Jesus vino a cobrar alquiler

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Colección el Libro Hecho en Casa Serie cuentos

JESÚS LEONARDO CASTILLO

JESÚS VINO A COBRAR EL ALQUILER Cuatro relatos integran este libro. El que le da el título busca indagar en lo relacionado con Jesús y su casa, ocupada por quienes dicen creer en él. Alma quemada es otra realidad de la vida de un privado de libertad que cambia su forma de ser por culpa de su entorno. Demonio entre lobos, una de las historias también controversial, que narra la existencia de grupos terrorista y la manera de interrogar a los detenidos. Niño pródigo, viene hacer una especie de recapacitación de personas con poco ánimo de vida en la cual algunos hechos los hacen volver a la vida real.

Sistema de Editoriales Regionales

YARACUY

Jesús Leonardo Castillo Nace en Maracay el 24 de septiembre de 1968, estudió en el liceo “Oswaldo Torres Viña” de Maracay. Egresado en estudios jurídicos de la Misión Sucre. Ha sido productor teatral y conducido dos programas de radio y escribe desde su adolescencia. Actualmente se dedica en el área de seguridad de la aviación civil.

Ministerio del Poder Popular para la Cultura

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Jesús vino a cobrar el alquiler, Alma quemada, Un demonio entre lobos, Hijos pródigos © Jesús Leonardo Castillo Colección El libro hecho en casa. Cuentos © Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la rana Sistema Nacional de Imprentas Red Nacional de Escritores de Venezuela Depósito Legal: DC2017000359 ISBN: 978-980-14-3690-4 Consejo Editorial: Asociación de Escritores de Yaritagua Mariela Lugo, Rosa Roa Aurístela Herrera Orlando Mendoza Luisana Zavarse Moraima Almeida, Belkis de Moyetones José Ángel Canadell José Alejo Omaña Jesús Castillo Diagramación Jesús Castillo Impresión: Linduar Prada

El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos.


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Un frio noviembre, entre la noche y el día, un hito se marcó en la historia del orbe. Desde su santidad el Papa, presidentes, líderes religiosos y grandes figuras internacionales se enteraron al unísono: La llegada del hijo de Dios. Cada uno, sin distinción de lengua, cultura, religión y política, escucharon el llamado, incluso hasta los mal llamados herejes e infieles: “Que el temor no albergue en vuestros corazones. Dispondré de la tierra, pero no de la forma que está escrito”… Se convino a la brevedad y sin escatimar logística, que todos se reunirían en el poderoso país del norte, lo que hizo expresar a su presidente con suficiencia: “Sabíamos que dios era americano, sino de origen, por lo menos de preferencia” En todos los lugares de la tierra, hasta en la aldea más remota, fueron instalados sendos televisores. Asombrosamente, funcionaban sin siquiera proveerles de electricidad. Nadie debía perderse ese momento… El momento llegó. Día o noche, en toda la tierra todos esperaban. Repentinamente, las nubes comenzaron a cerrarse, amontonándose, atravesadas por rayos de luz. El sonido de coros celestiales inundó la atmosfera, con un fondo de tambores. Vestía de larga y blanca túnica y sandalias de cuero. Su negro cabello estaba elegantemente trenzado, llegándole hasta la espalda. Su barba estaba cuidadosamente afeitada. Ningún sonido salió de boca alguna, ni de vehículo, avión o motor. Por primera vez en milenios, la humanidad entera se había detenido. Solo silencio. Hasta la naturaleza era mudo testigo. El mar se escuchaba a kilómetros de distancia, a lugares donde no se le veía. Tal vez se debía a la imagen que aparecía en la pantallas de los cientos de televisores. El santo padre carraspeó un poco antes de hablar: -¿Eres el hijo de dios? -Sí. Hola. -Pero… No parece… ¿Seguro que lo es? ¿No será quizá un ángel o un arcángel? -¿Es usted el papa? -Sí… -No parece. ¿Seguro que lo es? ¿No será quizá un obispo o un arzobispo?


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-Soy el papa. El representante de dios en la tierra. -¡Bien!... Traigo un poder firmado por la gerencia. ¿Leyó el oficio? -¿Cuál? -El sobre que está en su bolsillo. Sorprendido, el sumo pontífice hurgó en sus bolsillos. Extrajo un sobre lacrado. Rompió el sello y leyó cuidadosamente su contenido. Apenas podía dar crédito a lo que leía. Estaba asombrado. -¿Qué es esto? -Un poder legal. Mi padre quiso que todo fuera fácil de entender para ustedes. Dice allí, que mi padre, creador de todas las cosas, me da facultades plenas para decidir en relación a sus posesiones. -¿Es usted abogado? –Intervino el presidente de los Estados Unidos, recordando su papel de anfitrión- Pregunto, nada más. -No. Tenemos pocos, pero muy buenos… Aprendí un par de cosas. -Es que usted no parece precisamente hijo de dios, es decir, Jesús. -Yo no sé lo que se esperaban. ¿Se olvidan donde nací?... Yo no pinté esa imagen. Eso fueron ustedes, hijos míos… Acostúmbrense. -Señor –Al papa le costaba expresarse- ¿Qué deseas? -Lo justo. Dos mil años de rentas atrasadas… Dos mil quince, para ser exactos. - ¿¡Qué!? -Ya oyeron. ¿No viven diciendo que esta es la casa de dios?... Pues no hemos recibido nada… Y yo no creo en la retórica. El cielo oscureció de repente. Truenos se dejaron escuchar. Los repiques de tambores aumentaron. La vos del hijo del creador se hizo profunda, llegando a los huesos, produciendo escalofríos. -¡Mis hijos tienen sed¡ -¿Sed? -De comida, de techo seguro, de respeto, de educación… Es la hora de los humildes. -Señor, Jesús, hijo de dios –Era el presidente norteamericanoComo representante de la nación más poderosa de la tierra

le pregunto: ¿Qué es lo que deseas? ¿En qué puede ayudarte mi gran nación? -También harás tu parte, hijo mío. Ahora bien, retomemos el tema: Fuera de los compromisos pendientes, hay un fuerte excedente de ganancias. Quiero que se cancelen todos los compromisos. La banca vaticana cierra. Ese dinero se sumará lo que se haga en subasta. -¿Subasta? –El papa estaba a punto de infarto- ¿Cuál subasta? -No es una pregunta hijo mío. Y mejor no me pidas una prueba de fe. No me voy a conformar con las clásicas muestras de ira. Todas las obras de arte del vaticano serán subastadas mundialmente. -Si mi señor –Dijo temeroso- Se hará tu voluntad. -El capital recogido se usará en los países pobres de África y La India en escuelas, hospitales, viviendas y carreteras. -¡Pero mucha de esas regiones están en guerra! -Porque tienen hambre y sed. La iglesia los saciará. Mi padre les dará paz. -¿Y cuál es mi misión señor? -Me vas a representar ante el FMI. Se condonarán todas las deudas de los países pobres. -¿Y qué pasará con los países que han prestado millones? -Demostraran lo poderosos que son. Lo lograran. Seguirán adelante. No es un favor. El dinero de esas deudas lo usaran los países pobres en sí mismos para su desarrollo. En los que estén en guerra, cada pequeño y gran pecado desaparecerá. El hombre cambiará, entregará las armas. No derramará más la sangre de sus hermanos. -¿Y los ricos entregaran todo? -No. Alguien debe comprar y tener. Solo que no habrán más pobres. Además de ser ricos en fe, tendrán lo suficiente para vivir. -¿Y los no cristianos, heréticos y herejes? -No pregunto por la fe del hombre, sino porque el hombre sea bueno… Yo no vine a aniquilar al hombre, sino a darle paz, para que escoja por sí mismo. Pero ustedes, que se hacen llamar los líderes del mundo, no tienen elección. ¡Cumplan o caigan bajo la justicia divina!

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Ese dĂ­a, al caer la noche o al amanecer, en todo el planeta, todos soĂąaron lo mismo y despertaron sudorosos y asustados. Los llamados lĂ­deres del mundo. Despertaron sin saber aprender la lecciĂłn, alegrarse de que no era real o prepararse por la advertencia. 250511

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1 La oscuridad era absoluta en el recinto, con un silencio interrumpido apenas por el canto de los grillos, algunos murmullos aquí y allá y sonido de un vehículo a lo lejos. En la hacinada habitación, entre el hedor a orín rancio y heces, varios hombres dormían… Uno de ellos era Jorge Utrera. Más que dormir, recordaba… Sentía la suave mano, acariciando la suya. Solo se besaban, de forma lenta, con una ternura sin límites. El apartó un mechón de sus cabellos de su dulce rostro. Ella suspiró abriendo sus ojos de azul intenso. -Esto es injusto contigo –se quejó- No puedo darte más que besos. -Calla, tonta –dijo con ternura- No sabes cómo me alimenta un beso tuyo, tú olor, tus cabellos entre mis dedos… Recuerda la promesa. -Pero tú te mereces una mujer completa. -Tú eres mi mujer completa. Recuerda la promesa: Juntos hasta el final… y por siempre. Y no voy a romperla –miró su reloj- Ya es hora. Preparó la inyección, introduciéndola en el catéter. Miró como se relajaba. Tomó su mano, sonriéndole. La soltó, acariciando sus dedos. -Descansa. Jorge la besó en la frente. Ella detuvo su rostro con ambas manos, besándolo en la boca y mirándolo fijamente, concentrando su mirada en él, memorizándolo, mientras sentía el sueño llegar. -Cuando despierte, te llamo. El se acostó en el pequeño catre junto a su cama. No se lo decía, pero también necesitaba descansar. Se quedó dormido, perdiendo la noción de todo. En algún momento escuchó: -Vamos. Es hora. Abrió los ojos de golpe. No recordaba donde estaba. Confundido por la oscuridad, sentía un gran peso sobre él. Forcejeaba. Algo pasó por su rostro, causándole un dolor espantoso. No podía abrir un ojo, lleno de sangre. Tanteó en la oscuridad, logrando asir una muñeca, apretando con


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todas sus fuerzas. Una mano como garra lo asió por el cuello. Le faltaba el aire. El jadeo en su rostro era rancio, hediondo a bazuco. Desesperado, tanteó el piso con su mano libre. Sus dedos rozaron la tela que envolvía la platina de metal. Lanzó el primer golpe, sintiendo que chocaba contra algo duro. La presión del cuello y la muñeca no cedían. Su segundo intento penetró tejido blando. Recordó el consejo de Iscariote: “Si entra en lo blando, empújalo y gíralo”. Al hacerlo, el rostro se le llenó de un líquido viscoso y el peso que sentía sobre él cedió. Ahora oía los gritos, las llamadas, pero no se movía. Un golpe le cortó la respiración y otro lo sumió en la inconsciencia. Jorge cayó en un pozo sin fondo, oscuro y frío, quizá peor que la celda donde ya tenía cinco años, aunque para él, ya no existía la noción del tiempo. La blanca luz hirió sus ojos. Movió una mano para cubrirse. El frío acero lo sujetaba a la camilla. Le dolía todo el rostro y solo tenía visión de un ojo. En ese momento un médico lo revisaba. -Tuviste suerte –le habló- Pasó cerca del hígado y no tocó ningún órgano. El párpado se te abrió en dos, pero no perdiste el ojo –Jorge no respondió- Por tus cicatrices veo que ya nos has visitado otras veces… Casi mueres desangrado –El silencio de Jorge lo irritó- Si sigues así, no creo que pases de la próxima. Adiós. -Yo tampoco –Musitó para sí- Yo tampoco… A los días ya podía sentarse en la cama, pero continuaba esposado y bajo vigilancia, aunque no daba problemas. Pasaba el tiempo con la mirada perdida y la mente en otro lado y tiempo.

-Disculpe, ¿está acompañado? –él se le quedó mirando alelado, por su sonrisa- Que si aparte de usted, no hay nadie más en la mesa. Sin decir palabra, se puso de pie de un salto, ofreciéndole un asiento que ella aceptó gustosa. Se le quedó mirando unos segundos, con una sonrisa pícara, pensando antes de hablar. -Gracias… ¿Usted no habla? -Disculpe. Es que por culpa de su belleza me volví estúpido unos momentos. Pero no se preocupe, eso se me pasa. Su belleza no, claro está… Me llamo Jorge. ¿Y usted? -Virginia. Parecían dos personas que se conocían de toda la vida. Ella se admiraba de su origen humilde y de su carrera hecha a pulso. La conversación pasó desde la política hasta la literatura. Jorge estaba encantado. -Me encanta tu descaro. No pierdes tiempo en adularme o complacerme. -Eres demasiado inteligente para que yo te falte el respeto de esa manera. Si lo hago, terminaré solo toda la noche. Fíjate en la gente. Aquí todos están en busca de una oportunidad de ascenso social. Veo a personas que ni siquiera trabajan aquí. Aunque no conozco a todos en la empresa. Es un sitio demasiado grande. -¿Y tú? -No me gusta adular. Soy servicial, no servil. No me gusta “jalar”, ni buscar hacer amistad con alguien que me “ponga donde hay”. A la larga, esos favores salen caros. ¿De qué te ríes? -Nada. Me rio de nada. En ese momento, el animador del evento anunciaba por el micrófono la entrega de reconocimientos a los empleados más antiguos. En un momento determinado, al anunciador, evidentemente complacido, dijo unas palabras: -El consorcio “Olaizola” se complace en entregar una placa de reconocimiento a una persona que no se ve mucho por la empresa, pero que desde fuera, es una pieza fundamental en la imagen del consorcio, en las campañas de labor social, no solo para los hijos de los trabajadores, sino para aquellas fundaciones de ayuda a niños y adolescentes con

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2 Era otra fiesta de fin de año de la compañía. Ya estaban por la entrega de reconocimiento a los más antiguos de manos de Gerardo Olaizola, presidente, accionista mayoritario y dueño de casi todas las empresas de la corporación “Omega”. Como apenas comenzaba a trabajar en el departamento de contabilidad en la empresa, Jorge prefirió permanecer en las mesas del fondo, tratando de pasar desapercibido.

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deseos de superación, estudio, con la entrega de becas, así como entrega de recursos a fundaciones que luchan contra el flagelo de las drogas. Le pido por favor a la señorita Virginia Olaizola que por favor reciba de manos de su padre, presidente del consorcio “Olaizola”, esta placa de reconocimiento, en nombre de todos los empleados. Jorge vio impresionado como la joven era abordada por el gerente general de la compañía, Manuel Olaizola, hijo del dueño de todo aquello… como ella. -Vamos hermana –dijo mirando a Jorge apenas- Tengo rato ya buscándote Sin salir de la sorpresa la vio recibir el reconocimiento, acompañado de un ramo de flores y una lluvia de aplausos. Aplaudió por reflejo. La cara se le caía de la vergüenza. Estuvo hablando, sin saberlo, con la hija del dueño. -Soy un payaso –dijo para sí- Bonito papelón el que hice. Y salió discretamente de la fiesta, creyendo firmemente que había sido, ni más ni menos, el juguete de una niña aburrida. Apenas podía creer que había sido tan sincero con ella. Ahora si entendía sus risas… Se estaba burlando cruelmente de él. Días después volvieron a cruzarse, a la salida del trabajo. Jorge se encontraba en la parada, cuando un lujoso vehículo con vidrios ahumados se detuvo a su lado. Se inclinó para ver de quién se trataba. Su mirada se cruzó con esos ojos azules de mirada traviesa y sonrisa divertida. -Hola… Te me perdiste. -No me dijiste quién eras… Me siento un idiota. -Quise decírtelo, pero pensé que me tratarías diferente. -Bueno, a lo mejor lo hubiera hecho… Pero a lo mejor no. No tenía ni tengo intenciones de adularte. Te fijarás que no te trato de usted. -¿Te doy la cola?... ¡Anda!... No me mires así. No seas grosero, no me obligues a adularte. -No es mi intención que me adules. -Tengo hambre y no me gusta comer sola. Anda, acompáñame. Si no aceptas, me comportaré como una niña malcriada y lloraré y haré pucheros para que me complazcas. -¡Manipuladora! -¡Malcriado¡ -Ambos se echaron a reír.

3 -Vamos amigo. Hay que regresar. Jorge miró fijamente al uniformado que le retiraba las esposas de la camilla, para unir sus muñecas por detrás, atándolo nuevamente. -¿Estamos listos? -Sí… De aquí pal hotel –Jorge sonrió con amargura- Tienes un mensaje del viejo. Que cuando llegues, lo busques. Luego del viaje y después de la requisa de ingreso, lo llevaron al patio. Un vigilante le extendió una bolsa sin decir palabra y se retiró. Jorge revisó: Eran dos arepas rellenas y un jugo en envase desechable. Tenía hambre. Mientras comía, recordaba la entrevista al llegar con el director de la prisión. Luego de leer su expediente (algo innecesario, pues sabía a quién tenía al frente), lo interrogó: -Por segunda vez te pregunto: ¿Quién te dio el chuzo? -No era mío. Estaba tirado en el piso y lo agarré. -Y no sabes de quién es… -No. No sé. -Mira, no es que me importe. El tipo no era ningún niño Jesús: Robo, homicidio, drogas, violación. Y tú no eres ningún santico. ¡Novecientos millones! Y no quieres hablar. Según tú, la plata se perdió. Allá tú. Tengas o no esos reales, tu vida aquí no vele nada, ¿para qué te callas?... –le molestó el terco silencio de aquel hombre- ¡Mierda!... Eso me pasa por creer que eres gente. ¡Anda! Vete para el patio, a ver si duras otro año, que ya llevas cinco, ¿No? -Si… Cinco años. -Vete. El viejo quiere hablar contigo. Las miradas lo rodeaban mientras cruzaba el patio. Dos hombres lo interceptaron. Su aspecto causaba temor, llenos de cicatrices de heridas de arma blanca, con esos aires del acostumbrado a infundir temor. Otro pasó en medio de ellos, tropezándolo. Conocedor de la rutina, vio disimuladamente como les pasaban los chuzos, como si nada. Sin demostrar lo que sentía, miró en todas direcciones, topándose con miradas, algunas indiferentes, una que otra solidaria, pero nada más. Lamentó no tener nada para defenderse. Les sostuvo la mirada, a pesar de que el corazón se le quería salir por la boca y las piernas le flaqueaban.

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-¿Y entonces mijo? ¿Cómo es eso de que no quieres que te cuiden?... Y con todo ese realero. -Ya yo les dije que no hay real. Una mano gigantesca se posó en su hombro, alejándolo de esos hombres, en actitud casual. Estos palidecieron al verlo, al tiempo que escondían los chuzos, tratando de decidir qué hacer. -¿Entonces mis amores, están buscando marío? -N…no es nada Iscariote. Solo saludábamos al pana. -Yo también lo voy a saludar. Y mañana, y pasado mañana… Donde yo no lo consiga para saludarlo, a ustedes los van a encontrar dentro de un cuñete de pintura, como el tipo aquel. ¿Se acuerdan? Uno de los hombres retrocedió al Iscariote dar un paso. Ahora era él quién miraba para todos lados, pero los demás reclusos se hacían de la vista gorda. Los que en alguna oportunidad fueron sus víctimas, sonreían, deseándoles la muerte. El otro hombre no retrocedió, esperando su momento. -¡Yo no te tengo miedo Iscariote! ¡Yo soy un varón! –El hombre lo miraba con los ojos muy abiertos, jadeante, con la voz quebrada- ¡A mí se me respeta! -¿Tu duermes mi amor? Porque yo no –Su voz no disimulaba el desprecio- Vete tranquila mija. Tú no eres más que un lava interiores, brujita. No te voy a matar aquí. Lo voy a hacer en los baños, para cogerte cuando todavía estés tibio ¿Oíste? -¡Coño Iscariote!... –bajó la voz- No te arreches. Tú sabes cómo son las vainas. De enemigo no te quiero. No me vayas a quebrar pana. -¡Lárgate! –le escupió la cara. Después que todos se dispersaron, miró a Jorge como si nada- Sígueme… Supe que usaste el chuzo. Como te dije. El viejo tiene razón. No eres estúpido. Todo ocurrió, unos pocos meses atrás, acabando de llegar de otro penal, en circunstancias muy extrañas, pues era un lugar donde abundaban asesinos, violadores, traficantes, pero no estafadores. Era como tirar una pieza de carne en un pozo de caimanes. A la hora del almuerzo, Jorge se alimentaba de las raciones del penal, mientras que a su lado

un hombre comía arroz, pollo, plátano frito y puré de papas. Iscariote le quitó el envase y le hizo un gesto con la cabeza para que se retirara. El hombre, sorprendido al principio, prácticamente se fue corriendo al reconocerlo. Le pasó la comida a Jorge, que se había dado cuenta de la situación. Le colocó algo en el muslo. Sin mirarlo a la cara le habló: -Guárdalo. Come y escucha: Cuando lo claves, gíralo. Ahora lo acompañaba por los pasillos del pabellón, recibiendo miradas curiosas, torvas, algunas aparentando indiferencia. Los vigilantes de prisión se hacían de la vista gorda, solo los dejaban pasar. Alguno que otro saludaba a Iscariote. Así llegaron al pabellón de los privilegiados, conocido como el sector cinco estrellas. Un antiguo salón de clases fungía de dormitorio, con aire acondicionado, cocina, comedor y baño. Nada de hacinamientos, hedor, envases para defecar u orinar. El hombre lo recibió con una frase apenas: -Pasa mijo… Siéntate. No era alto, un poco pasado de peso, barbado. A Jorge le pareció que tenía un increíble parecido con el pintor Armando Reverón. Se veía que era un hombre que daba órdenes concretas, de preguntas directas, que le interesaban respondieran solo lo que cuestionaba. Iscariote se sentó en un taburete de madera, en un rincón, mientras saboreaba un pedazo de pan con queso, acompañado de café con leche. -No soy de los que repiten las vainas. Aquí se sabe lo que no se quiere y se ignora lo que importa. -Fui víctima de un engaño. -Aquí todos somos inocentes… Yo tengo veinte años aquí. El negro que está comiendo allá, quince. Inocentes… Le pusieron Iscariote porque no encontraron nada peor con que compararlo. No eres inocente, te jodieron, que es diferente. No recibes visitas, no tienes ni medio. No te reúnes con el comité de prisiones… Me importa un carajo si eres inocente. ¿Lo hiciste o no lo hiciste?... Eso es lo que importa –Jorge asintió- ¿Solo? -No. -¿Y por qué te callas? -Al principio quería proteger a alguien. Pero ya no importa. Nada va a cambiar.

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-Te voy a ayudar. Pero no es por mi generoso corazón. Soy dueño de un montón de negocios: Apuestas, alquiler de celulares, armas, drogas, protección, comidas. Pero esto ya es más grande que nosotros. Necesito un administrador nuevo. Uno que sepa cómo le va a ir si me la hace. Si aceptas, te encargas de todo. Si alguien no para, le dices a Iscariote y él se encarga. -¿Y si digo que no? -No creo que tengas muchos amigos en ese patio –Iscariote se puso lentamente de pie- Sácalo. -¡Calma!... Solo preguntaba. Acepto. -Bien. Te conseguiré algún cargo interno: Clases, talleres, algo que justifique tu traslado a este pabellón… Puedes decirme viejo, como todos. Quédate de una vez. Ya sé que no tienes nada. Peros eso lo arreglo yo. Así se inició esta sociedad. No deseada, no buscada, pero que le bridaría a Jorge la oportunidad de pensar con más calma en su vida y como era hasta ahora. Antes, era sin dirección ni ideas, solo sobrevivir. Pero a partir de ahora iba a ser diferente. Su actitud reservada y hosca le ganaría fama de hombre peligroso, de pocas palabras, con sus cicatrices ganadas. Ya no peleaba más… Era parte del sistema. Ahora tenía herramientas para continuar en alguna dirección.

