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Crónicas del Olvido
CONTIGO EN LA DISTANCIA
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ALBERTO HERNÁNDEZ 1.-
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eo por la ventanilla…”, reiteración que Elmer nos obliga a cumplir en su condición de narrador protagonista, testigo y hasta omnisciente, pero también personaje que se desdobla en cada uno de los que a su lado se sientan a reconocerlo. Eduardo Liendo, desde su visión de niño, nos ha metido en un autobús, en el Circunvalación N° 13, y nos ha hecho pasar por todas las estaciones y calles que los ojos de la muerte son capaces de ver. Otro lector diría que los ojos de la vida, pero me atengo a lo que ha dicho Liendo cuando habla –fuera de la novela- de la edad, de su edad, y nos hace leer dos epígrafes que nos hunden más en la butaca de un bus en el que viajamos sin término geográfico. Nos deja el trozo de una Carta a Felice, firmada por Franz Kafka en Praga el 15 de enero de 1913, en la que dice: “Al fin y al cabo no puede existir un lugar más bonito para morir, más digno de la desesperación total, que la novela escrita por uno mismo”, y otro, por el poeta cubano Virgilio Piñera: “Cada uno tiene su manera de seguir viviendo después de muerto”, pedazo de ahogo poético tomado de “Pequeñas maniobras”. Desde esos dos instantes iniciamos nuestra muerte a través de una ilusión, suerte de engaño porque quien abre la primera página y lee varias de sus líneas, llega a pensar que se trata de una aventura en la que un niño se reconoce en su ciudad, pero no es así: Liendo nos ha tendido una emboscada y nos lleva a un paseo interminable. El autor conduce, gracias a los retrecheros oficios de un chofer y a la extraña amabilidad de un colector con nombre de filósofo, a Elmer y a los lectores, por un camino urbano del que no hay regreso. Y llega a
definir la situación en la que, como agónicos lectores, sentimos: “El final es la vida sin uno” (P. 50). Entonces estamos muertos, pero unos muertos que vivimos la vida a través de una película que nos pasa frente a los ojos desde la ventanilla de un autobús que recorre una ciudad vital, llena de barrios, en la que los personajes difuntos se ven vivos en las aceras, en los distintos espacios donde han estado. Elmer es el relator de estas vidas, de cada una de esas vidas, a través de la de él. Es decir, es un narrador/ narratario que se narra desde un tiempo ya ido. Y quien lee se siente narrado y obligado a viajar porque ese es su destino: “Pasa y siéntate, que aquí el que entra ya no se baja nunca más hasta llegar al fin del final” (p. 31), dice Sócrates, el colector, quien nos hace entender que ya no estamos en el mundo de los vivos. 2.El eslogan que Sócrates Pérez vocea cuando admite que el personaje se resiente de la “muerte” es “Da por vivido todo lo soñado”, de allí que por la butaca de Elmer
hayan pasado personajes que nunca llegó a ver de cerca ni a tocar. La vida es sueño y nos cuelga a Calderón. La muerte, según el cinismo de Sócrates, tiene esa ventaja. Tarzán, Jane, Chita, los luchadores Dark Búfalo, El Carnicero, El Apolo o El Conde Maximiliano, Chico Carrasquel, José Gregorio Hernández, Dick Tracy, Doña Bárbara, Billy The Kid, Simbad, Yves Montand, Gregory Peck, Ava Gardner, Grace Kelly, Bambi, Clark Gabel, Vibien Leigh, Cantinflas, Vítor Hugo, Don Quijote, Walt Whitman, Kafka, Pasternak, Pierre Choderlos de Laclos, Dorian Gray, Publio Ovidio Nasón, Dante, Sancho, Cyrano, Neruda, Wilde, Jorge Amado, Bergman y Bogart, Salvador Garmendia, Montejo, el Orfeón Universitario, Gardel, Agustín Lara, Sadel, Benny Moré, Armstrong y otros tantos que se quedaron fuera de la memoria forman parte del viaje. De la memoria. Por supuesto, también los personajes de su vida cercana, como sus maestros, sobre todo la maestra de primer grado, Omaira, de quien siempre estuvo enamorado; de sus compañeros
