JESÚS LEONARDO CASTILLO
La Tata cumple cien años estado Yaracuy
La Tata cumple cien años ©Jesús Leonardo Castillo Colección El libro hecho en casa. Serie relatos © Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la rana Sistema Editoriales Regionales Red Nacional de Escritores de Venezuela Depósito Legal: DC2018001364 Palataforma del Libro y la Lectura, Jairo Brijaldo Diagramación Jesús Castillo Consejo Editorial: Asociación de Escritores de Yaritagua Mariela Lugo, Rosa Roa Aurístela Herrera Orlando Mendoza Luisana Zavarse Moraima Almeida, Be lkis de Moyetones José Ángel Canadell José Alejo Omaña Jesús Castillo
El Sistema de Imprentas Regionales es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores,
LA TATA CUMPLE CIEN AÑOS
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JLC17062017 La Alegría de la aburrida Cotidianidad Roberto Torregrande saboreaba su café, mientras hojeaba la prensa. Leía los movimientos de la bolsa de valores por costumbre, tal como se lo había enseñado su abuelo hacía tiempo, cuando apenas estaba a punto de salir del liceo y el viejo le enseñaba a “leer” las alzas y las bajas de los productos, en cuales no valía la pena invertir y en cuáles sí, cuales podrían llegar a ser una sorpresa si uno estudiaba bien las variables del mercado. Disfrutaba mucho de levantarse muy temprano para estar solo en la cocina, luego de hacer el café, leer la prensa era lo que más le gustaba. A Roberto a esa edad no le interesaba mucho eso de la bolsa de valores, pero idolatraba a su abuelo y demostraba pericia en lo enseñado. -“Tal vez creas que en estos tiempos esto no sirve de mucho –Le dijo en más de una ocasión- Pero en algún momento volveremos a los buenos tiempos de los Torregrande y estas habilidades te van a hacer falta” Sonrió al pensar en aquel anciano imponente, de voz profunda y grueso bigote, con una melena casi idéntica a un óleo del compositor Richard Wagner que alguna vez hubo en la biblioteca de aquella casa de cuatro pisos (y que fue vendido por una fuerte suma a unos banqueros teutones descendientes del músico), recuerdo que les había quedado de las antiguas glorias de la familia, físico heredado de algún ancestro alemán, según le dijo el abuelo en alguna ocasión. Muy poco tenía de aquellos genes: Muy delgado, de ojos café claro, con un toque de piel morena, con un cabello negro muy grueso que comenzaba a escasear. Y ni hablar del metro noventa que media aquel hombre: Apenas llegaba al metro setenta. Una copia perfecta del lado materno. Lo único que lamentaba a veces era no tener el fiero carácter del viejo: Una mirada y un tono de voz, que sin alzarse, era amenazante y dejaba en claro sus puntos sin concesiones, ya que Roberto era muy poco amigo de los conflictos. Iba a servirse una segunda taza cuando escuchó la voz de su esposa, que le extendía la bandeja con las tostadas: -Recuerda que el médico te prohibió el café. No abuses. -Dijo que no tenía que dejarlo, Rosa –Protestó apenas- Que bastaba con cuidar la comida y hacer ejercicio. -Que no haces…
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El silencio llenó el espacio entre ambos y Roberto se sumergió en el periódico. Ella servía el desayuno, con la naturalidad de la costumbre. Su hijo apareció en ropa de deporte, devorando el desayuno sin sentarse. Quiso recriminarle que no se sentara a comer como Dios manda, pero apenas murmuró: -Buenos días Junior -Papá –Protestó el muchacho- Me llamo Roberto o dime Beto. Pero no me digas “junior” –Engulló un pedazo de tostada y un vaso de jugo de naranja en dos tragos- ¡Me voy! -¡Desayuna completo niño! -Tengo práctica de futbol… y ya no soy un niño –Su tono de voz se suavizó- Papá, ya se acerca la graduación… ¿Me vas a dar lo que te pedí? -No se junior, ¡perdón! –Sonrió- Beto… Déjame hacer las cuentas. Tú sabes cómo está la cosa… -A Juan Carlos Di Giacomo su papá le va a dar un mercedes. -Si es que se gradúa –Intervino la madre- Porque si no lo ayudas en los trabajos, todavía estuviera repitiendo. Y tú no vas a presentar finales por él. Y no creas que no sé de donde sacas para tus gastos: Te paga por hacerle los trabajos. En vista de que la conversación se iba por temas que a Roberto hijo no le gustaba que se le mencionara, se marchó de inmediato, dejando el silencio entre ambos, animado por el ruido de los cubierto y los platos y el olor de los huevos revueltos con salchicha. -¿Y la niña? -No ha salido de su cuarto. Creo que fue para un concierto anoche. -No recuerdo haberle dado permiso. -Es verdad que es una niña, pero, ¿cómo hacemos? Ya pasó a Roberto y está a punto de entrar en la universidad. Es solo cuestión de meses. -Yo sé que mi princesa es un genio, pero no entiendo sus gustos ni a sus amigos “músicos”… Con tan buenos amigos que podía escoger del club social… -Al club social dejamos de ir, porque ya la gente murmuraba de que somos solo unos asalariados, acuérdate. Y a tu hija le prohibieron la entrada al club por culpa de Pedro Robeiro, que le faltó el respeto. -Está bien… Pero romperle una pierna no era la solución. Debió buscarnos y nosotros hablar con sus padres. -Todavía no sé cómo uso un cello como garrote con esa edad y ese
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tamaño. Gracias a dios que hubo testigos, sino, lo hubiésemos tenido que pagar… -…y eso es lo que te preocupa –reprochó- El cello. -No es eso cariño, es que nosotros no nos sobra la plata y que esa no es la forma… -Yo lo habría atropellado con el carro. -¡Gracias a dios que no teníamos en ese momento! -¡Buenos días! -Buenos días abuela. Doña Adelaida de Luque. Con casi ochenta años encima, la mujer aún marchaba a paso firme, apoyada en un bastón. Un recordatorio de que aún le quedaba tiempo en la tierra. Se sentó en un extremo de la mesa, manteniendo un espacio entre ella y Roberto. -Buenos días doña Adelaida… -Rosa -Preguntó la anciana, ignorando el saludo del esposo de su nieta- ¿No hay crema o leche para este café? -En un rato vamos de compras al supermercado abuela. -Tráeme una leche de almendras –Se miró las manos- Es excelente para la piel, digo –Miró a Roberto con desaprobación- Si te alcanza… -Este apenas le sonrió por cortesía y se sumergió en el periódico- Rosa ¿sabes con quién me encontré ayer? ¡Con Vicente Aristigueta! -¿Si? –Respondió con naturalidad- Hace tiempo que no lo veo abuela. -¡Ay! –Suspiró- Ese muchacho sigue buen mozote, los años no le hacen mella. Me dijo que llegó de Europa. Un asunto de negocios – Comentó como algo sin importancia- Me preguntó por ti -Es que son muchos años in verlo abuela. Imagino que se habrá casado. -¡No, qué va! ¡Si está solterito! –Cambió el tono de voz- Ese si es un partidazo. -Rosa –Roberto se puso de pié- Voy al supermercado. -¿No me esperas? –Se secó las manos luego de colocar el desayuno de la anciana en la mesa- Ya estoy lista. -No, quédate tranquila. Yo sé que comprar. Rosa lo vio salir, tranquilo, con su sonrisa mañanera. Miró a la anciana con reproche, mientras la veía comer su desayuno con finura y elegancia. -Abuela, deja de molestar a Roberto. No te dice nada porque te tiene cariño.
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-¡A ese pobre muchacho no le importa! –Se encogió de hombros con indiferencia- Ya se le pasará. No tiene carácter. Vivía temeroso de molestar al abuelo, igual que su padre… Debieras visitar a tu madre hija, hacer las paces… -Dijo conciliadora- Regresarnos con la familia. -Abuela, esta es mi familia –Rosa se llenó de paciencia- Y yo quiero a Roberto. Es un buen hombre, un buen padre y esposo. Acá, a pesar de las limitaciones, no falta comida. -Lo sé… Pero debieras convencerlo de vender algunos cachivaches que tienen en los últimos pisos… Tu hermano me dijo que podía conseguir un buen comprador. -Esas cosas no son mías abuela. Son de Roberto. Y las tiene guardadas para cuando la niña salga del liceo para la universidad, por si quiere ir al conservatorio y la beca no le alcanza. -¡Dudo que esa niña la acepten en el conservatorio, con ese aspecto! –Se escandalizó- No tiene modales ni cultura, parece un marimacho, con esas marcas y esas cosas en la cara. -Así es la juventud abuela –Rosa parecía tener toda la paciencia del mundo- Parece que en la familia nunca ninguna fue, traviesa. -¡Jamás! –Dijo muy digna- Las mujeres de la familia siempre dimos buena impresión en sociedad. -Bueno abuela –Rosa sonrió- Si mi hija no da buena impresión a la sociedad, creo que deberías regresar a la casa de mamá, donde estarías mejor, ¿no crees? -¡Cómo se te ocurre hija! ¿Y quién va a cuidar de ti?... Alguien tiene que velar por la sensatez y el sentido común es esta casa. -Mejor voy a ver si la niña se despertó, abuela. Creo que tiene ensayo hoy en la tarde. -Si hija, ve. Es importante velar por los hijos… Y tú eres una buena madre… Yo por mi parte, voy a terminar el desayuno. Voy a verme que unas amigas en el club… Parece que la llegada de Vicente Aristigueta es el tema de conversación del día… Parece que es abogado de un cliente muy importante y vino a país a atenderle unos asuntillos. -Si abuela, dijo con voz cansada. Ve a ver a tus amigas del club… -Hija –Dijo en tono de falsa vergüenza- ¿Me puedes dar para el taxi?
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Los Que Sabemos Decidimos (1886) Don Alberto Torregrande disfrutaba de su copa de coñac luego del almuerzo, entre probada y probada del habano hecho a mano importado de una de sus haciendas en el caribe. Observaba los altos chaguaramos de la entrada de la casa mecerse por la brisa, acompañado por el ruido del tic tac del gran reloj de péndulo importado de Europa. Frente a este un lujoso piano traído especialmente para las clases de música de su pequeña hija de ocho años. Pero a esa hora, ningún sonido perturbaba su tranquilidad, era costumbre en esa casa que luego del almuerzo nadie lo importunase. Se puso se gafas u hojeó los documentos de su portafolio de cuero. Echó una rápida hojeada al reloj. Faltaban cinco para la una. Sacó su reloj de bolsillo y miró la hora. Era exacta. Era un hermoso reloj de plata con gruesa cadena, labrado su exterior con escenas de caza: Una jauría de perros perseguía a un gran venado que saltaba sobre un tronco caído. Las pisadas de la sala le hicieron alzar la mirada satisfecho: Era la una en punto. Su hermano menor llegaba para su reunión de las tardes. A Don Alberto Torregrande no le gustaba salir de casa luego del almuerzo. Pero le disgustaba el tiempo ocioso. Por eso luego del almuerzo no le gustaba ser importunado, salvo reunirse con el menor de sus diez hermanos, ya que era su secretario personal y mano derecha. Recordaba siempre con satisfacción que cada decisión suya fue muy discutida por su familia en una época. A la muerte de varios de sus hermanos en la guerra, tuvo la oportunidad de llevar los negocios familiares. Muchas de sus ideas fueron peleadas por su padre y hermanos. Exigió le entregasen lo que le correspondía como herencia. El padre cedió más que nada por no soportar el llanto de la madre. Cuando le entregó el documento que lo acreditaba como poseedor de una fortuna no muy considerable, el padre lo despidió con estas palabras: -Ya que quieres vivir como un hombre, debes acostumbrarte como tal: Compra una casa y monta negocio según tu visión. Si tienes el temple que creo que tienes, llegarás lejos. Y si no, no regreses, pues nada tendré para darte, excepto mi bendición. El joven inclinó la cabeza obediente y se marchó. Compró una pequeña hacienda propiedad de un canario arruinado por las apuestas
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y las mujeres. Esa fue su primera lección: Le desagradó la forma desesperada como aquel hombre entregaba el pagaré del banco, a cambio de aquel dinero, como si la vida le fuera en ello. Para él, depender del juego, como un sediento en el desierto era un claro signo de debilidad. No era un mojigato en cuestión de mujeres, pero desde su punto de vista eran para formar una familia que le diera brillo a su ilustre apellido, remontado a las épocas de los conquistadores, o como forma de placer, pero no al punto de dejarlo todo y perder el juicio. Se alejaba de las mujeres coquetas de buena familia, pues sabía cuáles eran los comentarios que corrían en las reuniones él y era muy cuidadoso de su imagen. Para mujeres así, estaban las casas de placer. Algunas eran ya casas lujosas con grandes patios y altos muros. Aunque todo el mundo sabía que era lo que sucedía allí, nadie hacía comentarios que podrían perjudicarlos. Y no era extraño que padre e hijo se encontrasen allí: Se cerraban muchos más negocios allí que en cualquier oficina o almuerzo de negocios. Su segunda lección importante fue a la hora de elegir secretario personal. Incluso su padre y hermanos mayores lo vieron con cierto humor, al elegir el menor de ellos, un joven sin experiencia y recién salido de los estudios superiores. Entendió que tenía un don, un instinto natural para medir a las personas, algo que le fue muy provechoso, al punto que logró superar la fortuna familiar. La decisión que catapultó su fortuna fue a la hora de escoger un socio. Ya las haciendas, las ganaderías y los negocios locales le eran insuficientes. El negocio del café, si se quería pensar en grande requerían de hombres de acción y visión, pero sabía que le faltaba experiencia, porque una gran cantidad de negocios pequeños no lo preparaban para uno grande. Fue allí cuando se encontró, o más bien se tropezó en una de sus visitas de negocios con un joven alemán de apellido Breüer, que estaba recién llegado y hablaba el idioma con un fuerte acento de su país. Entre tragos le demostró que sabía mucho de importaciones y exportaciones. -Usted se menosprecia amigo Torregrande –Le dijo- Dice que tiene cientos de negocios pequeños que producen muchas cosas, pero ninguno grande. Eso no es una debilidad, es una ventaja. -Explíquese… -Si tuviese una importadora y exportadora, su mejor cliente sería
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usted mismo, vendiendo todo lo que produzca afuera y traer acá lo que se necesite. -Pero necesitaría un socio con capital… -Eso yo no lo tengo. Pero me conformaría con asesorarlo o servirle de secretario. No le mentiré: Mi padre derrochó mi herencia familiar en el juego y una amante más joven que yo. Escapé de Alemania a probar fortuna aquí. No le tengo miedo al trabajo, así que si necesita un secretario. -Amigo Breüer, secretario ya tengo, que es mi hermano menor. Así que tendrá que conformarse con al puesto de socio…. Volvieron a lloverle las críticas, que decían que hasta ahora lo que había tenido era suerte y para colmo adoptaba a un extranjero sin capital y le daba parte de la firma, como que si asociarse con él le diera mejor imagen. Todos estos temas venían a la mente de Don Alberto Torregrande mientras miraba el membrete de su compañía: Breüer y Torregrande importadores. Darle primer lugar al extranjero en la firma fue un capricho de él: Sabría que tendrían éxito, pero no quería que su familia se llevase el mérito. Diez años después era la firma comercial más importante de la región y nadie dudó más de sus opiniones. Su padre, ya viudo, en su lecho de muerte le tendió la mano a modo de despedida, con los ojos brillosos del orgullo. Le correspondió y esperó sin soltar su mano hasta que la vida abandonó su cuerpo. Se puso de pie y se marchó de allí sin conversar con nadie. Sus hermanos, excepto el menor lo miraban con recelo, como si fuese a reclamar algo de lo que él en realidad no necesitaba. Jamás volvió y su trato no pasó de la cortesía social. Ahora su hermano le daba los pormenores, mientras que la mujer de servicio les servía más café y se retiraba en silencio. Don Alberto Torregrande hojeaba los informes que su hermano le extendía. -Gracias Susana… ¿Cómo están las cuentas en general? –Torregrande sabía la respuesta. Pero siempre hacía este tipo de preguntas. Quería que su hermano manejase el negocio según su visión- ¿Han aumentado? -El Señor Breüer informó por correo que llegará pronto de Hamburgo. Ya le hice los arreglos finales a la compra de su casa. Cuando regrese podrá instalarse. ¿No crees que debió comprar su casa y no hacerlo la firma?
