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Crónicas del Olvido
El Libro de la Tribu ALBERTO HERNÁNDEZ
chada de esa sabana abierta. Así es el poema, se mueve lento en medio de la tragedia ajena, entre quienes perdieron la vida por propia mano o por mano ajena. El texto, emparentado con el silencio, navega sobre los espíritus realengos que habitan el sitio de aquellos que han sido borrados por el tiempo, por la ciudad, por la violencia de las calles. Entonces el poeta, el heredero de ese silencio ancestral, dice: “Por mi boca, yo también me muero: / Oigo como ustedes oyen a los moribundo/ Digo lo que ustedes dicen del pan/ Miro lo que ustedes son del silencio/ Bebo lo que ustedes de la piedra/ Y como lo que hablan// Y las tumbas que navegaban/ Sobre las vértebras y laringes dijeron:// “Más vale estar dormido que tumbado/ Uno-Inmóvil-NoSe-Para,/ Se multiplica…/ Tu tierra se poblará de cerdos/ Han de vivir los excesos/ Brillan las joyas como robadas/ Cada ladrón inventa su cuello/ Sit Tibi Terra Levis”.
V 1.-
iajó a través de la Mesa de Guanipa. El tiempo ha corrido bajo mis pies. El polvo de esa tierra amarilla irrumpe de repente y aparece en el horizonte un personaje borroso. Lo veo agacharse, tomar un terrón y convertirlo en ceniza. Lo miro alzarse y levitar cerca de unos chaparrales. Finalmente se pierde. Se evapora. He pasado mucho por esos lados. He respirado el aire kariña de mis dos hermanos de sangre. Y siempre he llevado la poesía conmigo. Extravié una tarde mi conciencia en los farallones de Chimire. Ahora, con “El libro de la tribu” (Editorial Eclepsidra, serie los cuadernos del destierro, Caracas 2014) de Santos López, regreso a esa geografía plana y me instalo bajo un merey frondoso, cargado de frutos rojos y amarillos. Siento en mis venas la corriente del Uracoa y me orillo cerca del Oritupano. Dos ríos que han llevado en sus aguas huesos y mucosidades de hombres y de bestias. Oigo la música aflautada de un pájaro. Y de nuevo el personaje, moreno, Caribe, de ojos rasgados, alto, con una pelusita bajo el mentón. Se me acerca y me habla con los ojos puestos en las nubes: “Mi tribu vive aporreada/ Sólo conoce tripas sin brillo / Besos, palabras, dentera/ El costado es mi escrito/ Hueso asado del gagueo; En su escudo jamás ha conocido/ El arcoíris de los climas/ ¿Por dónde revientan los otros del mundo?/ La lluvia -cortadas sílabas-/ En huevos gotea su tesoro…” La voz del hombre se apaga con el resuello de una brisa violenta y enceguecedora. Santos López se sienta a mi lado y le oigo una historia que muy pocos conocen: Yo soy bisnieto de Leonardo Tamanaico, el gran cacique de estas tierras Caribe, afirma. En algunas páginas de la “Crónica de la Mesa de Guanipa”, el novelista y cronista Enrique Bernardo Núñez lo nombra varias veces. Es personaje de ese fragmento de la novela “La Galera de Tiberio”. No recordaba ese pasaje de mi abuelo en el relato de Enrique Bernardo Núñez. Es más, creo no haberlo fijado cuando lo leí, dice el poeta. Entonces revuelvo entre mis libros y saco el cuadernillo publicado por el Fondo Editorial del Caribe, en Barcelona en 1998: “Estábamos en Cachama, en un rincón de la mesa de Guanipa, residencia de Tamanaico, jefe de una tribu de antigua nación caribe” (pág. 20). Veo la cara de Santos. Sus ojos asiáticos se cierran un poco más. Entonces leo otro trozo de historia:
3.-
“Tamanaico iba refiriéndonos la agonía de la tribu, resto miserable de la gran nación caribe” (pág. 21).
