Suplemento Cultural Contenido 20-12-14

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Contrapastoral

LOS CUENTOS REGRESIVOS DE JOHN MONTAÑEZ ALBERTO HERNÁNDEZ

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or estas páginas anda un personaje, el tiempo que se detiene, un tiempo que observa en nombre de alguien que se hace llamar, convocar por sus propias peripecias. El narrador, consciente de su aventura, ha diversificado la mirada y ha construido un universo en el que el lector –el lector avisado y avezado- logra asirse para también formar parte de las historias que John Montañez recoge y cuenta. Cuentos regresivos tiene que ver con la memoria hacia el pasado, un estadio detenido, hacia un lugar donde los años y las horas que se han vivido y hasta no vivido durante la infancia, la adolescencia y una ficción abastecen al narrador de territorios próximos a la muerte, la nostalgia, el amor, el crimen, la ironía, el humor y otras andanzas temáticas que hacen de esta obra un lugar para respirar con dilatación cardíaca, sobre todo cuando quien desata las historias entra en el mundo del misterio. Cuentos regresivos traduce los instantes en que el narrador sucumbe ante los temas. Se vale de todos ellos para entrar y salir airoso de un mundo en el que quien accede como lector emerge hecho personaje. 2.Las historias que hacen este tomo de Montañez transcurren entre la realidad y la fantasía, entre la duermevela y el sobresalto. Son vertientes de un mismo río narrativo: todas las historias están atadas a un estadio de la vida: la niñez, la adolescencia. El narrador tiene la capacidad de hacernos entrar en un recinto en el que como lectores nos movemos, pero en realidad estamos siendo utilizados, manipulados, porque al final se trata de una sobredimensión que nos descubre en cada uno de los cuentos de los que formamos parte. Quien relata nos sorprende. Quien relata se convierte en nosotros. O

ese nosotros, sobreentendido, se hace el narrador que se “burla” de quien lo repasa en cada evento: un narrador cuya destreza no advierte que estamos atrapados, que somos parte de una confabulación, de un sueño, de un juego de espejos. De un reloj que funciona al revés. Dos semanas, Asunto regresivo, Los ceibos del olvido, El extraño caso de la errante de San Lorenzo, Hablando de plegarias alucinantes, Miscelánea de un plagio irreverente, La utopía universal de Jason, Memoria de mi jardín, Memoria de nunca morir, De cómo conocí la gloria, No hay Kalaveras en Halloween son los títulos que le dan vida a este libro de John Montañez, quien ha sabido atar con hilos invisibles el discurrir de las diferentes anécdotas que el lector podrá hacer suyas en medio de revelaciones y sorpresas. 3.En el primero un crimen conduce a otro crimen. Una extraña historia en la que el personaje es el sorpren-

dido, pero en el segundo, otro personaje, que podría ser el mismo del primer cuento, o como quiera el lector, ambula en medio de un origen dudoso: Capelli, un joven adoptado indaga sobre su pasado. Busca a su verdadero padre. Cuando da con él, ya éste lo había advertido. Un final inesperado. Un final que da curso a Los ceibos del olvido donde la memoria, el amor, la muerte la nostalgia confirman las destrezas de un autor que no le teme a los distintos temas que se le atraviesan en el camino. Dos cuentos cortos se imbrican en estas páginas. Son dos ejercicios en los que un sujeto quiere ser escritor, pero el mismo dios lo decepciona. La presencia de Kafka, García Márquez y Monterroso desatan la imaginación en un tiempo congelado como el mismo lector. No deja de tocar John Montañez el delicado asunto de la inmigración donde el egoísmo, racismo, xenofobia y otros males configuran el relato La utopía universal de Jason. Es decir, Cuentos regresivos es

una manera de no salirse de una realidad para ingresar a la ficción como riesgo. En casi todos los cuentos de Montañez el ensueño toma por asalto el corpus del relato, hasta el final cuando se abre una puerta y es el lector el que termina hecho personaje. El factor sorpresa, el tiempo como microficción en un giro que hace levantarnos de la silla y atender a quien desde la agonía de la muerte nos convoca. O como ser atendidos por un muerto que tiene como interlocutor a un hombre sentado sobre una tumba. Cuentos que nos desvanecen, que nos desaparecen de un paisaje que es sólo parte de un juego de abalorios, pero esto también es un reflejo, porque todo lo que pasa por nuestros ojos es la realidad, tan real que nos parece la ficción más alucinante. Este libro, recién editado por Lector Cómplice (2014), contiene el cuento ganador del Certamen Internacional de Literatura Manuel Joglar Cacho, en Manatí, Puerto Rico, en el año 2010.se trata de No hay Kalave-

