Suplemento Cultural Contenido 16-05-15

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Crónicas del Olvido

BUITRES EN LA SABANA, RELATO SIN ESPEJISMOS ALBERTO HERNÁNDEZ

Funes o Zamora y de tanto bandolero que usó el paisaje de nuestro gentilicio para mancharlo de sangre y terror. Quiero decir: mi lectura fue hecha con las vísceras. Desde el miedo que hoy amarga la existencia de tanto venezolano, llanero o no, que ha sido y es víctima de los atropellos del poder, de la ambición, del odio y la carga genética de una historia que no termina de cerrarse.

Has oído la llamada de los muertos… Paul Auster, Diario de invierno 1.-

Este relato, la historia de estos personajes y de la tierra que los silencia, me toca muy de cerca. La metáfora que se encumbra en el cielo del llano se precipita con la violencia de una naturaleza que siempre ha estado presente en ese paisaje. La muerte, convertida en las sílabas que las sombras preparan para sus víctimas, aparece y desaparece de día y de noche. Entonces, los espejismos, los aparecidos, las venganzas, las pesadillas con los ojos abiertos. Un animal alado, carroñero, vigila la travesía de hombres y bestias. El llano es el trasunto de un testimonio extraviado. Quienes se pierden en sus caminos terminan devorados por los zamuros, los buitres, los perros y cerdos del monte. Entonces, el llano, esa inmensidad telúricamente misteriosa, se revela con toda su fuerza y actúa. Una novela que estructura la semiotización de varios crímenes, de allí que Buitres en la sabana sea esa metáfora en la que flotan nombres y lugares atravesados por una historia de amor rodeada por la voracidad de la tragedia. He aquí que quien narra vuelca toda su desnudez hacia un país que se borra en su mapa. Un país demonizado por aquellos que escogieron la vía más fácil de enriquecerse: a través del poder político y de la fuerza bruta. Muerte y amor se conjugan en una tradición de la escritura del llano, pero anclada en la realidad de un tiempo que se mueve: un allá y un acá cronológicos. El tiempo es la geografía ambulante. Buitres en la sabana es una epopeya que trasciende y se convierte en un asunto forense, en el que las historias personales más íntimas enriquecen la concepción simbólica de la muerte. El llano, sus leyes, sus reglas, forman parte de un entramado que da cuenta del legado de una cultura en la que toman parte viejas concepciones sobre

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la propiedad de la tierra, la vigencia de un espectro denominado “Ley del llano” que, sin estar escrita, destaca su rigor cuando se pone en práctica. En otras palabras, o en las mismas de arriba, la llamada ley del llano es la muerte, traducida en atentados, secuestros, abigeato, desapariciones, destrucción de propiedades, etc. 2.-

Sin querer alterar el orden anímico de oyentes y lectores, esta ley se está extendiendo por todo el país desde los reservorios de prisioneros, lo que indica la cercanía de esta novela con la realidad más cruda del país que hoy nos toca sufrir. Las vidas de los personajes principales, una periodista de investigación, y un hijo de inmigrantes dedicado a la cultura de la tierra en un estado llanero, quien estudió en una universidad de los Estados Unidos, permiten percibir que nuestro imaginario postcolonial sigue vigente. Y cuando digo imaginario digo calco, digo clonación de eventos que se habían superado: María Valentina y Flavio Gagliardi son las justificaciones actantes para desarrollar una historia

de amor rodeada de sobresaltos que son partes noticiosos, tan frecuentes en estos días: invasión de tierras protagonizados por funcionarios del gobierno, atentados provocados por una guerrilla fundada en algunos propietarios afectos al poder, penetración de poderes extranjeros armados en los campos de esa región del país, corrupción judicial, policial y militar. Una trama que hoy es la frecuencia de nuestra diaria respiración. Flavio Gagliradi es acosado por quienes tienen el poder político en sus manos. Finalmente es asesinado por uno de los sicarios que obedece órdenes de ese mismo poder. La justicia no existe. El derecho es solo una pantomima para los que deben tomar las decisiones en los tribunales. También el abogado de Gagliardi es asesinado. El homicida, cabeza de un grupo de sicarios, logra la libertad gracias a sus relaciones con el régimen. Si a alguien no les suena parecido, es porque vive en otra región del planeta. Los ejes accionales adventicios que rodean la vida de María Valentina y Flavio determinan el cierre de la historia que, como referentes o cuñas

