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Crónicas del Olvido
EL LEJANO OESTE ALBERTO HERNÁNDEZ
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o suenan disparos contra las piedras ni contra la arena del desierto. Ni mucho menos penetran las balas en la carne de algún bandido desprevenido. No hay búfalos. No hay pieles rojas. No hay Clint Eastwood. No hay Franco Nero. Tampoco John Wayne. No hay colt 45. Pero sí los ruidos de la ciudad, los ruidos interiores de quien entra y sale de la infancia, se desnuda en un poema y lo multiplica a través de sus testimonios y confesiones. Entonces El Lejano Oeste, de Alejandro Castro (bid & co. editor, Caracas 2013), es un relato en el que la poesía es una imagen fotográfica de lo que rodea a quien la escribe y la protagoniza. No hay polvo provocado por los cascos de los caballos, pero sí el estruendo de las motos y “el peso de la sangre” para que no haya similitud entre quien se desgarra en el texto y quien desde cierta distancia (con el libro en la mano o la calle en los ojos) toque o lea a quien le implora alejamiento. El Lejano Oeste es Caracas, la ciudad, la insignia urbana de quienes la estudian y la agregan a sus angustias, olvidos, crímenes, pasiones y amores. La ciudad, marca indeleble en la piel de sus moradores, de los que aún se consideran ciudadanos, de los que la patean y desangran. Este poemario de Alejandro Castro comienza con una advertencia, con un “A quien pueda interesar”, un poema donde el autor demuestra la excelencia de su canto: “qué haces ahí sentado al final de la página/ qué quieres del poema (…) quieres patadas te gusta duro el poema/ te gusta dócil en cambio te gusta sabio/ atrevido moderno qué qué buscas aquí/ la ciudad o solo una experiencia/ un modo una fosa una voz/ al final de la página/ qué”. Esa pregunta, formulada al lector, quien
ya pasa a ser personaje, es la prerrogativa para ingresar en el submundo de las imágenes que aparecen en el engranaje de una escritura que se abre como un compás y descubre, no solo a los habitantes de la ciudad, sino al mismo poeta en su soledad, en sus gustos sexuales, en su mirada sobre el país y en sus héroes y antihéroes. 2 El libro está dividido en cuatro partes, cuatro secciones por donde pasa la cuchilla del autor. Cuatro instancias en las que quien escribe esta destreza poética se muestra en su afuera y en su adentro. Casalta, Textículos insurrectos, Monstruación y Vísceras de soledades dicen de lo que el lector tendrá ante sus ojos. Un libro en el que Castro activa su inteligencia verbal y deja sentada su estatura de poeta. Una voz a la que hay que ponerle atención. Así: en Casalta, el poema del barrio, el texto de las calles de la niñez, el poema que se destiñe entre los
ojos. Es un texto que revela el comienzo de algo, “la música del odio”. Y de esta misma manera los demás que siguen agitando los sitios, cantándolos, develando la homofobia de las paredes, los letreros de la degradación. Una oración, el sermón de las aceras, el bienaventurado de los poetas “porque ellos horadarán la tierra”. Uno de los textos más emblemáticos de este poemario es Canto a Bolívar, el personaje convertido en una pesadilla. Ahora que todo lleva tu nombre, y no es una metáfora, vamos a poner las cosas en su sitio. La voz del poema desgarra los nombres, los pone en su lugar: “A Miranda no lo mató el bochinche sino tú. / Y Colombia se hizo grande ahíta de miserias”. Y así, sin comillas, sin descanso, hasta las últimas estrofas en las que la boca de quien habla destaja el aire: “La única gloria en tu nombre, Libertador, / es una avenida sonora de tacones/ talla cuarenta y seis”.
La ciudad carente de buena ortografía. La ciudad hecha de barro. La ciudad agusanada, podrida. La ciudad poema invadida por el humo de las motos. La ciudad amenaza y disparo. La ciudad odio. La ciudad apocalipsis. La ciudad detritus. La ciudad patria: cielo e infierno. La ciudad revoluciones y fracasos. La ciudad hambre. Y la poesía, su función, la dificultad de su existencia. La poesía sin poesía, como dice el poema lleno de poesía. De esa que duele y se desviste en plena calle.