ras en Halloween donde el autor juega con la realidad y el sueño en medio de un caos de emociones. El uso de la letra K en muchos de los nombres pareciera un homenaje al señor K de Kafka, a la misma inicial que revela los tantos laberintos de quien aún no ha terminado de despertar. No como en el caso del niño que lo hace en el cuento de Montañez pero no lo hace con las patas del insecto del escritor checo. Uno siente a un Gregorio Samsa en la ingenuidad de quien es llamado por la madre en la mañana a salir del sueño. Historias que nos regresan a un lugar, que nos hacen volver la mirada hacia lo que fuimos. Pero también nos advierten que es posible ser el futuro que no hemos soñado. Por eso despabilamos al final de casi todos ellos. Esta lectura un tanto desordenada es lo que hace apasionante a este libro: Nos regresa, nos descoloca, nos deja hablando solos. El tiempo, ese personaje, sigue su camino más allá de nosotros, detenido.


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“Un poema no tiene por qué tener sentido” ANDREA AGUILAR

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na mañana de mediados de septiembre de 2011 durante el Brooklyn Book Festival, Mark Strand (Prince Edward Island, Canadá, 1934 - Nueva York, 2014) leyó en un pequeño escenario. Strand medía más de un metro noventa, tenía un aire a estrella de Hollywood —si las estrellas fueran en la vida real tan apuestas como en las pantallas—. Discreto, con un tono cercano y distante a un mismo tiempo, aquella mañana en Nueva York compartió tres breves “piezas en prosa”. Así era como a este poeta laureado de Estados Unidos, ganador del Premio Pulitzer y de la beca McArthur, entre muchos otros galardones, le gustaba referirse a sus últimos trabajos, que reunió en Casi invisible (Visor), la colección que llegó a las librerías estadounidenses a principios de 2012 y a las españolas esa misma primavera. Aquel fue el último libro con versos nuevos de Strand, que falleció el pasado sábado 29 de noviembre. A pesar del viento, de la temprana hora y de que la poesía no es un género que normalmente invite a la risa, aquella mañana en Brooklyn las carcajadas entre el público no cesaron. “La ironía se me da bien. Creo que tiene que ver con mi escepticismo”, decía meses después, en el verano de 2012, sentado en el salón de su apartamento en el barrio de Chamberí en Madrid. Se trasladó a esta ciudad unos meses antes y trajo consigo su librería, cuadros, alfombras navajas y kilims, y buena parte de su mobiliario, que colocó en aquel inmenso piso de techos altos, molduras y ventanales. Aún pasaba los otoños en Nueva York donde impartía clases en la Universidad de Columbia.“Probablemente no habría venido aquí si no es por mi pareja, Maricruz, pero esta es una ciudad bonita y, aunque no conozco a mucha gente, soy bastante solitario por naturaleza”, explicaba entonces. El traslado también le permitió retomar el español, un idioma que aprendió en los múltiples traslados que en la infancia y adolescencia vivió con su familia por Colombia, Perú, Cuba y México, entre otros lugares.

Foto Sarah Shatz Con Casi invisible, Strand, una de las voces poéticas más dotadas, elegantes, inteligentes y personales del mundo anglosajón, rompió un silencio, que había durado seis años, desde la aparición de Hombre y camello en 2005 en EE UU. Le gustaba decir que pudo escribir aquel nuevo libro porque estaba bajo la ilusión de que era prosa. “La poesía era demasiado difícil”, explicaba. “Mi insatisfacción con los poemas que escribía había llegado a tal punto que no me apetecía trabajar en ellos y ni siquiera escribirlos. Me sentía agotado de escribir poesía”. Así que encontró una vía de escape en estas piezas en prosa, donde volvió a construir el mundo extraño, distante e inquietantemente humano que caracteriza su poesía, desde que en 1963 publicara su primer libro de versos.“Ahora me doy cuenta de que estas piezas me han hecho expandir lo que considero poesía”, reflexionaba. También retomó casi al mismo tiempo su faceta como pintor, su vocación original cuando entró en Yale y atendió las clases de Joseph Albers. Una querencia por la pintura que, de alguna manera, respira en sus poemas y en otros trabajos, como el libro Hopper (Lumen). En un taller en Hell’s Kitchen producía él mismo sus papeles pintados, mezclando pulpas de colores. Secos los traía a España y ahí los recortaba y pegaba. A Strand le gustaba hablar de poesía, de la musicalidad de los versos y de cómo el sonido en sí mismo es parte del significado, el

