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Crónicas del Olvido
La Torre de los Recuerdos ALBERTO HERNÁNDEZ
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as calles de Táuride y de Tver vaticinan los cambios, marcan las diferencias entre las distintas épocas que se instalaron en el silencio, en esa paz musgosa e inalterable cuando las noches se pegan aún de los muros de la torre Ivánov. Pero la paz nunca tocó el perfil de Ana Ajmátova, uno de los fantasmas de esta historia. Stalin se encargó de hundir el puñal en la carne de su poesía, en el cuerpo borroso de su hijo, en la mirada perdida de su esposo. La muerte –entonces- fue esa paz. El crimen, la perfección de un sistema que todavía tiene seguidores a través de discursos abrasados por el odio. (Acabo de descubrir a Lyane Guillaume, La torre de los recuerdos, editorial Diagonal, Barcelona, España, 2002, una escritora y profesora que ha pasado parte de su existencia en San Petersburgo y Moscú. Y la acabo de descubrir en una novela que dibuja la Rusia de comienzos del siglo XX). 2.Se trata de una lectura sin tropiezos. Capitulada según las agujas del reloj, con entradas y salidas de un diario que una tal Anastasia Borísnovna Dalmátov escribiera en sus tiempos de San Petersburgo, ambientado en la torre Ivánov, donde viviera Anastasia, nombrada Nastia, y que fuera heredado -el diariopor Luc Verdon, joven curioso que decide rescatar del olvido a quien por gracia y milagro invadió su existencia. La paz, tan buscada, tan pisoteada. La paz, esa manera de encarar el optimismo. Para los personajes de esta novela la paz es el espejismo calcado por
el piso empedrado de las páginas por donde se pasearon y pasean Grigori Yefívomich Novij, alias Rasputín, también conocido como Grishka; Diaguilev, Marc Chagall, Vladímir Maiakoswki, Elsa Troilet, Coco Chanel, Bakunin, Nina Berberova, Lavrenti Beria, Alexandre Blok, Ivan Buin, Isadora Duncan, Iliá Ehrenburg, Máximo Gorki, Vasili Kandinski, Alexandre Kerenski, Mijail Lérmontov, Anatoli Lunacharski, Osip Mandelstam, Filippo Marinetti, Meyerhold, Nabokov, Nijinski, Anna Pavlova, Pushkin y muchos más, quienes conforman el mundo de este imaginario donde se vuelca la señora Guillaume. Víctimas y verdugos. Artistas y bestias. Todos juntos en esta atmósfera donde el espanto tiene nombre y apellido. 3.¿Qué es lo que nos atrae de esta novela? La muerte, definitivamente. La violencia practicada por los comisarios políticos, por los comisarios del pueblo contra artistas, trabajadores e investigadores. En estas hojas desconocidas nos topamos con el dolor, el exilio, la cárcel,
el paredón, la burla, la humillación, todo practicado en nombre de una dictadura, de un proletariado que fue también víctima de discursos y acciones criminales, y que tuvieron su fin hace pocos años, sin necesidad de disparar un solo tiro. La paz, asaltada por personajes oscuros, “salvadores” del mundo, mesías y profetas de verbos encendidos. La paz, esa formalidad que tiene en el poder su más artero “defensor”. La paz, comida por los bichos que se uniforman y pasean sus despojos sobre las instituciones y se mofan de la sensibilidad humana. La paz, usada por aquellos revolucionarios que mataron, violaron, asaltaron, despojaron y vejaron a críticos y adversarios. La paz, tan nombrada por el poder, tan ansiada por los pueblos. ¿En nombre de quién será la paz parte de nuestros agobios? ¿En nombre de cuántos hambrientos seremos parte de una reforma, de un progrom, suerte de kommunalka, techo colectivo donde la sarna y la podredumbre definen la desesperanza, la pérdida del nombre, la desaparición de las aspiraciones personales? 4.Cuando hayamos terminado de leer esta nota, el país que nos confunde, éste que decimos nuestro, que nos “entregan” en un logotipo, tendrá pocas horas para seguir cercano a nuestras libertades. La paz que nos ofrecen se acerca a un brasero. La paz que nos alcanzan tiene sabor amargo. En este momento nos hacemos parte de aquella anónima Anastasia que dejó escrito el crimen, el hambre, el sufrimiento, el frío, la muerte propiciados por el padrecito Stalin, uno de los profetas prometedores de la paz.