narrativas, ven terminado su ciclo. La muerte se ha quedado instalada en la mirada del lector. La justicia nunca llega. Esta novela se soporta en muchos espejismos que, como lectores, muchos no han querido reconocer que han sucedido. Más allá de la ficción, más allá de los símbolos que queramos elaborar alrededor de la obra, nos cuestiona el hecho de formar parte de una hora negra del país. Tristemente, mi lectura me condujo a cuestionar la realidad. No la ficción. La que leo en sus páginas es la misma que a diario veo en los periódicos. O me ha tocado vivir como originario del lano. Nada me es ajeno en esta obra de Marisol Marrero. No sé si el lector buscará en ella matices literarios que embellezcan el momento de abrir y cerrar sus páginas. A mí, particularmente, me regresó a tantos nombres desaparecidos en mi tierra. Tantos cuerpos abaleados, ahogados en ríos y lagunas, asesinados a mansalva, como aquel personaje de García Márquez en Crónica de una muerte anunciada. Colgados de árboles en plena sabana, cubiertos por los mismos zamuros de Boves,

Buitres de la sabana, una novela con un título nada cercano a nuestra urbanidad, no ayuda a sosegarnos. Nos involucra, nos asusta. Pero a la vez nos fortalece por la valentía de una mujer que no descansó hasta dar con el nombre de quienes mataron a Flavio Gagliardi y a su abogado y amigo. Una periodista que buceó, aun con el pecho apretado, en las aguas oscuras del crimen hasta dar con una verdad que a la larga quedó flotando en la vergüenza, al no hallar lo asesinados la justicia que sus familiares buscaban. Al cerrar el libro o la pantalla, soy parte de ese espejismo. Soy parte del cuerpo que recibió varios disparos en la cabeza. Mi cadáver naufraga en estas páginas con el nombre de Flavio Gagliardi, un dolor multiplicado en los nombres de tantos seres humanos perseguidos, acosados, arruinados, asaltados, criminalizados, expropiados, insultados, humillados y ofendidos por las sombras que ambulan por la geografía de un país convertido en papel por el talento narrativo de Marisol Marrero. El mismo país que nos abruma en nuestros campos y calles. Los buitres no terminan de hartarse. No hay espejismos. Las bestias aladas dejan sus huellas sobre el barro fresco.

No eres una persona que vea cosas que no existen, y aunque a menudo te haya desconcertado lo que estabas viendo, no eres propenso a alucinaciones ni a fantásticas alteraciones de la realidad Paul Auster (Diario de invierno)


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Lucila Palacios, la tercera novelista EDUARDO CASANOVA

Lucila Palacios, cuyo nombre real era Mercedes Carvajal de Arocha, a pesar de que en muchos sentidos representó un retroceso en comparación con los colosos que la precedieron en la novelística, tuvo grandes méritos: entre ellos el ser la tercera mujer que afrontó con decisión y una gran valentía la tarea de ser escritora, el haber perseverado en la novelística hasta convertirse, con sus doce títulos, en mucho más prolífica que todos sus antecesores y que casi todos sus sucesores, y el ser la primera mujer que alcanzó el honor de ser Miembro de Número de la Academia Venezolana de la Lengua Española. Quizá sus novelas, en general, no tuvieron la misma calidad que las de José Rafael Pocaterra, o Rómulo Gallegos o Teresa de la Parra o Mariano Picón Salas, ni las de Ramón Díaz Sánchez, Antonio Arráiz, Antonia Palacios o Arturo Uslar Pietri, pero sí un nivel digno que coloca su nombre entre los de los buenos escritores de nuestro país. Nació en la isla de Trinidad, que siempre ha tenido una relación especialísima con el Oriente de Venezuela, y en especial con la Guayana venezolana (que es el Estado Bolívar) el 8 de noviembre de 1902. Su infancia y juventud en poco difirieron de las de la inmensa mayoría de las mujeres de su tiempo, excepto por su decisión de dedicarse a las letras. Se casó con el guayanés Carlos Arocha, y al empezar su carrera de escritora adoptó el seudónimo Lucila Palacios, Lucila en honor a Gabriela Mistral (Lucila de María del Perpetuo Socorro Go-