2.A esta hora, cuando la mirada del poeta traspasa el cristal del restaurante donde tomamos un café, Calicanto, la hermosa urbanización de Maracay, sucumbe bajo el sol. Santos López intenta decir algo, y lo hace con la continuación del poema de su libro: “Mi tribu vive rellena/ Conoce sólo la pluma/ Una/ Dos/ Tres/ Cuatro/ Toda una hilera de noches// Camino la selva cortada/ Y tengo un animal sobre mi lomo/ Pasos aparentes se deshacen en crujidos/ Huecos que muerden el celaje/ La tormenta es el cuero/ Ecos como el zumbar de un calambre”. Las palabras escritas en “El libro de la tribu” discurren con la misma velocidad del viento. A solas, cuando Tamanaico ha desaparecido en la figura de
Santos López, me queda el silencio de esa sabana barrida por el viento tibio que viene de un lejos indeterminado. Entonces, mientras veo por la ventana la soledad de la madrugada de mi ciudad, detecto el sopor de los muertos, los que habitan en el cementerio vecino. Tomo “El libro de la tribu” y lo repaso, lo releo: “Mis besos doy a los muertos, muertos/ Los que se quedaron, ellos no saben/ Nada de pájaros. Aquí se plantan, / Vuelan en el sollozo, / Contra los muros. Somos el oro de otras huellas/ ¿Qué sois cuando te deshaces?/ Le doy de comer a mis muertos/ Y me enjabono, soy uno, una mandíbula/ Que llora el maleficio, / Pero me enjabono. / Las pieles al fin se limpian/ Como anzuelos…” Ya no es la mesa de Guanipa, es el adentro de una fe. Me deslizo por el texto y siento la presencia de ese personaje invisible que flota sobre los chaparrales, sobre los mereyales, sobre la brisa aga-
“El libro de la tribu” sigue su discurso, su acento desencajado. Habla solo con el lector. Respira los poemas. Asimila las páginas, se hace voz bajo el cielo curvo de la sabana. Y se silencia. Un poco antes estuvo la peregrinación por otros libros: “Arenas”, “Visiones y profecías”, y después aquel “Soy animal que creo”, en el que quien canta, dice: “Andanza para llegar ahora a mi tribu, a mi palabra: / tierra a la que vienen los dioses, los animales y los muertos sedientos; / de su cena viven las plantas, las piedras y mis hermanos;/ los amigos, los desconocidos y los ángeles/ se quedan a su retorno en ella… // He llegado a mi tribu…” El tono que le imprimo a esta escritura sobre el libro de Santos López me lo dicta Tamanaico. Por eso hablo así, no como Juan Liscano en el prólogo y José Napoleón Oropeza en el epílogo. Este es un libro de milagros abismales, de invocaciones, un libro que se busca en la sangre y en los huesos de su autor. Es el poema que indaga en el eco de los ausentes. Es una oración desde el yo convertido en muchos: la tribu, la gente que aparece en los espejismos del monte. En el reflejo de los cristales de las ciudades, espejismos al fin. Desde el comienzo del libro hasta la última letra se puede sentir la presencia de quien mete la mano en el polvo y lo convierte en terrón, en voces.
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Secretos en el camino TEXTO Y TRADUCCIONES: CHRISTIAN KUPCHIK
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emligheter på vägen. Secretos en el camino. Ese es el título del segundo libro de Tomas Tranströmer, al que leí casi treinta años después de su edición original. La fascinación fue tan inmediata como absoluta. De forma extraña, ese desconocido indagaba sobre mis propios “secretos en el camino”. Cabe destacar que por entonces Tranströmer era visto con respeto pero también con cierta distancia en los medios culturales suecos. Los años ’60 y ’70 abundaron entre una suerte de realismo social bastante pedestre y un experimentalismo sin demasiado vuelo en el que el delicado equilibrio intimista de Tranströmer no encontraba del todo cabida. Uno de sus libros, Bálticos (1974), fue descubierto por el poeta norteamericano Robert Bly -quien encontró en Tranströmer a uno de los mejores europeos de su generación- y su obra, lenta pero implacablemente fue extendiéndose hacia otras lenguas. Yo, que tenía la absurda pretensión de aprender sueco -al menos su sensibilidad- a través de la