Se acomodó junto a ella con cuidado. Virginia lo abrazó, buscando su calor, acariciando sus manos, el vello de sus antebrazos, haciéndolo dormir. Cuando Jorge abre los ojos, ella está sentada junto a él, mirándolo. Hay amor en esa mirada que no quiere abandonarlo ni un momento. -Para variar, primera vez que te duermes que te duermes y yo te miro. Ella lo abraza de nuevo, acaricia sus cabellos. El asiente. Hace tiempo que no hablan lo que es obvio para ellos. Sus gestos y sus palabras a medias son más que suficientes. Ella susurró: -Tengo miedo de ti cuando yo no esté -No hablemos de eso. -Quiero hacerlo. -Recuerda nuestra promesa. -¿Y luego? -Eso, amorcito, es cosa mía. Vamos a desayunar… Una promesa es una promesa. -Está bien. ¿Jugo de melón o lechosa?

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4 Ella se encontraba en la cama, con los ojos cerrados. Fue una mala noche, pero ya no había dolor. A su lado, Jorge pasó toda la noche en vela, suministrándole sus medicamentos. Al amanecer se levantó del catre para asearse y seguir dedicándose a ella. Limpió su frágil cuerpo con una esponja húmeda. Después le colocó una crema anti escaras y la visitó con una bata. Finalizó con un suave maquillaje. Sabía lo mucho que le gustaba. La vio sonreír y fijar su mirada en él. Para Jorge, la sonrisa de Virginia era otro día ganado a la muerte. -Buenos días –Susurró ella- ¿Cómo estás? -Buenos días. Estoy bien. ¿Quieres desayunar? -Todavía no. Vamos a dormir un poco. Vamos. Acuéstate a mi lado, mira que no has dormido nada.

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5 -Párate hijo, vamos. Deja la soñadera. Iscariote, desnudo de la cintura para arriba, boxeaba al aire, calentando, sin dejar de dar saltos cortos, como si se enfrentara contra alguien y el premio fuera su vida. Se lo tomaba muy en serio. -¿Qué hora es? ¿A dónde vamos? -Las cuatro. A la azotea. Allí está mi gimnasio personal. Todavía te falta mucho para seguir vivo aquí. Eres el cerebro, pero tienes que hacerte respetar. Vas a hacerme caso. Vas a comer bastante, hacer pesas y a aprender… mucho. -¿Pesas? -Hay que botar presión de vez en cuando. Si no, se te envenena el cerebro… Veo tus ojos. Esa mirada. Vas para allá. Solo sacando cuentas no se te va ir el tiempo. Vamos, sígueme. Comenzamos hoy hasta que te gradúes. -¿Graduarme? -Lo sabrás cuando te toque. Jorge ganó y perdió muchas cosas con los años, gran parte sobre esa azotea, al lado del tanque de agua, con un techo


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para protegerse del sol, de cuatro a ocho de la mañana. Tenía pesas de diferentes diámetros, hechas con cemento y un par de sacos de lona para golpear. El sol lo volvió muy moreno, el ejercicio y la comida muy fornido. Aprendió boxeo, lucha, manejo del cuchillo, hasta usar armas de fuego, cosa que lo sorprendió, pues en su vida nunca tuvo que usar una. Entendió que la fama de Iscariote no era por casualidad. El por qué era un hombre tan peligroso. Así paso el tiempo…

a arriesgarme –Manuel no pudo ocultar su derrotaLamentablemente, no tengo los recursos necesario. -¿Y qué vamos a hacer? -Hay una manera. -¿Cuál? -Dinero de la compañía. Tú puedes hacerlo. -¡Pero eso es un robo! –Manuel Olaizola lo tomó por los hombros, empujándolo contra la pared -¡Yo sé lo que es! –Bajó la voz- Pero es mi hermana, no se te olvide… Por ella, lo que sea. ¿Me ayudas o no? Jorge se zafó de su cuñado. Dio unos pasos, sin fijar la vista en nada. Luego de unos momentos, clavó la vista en los ojos de su cuñado, ya decidido. -Dime que tengo que hacer…

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6 Jorge se encontraba en el consultorio del Doctor Espinoza, médico de la familia. En ese momento este estudiaba unas radiografías. Luego hojeaba unos análisis. A Jorge lo carcomía la angustia. Cumplió con todas las instrucciones del galeno, cuidando de que Virginia recibiese el tratamiento tal cual le ordenó. La mirada del hombre de bata blanca lo desalentó. -¿Nada Doctor? –Este negó con la cabeza- ¿No hay nada que podamos hacer? -Lo mismo que hasta ahora. Acompáñala. Dale sus medicamentos. Hasta ahora, lo único que estamos ganando es tiempo, quién sabe… -Pero ese tiempo ganado me dice que hay esperanza. -Soy un hombre de ciencia. Pero te puedo decir que solo esa fe en ti es lo que la sostiene… Tal vez sea cuestión de meses, quizá un año. -Está bien doctor –Jorge se puso de pie y le extendió la mano, que fue recibida con afecto- Seguiré con ella y tal vez lo logremos. Fuera del consultorio lo esperaba su cuñado y su suegro, que al conocer los resultados se marchó, presa del dolor, para no seguir afrontando la verdad. Manuel Olaizola lo tomó por un brazo para hablarle. -No le hagas caso a papá. Se rindió. No puede más con esto. No quiere hacer más –Habló en tono de confidenciaAquí entre nos, él dice que va a esperar el final. Pero hay una esperanza. Solo que no quiere porque no acepta más decepciones. -¿Qué esperanzas? Vamos, ¡Dime! -Suiza. Un tratamiento experimental… Pero el viejo no quiere hablar de eso, perdió la fe… Pero yo estoy dispuesto

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7 -… Aquí el hermanito dice que no has pagado aún tus cuentas, Cara e’ Rata. -Bueno, él lo dice… -Iscariote no perdió la calma- Según. -Bueno, ¿Cómo quedamos? Era su frase lapidaria, definitiva. La frase final, la que daba paso a la llegada de la muerte, del final sin excusas ni oportunidades. La sentencia ya conocida por todos. -Yo estoy al día Iscariote. Si el pendejo ese no sabe llevar sus cuentas, no es mi peo. Iscariote se limitó a sonreír. Sabía que el momento ya había llegado. Se hizo a un lado, dejándole el campo libre a Jorge, que dio unos pasos hasta quedar cara a cara con el otro reo, que apoyado por su gente, lo miraba envalentonado, jadeando, lamiéndose los labios. La mirada de Jorge era vacía, fría, sin alma. El hombre que había llegado hace tiempo a la cárcel había desaparecido. Estaba moreno de sol, corpulento, con cicatrices que le daban feroz aspecto. Un buen alumno del Iscariote. No amenazaba, pero su actitud denotaba algo inevitable si llegaba a salir de su letargo. Cara e’ Rata lo pensó mejor. Sin perder su actitud agresiva pareció reflexionar. -Déjame revisar mis cuentas… A lo mejor si te debo algo… -Bien… -Dijo Jorge sin variar su actitud- Revisa, tal vez algo se te pasó. Y Cara e’ Rata…


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-¿Qué? -No trates de apilatarme… Yo no discuto. Este lo miró de arriba abajo con desprecio. Para él, no era más que un jala bolas que llevaba números y no se iba a dejar engañar por su apariencia, no era más que un protegido de violaciones, un apadrinado. Sonrió. Escupió el piso con desprecio y se marchó. -Bien hecho hijo –Dijo Iscariote- Ahora le gente sabe ya que tu no comes cuentos. -Voy a matarlo –Dijo con la mayor naturalidad del mundoArréglame un encuentro con él. Puede ser en el baño, a la hora de la comida, me da igual. -Hay que decirle al Viejo. -Dile. Igual está muerto. Cuando Iscariote le contó al Viejo, este guardó silencio. Sirvió dos tazas de café y con un gesto invitó a Iscariote a sentarse. Luego de unos momentos de reflexión, habló: -Arréglalo todo. -Pero… -No discutas. Cara e’ Rata está muerto desde el momento en que se le enfrentó. -Y pensar que yo lo volví así. ¡Qué vaina!... Lo único que quería era que aprendiera a defenderse. -No es tu culpa. Ese muchacho perdió su alma hace tiempo. Solo ayudaste a que no lo mataran… Es como un perro de pelea –Sonrió- Solo le falta probar sangre. Porque no es igual defenderse que cuando matas. Ese no ladra, pero busca el cuello. -Entiendo. -Cara e’ Rata ya venía entregando cuentas incompletas. Si otros siguen su ejemplo, nos vamos a joder. Volverían las matanzas. Podríamos perder todo. Haz lo siguiente: Corre el rumor de que es un escarmiento. No es malo sacarle provecho al asunto. ¿No te parece? -¿Y si muere Jorge? -Lo lamentaremos. Es buen muchacho, fiel, legal y cumplidor… Pero aquí se tiene que demostrar cojones o se pierde la vida. Publicaremos una vacante en la prensa –Iscariote lanzó una carcajada, brindando con su taza de café.

Ya era medio día. Jorge comía de pie, mirando el patio desde la ventana, con una expresión vacía en el rostro, observando a los reos del patio. Dejó el plato con la comida a medio probar en la ventana. El encargado de cocinar lo recogió. -Ya vengo –Murmuró apenas, cruzando su vista con Iscariote, quién asintió brevemente, mientras el viejo leía distraído el periódico. Salió del pabellón, edificio llamado “el cinco estrellas”, pasó por los mesones de cemento donde los reclusos almorzaban. Así llegó a la entrada de los baños. Allí, en dos enormes bañeras de plástico, dos hombres lavaban la ropa. Jorge abordó al más joven. -¿Qué pasó niño? –Le tendió la mano- ¿Cómo va todo? -Aquí, pasándola men –Le correspondió el saludo, solo para entregarle el pedazo de cabilla con la punta afilada- Me voy con la Luisa a colgar la ropa para que se seque. Su compañero lo ayudó a recoger toda la ropa y se marcharon. La Luisa era su pareja y guardaespaldas. Ambos se ganaban la vida lavándole la ropa a quién pudiera pagar por el servicio. Cara e’ Rata estaba duchándose al fondo del baño. Ya se estaba quitando el jabón. Era tarde cuando se dio cuenta de lo cerca que tenía a Jorge, con esa mirada perdida. Le habló para ganar tiempo, moviéndose poco a poco, para buscar el chuzo que tenía escondido entre la toalla, sobre el saliente de un muro. -¿Qué pasó, vienes a enjabonarme las bolas? Sus dedos lograron tomar el arma. Cuando parecía que Jorge no iba a reaccionar, se abalanzó, sujetando a Cara e’ Rata por la muñeca, al tiempo que clavaba el pedazo de cabilla en la boca del estómago a fondo. Sus miradas se cruzaron. El rostro de Jorge continuaba inalterable. Al hombre le fallaban las piernas, mientras sentía que el agua se volvía fría, muy fría, mientras iba tornándose roja. Cuando la resistencia del hombre mermó, Jorge lo apoyo de la pared y apretó la mano donde había quedado sujeta la platina afilada de Cara e’ Rata, usándola para clavarla en su corazón, para luego dejarlo caer al piso. Aprovechó la ducha abierta para darse un baño,

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enjabonándose a conciencia. Tomó el pedazo de cabilla y la lavó cuidadosamente. Salió con calma, sabiendo que nadie lo delataría… La ley de la cárcel era muy clara. Volvió a pasar junto al Niño y la Luisa, que estaban lavando más ropa. Dejó caer el pedazo de cabilla dentro del agua con jabón. Ellos continuaron como si nada. La muerte de Cara e´ Rata se sabría cuando se hiciera el conteo para encerrar a los reclusos en sus celdas, lo que dejaría borrado todo rastro del hecho.

intención faltarte el respeto. -¡Cállate! –Le susurró al oído, besándole luego los labiosAyúdame a quitarme esta ropa… El amanecer los encontró durmiendo entre el canto de los gallos, la neblina y brasas finales de la chimenea, envueltos entre los cobertores, tratando de unirse más el uno al otro para ganarle al frío. Ahora Camila sonreía al recordarlo. Más tarde, Jorge se dio una ducha y se preparó para salir, para hacer lo que tenía que hacer, con calma, sin problema aparente. Necesitaba que ella lo viera tranquilo. Era algo que ambos sabían, pero no hablaban. Más de una vez él se escondió en el baño, para llorar en silencio, luego de una mala noche, en que él se sentía incapaz de resistir. Ella hacía igual, luego que salía de la casa. ¡Lo hacía por tantas cosas!... Por no resistir más, por no curarse, por no poder ayudarlo, por no sentirse lo suficientemente mujer. Pero hoy todo era diferente. Jorge tenía esperanzas. Le sonrió y le lanzó un beso, antes de irse, lleno de una energía que lo colmaba. El trabajo era la rutina de todos los días. Lo único diferente fue lo que encontró en la gaveta de su escritorio. Allí reposaba una tarjeta electrónica de acceso a áreas restringidas. En un papel estaban escritos las claves y números de cuentas y transferencias. Su cuñado había hecho su parte. Ahora todo dependía de él.

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8 Ella tenía los ojos cerrados. Jorge acariciaba sus cabellos, sin dejar de mirarla. Hoy era el día. Tuvieron una noche tranquila, son sobresaltos no dolores. La pasaron agarrados de manos, besándose. Ella le susurró con picardía: -Háblame como aquella vez… El la abrazó con ternura. La besó en el cuello, haciéndola reír. Fue unos años atrás, antes de casarse, durante unas vacaciones, en que ambos se escaparon a la montaña. Era su primera salida en serio. Durante el día se dedicaron a pasear, conocer y a comer. A la hora de dormir, ella lo dejó bien claro: Nada de sexo. El aceptó. Se acostaron vestidos, envueltos en una enorme manta, al calor del fuego, para combatir el frío. Ella le preguntó: -¿Qué quieres de mí? -Quiero tenerte tan cerca que me pierda entre tus ojo –Le susurró al oído- Que tu cabello me sirva para arropar mi rostro. Que cuando deje de ver el color de mis ojos, es porque los cerraste para besarme. -¿Y qué más? -Quiero sentir la tibieza de tus senos pequeños. -¿Pequeños? -Pero tuyos. Que mis manos recorran la carretera de tu espalda y yo poder arroparme contigo. Escuchar lo que siempre has querido decir, para atesorar lo que me digas en un rincón de mi alma… Quiero sentir que tu piel me envuelve, que tus pies se arropan con los míos, acariciándolos. -¿Y no crees que estas un poquito pasado? -No lo puedo evitar… No soy dueño de mí… Cuando hablo contigo me vuelvo atrevido, abusador. Pero no es mi

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9 -Otro año más hijo. -Otro año más viejo. -No me dejen por fuera –Se quejó Iscariote- Aquí están los tragos. Ahora te quedan menos –Jorge asintió- ¿Y qué piensas hacer? -Todavía no lo sé… Todavía no. Iscariote se había afeitado y dado un baño. Ahora se chequeaba el vestuario. Sin embargo, se olió las axilas por. Jorge lo miró extrañado, sonriente. -¿Y eso? -Hoy es día de visita… Mis novias me vienen a visitar. Iscariote se refería a las jóvenes, algunas incluso de las


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llamadas “de buena familia” que se dedicaban a “labores sociales”, entre ellas, establecer “apoyo social” a los reos. Otras era profesionales del ramo, damas de compañía que cobraban una fortuna a quién pudiera pagarla por ser atendido en la cárcel. También estaban las esposas de los detenidos. A diferencia de las otras, pasaban por incómodas revisiones, humillaciones y malos tratos. Según la ley, todas eran iguales. Por sus antecedentes, Iscariote purgaba pena máxima. Sus probabilidades de salir eran mínimas. De cuando en cuando se desahogaba con dos mujeres Los costaba una fortuna, pero a él no le importaba. Jorge y el Viejo se quedaron a solas, compartiendo la botella que les había dejado su compañero. Luego de algunos comentarios sin sentido, Jorge se atrevió a preguntar: -¿Por qué estás aquí Viejo? El Viejo se quedó mirando el fondo de la taza de peltre antes de responder. Sirvió licor para ambos y brindó antes de responder. -Es una larga historia… ¡Pero es tu celebración!... Fue hace mucho tiempo. Te voy a hacer la historia corta: Nunca fui buena persona, o lo que la sociedad llamaba “un hombre de bien”. Mi especialidad eran los blindados. Planificación y logística. Una vez lanzamos un trabajo grande: Tres camiones. A alguien se le fue la boca. Todo terminó muy feo, con rehenes, muertos y todo lo demás. De parte y parte. Me entregué. Para quedar bien, la ley me hizo pagar lo que hice y lo que no, hasta los cangrejos pendientes… A estas alturas, ya no quiero salir. ¡El mundo ha cambiado tanto!... Prohibí a mi mujer y a mis hijos que me visitaran. Estoy muerto para ellos. Pero el dinero no les falta. Ya deben ser hombres y mujeres. Pero esa fue mi otra vida… -¿Y cuál fue la historia de Iscariote? -Esa es otra historia y no es mía… Pero te la voy a contar porque extrañamente, ando muy conversador hoy… Cuando llegó, no le decían así. Iscariote no existía. Era un pobre muchacho que trabajaba y estudiaba… Un muchacho larguirucho, flaco, con ojos de venado asustado. -Así llegué yo. -Tú ya sabes que nosotros tenemos el olfato. Olemos la

debilidad. El miedo… Marcamos la zona como los perros. Llegó aquí, inocente, con una droga sembrada –Se encogió de hombros- No era rico ni tenía padrinos. Cayó en una celda con pura escoria, lo peor de lo peor. La idea era que lo mataran… Hubiera sido preferible. Once tipos en una celda con un muchacho que era solo carne fresca… Carne fresca. Lo violaron entre todos, una y otra vez, durante dos días. Se defendió como pudo. Le dieron una paliza. Alguien les llevó licor y celebraron. Era el tercer día. Dijeron que esa sería la mejor noche, la última. Pensaban que estaba ya domesticado. No se resistió. -¿Y qué pasó? -Amaneció. Nadie sabe cómo pasó… Los once. Era el único sobreviviente. Todos estaban degollados, destripados como pescados… Lo encontraron en un rincón lleno de heridas, bañado en sangre, con los ojos desorbitados. Pasó meses en el hospital, entre sus heridas y el psiquiátrico. Cuando regresó –El Viejo se tocó la sien- estaba “fundido”. Era muy alegre, demasiado alegre. Y con esa misma jovialidad, mataba sin compasión. Decía que era más malo que Judas… Terminaron apodándolo Iscariote. Nunca más va a salir de aquí. No saben qué hacer con él. Y no lo matan, porque saben que está bajo mi ala. Iscariote es peligroso en cualquier parte. Aquí nos conocimos, nos hicimos socios, camaradas. Una simbiosis muy apropiada. -Bastante provechosa, diría yo. -¿Y tú, por qué estás aquí? -Usted lo sabe. -No hablo de las mierdas del juicio. Hablo de la verdad. Tú verdad. -Lamentablemente no se lo puedo decir. -Quítate esa carga de encima muchacho. Algún día vas a salir y es un peligro cargar con eso. Puedes terminar aquí otra vez o vas a finalizar muerto. Las cosas no van a terminar bien para ti. -Todavía no sé lo que voy a hacer…

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10 El sonido del celular lo sorprendió. Era un número desconocido para Jorge. Atendió nervioso, sin saber que


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esperar. Ya había dado el paso. -Soy yo, Manuel. ¿Ya está? -Sí. ¿Pero seguro no se van a dar cuenta? -Sí… Pero para cuando mi padre lo sepa, estarás con Virginia en Suiza. Allí entenderá que fue por una buena causa. Y no va a preferir esos reales a su hijita querida. -¿Y ahora? -Deja todo en mis manos. ¿Qué vas a hacer? -Para la casa. Tu hermana me espera. Adiós. La encontró sentada en el piso del baño, con el rostro metido en la poceta, vomitando. La miró con los ojos llorosos, pálida, débil por el esfuerzo. Él se arrodillo y acomodó sus cabellos. Ella le respondió, abrazándolo con sus pocas fuerzas, escondiéndose en su pecho, llorando. -¡Tengo miedo Jorge¡ -Ten fe mi amor, ten fe –La consoló- Yo estoy contigo. Ya verás –Le sonrió, sujetándole el rostro con ambas manos- Te aseguro que todo va a cambiar. Te lo prometo. Con la mayor delicadeza la cargo y la llevó a la cama, sorprendido de lo liviana que se sentía. Limpió su rostro con una toalla húmeda., acomodó su bata y la arropó. -Voy a llamar al doctor para ver que dice de la dosis. -No me dejes –Sollozó asustada- No olvides tu promesa. -Nuestra promesa –Besó su frente- Hasta el final…

Protegido por los disparos de Iscariote, Jorge logró atravesar el pasillo, esperando tener suficientes cartuchos. Así lograron un fuego cruzado que evitó que cualquiera lograra entrar en la zona denominada “cinco estrellas”. El ruido de los disparos de fusil automático inició el final de la rendición. Al final del día, todos se encontraban sentados en los sucios pisos del patio, completamente desnudos, escoltados por militares, vigilantes y el ministerio público. Alejados de todos, el Viejo conversaba con el Director de la prisión, haciendo de mediador. Frente a ellos se apilaban chuzos, armas de fuego, drogas, granadas incluso. Del otro lado se amontonaban cadáveres, producto de disparos y heridas con armas blancas, incluso descuartizados… El hedor era espantoso. Con los días la rutina regresó. El viejo reforzó su poder en el control de los presos, las drogas, las comunicaciones, tráfico de lo que fuera… Se pagaron tarifas más altas a las autoridades, pero se compensaron las pérdidas. Jorge y el Viejo conversaban a la hora del almuerzo. La estima y confianza de aquel hombre por Jorge era absoluta, luego de los acontecimientos recientes. -Ya lo ves hijo. De cuando en cuando, alguien viene a joderte la vida. A lo mejor lo logra, pero hay de tratar de que sea una sola vez. -Esa es la verdad –Dijo Jorge reflexivo- Es la pura verdad.

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11 El hedor de las colchonetas quemadas se mezclaba con el gas lacrimógeno, la pólvora y los cables chamuscados. Se oían los gritos, disparos y agonía. Iscariote disparaba sonriente, parapetándose detrás de una pared, resguardándose de las torres de vigilancia, donde los guardias disparaban a todo lo que se movía. Detrás de un sonriente Iscariote, el Viejo era resguardado por Jorge, que usaba un chopo y varios cartuchos. -¡Viejo! –Gritó Iscariote feliz- ¡Los carajos no se rinden! -¡Mantengámonos allí –Señaló la entrada a otro pabellón, gritando para hacerse oír- ¡Ya entra el ejército! Un grupo de nuevos reos trataban de hacerse con el control del penal. Pero mientras el viejo continuara con vida, no lograrían su objetivo.