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-No te preocupes por eso hermanito… La firma compró la casa. El alemán pagará. Es un hombre muy correcto. -¿Se trae a la familia? -No tiene… -Alberto Torregrande no era amigo de indiscrecionesSu compromiso con la Larrazábal solo le falta fecha. -Creí que a Doña Flor Larrazábal no era muy afecta al alemán. -Pero si es afecta a la buena mesa y ropa fina. Perdió al esposo y a dos de sus hijos en la guerra. Ahora tiene a la peonada alzada en la hacienda, porque su difunto esposo no era muy bendito y santo que digamos y escogió el bando perdedor en la guerra. A su hija le gustó nuestro alemán y nuestro alemán se prendió de ella. Un negocio donde todos salen ganando… ¿Qué te informó nuestro alemán? -Ya se cerraron los contratos nuevos en Nueva York. Pero en vez de permitirles distribuir nuestras exportaciones, tal como lo calculamos, hicimos lo que nadie hizo: Hicimos negocios directos con las importadoras de Hamburgo, Marsella y Liverpool. -¡Y pensar que decían que yo estaba loco cuando hice a Breüer nuestro socio! -Tu socio, hermano. No olvides que solo soy tu secretario. -Por ahora… Solo por ahora. Eres joven y te falta experiencia, a pesar de tú habilidad. Necesito que aprendas de Breüer tanto como puedas. Pero, sabes cómo soy. No hablo de mis planes sino hasta su momento. ¿Qué tal la paga de la peonada para la próxima cosecha del café? -Muchos de los competidores se burlan de nosotros. Dicen que estamos regalando el dinero. -Gente sin visión… Los tiempos cambian. Mira a los Larrazábal: Creían que seguíamos en la época de la colonia y les llegó la guerra, a punto de terminar este siglo, igual que a todos. Ahora las gentes están peleando por cosas que aún no comprenden: Reivindicaciones, igualdad, derechos. -Es gente sin cultura que no entienden de esas cosas… -Pero algún día las entenderán. Y debemos estar listos para eso. La opinión pública definirá el destino de muchas cosas y mucha gente, ya verás… Cuando el momento llegue, mucha gente reclamará mejores sueldos y beneficios a la hora de la cosecha del café. Detendrán el trabajo, porque no los pueden obligar a trabajar con ellos. Pero saben que con nosotros será diferente: Pagamos mejor y mi mujer ayuda a
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las familias de los empleados. Esos gastos, serán a la larga, nuestro mayor beneficio. Los que sabemos, somos, querido hermano, los que decidimos. Ya eran las cuatro cuando habían discutido proyectos, firmado papeles y dado las órdenes. Don Alberto Torregrande tocó una pequeña campana. La mujer de servicio se apareció con unos pequeños cuencos de cristal tallado, con dulce de lechosa y maracuyá, pan de canela y café. Se asomó la esposa, en una vaporosa bata blanca de encajes, con el largo cabello negro suelto hasta la cintura, sujeto apenas por una cintilla con pequeños detalles de plata labrada. Extendió sus manos finas y blancas como palomas para saludar al cuñado por el que sentía mucho cariño. -¡Julito! -Que gusto saludarte cuñada –Dijo con cariño- ¿Cómo va esa barriga? -Bien… Apenas molesta. -Aurelia es una mujer fuerte… Aún con su estado, mantiene la administración de la casa. -Lo único que hago es dar las órdenes a las muchachas de servicio. Todo lo que hacen es consentirme. -¡Papito, papito! –La pequeña saltó sobre los brazos del padre, que clavó sendos besos en sus mejillas- ¡Aprendí una partitura nueva! -¡Qué bien ¡… -Cambió su tono a uno un poco más severoAnastasia… -Si papito… -Salude a su tío con educación. ¿Qué va a decir, que en esta casa no hay educación ni cultura? La niña se paró frente a si tío, que la miraba divertido. Esta hizo una reverencia, tomándose los bordes del vestido. El respondió con una inclinación de cabeza. -¡Bendición tío! -¡Dios me la bendiga, la favorezca y la lleve con bien!... ahora, vamos a escuchar ese piano. La pequeña fue ayudada a subir en la banca y acercada al piano, pues sus pequeños pies colgaban en el aire. La madre se sentó complacida a cocer un bordado, mientras escuchaba la música. Sus pequeñas manitas recorrían el teclado con soltura y naturalidad,
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mirando con concentración el teclado con una seriedad impropia de su edad. El padre sonreía orgulloso. -Ese colegio de señoritas vale cada centavo. El hombre que desee case con mi pequeña va a tener que tratarla a la altura. -Está muy pequeña para pensar en matrimonio –musitó la madre sin dejar su labor- Espera… -Sí… Pero los años pasan muy rápido. La educación que se le da es para que sea una buena esposa, devota del marido, buena administradora del hogar, culta, que lo represente en las reuniones de sociedad… Fíjate: Ya es una mujercita y toca piano como si hubiese ido a una academia de parís o Alemania. ¡Podría llegar a ser una gran concertista! -¿Y qué esperan ustedes del embarazo? -Aspiro a un hombre que siga con el apellido. Se llamará Rodrigo, como el abuelo, que en paz descanse. -¿Y sí es una niña? -Se llamará Renata, como quiere la madre… -¿Y más o menos, para cuando va a nacer? -Tres meses… -Enero de 1887… más o menos. Y Anastasia cumplirá diez años en abril. -Renata… Bonito nombre. La niña había terminado su interpretación y respondía a los aplausos con una reverencia que hacía reír al padre. Su tío la tomó en sus brazos y la sentó en sus piernas, mientras ella tomaba un pan de canela que le extendía solícita la señora de servicio. -No consientan tanto a esta muchacha, que me la van a echar a perder –Dijo el padre con falsa severidad- Luego, nadie va a estar a su altura. -No exageres hermano… Anastasia, ¿cómo te sientes con tu nuevo hermano? -No quiero un hermano –Se quejó con su vocecilla- ¡Quiero una hermanita! -¿Y eso por qué? -Porque un hermano no jugará con mis muñecas y mi hermanita sí. -¿Si? -¡Sí!... ¡Y de cariño le diré Tata! Eso generó risas generales. El padre se puso de pié, luego de echar una hojeada a su reloj. Ya se acercaban las cinco y saldría a dar su
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caminata de la tarde, donde le gustaba pensar, saludar a los clientes que paseaban a esa hora, agarrarle el pulso a la calle: Ver los negocios, escuchar los precios, los comentarios de la gente. -Vamos a dar una vuelta hermanito. -Salgo contigo, pero me voy a casa. -¡Tonterías!... Se acerca la hora de la cena, comes aquí, y si quieres, usa el cuarto de huéspedes. Esta también es tu casa. -Bien –Aceptó de buena gana, sabiendo que no era una petición, sino una orden, pero era la forma de su hermano de demostrarle afectoAdemás, nadie cocina como Susana. Susana, que en ese momento recogía las cosas de la sala sonrió complacida. Tenía años trabajando para la casa. Y aunque nunca la habían tratado mal y Doña Aurelia era un alma de Dios, sentía un razonable temor por Don Alberto Torregrande. Pero el hermano era otra cosa… Siempre tenía un gesto amable para con ella. -Bueno, no se hable más. Regresaremos para la cena.
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Silencios sin fortuna El reloj marcaba las once, cuando le hicieron señas para que pasara. Se puso de pie con lentitud. Se sentía cansada, aburrida en realidad. Le esperaba lo mismo: Charlas insulsas sobre el compañerismo, el trabajo en equipo, el respeto, de lo que los demás esperaban de ella, lo que la institución esperaba de ella. Les respondía con un silencio feroz, obstinado. Sabía que no la iban a entender, que no creerían su realidad. Para ellos, la cortesía y las palabras amables no podían disimular que ella tampoco les agradaba: Al sistema le desagradaba ella, a ella la hipocresía social por aquellos que no aceptaban las “reglas” del juego. Ahora esto: Estaba a punto de perder la beca, y todo por un mal entendido, provocado por sus “compañeras de clase”. El director la miró: También estaba aburrido de aquello. Hojeaba su expediente como si nunca lo hubiese visto. Trataba de ser amable, paciente. Quería que la madre viese que no era su culpa, que ya se escapaba de sus manos, que había hecho todo lo posible por ayudar a aquella joven que rechazaba la escuela, a sus compañeras y las oportunidades que les brindaban, que el solo era un simple empleado de la institución financiada por los representantes y que ella disfrutaba de una beca gracias a la generosidad de esa institución que ella confrontaba. -Señora Torregrande, mi posición en toda esta situación es bastante incómoda –dejó a un lado el expediente cerrado y mostró las manos con las palmas hacia arriba en gesto de impotencia- Su hija golpeó a una de sus compañeras en el rostro y a otra en sus… partes íntimas. Es una agresión grave. Que se iba a quedar así. Por la nobleza o el temor de sus compañeras, pues no pensaban delatarla… Pero la profesora de gimnasia llegó a los vestidores en el momento de la agresión. No niego los logros de su hija como solista en la orquesta del colegio, ni los premios que ha logrado ni los fondos que nos han conseguido con representantes nuevos interesados en nuestro sistema educativo… -¿Y ella que dice? -Nada… No ha dicho nada desde que pasó. -Marifé, ¿qué tienes que decir? –Ella no contestó. Sus manos apretaron con más fuerzas sus rodillas- ¡María Fernanda, te estoy hablando! -Yo no comencé nada Rosa –Musitó apenas- Ya me había vestido para salir a clases.
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-Habla más fuerte Marifé, que no te entiendo –Rosa de Torregrande ya estaba preocupada por su hija- Explícame. La joven sufrió una transformación. Recobró el sentido de sí misma. Se puso de pie y alisó su corta falda. Apretó los puños y alzó la barbilla desafiante. Parecía más alta de lo que en realidad era. Con un movimiento de su cabeza ladeó su cabello, dejando al descubierto sus ojos, brillantes de un fiero color verde, que contrastaba con el negro cabello, llevado al rape hasta cierta altura y muy largo del otro, portando un solo arete de metal en la desnuda oreja, pequeña, minúscula y graciosa. Respiró con fuerza antes de contestar: -Yo no soy gay… Y salió de la oficina, cerrando la puerta con calma, pero con un gran deseo de tirarla con todas sus fuerzas. Al pasar por el pasillo vio a sus tres compañeras de clase. Una de ellas llevaba una bolsa de hielo cubriéndole el ojo, sentada en medio de las otras dos. Pasó a su lado, deteniéndose apenas para decir de pasada: -Y la próxima les va a ir peor… -Vas a ver… Les diremos a todos que eres gay. -Y yo diré que es verdad y que ustedes quisieron abusar de mí. -¡Pero eso es mentira! -Bueno, lo mío también, ¿verdad?... Rosa dice que a veces todas las personas podemos mentir. Aunque no le encuentro sentido Esperó en el estacionamiento, con sus cosas y el chelo en su estuche. Ahora todo dependía de su madre. Pero odiaba tener que dar explicaciones, como si fuera un bebé. Porque aunque solo tenía trece años, no se sentía como una niña. Se sabía adulta, pensaba como adulta y sentía como tal. Se le dificultaba explicarles a sus padres lo que pasaba por su cabeza, especialmente en esos momentos. Alzó la mirada. Allí estaba su madre. Mirándola fijamente. Se puso de pie y la siguió ensimismada, caminando hasta el estacionamiento, donde estaba su carro, que contrastaba en su sencillez entre tantos vehículos del año. No cruzaron palabra. Rosa Torregrande no era amiga de las discusiones mientras manejaba. La sensatez era su fuerte en los momentos difíciles. Detuvo el automóvil frente a una fuente de soda y se encaminó hacia allí. María Fernanda caminó a su lado en silencio. Conocía a su madre. No cruzaría palabra con ella hasta que no estuviesen sentadas frente a frente, sin voces alzadas ni desplantes.
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La madre pidió un café para ella y jugo de mora para la hija. La conocía bien. El silencio les hizo compañía por unos momentos. La hija carraspeó antes de hablar. -Me había vestido luego de la clase de gimnasia… Estaba ajustándose las medias. Escuchó las risas y los murmureos burlones. De reojo miró el reflejo de ellas en el espejo al final del baño. Cerró su casillero y se disponía a sacar la llave de la cerradura, mientras recogía su bolso del suelo, cuando una mano más rápida se le adelantó. -¡Pero mira lo que tenemos aquí, la solista gótica! -¿No es raro que alguien que supuestamente quiere alejarse de todo el mundo sea el centro de atracción en un concierto? -¡No sean así muchachas! –Dijo una en falso tono de compasión- Se siente tan insignificante que lo único que le queda es estar sentada con un pedazo de madera entre las piernas. Eso era lo que más odiaba. Ese tipo de personas que notaban la debilidad de uno y la exponían para diversión suya y de los demás. Sentía algo desagradable que no podía describir: Expuesta, denuda, sin defensas. Sin embargo reunió valor para hablar con la voz más natural del mundo: -Me dan mi llave, por favor -¡Marlene, la niña habla! -Dejen a la niña… Porque eso eres. Una niña. Te juro que cuando te vi por primera vez creí que eras una enana. ¡Pero no te ofendas, es que eres tan joven! -Es que es una come libros. -Eso lo creo. ¿Tú que dices Marlene? -Pienso igual. No creo que saque buenas notas dándoles “cariño” a los profesores… Aunque no tiene mal cuerpo… Tal vez cuando sea mujer, algún día… -Me dan mi llave, por favor… El tono de voz seguía siendo normal. Solo que si aquellas jóvenes hubiesen prestado más atención a la tensión en esa clama, posiblemente todo no pasaría de allí. La que había tomado la llave se la extendió burlona, pero Marlene se la arrebató y se puso frente a ella y extendió los brazos, apoyándose en las frías puertas de metal, dejando a María Fernanda Torregrande encerrada en aquel círculo. -¿Quieres tú llave?... Las muchachas dicen que tú eres así porque
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no tienes novio o porque todavía juegas con muñecas… -Acercó su rostro con una mirada retadora y un tono de voz susurrante-Yo creo que te gustan las mujeres… María Fernanda la sintió tan cerca que pudo sentir su respiración rozar su piel, el aliento quemante cada vez más cercano, hasta el caro perfume en sus ropas, fino y dulzón. Abrió suavemente la boca y buscó la suya… Todas guardaban silencio, con la risa expectante aglomerada en sus gargantas. El puñetazo fue tan sorpresivo que Marlene salió hacia atrás, tropezó y quedó tendida en el piso. Otra trató de sujetarla por los cabellos, pero sus dedos apenas lograron rozarla, pues falló al buscar el lado rapado de su cabeza. La patada en la entrepierna la dejó en el suelo hecha un ovillo. -¿Me das mi llave, por favor? La única de las muchachas que había quedado de pie las recogió de inmediato del piso al verla allí, muy tranquila, con un afilado lápiz empuñado con tranquilidad, como si solo lo sostuviera por casualidad. Se las extendió y ella se las quitó con suavidad. Sus dedos inclusive rozaron su mano y la joven se estremeció de miedo. Como si nada hubiese pasado, María Fernanda pasó entre todas, a paso lento, buscando la salida, con un rostro imperturbable, hasta que alzó la mirada y se cruzó con la de la profesora de gimnasia… -En realidad estaba aterrada. Quería salir corriendo, pero si lo hacía, seguirían molestándome lo que queda de clases… ¿Y ahora, estoy expulsada no me van a dejar graduar, me van a suspender la beca? -Cálmate Marifé – A ella le gustaba que su madre la llamase así. Significaba que todo estaba bien- Le expuse al Director la razón que lo convenció de dejar todo así. -¿Qué hiciste Rosa? -Le dije que si bien era cierto que las habías agredido, fue para defenderte y que no olvidara que tú y no ellas, eres menor de edad. Que las repercusiones de un caso así le darían muy mala imagen a la institución… Y hablé con esas jóvenes. -¿Qué les dijiste? -Que conocía sus padres y les llevaría al abogado de la familia para que sus padres las castigasen suspendiéndoles sus privilegios, porque aunque yo no estaba en contra de la diversidad, no creía que debiesen forzar a una niña de tu edad, con novio y con una sexualidad bien definida.