vehículo esencial para dotar de sentido un poema. “El poeta quiere seducir al lector para hacerle entrar en el mundo del poema, y este mundo tiene que ofrecer un ritmo distinto del que hay en el exterior. Es una forma gentil de enganchar”, apuntaba. Puede que fuera por su larga carrera docente, que corrió en paralelo a sus versos desde sus comienzos como profesor-alumno en el Taller de Escritores de Iowa —donde conoció y trabó amistad con Philip Roth— o puede, simplemente, que fuera resultado de una mirada ajena a los excesos verbales o sentimentales, pero Strand hablaba sobre el género de la poesía con la misma claridad y falta de aspavientos que recorre su obra: “Los poemas pueden ser reflexivos o invitar a la reflexión, pero también pueden ser simples y ligeros, pueden ser algo grato para el oído, una música verbal que no tiene por qué tener sentido. Nos olvidamos de que un poema es en primer lugar y sobre todo una experiencia, no necesariamente un vehículo para el significado. ¡En la vida experimentamos tantas cosas que no entendemos! Se puede rechazar o aceptar esa experiencia sin un conocimiento de qué es exactamente lo que hemos experimentado”. Strand levantó una ceja por encima de la montura de sus gafas, y añadió que finalmente la mayoría de los poemas contienen significados, algo que resulta afortunado para todos aquellos que se acercan a este género esperando algo más. “Es casi imposible no decir nada cuando uno usa el lenguaje”, matizaba irónico. La nada es un tema recurrente en su obra, la no materia, el ni siquiera vacío, que asoma inquietante en sus versos. En los días en los que se celebró la entrevista preparaba una conferencia sobre el tema que leyó en unos talleres literarios en Sewanee, Tennessee, aquel verano. ¿Escribir sobre la nada no es una contradicción? “Lo cierto es que es un asunto bastante atractivo porque puedes decir cualquier cosa que quieras de la nada, sin asumir la responsabilidad de que sea algo”, dijo con media sonrisa. A partir de la cita de Dickens con la que se abre Casi invisible (“Caballeros”, respondió el señor Micaw-

ber, “hagan conmigo lo que les plazca. No soy más que una brizna en la superficie del mar, y soy lanzado en todas direcciones por los elefantes —disculpen: debí decir por los elementos”), la proximidad entre lo serio y lo ridículo atraviesa esas páginas: “Sí, unas pocas sílabas pueden marcar la diferencia entre lo absurdo y lo abismal. El humor y la seriedad están a veces unidos inexplicablemente”, apuntó. Strand defendía la idea de que la experiencia en un poema se produce cuando el mundo y la identidad del poeta se encuentran, en lo que describía como un espacio “mínimamente diminuto”. Él recordaba como un momento feliz su realidad cotidiana durante los ocho meses que pasó escribiendo Casi invisible. “Me permití ser tan prosaico o humorístico como quisiera, sin preocuparme sobre si esto era o no poesía. Hay parábolas, bromas, cuasipoemas, hay muchos disfraces”, explicaba. Por ejemplo, en Eternidad provisional escribió: “Un hombre y una mujer en la cama. ‘Sólo una vez más’, dijo el hombre, ‘sólo una vez más’. ‘¿Por qué sigues diciendo eso?’, dijo la mujer. ‘Porque no quiero que termine nunca’, dijo el hombre. ‘¿Qué es lo que no quieres que termine?’, dijo la mujer.‘Esto’, dijo el hombre, ‘este no querer que termine nunca”. El espíritu lúdico, puro Strand destilado con su peculiar mezcla de abismo existencial y humor, cala en los versos de este último libro, el primero que alteró su método de afrontar la escritura. Por primera vez, Strand arrancó con una lista. “Antes cuando escribía poemas, me rebanaba la cabeza pensando en los títulos para acabar con algo tan banal como ‘la noche’ o ‘la puerta”, decía fingiendo un tono ampuloso. Pero con Casi invisible dejó de lado la autocensura, se soltó y probó cosas más extravagantes. Ahí están como prueba los títulos de las piezas en prosa o poemas Un banquero en el burdel de las mujeres ciegas y El trabajador social y el mono. Entre el microrrelato y el poema surgió el extraño, divertido, inteligente y profundo territorio de Casi invisible. Pero Strand a pesar de todo esto, de la mezcla que parecía regir su libro, se declaraba