4 Un juego inventa la palabra: Monstruación, para darle nombre a la otra parte. O, mejor, al otro libro que hace el tomo. En este espacio la voz se decanta: un hombre, una mujer, un agobio: quien habla entona su soledad, su lado tierno y familiar. Su crianza entre mujeres. Un hombre con alma femenina que a veces no sabe qué hacer con su presencia. De allí que diga: “cuándo voy a aprender/ a jugar con los huecos que no se pueden llenar”.
3. Un hombre, un poeta, se ve en el espejo de su sexualidad. Habla sobre su condición, elabora la poética de su deseo. Entabla confianza con sus parecidos: Ginsberg, Verlaine, Lorca, Cernuda, Lemebel. Se pasea por las prohibiciones, por los dolores y penurias de los que tienen en el cuerpo masculino la proximidad de sus amores, y “ahora que no necesitamos ir a la cárcel ni a la marina ni al seminario/ para tener a un hombre adentro”. No obstante, el otro, la otra, no tiene ojos para ver la nueva realidad: “a quién le importa nuestro deseo ahora que está/ legalizado…”. La valentía de esta declaración se desliza por la conciencia de quienes no han tenido conciencia sobre el asunto. El poeta se queja pero no vacila en destacar que ese amor es un testamento antiguo: “Amaos los unos a los otros: palabra de Dios”, y aproxima una afirmación: “Toda sexualidad es heterosexual/ a nadie seduce lo que es igual”. La voz del niño ironiza, frasea el futuro de esa condición frente a un padre que podría estar ausente. Hace humor con el tema: “La culpa es de los pollos.// Y qué genoma incompleto ni qué Edipo/ ni qué sexo gonadal o desorden endocrino.// (Compadre no coma pollo)”. Pero también la tristeza forma parte de esta voz, la de ser eso, una condición.
5 El último aliento de este trabajo de Alejandro Castro, Vísceras de soledades, tiene en el anterior su atadura. Aquí insiste en la sospecha de una pasión: “si ese amor no era más que sombra/ del amor que había en mí/ cómo podía ser bueno cómo podía/ ser sino un racimo de vergüenzas”. La interrogante asoma un reclamo, una rasgadura, de allí que “era sombra de una sombra/ nada más/ una tregua en el espejo”. El poema es una teoría, un personaje. El autor habla de él como si fuera un cuerpo de carne y hueso: “voy a sabotear el poema”, porque “Tu cuerpo sólo me tiene a mí/ entre todos los artífices del canto”; “voy a meterle la mano a este poema. / Voy a lamerlo, voy a mentirle, voy a perder/ la cabeza por este poema como si fuese/ un hombre”. Y así, aparece un nombre que se inserta en el texto para agregarle la tensión con que casi finaliza el libro: “Cuando llegue Antonio vamos a exigirle/ que nos llene la boca con su lengua/ a cambio del poema”. Lo dice en plural: el nombre, el autor y el poema conforman la forma corporal del deseo. Y un reclamo rimbaudiano: “¿Qué se ha creído la belleza?”, y dejar la culpa de la derrota de Troya en Helena, secreto que se anuda a los dos poemas con que cierra El Lejano Oeste.
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Víctor Manuel Pinto: sonido y cotidianidad NÉSTOR MENDOZA
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egreso al mes de junio de 2006, como si observara la escena a través de una hoja de vidrio: estamos sentados en las áreas verdes del centro comercial Río Sil, en Naguanagua, junto con otros amigos, y compartimos el incipiente interés por la poesía. Bebemos y ninguno sobrepasa los 22 años. Recién salido de imprenta, esa tarde, Víctor Manuel nos muestra un ejemplar de Mecánica: el libro va de mano en mano, curiosas manos, y cada quien detalla la edición, soba con agrado el papel vegetal de la cubierta. Es su segundo libro, que aparece apenas un año después de Aldabadas. A los 22 años pesa más la fascinación y el deslave metafórico. Es fácil dejarse llevar por las influencias; edad de mucha escritura inexperta, ensayada detrás de las hojas sueltas y del material fotocopiado. Edad de lecturas apresuradas. De un poeta de 22 años, frecuentemente, solo puede esperarse tentativas, sondeos, breves aproximaciones, pero a Víctor Manuel, en ese 2006, se le notan pliegues maduros en su grafía. Pliegues que indican un cambio a formas más vigiladas. He visitado solo dos veces la casa de Víctor. Está bordeada de alfajol, arrimada a una esquina. El transporte público repite su ruta diaria en la misma calle. Las rutinas de cada uno, en cambio, hacen que nos veamos en el Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo, en algún bodegón ocasional y en recitales. A veces nos escapamos y él invita las cervezas, cerca de su casa. A veces yo las invito. Le cuento lo que me pasa, las dudas que solo se cuentan a los amigos. Nos escuchamos y sacamos una carpeta con textos muy recientes. Acumulamos anécdotas y discrepancias para repartirlas entre nosotros. Cada uno toma lo que necesita del otro (paciencia, citas, consejos, respeto y cierta severidad). La amistad necesita esa objetividad que solo da la distancia.
