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Crónicas del Olvido
EL HABLA SECRETA ALBERTO HERNÁNDEZ
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J
osé Napoleón Oropeza es un incansable lector de poesía. Amanece con el espíritu pleno de imágenes que lo han convertido en una suerte de memoria andante. Mientras lee poesía viaja hacia la novela, navega en el cuento y se sume en los ensayos sobre diversos temas que deja en naufragio mientras el día se hace claridad sobre la tapa de los libros. Hablamos de un creador que respira sobre los versos de otros. Su faena de escritor, su trabajo de buscador de asombros no lo limita, lo impulsa a ser más indagador. De ese esfuerzo gratificante, como él mismo lo ha dicho, ha nacido El habla secreta (Rostros y perfiles de la poesía venezolana del siglo XX), lanzado al público por la Dirección de Medios y Publicaciones de la Universidad de Carabobo, Valencia, 2011, en la Colección Sangre de Imprenta y la Serie Ensayo Plural. Con esta obra José Napoleón Oropeza se alzó con el Premio I Bienal Nacional de Literatura “Orlando Araujo” en el año 2001. El habla secreta es el primer volumen que el novelista barinés residenciado en Valencia ha escrito, con la porfiada intención de terminar el segundo, con el cual redondeará sus trasnochos y desvelos por la palabra poética nacional. Se trata de un esfuerzo en el que Venezuela se convierte en una voz sonora, calificada y honda, producida por los hombres y mujeres que se han dedicado a labrar la palabra y hacerla brillar. 2.Incansable como es, ha estudiado con porfía madrugadora a Salustio González Rincones, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Vicente Gerbasi , Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Ma-
chado, Ida Gramcko, Ana Enrique Terán, Juan Liscano, Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Rafael José Muñoz, Ramón Palomares, Alfredo Silva Estrada, Víctor Valera Mora, Gustavo Pereira, Rafael Ángel Insausti, Eugenio Montejo, Luis Alberto Crespo, Teófilo Tortolero, José Barroeta, Pérez Só, Hanni Ossott, Alejandro Oliveros, Rafael Arráiz Lucca, Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin y a Harry Almela. Una larga entrada da cuenta de la manera de fijar el rostro de la palabra poética. El Poema: morada de un instante se pasea por el origen, las sombras y las luces de la poesía desde los primeros tiempos hasta este ahora que se nos escapa de las manos,
porque el tiempo –aunque suele detenerse un instante- vuela y se convierte en cenizas. Desde los presocráticos, quienes hicieron del universo un grano de arena, pasando por los elementos convertidos en imágenes, en revelaciones, hasta las teorías de la sustitución y la representación, este trabajo ahonda en los cambios, mutaciones o transformaciones hasta llegar al poema. Cada poeta leído constituye un ensayo de fino tramado. Escrito como se escribe un poema, como se ensaya para decir de la poesía. No en vano José Napoleón Oropeza tuvo sus registros poéticos en sus inicios, plataforma que lo sostiene para entrar y salir de los autores con rigor y
calidad expresiva. Una breve nota nos ayuda a inclinarnos sobre este libro: “Cuando analizamos los códigos y comprendemos el significado de la imagen artística, el valor de la imagen en una pintura, de una escultura, o en un poema y comenzamos a penetrar su esencia, comprendemos cómo está estructurada la imagen. Valoramos el sentido de la transformación de los signos. Pero luego, sobre todo, de la creación de un universo no tan arbitrario como aparentemente pareciera”. 3.Este estudio de José Napoleón Oropeza ha sido poco difundido, razón por la cual mucha gente
pregunta por él, sobre todo quienes están interesados en echarle un ojo a algunos autores que allí aparecen. Se impone en el futuro la reedición de este importante trabajo, toda vez que en los próximos meses debe aparecer el segundo volumen que involucra a otros poetas venezolanos. El habla secreta, como lo dice el bello título, oculta y a la vez descubre para algunos lectores la densa atmósfera de una poesía que aún está por venir. En este viaje, porque todo libro lo es, encontramos muchos de los secretos que viven con las palabras, porque son palabras, silenciosas algunas, otras reveladoras de sonidos que sostienen el misterio de su invención.