poesía, comencé a leerlo con fruición al principio, y luego me entregué a sucesivos intentos por llevarlo al español. Todo esto, por supuesto, tan en secreto como los caminos transitados por Tomas y por mí, y sin ninguna intención que no fuese acercarme más a la raíz de su poética. El desafío, si bien no era sencillo, me comprometía cada vez más. La dificultad esencial, pude descubrir, pasaba por desentrañar la particular musicalidad que Tranströmer le infundía a la lengua sueca. La música siempre estuvo muy cercana a su espíritu (de hecho, tocaba el piano y dicen que muy bien), y llevar el ritmo y la prosodia de su poesía al castellano por momentos parecía una causa perdida. No obstante, capturados unos cuantos poemas y dada la imposibilidad de interesar a una editorial española por ellos, resolví publicarlos por mi cuenta en Suecia. El intento, claro, respondía al veneno perfumado de su poesía. Hice una plaqueta que titulé Postales Negras, como uno de sus poemas, y en la tapa se reproducía una postal antigua con una estampilla (real) pegada. Un sello diferente y de diversos países por cada ejemplar, convirtiéndolos así en piezas únicas. Ahí tuve mi primer contacto con Tomas. Le envié de regalo una cantidad de plaquetas a Västerås, la ciudad del
Secretos en el Camino La luz del día dio de lleno en el rostro de quien dormía. Tuvo un sueño mucho más vivo pero no despertó. La oscuridad dio de lleno en el rostro de un caminante bajo los impacientes, intensos rayos de sol. De pronto oscureció como por una fuerte lluvia. Yo estaba en una habitación que contenía todos los instantes -un museo de mariposas. Y el sol, aún tan fuerte como antes, pintaba el mundo con sus pinceles impacientes. (De Hemligheten på vägen -Secretos en el Camino–, 1958)
sur donde vivía. Me respondió con una carta conmovedora y a partir de allí tuvimos cierto contacto. Alguna llamada telefónica, una breve misiva, nada significativo. Pocas palabras, pero sólidas. Como su poesía. Los primeros días de junio de 1989 el sol de medianoche se prometía más cálido que nunca: faltaba poco para el nacimiento de mi segunda hija, Mikaela. Fue entonces que el timbre de mi puerta sonó con otra música. Inesperadamente, encontré a un hombre alto, tímido y delgado, con un libro tan delgado como él entre las largas manos de pianista. Era Tomas. Estaba por unas horas en Estocolmo y quería entregarme su última ofrenda, För levande och döda (Para vivos y muertos). La misma debilidad que sentía por los arcanos de la naturaleza, Tranströmer la transmitía para traspasar las fronteras entre los dos mundos. Caminamos durante horas entre lagos y bosques, y él parecía descifrar nuevos misterios en cada pequeño indicio de cuanto nos rodeaba. Con voz serena y pausada, me contó de sus días en Västerås, la calidez naranja del otoño, la suave compañía del crepúsculo, la complicidad del piano. Por entonces trabajaba como psicólogo con la materia viva del dolor, en cárceles con delincuentes juveniles y también con personas que padecen
dificultades motrices. Estas experiencias, en contrapunto con la libertad ilimitada que el poeta siente que le ofrece el contacto con la naturaleza y el dramatismo de sus metamorfosis climáticas en el Norte, llevaron a Tranströmer a crear una red metafórica de dimensiones casi místicas. Entre los bosques, en las más nimias alteraciones de la luz, en los archipiélagos, en la contemplación de un tronco o el dibujo de una ola, Tranströmer dice encontrar “una dimensión especial de la realidad”. Precisamente en uno de sus poemarios más aclamados, Östersjöar (Bálticos, 1974), su poética lo conduce al recuerdo de una realidad cotidiana que pone en crisis el “aquí” y el “ahora”, desnudando la fragilidad de un presente tan fugaz como doloroso al que se le busca un sentido. Esa obra, en forma misteriosa, tendrá asimismo un alcance profético: al traer las imágenes del pasado, sus abuelos encarnan la idea de identidad y parentesco entre los vivos y los muertos, la última frontera que tiende a limitar y fragmentarlo todo. Recordé unos versos suyos y se los dije: “Una naturaleza muerta de troncos en la nieve me hizo pensar / Yo les pregunté: / ‘¿Me acompañan a mi infancia?’ / Me respondieron: ‘Sí’”. Tomas apenas sonrió. Un año más tarde a nuestro encuen-