doy Alcayaga) y Palacios por la familia materna de Simón Bolívar. En 1937 publicó su primera novela, Los buzos, en 1940 la segunda, Rebeldía, en 1943 la tercera, La gran serpiente, y en 1944 dio a conocer la cuarta, Tres palabras y una mujer, que le valió el Premio Literario de la Asociación Cultural Interamericana de Caracas. Las cuatro fueron editadas en Caracas. Esa rápida sucesión de obras la dio a conocer en los medios intelectuales de Venezuela. Relacionada con el partido Acción Democrática, fue diputada por el estado Bolívar en

la Constituyente de 1947 y Senadora para el período 1940-1953, pero a causa del golpe de estado de 1948, sólo pudo actuar en el Congreso por unos meses. Durante la dictadura militar mantuvo una posición valiente, pero disminuyó su producción novelística, que se reanudó en 1951 con Cubil, editada en Caracas. En 1958, ya vuelta la democracia al país, publicó en Caracas dos novelas El corcel de las crines albas y El día de Caín. Al año siguiente se editó en México Signos en el tiempo, y en 1960 Tiempo de Siega, en Caracas. En 1963 fue

designada embajadora de Venezuela en Uruguay, y fue en Montevideo en donde se publicó su décima novela, Ayer violento, mientras que la undécima, La piedra en el vacío, apareció en Caracas en 1970, y la duodécima y última, Reducto de soledad, de tema muy distinto a los de las anteriores, fue publicada también en Caracas en 1975. En 1944, además del premio por Tres palabras y una mujer, recibió el Premio Municipal de Literatura Infantil por la obra teatral Juan se durmió en la torre y en 1949 recibió el premio literario “Arísti-

des Rojas”. Fue la primera mujer en ingresar a la Academia Venezolana de la Lengua. Toda su vida luchó por los derechos de las mujeres en un país que se había destacado por irrespetarlos, y en ese terreno consiguió grandes avances. En 1991, tres años antes de su desaparición, el Círculo de Escritores de Venezuela creó en su honor el Premio “Lucila Palacios” que corresponde al escritor del Año. Dos mese y pocos días antes de cumplir los 92 años, el 31 de agosto de 1994, murió en Caracas universalmente respetada.


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Luis Brito, fotógrafo en búsqueda constante LAURA TERRÉ

Luis Brito, en Barcelona enero de 2015. / JOAN TOMÁS

Ha muerto Luis Brito, fotógrafo venezolano que fue premio Nacional de Fotografía en su país en 1996 y director del departamento de Fotografía del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes entre 1971 y 1976. Además de participar en numerosas exposiciones en galerías y museos, trabajó para las revistas Imagen, Escena y Papel Literario. En el entorno internacional, publicó en Photo, Cambio 16, Fotografare y en los vespertinos italianos Paese y Corriere della Sera. En 1977 se trasladó a vivir a Roma para desarrollar un proyecto del Ministerio de Cultura venezolano, y luego, en 1980, se instaló en Barcelona. Fue uno de los fotógrafos de la galería Spectrum-Canon de Albert Guspi, donde expuso la serie Aras de Tierra, retratos de los pies de seres humanos de todas partes. La intensidad de aquellas imágenes presentadas en un formato casi de contacto llamó poderosamente la atención del público, y por ellas se le recuerda todavía hoy en España. A finales de los ochenta regresó a su país, donde trabajó como retratista y reportero para instituciones y revistas, pero siempre que podía volvía a Europa, Roma, y Barcelona, donde había dejado la semilla de su amistad y cierto liderazgo entre fotógrafos. En los últimos años, la degradación de su país, el hundimiento del sueño bolivariano, empujó su imaginación hacia nuevas formas de denuncia en pequeños clips de vídeo en los que documen-