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70 poemas burgueses
EL ASOMBRO DE LA COTIDIANIDAD RODOLFO IZAGUIRRE
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unca antes la poesía en el país venezolano había extendido el asombro de la cotidianidad como en estos poemas burgueses de los que tantas veces escuché hablar. Solo requiero ahora conocer a quien se mantiene detrás de ellos, asomándose pero tratando también de ocultarse justamente tras las figuras que más amo no solo del cine (Nicole Kidman) sino a la propia literatura y, muy particularmente, a la colonia Mennem. Estos poemas parecen ráfagas de nostalgias extraviadas en algún momento de mi propia vida; circunstancias trasmutadas por el carácter de una poesía inusual hecha con palabras sometidas, castigadas aunque parezcan surgidas de una insólita espontaneidad arropadas en tibiezas eróticas, derrumbes y felicidades. Perry Mason y no Earle
Stanley Gardner; Vinicio de Morais y New York New York mientras imagino los mascarones de
proa conservados por Neruda en Isla Negra. Poemas que hago míos
simplemente porque me conciernen, me recorren; hablan de mí y porque quiero ser el
poeta que los escribió. Caracas, 20 de diciembre de 2014
La cultura y la muerte VICENTE VERDÚ
L
a cultura es la mayor conquista de la mortalidad. O dicho de un modo edificante: “La muerte nos hace cultos”. ¿Reconfortados, pues, con ello? Claro que no. Así son de funerarias las cosas humanas con cultura o no. Sin muerte no habría cultura, pero... ¿seríamos inmortales llegando a ser radicalmente incultos? Tampoco. Morimos de todos modos, sabiendo más o menos, rezando menos o más. Lo único interesante de este baile cultur/tanático es el cambio de música que históricamente ha presidido esta íntima relación. Siguiendo, por encima, un viejo libro de Zygmunt Bauman (Mortalidad, inmortalidad y otras estrategias de la
vida, 1992), recientemente traducido por Sequitur (Madrid, 2014), la Humanidad habría vivido su muerte de muy diferentes maneras. Durante la época premoderna la muerte, como expuso Philippe Aries, se hallaba “domesticada”, naturalmente inscrita entre los enseres domésticos (Verdú. Anagrama, 2014). Se moría en compañía familiar, se moría con la tribu del vecindario, se moría a granel con la peste, el cólera o cualquier sevicia que se llevara un pueblo entero al cementerio como un gran acontecimiento municipal más. Perder esta comunitaria manera de morir y enfrentarse a la muerte en solitario constituyó un trance durísimo con la llegada de la modernidad. ¿Qué ocurrió entonces? Pues que en plena domina-
ción del mundo y su naturaleza, gracias al triunfo de la Ilustración, nada parecía resistirse a la razón, excepto —claro está— la sinrazón de morir obstinadamente. Frente a ello, sin embargo, fue ideada una estratagema que todavía persiste en nuestra actualidad. Bauman la llama “deconstrucción de la mortalidad” y su lema sería: “Ya que no podemos tragar el tremendo suceso de la muerte, troceémoslo”. Una enfermedad, un accidente de tráfico, un suicidio, un error médico, una mala pata, serían sus porciones. No se moriría, pues, por ser sino por no haberse cuidado, por beber, fumar o conducir distraído. “¿De qué ha muerto?”, ha sido la interrogante clave hasta la reciente posmodernidad. No se moría sencillamente por ser sino por cual-
quier cosa que sobrevenía. Todavía hoy compartimos esta “deconstrucción de la mortalidad” pero lo hacemos ya junto a la nueva fórmula que conlleva la “deconstrucción de la inmortalidad”. Con este último tratamiento se procura que cada momento no parezca derivado del anterior; que no haya, en fin, historia sino presentismo, ni tampoco proceso sino instantaneidad. Cada intervalo será intercambiable por otro y, como en la moda, todo lo que hoy parece vetusto volverá a ser cool unas temporadas después. No hay una pareja para toda la vida con quien embolicarse hasta el fin sino muchas muertes amorosas que, a fuerza de repetirse, pierden valor trascendente y promueven la creencia de la inmortalidad
romántica. Igualmente, en los medios, una noticia arrambla con la anterior, un sobresalto se sobresalta con otro y siempre, día a día, sigue habiendo una primera página. Igualmente, todas las obras son ya tan primeras como reproducibles. Los originales nacen a la vez que las copias y los objetos cambian su veloz obsolescencia por la veloz innovación. La terrible espina del fin (fin espinoso) no se traga pero en su lugar aparece una elegante inmediatez, la fama o el best seller que anula a los anteriores, la pareja inaugural que disuelve a la otra, el trabajo o la residencia cambiante que hace creer en una vida lubricada e indefinida sin que nada le ponga la definitiva zancadilla para caer, de bruces, secamente, en la sepultura fatal.