tro, ya con el otoño encima, Tranströmer se convierte en triste hechicero de su destino. En un poema escrito bastante tiempo antes, nos habla de un joven músico que por motivos desconocidos es encarcelado y una vez superada la condena, sufre un accidente cerebral que deriva en una parálisis con afasia. Esto mismo le ocurriría al propio Tranströmer. El joven, no obstante, continúa con la música. Tomas también. En nuestro breve peregrinaje en torno a la isla Reimers, confesó que hubiese preferido dedicarse a la música antes que a la poesía, quizá sin saber que también su poesía es música. Su sentido del ritmo es muy poco habitual en la lengua sueca, en tanto su métrica comprimida, precisa, sabe exprimir a palabras sencillas su más íntimo significado. Accesible y misterioso a la vez, Tranströmer trabaja sobre la imagen -a veces fantástica, siempre equilibrada- con el virtuosismo de un compositor acostumbrado a crear tonos en el silencio con una orquesta de cristal. El poema que le dedica a Edvard Grieg, Un artista del norte, lo expresa con claridad: “Me he retirado hasta aquí arriba para toparme con el silencio”. En 2012, ya glorificado por el Nobel concedido un año antes, volví a verlo. El St Pauls Pappershandel, una pequeña librería y papelería de Mariatorget, encantador barrio de Estocolmo, le rinde permanente tributo: su voz atraviesa las paredes que desde 1888 transpiran palabras y poesía. Tomas no vivía lejos de allí. En sus palabras grabadas, Tranströmer trae su propia versión del Báltico, un punto onírico, definido como escenario de todos los mundos posibles. Y aunque fue un gran viajero y supo traducir los conflictos del hombre en otras latitudes (muchos de sus poemas refieren a estas experiencias ya desde el título: Huracán islandés, Funchal, Syros, Lisboa, Oklahoma…), su camino no supo de atajos y prefirió internarse en los paisajes invisibles de la realidad. En tal sentido, de todos sus viajes, Tranströmer siguió eligiendo el sueño como el periplo más perfecto: “Un poema no es otra cosa que un sueño que yo realizo en la vigilia. El sueño y el poema vienen de la misma persona. Tienen algunas leyes compartidas. Tengo una relación de mucho amor con el sueño.” El viernes 27 de marzo de 2015, Tomas Tranströmer se abrazó al sueño eterno. Al enterarme de la noticia, junto a la natural tristeza me golpeó el recuerdo de esa pregunta formulada hace algo más de cinco lustros: ¿cuáles eran los secretos en el camino que
POSTALES NEGRAS I La agenda llena, el futuro desconocido. El cable canturrea una canción sin patria Nieve sobre el mar plomizo. Sombras que luchan en el muelle. II En mitad de la vida sucede que llega la muerte y toma las medidas de una persona. Esta visita se olvida y la vida continúa. Pero el traje sigue siendo cosido en silencio. (De Svar på brev –Respuesta a una carta-, 1979)
NOTICIAS DE JULIO Quien yace de espaldas debajo de los árboles gigantes también está allá arriba. Se extiende en miles de ramas, se balancea hacia delante y hacia atrás, como si fuese una catapulta disparada en cámara lenta. Quien está de pie junto a los muelles orina en el agua. Los muelles envejecen más rápido que la gente. Tienen una madera azul platinada y piedras en el vientre. La luz cegadora llega hasta allí. Quien viaja todo el día en un barco abierto entre las ensenadas brillantes al final dormirá dentro de una lámpara azul mientras las islas reptan como grandes mariposas nocturnas sobre el cristal. (De Mörkseende –Visión Nocturna- 1970)
escondía su poesía? Me respondió que no lo sabía, que quizá fueran diferentes para cada peregrino, pero aún en la ignorancia lo importante radicaba en saber transmitirlos. No lo he olvidado, y como rito obligado, me abrí uno de sus libros al azar. Los ojos se detienen en otras palabras nómadas: “La tribu gitana recuerda, pero los alfabetizados olvidan. Anotan y olvidan.”
