abandonado. Fin de partida evoca las figuras de dos reyes que han quedado solos, en el centro del tablero, y optan por seguir realizando pequeños movimientos. En la nada más absoluta siempre queda algo, “algo que sigue abriéndose camino hacia alguna parte”, llámese carcoma, palabra
o narración. Hay en sus protagonistas, escribí, una tendencia natural hacia la narración, hacia el humor verbal y fantasioso, y sobre todo hacia la impavidez estoica de quien conoce las verdades de la vida y su alternancia de horror y belleza. Pese a todo, parece decirnos Beckett, siempre puede surgir un inesperado rebrote en el árbol seco: debemos seguir moviéndonos aunque no vayamos
a ninguna parte, debemos seguir jugando aunque todos hayan mostrado ya sus cartas. De gesto en gesto, de palabra en palabra, los protagonistas de su obra trazan un nombre secreto en la arena: salvación, aquí y ahora. No veo absurdo en Beckett. Nos habla de necesidades esenciales: comer, dormir, buscar compañía, buscar la manera de pasar la noche. En la segunda parte de Esperando a Godot todo recomienza para peor, como un infierno circular: Pozzo se ha quedado ciego, Lucky se ha vuelto mudo. Vladimir dice: “Tenemos tiempo para envejecer. “El aire está lleno de nuestros gritos, pero el hábito es un gran calmante”. También se ha dicho que hay mucha soledad en su teatro, pero lo cierto es que abundan las parejas. En Esperando a Godot tenemos a Vladimir y Estragon, a Pozzo y a Luzky (y a Vladimir y Estragon jugando a ser Pozzo y Lucky). En Fin de partida están Hamm y Clov, y Nagg y Nell. En Días felices, Winnie y Willie. Willie, su esposo, apenas habla, pero a Winnie le basta con saber que está ahí, que sigue vivo. Incluso Krapp, que está solo, escucha a su yo antiguo, grabado en La última cinta. “Llegará un día”, dice Winnie, “en el que tendré que aprender a hablar sola”. Premonitorias palabras, porque en sus últimos años Beckett escribe monólogos cada vez más breves, más despojados y más amargos (Not I, That Time, A piece of monologue, Rockaby) siempre girando en torno a los mismos temas: soledad, vacío, locura, pérdida, muerte, memoria rota, peso del pasado. Voces solitarias y flotantes, que caen en el vacío como un fluido oscuro. Es un Beckett que ya ha recibido el Nobel (cuyo dinero rechazó), al que todos consideran un clásico incontestable, pero que sigue escribiendo, “moviéndose en alguna dirección” como cualquiera de sus personajes, para no quedarse quieto, inmóvil en el pedestal; un Beckett que prefiere, como dice después de haber terminado Not I, “work standing still prior to lying down”, seguir en pie, trabajando, en vez de tenderse, de dejarse abatir.