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Los imbéciles políticos que invadían el pensamiento de Ortega y Gasset A. S. MOYA
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a lo avisaba el célebre Manolito Gafotas cuando le tocaba hablar de su hermano. «El Imbécil», con su inseparable chupete, aún hoy sigue conquistando a todos aquellos osados que deciden sumergirse en sus páginas. No obstante, si la realidad supera a la ficción, es preciso afirmar que pocas veces nos encontraremos con un imbécil tan afable. Más bien, ninguna. Ya que el apelativo sirve para señalar al individuo que aúna dos cualidades indispensables: ser estúpido y tener mala leche. Tal y como señala Pancracio Celdrán en «El Gran Libro de los Insutos», publicado por la editorial La Esfera, la ofensa alude también del sujeto que con su malasombra y mala baba acarrea problemas y causa daño. Un tipo alelado y débil mental, escaso de razón, que empezó a ser nombrado así desde principios del siglo XVI. Sin embargo, fue el mallorquín Ramón Llul a finales del XIII en sus Proverbis quien usa el término de forma conceptual: ‘Imbécil es el asno que anda muy cargado y que pretende correr’. Su origen etimológico deriva del latín imbecillis (débil). «Flojedad que trasciende al espíritu, en cuyo caso el imbécil es un cretino, cabeza hueca, disminuido en su facultad de pensar. El Diccionario de Autoridades (1726) acentuaba la palabra en la sílaba última: imbécil, y no le daba otro
significado que el que tenía en latín», resume el autor. Covarrubias dice en su Tesoro (1611) referido a la mariposa: Es un animalito que se cuenta entre los gusanitos alados, el más imbécil de todos los que puede aver. Tiene inclinación a entrarse por la luz de la candela, porfiando una vez y otra, hasta que finalmente se quema. Y por esta razón el griego le dio el nombre piraustes (…) Díxose mariposa, quasi maliposa,
‘Ser de izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas formas que el hombre puede elegir para ser un imbécil’
porque se assienta mal en la luz de la candela donde se quema. A pesar de su largo recorrido, Celdrán explica que no fue voz utilizada como insulto hasta mediados del XIX, por contaminación semántica del francés, lengua en la que el término tenía las connotaciones modernas. Serafín y Joaquín Álvarez Quintero escriben a principios del siglo XX: Mira el malaje; mira el mal
hombre. ¡Quién nos lo iba a decir! ¿Quién podía pensar que a la chita callando, eso es lo que de verdad era, eso: un imbécil...? ¡Vivir para ver! Años más tarde, el célebre filósofo José Ortega y Gasset, escribe en su prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas una frase que ya es historia de la eternidad: ‘Ser de izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas formas que el hombre puede elegir para ser un imbécil’.