de escuela, sus padres, sus abuelos, tíos, amigos y vecinos. Toda la vida pasó frente a los ojos de la muerte de Elmer. 3.El poeta Whitman le dejó un susurro: “todos los que alguna vez nacimos somos islas rodeadas de olvido” (p. 81). En el Circunvalación N° 13 también viaja el olvido, como las calles con sus nombres y apodos, las películas, las acciones que Elmer vio y que desde niño recordó hasta el viaje final. Una referencia que nos acoge como lectores está en la Isla de las Pasiones Literarias, donde el joven Elmer, como si formara parte de la Sociedad de los Poetas Muertos, revisa todos los libros que han salvado de los mercenarios, de quienes quieren destrozar o quemar la imaginación, los sueños, la belleza. Elmer ve un país donde la violencia tiene nombre actual. Mira por la ventanilla a pesar de que “ninguna preocupación post mórtem puede ya modificar lo inexorable” (p. 165). Y viaja, mira, recuerda, muere y vive. Luego de recorrer las calles, las
que lo han marcado al niño y al ya maduro fantasma, se dice: “Tengo la fuerte impresión, ahora sí, de que me despido de algo vital, que después de este viaje todo será silencio” (179). No obstante, la Calle de la Nostalgia lo trae de nuevo a los sonidos de los vivos: oye “Contigo en la distancia”, aquel bolero -de César Portillo de la Luz- que Alfredo Sadel nunca dejó de cantar. Los pasajeros lo corearon, lo aplaudieron, para luego seguir cantando “Alma libre”, en la que las voces del mismo Sadel y Benny Moré se unieron para darle un fin al final. Pero aún faltaban vivir más recuerdos mientras la muerte rodaba en el bus: oír “Wonderful Word” de boca de Louis Armstrong, el “Satchmo”. Como un sueño la “Misa de la Coronación”, de Mozart, y una Greta Garbo nocturnal y vieja. Y si Mozart suena, también el “Yellow submarine” de Los Beatles. John Lennon imagina un mundo distinto. José Gregorio Hernández, el siervo de Dios, camino al paraíso…el fin. Con Elmer y todos esos personajes entramos en un túnel sin salida. Eduardo Liendo inventó esta metáfora y la deslizó por un viaje que no tiene retorno. Pero también Eduardo Liendo es un personaje imaginado por Elmer, que no es su alter ego sino un otro que no ha terminado de contarnos ese viaje hecho sueño. (*) Eduardo Liendo, Sexi Barral Biblioteca Breve, Caracas 2014.
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El poeta de EE UU que traicionó a su país por Mussolini CÉSAR CERVERA
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adie representó mejor la «Generación perdida» (Lost Generation) que el poeta, músico y ensayista Ezra Pound. Y tampoco ninguno de sus integrantes fue denostado y olvidado a tantos niveles como él. La razón estuvo en su ferviente devoción por el régimen fascista de Benito Mussolini. Pound puso su desbordante talento en manos de los instrumentos propagandísticos de «El Duce» durante la guerra. Terminado el conflicto, EE UU le juzgó por traición, y solo por la intermediación de diferentes figuras del mundo de la cultura, entre ellos Hemingway, consiguió evitar la pena de muerte al declararse demente. Fue el último favor que le haría el mundo de la cultura, que puso en cuarentena sus obras hasta hace pocos años. Se dice que el trágico nombre de la «Generación perdida» procede de una conversación entre la poetisa Gertrude Stein y Ernest Hemingway, que tituló las consecuencias que la guerra estaba provocando en una de las generaciones literarias más brillantes del siglo XX: «Eres una generación perdida», afirmó Stein. Ciertamente, la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión y la II Guerra Mundial abrieron en canal la vida y obra de un grupo literario hostigado por las desgracias. Así, William Faulkner fue piloto de la RAF durante la Primera Guerra Mundial, Ernest Hemingway y John Dos Passos fueron conductores de ambulancia, y Francis Scott Fitzgerald estuvo alistado en el Ejército americano, aunque no llegó a entrar en combate. La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial zarandearon aún más el espíritu de este grupo, que se refugió