a favor de la diferenciación entre géneros: la caída de las barreras es liberador, claro, pero le gustaba la idea, por ejemplo, de que existiera la escultura y la pintura, y que no todo quede incluido en la etiqueta artes plásticas. ¿Pero lo híbrido no ofrece una visión más realista o verdadera de la vida? “El realismo no me atrae, y no sé muy bien qué es la verdad, puesto que cambia constantemente. Los políticos en Estados Unidos o en España son tan capaces de mentir que la verdad parece algo demasiado provisional en lo que creer”. Al verle y leerle parecía una obviedad, pero Strand lo que defendía era la elegancia: “Mucha gente piensa que está divorciada de la realidad: la realidad es brutal y la elegancia una falsificación. Yo no pienso que tenga que ver una cosa con la otra. Hay arquitectura brutalista muy conmovedora”. Y sobre el síndrome de la novedad constante que parece dominar el tiempo presente se mostraba también irónicamente escéptico. “Puedo ver la necesidad de acabar con lo viejo y crear lo que algunos llaman nuevo”, apuntaba antes de recurrir a un simil gastronómico. “Repetir lo ya hecho es como comer la misma cena todos los días. Es divertido probar comidas nuevas, menús y restaurantes, pero hay que ser cauto, porque es difícil juzgar su valor, los estándares viejos no pueden aplicarse. Esto es el lujo de lo nuevo. ¿Quién puede decir que algo es una basura cuando simplemente nunca ha visto o probado nada parecido?”. El Casi invisible que titula su colección parece una aguda broma más en este contexto. Él sentía que conectaba con la práctica invisibilidad de la poesía como género, algo en lo que Strand a pesar de su altura, se sentía cómodo. “Me cuesta admitirlo, pero quizá este libro responda a mi impulso por entretener, sin perder, enteramente, mi integridad”. Casi invisible. Mark Strand. Traducción de Julio Trujillo. Visor. Madrid, 2012. Hombre y camello. Mark Strand. Traducción de Dámaso López García. Visor. Madrid, 2006. Hopper. Mark Strand. Traducción de Juan Antonio Montiel. Lumen. Barcelona, 2008.


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Allende y Neruda, en tinta verde ROCÍO MONTES

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on probablemente dos de los personajes chilenos de mayor relevancia en el siglo XX: el expresidente socialista Salvador Allende y el Nobel Pablo Neruda, militante comunista. Nacidos con cuatro años de diferencia —el escritor en 1904 y el mandatario, en 1908— ambos fueron comprometidos hombres de izquierda, que cultivaron por décadas una relación poco explorada, que solo terminó con sus respectivas muertes: la de Allende el mismo día del Golpe de Estado de 1973 y la de Neruda, 12 días después en una clínica de Santiago. El ensayo Pablo Neruda y Salvador Allende. Una amistad, una historia (Editorial RIL), que será publicado la próxima semana en Santiago de Chile, es la primera investigación en 41 años sobre la relación entre dos personajes que ya en 1939 se habían conocido. “¿Cómo dos hombres de la misma generación, de orígenes sociales distintos —Allende de la pequeña burguesía y Neruda de clase media baja—, llegaron a defender con tanta fuerza una misma ideología política en los años 70?”, es la pregunta central que intenta responder el autor, el historiador chileno Abraham Quezada. El texto está lleno de detalles exquisitos y en uno de sus capítulos presenta 15 cartas que intercambiaron entre 1969 y 1973, la mayoría inéditas. Como la que escribió Neruda en septiembre de 1970, cuando Allende ganó las elecciones presidenciales en su cuarto intento, que dan cuenta de un nivel de cercanía total. “Querido Salvador: no he ido a felicitarte porque he estado felicitándome. Supongo que desbaratamos la conspiración. Esto prueba que hay que pegarles fuertes. Ya vendrá el momento”, escribió el poeta desde su casa de Isla Negra, a unos cien kilómetros de Santiago, con su tradicional lapicera de tinta verde. En esa carta el escritor le comenta al presidente electo algunos detalles sobre la ceremonia de toma de posesión: “… Deberíamos invitar a algunos intelectuales extranjeros al cambio de mando. Para esto me gustaría conversar contigo, someterte una