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Pedro Berroeta: novelista de transición EDUARDO CASANOVA
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n un excelente trabajo dedicado a la literatura fantástica producida en Venezuela (Cuatro momentos de la literatura fantástica en Venezuela, Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Caracas, 1986), dice Víctor Bravo, uno de los más notables investigadores literarios de la actualidad venezolana, lo siguiente: En la literatura venezolana la crítica ha señalado, por un lado, los antecedentes de la narrativa fantástica: en los cuentos fantásticos que publicó Alejandro García, en Oro de alquimia, 1900 y sobre todo, en “Las divinas personas”, que publicó Pedro Emilio Coll en La escondida senda, 1925; por otro lado, la crítica ha señalado, fundamentalmente, a “seis narradores mayores”, en la producción de la narrativa fantástica venezolana: Julio Garmendia, Enrique Bernardo Núñez, Arturo Uslar Pietri, Ramón Díaz Sánchez, Pedro Berroeta y Alfredo Arman Alfonzo. A este grupo podríamos agregar los nombres de Guillermo Meneses (por la exploración de la causalidad fantástica de “La nube amarilla”, en la segunda arte de El falso cuaderno de Narciso Espejo, (1952), y a Salvador Garmendia (por la producción de sus dos últimos libros donde la posibilidad narrativa de lo fantástico es explorada: Memorias de Altagracia, 1964, y El único lugar posible, 1981). (…) Entre Julio Garmendia y Pedro Berroeta se van a producir los grandes momentos de la literatura fantástica venezolana, cuando la reflexión sobre lo fantástico se convierte en un elemento fundamental de las propuestas estéticas de Guillermo Meneses y Salvador Garmendia… Julio Garmendia, cuentista, y Pedro Berroeta, novelista, lo que convierte a Pedro Berroeta en
la expresión más importante de la literatura fantástica en la novelística venezolana del siglo XX. Y cuando se refiere específicamente a Berroeta, afirma Bravo: Pedro Berroeta ha producido el corpus de narrativa fantástica más extenso de la literatura venezolana. Su fidelidad a una narrativa que alcanza su figura en el amplio espectro de lo fantástico lo vincula estrechamente a Julio Garmendia, el fundador, como hemos tratado de ver, de lo que podríamos llamar una estética de lo fantástico en la literatura de nuestro país. Y más adelante, luego de referirse a la “breve y densa obra” de Julio Garmendia, señala: El segundo gran momento de la literatura fantástica en Venezuela se va a producir, pensamos, en la ya extensa obra de Pedro Berroeta. Es necesario agregar, sin embargo, una diferencia fundamental: mientras que los textos de Garmendia, al acercarse a la alegoría, se salvan del estatismo de esta figura a través de la parodia y el hu-
mor (cristalizando así en un universo fantástico que sólo acepta la reducción a la parodia), muchos de los textos de Berroeta sucumben a ese estatismo y a esa pobreza del sentido que es la moraleja. Finalmente, Bravo concluye con las siguientes palabras: … la obra de Pedro Berroeta se presenta, en el contexto de la cultura venezolana, como uno de los grandes hallazgos de las posibilidades de lo fantástico en el hecho narrativo. Esta última afirmación, puesta en tinta sobre papel por uno de los más destacados críticos académicos de la literatura venezolana, debería ser suficiente para darle a Berroeta la importancia que merece, pero en la realidad no ha sido así, y su obra es una de las que con mayor fuerza requiere un estudio y una verdadera revaluación, para ubicarla en el lugar que se merece. Porque si en propiedad no puede decirse que Berroeta fracasó como escritor, si puede afirmarse que, tal como Uslar Pietri, fue considerado un hombre de te-
levisión, un gran entrevistador, antes que un escritor notable. Nacido en Zaraza, en los llanos orientales de Guárico, en 1914, muy joven se trasladó a París, a estudiar en la Escuela de Altos Estudios Sociales de París. Luego de un breve período en su país, ingresó al Servicio Exterior venezolano y represó a Europa. En 1945 había publicado su primer libro, Marianik (1945), que fue seguido por Instantes de fuga (1948), y las novelas La leyenda del Conde de Luna (1956) y El espía que vino del cielo (1968). También fue autor de las obras teatrales La farsa del hombre que amó a dos mujeres, Jonás y Los muertos no pueden quedarse en casa, y los poemarios Mientras las brasas duermen y La sagrada blasfemia. En 1993 ganó el Premio Municipal de Literatura de Caracas con La huella del pez, en el agua. Entre 1976 y 1979 fue Presidente de la empresa estatal Venezolana de Televisión, en la que trabajó como entrevistador durante varios años. Murió