II La producción poética de Víctor Manuel Pinto (1982) está
agrupada en Poesía reunida (20052011), a cargo de Monte Ávila Editores. Aldabadas (2005), Mecánica (2006), Caravana (2010) y la antología Voluntad para no matar (2011) conforman el volumen. Ha desarrollado un persistente trabajo que hoy se hace más accesible al público de otras regiones del país, es decir, fuera de su Valencia natal, ciudad que habita y lo vincula con estrechas ligaduras afectivas y laborales. Con Aldabadas, Víctor transita la casa y los hábitos compartidos: quien mira es el joven que observa los primeros peldaños de su madurez. El peregrinaje familiar (rico en anécdotas y episodios pero en ocasiones restringido) se hace cada vez más estrecho para el poeta. Por eso, a medida de que se suceden las publicaciones, la madurez dilata sus dominios. Los motivos poco a poco se alejan del patio de la casa, del samán que “se agrieta de edad”, del “vaivén de las mecedoras” y del taller mecánico del padre. Aldabadas es un “envión”, si empleamos un término del levantamiento de pesas. Los poemas, como preámbulos, como empuje o arranque, preparan el camino de Mecánica. Mecánica se lee con entonación clara. Es un libro espontáneo que puede ser visto como un relato dividido en partes. Tiene el rescatable atributo de la unidad. Hay versos que se afianzan en la memoria (“bombillo ahorcado en la viga”). Puedo notar, en el verso citado, una casa humilde, su casa, mi casa, la viga oxidada en la que se puede ver una confusión de cables sosteniendo la luz. El lenguaje que expone refuerza la cotidianidad: es una capa de barniz que cubre y protege la intemperie de la made-
ra: “Algo le martilla la cabeza/ aquel deseo de una casa en el campo/ lanzarle piedras al agua para que tiemble el sol/ y lo oscuro lo encuentre abrazado”. Con Mecánica, la voz lírica sale del cobijo hogareño; mira la ventana más próxima; recorre las calles y pernocta en las esquinas. Aparece el adulto que inicia su trayecto en bares, fuma cigarrillos y experimenta el primer erotismo. Ya en Caravana, su libro de lucidez más plena, el poeta accede a la novedad temática. Posee un mayor conocimiento del lenguaje, ejercitado en sus dos publicaciones anteriores; herramientas idóneas que inician una etapa puntual dentro de su producción. Caravana, en más de un elemento, se relaciona con el relato Barrabás, de Arturo Uslar Pietri. Uno de esos elementos es la tradición judeo-cristiana, cuya presencia aparece reescrita: “Delante del Pretorio se había derramado el pueblo, y el pueblo me veía, y veía al Gobernador, oloroso de flores, y al otro reo. El otro reo era un pobre hombre flaco, con aspecto humilde, y con unos grandes ojos que le cogían media cara”. Uslar Pietri le da voz a Barrabás y éste, a su vez, nos describe el frágil semblante de Jesús. Existe lo que Douglas Bohórquez ha llamado “lectura confrontada de los Evangelios”. En Caravana hallaremos un soneto-epístola de Judas; el despertar ontológico de Adán y el semen de Onán, esperma fértil expulsada al suelo: “Hombre, a esto se reduce tu vida; /y engordas con tu leche a la muerte/en los cuartos, los baños y las manos”. Caravana está lejos del retrato carnavalesco. Se diría, más bien, que se trata de una procesión. La voz marcha con un ritmo sosegado; ofrece su malestar como el pan o el vino, como acto litúrgico. El poema Ofrenda, atrae persistentemente con su primer terceto: “Los peces de la multiplicación/ no conocieron los mares/ bajaron de la mano de Dios a la muerte”. Y también atrae la hermosa transformación del hombre en animal edénico, primigenio, del poema Aprendiz: “Y me estiró el cuello con una caricia/ y me convirtió en una