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-Pero madre… Yo no tengo novio -Y nuestra familia no tiene abogado, pero no veo ningún problema con eso, ¿verdad?... Para eso soy lo que soy, para poner a la gente a pensar, hija. 1897 Los músicos de la orquesta ejecutaban la alegre música con precisión, ajenos a los invitados, que sumidos en sus conversaciones disfrutaban del vino y la comida. Los hombres vestían formal chaleco con faldones atrás en azul, negro, gris oscuro o café, zapatos de charol y pantalón negro. Las mujeres largos vestidos con detalles de encaje, estrechos en la cintura y amplísimos al final. Los sombreros y los blancos guantes de los hombres (de copa y ala ancha) y las mantillas de seda eran guardados por la servidumbre. Las mujeres gustaban de usar sus largos guantes en seda que hacían juego con sus vestidos. El polisón, pieza de ropa interior que se usaba bajo la falda para acentuar la silueta femenina debajo de telas de raso, satén, seda de china, con decoraciones de flecos y volantes comenzaba a estar en desuso. El corsé seguía marcando tendencia, además de las peinetas de nácar, algunas con decoraciones de piedras semipreciosas y plata. Para fortuna y comodidad de Aurelia, a pesar de dos hijas, no necesitaba de corsé, para orgullo de su esposo. El personal de servicio traído de la hacienda iba y venía con bandejas de champaña y licores fuertes, según el gusto, además de variados canapés. -¡Excelente velada, señor Torregrande! -¡Por favor, señor cónsul, llámeme Alberto, que para eso ya me ha ganado bastante dinero jugando cartas el Club Social! El hombre se echó a reír de buena gana, mientras tomaba otra copa de champán de las innumerables que circulaban sobre las bandejas en manos de hombres vestidos con uniforme de chaqueta blanca para la ocasión. Sus gruesas patillas, muy de moda hacía jugo con sus gruesos bigotes hacían ver su rubicundo rostro más carnoso. En solo diez años la situación económica y social, no solo de los Torregrande, sino de la ciudad había cambiado. Cuando su apellido era sinónimo de riqueza y sobriedad. La sociedad se había hecho más europea y menos española, dejando atrás los gustos campestres. Se fundó el club social, lugar donde las familias y sus socios (solo los hombres eran admitidos al principio, luego se extendió la tradición a
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los fines de semana para los almuerzos familiares, pero solo hasta las seis) se reunían para mostrar que estaban a la moda, que jugaban a las cartas, al billar, tomaban té y compartían la comidilla social. Se empedraron las calles y las aceras, se construyeron puentes en forma de arco, la Calle Real dejó de tener solo el nombre, pues la riqueza de los amos de la ciudad permitió que esta se levantara, que el comercio floreciese y que la ciudad se encargara de separar las clases, transformándose en la calle principal de la ciudad, donde la nueva clase floreciente, la de los comerciantes, atendía los gustos, necesidades y caprichos de las clases adineradas. Se abrieron restaurantes, teatros, y cafés, entre otros establecimientos, buscaron ampliar las salidas vespertinas a otros lugares diferentes a las casas de familiares o conocidos, y la realización de tertulias tanto musicales como literarias. Cuando Alberto Torregrande se le propuso ser uno de los fundadores del Club Social (y por lo tanto accionista económico) se negó. Su hermano lo sacó de su error, apoyado por Ernest Breüer, quien le había cobrado mucho cariño y respeto al menor de los Torregrande. El club social se transformó en el centro de negocios, lugar para compromisos sociales familiares y grandes fiestas. Allí se pactaban matrimonios y se movía un elemento nuevo en la ciudad: La política. Luego de la guerra, la política no era más que la base para los caudillos que pretendían perpetuarse en el poder, además la militarización de la vida política y las dificultades para recuperar la devastada economía a partir de su inserción del país en el comercio mundial. Vencidos estos obstáculos se demostró que se necesitaba dinero y muchas relaciones, factor decisivo para esta, llevada por las grandes familias de la capital, quienes decidían el destino político del país, apoyados por los grandes negocios en el exterior con Estados Unidos y España, que luego de haber sido yugo en los tiempos de la colonia, después socio y ahora plataforma para el comercio con toda Europa. Alberto Torregrande, apoyado en los consejos de Ernest Breüer dirigió sus metas a esta última, transformándose en un modelo a seguir, pero no se interesaba en la política, solo en los negocios. Si bien comprendía perfectamente los grandes beneficios de tener por socio al estado, entendía, gracias a sus lecturas de Nicolás Maquiavelo, los libre pensadores, filósofos y pragmáticos, en una idea natural y campesina: “es preferible deber dinero que deber favores”.
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No le importaba hacer favores, porque en su mundo, el hombre que faltase a su palabra era poco digno y sentenciado al ostracismo social: Jamás cerraría un negocio con nadie, solo podría juntarse con personas de clase inferior y su familia sería condenada a una especie de exilio… Caer en la comidilla de la gente era un deporte, una tradición, algo soportable, pero ser tildado de no tener palabra era peor que caer en la ruina. -¿Y qué le parece a usted como fue la inauguración del hipódromo? -Un buen negocio en el que no estoy interesado, señor cónsul… Pero fue un gran evento que disfruté, no lo niego. -Sin embargo el señor Breüer invirtió una fuerte suma. -Muchos de mis paisanos son aficionados a las carreras de caballos, además de los americanos y los rusos. -Como ve, mi socio el señor Breüer conoce más del tema que yo. Además, nuestra sociedad no nos da exclusividad, amigo embajador. Es una sociedad, no un matrimonio. Todos se echaron a reír y chocaron sus copas. En un extremo del salón (Alberto Torregrande había remodelado la vieja mansión para hacerla más grande para eventos que no quería realizar en el club social, donde se vería obligado a atender a personas que no eran ni sus socios ni de su gusto), Aurelia de Torregrande departía con sus invitadas más cercanas. Ahora la casa tenía dos plantas e infraestructura para dos pisos más. Ya de por sí era la casa más grande de la ciudad. -¿Va asistir a la carrera de ciclistas? –Hacía tres años que este deporte se había puesto de moda- Dicen que unos ingleses vienen a competir con nuestros locales. -No creo. Apoyo a los nuestros, no me mal entienda. Son hijos de buenas familias, pero soy un hombre enchapado a la antigua. Mi hermano si es afecto a asistir a esas competencias. ¡Con decirle que quería que apoyase económicamente a un amigo suyo! -Pero representa a nuestra ciudad. -No crea que no le presté el apoyo. Pero el que necesitaba: A través de la importadora hice que le trajeran no una, sino dos aparatejos de esos… De entretenimiento, prefiero el cinematógrafo, pero si voy en familia, para evitar caer en el cotilleo de los habladores. Las damas por su lado sostenían su tertulia en grupos, teniendo como centro de atención a la dueña de la casa, muy querida como anfitriona.
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-¡Me encanta como quedó tu casa, querida! -Gracias. Alberto no escatimó en gastos. Con el progreso, las gentes adineradas construyeron grandes casas: Las estancias principales de la mansión se agrupaban en torno a un gran patio. En éste, casi sin excepción, un magnífico jardín donde brotan flores durante todo el año, y en el que se alzan estatuas y cantan por doquier plácidas y seductoras fontanas. A la derecha del amplio corredor por el que se llega al patio, está la sala de recibir, o el salón que da a la calle. A dicha pieza siguen las demás habitaciones… Al fondo del patio cuadrangular, está el comedor, lindamente decorado… En el salón se ven los ya conocidos y pesados muebles tapizados de damasco, y lo adornan altos espejos, y el piano, por supuesto. -¿Y ese cuñado tuyo sigue soltero? -Sí. Pero es igual que Alberto, obsesionado por los negocios. Si Alberto no hubiera comenzado como comenzó, separado de los Torregrande, posiblemente nunca se hubiese casado –Todas se echaron a reír- Pero creo que no está interesado, interesado, lo que se dice interesado, no… -Sé que cuando va a almorzar al club social con tu esposo. Más de una le sonríe. -Se dice que la madre de las Campusano está buscando pretendiente para alguna de sus hijas… -Bueno, Carlos García está interesado en la menor. -Aurelia, no seas ingenua… Los García vienen de abajo. Su abuelo era un canario que montó una pulpería. Tuvo la suerte de darles estudios a sus hijos y estos aumentaron la fortuna del padre y se hicieron banqueros… pero son gente advenediza que busca pulir su apellido. -No soy ingenua, Martha. Pero creo que es gente trabajadora. Alberto no era rico cuando convenció a mi padre de bendecir nuestro noviazgo y casamiento. -Pero su familia es de abolengo. -No creo que a Alberto le importe mucho. -A mí sí… Ahora resulta que los banqueros y comerciantes pueden tutearse con uno, ¿qué tal? -¿Y a ti no te da miedo Aurelia, estar entre esa gente “del borde”? –Una forma peyorativa de referirse a las clases humildes que vivía a las afuera de las zonas urbanas, aun en casas de barro, algunos sin
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instrucción y sin los servicios más elementales- ¡Cuando salgo de la misa del domingo me da unos nervio tenerlos cerca! -Pues es gracias a la iglesia que les damos ayuda. Alberto está convencido que ayudarlos brinda beneficios. Fray Sebastián me solicita ayuda para medicinas, ropas y un colegio que está fundando. -He oído que es la única ayuda que reciben. -No lo es… Aquí hay mucha gente que colabora por petición del esposo de Aurelia –Intervino una de las mujeres- Mi esposo lo hace. Fray Sebastián era un monje Jesusita que hacía todo lo posible por ayudar a los necesitados. Agradecía de todo corazón la ayuda de Aurelia de Torregrande y de su esposo. Pero no se engañaba. Sabía que esos eran los futuros empleados, personal de servicio de esas clases colaboradoras, empleados de comerciantes por una paga magra… Pero era mejor destino que los de la gran mayoría: La indigencia, el hambre, el robo, la prostitución y la muerte. Para él, esa mujer era casi una santa y podía emprenderla contra cualquiera que murmurase en su contra. La orquesta se detuvo. Alberto Torregrande hizo gestos para hacerse oír y todos guardaron silencio, agrupándose frente a él. Aguardo unos segundos antes de hablar, mientras se repartían las copas del último brindis antes de la cena. -¡Señores…! -¡Habla, Alberto! –Gritó alguien- La gente tiene hambre Hubo risas generales. Alberto Torregrande saboreó el momento. Sostuvo su copa de tallo largo con champaña. -Estamos a punto de cenar. Pero, por favor, un brindis por la agasajada, mi pequeña Renata, que está cumpliendo hoy, en este año de 1897 diez años. Ven acá, mi princesa. La niña avanzó, llevada de la mano por su orgullosa madre, vistiendo un faldón blanco con orlas y un gran moño en la espalda y brillantes zapatos de charol, con blancas medias hasta las rodillas. Llevaba en sus brazos una enorme muñeca de porcelana con un vestido blanco de algodón con encajes, rubios cabellos en forma de rulos, con un collar de perlas naturales en miniatura. -Aunque ustedes saben que su hermana mayor es una pianista que se está haciendo de un nombre y ya próxima a cumplir los dieciocho años. Tengo planes de traerle a uno de los mejores profesores de piano de parís para que sea la mejor… -Todos aplaudieron- Quizá pueda
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realizar en un futuro no muy lejano un concierto en parís. El gran piano de cola fue llevado con cuidado. Ambas se sentaron e interpretaron un fragmento de la “sonata en do mayor para cuatro manos en fa menor de Schubert. A pesar de las disparidades de edad, era una interpretación suave, llevada con armonía. Una vez finalizada, el salón estalló en aplausos. Ambas hermanos se pusieron de pie e hicieron una reverencia. Ya finalizada la velada, Alberto Torregrande despedía a las personas que se retiraban en sus carruajes con destino a sus hogares. A su lado su esposa lo acompañaba para despedir a sus conocidos. -Todo salió maravilloso Alberto… -Sí. ¿Las niñas? -Ya están durmiendo. ¡Renata quedó encantada con sus regalos! -Anastasia tiene futuro como concertista. -¿Y Renata? -Alguna tiene que casarse, darle continuidad a la familia. Afortunadamente, estas niñas han salido muy buenas
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Cantos Engañosos Roberto miró su trabajo satisfecho. Le había tomado su tiempo (menos del que esperaban sus jefes, pero más del que esperaba él). Había sido meticuloso, exacto, con explicaciones muy sencillas y directas, como le dijo en una oportunidad uno de sus profesores de economía cuando vio uno de sus trabajos, lleno de grandes cálculos y explicaciones profundas: -A veces, Torregrande, menos es más… Aprendió su lección, entendiendo que explicaciones sencillas necesitaban de trabajos nada sencillos. Ahora, era la persona buscada en la empresa para este tipo de trabajos. -¡Qué bien se ve eso! -Hola cuñado… A Roberto no le agradaba mucho Rodrigo Luque, su cuñado, a pesar de que sabía que no era mala persona y que gracias a él tenía ese trabajo. Tal vez era la manera en que lo trataba: Siempre le sacaba ventaja, aprovechándose de su carácter dócil y poco propenso a enfrentamientos. -¿Vas a ir a almorzar a tu casa? –Dijo mientras miraba su reloj- Así voy a saludar un rato a mi hermanita y ver cómo está la abuelita – Roberto sabía que la anciana lo detestaba más que a él, pero que lo soportaba por lo adulador- Tú sabes, está ¡tan chochita! -No. No voy a ir… Traje mi almuerzo. -¡Lamentable!... ¿me prestas para el almuerzo?... Es, que ando corto esta semana –Bajo la voz en tono confidencial- Es que invertí en un negocio, o mejor dicho… en el negocio. Roberto Torregrande le extendió unos billetes que guardaba especialmente para esos casos. Porque eso era su cuñado: Todo un caso. No era primera vez que Rodrigo le planteaba un negocio de explicación dudosa, donde él podría sacar gran provecho “con solo una pequeña inversión” Trabajaba con Roberto en la oficina de contabilidad y finanzas de la compañía, aunque las únicas finanzas que controlaba era el dinero que conseguía a tontos incautos que creían que su parentesco garantizaba ganancias, pues su padre era el dueño de aquella empresa dedicada a inversiones bancarias y de negocio. Pero ese parentesco solo lo había colocado dentro de la empresa. Su
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suegro no era precisamente un hombre generoso. A pesar de haberse casado con su hija, le dio un trabajo en los más bajos escalafones de la compañía. El puesto en que tenía ya diez de los trece años en la compañía se lo había ganado a pulso. Tenía esperanzas de que con este trabajo, debido a su importancia pasaría a ser jefe de la dirección de finanzas. -Mira cuñado, ¿Cuándo es que vas a rematar lo que tienes en tu casa?... Conozco a un tipo que tiene una casa de subastas y le describí lo poco que he visto y me dijo que puedes ganar mucho dinero, claro aparte de su tajada y mi comisión por coordinarte el negocio. -¿Y cuándo es la reunión de accionistas? –Preguntó ignorando el último comentario, pues no era primera vez que escuchaba a su cuñado hablarle al respecto- Ya el análisis de proyecto está listo. -No lo sé… No me lo han dicho, cuñado. Tal vez fue la entonación, las palabras o la forma de usarlas, que Roberto Torregrande presintió que su cuñado no le estaba diciendo la verdad. -Ernesto, ¿qué pasa cuñado?... -No lo sé Roberto. No fui llamado a la reunión. Y si no me llamaron a mí, menos a ti. Yo solo vine a pedirte el informe que te solicitaron de la dirección general. Aristimuño me lo pidió en nombre del viejo. Volvía a pasar lo de costumbre. Ahora alguien de arriba le solicitaba el trabajo que tanto esfuerzo le había costado para luego exhibirlo como suyo. Sintió deseos de decir que no estaba listo, que se había dañado, traspapelado, que su computadora había sufrido el ataque de un virus y el trabajo se había perdido en el ciberespacio. Pero se limitó a mover unos comandos, escuchar la impresora funcionar y luego tomar las hojas, calientes aún por el trabajo del equipo, colocarlo en un sobre y entregárselo a su cuñado. -Viejo, tú sabes cómo es esto. -Si Rodrigo. Yo ya sé cómo es esto. -Bueno, nos vemos al mediodía. Para almorzar juntos. Roberto Torregrande almorzó solo, como siempre, en su cubículo, mientras revisaba la página de finanzas de una conocida revista de