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Luis Brito, fotógrafo en búsqueda constante LAURA TERRÉ
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a muerto Luis Brito, fotógrafo venezolano que fue premio Nacional de Fotografía en su país en 1996 y director del departamento de Fotografía del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes entre 1971 y 1976. Además de participar en numerosas exposiciones en galerías y museos, trabajó para las revistas Imagen, Escena y Papel Literario. En el entorno internacional, publicó en Photo, Cambio 16, Fotografiaré y en los vespertinos italianos Paese y Corriere della Sera. En 1977 se trasladó a vivir a Roma para desarrollar un proyecto del Ministerio de Cultura venezolano, y luego, en 1980, se instaló en Barcelona. Fue uno de los fotógrafos de la galería Spectrum-Canon de Albert Guspi, donde expuso la serie A ras de Tierra, retratos de los pies de se-
Luis Brito, en Barcelona en enero de 2015. / JOAN TOMÁS
res humanos de todas partes. La intensidad de aquellas imágenes presentadas en un formato casi de contacto llamó poderosamente la atención del público, y por
ellas se le recuerda todavía hoy en España. A finales de los 80’ regresó a su país, donde trabajó como retratista y reportero para instituciones y revistas, pero siempre que podía volvía a Europa, Roma y Barcelona, donde había dejado la semilla de su amistad y cierto liderazgo entre fotógrafos. En los últimos años, la degradación de su país, el hundimiento del sueño bolivariano, empujó su imaginación hacia nuevas formas de denuncia en pequeños clips de vídeo en los que documentaba la decadencia de la autoestima y la pérdida de identidad de su pueblo. Por ejemplo, en lo que llamó Misión vuelvan mierda, la desintegración de las obras de arte en el espacio público de la ciudad de Caracas. Su raíz popular, humanismo y alegría vital, le llevaron a la constante búsqueda de entornos puros, alternativos a la estampa
oficial ya fuera del poder o de los otros. Subía a los barrios más peligrosos de Caracas para compartir con la gente cualquier tipo de rituales o festejos. Retrataba uno a uno a los habitantes de la Colonia Tovar —un reducto alemán en la Sierra del Ávila caraqueña—, desgranaba la fisonomía de los niños y los viejos en la apacible villa de Carora, al oeste del país, y en el este, en Río Caribe, su ciudad natal (1945), o en el Orinoco, donde compartía con los últimos indígenas el goce y la dureza de su realidad. Todo para convencerse, por repetición, de que el hombre bueno no había dejado de existir. Que la ambición, la molicie que había inoculado el petróleo en la gente, el dinero fácil que se había agotado junto a la dignidad, no habían comprado ni vendido el alma de los venezolanos. Pero el malestar ante la violencia, ante la pasividad de quienes podrían ejercer
el cambio, ante la injusticia y la arbitrariedad de la tiranía, la indiferencia de los poderosos ante las privaciones de los más pobres, el abuso cotidiano de los corruptos que acabaron con la clase media en su país, lo deprimía, lo desesperaban. Su débil corazón no aguantó esa presión y murió recién regresado a Caracas el pasado 1 de marzo, después de cinco meses de estancia en Europa. La mística, estética, política, lírica y la fuerza popular laten al unísono y dan vida a la obra total de Brito. Más allá del preciosismo de sus colores, de la exactitud de sus composiciones, el verdadero interés de su trabajo está en lo oscuro, en lo difícilmente apreciable, en lo indecible. Nos queda el tesoro de su archivo, como un mensaje de paz al oído de los que tendrán que vivir el ojo del huracán. (Laura Terré es historiadora de la fotografía y comisaria de exposiciones).
El libro de la vida de Virginia Woolf WINSTON MANRIQUE SABOGAL
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eintiséis años antes de que Virginia Woolf se hundiera en las frías aguas del río Ouse, en 1941, publicó su primera novela donde la vida de la protagonista termina de forma prematura, a la vez que avanza su renovador y magistral futuro literario. Lo hizo hace un siglo, el 26 de marzo de 1915, en una novela premonitoria titulada Fin de viaje. Ahí empezó su cuenta atrás, no solo al contar la historia de la joven Rachel Vinrace, donde criticaba el mundo de la época y rompía los esquemas de la narración, sino también por lo que anida en el libro de lo que fue y habría de ser su vida, su concepción de sí misma y sus últimas horas. Fin de viaje supone un ámbar biográfico y literario de Virginia Woolf (1882-1941) donde destellan las conexiones entre esa novela y los últimos días de la escritora: los dos hechos suceden casi al comienzo de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, respectivamente; ambos están precedidos por brotes psicóticos de la narradora y ensayista; la protagonista quiere desencorsetarse de la herencia victoriana y reivindica derechos de la mujer, mientras en la vida real, Woolf, con 59 años, ya es reconocida por todo ello y se enfrenta a
un mundo insospechado de cambios vertiginosos; es en esta historia donde aparece la señora Dalloway, una de las señas de identidad de la escritora inglesa; en la novela, el amor es un hallazgo, oscilante, que se intenta describir, algo en lo que Virginia Woolf insistió de manera infructuosa… y esto es el primer fogonazo entre su ópera prima y su adiós. Veintiséis años separan esos dos momentos conectados por un relámpago que lo ilumina todo al echar la vista atrás en las 949 páginas de Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus), de Irene Chikiar Bauer. Es la primera gran
biografía en español de una de las escritoras más influyentes del siglo XX y que desde el principio quiso romper esquemas narrativos y dar voz a la Voz, como el agua que fluye y siempre encuentra una salida. Hablan por ella La señora Dalloway, Al faro, Orlando, Las olas, Una habitación propia… Y aquí, Chikiar Bauer, periodista y escritora argentina, reconstruye esa existencia y muestra el ir y venir entre realidad y ficción. Virginia Woolf, dice la biógrafa, utilizó experiencias de su vida en sus libros, pero, precisa, no se puede “afirmar que la suya sea una escritura autobiográfica o de autoficción, aunque al contar con todo el material autobiográfico del que disponemos, sus cartas, sus diarios personales, ensayos y memorias, veamos que la temática de su literatura tiene que ver con cuestiones que le concernían personalmente”. Es la felicidad astillada. Siete años ha invertido la periodista en mostrarla en este volumen dividido en dos partes: la primera recoge sus 22 años iniciales, hasta la muerte de su padre en 1904 (periodo en el cual nacen sus demonios, para bien y para mal, y que la espolean: el padre en la torre de marfil, la madre vigilante, su hermana Vanessa, pintora, y la sombra del incesto por culpa de uno de sus hermanastros).