garza/ una bella garza/ con el linaje de las aves del principio”. Víctor Manuel ha dedicado más tiempo al trabajo lírico que al ejercicio ensayístico; por ello, quienes hemos seguido su trabajo, recibimos su prosa con gran interés. Hace ya un año aproximadamente, publicó en su blog el ensayo “Reverse gang bang”, una suerte de poética personal, de la cual extraigo un fragmento: “Si me interrogo constantemente durante el trabajo quizás pueda ver algo diferente a mi estado habitual, sentir que la ansiedad, la aprobación y el logro del poema nada importan sino ha sido un logro en mí, no un discernimiento intelectual, sino la comprensión de algo por mis propios medios y limitaciones; un algo que se acomoda a mi vida en su momento justo, ni por encima ni por debajo: el verdadero poema es exacto, pero es una exactitud que no depende de mi deseo de hacer o mi pensamiento de un poema, una exactitud que aparece cuando yo desaparezco y dejo de forcejear, cuando por un momento logro silenciar al ego.”. El yo poético, ya lo sabemos, es una voz que habla en el poema, y no necesariamente se vincula con el poeta. Esa voz tiene vida propia, miembros para moverse con soltura en cada verso. Víctor Manuel ha transitado un sendero que se une a una vocación no solo estética sino emocional. Quienes lo conocen, saben que es un poeta inconforme y algo esquivo, que se cuestiona y niega, que busca, además un énfasis ontológico, afianzarse en la realidad del poema. III En la película El Benny, el actor cubano Renny Arozarena retrata a Benny Moré y su manera particular de componer Soy guajiro. La escena es la siguiente: los músicos están en un patio. Todos, o casi todos, siguen las órdenes de Benny. El saxofonista y el trompetista reproducen las notas casi al instante. Benny camina de aquí para allá, tarareando. Sin embargo, el tecladista se muestra ofensivo: lo corrige y le da la nomenclatura exacta de las notas. El Bárbaro del ritmo, visiblemente irritado, le
dice que en su cabeza las notas “suenan” de otra manera. Y a partir de allí, la canción se construye, se va haciendo desde el instinto, espontáneamente. Llama la atención cómo se impone el fluido natural de la música más allá de la técnica. Benny Moré deseaba que los instrumentos reprodujeran esa rica mezcla que su mente dibujaba. El sonido moldeaba el sentido, y no al revés. Un poema puede tener esa misma cualidad. En el caso que ahora nos convoca, Víctor Manuel Pinto ensaya algo parecido. Sus poemas se van formando desde el oído, antes de que aparezcan en el papel dominados por la tipografía. A partir de allí, un impulso musical organiza el texto y le da una presencia más específica. El verso libre se mueve con el compás de una métrica propia. Víctor escribe a mano: el monitor y el teclado no han logrado desplazar a la tinta y a la hoja. Se puede notar cierta nostalgia de amanuense en ese hábito. Una vez que el texto pasa por el tamiz del oído y la paciencia de la reescritura, llega el momento de la transcripción. El poema Trayectoria, de la antología Voluntad para no matar, resume esta visión: “Si la bala refulge en su caja /y lamiendo su punta la puliéramos/en la camisa o en el pañuelo, /quizás si le damos ese cariño.../o derribando todo de la mesa/pusiéramos su forma en el centro/junto a una cesta de huesos y frutas,/tal vez si le ofrendamos algo así.../o mejor le fabricamos un hombre/con ojos de buey, con lomo de toro,/ con un corazón y patas de vaca/ para que lo atraviese a diario.../a lo mejor con eso la saciamos.” La presencia sucesiva de los verbos (casi como detonaciones) le da dinamismo al poema. Esa breve interrupción con puntos suspensivos hace que el ritmo suspenda brevemente su paso, y le da un impulso mayor. Un solo bloque con juegos de intensidad. Se nota la proximidad de Juan Liscano, del Canto al toro fugitivo, de ese “toro sin torero con un ave entre las astas/y negras puñaladas bajo sus pasos lentos”. La bala de Trayectoria atraviesa al Toro constelado de Mario Abreu.