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inversionistas. Comía mecánicamente, pensando que su cuñado no le había dicho toda la verdad. Una hora más tarde escuchó los comentarios entre dos secretarias junto al filtro de agua, mientras bebía un sorbo: La junta había sido un éxito y todo el grupo estaba almorzando con los inversionistas, entre ellos Rodrigo. Aristimuño había presentado el informe como suyo, poniendo el cuidado de que su cuñado pareciese como colaborador. Nadie hizo preguntas y todos quedaron satisfechos. Ahora conducía directo a su casa, en silencio, sin proferir palabra, pensando que pronto se presentaría otra oportunidad para buscar un cargo mejor en la compañía. Sí… Era cuestión de ser tenaz, disciplinado y alcanzaría sus metas: El darle a su familia una vida mejor. Entró, dejando caer las llaves en el cenicero. Lo bueno de ser tan pocos en una casa tan grande cuatro pisos con terraza, el último atestado de muebles, piezas de arte y quien sabe que cosas más era que podía abstraerse en alguna parte y no ser molestado. Buscó el extremo de la sala que daba a un pequeño jardín donde las manos de su esposa se esmeraban por mantenerlo, con la excusa de que había que ahorrar dinero (el resto de los jardines se los dejaba a otros). Se sentó en una cómoda poltrona, sacándose los zapatos a empellones y moviendo los pies para aflojarlos. Exhalo un suspiro y se quedó allí, sin decir nada, mirando el jardín. Cerró los ojos en gesto de resignación cuando su silencio fue interrumpido por el golpe de la punta del bastón contra el piso de madera. -¿Un mal día? –La pregunta era hecha en tono irónico- Parece que a pesar de los años, no mejoras en la empresa de la familia. A la anciana le encantaba recordarle cuál era su posición dentro de la familia (la de un extraño, según ella) y dentro de la compañía familiar (un simple empleado de nivel medio). No respondió. Se quedó allí, callado, sin decir nada, esperando que la anciana se diese por aludida y se fuese. Pero era como un perro hambriento con un hueso: No lo soltaba así como así.
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-Solo estoy cansado, doña Adelaida –A la mujerona le desagradaba que le dijesen doña- Fue un largo día. -A ver cuando mejoras, porque ya tienes años en el mismo puesto… Siempre he dicho que mi nieta se merece algo mejor… En ese momento pareció María Fernanda, su hija. Cruzaron miradas y ella se llevó el índice a los labios en un gesto cómplice. Sacó el cello de su estuche y se sentó un una banqueta para los pies. -A ver si saludas niña –Comento con desagrado doña AdelaidaPareces un animalito salvaje. La niña la miró retadora, mientras acariciaba las cuerdas de su instrumento. De golpe, la versión instrumental de “Solace in darkness”, una pieza de rock inundó el espacio, con fuerza, con pasión y rabia en cada sonido, cada movimiento, cada caricia a las cuerdas del cello. -¡Dios! –Exclamó molesta- ¿Qué clase de música es esa? Y se marchó con la prisa que la edad le permitía, vociferando sobre la educación perdida y “las cosas que se hacen últimamente con tan nobles instrumentos haciéndole daño a la música”. Una vez doña Adelaida se retiró, María Fernanda hizo silencio, mientras compartía sonrisas con su padre, haciendo una breve reverencia, mientras este aplaudía. Inició de nuevo. Pero esta vez comenzó de forma más suave, relajada, en paz, Libertango, de Astor Piazzolla. Ambos compartieron la música, sin mirarse, concentrada ella, con los ojos cerrados él, mientras la música los conectaba. Cuando ella finalizó, lo miró, mientras él dormía en paz.
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Como Pájaros Sueltos (1899) El sol golpeaba a bocajarro esa mañana. Había una brisa, pero el verano invitaba a buscar la sombra de los árboles o un abrigo para el sol. Las niñas paseaban por el patio del colegio de señoritas, entre viejos bancos de piedra, junto a la capilla que fue construida en le época de los fundadores. Todo el colegio estaba rodeado por una pared de piedra mediana altura, rematada con una reja, con un portón de hierro forjado, más simbólico en su seguridad que otra cosa, con una casucha de madera, donde un viejo indio dormitaba el calor, con un gran sombrero de paja cubriéndole la arrugada faz. Renata Torregrande caminaba lentamente, mirando aburrida a través de la reja las copas de los árboles donde las aves cantaban y las copas se movían mecidas por una suave brisa, que comenzaba a menguar el calor del mediodía. El ruido de un riachuelo al final del muro que daba a la parte posterior del colegio llamó su atención. Allí varios niños, algunos más pequeños que ella saltaban y caían en un pequeño pozo que no ofrecía ningún riesgo, acobijados por la sombra de una gran acacia. Los miró fascinada: Corrían entre risas, saltando y saliendo del pozo una y otra vez, sin distinción entre niños y niñas. Para una niña de ya doce años era poco común, pues sus salidas eran solo con la familia y apenas compartía con su hermana mayor, que se la pasaba ensayando sin descanso, y el colegio era un colegio de señoritas guiado por las monjas de la capilla. -Hola… -Hola… Tenía unos diez años. Un cabello negro intenso cortado en flequillo dejaba ver unos ojos negros, muy grandes, con una mirada franca y curiosa. Su piel cobriza bronceada por el sol revelaba su ascendencia indígena. Vestía una tosca camisa de tela burda, empapada por el agua, revelando su cuerpo aún infantil. -Qué bonito vestido… -Gracias –Contestó Renata, acostumbrada a los buenos modales- Mi mamá y mi hermana me compran siempre… ¿Está rica el agua? -¡Sí!... –Los gritos de los compañeros llamaron su atención- Me tengo que ir… Vamos a jugar y a comer mangos y cambures al final del río.
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-¿te gusta mi vestido? –Volvió a preguntar Renata… Sor Isabel caminaba preocupada. Había recorrido todo el patio, luego de llamar a las niñas a clase. No encontraba a Renata Torregrande. Lo peor era tener que avisarle a Alberto Torregrande, uno de los más grandes colaboradores del colegio. Decidió participarle a la madre superiora. El viejo portero fue despertado a gritos. Manifestó no haber visto a la niña. Se temió lo peor. Alberto Torregrande salió en su carruaje, acompañado de su hermano, armados hasta los dientes. No llevaban las típicas armas de pistón, sino revólveres colt, de fabricación reciente, traídas de Estados Unidos. La gran aldaba con rostro de sátiro mordiendo el aro de hierro del portón de la casa de los Torregrande interrumpió la preocupación de la familia. Aurelia salió con la desesperación reflejada en el rostro. Su expresión cambió a extrañeza y curiosidad: Unos ocho niños estaban en la puerta. Al principio no la reconoció, pues vestía el mismo vestido de tosco dril típico de los niños del campo, rodeada de los otros. -¿Qué quieren…? ¡Renata, por dios! ¿Qué haces tú allí, hija mía? -¿Y tú vestido, mi niña? –Preguntó Susana la sirvienta- ¿Dónde está? -Se lo di a mi amiga… Yo tengo más nana. Cuando un abatido Alberto Torregrande llegó a la casa se quedó pasmado: Allí estaba Renata, rodeada de otros niños, jugando, mientras compartía jugo de frutas y galletas. Aurelia, entendiendo que el problema apenas empezaba, habló: -Bueno niños, es hora de irse… Sus padres deben estar preocupados –Calmó a su esposo con un gesto- Ya hablaremos Alberto. Ahora Renata estaba sentada frente a su padre. Este la miraba con severidad. Ya estaba al tanto de todo. Su llegada a la casa no había sido fortuita: La ronda por los alrededores del colegio lo llevó a los bohíos cercanos. Allí vio la blusita marinera y la faldita típica de las niñas del colegio, colgada en una cerca de madera. Atravesó el porche, revolver en mano, seguido de su hermano que le aconsejaba prudencia. Con rapidez y disimulo ocultó el arma en su espalda, al ver a la anciana que se asomaba a la puerta, apoyada en un cayado nudoso. Sus largos cabellos eran muy negros, pero surcados por líneas blancas de canas.
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-¿Y qué hacen uno señorones por esta humilde casa? -Señora –Alberto bajo el tono de voz al sentir la mano de su hermano apoyándose en su hombro- Nos causó curiosidad ese vestido colgado allá afuera. -Ese lo trajo Crucita, mi nieta –Los miró con desconfianza- Y no se lo robó. Yo misma se lo pregunté y la mandé con el pai que vive al lado, para que ella le contara. -¿El…? -Mi hijo Domingo. -Espere aquí… -¡Oiga, aquí semos muertos de jambre, pero decentes! ¡Domingo! Domingo se había quedado sin palabras. Aunque había participado en la guerra, jamás había visto unas armas como esas. Alberto Torregrande lo hizo retroceder, apoyando el cañón del arma en el pecho. -¿Dónde está la niña? -¿Qué niña? -La dueña del vestido… -¿Y para que quieren ustedes a mi hija?... ¡Aquí no semos esa clase de gente! -¡Cállese embustero! A pesar del arma que le apuntaba, Domingo sacó una larga lanza de las usadas en la guerra. Era una larga vara de madera de tres metros y medio, con una fiera hoja sujeta a un extremo. La sujetó como quién ha estado acostumbrado toda la vida a usarla. La herrumbre de la hoja le dijo a Alberto que esa hoja había probado la sangre más de una vez. -A mí nadie me dice mentiroso, así sean unos ricachos –Habló en tono amenazador- Y van a tené que matarme pá llevarse a mi Crucita. El disparo levantó gran tumulto. Hasta el indio Domingo palideció con el sonido. No era como las pistolas que conocía. Pero no soltó la lanza. Para su fortuna, Julio Torregrande había disparado al suelo de tierra pisada. Una hora más tarde, los hermanos salían del bohío: La esposa del indio Domingo había aparecido atraída por el disparo y se abrazó a su hombre para protegerlo y obligarlo a soltar la lanza. Aclarado todo, Alberto le pidió disculpas a un asombrado indio Domingo. -¡Rico pidiéndole perdón a indio, fin de mundo! Se marcharon de allí, avergonzados. Y mayor vergüenza para Alberto
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Torregrande cuando el indio Domingo rechazó la talega de monedas que este ponía en sus manos. -No Don… Aquí semos muertos de jambre, pero no semos ladrones. Y si usté mata por su cría, yo mato por la mía… -¿Qué voy a hacer contigo Tata? –Alberto Torregrande trataba de no alzar la voz- ¿No te das cuenta de lo grave de lo que hiciste? -Solo me fui a bañar al rio con mis amigos… -¡No son tus amigos!... Son gente de campo, una indiada sin cultura ni educación, que gracias a dios era gente buena, porque quién sabe qué te hubiera pasado. -No le grites, por favor… Es verdad que andan por ahí como pájaros sueltos… -Será más bien como pollos sin cabeza…Te agradezco no intervengas Aurelia. Entre la hermana y tú me la tienen consentida. ¡Hasta la ropa se la quitaron! -¡No me la quitaron! –Protestó la niña- Yo se la regalé. La bofetada llamó al silencio. A la niña se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no hizo un berrinche como cuando era más pequeña. Se puso de pie y en un tono poco apropiado para su edad habló: -Padre, ¿Me puedo ir a mi habitación? -Vete a tu cuarto –Dijo Alberto Torregrande un poco desconcertadoY no salgas hasta que yo te llame. La niña salió caminando tranquilamente. El padre la vio marcharse sin proferir palabra. Se sirvió un trago de brandi de su licorera de cristal tallado. Hizo un mal gesto. El licor le supo amargo. -Creo que fuiste muy dura con Renata. -Aquí el padre soy yo… ¿Te das cuenta de que estuve a punto de matar a un hombre inocente?... Y de que ese hombre tuvo la intención de quitarme la vida en defensa de su hija y de su dignidad… Y que rechazó lo que le ofrecí a modo de disculpa. -Ambos son padres. -Sí. Pero Renata no es una india del campo. Su hermana va a ser una gran concertista y ella va a tener una boda con un hombre a su altura –Su mirada le indicó a Aurelia que la discusión había terminado- Y si algo como esto vuelve a ocurrir, la ingreso en un internado. Disciplina. Eso es lo que hace falta. Pero esa no fue la última muestra del carácter de la niña. Una tarde, un año después, Renata se cortó el cabello muy corto, porque tenía mucho calor y no soportaba los peinados ni los sombreros. A la madre
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le dio un desmayo y el padre, sin pensarlo mucho, la ingresó en un internado. -Un Torregrande siempre cumple su palabra – La dijo a modo de despedida- Regresarás al terminar el colegio. Renata estaba a punto de cumplir trece años. Se abrazó a su hermana, que le susurró con cariño, ante el llanto silencioso de la madre: -Adiós, Tata
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El fin de la Niñez Observó la figura con cuidado: Líneas finas y angulares, poco relleno (lo que indicaba que se trabajaría menos sobre este, y por lo tanto dolería menos), discreto, fácil de disimular: El tatuaje perfecto. Este causaría buena impresión. Había invertido tiempo en escogerlo. Para cuando su padre se diera cuenta, ya sería tarde y no habría dinero para una eliminación por láser. Todo lo que quería era impresionarla: Pelirroja, con su cabello rizado natural, unas pocas pecas en el níveo rostro y unos labios tan rojos que parecía que usaba labial todo el tiempo. Para Beto Torregrande Bianca Rovira era, simplemente perfecta. Sentía que le faltaba la respiración cada vez que ella entraba al salón desde el día que comenzaron las clases y llegó de otro colegio. A pesar de ser un deportista notable en básquet, futbol y gimnasia, ella parecía no notarlo. No era que lo ignorase, ella siempre le respondía el saludo o daba la respuesta amable. Pero era igual con todos. Quería sentir que con él era diferente. No solo era amor romántico. Cuando la veía en deportes se quedaba como alelado, viendo sus voluptuosidades moverse. Porque era una de las compañeras más desarrolladas del colegio, tema de envidia de sus compañeras y de deseo de sus amigos, con esos senos que amenazaban con romper la camisa o la franela de deportes: Grandes, pero sin exagerar. Pero no era solo una cara bonita. No presumía de inteligente, pero sus notas eran excelentes (no tanto como la puntuación perfecta de su hermana, motivo de ostracismo social). Sabía cómo mantener a raya a sus amigos, compañeros de clase e incluso alguno que otro profesor sin ser grosera ni altanera. Beto decidió que un tatuaje era lo ideal. Los pocos compañeros que tenían uno las mujeres siempre les dedicaban sonrisas y afectos. Tenían algo de lo que carecía: Le faltaba ese aire de malicia y madurez que ellos mostraban. Porque, a pesar de sus conversaciones resueltas y ese aire de mundo que pretendía mostrar, se le escapaba la inocencia por todos los poros. Y no hallaba que hacer. Su hermana lo encontró mirando las fotos de ella en las redes sociales, con esa cara que solo producen los amores no correspondidos.