en el alcoholismo, la depresión y la tragedia. La vida de Ezra Pound también fue víctima mortal de los acontecimientos históricos. Nacido el 30 de octubre de 1885, en Hailey, Idaho (Estados Unidos), Pound se trasladó muy joven a Nueva York. Tras graduarse por la Universidad de Pensilvania en lenguas románicas, el poeta viajó a Londres en 1908 para trabajar como corresponsal en distintas publicaciones de EE.UU. Ya desde su etapa estudiantil, dio muestra de un comportamiento excéntrico y un excepcional talento. Su obra –muy influenciada por la literatura medieval y la filosofía ocultista y mística neo-romántica– abogaba por recuperar la poesía antigua para ponerla al servicio de una concepción moderna y conceptual. Además, hizo grandes esfuerzos para llevar la poesía provenzal y china al público de habla inglesa. Durante su estancia en Londres, Pound se casó con la novelista Dorothy Shakespear y se hizo amigo de W.B. Yeats, al que consideraba el mejor poeta vivo y para el que trabajó como secretario. Por aquel entonces también se granjeó la amistad de T. S. Eliot, y editó su obra «La tierra baldía». No en vano, fue con su traslado a París, tras la Primera Guerra Mundial, cuando se sumergió en las corrientes de vanguar-
dia. Se hizo amigo de Marcel Duchamp, Tristan Tzara, Fernand Léger y otras figuras del dadá y del surrealismo. Asimismo, mantuvo contactos con el círculo literario de exiliados estadounidenses que permanecía en Francia, entre los que se encontraban Gertrude Stein y Ernest Hemingway. «Pound dedica una quinta parte de su tiempo a su poesía y emplea el resto en tratar de mejorar la suerte de sus amigos. Los defiende cuando son atacados, hace que las revistas publiquen obras suyas y los saca de la cárcel. Les presta dinero. Vende sus cuadros. Les organiza conciertos. Escribe artículos sobre ellos. Les presenta a mujeres ricas. Hace que los editores acepten sus libros. Los acompaña toda la noche cuando aseguran que se están muriendo y firma como testigo sus testamentos. Les adelanta los gastos del hospital y los disuade de suicidarse. Y al final algunos de ellos se contienen para no acuchillarse a la primera oportunidad», escribió Hemingway en 1925 sobre el efecto contradictorio que causaba su amigo. Con un sexto sentido para distinguir el talento, Pound se volcó en ayudar a los amigos literatos que necesitaban un impulso económico. Entre sus gestas, el poeta respaldó a T. S. Eliot, D. H. Lawrence, Robert Frost, John Doss Passos y al propio Ernest Hemingway. En el caso de James Joyce, el americano fue crucial para que se publicara «El Ulises», y anteriormente había hecho lo mismo con «Retrato de artista adolescente» en la revista americana «The Egoist». Precisamente a razón de su carácter generoso y abierto –que nunca obedeció a prejuicios económicos, raciales o religiosos para elegir a sus amistades– sorprende enor-
memente el giro que dio a su vida en 1924. Establecido en Rapallo (Italia), Pound abrazó el antisemitismo y se convirtió en un fervoroso seguidor de Mussolini. Manifestó públicamente su admiración por el dictador italiano, por Hitler y alabó el talento estratégico de Stalin, mientras que consideraba que Churchill y, sobre todo, Roosevelt, eran responsables de todos los males de la sociedad moderna. Bien es cierto que su afiliación al fascismo estaba vinculada a su oposición al sistema capitalista, y no estrictamente a temas raciales. Paradójicamente, poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, regresó a Estados Unidos y consideró quedarse para evitar el dilema que iba a acabar con su reputación. Entre 1941 a 1943, se alzó como la voz radiofónica de la propaganda fascista. Además de prestar su talento a la prensa y radio, Pound participó intensamente en las actividades culturales que desarrolló el régimen. Con el final de la guerra y la caída de Mussolini, el poeta, de 60 años, fue encarcelado en un campo de prisioneros en Pisa, donde era fácil distinguirlo por su melena pelirroja y su inseparable libro de Confucio, acompañado de un diccionario chino. Trasladado a Washington, fue acusado de traicionar e injuriar a EE.UU. En este sentido, el novelista Justo Navarro abordó en 2011 su actuación durante la guerra en «El espía» (Anagrama). En esta obra de ficción, el autor vertebra la historia en torno a la certeza de que algunos funcionarios de la Italia fascista sospechaban que Pound utilizaba sus discursos radiofónicos para enviar mensajes cifrados a los aliados. A su vez, el relato se detiene en la admiración de uno de los fundadores de la CIA, James J.