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Excursión de música ligera MAIKEL RAMÍREZ
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an pronto mi admirada profesora Luisa Cristina Álvarez, pedagoga de la UPEL- Maracay, anunció que participaríamos en su acostumbrado Total immersion camp, actividad que ha promovido para la recreación y, sobre todo, la práctica de la lengua inglesa de los estudiantes del departamento de inglés de la mencionada casa de estudios, me dije que había llegado el momento de comprar una guitarra nueva, idea que me venía seduciendo desde hacía tiempo, para entonar junto a mis amigos y profesores nuestras canciones entrañables durante tan ameno viaje. De ese modo llegó a mi vida mi Washburn folk vinotinto, instrumento que hasta el momento de escribir esta nota atesoro. Si no recuerdo mal, partimos
de la universidad, nuestro punto de encuentro, cerca de las 7:00 a.m de ese día sábado del año 2002, rumbo a la estación biológica Rancho Grande, lugar que visitaría por primera vez y que tenía un lugar importante en mi imaginario, debido a su fascinante naturaleza y los espantos que,
según varios de los amigos con quienes solía caminar por montaña, recorrían la estancia cuando la noche alcanzaba su punto más álgido, plus atractivo, como se entenderá, para alguien que durante aquellos años devoraba las obras fantásticas del romanticismo gótico inglés y alemán. Nunca calculé que nos acompañaría un grupo de norteamericanos, invitados por la Profesora, entre los cuales se encontraba uno que portaba una guitarra igual a la mía, solo que de color marrón y con la ventaja de llevar una guinda. Fue precisamente esa multiplicidad de culturas la que nos permitió un recorrido variopinto y emotivo por canciones que animaron el trayecto hasta nuestro destino, puesto que mientras que él rasgaba su guitarra al ritmo de bandas como Sublime, Blind Melon, Soundgarden, y piezas folklóricas de su tierra de origen, yo me ocupaba de batir mi pajuela para
que cantáramos enloquecidos temas populares de bandas venezolanas y latinoamericanas como Sentimiento Muerto, Zapato 3 y Aterciopelados. Pero la sorpresa mayúscula ocurrió cuando uno de los extranjeros me solicitó la archiconocida canción de Soda Stereo De música ligera, tema cuyos acordes, por suerte, conocía. De pronto, las figuras de aquellos norteamericanos, que apenas chapuceaban alguna que otra palabra de las estrofas de la canción, se me revelaron como un objeto sublime, hombres que parecían levitar al compás de aquella canción, hombres que se abandonaban a una euforia emparentada con una hora loca de cualquier típica fiesta venezolana. Como se puede anticipar, los norteamericanos insistirían varias veces en repetir aquella canción. Si esta anécdota nos enseña algo, o al menos es lo que pre-
tendo mostrar, es que De música ligera, como las grandes obras maestras culturales creadas por la humanidad, había trascendido cualquier limitación que se le impusiera desde los distintos códigos propios de cada lengua para convertirse en un patrimonio universal, una canción para la humanidad. Rescato esta experiencia ocurrida hace más de diez años atrás como un pequeño tributo a Gustavo Cerati, quien, ya se sabe, exhaló su último aliento el pasado jueves 4, virtuoso compositor, guitarrista y cantante con cuya música crecimos quienes fuimos unos niños durante los años 80 y transitamos nuestra adolescencia en los años 90, década que vería la separación de la banda Soda Stereo tras el llamado El Último Concierto de 1997, realizado en el estadio River Plate de Buenos Aires, en el que Cerati selló su despedida con las palabras que apesadumbrados le devolvemos: “Gracias totales”.