La segunda parte es el resto de su vida, año a año. Supone un asomo al universo Virginia Woolf, que pendula entre las huellas de la época victoriana y las dos guerras mundiales y, en medio, el mundo que se abre al modernismo y al que ella misma contribuye con su literatura o grupos como el de Bloomsbury. Como colofón, su vida en fotografías. Casi todo y toda ella está en Fin de viaje. Es como el libro de la vida de su vida, escrito 26 años antes de morir, y que Irene Chikiar reconstruye: “Lo empezó en el verano de 1907 y lo envió a la editorial en 1913, hasta que se publicó el 26 de marzo de 1915. Buscó, como en sus principales libros, experimentar maneras menos convencionales de tratar el argumento y los personajes, lo cual requería salirse de los cánones establecidos. Se puede decir que Fin de viaje refleja las preocupaciones de Virginia Woolf durante su adolescencia y primera juventud, siendo centrales cuestiones como las dificultades en las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes, la ignorancia sexual y el lugar en la sociedad que ocupaban las jóvenes de su clase, e incluso el efecto de la muerte prematura de la madre”. Ya en esa obra señala la necesidad de un cuarto propio para la protagonista, “donde poder tocar música, leer, meditar, desafiar al
mundo, habitación que podía convertir en fortaleza y santuario”. Y así lo hizo ella misma hasta el final, sin dejar de trabajar los temas que la conectaron con Fin de viaje… En la historia de Rachel, el amor y la felicidad, su búsqueda con el joven Terence Hewet, es frustrada, y “la cuestión sexual no se aborda”, mientras la escritora y Leonard sí se casaron, pero llevaron una vida sentimental singular donde, tanto en la novela como en la realidad, el amor va más allá de lo terrenal y su realización está impregnada de un aire de imposibilidad; la atracción homosexual parece aletear alrededor de la joven protagonista y se concreta en la autora. Rachel enferma y muere prematuramente, mientras la escritora se suicida. Tras la muerte de ambas, mientras en la novela se dice: “Nunca dos personas han sido tan felices como lo hemos sido nosotros. Nadie ha amado nunca como nos hemos amado nosotros”; en el mundo real, Virginia Woolf dejó una carta a su marido cuyas últimas palabras son: “No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que fuimos tú y yo”. Y todo ocurrió un viernes. Un viernes 26 de marzo de 1915 Virginia Woolf dio a conocer su mundo literario en Fin de viaje y un viernes, 26 años después, ella dijo adiós.