en 1997, a los 83 años de edad. De su obra literaria dijo Domingo Miliani: Pedro Berroeta (1914) publicó su primer libro, Marianik (1945) ilustrado por numerosos escritores de generaciones precedentes. Obtuvo segundo premio de El Nacional con Instantes de una fuga (1948). Maduró largo tiempo sus facultades para hilvanar mundos fantásticos de escritura efectiva y las volcó en una novela artística de tema histórico: La leyenda del conde Luna (1956), con la cual obtuvo premio auspiciado por la Cámara Venezolana del Libro. La perfección de sus dotes se proyecta en los últimos años sobre otra novela: El espía que vino del cielo (1968). Toda su obra se mueve en resonancias sinfónicas alrededor de un mundo plenamente ficticio. No lo amedrenta volver a los espacios cosmopolitas en sus cuentos o a las remotas costumbres de una historia desleída. Para él, narrar es arte y artificio y en esa esfera produce su ficción, sin engaños. Por eso los seres enigmáticos que guardan bien escondido un final de historia abundan en sus narraciones. Por eso también el resorte humorístico va puesto en lugar propicio dentro de las situaciones, para provocar la sonrisa del entendido que acepta el juego de la ficción como tal, sin pedirla más nada a cambio, como no sea dejarse atrapar en la sutileza de unos diálogos y unas acciones continuas que no importa a dónde nos llevan. A pesar de que está entre los que debieron sufrir las consecuencias de la falta de libertad de creación y de la muerte de la crítica literaria en Venezuela, en cierta forma, Berroeta fue una transición entre los novelistas que no alcanzaron el reconocimiento debido y los primeros que pudieron experimentar algo parecido al éxito literario, cuando las cosas se acercaron, en Venezuela, por un breve lapso, a lo que es normal en otros países de la antigua América española.
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“Lo único bueno que deja la guerra en Colombia es la vuelta de la naturaleza” WINSTON MANRIQUE SABOGAL
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i hay un resquicio positivo que puede dejar la muerte este es verde. Al menos en Colombia. “Lo único bueno que nos ha dejado la guerra es el rebrotar de la naturaleza”, asegura Héctor Abad Faciolince. Es el resultado de la vorágine de fuego enemigo, amigo e interesado, vivido allí durante las últimas décadas que ha ahuyentado a la gente de muchas zonas, sólo pobladas por la vegetación. De ahí que uno de los temas clave al día siguiente de la firma de la paz, en caso de producirse, entre el Gobierno y la guerrilla, es la tierra, sostiene el escritor, al que le asaltan varias preguntas: “¿Sabemos, realmente, qué queremos hacer con la tierra colombiana? ¿Queremos volver a colonizarla? ¿Querrán los campesinos que han sido desplazados volver al campo? Es un misterio, pero ahí está. Tenemos que volver a pensar en la tierra”. Son interrogantes que rodean la publicación de su nueva novela: La Oculta (Alfaguara). Una obra que puede ser leída como una metáfora de su país. “Cualquier novela ambiciosa quiere ser resumen de algo más grande. Metáfora de algo más grande. Tierra y nación son palabras que se incluyen de alguna manera”, reflexiona Abad Faciolince (Medellín, 1958). La Oculta es una finca en el departamento de Antioquia, que ha vivido durante 150 años las pasiones y violencias del país. Un pedacito de tierra por donde han peregrinado eternos miedos nacidos de sueños, ambiciones, robos, odios, amores, desamores, amenazas, secuestros, incomprensiones, uniones, venganzas, rechazos, trampas, olvidos… A la novela ha vuelto Abad