Fotografía del poeta en sus años finales Angleton, por el poeta. El mismo agente que fue destinado a Italia para poner orden en la red de espías. Este nexo sirve a Navarro para plantear la hipótesis de que Pound pudo ser un agente doble. Sea como fuere –y nunca se ha podido demostrar que fuera un agente doble—, Pound fue acusado de traición a su país, un delito que estaba castigado con la pena de muerte. Sin embargo, la comunidad literaria, que tanto le debían, se prestaron a testificar que había dado ya muestras de ser un demente en Londres y en París. El juez asumió estos testimonios, que formaban parte de la estrategia del poeta, y lo salvó de morir fusilado a cambio de pasar 12 años encerrado en un manicomio. En 1958, otro juez volvió a declararle loco, pero le concedió la libertad al estimar que era un anciano inofensivo. Ese mismo año volvió a Italia, donde hizo el saludo fascista nada más pisar tierra. Murió en Venecia a los 87 años acompañado de su hija. Aunque prosiguió con su carrera literaria, Pound –que conocía ampliamente la obra de Lope de Vega y de todo el Siglo de Oro español– estimaba que su trabajo ya no se valoraba por criterios artísticos, sino por el sambenito del antisemitismo.
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Pessoa arremetió contra Salazar por “insultar la inteligencia”
FRANCISCO CHACÓN
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ernando Pessoa fue acusado de colaboracionismo en los inicios de la dictadura de Salazar. Y, ciertamente, se mostró benevolente con el jefe de Estado, que recelaba de una invasión auspiciada por Franco. Pero un libro de textos inéditos demuestra ahora que tardó muy poco tiempo en fustigar al déspota y posicionarse en contra del fascismo asentado en Portugal.
El historiador José Barreto ha logrado reunir en Fernando Pessoa: sobre el fascismo, la dictadura militar y Salazar una significativa colección de escritos políticos del poeta del alma lusa por excelencia. Nunca antes se habían recopilado, de modo que la iniciativa arroja luz sobre la dimensión comprometida del extraño y tímido escritor, siempre ahogado por el peso de la tan característica melancolía consustancial al país. Corría el último año de su vida, 1935, cuando salió a la luz la primera muestra de su beligerancia antisalazarista:
«Él insulta a la inteligencia portuguesa», plasmó en una carta dirigida al entonces presidente de la República, Óscar Carmona. Habían transcurrido únicamente dos años de la puesta en marcha de la Constitución del Estado Novo (eufemismo del régimen para denominar su férreo dominio sobre el pueblo) y Pessoa no dudó por fin en exhibir la coherencia de su pensamiento e incluso arrepentirse de su inicial tibieza. «Su primera posición sobre el déspota se basaba en la voluntad firme que este testi-
moniaba, especialmente para dotar a Portugal de un ideal nacional», declara Barreto, quien desarrolla su labor en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa. La sucesión de textos que incluye el volumen atestigua que el autor del emblemático Libro del desasosiego, punto de partida para toda la literatura posterior en clave lusófona, evolucionó hacia «una dirección más clara». Y agrega: «Entre el sentir liberal y su fe ciega en el individualismo». El investigador confirma: «Están aquí todos los escritos que me fue posible hallar,
entre los numerosos inéditos del legado de Pessoa, muchos de ellos difíciles de localizar porque están firmados bajo nombres distintos». Precisamente, los heterónimos constituyeron una de sus señas de identidad. Uno de los textos más atractivos es una entrevista a un antifascista italiano, publicada en el extinto diario Sol allá por 1926. El hallazgo llega a las librerías cuando se conmemoran 80 años de la muerte de Pessoa y 100 de la fundación de la seminal revista Orpheu, impulsada por él.