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John Simenon: “Mi padre fue un genio” LAURA FERNÁNDEZ
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eorges Simenon se tomaba en serio su trabajo. Tan en serio como lo haría un oficinista. Mejor, un médico. Abría consulta a las nueve de la mañana y tecleaba (o escribía a mano) hasta las cinco. Y en diez días tenía lista la historia a la que había empezado a darle vueltas hacía tres semanas. Y apenas le bastaban cinco días más para corregirla. Así fue como escribió las 194 novelas que llevan su nombre, y la treintena que firmó con hasta 27 seudónimos. Voluminosa obra que, en su momento, fue juzgada simple por la crítica. “No le entendieron. Su obsesión era la de llegar al núcleo de lo que somos. Presentar al hombre desnudo. Y empleó 10 años en dar con la mejor manera de llegar a él. Y esa manera era una manera sencilla”, dice John Simenon, segundo hijo del escritor (el primero con su segunda mujer), cuyo trabajo consiste en administrar el legado de su prolífico padre. Es por eso que relee a menudo alguna de sus novelas. Siempre hay una adaptación en marcha. La última, tiene que como protagonista (televisivo) a Rowan Atkinson, es decir, a Mr. Bean. “No está bien que lo diga yo, pero mi padre fue un genio. Conseguir alcanzar la combinación perfecta entre el tema y el estilo no es nada fácil. Pero no soy el único que opina que cuando en una novela de mi padre lees “llueve”, ves la lluvia. Eso es Simenon”, insiste John, que no escribe porque le resulta demasiado costoso. En su lugar, viaja por el mundo protegiendo el legado de su padre. Es por eso que ahora mismo está sentado ante una taza de té en un luminoso hotel barcelonés. La editora al frente de Acantilado, Sandra Ollo, acaba de marcharse. Han tenido una reunión a primera hora. Todo en orden. Acantilado va a seguir reeditando la obra de su padre y, en breve, pondrá en librerías la única suerte de autobiografía novelada que escribió Simenon: “Pedigrí”. Pregunta.- Al acto compulsivo de escribir, de su padre, debe sumársele el acto compulsivo del lector, que una vez entra en el universo Maigret, no puede escapar de él.
Foto: Santi Cogolludo
¿Cuál cree que es el secreto? Respuesta.- No puedo responder por él, pero sí puedo responder como lector. Leer los libros de mi padre es algo adictivo. Y lo es porque todos tocan algún aspecto de lo complejo del ser humano. No hablan de sí mismos, hablan de todos nosotros. Cuando lees uno de los libros de mi padre, no piensas en lo que estás leyendo, pero cuando lo acabas, no puedes dejar de pensar en lo que has leído. Hay más preguntas que respuestas. Y supongo que como lector es inevitable buscar respuestas. Por eso lees otro. Y otro más.
era niño? R.- No, siempre nos contaba cosas de su vida, nunca nos contó cuentos.
P.- Si estaba tan interesado por la naturaleza humana, ¿qué le interesó del ‘noir’? ¿Lo encontraba la mejor manera de explorar esa naturaleza?
P.- Y todos esos libros, ¿no le robaron demasiado tiempo? ¿No lo alejaron de su familia? R.- En absoluto. Él se consideraba antes un padre que un escritor. Es curioso como muchos otros artistas tienden a encerrarse en sí mismos y abandonar a los que le rodean. Mi padre no era así. Era justo lo contrario. Siempre estaba. Éramos clave para su existencia. Pero daba tanto que la sensación era que tú también debías hacerlo. En ese sentido, nos criamos en un entorno exigente en cuanto a la ética de la vida. Era difícil alcanzar sus expectativas porque era, por encima de todo, un buen hombre. Al leerlo, también reconozco en lo que escribió, esa filosofía. La sensación era la de que nosotros compartíamos nuestras angustias con él, y él nos las quitaba. La mayor parte de las veces sucede lo contrario, es el artista quien envenena su entorno con su angustia.
R.- Es cierto que todas las novelas de mi padre pueden considerarse un “noir”, incluidas aquellas que él consideraba novelas “duras” y que no estaban protagonizadas por Maigret. Creo que la respuesta es que le interesaba la figura del investigador. Que en unas era Maigret y en otras (las “duras”) era el lector. Tener un investigador en la novela para él era como tenerlo todo a tu alcance. Un investigador puede abrir todas las puertas. Decía que le resultaba más fácil construir una historia si tenía en mente la figura del investigador.
P.- Dijo usted en una ocasión en ese sentido que podría leerse la biografía de su padre a través de sus libros, que en todos había un pedazo de lo que había sido en el momento en concreto en que lo había escrito. R.- No es exactamente así. Mi padre tenía un cuaderno y ese cuaderno era su vida. Vivía y a partir de su vida, creaba. Nunca investigaba para escribir, pero sí que para poder hablar de un banquero tenía que haber conocido a uno. Tenía una increíble sed de humanidad. Quería conocer a todo el mundo.