Ve la luz un inédito de Beckett que su editor rechazó por ser una «pesadilla» INÉS MARTÍN RODRIGO
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Es una pesadilla, me horripila». Cinco palabras que habrán tenido que digerir numerosos escritores en la historia de la literatura. Pero esa historia cambia si tenemos en cuenta el destinatario de la crítica: Samuel Beckett (19061989). ¿Y el autor de la carta de rechazo? Charles Prentice, su editor en Chatto & Windus. Prentice se refería a «Echo’s Bones», un cuento que el premio Nobel de Literatura escribió en 1933 como cierre de «More Pricks Than Kicks», colección de relatos que suponía su primera incursión en la ficción. El libro salió finalmente publicado sin «Echo’s Bones», que 80 años después ha visto por fin la luz gracias a la editorial Faber & Faber y el esfuerzo de Mark Nixon, director de la Fundación Beckett en la Universidad de Reading (Reino Unido). En el cuento, que Beckett escribió porque Prentice le pidió que alargara el manuscrito de «More Pricks Than Kicks» con otra historia de entre 10.000 y 5.000 palabras, el autor de «Esperando a Godot» resu-
cita a Belacqua, uno de los protagonistas de los diez relatos anteriores. Un esfuerzo creativo que no gustó a su editor, que no dudó en rechazar la pieza por ser «demasiado difícil y extraña». En una sincera carta remitida al autor irlandés, el editor decía: «Es una pesadilla... Me horripila... Estoy seguro de que “Echo’s Bones” haría que el libro perdiera un gran número de lectores. La gente se estremecería, se desconcertaría y se sentiría confundida; y no creo que los lectores estuvieran dispuestos a analizar ese estremecimiento. Odio tener que decirlo».
La carta dejó devastado a Beckett, que en diciembre de 1933 escribió a un amigo asegurando que el rechazo le había «desanimado profundamente», pues era un relato «en el que puse todo lo que sabía y muchas cosas aún mejores de las que ni siquiera era consciente». De hecho, el autor irlandés decidió quitarse la espinita titulando «Echo’s Bones and Other Precipitates» su primera colección de poemas, publicada en 1935. No era, sin embargo, la primera vez que el Nobel y su editor tenían un desencuentro; en 1932, Prentice rechazó la primera
novela de Beckett, «Dream of Fair to Middling Women», por ser «una cosa extraña» de la que «no entenderíamos la mitad». Más tarde reconoció que «quizás fue un error» no publicar el libro, que finalmente se editó póstumamente en 1992. Pero, ¿por qué recuperar ahora una historia que fue rechazada y Beckett no quiso publicar en vida? Según explica Mark Nixon en conversación vía e-mail con este diario, «Beckett siempre fue muy negativo con su escritura, y en particular, pasados los años, con su obra de la década de los 30. Por eso se resistió a que se reeditaran sus textos de esa época. Lo hizo por muchas razones, ¡tantas que podrían llenar un monográfico!». Con respecto a la calidad literaria del inédito, muy cuestionado por la crítica anglosajona tras su reciente publicación, Nixon prefiere citar al crítico irlandés Seamus Deane, quien «resume su valor» con esta sentencia: «Es bueno que por fin dispongamos de esta obra, no genial, pero sí de un genio». Y es que, a juicio de Nixon, «Echo’s Bones» nos descubre a «un
joven escritor que trata de encontrar su propia voz» mediante un texto «repleto de humor y sustancia intelectual y que desempeña un papel fundamental en el desarrollo de Beckett, que pasa de ser un escritor marcado por Joyce a experimentar con el lenguaje y con la simplicidad dramática por sí mismo». Por ello, Nixon defiende la publicación de la obra, ya que «Beckett destruyó aquellos textos que no quería que sobrevivieran. Beckett donó manuscritos a varios archivos, especialmente al de la Universidad de Reading, teniendo muy claro que en el futuro serían consultados por investigadores». En otras palabras, «Beckett no habría entregado el manuscrito de “Echo’s Bones” a dos investigadores (cosa que hizo en su momento) si no hubiera querido que fuera consultado y potencialmente publicado». Una opinión que comparte Edward Beckett, sobrino y albacea del Nobel, que cuando se anunció la publicación del inédito aseguró al «Observer» que era «un texto muy importante» y que era «bueno que por fin esté disponible».