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-¿Por qué solo no le hablas ya? –A veces es lo que las mujeres esperamos- Háblale. ¿Pero qué podía saber ella?... Porque a pesar de haberlo adelantado en el colegio y de estar a punto de ingresar en la universidad, para él era solo una niña. Su hermanita pequeña. Un tatuaje era la respuesta. Así se apareció en casa, después de clase, con una venda en un brazo para cubrir parte del trabajo: una serie de triángulos y círculos hasta donde la sesión y el dolor le habían permitido. Una discusión, opiniones encontradas, un “ya no hay nada más que hacer”, cerraron el tema. Ahora solo faltaba llegar al colegio, unas cuantas vueltas previo al juego de fútbol, jugar en el grupo de los que no usaban camiseta y mostrar el tatuaje, listo, preciso. Los amigos verían sorprendidos, las mujeres admiradas, pero ella seguiría igual. Porque Beto había caído en cuenta que aquellos compañeros suyos, aquellos que usaban tatuajes, tampoco eran del centro de atención de Bianca Rovira. Allí volvió a la realidad y dio gracias a dios que solo se lo estaba imaginando, porque es ese momento el dinero no le alcanzaba para un tatuaje así. La realidad le parecía dolorosa, pero menos que el ridículo. Mejor no tomado en cuenta, seguir invisible, que ser motivo de ridículo. Comenzaba, sin saberlo, a madurar.
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¿El bien duele? (1903) Los acordes del piano marchaban con suavidad, mientras el metrónomo llevaba el compás. Sor Inés daba vueltas alrededor del instrumento, entrecerrando los ojos, mientras la música llenaba el espacio. En algún momento algún acorde falló y rápidamente fue corregido con un golpe de la regla de madera en la muñeca, haciéndole contraer los puños de dolor. -¡Renata Torregrande, concéntrese en la partitura! -Disculpe Sor Inés… Es qué… -Otro golpe la enmudeció, mientras se pasaba la mano por la muñeca y contenía las lágrimas -Perdón – Musitó- Disculpe -No replique muchachita –Dijo con voz severa- Esta no es su casa, donde usted es una niña mimada. Usted está aquí por problemática y viene aquí a aprender… Si no… Esta vez Renata Torregrande no hizo como en otras oportunidades, pues ya tenía cuatro años en aquel internado. Su cabello en una apretada cola tenía casi su largo original. No lloró, no hizo gesto alguno. Solo alzó la mirada y no parpadeó. Ni siquiera cuando la monja la golpeó nuevamente al considerar su actitud altanera y poco humilde, poco cónsona con una muchacha de su casa, de buena familia, que si se encontraba allí era porque le faltaba disciplina. Otro golpe. Esta vez falló y la regla de madera terminó en el piso. Renata la recogió y Sor Inés le extendió la mano para recibirla. Renata, sin pensar, golpeó aquella blanca, nudosa y pecosa mano con todas sus fuerzas, arrancándole un grito de sorpresa a la monja. Ahora se encontraba sentada frente a la madre superiora. Era una mujer de sesenta años, tal vez más. Aunque de aspecto severo, era una mujer generosa y de buen corazón, pero sentía, como en otras oportunidades, que la conducta de aquella niña la desconcertaba. Ambas se encontraban en la dirección del colegio, una habitación sencilla, espartana en su mobiliario: Un escritorio de madera, simple, sin adornos, una biblioteca con algunos libros y una chimenea con un fuego para apaciguar el frio de la tarde, preludio de las frías noches de invierno ya por llegar. Podía entenderla. En el tiempo que estaba allí, sus padres ni ningún miembro de su familia la habían visitado, por prohibición expresa de Alberto Torregrande, que quería darle una lección a su hija, a pesar de
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las objeciones de la esposa y las peleas con el hermano. -¿Qué vamos a hacer contigo Renata? –La niña no respondió- Debes obedecer, hacerle caso a tus maestras, cumplir las tareas… ¡A dónde vamos a llegar si las alumnas castigan a las maestras!, ¿qué tal? – Contuvo la risa- Tengo muchos años en este colegio. He visto toda clase de niñas y puedo decirte que no eres una niña mala –Ella alzó la mirada- Pero debes ser más obediente, más aplicada… Sor Inés es estricta, pero no puedo desautorizarla ni quitarte el castigo. ¿Qué castigo te impuso? -Que rezara tres rosarios completos todas las noches por un mes y que me acostase sin cenar por una semana. -Entiendo –La madre superiora guardó silencio unos segundos, mientras meditaba que hacer- Es casi hora de la cena, ve a comer. Pero igual reza tus tres rosarios por un mes –Dijo pretendiendo ser severa- Yo conversaré con Sor Inés. Entiende que ella lo hace por tu bien. -Madre superiora… -Dime hija mía… -¿El bien duele? Ella estudió aquel rostro infantil por unos segundos. No había sarcasmo ni mala intención en la pregunta, pero si dolor y confusión. ¡Tanto que se podía lograr por el amor y no por la ira! -A veces hija, a veces. Pero más a quien lo producimos. Vete. A la religiosa le gustó muy poco la conversación con la madre superiora. Se sentía extremadamente ofendida por esa mocosa mal acostumbrada por el dinero pésima educación. Las palabras de la madre llamaban a la concordia, pero con firmeza: -No critico la sanción del rosario, pero sí la del ayuno. -Nuestras novicias cumplen ese tipo de penitencias sin protestar. Más bien lo hacen entregadas al señor. -Pero esa niña no es una novicia. Su padre entrega una generosa donación por su educación… Debemos ser firmes, pero sin llegar a extremos. -Está bien, madre superiora. Creo que me retiraré a mi claustro a rezar y meditar. -Hágalo Sor Inés… Y, Sor Inés –La monja se detuvo- La soberbia es un pecado –Esta salió sin proferir palabra- Bien. La madre superiora tomó la gruesa regla de madera y la miró
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fijamente. Tuvo que golpear con fuerza dos veces el escritorio para poder romperla y arrojar los pedazos al fuego. El sol entraba con fuerza por los altos ventanales. Toda la clase estaba en silencio, mientras copiaban todo lo escrito en el pizarrón. El metrónomo marcaba el ritmo del silencio. Sor Inés caminaba con su paso lento y silencioso, con el susurro de las puntas de las plumas rozando el papel, dejando sus trazos. Sor Inés pasó frente a un puesto vacío, donde reposaba una hoja a medio escribir y la pluma estaba en el tintero. Recogió la hoja, mirando la letra con desdén. -¡Vean esta letra! ¡Inteligible, indigna de la educación que aquí se aplica, como si fuera el dibujo de una analfabeta! –Escuchó unos murmullos desde donde se encontraba- ¡Silencio!... El único ruido que se debe escuchar aquí es el del metrónomo. Ningún otro. El ruido trataba de ser contenido. Sor Inés se dirigió hacia este, detrás del pizarrón. Se asomó. Allí estaba Renata Torregrande de pie, con el cabello con de telarañas y la cara llena de polvo, trataba de contener la tos, alternando sus pies para continuar parada, pues ya tenía cuatro horas así. La monja la sacó por un brazo. La joven trataba de limpiarse la cara y el cabello lo mejor que podía, hasta que arrojó un fuerte estornudo. -¡Ay! –Se quejó ante el golpe de la regla sobre su espalda- ¡Eso dolió! -¡Ya tienes tres años aquí y está visto que no vas a dejar de ser una zarrapastrosa, niña! Aunque Renata no había crecido mucho en altura, su cuerpo sí. Se había hecho más voluptuoso, pues ya era prácticamente una mujer. El uniforme no podía disimular a pesar de la falda larga y el cerrado cuello. La monja la miró de arriba abajo con desaprobación. -Usted me odia porque mi familia tiene dinero. Es como si yo la odiara por ser pobre y monja. Sor Inés parpadeo unos momentos. El metrónomo era lo único que se oía, pues todos habían guardado silencio, esperando la respuesta de la mujer. -Sígueme. Caminaron por largos pasillos, apenas iluminados por pequeños tragaluces. Son Inés llevaba una pequeña lámpara para guiar el camino. El pasillo parecía ir en declive. Se detuvieron ante una pesada
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puerta de madera, tachonada con metal. El ruido que hizo al crujir los goznes llegó a los huesos de Renata, haciéndola estremecerse. -Pasa… -Yo… -¡Pasa, que no tengo todo el día! Entró. Vacío. Nada. Ni una cama o una mesa. Nada. Solo el piso de piedra. Había espacio apenas para sentarse en el suelo, pues era demasiado estrecho. Ni un resquicio, ni una ventana. Giró sobre sí misma y miró a la religiosa. La luz iluminaba su rostro desde abajo, acentuando sus arrugas, su mirada cruel y los ojos como cuencas vacías. -Aquí te quedarás hasta que aprendas que una mujer debe tener educación, obediencia y respetar la palabra de dios y la sagrada educación que aquí se imparte, para que seas una buena mujer, una buena esposa, devota y temerosa del señor. -Usted no está casada. -¡Niña impertinente e ignorante! ¡Estoy casada con dios! -Con razón tiene tantas esposas… Por si algunas son insoportables. La luz fue desapareciendo lentamente, junto con el crujido de la puerta al cerrarse. Nunca había experimentado una oscuridad así. Trató de moverse y no supo en qué dirección. Le parecía que flotaba en el aire. Tropezó con la pared, pues no encontró la puerta. El piso no era lo suficientemente grande para estar a lo largo. Tanteó en la oscuridad, hasta que sus dedos le dijeron que había encontrado la puerta. Se pegó a ella lo más que pudo. Apenas podía ver el hilo de luz de la lámpara. Sor Inés continuaba allí. -¡Sor Inés! –Gritó asustada- ¡Sor Inés, no me deje aquí! ¡Haré lo que me ordene! La oscuridad la envolvió mientras pasos se alejaban, indicándole que estaba completamente sola. Le pareció escuchar una risa, pero no estuvo muy segura. Se acomodó como pudo, abrazada a sus rodillas, llorando en silencio. Cuando Sor Inés regresó a salón de clases, todas habían terminado su tarea y esta le esperaba sobre el escritorio. El pliego de papel de Renata Torregrande reposaba en su puesto solo, acusatorio de lo que había sucedido. -¡Pobre de la que diga algo de lo que aquí paso! –Murmuró rabiosaPues seguirá el mismo destino de esa niña insolente… ¿Está claro?
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–Nadie contestó- ¡Salgan de aquí! ¡Vayan al comedor a almorzar! ¡Y ni una palabra! Renata Torregrande fue sacada de la habitación por otra monja luego de dos días, cuando la madre superiora notó su ausencia. Tenía un fuerte resfriado y tuvo que ser internada en la enfermería de la escuela. Tenía fiebre y escalofrío. La madre superiora decidió que Sor Inés, para su bien y el bien de la congregación, sería trasladada a un leprosorio que la orden tenía al sur del país, obligada a guardar voto de silencio, para ayudar a personas más desposeídas y menesterosas que una anciana monja. Renata, por su parte, mejoró de a poco. Y cuanto tuvo suficientes fuerzas, se escapó del colegio, sin mirar atrás.