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Calderón de la Barca: el poeta soldado de los tercios de Flandes CÉSAR CERVERA
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a participación de poetas y dramaturgos en el oficio de la guerra fue una enraizada tradición de los ejércitos del Imperio español. La guerra era un vehículo para viajar por Europa y acumular experiencias vitales, a las cuales los poetas no estaban dispuestos a renunciar. Se dice que Garcilaso de la Vega, que en tiempos de Carlos I de España llegó a ser maestre de campo de los tercios castellanos, untó de renacimiento italiano nuestra literatura precisamente cuando viajó allí como soldado. Y si Garcilaso prendió el Siglo de Oro de nuestras artes, la muerte de Calderón de la Barca lo apagó con no poca lucidez. “España mi natura, Italia mi ventura, ¡Flandes mi sepultura!”, cantaba una rima de la época sobre la experiencia más común para un soldado de los tercios. Calderón desde luego cumplió con las dos primeras etapas, pero se guardó un tranquilo retiro como sacerdote, para gloria del genero de los autos sacramentales. A diferencia de otros poetas soldados como Francisco de Aldana –fallecido en la batalla de Alcazarquivir– o Miguel de Cervantes –presente en la batalla de Lepanto–, la carrera militar de Calderón coincidió con los años más negros del Imperio español, donde las sublevaciones de Cataluña y Portugal trajeron la sangre de vuelta a tierras españolas. Es cierto, por tanto, que el poeta natural de Madrid sufrió más fracasos que victorias, pero no fue por falta de talento como espadachín. Nacido a finales del reinado de Felipe II, Pedro Calderón de la Barca era hijo de un alto funcionario de la Corte, en el cargo de secretario de Hacienda Real, que quiso impartirle una esmerada educación. Empezó a ir al colegio con 5 años en Valladolid, donde
estaba en ese momento la Corte, y al destacar en los estudios básicos su padre Diego Calderón decidió destinarlo a ocupar una capellanía de la familia, reservada por la abuela a un miembro que fuese sacerdote. Con ese propósito ingresó en el Colegio Imperial de los jesuitas de Madrid en 1608, situado donde ahora se encuentra el Instituto San Isidro, y allí permaneció hasta 1613 estudiando gramática, latín, griego, y teología. Su formación continuó en la Universidad de Alcalá, donde aprendió lógica y retórica y, al fallecer su padre, marchó a la Universidad de Salamanca, donde se graduó en derecho canónico y civil. No en vano, no cumplió el designio de su padre y, en última instancia, no quiso ordenarse sacerdote. Entregado a las calles madrileñas del periodo, tan pendencieras como anchas de cornudos, Calderón se vio envuelto en diversas rencillas que le forzaron a enrolarse en el ejército de Flandes en 1623 por prevenirse de malas estocadas. El poeta, que ya había estrenado su primera comedia en Madrid, Amor, honor y poder, con motivo de la visita del Príncipe de Gales, marchó a Italia y posteriormente a Flandes al servicio del Duque de Frías. Desde 1609, la situación se había mantenido en
calma entre el Flandes español y los rebeldes, ya constituidos como Provincias Unidas, durante la tregua conocida como la de los Doce Años. Sin embargo, la llegada del dramaturgo madrileño a este territorio coincidió con la reanudación de la actividad armada a cargo, en el caso español, del comandante genovés Ambrosio Spínola. Como vino a recordar la saga literaria de El capitán Alatriste en su tercera novela, es muy probable que Calderón de la Barca estuviera entre los soldados que asediaron con éxito la estratégica ciudad de Breda en 1625, o