taba la decadencia de la autoestima y la pérdida de identidad de su pueblo. Por ejemplo, en lo que llamó Misión vuelvan mierda, la desintegración de las obras de arte en el

espacio público de la ciudad de Caracas. Su raíz popular, humanismo, y alegría vital, le llevaron a la constante búsqueda de entornos puros, alternativos a la es-

tampa oficial ya fuera del poder o de los otros. Subía a los barrios más peligrosos de Caracas para compartir con la gente cualquier tipo de rituales o festejos. Retrataba uno a

uno a los habitantes de la colonia Tovar —un reducto alemán en la sierra del Ávila caraqueña—, desgranaba la fisonomía de los niños y los viejos en la apacible villa de Carora, al oeste del país, y en el este, en Río Caribe, su ciudad natal (1945), o en el Orinoco, donde compartía con los últimos indígenas el goce y la dureza de su realidad. Todo para convencerse, por repetición, de que el hombre bueno no había dejado de existir. Que la ambición, la molicie que había inoculado el petróleo en la gente, el dinero fácil que se había agotado junto a la dignidad, no habían comprado ni vendido el alma de los venezolanos. Pero el malestar ante la violencia, ante la pasividad de quienes podrían ejercer el cambio, ante la injusticia y la arbitrariedad de la tiranía, la indiferencia de los poderosos ante las privaciones de los más pobres, el abuso cotidiano de los corruptos que acabaron con la clase media en su país, lo deprimían, lo desesperaban. Su débil corazón no aguantó esa presión y murió recién regresado a Caracas el pasado 1 de marzo, después de cinco meses de estancia en Europa. La mística, la estética, la política, la lírica y la fuerza popular laten al unísono y dan vida a la obra total de Brito. Más allá del preciosismo de sus colores, de la exactitud de sus composiciones, el verdadero interés de su trabajo está en lo oscuro, en lo difícilmente apreciable, en lo indecible. Nos queda el tesoro de su archivo, como un mensaje de paz al oído de los que tendrán que vivir el ojo del huracán. Laura Terré es historiadora de la fotografía y comisaria de exposiciones.


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Secretos en el camino TEXTO Y TRADUCCIONES: CHRISTIAN KUPCHIK Hemligheter på vägen. Secretos en el camino. Ese es el título del segundo libro de Tomas Tranströmer, al que leí casi treinta años después de su edición original. La fascinación fue tan inmediata como absoluta. De forma extraña, ese desconocido indagaba sobre mis propios “secretos en el camino”. Cabe destacar que por entonces Tranströmer era visto con respeto pero también cierta distancia en los medios culturales suecos. Los años ’60 y ’70 abundaron entre una suerte de realismo social bastante pedestre y un experimentalismo sin demasiado vuelo en el que el delicado equilibrio intimista de Tranströmer no encontraba del todo cabida. Uno de sus libros, Bálticos (1974), fue descubierto por el poeta norteamericano Robert Bly -quien encontró en Tranströmer a uno de los mejores europeos de su generación- y su obra, lenta pero implacablemente fue extendiéndose hacia otras lenguas. Yo, que tenía la absurda pretensión de aprender sueco –al menos su sensibilidad- a través de la poesía, comencé a leerlo con fruición al principio, y luego me entregué a sucesivos intentos por llevarlo al español. Todo esto, por supuesto, tan en secreto como los caminos transitados por Tomas y por mí, y sin ninguna intención que no fuese acercarme más a la raíz de su poética. El desafío, si bien no era sencillo, me comprometía cada vez más. La dificultad esencial, pude descubrir, pasaba por desentrañar la particular musicalidad que Tranströmer le infundía a la lengua sueca. La música siempre estuvo muy cercana a su espíritu (de hecho, tocaba el piano y dicen que muy bien), y llevar el ritmo y la prosodia de su poesía al castellano por momentos parecía una causa perdida. No obstante, capturados unos cuantos poemas y dada la imposibilidad de interesar a una editorial española por ellos, resolví publicarlos por mi cuenta en Suecia. El intento, claro, respondía al veneno perfumado de su poesía. Hice una plaqueta que titulé Postales Negras, como uno de sus poemas, y en la tapa se reproducía una postal antigua con una estampilla (real) pegada. Un sello diferente y de diversos países por cada ejemplar, convirtiéndolos así en piezas únicas. Ahí tuve mi primer contacto con Tomas. Le envié de regalo una cantidad de plaquetas a Västerås, la ciudad del sur donde vivía. Me respondió con una carta conmovedora y a partir de