lista probable. Pero habría que hacer invitaciones desde ahora o mandar alguien. Yo puedo invitar por telegrama”. Neruda también aprovechaba para animar a Allende a celebrar juntos las fiestas patrias chilenas: “El 18 comeremos un ciervo que preparará Matilde. Si vienes con Tencha sería espléndido para celebrar un triunfo a pleno ciervo. Abrazos entre los abrazos, Pablo”. Quezada se ha especializado durante décadas en el estudio de la figura de Neruda y, sobre todo, en su dimensión epistolar: “Es la forma más pura de la autobiografía”, asegura. Doctor en Relaciones Internacionales y diplomático de carrera, ha escrito ocho libros sobre el Nobel y relata que la relación que cultivó con Allende era de franca amistad y complicidad política: “Con las cartas queda en evidencia la cercanía entre ambos, no solo por los reconocimientos, saludos y visitas, sino también porque están atentos a aspectos privados del otro, como las fechas de cumpleaños y las de sus respectivas cónyuges. Se esmeran por conocer los estados de salud, intercambian opiniones, se aconsejan”. Tenían muchas cosas en común, como “un profundo in-

terés social, el gusto por la comida y el coleccionismo —Neruda de objetos y Allende de ropa—, la costumbre de dormir siesta. Pese a no ser agraciados físicamente, los dos también eran seductores y hombres de muchas mujeres”. El presidente y el escritor, sin embargo, también tuvieron importantes divergencias. La más relevante se produjo cuando Neruda era el embajador del Gobierno de la Unidad Popular en Francia y pidió que su amigo, el escritor Jorge Edwards, fuera trasladado a París para colaborar con él. Pero Edwards había sido expulsado recientemente de Cuba, donde cumplía labores diplomáticas, y Fidel Castro le pedía a Allende expulsarlo del servicio exterior. Quezada relata que ante la negativa del presidente para trasladarlo, Neruda amenazó con su renuncia. El socialista finalmente cedió: “Fue la única vez que el poeta le torció la mano al mandatario”. En cualquier caso, los conflictos no dañaron esta amistad, que tuvo como elemento clave la simpatía que la esposa de Neruda le tenía a la de Allende, Hortensia Bussi: “No era fácil incorporarse al círculo íntimo nerudiano en ese momento, si no se contaba con la

aprobación de Matilde”, señala el autor. Para escribir el libro, Quezada buscó documentos en diferentes lugares del mundo. El historiador señala que la carta fechada en septiembre de 1970 se encontraba entre los documentos que una de las hijas del presidente, Tati Allende, alcanzó a salvar después del Golpe y guardó durante su exilio en La Habana, antes de quitarse la vida en 1977. El Gobierno cubano los conservó durante décadas y entre 2008 y 2009 regresaron a Chile, a la Fundación Allende. Desde entonces, relata Quezada, nunca habían salido a la luz pública. En el mismo paquete de cartas salvadas se encontraba otra que fue escrita por Neruda como embajador en Francia, cargo que asumió a comienzos de 1971. En esa misiva el escritor informaba al presidente de una oficina comercial ligada a las anteriores autoridades democristianas que, según creía Neruda, podría haber encubierto una caja electoral. “Es altamente irregular y debe ser saneada”, señalaba el Nobel. El escrito refleja un hecho poco común en el servicio exterior: que un embajador le escribiera directamente