P.- ¿Le contaba cuentos cuando
P.- Pero sin embargo se expuso en
P.- ¿Qué clase de preguntas? R.- Preguntas sobre uno mismo. A través de los libros de mi padre he descubierto muchas cosas sobre mí mismo. Y creo que es algo que les ocurre a todos sus lectores. Uno sabe más sobre sí mismo después de leerlo.
numerosas ocasiones. R.- Mi padre era muy pudoroso pero a la vez era brutalmente sincero. Tenía que decirlo siempre todo. No quería sentir que se estaba censurando. Solía decir: “Prefiero que me odien por quien soy, a que me quieran por quien no soy”. No podía tratar de encontrar al hombre desnudo, cuando escribía, y vestirse, cuando hablaba. No hubiera tenido sentido. Lo más lógico es que fuese honesto. De una honestidad brutal. En este punto, se refiere, John, al hecho de que su padre se mantuvo neutral durante la ocupación nazi. “¿Qué podía hacer? Tenía una familia, tenía que escribir. Había otros escritores que daban su pleno apoyo a Hitler. Escribían cosas en los diarios. Él no lo hizo. Se limitó a seguir con su vida”, dice. Y añade que, en realidad, a Georges Simenon nunca le interesó la política. Que, más bien, la despreció. “Se consideraba un anarquista que seguía la ley. Creía en la libertad, en ser lo más libre que pudiera ser como individuo respetando la ley”. La taza de té sigue intacta. P.- Despreciaba la política pero amaba sobremanera a las mujeres. R.- Oh, la famosa pregunta. P.- Sí, sus 10.000 mujeres. R.- Yo estaba presente cuando dijo esa frase. Era en una conversación con Fellini. Habían estado hablando de Casanova. Fellini decía que despreciaba a Casanova. Decía que era un idiota. Y mi padre soltó: “Ni siquiera fue un gran amante, sólo se acostó con poco más de 100 mujeres. Y mírame a mí, debo haberlo hecho con 10.000”. No se estaba refiriendo a 10.000 mujeres distintas, sino a que debía haberlo hecho 10.000 veces. Mi padre no fue un gran seductor, pensemos que vivió en una época en la que la mayor parte de las relaciones sexuales se mantenían en burdeles, con lo que no era necesario ser un gran seductor. Aunque nunca he conocido a una mujer que no se sintiera atraída por él. Yo creo que lo que les atraía era su profunda humanidad. Es curioso, hoy sus lectores son, en su mayoría, mujeres.
P.- ¿Cree que su relación su madre pudo marcar su obsesión con las mujeres? R.- No soy psiquiatra, pero sí es cierto que el hecho de que no se sintiera querido por su madre nunca, pudo impulsarle a buscar el amor de una mujer de forma compulsiva. Pero tal vez si su madre le hubiera querido, no habría sido escritor. P.- ¿Y su madre, cómo vivía todas esas aventuras? R.- ¿Mi madre? Bueno, ellos habían llegado a un acuerdo. Él, en su brutal sinceridad, le dijo que se casarían, sí, pero que necesitaba sexo, y que lo tendría. No quería sentirse atrapado, encadenado. Quería sentirse libre sin engañarla. Y ella aceptó. Su relación, de todas formas, fue muy compleja. Eran dos personas que acarreaban sus propias angustias y que se apoyaron durante mucho tiempo, hasta que se volvieron destructivos el uno con el otro. No hubo una víctima. Los dos lo fueron. Supongo que si mi padre hubiera sido capaz de hacer frente a las debilidades de mi madre, tampoco hubiera sido escritor. P.- Hablando de escritores, ¿tenía algunos favoritos? ¿Qué había en su biblioteca? R.- Uhm. Para cuando yo llegué, ya lo había leído todo. Decía que había leído a sus escritores favoritos a los 20 años. Ya no tenía sus libros cuando nací. Pero le gustaban los rusos. Gogol, Dostoievksi, Pushkin. También le gustaba Stevenson. Y Conrad, Melville, Faulkner, Steinbeck. Había leído mucho a Nietzsche y a Freud también. Cuando yo nací, leía sobre todo biografías y ensayos científicos. Leía periódicos en inglés y en francés. Seis o siete al día. De hecho, empezó siendo periodista. Pero nunca fue un buen periodista. P.- ¿Y qué hay de Maigret? ¿Llegó a aborrecerlo? R.- No. Nunca se cansó de él. Decía que era casi como un medio hermano. Y lo aborrecía a veces como se aborrece a los parientes pesados. Decía que estaba cansado de tenerlo en casa. De llevarlo un poco a todas partes. Pero lo había aceptado como uno más de la familia.