SECRETOS EN EL CAMINO La luz del día dio de lleno en el rostro de quien dormía. Tuvo un sueño mucho más vivo pero no despertó. La oscuridad dio de lleno en el rostro de un caminante bajo los impacientes, intensos rayos de sol. De pronto oscureció como por una fuerte lluvia. Yo estaba en una habitación que contenía todos los instantes -un museo de mariposas. Y el sol, aún tan fuerte como antes, pintaba el mundo con sus pinceles impacientes.

(De Hemligheten på vägen -Secretos en el Camino–, 1958)

POSTALES NEGRAS

allí tuvimos cierto contacto. Alguna llamada telefónica, una breve misiva, nada significativo. Pocas palabras, pero sólidas. Como su poesía. Los primeros días de junio de 1989 el sol de medianoche se prometía más cálido que nunca: faltaba poco para el nacimiento de mi segunda hija, Mikaela. Fue entonces que el timbre de mi puerta sonó con otra música. Inesperadamente, encontré a un hombre alto, tímido y delgado, con un libro tan delgado como él entre las largas manos. De pianista. Era Tomas. Estaba por unas horas en Estocolmo y quería entregarme su última ofrenda, För levande och döda (Para vivos y muertos). La misma debilidad que sentía por los arcanos de la naturaleza, Tranströmer la transmitía para traspasar las fronteras entre los dos mundos. Caminamos durante horas entre lagos y bosques, y él parecía descifrar nuevos misterios en cada pequeño indicio de cuanto nos rodeaba. Con voz serena y pausada, me contó de sus días en Västerås, la calidez naranja del otoño, la suave compañía del crepúsculo, la complicidad del piano. Por entonces trabajaba como psicólogo con la materia viva del dolor, en cárceles con delincuentes juveniles y también con personas que padecen dificultades motrices. Estas experiencias, en contrapunto con la libertad ilimitada que el poeta siente que le ofrece el contacto con la naturaleza y el dramatismo de sus metamorfosis climáticas en el Norte, llevaron a Tranströmer a crear una red metafórica de dimensiones casi místicas. Entre los bosques, en las más nimias alteraciones de la luz, en los archipiélagos, en la contemplación de un tronco o el dibujo de una ola, Tranströmer dice encontrar “una dimensión especial de la realidad”. Precisamente en uno de sus poemarios más aclamados, Östersjöar (Bálticos,

1974), su poética lo conduce al recuerdo de una realidad cotidiana que pone en crisis el “aquí” y el “ahora”, desnudando la fragilidad de un presente tan fugaz como doloroso al que se le busca un sentido. Esa obra, en forma misteriosa, tendrá asimismo un alcance profético: al traer las imágenes del pasado, sus abuelos encarnan la idea de identidad y parentesco entre los vivos y los muertos, la última frontera que tiende a limitar y fragmentarlo todo. Recordé unos versos suyos y se los dije: “Una naturaleza muerta de troncos en la nieve me hizo pensar / Yo les pregunté: / ‘¿Me acompañan a mi infancia?’ / Me respondieron: ‘Sí’”. Tomas apenas sonrió. Un año más tarde a nuestro encuentro, ya con el otoño encima, Tranströmer se convierte en triste hechicero de su destino. En un poema escrito bastante tiempo antes, nos habla de un joven músico que por motivos desconocidos es encarcelado y una vez superada la condena, sufre un accidente cerebral que deriva en una parálisis con afasia. Esto mismo le ocurriría al propio Tranströmer. El joven, no obstante, continúa con la música. Tomas también. En nuestro breve peregrinaje en torno a la isla Reimers, confesó que hubiese preferido dedicarse a la música antes que a la poesía, quizá sin saber que también su poesía es música. Su sentido del ritmo es muy poco habitual en la lengua sueca, en tanto su métrica comprimida, precisa, sabe exprimir a palabras sencillas su más íntimo significado. Accesible y misterioso a la vez, Tranströmer trabaja sobre la imagen –a veces fantástica, siempre equilibrada- con el virtuosismo de un compositor acostumbrado a crear tonos en el silencio con una orquesta de cristal. El poema que le dedica a Edvard Grieg, Un artista del norte, lo expresa con claridad: “Me he retirado hasta aquí arriba para toparme con