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12 Manuel irrumpió en la oficina de Jorge, que, sorprendido, cortó la comunicación que sostenía por teléfono. En un segundo Manuel aseguró la puerta y cerró las persianas. -¡Están aquí, ya llegaron! -¿Quiénes? -¡La policía!... ¡Alguien hizo la denuncia! -¿Y qué vamos a hacer? -¡Nada! -¿Cómo que nada? -¡Calla y escucha! Haz lo que te digo. Solo responde a algunas preguntas, pero no digas nada –Jorge lo tomó por las solapas del saco, tironeándolo, pero Manuel se zafó¡Nada!... Lo que hice lo hice por mi hermana. Si hablas, los


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dos, ¡los dos! Terminaremos presos. ¿Quién se va a ocupar de ella, una clínica?... Yo no quiero eso para mi hermanita. -Yo tampoco, pero… -Escucha –Le interrumpió- Te buscan por alguna razón, o tal vez no. Solo ten calma. Si algo pasa, te ayudaré desde afuera, si pasa lo peor –Jorge dudaba- Solo es una posibilidad. -… ¿Me prometes que cuidarás a Virginia? -Todo esto es hecho por ella… Te suplico que guardes silencio. Espera que la mande a Suiza. Si algo te pasa, cuando regrese con ella, te sacaré… -Creo en tu palabra cuñado. -Ten fe en mí… Y perdóname. Nunca pensé que se pudieran dar cuenta así, tan rápido. Manuel Olaizola abrió la puerta de la oficina. Se asomó la secretaria, vuelta un manojo de nervios, escoltada por dos hombres del cuerpo de investigaciones, que miraban a Jorge con mirada satisfecha de asunto resulto. Todos los temores que habían surgido en la mente de Jorge le hicieron flaquear las piernas, pero su resolución estaba intacta.

-En ese caso, revisaremos su situación y le informaremos el próximo año si se presentará o no ante esta comisión. No quiero que se diga más adelante que se están violando sus derechos. Jorge analizó a cada uno de los miembros del comité: La directora, la de gafas de montura de oro era prepotente y claramente antagónica. Uno que no había dicho nada, apenas cruzó miradas con él y bajo el rostro avergonzado e impotente. El resto era totalmente indiferente. Un preso más o un preso menos que muriese allí les daba igual. Jorge se puso de pie lentamente, para que se sintieran amenazados o buscas en alguna excusa para aumentar más su condena, como pasó una de las primeras veces. -Entonces, nos vemos el año que viene. Que tengan buenos días. Ya en su celda, le extendió la mano a Iscariote. Este, de mala gana, le entregó el dinero de la apuesta. Jorge lo tomó y se fue a la cama a dormir. -Mierda –Dijo Iscariote- Pensé que saldrías. -Hay gente interesada en que yo me pudra aquí –Dijo desde la cama, cerrando los ojos y fingiendo dormir - Eso es todo. -¿No vas a comer? –El viejo le extendió el plato-Esta muy bueno. Como no obtuvo respuesta, Iscariote se encogió de hombros y sin decir palabra, se dispuso a comerse su comida.

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13 Jorge se encontraba frente a la comisión de beneficios de prisiones, que estudiaba su caso. Ya había cumplido más de la mitad de su sentencia. Era el momento de la entrevista. Jorge no esperaba nada de ellos y ellos parecían no querer nada de él. Habló el hombre de traje que usaba un ridículo corbatín de pajarita. -Aquí dice que solicita el beneficio por haber cumplido más de la mitad de su sentencia. -¿Es así? –La mujer que preguntó lo miró por encima de sus gafas de montura de oro- ¿Cierto? -Aquí veo las recomendaciones –Dijo el del corbatínEl director de prisión, el comité de estudios, e incluso recomendaciones de la fiscalía. Pero luego de discutirlo con el resto de este comité, consideramos que es preferible dejar un ejemplo, por lo que usted debe finalizar su sentencia, con el fin de evitar delitos de cuello blanco parecidos al suyo –Jorge apretó los puños por unos segundos, pero su rostro permaneció impasible- ¿Algo que decir? -Nada. Me parece bien.

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14 Luego de ser trasladado desde la empresa hasta la sede de la policía, Jorge se encontraba en la división contra el crimen organizado, en un cuarto usado para los interrogatorios. Estaba allí, solo, con la mirada perdida, en silencio. Ni siquiera reaccionó al sonido de la puerta al abrirse. Solo vio una mano que puso un vaso plástico con café frente a él sobre el mesón. Alzó la mirada. Era un hombre blanco, no muy alto, de ojos claros, vestido de camisa y corbata. Respiraba la seguridad de la persona que conocía su trabajo. Tomó una de las sillas de la sala y se sentó frente a él, mesón de por medio. Jorge musitó un “gracias” por el café, bebiendo un sorbo. -Señor Utrera, soy el inspector Luis Ramírez, de la unidad


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contra el crimen organizado –Hojeó una carpeta que traía consigo- Aquí hay una denuncia por una estafa millonaria en la que usted es el principal sospechoso, hasta ahora – Sacó un paquete de cigarrillos sin abrir- ¿fuma? –Jorge negó con la cabeza- Todo apunta a usted, que no lo afirma, pero tampoco lo niega. ¿Cierto?... Le hablaré claro: No está obligado a contestar hasta que no esté aquí su abogado o un defensor de oficio, además de alguien de la fiscalía. Pero una conversación no está de más –Jorge se encogió de hombros- Parece que no le importa, ¿verdad? Cuando llegó el defensor de oficio y el fiscal, Jorge no hizo mayor declaración. Solo aceptó las acusaciones y guardo silencio en todo lo demás. Al finalizar el acto, quedó a solas con el Inspector Ramírez. -Hay algo que no entiendo: Usted asume toda la responsabilidad. Pero es imposible llevar a cabo una operación de esa envergadura a solas. Varias veces le preguntaron si usted realizó la transacción del dinero y dijo que sí, pero se negó a hablar… y novecientos millones no son centavos –Jorge se levantó de un salto de su silla¡Caramba!... Parece que ya tengo su atención. -No sé a qué se refiere… Yo robé el dinero. Mis razones no importan… Pero era cien millones. Lo demás son puras mentiras… son mentiras. -¡Entonces hable! –Dijo dando un manotazo al mesón- Aún está a tiempo. Alguien sabía que usted iba a tomar el dinero, así que se cubrió con usted. Jorge lo miraba, mientras pensaba. Sentía la cabeza revuelta, llena de ideas. ¡Todo era tan confuso!... ¿Sería verdad? ¿Novecientos millones? ¿Sería Manuel? Jorge no podía creerlo. Una pregunta danzaba en su cabeza. -¿Quién me denunció Inspector? -Un asistente de su departamento reportó la transacción y notificó a la dirección de seguridad de su empresa…Un tal Raimundo Peña. Todos los que de una forma u otra tienen que ver con el área donde usted trabaja declararon. Y se lo digo, porque creo que debe decir la verdad. Usted se robó el dinero, pero no fue solo. ¿Con quién? ¿Y dónde está el dinero? Aparte del señor Raimundo Peña, el portero nocturno de la empresa declaró haberle abierto la puerta a

usted como a las diez de la noche. Según, usted y que le dijo que se le quedaron unos documentos… Y como usted es el esposo de la hija del dueño… -¡Deje a mi mujer fuera de esto! Ahora Jorge entendía menos. Cuando lo contrataron para trabajar en la empresa como jefe del departamento, Raimundo Peña era el más antiguo. Pareció no gustarle la decisión de la empresa, pero lo aceptó como jefe. No podía enterarse tan rápido de lo del dinero, eso era entre él y su cuñado… ¿o no? Lo del portero era otra cosa. No se encontraba cuando él llegó, que fue tempano en la mañana, no a las diez de la noche. Cuando llegó nadie había llegado. Su cuñado tenía todas las respuestas, pero no aparecía por ningún lado. Se suponía que estaba arreglando lo del viaje a Suiza de Virginia. -Inspector, ¿puedo pedirle un favor? -Dígame. -Necesito llamar a mi cuñado, o por lo menos pedirle que venga. Debo hablar con él.

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15 En la cárcel, la rutina y el tiempo hicieron su trabajo: Al principio: sobrevivir, evitar ser muerto, violado, apuñalado. Luego: Proteger el territorio, aún a costa de matar… o vivir a la sombra de un líder y seguir viviendo. El momento de la libertad se acercaba. Pero eso no le producía expectativas o deseos, más bien se tornó más sombrío, más oscuro. Se dedicó a enseñarle a Iscariote a llevar el negocio, letra por letra, como lo haría él. Este se mostró agradecido de ser algo más que el socio matón del Viejo. El viejo estaba satisfecho por como llevaba todo. Pero la vida le había enseñado a leer a los hombres. Presentía que Jorge es su silencio guardaba un monstruo lleno de silencios, sin forma, pero buscando salir. Y con algo así, nada terminaba bien. 16 -Bueno, aquí estoy, respondiendo a tu llamada. -Tienes mucho que explicarme.


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-¡Lo sé!... Ni yo mismo me creo lo que sucedió. -¿Cómo es eso de que el viejo Peña puso la denuncia? ¿O esa mentira que dijo el portero de que él me vio entrar? -¡No sé!... Me figuro que el portero no quería que supieran que no estaba en su puesto. Y lo del viejo Peña, ¡ni idea! -Y eso no es nada. ¡Novecientos millones!... Yo no hice ese movimiento. Fueron solo cien. Cien. -¡Pero alguien se robó ese dinero! ¡Nos jodieron! -… ¿Y Virginia? - Puedes estar tranquilo hermano. Ya finalicé los arreglos con los doctores para el viaje. -¿Qué le has dicho de mí? -Que te encuentras en Suiza preparando todo. Si no le digo eso, no viaja. Tú sabes cómo es ella. -Creo que es lo mejor –Dijo resignado- Está bien. -Te prometo que ella no sabrá nada de esto. Cuando regresemos, moveré cielo y tierra para sacarte. Tienes mi palabra… El juicio fue sumario, muy rápido. Nunca antes el sistema judicial había sido tan expedito. Jorge nunca dio razón del dinero. Las declaraciones de los “testigos” fueron fundamentales. Recibió la máxima sentencia: Catorce años. Antes de su traslado Jorge recibió una visita inesperada: Su suegro, Don Gerardo Olaizola fue a verlo. Desde su boda con Virginia este se había mantenido al margen, estudiándolo. La única condición que puso para aceptar la boda fue que si hija no recibiría ni un centavo de la herencia. Tendría sus comodidades básicas, eso sí. Pero viviría del sueldo de su esposo. Ella aceptó sin titubear. Todo fue muy bien. Luego vino la enfermedad. Ahora ambos hombres estaban frente a frente, nuevamente, como al principio. -Don Gerardo. No sé qué decirle. -De verdad que yo te tenía en otro concepto… Nunca pediste nada. Solo te dedicabas a tu trabajo… Quise pasarte a un cargo de gerencia, pero Virginia me dijo que te negarías. -Ella me lo comentó. Le dije que no. -Te ganaste mi respeto. Cuando cayó enferma, seguiste a su lado, sólido. ¿En que estabas pensando cuando hiciste eso? -Lo sabrá cuando Rebeca salga con Manuel para Suiza. -¿De qué hablas? –Dijo sorprendido- Virginia está en mi

casa, que es donde debe estar, muy bien atendida –Se le humedecieron los ojos y se le quebró la voz- Esperando el final, sin ti… ¡Que daño le has hecho! -Don Gerardo: Yo robé su dinero, el dinero de la empresa. Y voy a pagar por eso ¡catorce años!... Pero hay algo que usted debe saber… Al cumplir su primer mes de prisión, Jorge recibió lo que pensó que sería su última visita: Su cuñado Manuel Olaizola. Ahora su aspecto era más sobrio. Respiraba seguridad y poder. Se mostraba más seguro de sí mismo. Su imagen contrastaba con la de Jorge: Sucio, con la ropa raída. Ya sus brazos mostraban cicatrices y estaba más delgado. Se sentaron en la sala especial para visitas, no en la común, sino en aquellas que por una suma se evitan momentos incómodos. Jorge iba a decir algo, pero su cuñado lo silenció con la mirada, haciendo un gesto al vigilante de prisiones, adulador y pendiente de sus necesidades. Los dejó a solas, dejándolos allí, frente a frente. Esta vez Manuel Olaizola inició la conversación: -Tenías que decirle todo al viejo, ¿verdad?... ¿No podías quedarte callado? -¿Y qué coño querías? ¡Me mentiste! ¡Ni viaje ni nada!... Don Gerardo no sabía nada. -Ahora lo sabe –Sonrió con crueldad- Le dije toda la verdad cuando me lo reclamó. -¿Y qué va a hacer? -No va a hacer nada –Masculló con satisfacción- porque está muerto. Un infarto. Ahora yo soy el dueño de todo, bueno, de casi todo. -¿Y Virginia? –A Jorge lo consumía la preocupación- ¿Cómo está? -… Pasándolo lo mejor que puede, dadas las circunstancias. ¿Entiendes? –Lo sujetó por el brazo con fuerza- Jorgito… Suéltame, por tú bien. -Déjame verla Manuel –Le suplicó en baja voz, con los ojos húmedos- ¿Qué te hizo? -¡Me quitó todo¡ -Había odio en su voz- Todo. Era el favorito de mis padres, mi mamá murió cuando ella nació. Después de eso, el mundo giró alrededor de ella. Todo lo de papá era

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para “su princesita”… Ninguno de mis logros recibió más que un comentario… una palmadita en mi maldita espalda – Sonrió- Cuando se casó contigo, me alegré. ¡La niña perfecta se había equivocado!... Yo le aconsejé a papá para que la desheredara… -Habló con desprecio- Pero tú tenías que ser decente y estúpido. ¡Coño! –Había odio en su mirada- Te ganaste su respeto. Te dejó en la empresa… Hasta llegó a ofrecerle a Virginia un puesto mejor para ti. ¡El que tenía que ser mío! Pero fuiste “el señor moralista” y te negaste. -No eres más que un mediocre envidioso, desgraciado y mal agradecido que nunca pudo comportarse como un hombre. Jorge lo soltó del brazo y se dispuso a salir del salón. Las palabras deliberadas de Manuel Olaizola lo detuvieron. -¿Sabes?, Virginia está en la casa, con los mejores médicos, claro. No quiero que nadie venga a quejarse de mí… Hay que guardar las apariencias… No hay día en que no repita tu nombre, sufre cada vez más –Sonrió- Desde el día que le dije que la abandonaste. Fuera de sí, Jorge se abalanzó sobre él, golpeándolo en el rostro. La oscuridad lo envolvió cuando el vigilante lo atacó por detrás con un garrote y comenzó a golpearlo. Despertó sin noción del tiempo, en un cuartucho hediondo a orina y a excremento viejo, con muy poca luz y ventilación. Le dolía todo el cuerpo. No tenía visión de un ojo y un labio partido… saldría de allí una semana después. No olvidó la sonrisa burlona del vigilante mientras lo golpeaba ni cuando lo sacó del cuarto de castigo. Pero aún le faltaba una última visita, una menos esperada y con menos sentido para el visitante.

-Recuerda esto: Hay una puerta sin regreso que no has cruzado aún. Si lo haces ya no hay regreso. Ya has matado, pero esta es la cárcel, aquí matas o mueres. -No olvidaré eso. -Yo no olvidaré que me ayudaste mucho. Y a Iscariote… Si hay algo que pueda hacer por ti. -Si… Si lo hay. Jorge pasó esa última noche en su celda, tirado en la cama, mirando el cielo estrellado por entre los barrotes, hasta que la luz del amanecer las borró. Luego del conteo de rutina, cumplió con todos los requisitos para su excarcelación. El Viejo usó su poder para acompañarlo hasta la salida. Antes de irse, el Viejo le dio la mano a modo de despedida. Luego le dio un sobre. Jorge lo revisó. -Tu nunca me pediste sueldo- Sonrió- Esas son tus prestaciones. En este papel está la dirección que te dije. Arreglé tu salida como me lo pediste… Un vehículo de la dirección de prisiones salió sin problemas por la alcabala de control. En el asiento posterior iba Jorge, con uniforme de vigilante y gafas oscuras. Pasaron frente a dos camionetas. En una de ellas estaba su cuñado Manuel Olaizola, que esperaba su salida de la prisión. Uno de los hombres era el vigilante de prisiones que hacía catorce años le había dado una paliza.

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17 -Mañana es el día hijo. -¿A qué te refieres? -A ganarte la vida… Eres un hombre marcado. Así como durante catorce años no te dejaron salir, van a tratar de regresarte pronto. -Lo sé. Pero yo no soy el mismo. -Lo que quieres hacer, sea lo que sea, puede que no resulte como quieres. -…No sé.

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18 -Pensé que ya no vendría… -¿Para qué me llamó?... Vengo aquí y lo que me cuenta no tiene sentido. -Solo quería que alguien supiese la verdad, Inspector. -Ahora no me sirve de nada, señor Utrera, antes, sí. -Los testigos eran falsos. -Eso estaba de anteojito. Pero su cuñado movió influencias y me causó un gran problema –Sonrió con amargura- Supuestamente yo acosaba a una víctima de una investigación. Para rematar, admitiste tu culpa, no te defendiste. Luego, durante una visita, trataste de matar a tú cuñado. -Falso. Lo golpee, pero solo fue una reacción –Se señaló el


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ojo, hinchado aún- Me “controlaron” rápidamente. -El testimonio del vigilante de prisiones era que usted estaba armado. -Otra mentira –Se puso de pie y le extendió la mano al policía- Inspector, creo que no nos veremos más –Ramírez le correspondió. Cuando el policía salió del edificio se topó nada más y nada menos que con Don Manuel Olaizola, acompañado de su abogado y el vigilante de prisiones que testificó en el juicio, en una actitud zalamera y servil. El policía presintió que andaba en terreno resbaloso. -Inspector Ramírez… -Señor Olaizola… Veo que viene a ver a su cuñado. -No. Vine a verlo a usted. -Si desea verme, búsqueme en su oficina… Creo que sabe dónde queda. -Ramírez… -Inspector Ramírez para usted. -Bueno, si lo quiere así… Le decía aquí a mi abogado, que por razones que yo desconozco, usted está tratando de perjudicarme. -Solo hago mi trabajo. -Su trabajo terminó aquí –Dijo Olaizola molesto- Dedíquese a otra cosa… deben haber crímenes que resolver por ahí. -Estoy seguro de que los hay… Inspector Ramírez –Dijo el abogado- Le recomiendo que deje esto ya… El hombre aceptó su culpa y se le dictó sentencia. No hay más que hacer ya. -¿Me recomienda? –Ramírez avanzó un paso- ¿Me está amenazando? -Nada más lejos de la verdad. Si continúa esto, lo consideraré acoso contra mi cliente. Normalmente, Luis Ramírez era un hombre correcto, de buenos modales y educación, pero perdió la paciencia y se abrió paso a empujones, con fuerza. -¡Apártense, hijos de puta! Un mes después, por órdenes superiores y sin ninguna explicación, el Inspector Luis Ramírez fue transferido de la división contra el crimen organizado a la de homicidios. De nada sirvieron sus diligencias, ni los últimos cursos sobre

informática y delitos de red realizados por él. La única respuesta que obtuvo fue clara: -Usted, primero que nada, es un policía. Sabe que aquí no se escoge por gusto. Y si no le gusta el cambio, renuncie.

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19 Jorge hizo sonar nuevamente el timbre del portón del grueso portón de madera. La casa estaba ubicada en un callejón, protegida por altas paredes. No existía un lugar donde refugiarse o esconderse. Se abrió una de las puertas. Apareció un corpulento hombre de unos sesenta años, mirándolo suspicaz. -Buenos días –Dijo Jorge- Me envió el Viejo. -Buenos días –Contestó con un inconfundible acento argentino- ¿Sabés cuántos viejos conozco yo? Jorge comprendió de inmediato que se la estaba jugando y le extendió un sobre rápidamente. Sin quitarle la vista de encima, abrió el sobre y lo hojeó rápidamente, reconociendo la letra. Luego de unos momentos, abrió la puerta, sonriente, al tiempo que guardaba una enorme “faca” o cuchillo argentino, que tenía escondida en su desgastada braga de jean. -¿Puedo? -Pasá viejo, Pasá. No digás nada, sos bienvenido –Sacó un hermoso reloj de plata de bolsillo y miró la hora- Vamos a tomar algo. Jorge se sentó en un butacón de cuero en el jardín y el otro hombre se ubicó frente a él, en una hamaca, meciéndose plácidamente, mientras ambos saboreaban un mate, mientras ambos estaban cobijados bajo la sombra de un árbol de mango, al abrigo de granadas y cayenas. El nunca había probado la bebida, de sabor fuerte y amargo, pero no desagradable. Aquel hombre lo vio beber complacido, mientras aprovechaba para leer la carta. -¿Te gusta el mate? -No está mal… Primera vez que lo pruebo. -Y sos el primero en mucho tiempo que pisa mi casa para estas cosas… Un favor personal para el Viejo, ¿entendés?... Normalmente, simplemente entrego un número telefónico en un papelito y lo arreglamos en otro lado, pero esto es otra


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cosa. ¿Qué necesitás? -Papeles nuevos… No puedo ser yo. -¿Tenés cédula? –Jorge se la extendió- No parecés vos para nada… No es barato lo que pedís. -El dinero no es problema. -¿Tenés donde quedarte? –Jorge negó con la cabeza- Esperáte. Regresó al rato y le extendió un papel. Allí vio una dirección escrita. La guardo en su cartera, cuidando de no perderlo. -Tomá. No es gran cosa, pero no hacen preguntas, ¿entendés?... Limpio y discreto. Pagás y listo. ¿Tenés cómo llamar? -No. -Tomá este celular. Úsalo para contestar, ¿entendés?... Traeme unas fotos con fondo azul. ¿Viste? -¿Cuánto me va costar? -Tate tranquilo. Si te mandó el Viejo fue por algo -Le miró cómplice- ¿Vas a lanzá un trabajito? ¿Necesitás un socio? -No. No hay nada de eso. -Bueno… Vos sabés… Hay que preguntar, uno nunca sabe. ¿Algo más? -Necesito cierta información. Con discreción. -La información discreta es más cara que visa americana, ¿entendés?... Pero eso es lo mío. Decime lo que querés – Prestó atención en silencio- ¿Es todo? -Sí. -¿Querés factura? –Bromeó- Esperá en la dirección que te di… Allá te mando al cobrador con el mandado. Esperá mi llamada después de eso. -Bien. La pensión era una vieja casa colonial, ubicada en una zona poco transitada del centro de la ciudad. Allí hacían vida buhoneros, extranjeros ilegales, prostitutas venidas a menos o refugiados de otra ciudad. La gente acostumbraba a hablarse poco, y mucho menos crear lazos o confidencias. Cada quién estaba en sus asuntos. El dueño de la pensión era un hombre de aspecto indígena, silencioso y hermético, de muy poco hablar y de edad indeterminada. El lugar no era barato, pero no había recibos, contratos ni preguntas.