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EIELSON Y EL CUERPO DE GIULIA-NO JULIO RAMÓN RIBEYRO Foto: Izq. http://www.tvperu.gob.pe Der. © Centro Studi Jorge EielsoN/ Martha Canfield
J.R.— El caso de «poetas pintores» no es tan raro como puede parecer. Tenemos a Miguel Ángel, a Víctor Hugo, a Henri Michaux y, entre nosotros, a Eguren, según creo recordar. Con la publicación de El cuerpo de Giulia-no ¿te incluirías dentro de esa familia espiritual de «poetas-pintores»? J.E.— Incluirme al lado de Miguel Angel, Víctor Hugo o Eguren me parecería de una presunción realmente enorme, aunque fuera el más humilde de sus descendientes. Por otra parte, la pregunta no me parece pertinente en cuanto yo no soy «poeta-pintor» ni «pintor-poeta», y nunca he comprendido este término. En una cierta época que no duró sino unos diez años, escribí poemas y me llamaron poeta. Y en otra posterior me dediqué a las artes visuales y no escribí poemas ni ningún texto realmente «literario». Solo en un cortísimo periodo estas dos actividades han coincidido, precisamente entre los años 48 y 52. Además, como tú sabes, he escrito artículos para periódicos y no soy periodista. He escrito algunas piezas de teatro y no soy dramaturgo. Hago también escultura y no soy escultor. He escrito cuentos y no soy cuentista. Una novela y media y no soy novelista. En 1962 compuse una Misa solemne a Marilyn Monroe, para banda magnética, y últimamente preparo un con-cierto y no soy músico. Como ves no soy nada. J.R.— De la existencia de El cuerpo de Giulia-no sabía yo primero por terceras personas y luego porque tuve ocasión de hojear los originales hace algunos años. ¿Cuándo fue exactamente que escribiste este libro y por qué tardaste en publicarlo? J.E.— Empecé el libro en él verano de 1953, en Roma, y lo terminé el verano de 1957, en la misma ciudad, pasando por larguísimos periodos de inactividad. En realidad, aunque ello no se note quizás en la novela, mi disgusto por la literatura era ya evidente y sobre todo la suerte de virtuosismo que yo entonces practicaba. Me parecía literalmente como si me rompiera la cabeza ante un estéril muro de palabras. Llegué a odiarlas. Así, de una masa informe de seiscientas a setecientas cuartillas no extraje sino las más legibles, y aquellas que podían trasmitir más sinceramente al lector ciertas ex-
periencias de mi juventud. En cuanto a su publicación puedo decir solo esto: jamás he escrito nada con la intención de publicarlo. Mis primeros poemas, como Reinos o Canción y muerte de Rolando es a Javier Sologuren que debo su difusión y creo que fue él el que envió los originales aun premio nacional, queme fue otorgado. Por tal razón no he publicado casi libros y no he hecho el menor gesto en ese sentido. Me en francamente sin importancia. Para El cuerpo de Giulia-no tuve un contacto—no buscado por cierto— con la casa Gallimard, a través de Jean Genet, en 1955. Nunca contesté la carta, que debo conservar todavía. El libro era un caos, no lo consideraba bien, ni terminado y no tenía ganas de continuarlo. Solo en 1969 tuve oportunidad de volver a ver a Octavio Paz aquí, el cual me lo pidió para publicarlo en México. Cuando pasé por Lima, en 1967, llevé el original, por si se presentaba alguna oportunidad, así como todos los poemas reunidos en volumen, pero claro está que no se presentó ninguna oportunidad. Solo Javier, magnífico poeta y maravilloso amigo publico mutatis mutandis en La Rama Florida en una bella edición. Tales poemas, de 1954, son los últimos que he escrito, junto con Habitación en Roma, que forman un grupo mayor y quizás más ambicioso. En los años siguientes, hasta el 60, fecha en que reanudo definitivamente mi trabajo pictórico, escribí otras cosas, pero
que no considero ya «poemas». Por lo menos no en el sentido tradicional. Ellos ofrecen dificultades de difusión mucho mayores y, con mucho optimismo, quizás puedan publicarse en 1990. No es presunción ni culpa mía. Son simples razones de orden técnico y económico que nada tienen que hacer con mi trabajo. J.R.— ¿Crees tú que el tener un doble oficio sea una ventaja o una debilidad? Quiero decir que corres el riesgo de no ser tomado en serio en ningún bando y ser calificado de «poeta» por los pintores y de «pintor» por los escritores. J.E.— Me tienen sin cuidado los calificativos de los funcionarios de la palabra o de la paleta. En cuanto a ser tomado en serio, nada podría ser peor, puesto que yo mismo no me tomo en serio y me siento muy bien así. Puede ser tal vez una debilidad tener un doble oficio pero como yo no tengo ninguno… A lo más se podría decir que ejerzo una actividad múltiple, entre las cuales, desde hace catorce años, no incluyo la literatura, salvo algunas notas sobre artes visuales. J.R.— Para haber sido escrito entre 1953-57, tu libro me sorprende, pues se anticipa a una serie de novelas actuales calificadas en Latinoamérica de vanguardia. Me refiero a la preocupación por el lenguaje, a los juegos espacio-temporales, a la presencia, por no decir la invasión,