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La Mente Adulta de su Mundo de Niña La Suite Número 1 de Bach llenaba el espacio. De manera entregada danzaba sus dedos entre las cuerdas, mientras combinaba los acordes. Tenía los ojos cerrados, aparentemente abstraída por la música. Pero su mente iba en dos direcciones: Por un lado la música, por el otro para quien la estaba interpretando: Su profesor era un músico de la orquesta sinfónica nacional que venía a darles un seminario. Parecía más un músico grunge que uno clásico, con ese cabello que tenía que apartar del rostro (gesto inconsciente, pero que enloquecía a las alumnas), su sonrisa con hoyuelos, casi infantil, sino fuera por la barba bien rasurada que parecía vencer a la navaja. Delgado y alto, vestía jeans y una camisa negra (se había quitado la chaqueta de cuero para estar más cómodo). Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados con la cabeza inclinada, mientras escuchaba la ejecución. Cuando María Fernanda finalizó abrió los ojos. Se le cortó la respiración. Venía hacia ella. Guardó la compostura. Estaba demasiado consciente de su realidad, demasiado consciente de las cosas: Tenía ya catorce años, él era mayor once años y aunque la considerara por encima del promedio en técnica e interpretación, para aquel hombre solo era una niña demasiado adelantada para su edad. -Excelente, María Fernanda. Un ardor invadió su pecho cuando lo escuchaba pronunciar su nombre. Sabía bien que era. Había leído mucho sobre el tema, además de aprovecharse de la indiferencia de la mayoría de sus compañeras de clase, que hablaban como si ella no existiese. Sabía más de sexo, por lo menos en la teoría. Había experimentado consigo misma, más que por cumplir un requisito personal que por necesidad. Gratificante, pero no hasta el punto de volverlo un hábito. Tenía según su parecer, mejores formas de usar su energía. Hasta que llegó aquel hombre. Joven, pero hombre al fin. No se hacía ilusiones. Lo veía tratar a sus compañeras con cierta condescendencia de hombre experimentado. Así que para él solo era una niña genio, un fenómeno. -Gracias, profesor… No demostraba lo que sentía. Su sentido de la lógica le decía que fácilmente sería motivo de burlas de sus compañeras, que dirían que era su primera ilusión de niña. Y era así. Solo que no sentía como una
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niña. Sentía como mujer. Pero estaba clara con respecto a su condición física y fisiológica, tan alejada a lo que estaba dentro de su espíritu. Se colocó detrás de ella, sujetándole el brazo a la altura del codo. Hablaba, pero María Fernanda no podía oír lo que decía. Aquella mano masculina le quemaba la piel, mientras este explicaba algo sobre la correcta postura para manejar el instrumento, su voz inundaba su cuerpo. Calmó la respiración. Pero algo debió demostrar. A pesar de no ser afecta para nada al contacto físico, no sabía por qué, pero este era de su agrado, cosa que no pasaba todo el tiempo. -María Fernanda, ¿te pasa algo? -Nada profesor, es que esta mañana no desayuné. -Bien, ve a comer algo –Dijo preocupado, mientras pasaba su mano por la cabeza- No quiero que te de alguna cosa. ¿Bien? -Bien. Ahora bebía agua del filtro y pasaba las manos húmedas de agua fría para darse sosiego. Calmar ese nuevo ardor de sus entrañas. Se hizo una pregunta sin respuesta: -¿Así que esto es el deseo? El timbre del receso le avisó que la clase había terminado. Rato después esperaba en el estacionamiento, esperando a su mamá que la recogiese. -¿Está todo bien? Alzó la mirada y la invadió nuevamente el desasosiego. Era el profesor de música. Se puso de pie, mientras mecánicamente alisaba su falda. Se odio a sí misma por aquel gesto que consideraba infantil. -.Si… Estoy esperando a mamá, que ya debe estar por llegar. -Eres una niña muy talentosa, pero creo que ya te lo han dicho. -También fenómeno. -No les hagas caso. Si… No me mires así. Yo también fui un “fenómeno”. Se acabará cuando tengas veinte… Luego verán como sencillo lo que en realidad tantos años nos ha costado alcanzar. -Cierto… Pero lo sabré cuando tenga veinte…. Como muchas otras cosas. -Si… Supongo. -Buenas… Era Rosa de Torregrande. Al ver aquel hombre se arregló el cabello con cierta coquetería, que no se escapó a los ojos de su hija. -Hola mamá… La madre sonrió complacida. Era extraño para ella que su hija le dijese mamá. Normalmente la llamaba por su nombre, cosa que por la
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manera de ser de su hija no pudo cambiar, pues mayormente era una niña huraña, de pocos amigos. -Hola hija… -Señora Torregrande. Soy Gerardo Díaz, de la orquesta sinfónica nacional. Estoy dictando unos seminarios para los alumnos avanzados en música. Me imagino que debe estar acostumbrada a escuchar lo inteligente que es su hija –Le extendió la mano y ella correspondió el saludo- Mucho gusto. -Nunca es suficiente. Dicen que es de familia –Correspondió la cortesía- Por parte de la familia de mi esposo. -Y la belleza la heredó de su lado. Porque también es una niña muy bonita. -Gracias -Quisiera saber si ha considerado el ingreso de su hija en la orquesta sinfónica nacional. -Pensamos que pruebe en la orquesta juvenil. -La verdad es que estamos haciendo cambios. Estamos integrando alumnos con grandes dotes para la música con gente de mucha más experiencia. Son pocos los cupos, pero creo que María Fernanda debería intentarlo. -Bueno, no sabría decirle… -Todos los alumnos que se postulen y queden tendrían los beneficios de cualquier miembro de la orquesta: Sueldo y todas esas cosas, con permiso de sus representantes, por supuesto. -Lo conversaré con mi esposo. -Me parece bien. Adiós María Fernanda. -Adiós profesor. Ahora madre e hija iban juntas en el vehículo, sin pronunciar palabra. Rosa Torregrande sonrió antes de lanzar un comentario, mientras arrancaba al semáforo cambiar de rojo a verde. -Muy buenmozo el profesor de música. -¿Te parece? -Si hija… ¿Y a ti? -Muy mayor… Once años. -¿Verdad? -Sí… -¿Quieres comer helado? -Sí… Sin pronunciar palabra apoyó su cabeza en el hombro de su madre. Ambas compartieron el silencio. Rosa Torregrande lamentaba a veces el genio de su hija. Su mente adulta en su cuerpo de niña.
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El primer infierno de Dante (1903) -¡Pero estás loca hija! -Déjala mamá. ¿No ves que la pobre está muerta de hambre? Ni siquiera se ha dado un baño la pobre. Era casi el medio día cuando Renata entro a la casa, escondida, por la cocina. Grande fue el susto de Susana la criada cuando la vio sentada, engullendo un pedazo de pan de maíz, papelón y café de la comida del servicio. Pidió además un plato de huevo con pizca: Masa de maíz ya cocida frita con mantequilla recién hecha, restos de tocino y huevos frescos del gallinero. -¿Y qué va a decir tú padre cuando llegue y la vea? -No va a decir nada porque no le vamos a decir, hasta que no hablemos con ella. Un fuerte eructo interrumpió la discusión. Madre e hija se voltearon y miraron sorprendidas a la niña, que se había llevado las manos a la boca y las miraba con sus grandes ojos muy abiertos, revelando algo que ambas nunca habían visto en ellos: miedo. -Bueno… Tal vez tienes razón…. Renata debe darse un baño, descansar. Luego hablaremos con ella. No tuvieron tiempo de conversar con ella. Susana se comprometió a guardar silencio y le dio un baño a conciencia. Tardó un buen rato, pues tenía el cabello hecho nudos y los pies sucios y llenos de costras de estar descalza, pues no supo en que momento perdió sus zapatos. Tal vez cuando huyó cuando estaba con los gitanos. Durmió dos días seguidos. Nunca supieron de los campos que cruzó al amparo de la noche, escondiéndose al borde de los caminos, alejándose de los caminantes de torvo aspecto, de aquellos que bebían y de los que marchaban solos. Su ropa se curtió de tierra y barro, su cabello castaño se oscureció de sucio. Se alimentó de frutos de árboles de mango, plátano y cambur como lo había hecho con aquellos niños la primera vez que salió del colegio sin permiso. Pero tenía mucha hambre. No sabía lo horrible que eso era, porque jamás le había pasado: Era algo silencioso, tortuoso, que le decía a gritos que necesitaba calmar esa ansía jamás experimentada, que atormentaba sus entrañas. -¡Limosna para la ciega! ¡Limosna para la ciega! La anciana parecía tener ochenta, como podía tener cien. Su cabello despeinado era una madeja gris. Usaba sandalias de cuero e hilo
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tejidos, típicas de la gente del campo. Usaba un trozo de madera de guayabo a modo de bastón, donde colgaban en su punta pequeños cencerros de metal que anunciaban su llegada. Vestía un vestido de dril y un descolorido poncho tejido que había conocido tiempos mejores. Protegía su cabeza con un sombrero de paja trenzada y llevaba un bolso de yute tejido donde cargaba toda su existencia. Renata estaba al borde del camino y la miraba aproximarse a ella -¡Limosna para la ciega! ¡Limosna para la ciega! Un grupo de carreteros tirados por mulas pasó a su lado lentamente. Sobre la carreta iban sentadas tres monjas. Una de ellas era la madre superiora. Renata comprendió que si se salía de golpe del camino, sería más notoria su presencia. Se quedó allí, esperando, hasta que la anciana ciega pasó a su lado. Comenzó a llevarle el paso, a pesar de que su corazón corría desbocado y ella deseaba imitarlo. Sin pensar, extendió la mano y tomó la de la anciana, apretándosela suavemente, llevándola. Para su sorpresa esta le correspondió y siguió caminando como si nada. -¡Limosna para la ciega! ¡Limosna para la ciega! La carreta pasó a su lado. A pesar de que la madre superiora miró hacia allí, no la vio. No se dio cuenta de que era ella, Renata Torregrande. En su cabeza era una persona muy diferente a aquella adolecente sucia y desarrapada que le servía de lazarillo a una anciana limosnera que transitaba por el camino. Solo deseaba encontrarla antes que tener que avisarle a su familia que su hija había desaparecido. Le pedía perdón a dios por desear no haber empleado un castigo menos sutil para Sor Inés, la causante a su juicio de toda esa situación. -¿Ya pasaron los que te buscan? –Renata no contestó- Lo sé porque te has ido calmando a medida que se alejan- Quédate tranquila… Nadie se fija en la anciana ciega. Y no se fijaran en ti. ¿No has hecho nada malo, verdad? -No… Solo no quise seguir donde estaba. -Bien. Por tu tono de voz sé que no eres una campesina… Y que ya no eres una niña. ¿Qué buscas? -Mi casa. -Si huyes y no pides auxilio, es que de tu casa te pusieron allí, ¿verdad? –Renata no contestó- No tengas miedo. No voy a entregarte
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–La anciana sintió su mano tensa- Debes calmarte. Dime: ¿Ya ves la entrada del pueblo? -Sí… -Tal vez puedas ayudarme… ¿tienes hambre?... ¡Hablas mucho! -No he hablado… -Pero tus silencios dicen demasiado. Y los que dios o la vida nos ha quitado la visión, tenemos muy abiertos los ojos del alma. Toma –Era un pedazo de queso con un trozo de pan, envueltos en hojas de plátano- Come… Avísame cuando lleguemos a la fuente de la plaza. La fuente, más que fuente, era una pila de agua, con dos abrevaderos: uno para las bestias y otro para que las personas llevasen agua fresca para sus casas. Renata le indicó y ella siguió caminando, hasta que encontró la sombra de una ceiba. Alrededor de la fuente había varios negocios que indicaban que se encontraban en el lugar principal del pueblo. -Escucha niña: Sigue derecho por esta calle, hasta que encuentres al herrero. Está trabajando justo ahora, porque escucho su martillo golpear el metal. Dile que la anciana ciega está aquí y pídele un taburete de madera. Tráelo. Aquí te espero. Esta anciana necesita descansar las piernas. Toma –Le extendió una vieja botella de vidrio, cubierta de yute trenzado- De regreso me traes agua de la fuente. Siguió sus instrucciones al pie de la letra. Se sorprendió de escuchar el golpe del martillo sobre el metal. Las puertas de la herrería estaban abiertas de par en par. Allí observó varias cosas que la dejaron en silencio, curiosa, ajena a ese mundo: Un joven como de su edad le retiraba las herraduras a un caballo. El tono aceitunado de su piel le decía que no era blanco ni indio. Su rostro le indicaba juventud, pero sus espaldas eran anchas, musculosas, de cuello grueso y manos que revelaban fortaleza. Dejó de hacer lo que estaba haciendo para mirar a aquella muchacha. Le sonrió. Su mirada eran los ojos más verdes que ella había visto en su vida. Renata Torregrande no supo lo que sintió, pero se estremeció. A ella nunca ningún joven le había sonreído, y menos de esa forma. -¿Qué quieres niña? Se sobresaltó al escuchar que le hablaban. Era el herrero. Evidentemente era el padre. A Renata le vino a la mente los gigantes de los cuentos que le leía su hermana de niña. Si existían, debían ser como ese. Su acento le recordó los extranjeros que visitaban a su
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padre. Europeo. -La anciana ciega ya llegó –Fue lo único que pudo decir- Está en la plaza. El hombre no dijo más nada. Le extendió dos bancos de madera y continuó con su trabajo. De pasada le propinó un manotón en la cabeza al joven para que concentrara su atención al trabajo. Este la obedeció, no sin antes guiñarle un ojo a aquella joven. -Dile que al mediodía la voy a buscar. Eso fue todo. Cuando le informó a la anciana, esta hizo una pausa en el agua que bebía para saciar su sed. Se sentó en el banco más bajo y colocó el otro a modo de mesa. Colocó allí un mazo de naipes. -¿Sabes escribir? -…Sí. -Entonces, te ganaras el pan. Nadie merece comer si no trabaja. Está bien. -Sí. -Solo calla ya actúa como si hubieras hecho esto toda la vida. ¿Entendiste?... Tu silencio me dice que entendiste o que estás pensando que hacer. -Haré lo que usted me diga señora. -¡Ja! –Rió con voz sonora- Ahora sé que sabes más que un “si”… Y hacía años que nadie me dice señora. Y no uses usa palabra. No hables, si no quieres que la gente se dé cuenta de que eres diferente. -Sí… -Mucho mejor… Llegó un hombre montando un caballo. Su aspecto era fiero: Ojos grandes, negros, de mirada directa, con gruesos bigotes que enmarcaban unos labios que eran apenas una línea recta, nariz aguileña y mejillas hundidas. Delgado, de espaladas anchas, usaba camisa y chaleco, pantalón y botas de cuero, revelando a alguien que tenía como vivir. En si cinturón llevaba pistola y cuchillo. Parecía un hombre acostumbrado a ejercer el poder. Retana lo notó enseguida. -¿Qué haces aquí vieja bruja? ¡Pensé que ya te habías muerto! -Todavía el innombrable no se atreve a llevarme al averno. ¿Sigues siendo la ley? -Mientras de la ciudad no nombren a más nadie, sí. ¿Y esta mocosa? –La miró con curiosidad, pues su estado no permitía apreciarla bien¿nieta tuya?