Faciolince ocho años después de El olvido que seremos, muy bien acogida por el público y la crítica. Esa crónica novelada, que le dio prestigio y proyección internacional al abordar la impunidad del asesinato de su padre a manos de los paramilitares en 1987, deriva en una hermosa manifestación de amor de un hijo por su padre, mientras reconstruye los pasos de su familia. Ahora, él, que en varias ocasiones ha dicho que cada vez le interesa “más la realidad y menos la ficción, aunque todo parezca más ficción”, vuelve a hechos reales para crear ficción: la de un pedazo de tierra. La de tres hermanos, Pilar, Eva y Antonio, que heredan una finca en el suroeste de los Andes antioqueños, y la relación que cada uno de ellos tiene con esa tierra y sus antepasados. Sus voces tan distintas se relevan unas a otras en una procesión de hechos hasta dar la vuelta completa a la historia de la finca, mientras desvelan piezas del puzle de sus vidas. Sobre esa disociación, Abad Faciolin-
ce reconoce que “el escritor de ficciones es esa persona capaz de salirse de sí mismo, al igual que el lector. El autor se sale, se extraña, y de alguna manera se mete en otros al escribir”. Esta vez en Pilar, una mujer de tradiciones arraigadas; en Eva, una madre soltera con continuas relaciones sentimentales, y en Antonio, un gay que vive en Nueva York. Con La Oculta, el escritor ensancha su territorio creativo a la vez que lo convierte en la suma de su pasado literario. En la historia de esa finca hay temas y ecos de sus otras novelas: los sentimientos encontrados de Fragmentos de amor furtivo, lo urbano de Angosta, la mirada culta y metaliteraria de Basura, la violencia y el dolor de El olvido que seremos y la vena investigadora de Traiciones de la memoria. “Soy un Catoblepas, como me dijo un día Vargas Llosa, ese animal mitológico que se devora a sí mismo, porque, dijo él, hay autores que se nutren de su propia historia. Solo que aquí es una relación fuerte
con la tierra, a la vez que experimento una estructura y un tono con respecto a mis otros libros”, explica el escritor. Eso sí, aclara: “En cada nuevo libro tengo que explorar porque de lo contrario me aburro”. Así es que en ese desaburrir del retrato de la finca ancestral, ha colocado otros elementos esenciales: la familia, las diferentes familias de hoy; el amor, los diferentes amores a personas o cosas; la fe, las diferentes formas de creer o no creer; y todo eso imbricado y revestido de un elemento más fuerte y trascendente: la memoria. Y tras ella y con ella, el recuerdo: “Como ya he dicho, más que la memoria, escribo con la mala memoria, y eso es fantasía. La memoria está llena de vacíos y la literatura los puede rellenar”. Abad Faciolince se basa en la finca La Oculta de su familia. En su historia, sobre la cual se documentó y habló con muchas personas, desandó su origen que lo llevó hasta el siglo XIX cuando unos judíos conversos, marranos, procedentes de Toledo “creyeron que la
tierra prometida estaba allá en el trópico. Ellos tumbaron selva, trabajaron la tierra, la sudaron, la enriquecieron, la hicieron suya. Después pasó a ser tierra de cafetales, luego de ganadería, hasta ser casa de campo. Y así muchas familias en Antioquia. Por eso somos tan apegados a la tierra. Lo primero que yo hice cuando tuve plata fue comprar una finca. Es así”. En Colombia hay muchos despojados o desplazados de la tierra, recuerda. Ricos y pobres. “Hace 50 años Colombia era puramente rural, hoy es urbano. Todos tienen gran añoranza de la tierra. Y todos sienten que tienen derecho a ella. En Israel y Palestina es igual. Todos venimos de una tierra. Necesitamos pertenecer a algún lado, aunque sea para tener de donde irse”. Y en Colombia en los últimos 150 años ha habido dos millones largos de kilómetros cuadrados surcados de balas y desplazados, ríos por donde bajan muertos y carreteras sin un alma durante mucho tiempo por el miedo a ser asaltado. Ahora, dice Abad Faciolince, parece que la muerte tiene un lado bueno, y es de color verde. Eso es La Oculta, la mirilla por donde se puede ver cómo el pasado ha peregrinado durante siglo y medio a través del miedo, las alegrías, las ilusiones y las frustraciones de una finca-país. Es en lo que ha terminado el “no” de Héctor Abad Faciolince. El no que anunció el año pasado en Lima: no iba a escribir más novelas. Los amigos lo emboscaron, los escritores lo cercaron, la gente se sorprendió. Lo espolearon. Entre ellos, Mario Vargas Llosa. Abad Faciolince miró alrededor y lo que vio lo cuenta en su última novela: “A La Oculta estamos aferrados con garras y dientes, como si fuera la última tabla de salvación de unos náufragos a la deriva del mundo”.