de la poesía en la prosa narrativa, etc. ¿Es que tenías conciencia entonces de estar escribiendo algo nuevo o novedoso? ¿Leías muchas novelas? ¿Qué novelas? J.E.— Me halaga mucho si me he anticipado a algo, pero creo que esto no es de ninguna importancia, o si la tiene ella es muy relativa, y formal. El afán de renovación exterior puede asimilarse con frecuencia a los espíritus competitivos, y yo nunca lo he sido y no lo seré nunca. Prueba es la siempre tardía o escasísima publicación de mis escritos. Además, no es un libro el que hay que juzgar nunca sino todo un trabajo, mejor aún, una vida. En realidad mi preocupación por el lenguaje era ya patente desde mis primeros poemas, a partir de 1944. Por ejemplo en «Parque para un hombre dormido», en «Genitales bajo el vino», en «Librería enterrada» y, sobre todo, en «Bacanal», en donde la dolorosa experiencia del hombre que escribe se trasforma en un grito de amor y de odio a la palabra impresa. Luego el proceso se agudiza en los «Ejercicios poéticos», algunos de los cuales fueron publicados en 1953, para terminar con Habitación en Roma, de manera más consciente. Estos poemas destilan literalmente su propia negación y el hastío y la esterilidad de la letra. Las transposiciones espacio-temporales he comenzado a usarlas bajo forma de anacronismos desde Antígona y Ájax en el infierno, de 1945. En
cuanto al uso de repeticiones, inserción de lemas, aliteraciones, cortes arbitrarios, lectura en dos planos, fórmulas tomadas a los «scripts» cinematográficos, etc., son juegos de niños para quien ha leído a Joyce. No veo de qué vanguardia se puede hablar en Latinoamérica. Con excepción de algunos otros grandes nombres, que es inútil mencionar, he leído muy poca ficción. Y en los años 50, en Roma, ninguna novela. Vivía completamente al margen dela literatura y no tenía amigos escritores. Menos sabía aún de Latinoamérica. Solo recientemente he podido apreciar el talento de los jóvenes escritores de nuestros países. J.R.— Tengo un gran respeto por tu pudor, quiero decir por no hablar jamás de ti mismo, de tu pasado, de tus problemas personales. Me parece advertir, sin embargo, que en este libro te refieres precisamente a tu infancia en la selva del Perú. ¿Qué hay de cierto en ello? J.E.— Como tú sabes sin duda mejor que yo, todo es cierto en el mundo dela ficción, y muy poco en la realidad. No he pasado mi infancia en la selva ni mucho menos, sino solo un periodo durante el cual tomé la costumbre de pasarlas vacaciones del colegio en una propiedad familiar de la ceja de montaña. El resto de mi tiempo, hasta mi partida a Europa, lo he pasado en el agua. Mar y piscinas. El agua es el elemento que mejor conozco, como buen limeño. Tengo algún texto por allí que podría ser contrapuesto a El cuerpo de Giulia-no sobre el mar y su presencia. ¡Pero todo esto me resulta ya casi arqueológico! J.R.— Como has escrito más de un poema y compuesto más de un cuadro, imagino que escribirás más de una novela. ¿Tienes algún proyecto al respecto? J.E.— No. Escribir es una actividad solitaria, burguesa, en gran parte responsable de la alienación cotidiana y factor discriminante de primer grado. Pero esta es una convicción personal que no extiendo a nadie, evidentemente. La actividad que me apasiona hoy en día es la acción inmediata. Los signos de la escritura están cargados de un simbolismo paralizante. Para la liberación del hombre-instrumento, víctima del Estado o de las grandes empresas privadas, son necesarios otros métodos. Hace poco he presentado un proyecto a las Olimpiadas de Munich en el que me lanzo contra el concepto de patria y bandera a través de una manifestación aparentemente «artística». Sé que no lo aceptarán. No importa. Seguiré insistiendo.