Le tocó una habitación al fondo. Un cuarto apenas de tres por cuatro con un pequeño baño y una ventana que daba a un pasillo posterior usado como patio para lavar la ropa. Desde su cama, Jorge atisbaba un pedazo de cielo. -“Igual que en la cárcel –Pensó- Solo que más aseado” En un rincón un tubo atravesado hacía de ropero. Allí Jorge puso las pocas prendas que había comprado. Cuando llegó, solo tuvo que mostrarle la nota que el argentino le había dado al encargado de la pensión. Y eso fue todo. El tipo solo dijo, lacónicamente: -Tres meses de depósito y uno adelante. Sin visitas. Son dos mil mensuales. Jorge pago sin chistar y recibió una llave. Nada más. Ni una pregunta. La rutina fue recordar todo una y otra vez… No quería olvidar nada. Pasaba su tiempo mirando ese pedazo de cielo por la ventana Luego de una semana, tocaron a su puerta. Era el dueño de la pensión. Sin decir palabra, le extendió un papel. Allí había una cifra. Sin perder tiempo fue y buscó el dinero. Se lo entregó y este se marchó. Quince minutos después sonó su celular. -¿Tenés papel y lápiz? -Un momento… Ya. Anotó todos los datos. El argentino conocía su trabajo. Hasta los documentos estaban listos. Solo tendría que esperar a que llegaran. Se acostó nuevamente en su cama a mirar su pedazo de cielo. Ahora que tenía lo que necesitaba, solo sería cuestión de comenzar, para no parar. Mientras tanto, ese pedazo de cielo era suyo, como lo veía cada día.

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20 Quincena. El bar estaba a reventar, un mal llamado “club social”, con su cancha de bolas criollas, con los gritos de los ganadores y los perdedores, los murmullos en las mesas de pool, el sonido del golpe de las piedras de dominó sobre las mesas de madera, acompañado de las risas burlonas de las ganadores y el reclamo de los perdedores. Ocasionalmente pasaba una patrulla policial, para resolver rápidamente alguna riña, discusión o alguna cuenta sin


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pagar, llevándose su respectiva “colaboración” Agustín González, vigilante de prisiones, disfrutaba de un fin de semana libre, feliz y despreocupado. Ya le había pasado el magro suegro que ganaba a su mujer, algo de dinero a su amante, una joven de veinte años, además de algo para disfrutar. Para rematar, la suerte le había sonreído en las mesas de dominó, ganándose una bonita suma… Si continuaba así, hasta un carrito pensaba comprarse. ¡Con esa beca que se había ganado con el ricachón! Lo único que tuvo que hacer fue informarle todo lo que su cuñado hacía en la cárcel, hasta avisarle el día que salió. Luego era cuestión de tiempo avisarle si volvía a caer. ¡Eso se volvió su quince y su último seguro! Eso sin contar con los servicios especiales. Lo único que no pudo ganarse fue el bono por matarlo. Nunca tuvo la oportunidad. Eran más de las once. Agustín González iba algo ebrio por las oscuras calles, buscando un taxi. No sentía miedo. Envalentonado por los tragos, acariciaba ocasionalmente un revolver calibre treinta y ocho de seis tiros,, adquirido recientemente. Era una larga calle, con una ligera inclinación, oscura de árboles. Tuvo un presentimiento y volteó dos veces. Nadie. Percibía el peligro. Al doblar en una esquina se escondió, sacando el revolver. Esperó, relamiéndose los resecos labios, asegurándose de sujetar bien el arma. ¡A él no lo robaba nadie! Se asomó de golpe. La calle estaba vacía. Un perro ladró a lo lejos. Se relajó. “¡Los tragos ponen nervioso a uno!” – Pensó- “uno piensa cualquier pendejada” Manos poderosas lo sujetaron por la ropa. Trató de usar el arma, pero no tuvo oportunidad… Su cráneo se estrelló contra el borde de la acera. Así murió Agustín González, el hombre que, hasta ese momento, la suerte le había sonreído. Las mismas manos que habían causado su muerte, enfundadas en bolsas plásticas, colocaron una botella de ron en sus manos, luego de vaciar parte de su contenido en la boca, asegurándose de romper el fondo. Le despojó de su revólver. Así lo encontraron al llegar el alba, al comenzar a pasar las camionetas de pasajeros. 21

El doctor Claudio Manrique hojeaba un expediente, haciendo anotaciones aquí y allá. En un momento determinado encontró una nota a pie de página. La leyó con el ceño fruncido. Sin dejar de leer, marcó un número en la extensión telefónica. -Andrea… -Diga doctor. -Llámame al asistente. Y no me pase más llamadas. Voy a cenar al salir y no quiero que me arruinen la comida. -En seguida doctor. El joven que entró a la oficina era bastante delgado, vestido con sencillez y pulcritud, que contrastaba con el traje a la medida de su jefe. Sostenía un rimero de carpetas entre sus brazos. Los colocó sobre un escritorio y sacó una libreta y lápiz. -¿Qué pasa Aristimuño, tratando de darme un golpe de estado? -No sé a qué se refiere, señor. -Aquí a pie de página hay una recomendación. Una nota del doctor Urbina, el socio principal del bufete, por un trabajo del que yo no tengo conocimiento y que tú le hiciste. -Fue una simple documentación sobre un proceso. Lo hice en mis horas libres doctor. -Eso, Aristimuño, no es mi problema. Te he dicho que cualquier cosa que alguien te pida en el bufete, me lo informas y yo personalmente hablo con el interesado. ¿Está claro, Aristimuño? -Sí… señor. Deliberadamente el doctor Manrique tomó la nota a pie de página, arrugándola lentamente y arrojándola en la papelera. Con una mano le hizo un gesto para que saliera. Intencionalmente lo detuvo en la puerta. -Aristimuño… -¿Si doctor? -Ni una palabra de esto. Recuerde quien le paga. ¿Fui claro, Aristimuño? -Como el agua, doctor. Manrique sonrió satisfecho, viéndolo salir, mientras preparaba su portafolio, recogiendo sus cosas. Al doctor Claudio Manrique le gustaba recordarle a la gente lo que

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él consideraba que era “su lugar”… Eso estaba bien. El muchacho era un investigador concienzudo, estaba a punto de graduarse, pero de allí a quedarse en la firma trabajando como colega, no. No faltaba más. Manrique se aprovechaba del duro trabajo del aprendiz, obteniendo méritos no merecidos, haciendo propios sus trabajos. Mientras abordaba el vehículo, pensaba que ese era uno de los pequeños placeres de la vida. Lanzó una carcajada, al imaginárselo graduado. ¡El doctor Aristimuño! El auto arrancó con un suave ronroneo, poniéndose en marcha. Al salir del estacionamiento escuchó una voz en el asiento de atrás: -Maneje con cuidado, doctor. El abogado miró por el retrovisor. Apenas pudo distinguir un rostro con la capucha de un suéter deportivo. Trató de tomar el control de la situación. Habló con voz controlada: -¿Quién es usted y cómo se subió a mi carro? -Escuela doctor… Escuela. Y no trate de bajarse. Si se pone cómico, le doy un tiro en la columna… ¿Se imagina?... ¡No me mire y concéntrese en el camino! Siga mis indicaciones. -¿Quiere dinero?... Parémonos en un semáforo. Yo le doy el dinero y me bajo del carro. -¡Cállese y conduzca! Salieron de las lujosas zonas residenciales, pasando por el centro de la ciudad, hacia las zonas urbanas más abandonadas, atravesando sitios cada vez más deprimentes, barriadas faltas de servicios. Sitios llenos de peligros. Por donde avanzaban, recibían miradas recelosas de las personas paradas en las esquinas. Algunos incluso les mostraban armas de fuego, demostrando que eran los dueños del lugar. El doctor Claudio Manrique sonrió con amargura ante la ironía de que creía que era una patrulla de civil. Siguiendo las órdenes del hombro del asiento de atrás subió por un camino de tierra, un terraplén de cerro junto a un viejo tanque de agua potable sin terminar. Un sitio lleno de basura, animales muertos y maquinaria abandonada, con zamuros por toda compañía. El vehículo se detuvo. El abogado fue obligado a bajar y a entregar las llaves… Miró el atardecer, tan diferente a otros que había visto en su vida. Empezaban a asomarse

las primeras luces de la ciudad. Le pareció una imagen desgarrada, sublime. Una cara del mundo que él, como mucha gente pretendía que no existía, tratando de no pensar en los ranchos, la basura y la pobreza. Miró a aquel hombre. Todavía se sentía seguro de sí, capaz de manejar la situación. La mirada de aquel hombre no era fiera ni salvaje. Era fría, calmada. Manrique creyó ver a un profesional. No prestó mucha atención a las bolsas plásticas usadas a modo de guantes, ni al revolver que empuñaba. -Mire amigo: Aquí está mi cartera, mi reloj, mis anillos de oro, mi celular de última generación. En mi cartera hay algunos dólares, además de las tarjetas de crédito. Dejó todo allí, sobre la maleta del carro. Terminó por colocar las llaves sobre todo lo demás, bien expuesto para los ojos del aquel hombre. -Eso no es todo. -¿Qué es lo que quiere? El hombre se quitó la capucha del mono deportivo, lenta y deliberadamente, para encararse con el abogado frente a frente, en silencio. -¿Qué es lo que quiere? –Ahora el tono de voz ya no era tan seguro- ¿Qué? -¿Qué le pasa, doctor –Dijo con desprecio- No me reconoce? Pasaron unos segundos que se sintieron eternos. El doctor Claudio Manrique reaccionó retrocediendo unos pasos, tirando sus pertenecías al piso sin querer. Cayó de rodillas. Le faltaba el aire y le fallaban las piernas. -¡Dios mío! -Dios, no… El diablo, tal vez. El disparo le entró a quemarropa por el ojo izquierdo, dejándolo así, en una postura extraña. Jorge miró todas aquellas cosas de valor tiradas en el suelo. Le dio una patada al cadáver, para luego tomarlo por un tobillo, arrastrándolo hasta un barranco cercano, dejándolo caer, finalizando entre el monte y la basura. Se aseguró de no dejar nada que lo comprometiera en el vehículo. Se quitó las bolsas plásticas, guardándolas en el bolsillo del pantalón. Bajó caminando por entre la maleza, evitando regresar por el camino de tierra. Así llegó al barrio. Dos hombres de peligroso aspecto lo interceptaron. Sin temor los saludó con

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un simple movimiento de cabeza. -¿Entonces? –Preguntó el que parecía ser el líder- ¿Qué hay? -Hay una buena pega allá arriba. Una segura –Jorge demostraba calma plena- Full todo. -¿Y cómo sé que no mientes, que nos das coba? -Porque si lo hago me abollan. -Cierto –Sonrió el que parecía ser el jefe- Si mientes, no llegas ni a la salida. -Tú eres el jefe –Dijo Jorge- El que maneja el carro por aquí, ¿cierto?... tú mandas. El hombre lo saludó con el puño y Jorge lo correspondió. Cada quién siguió por su lado. No había terminado de salir del cerro cuando el lujoso vehículo pasó a su lado. Lo saludaron sin detenerse. El correspondió… Era un largo camino hasta el centro de la ciudad.

El mismo había muerto, aparentemente en un accidente días atrás, a golpearse con el borde de una acera. No estaba el arma, pero no le faltaba dinero. Ramírez se dijo a si mismo que no se necesitaba ser un genio para sospechar lo que estaba pasando. Miró la foto del cadáver. Lo reconoció. Era el hombre que acompaño a Manuel Olaizola cuando se enfrentó a su abogado. No había pruebas, pero todo estaba lejos de ser una casualidad… Y a Jorge Utrera, luego de salir de la cárcel, se lo tragó la tierra. Raimundo Peña, contador jubilado, regaba las plantas de su jardín. Estaba solo, pues sus hijos lo visitaban los fines de semana. Sus días era muy solitarios desde la muerte de su esposa, hacía algunos años atrás. Le pareció escuchar un ruido en la cocina. ¡Otra vez el gato!... Así comenzaban las discusiones con la vecina. Fue a buscarlo, escoba en mano. No encontró nada. Al asomarse a la sala lo vio: Un hombre corpulento, vestido con unos jeans desteñidos, de barba rasa y un suéter deportivo de capucha, lo esperaba sentado en una silla. Sus manos estaban enfundadas en bolsas plásticas. Lo que más lo aterrorizó y le impidió moverse o decir algo fue su mirada: Vacía, sin alma… Era lo que había esperado todos esos años. -… ¿Eres tú? -Él se puso de pie y caminó, revolver en mano¿De verdad eres tú? -Sí… Resignado, el anciano se arrodilló, haciendo la señal de la cruz, mientras sentía el frío cañón del arma en su cabeza. -Perdón –Murmuró- Lo que hice, lo hice por mi familia. Me pagaron una fortuna. Siempre supe que estuvo mal. Al principio, fue codicia. Pero luego me atacó la conciencia… Pero ya era tarde. Me hicieron ver que yo estaba hasta el cuello. Pasaron unos segundos. Raimundo Peña alzó la mirada, sin dejar de sentir el arma. Jorge parecía no reaccionar aún. Se agacho, colocando una mano en el hombro del anciano, que no se atrevió a mirarlo a la cara, bajando la mirada. -¿Fue Manuel? –El anciano asintió- ¿El planeó todo?

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22 El inspector Luis Ramírez bebía en su escritorio su ritual cafecito de la mañana, preparándose para el día, luego de su fin de semana libre. El detective Meza, su mano derecha, le entregó una carpeta de reportes. El funcionario que entregaba el servicio estaba desesperado por irse. Ramírez leía todo minuciosamente. No le gustaban las sorpresas, ya él había pagado esa novatada una vez. Una novedad llamó poderosamente su atención: El sábado, aproximadamente a las diez de la mañana, fue encontrado el cuerpo del doctor Claudio Manrique, asesor jurídico del consorcio Olaizola, fue hallado muerto al sur de la ciudad, en una barriada muy peligrosa. Lo habían reportado desaparecido desde el día martes, al salir de su oficina. De su desaparición dieron fe su secretaria y su asistente. El móvil fue, aparentemente, el robo. No tenía documentos ni vehículo. El reporte de balística indicaba que el proyectil entró por el ojo izquierdo con salida por la nuca, evidencia inequívoca de que había sido ajusticiado de rodillas. Buscaron en las cercanías y encontraron el sitio del ajusticiamiento, donde pudieron colectar los restos de un proyectil calibre treinta y ocho. El arma está registrada a nombre de Agustín González, vigilante de prisiones de profesión.

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-¿No podrías perdonarme, por la edad?... No me queda mucho. -No viejo –Dijo Jorge con tristeza- No puedo. -Por favor –Dijo resignado- Que no sea en la cara. Quiero que mis hijos vean mi rostro en paz, aunque sea muerto. -No se preocupe –Dijo con ternura- Déjeme eso a mí…

-No se preocupe. Yo puedo solito. El disparo salió por un costado de la bolsa, silenciado por los pañales, entrándole por un costado. Quedó apoyado en la puerta, sujetándose la herida con ambas manos. Le costaba respirar. Con un pañuelo Jorge Utrera sacó las llaves del arranque. Con ese mismo pañuelo limpió todo, asegurándose de no dejar huellas. Aquel hombre lo miraba incrédulo. -¿Por qué? –Preguntó entre jadeos- ¿por…? -¿No me recuerdas, Luis González?... ¿Recuerdas cuando trabajabas para el señor Manuel Olaizola?... Ya veo que ahora sí me reconoces. De entre las bolsas sacó unas gafas de sol y una gorra. Se las puso antes de bajarse con ellas del vehículo. En una tanquilla de aguas negras arrojó las llaves, envueltas en el pañuelo. Un camión del aseo urbano recogía la basura en esos momentos. Sin perder la calma, Jorge pasó entre los contenedores de basura, arrojando las bolsas dentro del camión y siguió caminando, buscando la salida de la urbanización. -El señor Olaizola no puede recibirlos en este momento Inspector. -Mire señorita: Esto no es una visita social. Estamos en el curso de una investigación, algo de rutina. Pero si tengo que manejar las cosas de otra manera, le aseguro que será diferente. El Inspector Ramírez acompañado del detective Meza, trataban de entrevistarse con el dueño del consorcio Olaizola. En ese momento apareció. -Buenos días señores. ¿En qué puedo ayudarlos? Ramírez volteó. Se encontró frente a una joven de unos veintitantos. Ramírez no le perdió detalle: El uniforme de la empresa cortado a la medida, un lujoso reloj Cartier en la muñeca, pequeños sarcillos que le hacían juego. De pasada leyó el carnet: Olaizola A. El detective Meza le dio un pequeño empujón con el brazo para que reaccionará. -¿Ya terminó de revisarme? -Me imagino que el apellido no es casual, ¿verdad? -El señor Olaizola es mi padre. No está en este momento.

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23 El taxi salió del lujoso centro comercial, deteniéndose ante un hombre vestido de jeans y camisa blanca, que le hacía señas como podía, debido a que sus brazos estaba ocupados por grandes bolsas que prácticamente le tapaban el rostro, donde se podía ver con facilidad que eran pañales desechables. El chofer bajó el vidrio para escuchar al posible cliente. -Hermano, buenos días. ¿Me puedes llevar a la clínica del sur? Voy de prisa. -Amigo, eso le va a salir caro -No te pares por eso vale, que tengo a la mujer allí… Hazme la segunda. Anda, ábreme la puerta, que voy bien cargado. Sin esperar, el conductor le abrió la puerta y se la cerró, esperanzado de recibir una buena propina, aparte de lo que pensaba cobrar. Por experiencia sabía que cuando se trataba de una necesidad, los pasajeros aceptaban las tarifas altas. Ya en marcha, el pasajero revisaba las bolsas, chequeando que no le faltara nada. El pasajero observó el carnet de identificación del conductor. Comentó de manera casual: -Bonito taxi. Se ve que está nuevo. ¿Suyo? -Sí. Un negocito que hice hace tiempo. Este es mi segundo taxi. -Muy bonito… Buen carro. Una hora más tarde el taxi entraba en una urbanización llena de calles estrechas y sinuosas. La clínica se encontraba al final de la urbanización. -Déjeme aquí –Dijo el pasajero- Tengo que hacer algo antes de llegar a la clínica. -Pero igual le voy a cobrar lo mismo –Le advirtió- Ya casi llegamos, unas cuadras más. -No se preocupe. Igual le voy a pagar. -¿Le abro la puerta?

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¿Puedo hacer algo por usted? -Si… Y mucho. -¿Perdón? -Decía que necesito hablar con su padre. -Dígame de que se trata, si puede. -Es una investigación de rutina, relacionada con la muerte del señor Raimundo Peña. -Lo recuerdo. Lamentamos su muerte… El señor Raimundo le solicitó la jubilación a mi padre hace algunos años. -¿Solicitó? -Sí. Le faltaban algunos años, pero mi padre se la dio completa. -Muy generoso de su parte –Ella no reaccionó ante su comentario- Dígale a su padre que me urge hablar con él… Y si a usted le gusta comer italiano, conozco un sitio donde hacen una pizza fantástica. Riquísima. -¿Y qué le hace suponer que deseo comer con usted? – Sonrió- Es algo atrevido, ¿no cree? -No. Y usted se ve que es una mujer saludable, no como esas mujeres anoréxicas que andan por ahí y que comer con ellas es un desperdicio… Creo que usted no se niega una buena comida. -¿Me está llamando gorda? -¡Jamás!... Me nació invitarla a almorzar. Tal vez yo no sea una compañía muy interesante, pero creo que usted sí. -No le prometo nada –Le aceptó la tarjeta con su númeroPero, ¿quién sabe? Cuando los policías salían del estacionamiento del consorcio, Ramírez notó que su subalterno no le quitaba la vista de encima, mirándolo de hito en hito, mientras subían al vehículo. -¿Qué te pasa Meza? -Caramba Inspector… ¡Usted no come cuentos!

que no se lo mereciera, pero el anciano había suplicado su perdón… Pero eso no lo detuvo. Recordó con amargura y odio las palabras de su cuñado, diciéndole todo lo que Virginia había sufrido en su ausencia, quién sabe cuánto. Se quedó dormido… La botella se deslizó entre sus dedos hasta llegar al piso, rodando lentamente, vaciándose. Se encontraba de píe, frente a un pasillo lleno de ventanales cerrados. A sus oídos llegaban susurros sin forma, susurros que no podía entender. Avanzó, hasta que por fin encontró una puerta. Estaba abierta. Entró. La habitación era de un blanco muy puro. Su único contenido era una tumba, igual de blanca, con una lápida y cruz, sin inscripción. Se dejó caer de rodillas sobre el frío mármol, abrazando la cruz. Cerró los ojos… Manos suaves acariciaban su cabello, como cuando estaban juntos, luego de una noche de paz, sin dolor ni malestares, cuando ella le susurraba al oído para despertarlo para que fuera al trabajo: -… Ya es hora. Ya el sol se ponía en el horizonte cuando llegó al cementerio. Entre los últimos rayos del sol, gruesos nubarrones anunciaban tormenta. Caminó entre dolientes que terminaban de acompañar a algún ser querido a su último viaje o visitaban a quién ya tenía tiempo allí. Pasó entre antiguas placas recordatorias, sencillas, humildes, algunos nichos, hasta llegar a los grandes mausoleos familiares. Buscó durante largo rato, hasta que la halló: El mausoleo estaba muy bien cuidado, pero tenía el pesado aire de la soledad: Ni un ramo ni corona lo adornaban. Leyó todas las inscripciones. La llovizna cayó, ganando fuerza de a poco, hasta transformarse en tormenta, empapando sus ropas. No se dio cuenta. Se arrodilló y sus dedos trazaron suavemente el nombre escrito en el duro mármol, llorando sin control, dejando salir el dolor. Anocheció. Caminó entre tumbas y sombras, hasta llegar al alto portón. Estaba cerrado. Caminó hasta la caseta del vigilante, que estaba a pocos metros. La puerta se abrió de golpe. Un hombre envuelto en una

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24 Jorge estaba echado en la cama, con los ojos vidriosos clavados en el techo, mientras sostenía la botella de ron, mientras bebía a sorbos, recordando las palabras del Viejo. Ya había pasado el punto donde no había marcha atrás. Lo de Raimundo Peña lo afectó. No era que no creyera

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gruesa manta, muy delgado y pequeño lo miraba. Parecía tener más de sesenta años. Usaba un viejo y descolorido uniforme de vigilante municipal que le quedaba algo grande. Con la manta se veía aún más pequeño. Enganchado en su brazo descansaba una escopeta calibre doce. Lo miró unos momentos, antes de decidirse. Jorge señaló el portón, pues no tenía ganas de hablar. El anciano hizo un gesto, invitándolo a pasar. -Entra. Era un cuartucho pequeño, con un baño, dividido apenas por una media pared, para darle privacidad a un catre y a un escaparate metálico, una mesita y un minúsculo televisor a blanco y negro, donde miraba un juego de béisbol. Se sentó en una silla, señalándole otra. Detrás del televisor sacó una botella y dos vasos, sirviendo. El líquido puro bajó por la garganta, llenándole los ojos de lágrimas, haciéndolo toser. El anciano lanzó una carcajada, bebiendo su trago de un golpe. -Gracias… -Musitó. Compartieron el silencio un largo rato. El anciano sirvió dos tragos más. Jorge negó con la cabeza, pero el insistió. -Toma, para que no te enfermes. -¿Por qué lo hace? -Te vi llegar en la tarde… La única cosa viviente en este lugar –Jorge se pasó las manos por el rostro para aclarar sus ideas. Se sentía muy cansado- Sabía que no te habías ido. -¿Y usted? –Bromeó- ¿No está vivo? -No –Contestó en el mismo tono- Pero la pelona se olvidó de venir a buscarme... un día de estos me encuentra –señaló hacia el cementerio- Allá me espera mi mujer. Diez años esperándome… Quieren jubilarme, sacarme de aquí. Me niego, porque no tengo a más nadie. Jorge se puso de pie y le extendió la mano. El anciano le correspondió con firmeza. No cruzaron más palabras. Salieron, este le abrió el portón y lo vio salir. Luego de cerrar, cruzaron miradas silenciosas, pero llenas de entendimiento del mundo de cada uno. El viejo apenas dijo: -Ten cuidado hijo… -Jorge se fue sin decir palabra.