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4 poemas de Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters L
a editorial Bartleby aporta al panorama poético una nueva versión del clásico de Edgar Lee Masters (1868-1950). El poeta estadounidense alcanzó extraordinaria fama con la publicación de su Spoon River Anthology (1915, con casi una veintena de ediciones en ese mismo año). Jaime Priede nos regala una versión renovada en la que el lenguaje deja salir la osadía de esta obra inusitada. El autor alza a través de 250 epitafios imaginados las grandezas y miserias de los habitantes de un pueblo ficticio. Las razones del aviador ofrece como principio de una lectura ineludible los poemas referidos a los primeros cuatro personajes que siguen a una pieza inicial en la que evoca la colina en la que están enterrados.
Hod Putt Aquí mi tumba, junto a la del viejo Bill Piersol, que se hizo rico traficando con los indios y que acogiéndose luego a la suspensión de pagos logró salir más rico que antes. Harto yo de miseria y mucho curro, viendo cómo crecían Bill Piersol y otros en opulencia, una noche atraqué a un viajero cerca del Proctor`s Grove y lo maté sin querer, por lo que me juzgaron y colgaron. Así me acogí yo a la suspensión de pagos. Ahora, todos los que nos acogimos a ella, cada uno a su manera, dormimos juntos, codo con codo. Ollie McGee ¿Os habéis fijado en un hombre mustio y cabizbajo que deambula por el pueblo? Es mi marido, que con secreta crueldad, nunca confesada, me robó juventud y belleza. Hasta que, llena de arrugas y con los dientes amarillos, perdida la dignidad y de vergüenza humillada, me bajaron a esta tumba. ¿Y qué creéis que le roe a mi marido por dentro? ¡La cara de la que fui y la otra que hizo de mí! Las dos le están llevando al sitio donde yazgo. Logro mi venganza después de muerta. Fletcher McGee Fue ella quien me robaba la fuerza a cada instante, quien me robaba la vida hora tras hora, quien me dejó seco como una luna enfebrecida que va debilitando al mundo sobre el que gira. Pasaban los días como sombras, rodaban los minutos como estrellas. Fue ella quien transformó la pena de mi corazón en sonrisas. Era un trozo de arcilla por esculpir. Mis secretos pensamientos se convirtieron en dedos: se alzaron hasta su frente pensativa y la marcaron con la arruga del dolor. Dieron forma a los labios, le hincharon las mejillas y le hundieron los ojos en cuencas de dolor. Mi alma penetró la arcilla luchando como el mismo diablo. No era mía, no era suya, tenía otra distinta, pero su resistencia le modeló un rostro que odiaba, un rostro que me daba miedo mirar. Cegué las ventanas, eché los cerrojos, me acuclillé en un rincón… Pero entonces se murió y me dio caza. Me dio caza para los restos. Robert Fulton Taner ¡Si un hombre pudiera morder la mano gigante que le atrapa y destruye, como me mordió a mí aquella rata cuando hacía una demostración de mi trampa patentada un día en la ferretería! Pero un hombre jamás puede tomar venganza del monstruoso ogro Vida. Entras en la habitación, que es el nacer, y no te queda otra que vivir, partirte el alma trabajando. ¡Ajá! Tienes a tiro el cebo que ansías: una mujer rica con la que casarte, prestigio, posición y poder en este mundo. Pero hay obstáculos que vencer, cosas que hacer: los alambres que rodean el cebo. Por fin logras entrar, y entonces oyes unos pasos: Vida, el ogro, entra en la habitación (te estaba esperando y oyó saltar el muelle) para verte roer el delicioso queso clavándote sus ojos de fuego con muecas y risas, burlas y maldiciones, mientras tú corres de una esquina a otra en la trampa, hasta que se harta de tu sufrimiento.
Edgar Lee Masters (Garnett, Kansas, 1868 – Melrose Park, Pennsylvania, 1950), poeta, biógrafo y dramaturgo estadounidense. Junto con otras figuras de la talla de Carl Sandburg o Vachel Lindsay, participó en el movimiento literario conocido como Renacimiento de Chicago.