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REINALDO ARENAS
El encanto de la transgresión L. SANTIAGO MÉNDEZ ALPÍZAR
lucionario destinaba para los que se oponían, pensaban y eran distintos. Hostigado, perseguido, preso, torturado... protagonista de varias fugas igual de rocambolescas que afortunadas —de la prisión y de Cuba— responsabilizó exclusivamente a Fidel Castro de sus vicisitudes y muerte, convirtiéndose en referente de culto para los jóvenes escritores de la isla, y voz socorrida del exilio. Posiblemente el más brillante, transgresor, de los discípulos de Virgilio Piñera —como le gustaba sentirse— disidente hasta donde sea posible, de Arenas nos queda la mezcla del lado siniestro que el escritor desarrolla, mientras desdobla una ternura primaria, envuelta en poderosas imágenes que a veces lindan conscientemente lo ridículo,
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acido en un pueblito del Oriente cubano en el año 1943, Aguas Claras, “una aldea graciosa que pasaba rauda por las ventanillas del tren”, a decir de Guillermo Cabrera Infante, otro vecino de la zona, Reinaldo Arenas decidió poner término a su viaje, enfermo, poco antes de concluir 1990, en Nueva York, donde sobrevivía, pobre, prohibido en su país e ignorado por los editores, también los del exilio, que solo tras su pérdida reaccionaron, por aquello de que los escritores muertos atraen más lectores. Muy temprano alcanzó a publicar en Cuba, para luego sentir en carne propia la pesada vara de hacer justicia, y dar palos, que el gobierno revo-
afecto que solamente el que ha estado en soledad brinda sin complejos. Dualidad visceral, uno termina sintiendo alguna pena por el hombre. Donde algunos reconstruían fehacientes al recuerdo, detallaban fantasmas con la idea de detenerlos y crear una memoria fiel, alguna esteticidad temporal en formol —almacenada junto a la geografía de gratos olores: como si lo que importara fuera adecuar el resumen del relato a una vista de postal, a un territorio perdido—, Arenas fue capaz de contaminar, no el canon, que es siempre relativo, sino la vida, el futuro. Reventó la nación en volcanes pestilentes de pus y excrementos, devenidos sus palacios antiguos y lugares gloriosos en poco menos que meaderos públicos, espacios para la caza de sexo.
ELISEO ALBERTO
Ninguno como el ‘Lichi’ SERGIO RAMÍREZ
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e conocido a muchos cubanos pero como a Eliseo Alberto (1951-2011), el Lichi de la leyenda, ninguno. Su paso, como de baile, su afecto amoroso, la clave alegre de burla e ironía en todo lo que decía, el manantial de historias que siempre tenía para contar. Un cubano con el que nunca me encontré en Cuba, porque él era un exiliado y yo nunca volví a Cuba, sobre cuyo recuerdo lloraba su alma con sentimiento de niño. Si Caracol Beach es una novela para siempre, su Informe contra mí mismo es un libro también para siempre, que si no fuera por su tesitura real, pare-
cía una novela: el muchacho, él mismo, al que la Seguridad del Estado recluta para que espíe a
su propio padre. Una cuba libre, por favor, es el título de la primera pieza de otro libro suyo, Dos
Cubalibres. El título de su propia vida. Lichi se sabía las mejores historias del mundo, la más memorable de ellas una en que un estudiante le pregunta a José Lezama Lima qué cosa es el azar. “Tú te subes a la guagua y al lado del asiento que eliges va sentada la mujer que será tu esposa…”, empezó Lezama. “¿Y ése es el azar, maestro?”, lo interrumpió el alumno. “Espérate a que termine, chico”, respondió, “el azar es la mujer que iba en la guagua a la que no te subiste”. Eliseo Diego, uno de los grandes poetas de la lengua era su padre, al que espió, y Cintio Vitier y Fina García Marruz, sus tíos. De niño Lezama lo había cargado en sus piernas, Virgilio Piñera llegaba a tomar el café todos los días a su casa en
la calzada de Jesús del Monte. Una infancia dorada en una casa llena de libros donde siempre sonaba un piano, y un nombre aristocrático largo el suyo, como el de un personaje de las radionovelas cubanas de Félix B. Caignet: Eliseo Alberto de Diego García Marruz. En la correspondencia de muchos años entre su abuela y Rose Kennedy, compañeras de internado en un colegio de Nueva York, se puede leer: “No creo que tu hijo, si es un caballero, sea capaz de invadir Cuba”. Lo habría escrito la abuela en una de sus cartas a su amiga Rose en 1960, en vísperas de Playa Girón. Y su divisa sentimental siempre en los labios: “Acepto que otro pueda amar a Cuba igual que yo, pero nunca que pueda amar a Cuba más que yo”.