25 La oficina de Manuel Olaizola estaba llena de lujo brillo y comodidad. Todo dejaba un mensaje claro: Poder. Frente a él se encontraban el Inspector Ramírez y el Detective Meza, recibidos por el gran hombre en persona. Hizo que les sirviera café, mientras atendía unas llamadas, donde hablaba de grandes cantidades de cifras y materiales. Al final usó el intercomunicador. -…Sandrita -¿Sí, señor Olaizola? -No me pase llamadas –Se dirigió a los hombre- ¿Más café, o algo más? El detective Meza iba a decir que sí, pero Ramírez lo interrumpió con un gesto del brazo, haciéndolo callar. -No, gracias. -Insisto –Dijo condescendiente, como si hiciera un favor-La asistente que los hizo pasar sirvió sendas tazas de café y salió- Es de lo mejorcito… Usted me dirá en que puedo serle útil. -Me imagino que usted está al tanto de la muerte del señor Peña, uno de sus empleados de contabilidad. -Ex empleado –Corrigió al policía- Ya estaba jubilado… Es lamentable su muerte. Creo que fue un robo, ¿no? -No –A Olaizola pareció no afectarle la respuesta- No hubo robo. De hecho, lo acomodaron en la cama antes de matarlo. -¡Hay cada cosa en este mundo! -Lo mataron de un disparo de revolver… ¿De quién era el arma, Meza? –El detective hojeó en su libreta- ¿Meza? -Agustín Gonzáles, inspector. -¿Y a que se dedicaba el señor Gonzáles? -Vigilante de prisiones, inspector. Trabajaba en la cárcel del Estado. La nacional. -Bien –El Inspector asintió, satisfecho- ¿Eso no le dice nada, señor Olaizola? -No. No me dice nada –Su rostro era impasibleAbsolutamente nada. -El señor Gonzáles murió, aparentemente de una caída. Estaba en estado de ebriedad… Parece ser que se golpeó con el borde de la acera. Nada le fue robado, excepto un revolver calibre treinta y ocho, que desconocíamos que portaba,

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hasta que revisamos su documentación. Uno nuevo. Cosa curiosa, tomando en cuenta su sueldo, cuatro hijos, esposa y amante… Cómo para vivir alcanzado, ¿no, Meza? -Si Inspector. -Bueno, parece ser que el señor Gonzáles contaba con ingresos adicionales… Recibía en su cuenta depósitos regulares. Muy buenos. -No veo a dónde va esto. -Bueno. En vista de que desapareció un arma de fuego, que presuntamente, aquí entre nos, está implicada en un homicidio, yo diría que más de uno, era necesario revisar todo lo relacionado con el señor Gonzáles… Resulta que los depósitos regulares los hacía su abogado. -No sé qué me quiere decir… -Solo comentaba… Usted sabe, mientras disfruto del café. Este hombre trabajaba en la cárcel donde su cuñado purgo condena… Salió hace poco, pero desgraciadamente no sabemos nada de él. -Lo que ese sujeto haga, me tiene sin cuidado. -¿Y qué me dice de la muerte de su abogado? -Muy poco… Atendía los asuntos de la empresa. Afortunadamente, ya la firma se está encargando de todo. -El doctor Manrique falleció por un disparo de arma de fuego… calibre treinta y ocho. Igual que Raimundo Peña, su ex contador. ¿Qué raro, no? -Puede ser casualidad –Manuel Olaizola no se veía muy convencido- ¡Pero ustedes tienen que hacer algo! ¡Por eso este país está como está!... El hampa se la está llevando por delante. -Hacemos lo que nos toca, señor Olaizola. -¿Y a fin de cuentas, qué tengo que ver yo con esto? -No lo sé… ¡Pero están pasando cosas tan raras! - ¿Cómo era que se llamaba el hombre, detective Meza? -Luis Gonzáles… Sin nexo con Agustín Gonzáles. Fue portero en esta empresa. Generalmente trabajaba en el horario nocturno. -Bueno, no sé quién es. Esto es tan grande, aquí trabaja mucha gente… ¿Qué le pasó a ese hombre? -¿Y es que le pasó algo? –Preguntó el policía- ¿O no?... Si mi memoria no me falla, ese hombre ya no trabaja aquí.

Renunció luego de haber sido testigo clave en el juicio de su cuñado. Ahora es taxista, creo. ¿O no es así, detective? -No es así, inspector… Fue taxista. En un centro comercial propiedad del consorcio Olaizola. -¿Y, eso qué? -Nada. A lo mejor no hay relación. Pero fue encontrado muerto por un disparo de revolver, del mismo calibre que los otros en una urbanización del sur de la ciudad. No tomaron ni su dinero ni el vehículo… ¿Está seguro de que no hay nada que quiera decirme? -No. ¿Cree que debería pedir protección policial? -No creo –Ramírez sonrió- A menos que haya algo que no me haya dicho. -No… No tengo nada que decirle. -Me gustaría, de ser posible, revisar los datos de sus ex empleados en la oficina de personal -Conseguiré quién los atienda. -Bien… Gracias por el café. Cuando el Inspector Ramírez se encontró con el Jefe o mejor dicho, la Jefe de personal, sintió un hormigueo en el cuerpo. Aunque al principio fue fría e institucional, él supo hacerle bajar la guardia, cosa que el aprovechó para recordarle la invitación a comer. El detective Meza aprovechó para actuar: -Inspector, recuerde que hay que llevar el carro al taller. Usted sabe, hay que revisarlo. -No hay problema. Puedo llevarla en taxi, si no le molesta. -No. No hace falta. Podemos usar mi carro, si no le molesta. ¿Y a dónde vamos? -Ya verás… En el estacionamiento Ramírez vio al detective Meza salir con el vehículo. Meza aprovechó para desearle suerte, con los dos pulgares arriba. El local estaba a reventar: Oficinistas, obreros, ejecutivos. Atareados, los mesoneros iban y venían. En comparación con el silencio de afuero, el bullicio adentro era grande. Sonriendo, Ramírez la tomo por un brazo, caminando con ella hasta la barra. El atareado cajero lo saludó con una inclinación de la cabeza, abriéndole la puerta para que ambos entraran. De allí atravesaron una puerta lateral,

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saliendo a un patio central, con un jardín de rosas, helechos colgantes y árboles de granadas y guayabas. Alejandra miró hacia arriba, admirando los balcones con tendederos de la pensión. Le recordaron unas barriadas italianas muy pintorescas visitadas en un par de viajes a Europa. Apenas se escuchaba el bullicio del restaurant. Por un ventanal se observaba el movimiento frenético de la cocina. Voces a gritos saludaron al policía. -¡Nona! –Ramírez abrazaba a una anciana menudita, entrada en años y de ojos vivaces- ¡Nona, sin pellizcos, que no vengo solo! -¡Eres un ingrato! –Miró a Alejandra con admiración- ¡Pero que novia tan bonitas traes! -Nona –Dijo apenado- Ella no es mi novia. -¡Cállese y vaya a poner la mesa! -Si nona –Dijo resignado- Ya voy. Ramírez sentía que las cosas le estaban saliendo torcidas… ¡Qué vergüenza!... Y para rematar, su Nona lo regañaba como cuando era adolecente y metía la pata en la cocina. -No le hagas caso niña –Alejandra lo miraba divertida- Eres la primera muchacha que este ingrato me trae a la casa –Le dio un abrazo y un beso en cada mejilla- ¡Bienvenida! -Gracias. Me encanta su casa. Almorzaron en el patio, a la sombra de los granados, disfrutando del vino para las ocasiones especiales. Uno de los empleados trajo una gran fuente de pasta y los que habían terminado su turno se sentaron a almorzar. Había risas y gran cordialidad en la conversación. Alejandra hizo un gesto de satisfacción. -¡Esto está divino! -Eso no es nada. Debieras probar como cocina este –Le dio una palmada en la cabeza- ¡Todo ese talento derrochado en la policía!... Ni siquiera aceptó en trabajo como especialista en computadoras en esa transnacional. -Nona, deja de pegarme… Aprendí a cocinar para ganar un sueldo y pagarme los estudios. -En computadoras y la policía… -Dijo resignada, pero orgullosa- Y eso que ofrecí pagarle los estudios de cocina. -Nona, ¿y cuánto más ibas a hacer por mí? -¡Calla y come, que estás muy flaco! –Le sonrió a Alejandra-

Los voy a dejar a solas un rato –Le asestó otro manotazo en la cabeza a Ramírez- ¡Y a ver cuándo vienes a cocinar para mí, mal agradecido! –Esta vez Alejandra no pudo contener la carcajada. -No me explico que alguien de esa edad tenga tanta fuerza. -Se ve que te adora. -…Llegué a esta ciudad a los diecinueve. Mi primer trabajo y casa fue aquí, fregando platos… -…Hasta que aprendiste a cocinar. -Cuando me gradué en computadoras, ingresé en la policía. No dejé de especializarme. Llegué a la división contra el crimen organizado… Me iba bien. -¿Y cómo terminaste en homicidios? -Un tropiezo… Siempre pasa. Háblame de ti. -No hay mucho que contar: Escuela, universidad. Trabajo en la empresa de la familia. Pero me lo gané, no soy una niña de papá. -¿Y la familia? -Mi madre viaja mucho. Está divorciada de papá hace años. Papá… Es irónico, trabajamos en la misma empresa y nos vemos muy poco –Se entristeció- A veces creo que me evita. Y no hay más familia. Mi abuelo murió cuando yo tenía once. Un poco antes murió mi tía, de cáncer. Era muy cariñosa con migo, pero no se la llevaba bien con papá. -¿Era soltera? -No. Su esposo desapareció poco antes de que ella muriera. No se hablaba de él en la casa. Para Ramírez, las cosas comenzaban a tener sentido, a cobrar forma. Empezó a entender que era lo que había pasado con Jorge Utrera. Pero todo eran meras conjeturas. Decidió dejar sus instintos de lado, aunque dudó por un momento sobre contarle a Alejandra lo que sabía sobre su padre. Decidió dejar el policía a un lado. No se sintió con derecho a importunarla. Alejandra lo sacó de sus dudas. -Hay algo que quiero preguntarte. Siempre leo la prensa… ¿La muerte del señor Peña y del que era vigilante nocturno, son casualidad? -Pueden ser casos aislados. -Entonces, ¿Por qué insistes en hablar con papá? -¡Inteligente y bella!.. Buena combinación.

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-No te hagas el tonto. Cuéntame. -No hay mucho que decir todavía. -Me estás mintiendo –Se burló- Te estás poniendo rojo. En ese momento apareció la Nona con el postre. Ramírez se sintió salvado por la campana. No tendría que responder preguntas ni mentir. -Gracias Nona. -Bueno… -Alejandra miró el dulce con ganas- Trabajaré una hora más en el gimnasio. ¿Qué es? -Quesillo de auyama –Dijo la anciana con orgullo- Este muchacho fue quién creo la lista de postres. -Caramba… Estoy impresionada. Ya para despedirse, la anciana abrazó a Ramírez, alisó su camisa y alisó su cabello. Le correspondió con un abrazo y un beso. -Cuídate. Y no te pierdas tanto –Le hizo un gesto con la mano- Que dios te bendiga… Y tú, hija, no necesitas de este ingrato para venir. Esta es tu casa. -Gracias –miró la hora- ¡Dios, es tardísimo! Pero la pasé muy bien. Gracias. De verdad. -Gracias a ti. Nona no es de amorcito con todo el mundo. -¿Dónde te dejo? -En tu trabajo. Meza debe estar esperándome allá. -Me lo imagino. Vi el gesto que te hizo cuando salíamos. -Lo voy a matar cuando lo vea –Ella rio de buena gana- De verdad A Meza lo encontraron muy acaramelado con la recepcionista. Al ver a su superior, corrió a buscar el carro. Ramírez decidió despedirse. -¿Nos volvemos a ver, señorita Olaizola? -Tengo su número, detective –Lo besó en la mejilla- A ver si cocinas para mí… Adiós. En la entrada del edificio, Ramírez se encontró cara a cara con Don Manuel Olaizola, que lo miraba con cara de pocos amigos. Trató de ser amable, pero el disgusto no se lo permitía. -Señor Olaizola… -Le voy a hacer una advertencia: Aléjese de mi hija. -Yo también le tengo otra: Cuídese. Todo lo que está pasando no es casualidad, usted corre peligro. Es casi seguro que su

cuñado está detrás de todo esto. -Las ideas de ese hombre son las de una mente retorcida. ¡Búsquenlo! -¿Por qué?... Además, no hay ni siquiera fotos recientes de él. Y no hay una razón real para buscarlo, a menos que usted tenga algo que decir. -No. No tengo nada que decir. Y si no hay ninguna razón “oficial” para estar aquí, le agradezco que se vaya… El acoso policial es un delito… ¿Se acuerda? Esta vez podría terminar como vigilante. Claro, que no se preocupe. Quizá yo pueda encontrarle un trabajo. -Buenas tardes, “señor” Olaizola.

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26 Luego de muchos años, Jorge Utrera se encontraba frente al edificio principal del consorcio Olaizola. Llevaba consigo, junto con la presa del día, un sobre manila con documentos. Se había afeitado y cortado el cabello, y sus ropas limpias le daban un aspecto respetable, a pesar de la cicatriz del rostro. Sus documentos pasaron sin problema por los controles. Estaba decidido a terminar con todo. Estaba buscando empleo, aprovechando un anuncio del periódico. Era uno de los primeros candidatos. Le sorprendió ver muchas caras conocidas que no notaban quién era en realidad. Cuando leyó el nombre en la puerta de la Dirección de personal, no pudo creer en su buena suerte… Recordaba a la niña flaca y larguirucha que visitaba a su tía y compartían como hermanas, aunque dejaron de verse cuando ella enfermó… Ahora, era el momento. Se acercó a la secretaria con educación y humildad, buscando crear empatía. -Disculpe señorita. -Dígame señor. -Tengo un problema: Yo vengo de la costa. Perdí todo en el deslave. Apenas tengo estos documentos. No es mucho. Pero tengo los conocimientos para el cargo. Ahí están unas referencias que pude conseguir. -Déjeme hablar con la jefa de personal. Será cuestión de un minuto. -Le agradezco. De verdad, no he tenido suerte –Se señaló la


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cicatriz del rostro- Casi muero en el deslave. Se refería a un desastre natural ocurrido en la costa hacía algunos años, del cual se enteró cuando estaba en la cárcel. Una tormenta que casi acabó con la costa. La mirada de la secretaria le indicó que iba por buen camino. -Espere aquí. La secretaria fue hacía las oficinas con el sobre. Jorge esperó unos momento, mirando a su alrededor. Nadie reparó en él. Se puso de pie y caminó en dirección a la oficina de personal. Entró y cerró la puerta. En ese momento la jefa de personal y la secretaria lo miraban sorprendidas, con el sobre y su contenido en las manos: Papel en blanco y recortes de periódicos. -¿Qué hace usted aquí? Nadie lo autorizó a pasar. -Ya les explicó –Jorge extrajo de sus ropas un revolver, apuntándoles- Si me disculpa, jefe de personal, voy a encerrar a su secretaria. Sacó cinta de embalar enrollada en un lápiz. Luego de atarla y amordazarla, la encerró en un baño, no sin antes amenazarla: -Si haces algún ruido, mataré a tu jefa. ¿Fui claro? –Caminó con Alejandra Olaizola- Vamos. -¿Qué quiere? -No arme alboroto y nadie saldrá lastimado. -Haré lo que quiera, pero no haga nada. -Bien. Vamos al último piso. A presidencia. -Pero allí no hay nadie. -Pero lo habrá. Pronto. Alejandra sintió un frio que recorrió su columna vertebral. Ahora la actitud de aquel hombre era fría, vacía, con un propósito definitivo. Manuel Olaizola iba en su vehículo cuando sonó su celular. Le pareció muy extraño ver el número privado de su oficina en la pantalla de su celular. -Diga –Dijo con la voz de quién está acostumbrado a mandar- ¿Quién es? -Hola cuñado. -¿Quién es? -¿Tantos años te borraron la memoria? -¡Dios!

-No. Es el diablo… Esas fueron las últimas palabras que le dije a tu abogado. -¿Qué haces allí? -Visito a la familia. Anda, ven. Mientras tanto, conversaré con mi sobrina, ¿comprendes? –Le hizo un gesto a Alejandra de que no le diera importancia- Una bonita reunión de familia. -No puedo llegar de inmediato. Estoy fuera de la ciudad. -Tárdate lo que quieras cuñadito. Pero, no abuses de mi paciencia… ¿Vas a abandonar a tu hija en las manos de un ex presidiario? -Si tú le haces algo, yo… -Da miedo, ¿no? –Y colgó. El Inspector Ramírez se encontraba en su oficina leyendo unos reportes. Hacía días que trataba de intensificar la búsqueda de Jorge Utrera. Pero el hecho de que no hubiese nada concluyente no ayudaba. Parecía que se lo había tragado la tierra desde que salió de la cárcel. Solo lo encontrarían si él lo deseaba. Así lo presentía el Inspector Ramírez. A Manuel Olaizola parecía no importarle o no le importaba ver el peligro que corría. Le preocupaba Alejandra. Se había dado cuenta de la enorme distancia entre ella y su padre y todas las cosas que ella desconocía. Ramírez temía que ante los ojos de Jorge Utrera no hubiese ninguna diferencia entre padre e hija. El ruido del teléfono lo saco de sus reflexiones. -Aquí Ramírez. -Inspector –Dijo la operadora- En la línea está el señor Manuel Utrera y dice que quiere hablar exclusivamente con usted. -¡Páselo de inmediato!-Pasaron unos momentos- Dígame señor Utrera. -No sé qué hacer –Había desesperación en su voz- Mi cuñado apareció y tiene a mi hija encerrada en mi oficina con él. -¡Hijo de puta, se lo advertí! -¡Lo sé, lo sé!... Dígame que debo hacer. -Escúcheme bien… -Así que usted es mi tío…

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-Sí –La voz no revelaba ningún tipo de empatía, era neutra y simple- Así es. -Creí que había muerto, o por lo menos eso oí hace años. -Lo estoy. Solo me falta concretarlo… Paciencia. -¿Qué me va a pasar? -Mi problema no es con usted. Esperemos a su padre. Alejandra notó que aquel hombre la rehuía su mirada y evitaba cualquier contacto directo con ella. Solo lo hablaba lo básico. -… ¿Qué le hizo papá? Jorge no respondió, dedicándose a revisar la oficina. Agarró el control remoto y puso a funcionar el televisor de plasma de treinta y dos pulgadas. Comenzó a correr canales. A la media hora encontró la imagen “EN EXCLUSIVA” en el noticiero de la ciudad. Hablaba del peligroso hombre que tenía secuestrada a la hija del dueño del consorcio Olaizola. -¿Qué les parece?... Alguien le avisó primero a la prensa que a la policía –Sonrió- ¡Qué vergüenza! Y, como siempre, la policía llega tarde. Las cámaras de televisión fueron retiradas rápidamente de la recepción. La orden fue dada por el comisario Ruiz Padilla, jefe de la brigada antisecuestro. Desde la oficina de presidencia Jorge Utrera miraba divertido por televisión. Pudo ver al inspector Ramírez. Al fondo pudo ver al Manuel Olaizola hablando por celular. ¡Todo un show! Jorge trató de llamarlo un par de veces. -¿Alo? -¡Este cuñadito mío! –Dijo a modo de burla- Siempre tratando que otros laven la ropa sucia por él. -Jorge, deja ir a mi hija. Ella no tiene nada que ver con esto. -¡Tú no das las órdenes aquí Olaizola, las doy yo!... ¡Pásame al inspector Ramírez! -¿Quién? -¡No te hagas el idiota, güevón! Los acabo de ver en televisión. ¡Pásamelo ya! –Hubo una pausa hasta que lo atendieron- ¿Alo? -Jorge, entréguese. No tiene oportunidad. Deje ir a la joven. -No busco oportunidad. Ya vi que tienen al jefe de la división antisecuestro por ahí… Los llamo después. Chao. Manuel Olaizola le contaba la situación al comisario Ruiz

Padilla la situación. Ramírez escuchaba todo en silencio. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de Olaizola le murmuró: -¡Que verdad tan conveniente! Este lo miró con odio y continuó hablando con el comisario, entregándole una vieja foto familiar: La figura central era Don Gerardo Olaizola. A la izquierda estaba su hijo Manuel. Del lado derecho estaba la hija, escoltada por Jorge Utrera, su esposo. Una pequeña Alejandra estaba al lado de su padre, pero guardando cierta distancia. A Ramírez le sorprendió el parecido de Alejandra con su tía, pero no pensó que fuese importante. Jorge comía de buena gana un sándwich de jamón de pavo, queso crema y mostaza de guijón, sacado de la pequeña nevera de la oficina. Bebía whisky directamente de la botella de cristal de bacará del pequeño bar. Le ordenó a Alejandra sentarse donde pudiera verla sin perder de vista la antesala a la oficina. Lo pensó bien y movió el televisor, colocándola cerca del escritorio. Fue hasta la entrada del ascensor y abrió las puertas. Colocó un enorme matero para evitar que las puertas se cerraran. Así solo tendría que vigilar las escaleras. Dejó el revolver al alcance de sus manos en el escritorio frente a él, sentado cómodamente. El teléfono de la oficina rompió el silencio. -¿A su orden? -Señor Utrera, es el comisario Ruiz Padilla. Quiero hablar con usted: ¿Desea algo? ¿La señorita necesita alguna cosa? -Estamos bien, gracias. -¿Me permite hablar con la joven? -No. A la joven no le va a pasar nada con una condición: Dentro de cinco horas, no antes, quiero al “señor” Manuel Olaizola por ella… Si alguien sube por las escaleras sin mi permiso, algo feo va a pasar… Les advierto que poseo un par de granadas y no dudaré en usarlas. Tienen cinco horas, no antes ni después… Que ese desgraciado me llame. Adiós. -¿Por qué cinco horas? –Preguntó alguien- Eso es atípico. -Quiere que sufra –Ramírez señaló a Utrera- Quiere que el día se le haga más largo al hijo de puta -Veo que usted sabe más que yo, inspector. -No se preocupe comisario. Ya lo descubrirá.