al mandatario, saltándose toda la línea de mando de la Cancillería. Neruda remataba señalando que “esta carta es confidencial y para el uso personal del compañero presidente”. “Van dos anexos importantes. Un gran abrazo para la Tencha y para ti mis deseos mejores. No podríamos tener mejor Presidente. Pablo Neruda”. El investigador señala que “el poeta solía terminar sus misivas estimulándolo políticamente”. Existe una misiva importante, según el investigador, que Neruda escribió el 3 de noviembre de 1972 y en la que le expone las gestiones efectuadas respecto del embargo de cobre y el papel de la justicia francesa. “El objetivo de esta carta es advertir de alguna manera lo peligroso de una actitud cerradamente optimista ante las dificultades que aquí estamos viendo y palpando cada día”, señala Neruda en un franco consejo político hacia el presidente. Pero el libro también contempla cartas del jefe de Estado hacia el poeta. Según Quezada, “la redacción y estilo epistolar de Allende es, en general, de fraseos breves, pero emotivos”. “Cuando escribe a mano, lo hace con una letra enmarañada, de difícil lectura, propia de un médico, quedando la impresión que escribía como hablaba”. En junio de 1972, por ejemplo, el jefe del Estado le escribe una carta que da cuenta de la preocupación del entorno político por el delicado estado de salud que aqueja a Neruda, radicado en París, con un cáncer de próstata. “Pienso sería bueno para ustedes Isla Negra —el calor del pueblo, el Partido, el terruño— y los amigos de siempre”, le aconsejó Allende en esta carta escrita de puño y letra. Neruda finalmente regresó a Chile en noviembre de 1972. La última vez que se vieron antes del Golpe de Estado fue en julio del año siguiente, para el 69º cumpleaños del poeta, su último aniversario. En esa ocasión, el presidente le regaló una fotografía en la que aparecen juntos, que dedicó con un bolígrafo de tinta verde, similar a la que usaba el poeta: “Para Matilde y Pablo con el cariño y afecto del compañero presidente”. Dos meses después, los dos estaban muertos. Ninguno llegó a ser testigo del destino oscuro de Chile en los siguientes 17 años.


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MADERA DE ORILLA

MARÍA ANTONIETA FLORES

caída y mesa limpia lugar de paso aunque quebrada no confíes el oráculo avisa tan rápido que no se oye ¿fácil? dale crédito al designio bullet time este canto lleva el ritmo de un blues memoria suspendida en un plazo traicionero incapaz de detenerse más rápido el movimiento en la cámara lenta de mis ojos (oyendo time after time) harvest moon Because I´m still in love with you On this harvest moon. esta cosecha aún arde en mis manos gavillas que reúnen el silencio

breves resabios amor siempre injurioso tela tosca en labor adolorida insisto en el telar una y otra vez la violencia sobre el mundo cruzando sin tomar en cuenta cada ventana voy cerrando lo que no impide se entre la calle se detenga ausculte mi labor lumbres torpes noche siempre alumbrada por una voz la ventana que nunca clausuro

las espigas estallan ante el fuego en otro equinoccio fuimos semillas que esperan regresar bajo esta luna preñada los lagos con persistencia honda me detuve a mirar el silencio del agua las hierbas en movimiento averiguada por la piedra que busca fondo o descanso amanecí silencio de los lagos que de una u otra frontera se dilapidan hasta que los huesos que encierran revelan sus secretos la brasa del fósforo los ajusticiados siguen siendo miles las ideas aprisionan en barrotes antiguos prisiones infinitas que a todos llegarán besándose me encuentro en otra tierra

que ha sido una y otra vez tomada por la sangre besándote me ocupo de la noche y llego a tu cuerpo todo ya una serranía cuyo nombre desconozco con los ojos vendados me voy dando tumbos sin preguntas con el presentimiento asaltado tus manos me liberan de la

ceguera veo la piedra invoco los cuerpos que palpitan

recoger secar tostar semillas desgranadas venirse en los aromas

los oficios en los cafetales la lluvia deja la muerte sos el lugar donde todo se aísla

atenuarse irse borrando

Nota de Miguel Gomes: Desde ya podemos considerar fundamental la obra de María Antonieta Flores en el proceso de transformación de la poesía venezolana de los últimos tiempos. Sus diálogos no se emprenden con una modernidad que una y otra vez nos ha traicionado, delatando a estas alturas su índole de espejismo; el tesoro oculto de esta poesía se encuentra, por el contrario, en todo aquello que nos hace creíbles, en particular, la irónica madurez del desencanto. (Madera de orilla fue publicado por la Editorial Eclepsidra/ Colección Vitrales de Alejandría. Caracas, 2013)


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