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-La traje para que me ayude escribiendo las cartas de amor… Sigues enamorado de la Juana. -Sigue sin hacerme caso. -Dime que quieres que le diga y ella te escribirá la carta que deseas. Mañana podrás venir a buscarla. -¿Leerás mi fortuna? -Ahora, si lo prefieres, o mañana, cuando te entregue la carta. -Mañana –Tiró tres monedas sobre la banca que hacía de mesa –Allí tienes- Es por la carta. -Hijo, eso solo te cubre que te lea la fortuna. La carta es otro pago. - No abuses de tu suerte vieja gitana. Que el herrero sea tu hermano no te hace inmune a la cárcel. La anciana sonrió y sacó una carta del mazo: Era un hombre caminando en una dirección, mirando en otra, seguido de perros, llevando un pedazo de madera con un lio atado a su espalda. Al pie se leía “le fou”. Por sus clases de francés, Renata entendió que decía “el loco”. La anciana la acarició. -Y pagarás, porque esperas escuchar lo que desea tu corazón. -Debería encerrarte por bruja. Agradece que el cura esté muy enfermo para venir a pelear contigo. -¿Le molesta la gota otra vez? Dile que puedo volver a ayudarlo. Le cobraré haciendo que ruegue a dios por mi alma pecadora. -Se lo diré… Nos vemos. Se alejó galopando. Esa mañana, mucha gente vino a consultarse con la anciana: Daños recibidos, amores no correspondidos, envidias, deseos, sueños y aspiraciones, negocios y proyectos. Para todos tenía respuestas. Algunas certeras, algunas evasivas, pero siempre encerrando un consejo. Cuando alguna desagradaba demasiado a alguien, simplemente le indicaba que no pagara. -Es mejor que la gente se vaya no complacida que de enemiga. Así no podré volver… Las cosas no siempre van a estar igual. Tienen que cambiar. Son las fuerzas de la naturaleza… Aprende eso niña. Ya al medio día hizo un alto. Recogió sus cosas y se encaminó con Renata a la herrería, donde le esperaba su hermano con comida. -Ahora, vamos a comer. En la tarde te diré lo que vas escribir. Me has ayudado a ganar un buen dinero niña. Supongo que debo pagarte algo. Siempre debes pagar tus deudas. Las deudas no son solo las del
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dinero, recuérdalo. A Renata Torregrande se le grababan estas lecciones en el corazón. Estaba agradecida por esa seguridad momentánea. Pero sabía que tenía que llegar a su casa. Pero no quería incumplirle a la anciana. Escribiría sus cartas y se marcharía luego del almuerzo de mañana. Sabía que faltaba mucho para llegar a la cuidad real y aún no sabía cómo hacer. Pero un día más no haría la diferencia. No dijo palabra durante la comida. La anciana y su hermano el herrero hablaron un dialecto que ella no entendió. Apenas pudo comprender que se trataba de ella, y que se referían a ella como “un payo”. A la final el hombre no dijo mayor palabra y se retiró a descansar para iniciar su faena más tarde. La anciana se dedicó a recitarle cada una de las cartas que ella tenía que escribir. La memoria de la anciana era prodigiosa. Sabía para quien iba dirigida cada carta y de que caso se trataba. Al caer la tarde, ambas durmieron en un catre en la herrería que habían dispuesto para ellas. La anciana estaba despierta. Renata lo sabía por el movimiento del rosario, mientras rezaba en silencio. Cuando terminó, Renata le preguntó: -¿Por qué no vive con su hermano? -Yo puedo mantenerme. No es mi hermano quien no me quiere aquí… Para nosotros los ancianos son muy importantes. Lo que pasa es que aquí somos muy pocos. En mi patria somos muchos, pero muy perseguidos. Aquí, a veces. Pero sabemos sobrevivir. Descansa. Mañana en la mañana mi sobrino te llevará hasta el próximo caserío. Allí otros te llevaran a pueblo real. -¿Gitanos? -¿Nos temes? -No sé. Es primera vez que los conozco. No sé nada de los gitanos. -Nada bueno escucharás de nosotros. Pero somos uno donde estemos, recuérdalo. Al día siguiente Renata fue llevada a lomo de una mula mansa, guiada por el joven aprendiz de herrero. Esta vez su actitud era muy diferente a la del día anterior. No profería palabra y solo se limitaba a llevar al animal. Antes de partir, la anciana extendió las manos al aire, buscando su rostro. Ella se dejó tocar. Cada línea, cada curva del rostro, cada expresión fue dibujada por las temblorosas manos.
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-¡Virgen de Rocío! ¡Qué bella eres niña! -Gracias por no decir nada. -Vete tranquila, Renata Torregrande –La anciana percibió su sorpresa y sonrió- De ti se venía hablando desde dos poblados atrás, que te habían robado de un colegio… Si hubiese dicho algo, lo más seguro era que se lo endilgaran a los gitanos. Llevaban más de dos horas de haber salido del pueblo y atravesado dos caseríos. Renata pidió que se detuviesen a descansar. -No podemos… Si alguien nos detiene, tendré problemas por ti. -¿Por ser… paya? -No. Por ser gitano. Arribaron a un caserío. Allí el aprendiz detuvo la mula y le hizo gestos a Renata para que no hablase. -Quédate aquí y no hables con nadie. Lo vio discutir con un anciano, gesticulando ambos. Luego se acercó hasta ella. La ayudó a bajar de la mula. Renata se sentía adolorida. No estaba acostumbrada a andar a lomos de un animal. -Te llevaran en esa recua de carretas hasta el pueblo real –Le extendió unas monedas- Mi tía te envió esto. Paga la comida. Come bien y no des más de dos monedas por comida. ¿Entiendes?-Ella asintió- Vete –Esta vez su actitud se suavizó y habló en tono de broma- No tienes culpa de ser paya, como yo de ser calé. La subieron a la última carreta, entre mujeres vestidas con amplios vestidos de colores brillantes, de piel aceitunada, con muchos adornos de plata en su ropa y en las pañoletas con las que se cubrían la cabeza, dejando entrever un cabello negrísimo. Hablaban en su lengua, mientras las más niñas acariciaban el cabello de Renata con curiosidad. Así marcharon varias horas, bajo el inclemente sol. No aminoraron la marcha. A la joven le dieron pan, queso y un embutido de color rojo, de fuerte sabor y un gusto un tanto picante. Para beber le ofrecieron vino de una especie de bolsa de cuero de animal la cual sostenían y dejaban caer un largo chorro sobre la garganta. Lo intentó y el chorro le hizo toser, aparte de mojarle el rostro, arrancándoles carcajadas a las mujeres de la carreta. Una de ellas le extendió la mano y ella depositó las dos monedas. -Vamos, chavala. Insistió con el gesto. Y Renata negó con la cabeza. La mujer se
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encogió de hombros y se guardó el dinero. Durante horas las carretas marcharon en silencio. En la vanguardia unos de los hombres saco una guitarra. Mientras la rasgaba, su compañero lanzó un canto: Una tonada larga, desgarrada, que contaba los dolores y vivencias, de amores perdidos, del abandono, del corazón roto, del acero de la daga y la sangre derramada. Renata le fascino aquel canto, pues nunca lo había escuchado. El hombre hizo una pausa para tomar un largo sorbo de vino de su bota, para luego comenzar a cantar otra vez. Esta vez era sobre el dolor y el menosprecio de los suyos sobre las demás razas y clases y en un tono jocoso, de las habilidades y picardías del gitano para sobrevivir en el mundo de los payos. Las carretas comenzaron a reducir la marcha. Un grupo de hombres armados obstruía el camino. Algunos portaban uniformes. La guitarra enmudeció, igual que el canto. El carretero saludó con una sonrisa cordial que escondía su tensión. -¡Buenos días, señores! ¿Qué los trae por acá? -Estamos revisando a todos los que entran al pueblo… Y cobrando el impuesto que corresponda. -Como ve, somos gente muy pobre, que apenas tiene para ganarse la vida. -La gente como ustedes siempre tiene su porsiacaso –El que fungía de líder caminó lentamente hasta la carreta de atrás, donde otros observaban, entre ellos las mujeres. El hombre estiró el brazo para acariciar el borde de la falda de una de las mujeres, tocando con lascivia uno de los adornos de plata que adornaban el vestidoSiempre tienen con qué pagar… Uno de los carreteros acarició suavemente la empuñadura de su puñal. El líder le hizo un gesto negativo con la mirada. -¡Eh, capitán! –El hombre se volteó- ¡Capitán! -Yo no soy capitán… -Vamos, hombre, si por el porte parecéis capitán tío… -Dime… El hombre se regresó a la carreta principal y se detuvo frente a este, con una sonrisa torva. Atajó en el aire el saco de gamuza y sopesó el contenido. Sin voltear ni quitarle la vista de encima gritó a viva voz: -¡Revisen todo! -Hombre –Le habló cordial- Si ya te he pagao… -Pagaste el impuesto de paso…Pero siempre tienen algo ilegal. Seguro que algo se consigue. Alguien buscado por la ley, oro sin el sello de la casa real, por lo que nos veríamos obligados a confiscarlo.
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Varios de los que estaban en la carreta bajaron disimuladamente y caminaron hasta la última carreta. Mirando en todas direcciones, se arrastraban a la vera del camino, internándose entre los matorrales. Uno de los uniformados notó que corrían. Apuntó su fisil y disparó. Vio caer al hombre que se había levantado a correr. -¡Jefe! ¡Están huyendo! Dentro de la carreta de las mujeres Renata observó cómo levantaban un falso en el piso de la carreta para sacar pequeños sacos que ella supuso que era cosas de valor. Las niñas las escondieron entre sus ropas. La tabla del compartimiento disimulado en el piso fue fijada con un clavo viejo, usando para ello un martillo envuelto en trapo, pare evitar dejar en la cabeza del clavo las marcas de estar recién golpeado y evitar el ruido. Una de las ancianas le dio un empujón a Renata hasta el borde de la carreta. -¡Vamos, corre! ¡Si te encuentran aquí, van a matarnos, si tenemos suerte! Renata saltó, cayendo de rodillas en el piso. Se puso de pie a trompicones. El pequeño lió de tela donde guardaba sus dinero se le cayó. Trató de recogerlo, pero alzó la mirada. Los soldados se acercaban. La anciana le susurró desesperada, al tiempo que saltaba de la carreta con una agilidad impropia de su edad. -Vamos hija, corre. Corrió entre los matorrales, sin mirar atrás, mientras escuchaba los gritos y los disparos. Unos inclusive pasaron sobre su cabeza. Se detuvo cuando ya no pudo correr más. Los altos matorrales y arbustos habían dado paso a un bosque de altos árboles y rocas. Caminó unos metros más, al oír el murmullo de un riachuelo. Se puso de rodillas y comenzó a beber hasta que no pudo más. Se dejó caer. Su cuerpo se relajó ante la humedad del suelo, de la suavidad del barro y las hojas secas. Ya no podía correr más. Se quedó allí, esperando un no sé qué, escuchando el ruido del agua. Se quedó dormida. Anochecía cuando despertó. Miró en todas direcciones. Silencio. Volvió a beber. Revisó los alrededores antes de orinar, agachada entre unos arbustos, muerta de vergüenza. Se quedó allí, pensando. No tenía nada para comer ni dinero. Sabía que estaba en camino al pueblo real, pero no sabía que tan cerca estaba allí. Se escondió entre unas rocas, temerosa al escuchar los ruidos del bosque: El sonido del agua era más fuerte en la oscuridad. El canto de las aves llenaba sus huesos de temor. El movimiento de las ramas llevadas por el viento. Un frío recorrió su espina al escuchar el ulular de un búho. Se arrinconó entre dos piedras, abrazada a sus rodillas, escondiendo el rostro entre ellas. Así se quedó hasta que amaneció.
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Que la oportunidad no se te Escape Rosa Torregrande revisaba las cuentas de la casa, mientras bebía una taza de café. Entre su sueldo como terapeuta y el dinero que ganaba su esposo los números cuadraban. No estaban tan holgados de dinero. Pero tampoco pasaban hambre. Pero a veces, el dinero no alcanzaba. Todo estaba cada vez más caro. Se quitó sus lentes de lectura y se masajeó lo ojos. -¡Buenas! Puertas fueron abiertas de golpe, saludos, abrazos, besos. Rodrigo Luque entró a cajas destempladas, abrazando a Doña Adelaida, quien reía por cortesía antes sus picardías. -¡Rodrigo! –Le correspondió con un beso- ¿Y eso tú por aquí? -Solo pasé a saludar hermanita… Solo a saludar. ¿Y tú esposito? -Salió a hacer las compras, como siempre. Tú lo sabes… Aprovecho para revisar la nevera, tomando algo de aquí y de acá para prepararse un sándwich. Vio que la jarra de jugo le quedaba poco más de un vaso. Se sirvió, bebió y terminar de llenar el vaso, dejando la jarra en la nevera. Rosa Torregrande le habló sin quitarle la vista a los documentos que estaba leyendo, de manera monótona: -Rodrigo, no seas sinvergüenza. La jarra no se va a lavar sola. Anda –Este hizo un gesto infantil, al tiempo que dejaba la jarra debajo del grifo abierto, llenándose de agua- Rodrigo… De mala gana lavó la jarra, dejándola boca abajo sobre un paño para que se escurriese. Luego se sentó a comer, mientras hojeaba al periódico. Comió a grandes bocados. Se cuidó de limpiar todo al terminar, para evitar incomodar a su hermana, que concentrada en su laptop había hecho las transferencias, pagando las cuentas. Se puso de pie, doblando el periódico y dejándolo en la mesa. Buscó la sala y encendió la televisión, asegurándose de que tuviese suficiente volumen. Puso el canal deportivo. Estaban transmitiendo un juego del fútbol europeo. Sigilosamente subió las escaleras hacia los pisos superiores. Era su oportunidad. En una ocasión logró sacar un juego de ajedrez en miniatura con las piezas blancas talladas en marfil y las negras en madera oscura y dura como la piedra. Eso le valió una pequeña fortuna, que se le diluyó en un negocio de reventa de tarjetas telefónicas de las que había escases y que luego que las adquirió la situación se normalizó y no pudo revenderlas en el precio que deseaba. Aspiraba que esta vez tuviese la misma suerte. Total,
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había bastante y un objeto más, un objeto menos, no se notaría. Llegó al pie de la escalera. Entre la penumbra observó los muebles antiguos cubiertos con sábanas, pinturas embaladas, lámparas de cristal de bohemia, vitrales en su soporte, otros muebles de los cuales no podía identificar. Revisó entre las cosas. Algunas eran muy valiosas, como un fonógrafo con su flor de bronce por donde salía el sonido. Pero era demasiado voluminoso para poder sacarlo. Los retratos de personas que era desconocidas para él, pero le interesaban los marcos de plata. Algunos eran del tamaño de la palma de su mano. Las agrupó para ver cuantas se podían llevar. Revisó un poco más, para ver que encontraba. Un juego de copas de cristal labradas: Demasiado frágil. Finalmente encontró lo que estaba buscando: Dentro de una gaveta encontró un estuche forrado en terciopelo con un juego de yuntas con base de plata y su pisa corbata, con hermosos brillantes en su interior. Perfecto. Decidió que se llevaría eso por ahora y luego se encargaría de los marcos de plata para fotografía. -¿Qué haces aquí, Rodrigo? Se giró sobre sí mismo, al tiempo que dejaba el estuche dentro de la gaveta y la empujaba con el cuerpo para cerrarla. ¿Qué demonios hacía su sobrina allí?, pensó para sus adentros. Avanzó con la más cordial de sus sonrisas. -¡Sobrina, que sorpresa tú acá! -Aquí vivo… -dijo lacónicamente- ¿Y tú? -Viendo la historia de la familia sobrina… ¡Hay tanto que contar aquí! -¿Por ejemplo? -Bueno, estás lámparas de vitral que ves aquí –Señaló- tienen como cien años. Esos muebles que ves allá son de roble, de la época de la colonia. Esos cuadros, no sé qué son, pero deben tener por lo menos cien años, tal vez más… hay una fortuna aquí. -Entonces lo que hay es dinero, no historia, Rodrigo. -Si… Supongo. Pero hay cosas hermosas que me gusta mirar… -Ya veo… -Bueno… -Sonrió- Voy a bajar. Tu mamá me invitó a almorzar… -¿A comer?... -Sí. A comer. -Nos vemos en el almuerzo Rodrigo.
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-Nos vemos… -Se detuvo al pie de la escalera- ¿Y qué hacías aquí? -Me gustan los sitios donde no llega nadie a molestarme. Bajó calmo las escaleras, para no llamar la atención de nadie. Doña Adelaida lo vio bajar, pero se hizo de la vista gorda. Sabía lo que hacía Rodrigo. Pero le parecía justo. Todo eso allá arriba y ellos pasando necesidades, decía para sí. Además, el nieto en esos días le llevó una caja de dulces de la pastelería más cara de la ciudad, como debía ser, según ella, pues era lo menos por su silencio, pues lo consideraba un bueno para nada, que vivía a expensas del negocio de su hijo. Rodrigo decidió no quedarse a almorzar. Su cuñado estaría por llegar y no quería que se comentara lo que estaba haciendo en los pisos de arriba de la casa. -Es lamentable –Se dijo para sí- Esas son oportunidades que uno no puede dejar escapar. Será para la próxima… ¡Todo por esa mocosa!