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-Lo que quisiera descubrir ahora es la manera de subir. El ascensor está trabado y la entrada por las escaleras es demasiado riesgosa. Los francotiradores me informan que las persianas están cerradas y no hay visibilidad –Chequeó un plano sobre el escritorio- La opción sería una acción combinada: Los francotiradores disparan a las ventanas creando una distracción. Al mismo tiempo, un grupo de choque entrará por las escaleras… Puede funcionar. -¿Puede? ¿Ha considerado todo? -No está fácil. -No olvide comisario que no hablamos de un simple ladrón. Es un tipo inteligente. Se sospecha que ha asesinado a cuatro hombres que sepamos. Sabemos que está armado. Habló de granadas. -Puede ser mentira –Dijo otro policía. -¡Aquí nadie supone un coño¡ -Dijo molesto Padilla RuizEstamos hablando de la vida de esa muchacha. Primero la negociación, luego la acción. Así se hace. -¿Y qué hacemos comisario? –Preguntó Ramírez- Dígame. -En este momento, el tipo está entero. Esas cinco horas serán de desgaste. Una ventaja para nosotros. -Además comisario, ese hombre tiene la presión adicional de estar escondiéndose de nosotros desde que salió de la cárcel. Tiene un plan y se apega a él. Eso significa que gastó tiempo vigilando a sus víctimas… Eso genera desgaste. -¿No se quiere venir a trabajar con nosotros? -No, comisario, gracias… Resulta que yo conocí a este hombre una vez. -Hábleme de él. Sin pelos en la lengua. Lo último que quiero son adornitos. -Es un tipo jodido. Si dice que ella no corre peligro, así es. Pero si dice que va a tomar medidas extremas, más vale creerle. Pero es su sobrina. -Aquí hay algo personal, me refiero a usted, inspector. -Conozco a la joven. Somos amigos. -Y al padre no le gusta ni un poco. -No se le escapa nada, comisario. -Eso espero inspector. Eso espero. Cuatro horas más tarde, Jorge seguía sentado frente al escritorio con gesto ceñudo, en silencio, concentrado en

sus pensamientos, mientras sus dedos rozaban una y otra vez el frío metal del revólver, que aún descansaba sobre el escritorio. La botella vacía reposaba a un lado. Siguiendo un impulso, Alejandra se puso de pie y buscó una botella de agua mineral, mientras Jorge no le quitaba la vista de encima. En vez de volver a su lugar, se sentó frente a él, sorprendiéndolo. -Hábleme de mi tía. -No hay mucho que decir… La mujer más maravillosa que he conocido –Jorge estaba algo bebido, pero lúcido- Es todo. Es todo. -¿Y mi padre? -¿Qué pasa con él? -¿Cómo que qué pasa con él? –Preguntó incómodo y molesto- ¿Qué pregunta es esa? -Lo que dije. ¿Qué pasa con él? -Eso es entre él y yo… Lo sabe. No hay nada más que decir. -¿Tan malo fue lo que le hizo? Jorge no respondió. Compartieron un silencio largo y pesado. Alejandra lo miraba a los ojos, incomodándolo. Manuel se revolvió en su asiento. No sabía que decir. -¿Y tú porque me miras así? -Si lo que mi padre le hizo fue tan malo. Castíguelo conmigo. Máteme a mí. Hágalo ya. -¡Cállate! –Golpeó el escritorio con su puño, sobresaltándolaNo sabes lo que dices… Dar la vida por alguien que no sabe el valor que tiene ni le interesa. -Eso no importa. En ese momento sonó el teléfono de la oficina. Jorge lo dejó repicar varias veces antes de contestar. Miró a Alejandra. Sonrió antes de contestar. -Señor Utrera… -¡Señor Utrera¡ -Rio con ganas- Hace años que nadie me llama así. -Señor Utrera, es el comisario Ruiz Padilla. Mantenga la calma y le aseguro que todo saldrá bien. Voy a poner al señor Olaizola al teléfono. Como prueba de buena fe de que la joven está bien, póngala al teléfono –El aceptó sin contestar- ¿Señorita Olaizola? -¿Sí?

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-Mantenga la calma. Le aseguro que todo saldrá bien. -Está bien –Jorge le pidió el auricular con un gesto- Un momento. -Complacido comisario. Ponga al desgraciado ese al teléfono ya. Y nada de trucos. Si algo se sale de lo que yo quiero, no me hago responsable –Luego de una pausa oyó la odiada voz. -Jorge, por lo que más quieras, entrégame a mi hija… Te lo suplico. -¿Me lo suplicas? –Comenzó a alterarse- ¿Me lo suplicas?... ¿Recuerdas cuantas veces te supliqué que me dejarás verla por última vez?... ¿Cuándo tú me dijiste que ese dinero era para salvarla? -No sé a qué te refieres… no sé. Un disparo de revólver y el grito de la mujer acabaron con la llamada telefónica. Todos en recepción se preparaban para entrar, revistando armas. El comisario Padilla los detuvo a gritos. -¡Quietos coño! ¡Aquí nadie se mueve, no joda! El teléfono les hizo guardar silencio. Todos se le quedaron mirando. El comisario les hizo un gesto antes de contestar. -¡Díganle al hijo de puta ese que si sabe lo que le conviene, no se haga el pendejo! ¡Pásemelo! -Primero diga cómo está la joven. -Esté bien. ¡Páseme al miserable ese! –Pusieron esta vez el altavoz, a pesar de las reticencias de Manuel Olaizola. -¡¿Qué le hiciste a mi hija?! -Tú hija está bien… Solo se asustó… Ya me disculpé con ella. ¿Se te refrescó la memoria? -Si… -Manuel Olaizola respondió incómodo- Yo te pedí que tomaras el dinero. -Y luego el viejo Raimundo se llevó lo demás, por órdenes tuyas, claro. Después le ordenaste al portero que declarara en contra mía… Virginia. ¿Para qué la usaste, coño?... Una mujer que agonizaba, ¡tú sangre!... Luchando cada día, cada hora, conmigo, ¡conmigo!... Me la arrebataste de las manos desgraciado, con tus afanes de pobre niño rico, abandonado por papá. -¡Cállate! ¡Tú no sabes nada!.. Siempre estaba pendiente de su “princesa”, de su niñita. Y yo, jodiéndome como

un animal para que esta empresa creciera, para que fuera grande. Pero eso no le importaba. -Y le robaste el dinero. ¡Eres una mierda! -Se iba a morir igual, era inevitable, ¿qué más daba? -Desgraciado… Pásame al comisario o a Ramírez. -Oí todo por el altavoz, Jorge –Dijo el comisario- ¿No le importa que lo llame así? -Me da igual. -¿Qué quieres? -Envíeme al hijo de puta ese por el ascensor. Si veo a cualquiera por las escaleras, usaré las granadas. -Utrera, entienda. La idea es liberar rehenes, no dárselos. -Quieres a la joven, envíame al padre –Cortó la llamada. Padilla Ruiz miró el rostro de Manuel Utrera. Ni que tiraran a su hija por el hoyo del ascensor, ese hombre aceptaría subir. Estaba a punto de derrumbarse y salir corriendo. Se resignó. -Voy a ordenar la incursión… Se nos acaba el tiempo. -Comisario… Yo voy a subir. -¡Estás loco Ramírez! ¿Te imaginas lo que va a pasar cuando el tipo vea que no eres el padre de la muchacha? ¡Y cómo se va a poner cuando vea que no sube! -Por eso… déjeme subir. A pesar de todo, creo que puedo convencerlo de dejarla ir. -¿Y de qué se entregue? –Ramírez negó con la cabeza. El comisario lo pensó por un momento- Vamos a ver. En estos casos, el comisario sabía que las decisiones eran rápidas y calculadas al enfrentarse a una situación de rehenes. Esta no le gustaba en absoluto, era demasiado personal, además de la presión del fiscal del ministerio público, presionándolo. -¿Me autoriza comisario? -Pónganle un micrófono. Quiero oír todo lo que pase. Vas a tener a todo el grupo de choque listo. Si das la señal o yo lo ordeno, actuarán de inmediato. Cuento contigo. Voy a poner el cuello en una guillotina por ti. Ramírez subió por las escaleras, seguido por tres hombres del grupo de choque. Se detuvo en el descanso, con el oído atento. Sacó su arma y se la entregó al hombre que tenía más cerca. Hizo lo mismo con el chaleco antibalas, pero tuvo

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que insistir en silencio para que aceptara. En la oficina de presidencia, Alejandra terminaba de servir dos tazas de café. Jorge se encogió de hombros y aceptó la suya. -Tío… ¿Usted me odia? -Apenas te conozco. Cuando mucho, te vi un par de veces, cuando visitabas a tu tía… Tú padre es otra cosa. -Entonces, ¿por qué me evita? -No sé a qué te refieres muchacha. Tu padre… ese si nos evita, a ti y a mí. Corres peligro y él no se atreve a subir. Cobarde, como siempre, dejando que otros resuelvan por él. -Pero me sigue pareciendo que me evita. ¿No es así? El fijo su mirada en ella. Pero no era igual que las anteriores. Esta vez era menos distante. La vos del Inspector Ramírez los sacó de ese momento. -¡Jorge, soy yo, el inspector Ramírez! De inmediato, Jorge tomó a su sobrina por un brazo y se colocó cerca del ascensor, para evitar ser visto desde las escaleras, poniéndose a un metro de ella. Sería lo primero que vería quién se asomase. Eso le daba ventaja. Antes de separarse de ella, le susurró al oído: -Si sabes lo que te conviene, no te muevas. Aunque no lo creas, no dudaré en dispararte justo en la columna. Una muerte muy dolorosa en el mejor de los casos. Ramírez salió de las escaleras, encontrándose con Alejandra muy quieta y pálida. Le sonrió a la joven para tranquilizarla. Detrás de él estaba Jorge, apuntándole con el revólver. -¡Tira el arma por las escaleras! -¡Estoy desarmado! -¿De dónde cree que vengo? ¡Tire el arma! Jorge sacó una pequeña pistola automática de su tobillo, arrojándola por las escaleras. Giró sobre sí mismo para que este viera que estaba desarmado, poniendo las manos en alto. -No tengo armas. -¿Dónde está el sucio ese? -No lo dejan subir… Los rehenes se liberan, no se entregan. -¡Mentira!... El muy cobarde prefiere a su hija muerta que entregarse. Lo conozco bien. -No es eso Jorge. Vamos, mírala. Pregúntate a ti mismo: ¿Se

merece lo que está pasando?... Es solo una víctima, como Virginia, incluso como tú, al principio. ¿Te acuerdas cuando hablamos? Ahora sé porque callaste hasta el final… Déjame desbloquear el ascensor, para que manden a tú cuñado. Tienes el control –Jorge Utrera asintió- Ok. Ramírez apartó el obstáculo que detenía las puertas del ascensor, haciendo que bajara de inmediato. Sentía que algo de la tensión había bajado. Decidió presionar, pero con cuidado. -¿Y ahora? -Mientras Virginia y yo bajamos por las escaleras, el sube. -Se quedan allí los dos –Jorge amartilló el revólver- ¿Tú crees que yo soy pendejo? … Sube el grupo de choque y me revientan a tiros si ustedes no están aquí. Así no. Abajo, todos escuchaban la conversación. Descaradamente, algunas personas miraban con desprecio a Manuel Olaizola. Un hombre incapaz de hacer algo por su hija. -¡Caramba señor Olaizola! –Dijo el comisario Ruiz PadillaCreo que su hija tiene más bolas que usted. -Usted no entiende. Ese hombre quiere matarme. -Y lo que usted hizo no fue una pendejada. Afortunadamente, todo está grabado. ¡Dios! Si no es porque hay un fiscal aquí, yo mismo le doy el tiro. ¡Quítese de mi vista! Manuel Olaizola se sintió como un leproso. Impulsado por la rabia y por una vergüenza que nunca había sentido, se dejó llevar por el impulso. Al ver las puertas del ascensor abrirse, se metió dentro de este sin dar tiempo a nada. Alguien trató de impedirlo y él lo sacó de un empujón. Se quedó de píe, abriendo y cerrando las manos para controlarse. Ruiz Padilla, de inmediato le dio la señal al grupo de choque. ¡El idiota de Manuel Olaizola iba a echar todo a perder! -Grupo de choque, detengan el elevador en cualquier piso. -Negativo comisario. Este no se detiene. -¡Alguien que llame a esa oficina! ¡Ya! En presidencia, el Inspector Ramírez y Jorge Utrera seguían frente a frente, junto al ascensor, con Alejandra de por medio. Utrera seguía apuntando con el revólver. Pero su actitud era diferente. Dudaba. El policía podía ver la lucha interior de


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Un demonio entre lobos

aquel hombre reflejada en el rostro. Ninguno reparó en el ruido del ascensor. -Vamos Jorge… Mírala. ¡Mírala!... Sabes a qué me refiero. Es inocente. Una víctima más de Manuel Olaizola, como lo fue tu esposa. Es tu sangre también. -No puedo dar marcha atrás. No saldré vivo… Tengo las manos llenas de sangre y muerte. Tampoco seré libre. -Libre no. Pero vivo, esos sí. Tú cuñado confesó, reconoció lo que hizo –Sonrió- Hasta podría acompañarte a la cárcel… Déjala ir… Déjala ir… Algo dentro de Jorge Utrera se derrumbó, viéndose reflejado en el hombre que tenía frente a él. Supo al ver sus súplicas que ese hombre sentía algo por su sobrina. No era solo trabajo. -Estoy tan cansado –Musitó- Tan cansado. El cañón del arma bajó lentamente. El hombre estaba agotado. Ya no podía dar más de sí. Había hecho y se había hecho mucho daño. Pero no sabía si podía detenerse. -Yo lo entiendo. No tiene por qué terminar mal, ¿entiendes? –Este asintió- Ahora, su sobrina va a caminar hacia mí, despacio –Ella titubeó- Vamos… No tengas miedo… Eso… Yo estoy contigo. Ven. Dio un paso. Luego otro. Justo en ese momento las puertas del ascensor se abrieron. Todos miraron en esa dirección. Todo sucedió en fracciones de segundos, como en cámara lenta. Alejandra se quedó allí, petrificada. El rostro de Jorge se transformó en una máscara de odio. Manuel Olaizola estaba ahí, parado en las puertas del ascensor. El brazo de Jorge comenzó a subir, apuntándole, al tiempo que Ramírez le gritaba que se detuviera, mientras sacaba una pistola de pequeño calibre, guardada dentro de su ropa. Apuntó. No tenía ángulo de tiro, Alejandra no le daba espacio. Se arrojó a un lado, apuntando, al mismo tiempo que Jorge lo hacía en dirección de Manuel Olaizola. Alejandra lanzó un grito. El disparo alcanzó a Olaizola en un hombro, arrojándolo hacia atrás. Alejandra corrió hacia este, pero lo detuvo la mirada de resentimiento, tirado en el piso del ascensor, como si ella fuese la culpable de todo. Se quedó allí, parada,

mientras se cerraban las puertas de acero pulido. Sus dedos lo rozaron, como si deseara recuperar algo. El murmullo la hizo volverse. Jorge Utrera trataba de ponerse de pie sin lograrlo. Le fallaban las piernas y estaba desangrándose rápidamente. Trataba de hablar, extendiendo una mano al aire, parecía pedir ayuda. La mano buscó en el aire y su voz se oyó con más claridad: -¡Virginia! ¡Virginia! Alejandra sintió que se le partía el corazón. Aquel hombre había perdido todo hacía años. Y ni siquiera tenía con quién morir. Ramírez lo miraba sin saber qué hacer. Aquel hombre moría. El grupo de choque había aparecido ya, pero él los detuvo con un gesto. Escuchó a al alguien decir por radio que la situación estaba controlada y el objetivo “anulado”. Los dedos de Jorge rozaron otros dedos. Su mano abrazó a otra, que le daba apoyo. Alejandra se arrodilló y puso su cabeza en su regazo. Comenzó a llorar, cruzando miradas con ella… Como pudo, acarició el rostro de la mujer que tenía cerca de él. Tosió, trató de hablar… Apenas pudo hablar en voz muy baja, casi un susurro: -Perdóname… -Ya está… -Perdóname mi vida. Perdóname. -Ya pasó todo… -Alejandra seguía sin entender- Ya pasó. -Lo siento Virginia –Parecía mirar al vacío- Perdóname por abandonarte, no sé si lo hice todo, si hice lo suficiente, si lo hice bien… si… -Tranquilo –Acarició sus cabellos- Ya todo está bien. Hiciste todo… Todo. -¿De verdad me perdonas? -No hay nada que perdonar. Todo va a salir bien –Lo abrazóDe veras… Ya verás. Cuando se separó de él, Jorge Utrera estaba muerto. Sus ojos estaban cerrados. Su rostro reflejada paz. Parecía sonreír, como el hombre que fue una vez. Alejandra lo colocó con cuidado en el piso, poniéndose de pie, ayudada por el Inspector Ramírez. Este le extendió un pañuelo. Ella no entendió. Estaba llorando sin darse cuenta.

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En su momento final, Jorge escuchó la voz queda, suave, que lo llamaba en un susurro. Una voz dulce, familiar, que él esperaba escuchar hacía una vida atrás. Una voz oída muchas veces: -Vamos, ya es hora…

la junta directiva, que tomó acciones de inmediato. Su hija asumió sus funciones, luego de su destitución. Alejandra colaboró en todo lo que pudo, dándole carta blanca a las autoridades. Aparecieron empresas fantasmas, cuentas en el extranjero. Era un desfalco discreto, pero continúo. Cuando se vio acorralado, con la policía en la puerta de su mansión, sacó de su escritorio un revolver de calibre pesado, se lo introdujo en la boca, dándole a la muerte la oportunidad de librarlo de la cárcel. Alejandra decidió salir del país. Ramírez no pudo dar con ella. Se declaró caso cerrado. Así pasaron los meses. Ramírez aprovechó para tomar sus vacaciones vencidas. Sentía que a su vida le faltaba algo. Alquiló su apartamento y regresó a su viejo hogar. En la pensión de la Nona, pasó el tiempo en la cocina, trabajando obsesivamente, para no pensar.

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27 Alejandra y el Inspector Ramírez salían del edificio, ella abrazada por él, escoltados por la brigada antisecuestro, impidiendo que la prensa se les acercara. -La señorita no va a responder preguntas –Dijo el comisario Padilla Ruiz- Ha pasado por momentos muy difíciles. Por favor, abran paso. Luego emitiremos un comunicado. Ambos llegaron a la ambulancia donde estaban terminando de subir a Don Manuel Olaizola, luego de estabilizarlo los paramédicos. Alejandra avanzó hacia él, pero un gesto en su rostro la detuvo. Se sintió decepcionada. -De verdad no te conozco papá. La muchacha fue retirada en otra ambulancia. Ambos hombres quedaron solos. Se miraron con odio. Olaizola estaba confiado en su poder. Pero Ramírez sabía que la situación era diferente. -Quiero que sepa que, a la luz de los recientes hechos, el caso de Jorge Utrera va a abrirse de nuevo. -No hay razón para eso, como yo lo miro. -¿Y las cosas que dijo, señor Olaizola? -Las que diría cualquier padre desesperado por salvar a su hija: mentí. Y cualquiera persona que desee demostrar lo contrario está muerta… y muerto no muerde… No hay nada que me relacione con los delitos de mi cuñado, quién gracias a dios, descansa en paz. -Señor Olaizola: Yo no estaba en la división del crimen organizado e informáticos de gratis. Ya nos veremos. Luego de esto, conseguiré regresar a mi antigua división. -eso no me interesa. Y aléjese de mi hija, se lo advierto. -No le voy a hacer caso. Y creo que su hija tampoco. Luego de varios días, las investigaciones dieron sus frutos: Don Manuel Olaizola era el culpable del fraude millonario realizado a su padre en vida, de la cual Jorge Utrera fue un cómplice, empujado por las circunstancias. Esto perjudicó a

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28 El movimiento de la cocina durante el mediodía era frenético, lleno de olores, voces de pedidos, ruidos de platos y cubiertos, de vegetales en su siseo en las sartenes, del ruido de las tablas de cortar. Había solo ocho personas en este espacio, pero la actividad arrancaba como a las diez y no finalizaba hasta las dos o tres. Luis Ramírez disfrutaba de sus vacaciones allí, concentrado en el trabajo. No era un chef, pero a lo largo de sus años había aprendido mucho. En todas sus vacaciones, cuando no estaba trabajando en el restaurant, la Nona le hacía hacer cursos, donde escuchaba a sus compañeros decir: Yo trabajo con el chef tal o el chef cual, o en el restaurant de zutano. Siempre causaba sorpresa su profesión cuando le preguntaban. Lacónicamente decía: Soy policía. Siempre decía en el restaurant que si en el cuerpo se enteraban de su otro trabajo, las burlas iban a durar un rato largo. Eran casi las cuatro. El habitual ajetreo de la cocina había finalizado, apenas alguno que otro cliente de última hora. Ramírez saboreaba una copa de vino sin pensar en nada en especial. Retiró de su cabeza la pañoleta militar que usaba en lugar del gorro de cocinero. La Nona le hizo compañía


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con una taza de café expreso, muy cargado. Más de una vez él le había dicho que no bebiese un café tan fuerte, pero la anciana no le hacía caso. Y en ese momento, aquel hombre no estaba con ánimos de discutir. Uno de los mesoneros se acercó: -Nona, afuera hay un cliente que quiere hablar con usted. Parece que es un pedido grande de pasapalos para una fiesta. -Yo no estoy trabajando. Hijo, ¿quieres ir a ver? -No Nona. Lo siento. No tengo muchas ganas de nada. -Sinceramente no sé qué hacer contigo –Le recriminóCambia esa cara, búscate una novia, pero has algo. Ya vengo. La anciana tardó un buen rato en volver. Cuando lo hizo estaba muy seria, pero él percibió que su actitud había cambiado. -Hijo, el cliente insiste en hablar contigo. -No quiero hablar con nadie. Envíale a otros de los cocineros. -Tarde piaste pajarito. Ya pasó al patio. El alzó la mirada. Alejandra estaba allí, frente a él. No sabía que decir. Solo guardó silencio, que interrumpió al escuchar esa sonrisa que extrañaba. -¿De qué te ríes? -Te ves rarísimo, con delantal y todo. Imagínate con chaleco y placa. -Si… todo un ridículo. -Me debes una comida. Se abrazaron sin decir palabra. Ella apoyó su rostro en su pecho. Se le humedecieron los ojos. El la abrazó con más fuerza. -No sabes cuanta falta me hiciste muchacha. -Perdóname por irme. Necesitaba pensar, es todo. ¿Me entiendes?... No sabía que pensar. Pienso mucho en mi tío. Todos me dijeron que era un monstruo, un ser sin alma. -No lo creo… Era un hombre que perdió todo, un hombre con el alma quemada, que quizá tuvo la oportunidad de cambiar su vida, pero que no quiso, porque ya no tenía nada que alimentara su vida. -¿De verdad me extrañaste? -Si… ¿Te sirve una cena, para demostrártelo? -Bueno… -Ella lo miró coqueta- ¿Y con quién voy a cenar,

con el cocinero o con el policía? -¿Y yo con quién voy a cenar, con la jefe de personal o la niña rica? -Conmigo. Solo conmigo… ¿Y qué hacemos mientras tanto? -Me gustaría mostrarte mi habitación. Es el último balcón. Desde allí –Le murmuró algo al oído- En serio. -¡Eres de lo último! –Alejandra no pudo contener la risaMira que decirme algo así. -Pero tengo que mostrarte mi habitación. -¿Y que esperamos? -Subamos… Vamos a ver qué pasa. 250108