el silencio”. En 2012, ya glorificado por el Nobel concedido un año antes, volví a verlo. El S:t Pauls Pappershandel, una pequeña librería y papelería de Mariatorget, encantador barrio de Estocolmo, le rinde permanente tributo: su voz atraviesa las paredes que desde 1888 transpiran palabras y poesía. Tomas no vivía lejos de allí. En sus palabras grabadas, Tranströmer trae su propia versión del Báltico, un punto onírico, definido como escenario de todos los mundos posibles. Y aunque fue un gran viajero y supo traducir los conflictos del hombre en otras latitudes (muchos de sus poemas refieren a estas experiencias ya desde el título: Huracán islandés, Funchal, Syros, Lisboa, Oklahoma…), su camino no supo de atajos y prefirió internarse en los paisajes invisibles de la realidad. En tal sentido, de todos sus viajes, Tranströmer siguió eligiendo el sueño como el periplo más perfecto: “Un poema no es otra cosa que un sueño que yo realizo en la vigilia. El sueño y el poema vienen de la misma persona. Tienen algunas leyes compartidas. Tengo una relación de mucho amor con el sueño.” El viernes 27 de marzo de 2015, Tomas Tranströmer se abrazó al sueño eterno. Al enterarme de la noticia, junto a la natural tristeza me golpeó el recuerdo de esa pregunta formulada hace algo más de cinco lustros: ¿cuáles eran los secretos en el camino que escondía su poesía? Me respondió que no lo sabía, que quizá fueran diferentes para cada peregrino, pero aún en la ignorancia lo importante radicaba en saber transmitirlos. No lo he olvidado, y como rito obligado, me abrí uno de sus libros al azar. Los ojos se detienen en otras palabras nómadas: “La tribu gitana recuerda, pero los alfabetizados olvidan. Anotan y olvidan.”

I La agenda llena, el futuro desconocido. El cable canturrea una canción sin patria Nieve sobre el mar plomizo. Sombras que luchan en el muelle. II En mitad de la vida sucede que llega la muerte y toma las medidas de una persona. Esta visita se olvida y la vida continúa. Pero el traje sigue siendo cosido en silencio.

(De Svar på brev –Respuesta a una carta-, 1979)

NOTICIAS DE JULIO

Quien yace de espaldas debajo de los árboles gigantes también está allá arriba. Se extiende en miles de ramas, se balancea hacia delante y hacia atrás, como si fuese una catapulta disparada en cámara lenta. Quien está de pie junto a los muelles orina en el agua. Los muelles envejecen más rápido que la gente. Tienen una madera azul platinada y piedras en el vientre. La luz cegadora llega hasta allí. Quien viaja todo el día en un barco abierto entre las ensenadas brillantes al final dormirá dentro de una lámpara azul mientras las islas reptan como grandes mariposas nocturnas sobre el cristal.

(De Mörkseende –Visión Nocturna- 1970)

TAÑIDO

Y el mirlo su canción sopló en los huesos de los muertos. Estábamos bajo un árbol y sentimos cómo el tiempo se hundía y se hundía. El cementerio y el patio de la escuela se encontraron y se abrazaron el uno en el otro como dos corrientes marinas. El tañido de las campanas ascendió cautivo por la suave palanca del planeador. Un silencio aún más enorme se desplomó sobre la tierra y los tranquilos pasos de un árbol, los tranquilos pasos de un árbol.

(De Den halvfärdiga himlen –El cielo a medio hacer- 1962)


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