al menos que participaran en alguna de sus fases. De hecho, su comedia El sitio de Breda, que sirvió a Diego Velázquez para pintar su cuadro de Las lanzas, cuenta con una detallada descripción de la contienda. La obra de Calderón suministra el motivo central de la célebre pintura, la entrega de las llaves de la ciudad por el comandante vencido Justino de Nassau al general Spínola tras más de un año de asedio y decenas de miles de muertos en ambos bandos. La ciudad permanecería bajo dominio español hasta 1637, cuando el líder holandés Federico Enrique de Orange-Nassau la recuperó para las Provincias Unidas. A su vuelta de Flandes, Pedro
Calderón de la Barca retomó su papel de granuja madrileño. Un comediante hirió gravemente a su hermano y Pedro persiguió, espada en mano, al agresor hasta el convento de Trinitarias. El dramaturgo interrumpió en el lugar sagrado, donde se encontraba la hija de Lope de Vega, causando un gran escándalo entre las monjas. Aquel incidente sumó otro párrafo al historial delictivo del poeta y le granjeó la enemistad con el llamado Fénix de los ingenios, Lope de Vega. Mientras que la obra de este último se iba apagando poco a poco, Calderón se convirtió en el favorito del Rey Felipe IV, quien empezó a hacerle encargos para los teatros de la Corte, ya fuera el salón dorado del desaparecido Alcázar o el recién inaugurado Coliseo del Palacio del Buen Retiro, para cuya primera función escribió en 1634 El nuevo Palacio del Retiro. El aprecio del Monarca por Calderón se plasmó en su nombramiento como Caballero de la Orden de Santiago en el año 1636. Quizás creyéndose en la obligación por ser miembro de esta orden o por petición directa del Rey, el dramaturgo sentó plaza de coraza (caballería acorazada) para participar en el sitio de Fuenterrabía por los franceses
(1638), y en la guerra de secesión de Cataluña (1640). A este último conflicto regresó huyendo de nuevo de un asunto de cuchilladas callejeras, viviendo en sus carnes ampliamente la dureza de la guerra en Cataluña. En 1642 obtuvo licencia para convertirse en secretario del Duque de Alba, donde pudo dedicarse plenamente a la creación literaria. Durante una acción armada, murió en el puente de Camarasa (Lleida) uno de los hermanos de Calderón en 1645, que tras treinta años en servicio había alcanzado el cargo de maestre de campo general. Fue entonces cuando el dramaturgo se sumió en una depresión que corresponde también con la crisis de un Imperio español al borde del precipicio, entre la caída del Conde-Duque de Olivares en 1643 y la firma en 1648 de la Paz de Westfalia. Poco tiempo después del nacimiento de su hijo natural, Pedro José, el poeta ingresó en la Tercera orden de San Francisco y se ordenó sacerdote en 1651. Así obtuvo la capellanía que su padre tanto ansiaba para la familia, la de los Reyes Nuevos de Toledo, y renunció a escribir comedias para dar prioridad a la composición de autos sacramentales, género teatral que perfeccionó y llevó a la máxima plenitud hasta su muerte. Con 110 comedias y dramas a la espalda, Pedro Calderón de la Barca falleció el 25 de mayo de 1681 cuando todavía estaba considerado el mejor dramaturgo vivo. El autor de La vida es sueño fue el último representante de una larga estirpe de poetas soldados. Un fragmento de su obra Para vencer amor; querer vencerle sintetiza lo que significaba para él la vida en los tercios castellanos: “Aquí la necesidad no es infamia; y si es honrado, pobre y desnudo un soldado tiene mejor cualidad que el más galán y lucido; porque aquí a lo que sospecho no adorna el vestido el pecho que el pecho adorna al vestido”.