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Había perdido la noción del tiempo. La oscuridad era tal que no podía verse ni las manos. Era una oscuridad sin proporciones, profunda, que atacaba los sentidos. Si trataba de mirar en cualquier dirección, sentía vértigo. Lo único que sus sentidos le decían era que estaba ahora sujeto a una silla y que estaba totalmente inmovilizado. Sabía de situaciones así, pero nunca creyó que fueran reales. Nunca pasó por su cabeza que algo así le ocurriría. Nadie preguntaba por él, nadie sabía de él, nadie respondía sus preguntas, nadie lo atendía… Tenía sed, le dolía terriblemente la espalda y las muñecas. Su último recuerdo vívido era que caminaba rumbo al trabajo, cruzando una avenida luego de comprarle un cafecito al vendedor de la esquina. Cuando pensaba en esto, sentía claramente el sabor, la dulzura, aquella agradable calidez recorriendo su boca. Se dio cuenta de lo increíble que era recordar esas pequeñas cosas cotidianas en un momento así. Recordó la camioneta azul oscuro de vidrios ahumados que lo interceptó. Dos hombres de gafas oscuras y aspecto impersonal a pesar de estar vestidos de civil se bajaron y lo enfrentaron. -¿Edmundo Pérez? -¿Si? -Acompáñenos, por favor –Aquello no era una solicitud- Es importante. Salieron del lugar o a toda velocidad, sin darle importancia a las miradas de los curiosos. Nadie preguntaría y se olvidaría pronto. Era un país en tensión, con vientos de cambios lentos e imperceptibles. La gente trataba de vivir como podía. Nadie escuchó sus explicaciones de que iba a llegar tarde, ni respondió sus preguntas de qué era lo que querían, ni mucho menos de que para donde iban. Sus muñecas fuero atadas con cintas de plástico y le colocaron una capucha. No supo nada más. La pesada puerta de metal produjo un chirrido tétrico al abrirse. Las lámparas se encendieron de golpe. La fuerte luz blanca lastimó sus ojos. Estaba en una especie de salón. El acero inoxidable parecía ser la norma allí. Los hombres que entraron ni siquiera lo tomaron en cuenta. Parecía no existir


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para ellos. Colocaron una mesa frente a él. La puerta del salón volvió a abrirse. Un hombre de traje entro silbando una tonadita por lo bajo, mientras hacía malabares con la puerta, un café y unas carpetas en precario equilibrio. Uno de los hombres puso una silla frente al mesón. El hombre se terminó su café de un trago, arrojando el vaso al cesto de papeles junto a la puerta, mientras la cerraba con el pie. Se sentó frente a él, hojeando las carpetas. Eduardo iba a hablar, pero él lo silenció con un gesto, haciéndole esperar. Cuando terminó, sonrió, muy amable. Muy corporativo. -Buenos días. -Menos mal que vino… -Dijo mirando a los hombres que permanecían indiferentes- Necesito que me ayude. Estoy detenido y… -¿Señor Pérez? –El asintió- Está aquí solo por una averiguación de rutina. -Pero yo no sé nada. Ni siquiera sé por qué estoy aquí… Yo no he hecho nada… Ahora perdí mi día de trabajo, me van a botar si no lo justifico. Estoy nuevo. ¿Usted me va a ayudar? -No exactamente. Usted nos va a ayudar a nosotros. -¡Pero en qué! –Luchó por calmarse- Apenas conozco a mis compañeros de trabajo. No tengo familia. -Todo eso lo sabemos. -¿Cómo es eso? -Lo que queremos es lo que no sabemos. -Pero… -¡Silencio!... ¿Un cafecito? Desconcertado, asintió con la cabeza. Uno de los hombres apareció con un café que Eduardo Pérez bebió agradecido, a sorbos. Mientras el hombre de traje hojeaba las carpetas, separando lo que le parecía de interés, sin tomarlo en cuenta. Luego de una pausa, amontonó lo que le pareció pertinente. -Escuche bien, señor Pérez: Voy a usar la versión corta de la historia. Creo que usted es, por lo menos, medianamente inteligente. Si usted guarda silencio y escucha, entenderá el panorama. ¿Fui claro? -Sí, pero… La fría mirada del hombre lo hizo guardar silencio, al

tiempo que le hacía un gesto a uno de los hombres ubicados detrás de Eduardo Pérez. La fuerza del puñetazo en la cabeza lo arrojó al piso con todo y silla. Tardó varios minutos en recuperarse. Cuando cobró conciencia, fue levantado y sentado de nuevo frente a su interlocutor, quién le mostró las manos en gesto de impotencia. -Lo siento. Entienda que esto no es un paseo. No es habitual hacer esto en mi trabajo, pero, por la complejidad de este asunto, quise verlo personalmente… La verdad es que los responsables de interrogarlo a usted es de mis subalternos, expertos en el área. Yo solo me voy a limitar a observar y hacer las preguntas de interés, ¿me entiende?... vamos, hablemos con confianza. -Es… -Habló temeroso- que no sé de qué hablan. Yo solo soy un tipo común y corriente, un cualquiera. No soy nadie importante., ni siquiera tengo un cargo de importancia en mi trabajo… Soy un carajo común y corriente. -Eso también lo sabemos… Es otra cosa lo que nos interesa -Comenzó a colocar fotografías frente a él, una al lado de la otra, de buen tamaño, algunas a blanco y negro, tomadas de lejos- ¿Qué ve usted allí? -Bueno… Algunas de estas fotos las he visto en la prensa. Atentados, explosiones, incendios, qué se yo. -Esta es de una importadora de vehículos. Iniciaron un incendio con el fin de obligar a los vigilantes a salir, seguida de una fuerte explosión. Esta era de una joyería. No hubo muertos, pues fue al amanecer. Este es el más interesante para mí: Un banco. Todos los registros de crédito fueron destruidos. Se tomará un buen tiempo en recuperar esos archivos. Como ganancia adicional, se llevaron una suma exorbitante. Una operación muy bien planificada. Lo más increíble es que fueron tres sedes en una semana. Mismo modus operandi. Estas fotos… ¿No ve algo en común? -…No -Le mostraré -Recogió las fotos y sacó un marcador. Hizo un círculo en cada uno de ellos- ¿Qué es lo que ve? -Una persona. -¿Nada más? -No sé, dejé mis lentes en la oficina… Sin ellos no veo bien.

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-Yo le mostraré –Dijo en tono comprensivo- Aquí va un hombre cruzando la calle, justo aquí. Si ve aquí en el incendio –Señaló- Y aquí, hay una persona entre los espectadores… ¿Sabe quién es? -Bueno… creo que soy yo. -¿Y qué hacía usted allí? -Bueno, solo pasaba por allí, como el gentío que está en esas fotos… Pura casualidad. -Una mala casualidad, creo yo… Caballeros, es todo suyo. Lo zafaron de la silla y lo esposaron de frente. Un tercer hombre comenzó a quitarse la chaqueta con parsimonia. Los otros lo levantaron a pulso y lo tendieron sobre el mesón. Uno de ellos se apoyó sobre su pecho, inmovilizándolo. Sacó una manguera enrollada debajo de la mesa, conectándola a un grifo. Otro puso un paño extendido sobre el rostro. Comenzaron a dejar salir el agua de una forma constante, calculada. Tuvieron que hacer fuerza cuando comenzó a cabecear y a patalear. Fueron solo unos momentos. Se repitió varias veces, haciendo pausas donde Eduardo Pérez vomitaba agua y buscaba aire desesperado, aumentando el tiempo hasta que estuvo a punto de morir ahogado. -Es solo el principio –Dijo el hombre de traje- Preguntaré de nuevo: ¿Qué tiene que ver con las explosiones y los sabotajes? ¿Quién es el proveedor de explosivos? ¿Quiénes son sus contactos? ¡Hable! -Yo –Dijo entre jadeos- no… No terminó la frase. Su rostro fue cubierto de nuevo con la toalla y el proceso se repitió de nuevo, extendiéndose hasta que se le hizo eterno. Lo dejaron en paz cuando verificaron que su pulso era muy bajo. Lo arrojaron sin consideración en un cuarto oscuro, frío, sin luz, donde no podía ver absolutamente nada. Cuando por fin escuchó un ruido, fue cuando la puerta se abrió. La luz del sol hirió sus ojos. Prácticamente fue arrastrado hasta un patio, donde fue sentado en una banca de piedra con mesón. Cuando pudo ver con claridad detalló el patio, rodeado de altas paredes y vidrios de espejos. Miró hacia arriba. -“A lo mejor me están mirando” –Pensó- ¿Qué ira a pasar conmigo?

-¡Buenos días!... Espero que todo no esté tan mal como se ve. -Buenas… Así como se dice que quién al estar rodeado de malos olores, pierde la capacidad de oler, quién tiene sus sentidos adormilados, se le agudizan luego de un largo periodo de aislamiento. Al acercarse los hombres, Eduardo Pérez supo que uno de ellos cargaba comida. Podía recordar con claridad, como si la estuviera probando el sabor y la textura de la fritanga, incluso el olor del jugo de melón. No se había dado cuenta de que estaba tan sediento hasta que le sirvieron un vaso con agua. Podía jurar si se lo preguntaba, que el agua tenía olor. No podía apartar la vista del paquete. El hombre que lo sostenía murmuró amenazante: -¿Qué coño me ves? ¿Crees que te voy a dar mi comida? La sensación fue descorazonadora. Nada era para él. Le invadió la realidad de la debilidad que sentía: hambre tremenda, sed sin control. Y cansancio. Como si nunca hubiese dormido en el tiempo que estuvo en la oscuridad de esa celda. -Entonces, señor Pérez, ¿No me va a decir lo que quiero? -¿Pero que quiere que le diga? –Se le llenaron los ojos de lágrimas, lloriqueando- Si yo no sé nada. Solo quiero irme a mi casa, volver a mi trabajo, vivir tranquilo… Señor, yo le juro ´por lo que usted quiera, que si yo supiera algo, se lo diría señor. -Bueno, cálmese. Tome –Le puso la comida y el agua sobre la mesa. Eduardo trataba de humedecerse los labios con una saliva que no tenía- No tenga miedo. Coma –Eduardo miró con miedo al hombre que la había traído- Mi subordinado tiene un gran sentido del humor… Es su desayuno, vamos, coma sin pena. Comenzó a apurarse el agua, que le chorreaba por las comisuras de los labios. Se ahogó, comenzó a toser, haciendo estallar en carcajadas a sus carceleros, excepto al hombre de traje. -Vamos. El señor Pérez tiene que comer y reponerse. Luego volveremos a conversar. Eduardo Pérez no los oía. Devoraba las empanadas, bebía el jugo. Cada bocado de comida le llenaba los ojos de

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lágrimas. Podía detallar el sabor de la carne, el gusto de los aliños, el dulzor de la fruta… era una sensación maravillosa. Comió hasta quedar ahíto, adormilándose, arrullado por la brisa y la sombra del árbol por varias horas. Un fuerte manotazo en la cabeza lo despertó. Era uno de sus interrogadores. Con un gesto de la cabeza le indicó que lo siguiera. Lo hizo lleno de temor, pero más compuesto. Detalló el ancho de sus espaldas, el grosor de su cuello y el diámetro de sus brazos. -¿Cuánto tiempo llevo aquí? –Se atrevió a preguntar- ¿Cuánto? El hombre solo emitió un gruñido, dándole un empujón para que entrara a una habitación. Allí lo esperaban los otros. Fue sentado nuevamente frente al mesón de metal. Allí le extendieron una tabla con gancho. -Quiero que escriba aquí la lista de todos tus contactos. Dónde te proveen los explosivos, equipos electrónicos, ese tipo de cosas. ¿Cómo es el mecanismo de activación, improvisado, eléctrico, de tiempo? -¿Tiempo? –Dijo perplejo- No sé de qué habla. No sé nada de bombas. El hombre de traje se puso de pie, resignado. Uno de los hombres se apareció con una caja de herramientas, que fue colocando sobre la mesa, otro musitó “permiso”, mientras usaba unas correas para atarlo a la silla por los pies. Una de sus manos fue esposada a la silla. Su otro brazo fue extendido por la fuerza sobre el mesón de metal. Uno de los hombros agarró una piqueta. -Esperen –Apenas le salía la voz, mientras miraba aterrorizado las herramientas y comenzaba a entender lo que se le avecinaba- Yo no sé de qué hablan, pero díganme, yo haré lo que me digan. Firmaré lo que quieran… Su dedo índice fue puesto entre la pinza de metal. No podía defenderse, solo, inmovilizado, con la mirada clavada en la piqueta mientras jadeaba. La pinza empezó a cerrarse muy lentamente. Eduardo Pérez vio al hombre de traje salir de la habitación, moviendo la cabeza, resignado. -Muchachos… Hablen con él. Ya el metal cortaba la piel mientras cerraba. Eduardo Pérez trataba de mover los pies, con los ojos desorbitados,

mientras gritaba que se detuvieran. Una voz que salió de algún lado los detuvo: -Si lo cortan, no sirve. Pero si lo rompen, lo pueden reparar y romper otra vez. Retiraron las tenazas. Eduardo suspiró aliviado… En ese momento, el martillo le fracturó el dedo, arrancándole un grito. Se le aflojó la vejiga, llenando del líquido amarillento el piso. -Puerco –Dijo alguien. Le llovieron golpes por todos lados hasta que se desmayó. Cuando despertó, no veía nada. Tenía los ojos inflamados y la mandíbula rota. Se encontraba de nuevo en la habitación oscura, tirado sobre el frío piso, hediondo a orín, sin poder moverse. Cada músculo de su cuerpo de dolía. Pero estaba demasiado cansado para quejarse. Se quedó quieto, sin moverse, hasta que sin darse cuenta, se durmió. Los próximos días fueron una vorágine. Su mente divagaba en pedazos, trozos de luz y oscuridad, confundiendo el pasado con el presente, mirando agujas atravesando sus venas, lleno de preguntas con respuestas babeantes y sin sentido, con gritos de dolor, de bolsas plásticas en la cabeza sofocándolo, con golpes con guías telefónicas y bates envueltos en toallas. Cuando se perdía la conciencia, lo sujetaban entre dos hombres y lo sumergían en pipotes llenos de agua helada que lo despertaba de golpe, repitiéndolo una y otra vez, dejándolo ahogarse y dejándolo al borde de perder el sentido. Todo preciso, medido, métrico, llevándolo a los brazo de la muerte, pero sin dejarlo caer en sus garras. Más de una vez sintió su roce, su caricia invitadora a abandonarse, y cuando estaba a punto de rendirse, era arrebatado de sus manos, para ser tirado en la realidad. Las preguntas iban y venían, acompañando a cada experiencia. No sabía ya ni que respondía, pero era evidente que su respuesta no les daba satisfacción, pues continuaban buscando. Lo más vívido fue cuando lo amarraron a la silla y le pusieron un aparato para detectar su pulso, además de un catéter en su vena. Un sobre de solución salina reposaba en un envase con hielo y de allí a la inyectadora conectada al catéter. Era uno de los métodos científicos más refinados.

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Pasaban cinco centímetros cúbicos de solución enfriada con hielo. El dolor era espantoso, obligándolo a apretar los dientes. Como la mandíbula no estaba bien soldada, al dolor se intensificaba. Lo hicieron varias veces, hasta que estuvo a punto de darle un infarto, aparte de que se hizo en la ropa. Lo bañaron con una manguera a presión hasta que le dolió la piel. Lo dejaron en paz luego de una golpiza tal que costó que volviera en sí. Todos esos tratamientos intensivos estaban acompañados por períodos de descanso. Abrió los ojos poco a poco. La luz era cegadora, el aire cálido, acariciador. No estaba sobre el piso sucio y frío, sino entre sábanas blancas. Manos gentiles lo revisaban y se aseguraban de su comodidad. Trató de moverse. Aún el cuerpo le dolía. Uno de sus brazos estaba enyesado. La enfermera activó un interruptor y lo hizo quedar sentado. Fue en ese momento cuando reparó en el hombre que se encontraba en la habitación, impecable como siempre. Al ver su mirada temerosa, le habló antes de que reaccionara: -No se asuste. No estoy aquí para nada malo, al contrario. -¿Qué quiere decir? ¡Ya le dije que yo no sé nada de lo que me pregunta! -Lo sabemos… Quédese tranquilo. Escúcheme con atención, que tengo poco tiempo. Dos de mis muchachos están esperando afuera en el pasillo. De aquí vamos a atender… un asunto, usted me entiende –Sonrió apenado- Bueno. Lo que me trae aquí es simple: Lo sentimos. -No entiendo –Dijo desconcertado- ¿Lo sienten? -Nos equivocamos. ¡Esto es tan vergonzoso!... resulta que dimos con los autores de los atentados. Lamentablemente, ya están fuera del país. Encontramos un lugar con explosivos, armas, planos… ¡Un golpe de suerte! Bueno, también algo de perseverancia por parte nuestra. Hay una lista de cómplices a los que vamos a “visitar” -Los compadezco. -Mejor ellos que usted, ¿no cree?... Pero no se preocupen, no van a poder escapar. Solo yo sé dónde se encuentran. Nadie más lo sabe –Se tocó la cabeza- Para evitar traiciones, todo está aquí. La enfermera ya había salido, dejándolos a solas. El hombre tomó una silla, acercándolo frente a la cama. Se desabotonó

el saco evidenciándosele la funda de la pistola. Sentó, arreglándose una arruga imaginaria en el pantalón. -¿Me va a explicar qué pasa? -Realmente no sé qué decirle, no estamos acostumbrados a esto. ¡Pero lo hemos compensado!: Tratamiento médico del mejor. Aparte de ese yeso, está inmejorable. Claro que su recuperación fue mejor de la esperada. Esta es una de las mejores clínicas del país. Restablecimos su salud, su musculatura, condición física, todo. -No recuerdo mucho. -Gran parte del tratamiento fue con sedantes, según me informaron los doctores. Eso facilitó su recuperación. Le aseguro que si quisiera, podría salir corriendo en este momento. -¿Sí?... No lo creo. -Créalo. Eso es lo que me dijo el doctor. No escatimamos en gastos. -Y ahora, ¿solo me voy a mi casa, así nada más? -No. Arreglamos una compensación económica mientras busca un nuevo trabajo –Le extendió un grueso sobre-Aquí tiene, una buena suma. Y es en dólares. -No es que dude de su “generosidad” –Tomó el sobre- ¿pero no es raro que me dejen ir, así nada más? -Han pasado muchas cosas desde que usted está con nosotros. No le niego que hay inestabilidad en el estado en contra de nuestros intereses económicos. Todo comenzó por una lista de desaparecidos. Usted estaba en esa lista, no sabemos cómo. Evidentemente, tenemos fugas de información, por lo que últimamente, soy más cuidadoso. Nadie sabe siquiera que estoy aquí. El informe “oficial” es que usted fue rescatado por nuestros hombres de un grupo subversivo e internado así. Una muestra de que nosotros ofrecemos una respuesta eficiente. Ya vino la prensa. Lamentablemente, usted no estaba en condiciones de dar declaraciones… Ni las va dar –cambió el tono de amistoso a uno de amenaza- Usted sabe que tan persuasivo podemos ser. En un movimiento rápido lo sujetó por el cuello, inmovilizándolo. Con el rostro enrojecido, Eduardo Pérez logró musitar: -Me está… ahogando… yo no…

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Lo soltó, dejándolo jadeante, buscando aire. El hombre se acomodó el saco y la corbata, recuperando la compostura, tratando de recuperar la calma. -No crea usted que yo soy un burócrata. Soy un profesional entrenado… No llegué a donde estoy por estar moviendo papeles. Yo entrené personalmente a mis hombres. -Ya veo… ¿Y ahora? -Bueno, en unas horas, usted podrá irse. Ya su orden está firmada. Por mi parte, espero que no tengamos que volver a vernos –Le extendió la mano- Sin rencores, espero. Eduardo Pérez lo miró unos momentos, titubeando sobre si aceptar aquella mano extendida o no. Finalmente aceptó, apretando con poca firmeza, sacándole una sonrisa al hombre de traje. Eduardo Pérez le correspondió. De golpe, el gesto amable desapareció. Eduardo Pérez aumentó el apretón hasta hacerlo doloroso. -¿Pero qué…? -Tiene razón, señor Fernández. Estoy mejor que nunca. Y soltó el apretón, aprovechando la sorpresa de aquel hombre, de que Eduardo Pérez supiese su verdadero nombre, para darle un golpe directo en la garganta. Se puso de pie como pudo, apoyándose en la pared, tratando de respirar. Eduardo Pérez se puso de pie, caminando lentamente. -Realmente me siento mejor. -No entiendo –Dijo son poder reaccionar- ¿Cómo sabe…? Trató de desenfundar la pistola, pero con un movimiento ágil, Eduardo desvió el arma y el impacto dio en la cama… Con el brazo enyesado golpeó su tráquea, rompiéndole el hueso hioides. La puerta se abrió violentamente. Dos hombres entraron, pistola en mano, encontrando a su jefe sentado en el suelo con la mirada perdida de la muerte. Detallaron rápidamente la ventana abierta y los pies de Eduardo Pérez tirado en el piso, con la almohada sobre su pecho y los ojos cerrados. Miraron por la ventana y luego al cuerpo de Eduardo Pérez. Para su última sorpresa dos disparos ahogados salieron debajo de la almohada, matándolos en el acto. Se puso de pie de inmediato, registrando los cuerpos. Les sacó el dinero. Tomó las únicas ropas que no tenían sangre: El traje del “señor Fernández”.

Salió como pudo del hospital, tratando de pasar desapercibido. Tomó tres taxis hasta llegar a su antigua casa. La puerta del departamento tenía un precinto de seguridad y una orden de un tribunal. Las arrancó y revisó con cuidado. Aún conservaba la pistola que consiguió en el hospital. Chequeó cuidadosamente la habitación. Nada. Todo estaba lleno de polvo, revuelto y revisado. No escatimaron en hurgar por todos lados. Bueno. Casi todos. Chequeó uno de los gabinetes de la cocina. Le habían arrancado la puerta, lo que lo hizo más fácil para él. Sacó las pocas cosas que dejaron en su interior, tirándolas al piso. Quitó el fondo falso, dejando al descubierto una puerta de metal con cerradura. Posó su mirada en un bol de vidrio lleno de llaves de colores. Algunas estaban tiradas en el piso. Si se habían llevado otras o perdido, no importaba. Todas eran iguales. Agarró la primera que tuvo cerca, metiéndola en la cerradura, abriéndola. De allí sacó fajos de billetes, pasaportes y otra arma. Se dio una ducha. Mientras lo hacía, pudo ver con más calma las huellas de todo lo que le había ocurrido. Apoyó sus manos en la pared, apenas se notaban los dedos fracturados. Una cicatriz fina y delgada en un muslo le recordaba que trataron de persuadirlo con un cuchillo. Palpó sus costados. Sus dedos rozaron suavemente la fractura de sus costillas. Una muñeca. La nariz. Apenas notaba la marca de la cicatriz de las cejas. Pasó su mano por su cabeza. Sus dedos sintieron las heridas que ocultaba el cabello. Se miró el espejo, manchado de hongos. Casi no se reconoció. Le habían reparado el rostro. Pensó que quizá eso le traería problemas de identificación con el pasaporte, pero con las huellas, asunto arreglado. Salió del lugar con dos bolsos. No se preocupó por cerrar. Se lo achacarían a ladrones. Y si no, ya el no estaría por ahí. No era su problema. No más. Dejó el bolso con el traje en un basurero. Tomó dos taxis hasta llegar a una esquina. Allí se detuvo frente a una fuente de soda. A través de la vitrina pudo ver el televisor. Era una noticia. Allí aparecía su antiguo interrogador. En ese momento llegó el vehículo que estaba esperando.

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La puerta se abrió y subió. Un hombre le extendió la mano con cordialidad. El respondió. -¿Cómo te sientes? -Bien, dadas las circunstancias. ¿Tiene lo ofrecido? –Este le entregó un paquete que él revisó, guardándolo en su bolsoGracias. ¿Qué pasó con lo demás? -Ya fue depositado en la cuenta indicada por usted en el extranjero. Por otra parte, nuestro amigo en común guardaba información que perjudicaba a ciertos personajes. Mientras estaba en el hospital, un grupo perfectamente legal allanó las oficinas de inteligencia, confiscando documentos claves. Al mismo tiempo un grupo digamos, no tan legal, allanó su vivienda. Se encontró lo que buscaba. -Pero no lo que les interesaba. -Pero no eso… -Pero no eso. Nuestro amigo se cuidaba demasiado. No podíamos arriesgarnos a un atentado fallido o que supiese alguien que estábamos detrás de él… O que se supiese que estábamos involucrados. Allí fue donde te hicimos la proposición. Solo que no sabíamos cómo lo ibas a hacer. Disculpa si nos tardamos demasiado en pasar la información para que encontraran el escondite del “grupo terrorista”, con las pruebas que te absolvían, así como pasamos las fotos y la información por la que te capturaron. -Era la única forma de llegar a él. -Se me olvidaba –Le extendió un documento- El pasaporte electrónico que te ofrecí. -Gracias. Me quedaré aquí. El vehículo se detuvo en una parada. Antes de bajarse, intencionalmente guardó la pistola que cargaba escondida. La voz de su acompañante lo detuvo por un momento: -Una pregunta: ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste pasar por todo eso? -Jamás mentí –Dijo con naturalidad- Siempre dije la verdad: No sabía lo que me estaban preguntando. -Entiendo. Jamás me lo hubiera imaginado. ¿Nos volveremos a ver? -No lo creo. Gente como ustedes no cambia. Son siempre los mismos. Solo que la próxima vez, yo seré un estorbo. Y no voy a arriesgarme. Es como andar entre lobos.

-Sí… Pero usted es un diablo entre lobos… Hasta luego. -Mejor adiós. Cuando el automóvil se alejó, Eduardo Pérez, que no se llamaba realmente Eduardo Pérez, arrojó el pasaporte electrónico en un basurero, mientras caminaba calle arriba, hacia otro destino.

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99 José estaba sentado en el jardín de si casa, tratando de no pensar en nada, como venía haciendo desde que se enteró. A pesar del apoyo de su familia, sentía que no era suficiente. El desprecio mal disimulado de las personas, las murmuraciones y ciertos hechos le hicieron tomar ciertas decisiones. Ninguna experiencia o circunstancia en la vida lo habían preparado para enfrentar situaciones como esas. Era frustrante, agotador. Tomó la determinación de no salir más de su hogar. Lo trataban como si fuese su culpa, como a un paria. Hasta dejó de ir a nadar al club. Los peros de la gerencia, las caras. Lo entendió de inmediato. Prohibió a sus padres tomar cartas en el asunto. Para él no fue nada fácil. La natación era su gran pasión. El repique del celular lo sacó de su abstracción. Le extrañó al ver el número. No eran sus padres, los únicos que lo llamaban. Atendió. Era Pedro Luis. -¿Qué pasó vieja? La voz era rasposa, con un dejo callejero. Se lo imaginó borracho, como siempre desde el accidente. Era una caída en espiral que parecía no tener fin, por ahora. -Aquí… ¿Y eso? Hace tiempo que no se de ti. Era una verdad a medias. José sabía de sus escándalos en las fiestas del club, en que se emborrachaba a reventar y le faltaba el respeto a cualquiera, según el humor del momento. Gustaba de hacer enojar a los hombres y escandalizar a las damas con temas oscuros y escabrosos, o comentarios lascivos. Gustaba de hacer cosas que dejaban pasmado a más de uno, como cuando llegó a las mesas de pasapalos y atacó el coctel de camarones, sacando de su costoso traje una arepa envuelta en papel de aluminio, ya abierta, rellenándola y agregando la salsa rosada, ante la mirada reprobadora de los demás invitados. Le habló a una mujer que lo miró con desagrado: -¿Qué? Las formas sociales las mantienen muertos de hambre, ¿o no?... A mí no. A más de uno tuvieron que retenerlo para que no lo golpearan, mientras el reía a carcajadas. La gota que derramó el vaso llegó un día en un señor, un empresario entrado en


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años, cansado de sus desplantes le increpo a viva voz, frente a otras personas: -Lo que pasa, muchacho –masculló con desprecio- es que usted abusa de su debilidad, porque no es más que un pobre inválido. -Sí. Pero yo con mi lengua y mi paloma le puedo hacer más a tú mujer, según los comentarios que se corren, que tú con tu pipisito. ¿Cómo aguantas esa pela en la cama con una mujer que es veinticinco años menor que tú?... Porque dicen que ella es más solvente que un tele cajero. ¡A ningún muchacho le falta plata con ella! El hombre casi muere de un infarto. Para salvarlo, los padres pagaron una fortuna en abogados, declarándolo incapaz mental. Además, fue culpable de destapar el escándalo del año: A la joven esposa del empresario no se le había salvado ni la hijastra. -Vente para el galpón –dijo Pedro Luis- ¿te acuerdas vieja? El galpón era un enorme depósito usado por el padre de Pedro Luis desde hacía años. Allí reposaban toda clase de cosas: Repuestos mecánicos, motores, vehículos, lanchas. Hasta un helicóptero de fumigación. De niños era el sitio de juegos del grupo. Allí la infancia disfrutó de los mejores juegos de ladrones y policías, de espionaje y de guerra. De adolescentes, era el sitio perfecto para esconderse con las compañeritas del liceo. ¡Qué fiestas! Lo encontró en la parte posterior de un Lincoln Continental, con todas las puertas abiertas. “Escalera al Cielo” de Led Zeppelin inundaba los espacios del galpón. La barba y el cabello eran largos y disparejos. Delgado hasta lo impensable. El aseo personal lo había abandonado hace tiempo. Miraba todo con una mirada febril, vidriosa, acompañada de una sonrisa que podía significar cualquier cosa. Se paseaba entre la locura y la conciencia. Llevaba la manga izquierda de la camisa y la pierna derecha del pantalón en un feo nudo, recordatorio de su condición, remarcada en esa presentación incómoda. Para mala suerte de José, el único lugar disponible dentro del vehículo era a su lado. Allí estaban todos: Del lado del conductor, con las piernas colgando por la ventanilla de la

puerta abierta estaba Ronald. Su extrema delgadez competía con la de Pedro Luis, pero por razones muy diferentes: Sufría de fibrosis quística. Sus pulmones se estaban endureciendo de a poco. Pero él lo tomaba con olímpico desprecio. Disfrutaba de cualquier deporte de riesgo, cuando no estaba en el hospital haciéndose el tratamiento luego de alguna recaída. Cualquier deporte (jumping, canotaje, paracaidismo) se le daba con naturalidad temeraria. Bastaba que alguien insinuase que debido a su condición no podría hacer algo así. -“Si voy a morir –decía- va a ser haciendo lo que me dé la gana” Estaba consciente que debido a su enfermedad, sus expectativas de vida eran muy cortas. Raramente se alcanzaba a los treinta años con esa enfermedad. Quienes lo lograban eran considerados “ancianos”. Ronald ya estaba en el borde. A su lado estaba sentado Alfonso, ya calvo por la quimioterapia, pero siempre de buen humor. O al menos eso demostraba. Resignado, José se sentó al lado de Pedro Luis, que le extendió la botella, a la que le arrancó un trago. El rato transcurrió entre anécdotas, vivencias, burlas por momentos ridículos, el liceo, las amigas. Pedro Luis, con voz gangosa, le disparó una pregunta a José: -¿Y a ti, que marico te enfermó? -Andas como todo el mundo. Al que le pasa algo como a mí, es que andaba en “malos pasos” ¿No es así como dicen?... Yo no andaba por ahí, drogado, bebido hasta el culo, corriendo por la autopista, dejando un brazo y una pierna por ahí. ¿Ya las encontraste? Como respuesta, Pedro Luis lanzó una carcajada, lanzando la botella vacía a cualquier lado, llegando como respuesta el ruido al hacerse añicos. Guardaron silencio. Para rematar, la música dejó de sonar, haciendo el momento más tenso. -No te arreches vieja. Yo no te estoy criticando… La gente dice cosas… Y no le paran al borracho paralítico. ¿Qué te pasó entonces? -Cuéntanos José. A nosotros nos puedes decir lo que pasó. -Sí. Acaba con las historias -¿Que historias?

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-Hay todo tipo de cuentos. -¿De verdad quieren saber?... La verdad es tan simple que parece mentira… ¿Nadie recuerda a Amanda? Era una modelo en ciernes. Algunas pasarelas, algunos almanaques, pequeños papeles en televisión. Era famosa por ser muy “generosa” con sus afectos. José les contó. Estuvo saliendo con Amanda intermitentemente por un año, hasta que, de repente, desapareció. No daba con ella. Pero estaba tan metido entre sus estudios en la universidad y la natación que se le pasó el tiempo. Cuando tuvo la oportunidad, pasó por su casa, para ver si la encontraba. Una hermana fue la única que se atrevió a darle la cara: Le dijo que la hermana había fallecido por sida hacía tres meses. Le relató a sus amigos cómo cambió su vida: El ambiente, los amigos, familiares que se alejaron, los cambios en la gente, los rumores. Entendió que era ser de los excluidos. Terminó de contarles: -Me hice los exámenes y salí positivo. Y aquí estoy –miró molesto a Pedro Luis- No fue como me preguntaste. Yo no le desgracié la vida a nadie dándomelas de arrecho. Y me sabe que seas un inválido. Igual te puedo romper la madre. Se inició una discusión, a favor y en contra, criticándole la dureza. Pedro Luis le cerró, destapando otra botella y pasándosela. José tomó un sorbo y se la devolvió. El correspondió bebiendo un largo sorbo, para responder después: -Déjenlo… El tiene razón. Yo me busqué todo. Todito lo que me ha pasado. Esta pelea, el accidente, quedar así, matar a mi novia, perder los amigos. Años antes Pedro Luis era el típico despreocupado hijo de papá de clase alta: El niño rico, preferido por las muchachas y las no tan jóvenes. Lo suyo no era la universidad, sino las fiestas, los viajes a la playa, los paseos. Fue el primero de sus amigos en aprender a manejar y tener una moto de alta cilindrada. De allí pasó a los carros, los más potentes y veloces. A la salida de una fiesta, peleó con otros muchachos. Lo retaron a una carrera por la autopista, bebidos, casi al amanecer. Resultado: un volcamiento múltiple, donde

murió la novia. El llevó la mejor parte, porque fue el único sobreviviente. Consumido por la lástima y la frustración, se lanzó a la bebida. Comía mal, no se aseaba, llegaba a todos los sitios en una silla de ruedas motorizada, importunando, llenando a todos de incomodidad. La familia ya había pagado una suma para liberarlo del juicio por el accidente, gracias a sus influencias. Como estaba legalmente librado de momento, fueron más directos: -O le quitan la silla de ruedas al desgraciado ese y lo dejan en su casa o se muere como un perro. No se murió ni se encerró en su casa. Le quitaron la silla y empezó a andar con muletas y continuó dando qué hacer. Ya era causa común de la gente no permitirle entrada al club o las fiestas. Su familia no hallaba que hacer con él, preguntándose que habían hecho mal en su crianza para que él les resultase así. Ahora estaba allí, con sus únicos amigos, con una borrachera descomunal de dos días y que amenazaba con continuar. -Así que, como les dije, perdí todo. -¿Y qué somos nosotros, monos pegados en la pared? -Nosotros somos la legión maldita. -No digas eso… Todavía estamos vivos. -Tú siempre tan optimista Alfonso… Esto no es vida. Pero yo tengo una idea… Bebamos un rato. Cuando se sintió listo, les soltó la idea: Una que lo carcomía, pero que no deseaba hacer solo. Era algo que había intentado por cuenta propia muchas veces, pero que no había cristalizado. -¿Les gusta este carro? Papá lo tiene para ocasiones especiales… Y yo quiero usarlo para una ocasión especial como esta. Imagínense esto: Inicialmente, al escuchar la proposición, todos se negaron, hablando de cosas como esperanza y fe, que en el fondo no creían. Las razones fueron frías, irrefutables: -A diferencia de ustedes, yo soy el único que no estoy muerto… Y no tengo deseos de seguir viviendo. Quedaron en silencio, meditabundos. Ronald se acomodó en el asiento, cerró la puerta y se aferró al volante. Sonrió y relajado, decidido, fue el primero en hablar.

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-Yo manejo… leí por ahí que las bolsas de aire de este bicho son las mejores del mercado, por si acaso. Si llego a quedar vivo, podré echar el cuento. Si no… no importa… Eso de tirarse por un voladero a toda velocidad y estrellarse en el fondo de un barranco debe ser arrechísimo. Los demás no dijeron palabra. Solo cerraron las puertas y comenzaron a pasarse la botella, sin mucho que decir. Pero en paz. La idea ya abrazada los liberaba de todo compromiso que les creara duda. A Pedro Luis se le salió un gas y todos se le quedaron mirando. -Otro de esos –dijo Ronald- y no habrá necesidad de matarse. Vamos a morir en seco. Comenzaron a reír. El ambiente estaba aderezado con música a todo volumen y risas, gritándoles cosas a las muchachas. Algunas personas sonreían, otras actuaban con desagrado ante la imagen que presenciaban. No era muy difícil llamar la atención en un vehículo como ese. Lleno de curiosidad, José comenzó a revisar los compartimientos en el asiento trasero, aburrido sobre la discusión de que Ayrton Senna era mejor que Michael Schumacher . Para él, el mundo de la fórmula uno era aburridísimo. Encontró un paquete muy curioso debajo del asiento: Una porta chequera que parecía vacía, pero era pesada. Al revisarla, encontró por qué. Era una funda con cuchillo de reluciente hoja bien disimulado. En su interior, en lugar de chequera estaba un fajo se dólares. De otras cosas no se percató José, concentrado en su descubrimiento: Estaban en un semáforo en rojo, un poco atascados en el tráfico. El auto contiguo era un pequeño Fiat de color rojo. El conductor no le quitaba los ojos de encima, especialmente del dinero. Era un tipo blanco, de facciones toscas, mal encarado. Lo acompañaba una mujer pequeña, morena, bastante joven, de cabellos largos. En sus brazos sostenía una criatura que parecía dormir. La luz cambió a verde y la cola avanzó un poco, pero no lo suficiente como para que saliera de allí. Pero al menos despejó la vía. El hombre miró en todas direcciones, luego de ver de nuevo el semáforo en rojo. Apenas quedaban ellos dos allí. Sin dudar, bajó del vehículo. En su cintura se asomaba una

pistola nueve milímetros. Nerviosa la mujer le gritaba, pero él no le prestaba atención. -¡Anda chico, déjalo así! No le hizo caso. Con paso decidido caminó hasta el Lincoln, desenfundó el arma y golpeó dos veces el vidrio para llamar la atención. En realidad sorprendió a todos, pues nadie se había percatado de su presencia. -¡Dame la plata! Todo se volvió un caos: Desde el asiento trasero, Pedro Luis le gritaba toda de ofensas, Alfonso gritaba asustado. Ronald, desde el volante miraba al tipo con una sonrisa burlona. -¡No le entregues una mierda! -¡Pero va a dispararnos! -¡Que dispare le güevón ese! –seguía Pedro Luis- ¡Esta mierda es blindada! ¡Dispara cabrón! -Voy a arrancar –dijo Ronald. -No… -dijo José con la mayor calma del mundo- Dale el dinero. El hombre continuaba golpeando el vidrio, envalentonado porque todos parecían haberse calmado. Pedro Luis ya no gritaba, pero le mostraba el dedo medio iracundo. José le puso una mano en el hombro para calmarlo. -¿Y para qué coño le vamos a dar esos reales? -Porque, a donde vamos no lo vamos a necesitar… Ronald le ofreció una de sus mejores sonrisas, quitó el seguro a la puerta y la abrió apenas, tirando el dinero por la abertura inferior. Al tratar de agarrarlo, presa de los nervios, el hombre se puso torpe y todo se la cayó al piso. Guardó el arma, sin prestarle atención a la mujer que no dejaba de llamarlo, mientras cargaba la niña que aún dormía, con la puerta del Fiat abierta. A punto de estallar, se sacó el arma de la cintura, al tiempo que le gritaba: -¡Que te calles coño! Ya tenía el dinero en la mano y hurgaba en la porta chequera, a ver que había. Se sorprendió al descubrir el cuchillo. Envanecido de su suerte no oía a la mujer que le avisaba que venía la policía, pues se acercaba una patrulla. Los efectivos no habían reparado en la situación, hasta que el de más edad vio a aquel hombre armado de cuchillo y pistola. Apuró a su compañero quién conducía distraído:

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-Mira, ponte pilas que ahí hay un atraco… Ronald arrancó sin mirar atrás, a poca velocidad. La reacción del hombre fue dispararle el vehículo. Los proyectiles dejaron unas manchas en el vidrio, apenas. El Lincoln se detuvo. Todos miraron hacia atrás, más curiosos que sorprendidos. -¿Y a ti que te pasa? –le preguntó José a Ronald -Verdad. ¿Qué coño te pasa pajúo? –dijo Pedro Luis¡Arranca! -¡Arranca coño que nos van a matar! –dijo Alfonso. -¡Mierda!... ¡Ustedes son una cuerda de cagaos! Y tú, Alfonso, deja la histeria. No voy a arrancar… que lástima que no hay cotufas… Miren la película. Los funcionarios se bajaron de la patrulla de policía, gritando la voz de alto. La reacción del hombre fue abrir fuego sobre ellos, que respondieron. Todo era un caos. La mujer gritaba tirada en el asiento del vehículo, cubriendo la niña con su cuerpo, mientras los vidrios caían sobre ella. La criatura no reaccionaba. El policía más joven cayó hacia atrás, disparando. Había recibido un impacto en el pecho, pero fue salvado por el chaleco antibalas. Su compañero solicitaba apoyo por radio. El hombre trató de regresar al Fiat, pero se le cayeron las llaves y no las veía. Desesperado, arrancó a correr, pasando al lado del Lincoln, que recibió el impacto de varios disparos. Un uniformado en moto apareció delante de él fugitivo, quién le apuntó, pero no tuvo oportunidad de disparar. No le dieron la oportunidad, quedando herido de muerte… Cayó lentamente, hasta quedar de rodillas, perdiendo la pistola. Sus dedos temblorosos buscaron el dinero, que se esparció entre sus dedos, arrastrado por la brisa. Se quedó así, mientras su mirada se apagaba poco a poco. Desde el Lincoln, los muchachos miraban a la mujer correr, con los ojos bañados en lágrimas, sin soltar a la criatura, que continuaba en su regazo, hasta que fue detenida por la policía. Llegaban más policías. El lugar se llenó de uniformes, reporteros, televisión y prensa. La policía los puso a raya, para que llegaran solo hasta un punto. Dos golpes en el capó del carro los hicieron reaccionar. Un gigante uniformado de azul les llamó la atención, mirándolos

a través de sus lentes oscuros. Con rostro inexpresivo les habló: -Si no tienen que hacer, ¡circulen, circulen! El Lincoln se alejó poco a poco. Los ánimos y los deseos anteriores habían desaparecido en el grupo. Alfonso se atrevió a preguntar: -¿Y el dinero? –la respuesta fue unánime: -¡Cállate! La noticia causó revuelo. Era el comentario del día por todos los medios de comunicación: Un hombre muerto, una mujer detenida, una niña rescatada luego de un enfrentamiento con la policía. Se trataba de una pareja, parte de una red que se dedicaba al secuestro de niños y adolescentes con fines de tráfico de órganos y prostitución. Por medio de la confesión de la mujer. Muchos fueron los detenidos y muchos los niños salvados. Las escenas de televisión eran conmovedoras: Reencuentros, madres que abrazaban a sus pequeños, desaparecidos, arrebatados, en un parque, a la puerta de un colegio o un centro comercial. Los amigos no se perdían de nada: Prensa, televisión, radio. Cada uno desde su hogar. Luego del hecho, se separaron… Así dejaron pasar un año. No comentaron nada con nadie de lo que habían sido testigos involuntarios. Como la sombra de la muerte los había llamado una vez, volvió a hacerlo: Alfonso murió, vencido por el cáncer. Todos fueron al sepelio. Pero no se reunían, dispersos entre los invitados, cruzando alguna que otra mirada. El tema general fue como terminó sus últimos momentos: Abrazando la vida, disfrutando cada momento entre los suyos, dando siempre un mensaje positivo. No eran sus últimos momentos, era solo una despedida, que las pequeñas cosas eran las que hacían grande la vida, que el problema no era morirse, sino saber hacerlo. Su final fue pacífico y sin fatalismos. -Hola vieja… ¿cómo te anda? José se volteó y para él fue una verdadera sorpresa: El Pedro Luis que se le presentaba resultaba irreconocible: Sin barba, cabello corto. Ya no parecía un espectro llevado por el hambre. Además estaba de pie, pues usaba prótesis y bastón. Se tocó la manga vacía.

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-Quise usar una aquí. Pero no me acostumbré a esa mierda. No sirve ni para rascarse el culo –le palpó el brazo- Estás más delgado. -Natación, medicinas, comida sana. Me dijeron que si me cuido, duraré años… Podría morir de viejo. Trabajo en una fundación con mi papá para ayudar a los enfermos que no tienen como sostenerse. -¿Y Ronald? -En lo suyo –señaló en un extremo del salón, donde él se encontraba murmurándole frases al oído a una jovencita- Se la pasa en plan de levante. Ronald le susurraba cosas, mientras, de cuando en cuando miraba a su alrededor. Parecían ser ingeniosas, pes ella mal contenía la risa, abrazándolo. -¿Qué te parece? –murmuró Pedro Luis -Me dijo que prefería morir entre las piernas de una mujer que en la cama de un hospital. -Ese carajo es más valiente que cualquiera de nosotros… -El más valiente fue Ronald. Era el que menos chance tenía y sin embargo, nunca se quejó. La pasó en grande… Hasta me ayudó a mí. ¡Imagínate! -¿Quién lo diría? Y fueron a reunirse con sus otros amigos, los hermanos de la infancia, los de los juegos de ladrones y policías, entre motores, lanchas y demás cosas en aquel galpón, refugio de su niñez. 160108

INDICE JESUS VINO A COBRAR EL ALQUILER……........………...7 ALMA QUEMADA …………………………….…….……...13 UN DEMONIO ENTRE LOBOS…...……..........................81 HIJOS PRODIGOS…………………………..………..….....97


Se termió de imprimir en marzo de 2017 en el Sistema Nacional de Imprentas San Felipe estado Yaracuy República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 300 ejemplares



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