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A Las puertas del Segundo Infierno (1903) Había caminado varias horas. Le dolían los pies, descalzos y sucios. Tenía sed y el hambre, que hasta ese momento había sido una molestia, era un animal rabioso que le corroía las entrañas. No estaba acostumbrada a eso. Pasó entre varios árboles, hasta que encontró sembradíos de plátanos. Estaban verdes. Siguió avanzando. Cambures. Estaban a medio madurar, pero no le importó. Bajó varios y comenzó a comer, sentada en el piso. Un ruido la hizo voltearse. Un niño la miraba sorprendido, con un saco en la mano. Era una sorpresa ver a una joven mujer en uniforme de colegio de monjas, sucia, con los cabellos mugrientos y ojos de demente. Obviamente venía por la mercancía que ella se estaba comiendo. Sin perder tiempo, Renata le arrojó un plátano y arrancó a correr. Corrió hasta que no le dieron las piernas. Cayó de rodillas y vomitó, hasta que quedó agotada. Se limpió el rostro y se puso de pie. Comenzó a caminar, arrastrando los pies. Una hora después se dio cuenta de que estaba en Pueblo Real. Ahora estaba en su casa. Había pasado dos días durmiendo en su habitación. Se despertaba apenas para comer y se quedaba durmiendo horas. No quería dar respuestas ni recibir preguntas. Su actitud hosca hacía que Susana le atendiese sin decirle nada. Su existencia era desconocida para su padre. Alberto Torregrande no sabía que su hija estaba escondida en casa. Ya había recibido la noticia de parte del internado sobre su fuga. Ofreció una fortuna por quien le informase de su paradero. El carácter de Alberto Torregrande había cambiado mucho en esos años. Ahora, contrario a su antigua costumbre, pasaba todo el día fuera de la casa, en reuniones en el club social y en las nuevas casas de placer, ahora de más categoría, cerrando negocios y supervisando otros. Su hermano almorzaba con su cuñada, justificando siempre la falta de su hermano al hogar, alegando el exceso de trabajo de la firma. Anastasia Torregrande seguía con sus clases de música y era ya famosa como pianista, incluso había tenido presentaciones en el teatro principal, con muy buenas críticas por parte de la prensa y la crítica. Ernest Breüer, ya casado, prefería compartir con su nueva familia, por ser más tradicional, porque era muy conservador. Ya había vencido las
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reticencias de su suegra, que lo había llamado alguna vez “hugonote protestante” al demostrar que era católico y que no tenía intención de llevarse a su única hija. La presencia de Renata se descubrió cuando Alberto Torregrande siguió a Susana con una bandeja de comida a las habitaciones. Había llegado sorpresivamente a almorzar, cosa que muy poco hacía, acompañado de su hermano. Ya ella tenía cuatro días oculta. Grande fue el escándalo. Susana, a pesar de los años de servicio en la casa fue amenazada por el patriarca de ser despedida. Pero la anciana siguió en sus trece. Defendió a Renata como cuando era niña, aunque ya era tenía quince años, aunque aparentaba menos por su rostro infantil. -¿Así me pagas, Susana? –Exclamó amargado- Te tengo como de la familia y me traicionas. Escondes a esta loca, que abandonó la seguridad del colegio para andar por allí como una pordiosera, de mendiga y no me dices nada, ni siquiera por respeto –La miró con desprecio- Detesto la deslealtad… No eres más que una pobre sirvienta. -¡Alberto! -¡Cállate Aurelia, que tú eres peor! ¡Escondes a Renata y me lo ocultas! -¡Es mi hija! -¡Y mía también! ¡Y eso no quiere decir que tenemos que soportar sus locuras!... Pronto seremos la comidilla de Pueblo Real. Los que tienen escondida a la loca de la familia… Renata permanecía sentada, con la mirada perdida, guardando un silencio feroz, esperando el desenlace, para correr. No regresaría al internado bajo ningún concepto. En ese momento entró su hermana, con su profesor de piano, un francés de aspecto melindroso y severo, que miró todo con curiosidad. Como europeo pensó “estos continentales son tan… autóctonos, por no emplear una palabra mejor” -¡Tata! Alberto Torregrande avanzó hacia ella y la miró severamente. Su consentida, en quien había invertido más educación, mimos y cultura y también le mentía. -¿Tú sabias? Ella bajó la mirada, avergonzada. El alzó la mano para abofetearla,
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pero su hermano lo sujetó. Se zafo y lo miró con ira. -¡Alberto, son tus hijas! -Cierto… No son tuyas. Te agradezco que no te metas y recuerdes tu lugar en esta casa. Julio Torregrande lo miró desconcertado por unos segundos. Avanzó un paso. Por un momento Aurelia temió que se fueran a las manos. -Tengo años recordando mi lugar, desde que era un mocoso recién salido de la universidad y tú me ofreciste trabajo. A pesar de lo que dijo el resto de mis hermanos, yo no miré atrás y te seguí. Eras mi modelo. Mi hermano… Pero mírate. Nunca nadie está a la altura del poderoso Roberto Torregrande. Hasta Ernest Breüer te guarda distancia. Y estás tan ciego que no te das cuenta que hace negocios por su cuenta. -Todos nos hemos hecho ricos. -Ustedes… Ustedes. Yo solo soy un empleado. Años esperando una sociedad que no llega. ¡Años esperando la aprobación de mí hermano, que me viese de igual a igual!... Antes te admiraba, el hombre de familia… Ahora las casas de “negocios” son más importantes que los tuyos. -Ya no eres más bien venido en esta casa… -Masculló entre dientesY no se te ocurra volver por la importadora. Julio vio a su hermano. Bajó la mirada y pasó por un lado, tropezándolo. Abrazó a Aurelia y le dio un beso en la mejilla. -Adiós cuñada… -Adiós Julito… -Musitó la mujer- Ven después… -¡No hay después! –Interrumpió el hermano mayor- No hay después… Julio Torregrande besó a su sobrina mayor en la frente y caminó hasta Renata, que miraba el vacío. Acarició su rostro y ella alzó la mirada. -Adiós Tata… Nos volveremos a ver algún día. ¿Tocarás el piano para mí? Lo miró con tristeza, pero no respondió. Julio Torregrande avanzó hasta el francés, que se había mantenido al margen, pero atento a este trama que consideraba deliciosa y divertida. La mirada del menor de los Torregrande le reveló que había percibido la semi sonrisa sarcástica del amante de las intrigas. -Adiós, Julio –Dijo Alberto Torregrande- Creo que fui claro –Este no respondió- Vete.
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-Creo, amigo… ¿Renaurd? –Este asintió, comenzando a sentirse nervioso ante la actitud aparentemente tranquila de aquel hombreEste es un asunto de familia –Sonrió- Lamento arruinar su almuerzo, pero creo que debe acompañarme, para que esta familia arreglé sus asuntos… ¿No cree? -Oui… Monsieur… Je… -Mi francés es muy malo… -Interrumpió, al tiempo que le daba un fuerte apretón al hombro- Lo invito a almorzar. Sígame. Antes de salir, miró a Renata Torregrande con ese sentimiento de superioridad y menosprecio. ¡Arruinar su almuerzo por culpa esa jovencita sin clase! Caminaron en silencio varias cuadras. De golpe, el francés fue arrojado dentro de una vereda entre dos establecimientos. Cayó al piso. Julio Torregrande lo sujetó por las solapas de su arrugado traje. Podía oler su aliento, el fuerte olor de agua de colonia, la humedad de la gomina para el cabello. -¡Monsieur! -¡Escúchame, franchute de mierda! ¡Como yo escuche en cualquier conversación en un club, en un burdel, en el hipódromo, donde sea, lo que presenciaste en la casa de mi hermano, buscaré unos cargadores bien fornidos que le gustan los maricones como tú y cuando terminen contigo no vas a encontrar diferencia entre tu boca y tu culo! ¿Fui claro? –La interrumpió- ¡Te toi! (cállate) –Sacó un grueso fajo de billetes y se los introdujo en el bolsillo del saco- Un Torregrande siempre cumple su palabra. Esto es por las molestias. Sería bueno que tomes un carruaje hasta el puerto y que un barco te lleve a tu país… No te preocupes por mi sobrina. Mi hermano encontrará otro adulador con aires de superioridad que le saque el dinero… Recuerda mi promesa. Por tú salud, el aire del viaje por mar será bueno para tus agujeros. El hombre se zafó. Se arregló el traje como pudo y guardó el dinero. Miró a Julio Torregrande de arriba abajo y dando media vuelta le espetó una sola palabra, con desprecio: -¡Impertinente! Julio Torregrande pensó que si la situación no hubiese sido tan delicada, hubiera sido graciosa. Pero ahora se hallaba desempleado. Pensó que era lo mejor. Su hermano jamás lo iba a nombrar socio. Compadeció a Ernest Breüer, que ya daba muestras de querer salirse
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de la sociedad de su hermano. Y compadeció más aun a Renata, a quién adoraba como a una hija. Tenía buen dinero guardado y muchas relaciones y sabía del negocio más de lo que su hermano pensaba. El alemán respetaba mucho su opinión… Se iría a Estados Unidos a probar fortuna. Pasarían dos años para que volviese a ver a su sobrina. Roberto Torregrande, considerándola un caso perdido por su carácter impulsivo y rebelde, que según la opinión del médico europeo obedecía a un trastorno que le ocasionaba “ideas fijas, una inquietud mental que la hacía oponerse a la autoridad razonable y justa del padre”, por lo que la internó con toda la discreción del mundo en un sanatorio. Anastasia protestó por el futuro que le aguardaba a su hermana. Alberto Torregrande cerró la discusión de manera definitiva, venciendo su resistencia. -Si quieres seguir con las clases de música, los conciertos y las clases privadas, harás las cosas como yo digo. Punto.
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Las Dificultades de ser Joven -¡Beto! La pelota hizo un amplio arco para llegar justo al pie de Beto Torregrande, quién esquivó hábilmente a uno de los contrarios. Como una saeta, Danilo Ruiz, capitán del equipo pasó a su lado, prácticamente, arrebatándole el balón, aprovechando el espacio que Beto ya había conseguido, marcando el tanto de triunfo. Los gritos llenaron las gradas y la cancha. Danilo Ruiz iba en hombros, recibiendo el trofeo, mientras su compañero lo miraba con un sabor agridulce en la boca, mientras sentía que sus botines se hundían en el barro y lo dejaban allí, clavado como una estatua. Ahora, en las duchas, Beto estaba sentado frente a su casillero, sin franela, sudoroso, agotado, descalzo, con dolor en las pantorrillas, la boca seca. Alzó la mirada. Danilo Ruiz salía de las duchas, con el cabello cubriéndole el rostro, presumiendo de su musculatura. Beto sabía de su entrenador personal, del gimnasio que costaba una fortuna y de las prácticas que su papá le conseguía en el deportivo de futbol nacional. -¿Qué te pasa Beto? -Era mi balón… -Tú trabajo, como el de todo el equipo, es servirme para que yo brille. Si no te gusta –Amplió su pecho y tensó sus brazos, mientras intencionalmente dejaba caer la toalla, disfrutando de incomodarlo, pues sabía que era objeto de las burlas de sus compañeros- Salte del equipo. Hay cien como tú en los otros salones encantados de servirme. ¡Muchachos, cúbranse bien!... A Betico le da miedo la desnudez de un hombre. Y se retiró luego de recoger su toalla del piso, agarrándose su miembro mientras reía, acompañado por el resto del equipo que aún estaba allí. Para Beto era un misterio ser parte de un equipo y al mismo tiempo no pertenecer a él. Le amargaba la situación económica de su familia, el no poder ir a las mismas fiestas, los mismos eventos, disfrutar de los amigos que iban a club social, tenían carro del año y presumían del lugar para viajar en sus vacaciones. Sabía que lo trataban no porque era buen deportista, ni porque era popular. Era por ser uno de los mejores índices académicos (Sin incluir a la rara de su hermana, esa era un fenómeno extraño hasta para él).
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Todos lo buscaban para los trabajos de cualquier materia: química, matemáticas, estadística, especialmente la historia y la literatura, pues a la gran mayoría les aburría. Como decía su hermanita: -“A esos solo les emociona escribir lo último que comieron o compraron en las redes sociales. Es su trabajo narrativo más profundo” Por eso les cobraba los trabajos. Redacción precisa, comentarios acertados. Análisis concreto. Era tan hábil, que para que los profesores no notasen su autoría, dejaba caer alguna que otra falta, error u omisión. Estos, en su buena fe, juraban que sus alumnos habían puesto todo su empeño y que era natural que cometiesen alguna que otra falla. Beto cobraba todos sus trabajos por adelantado de manera inflexible. En sus primeras experiencias, algunos en nombre de una amistad que no sentían y algunas con algunos atributos que insinuaban prometedores, ni unos pagaban ni otras daban nada a cambio. Luego de esos tropiezos, aprendió la lección. Eso no le granjeó amigos, pero no le fue tan mal como a otros inteligentes, pero sin aptitudes deportivas, que no impresionaban a sus pares, tan acomodados como ellos, pero con las ventajas de la popularidad. Usaba el dinero para sus gastos: Mejoras para su computadora, equipos de sonido e implementos de deporte, estos muy caros, pero tenía que estar a la altura de sus compañeros. Los otros no lo trataban por “ser parte del sistema”. A pesar de sus habilidades, Beto no sabía qué hacer. Para él, el futuro no estaba claro. No era como su hermana pequeña, que de pocos años, proclamaba a los cuatro vientos lo que deseaba ser “de grande”. Luego se hizo más cerrada, más sola. Pero parecía ser feliz así. No le gustaban las muestras de afecto, los abrazos, los gestos evidentes de cariño. El, por su parte, sentía “que no se hallaba”. Quería resaltar, ser popular como los otros, tener amigos, que la muchacha que le gustaba, Bianca Rovira le tomase atención, pero si ella se mantenía la margen de los atletas, de los adinerados y era hermosa, voluptuosa y popular, y ellos no parecían impresionarla ¿cómo lo iba a tomar en cuenta a él, que era prácticamente invisible?... Eran las dificultades de ser joven de su falta de experiencia en comparación con otros. Ya iba de salida cuando casi se tropieza con la mismísima Bianca Rovira. La muchacha llevaba una falda corta y su ajustada camisa,
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con el largo cabello rojizo en cola de caballo, con ese blanco rostro sin maquillaje y esos labios que invitaban al beso. Una de las amigas protestó: -¡Oye, cuidado por donde vas! -Disculpen –Dijo apenado al notar la presencia de Bianca- Voy distraído… -Eso se nota –Le interrumpió ella, burlona- Voy a tener que prestarte mis anteojos para leer. -Perdón… -No te preocupes –Interrumpió ella- ¿Te dicen Beto, no? -Si… -Me dijeron que eres muy bueno con los trabajos. Necesito uno, pero te aclaro que yo no quiero que me hagas nada –Las amigas comenzaron a reír- ¡Chicas! –Protestó- ¡Seriedad! -No entiendo… -Que no quiero que me hagas un trabajo, sino que me enseñes… -Las risas de las amigas subieron de tono entre murmullos y comentarios, incomodándolo- ¡Muchachas, por favor, déjenme hablar! -¡Anda Bianca, deja que el muchacho te enseñe! -Ya está –Dijo tratando de poner orden, pero sin mucho empeñoBeto y yo tenemos que conversar. -Para ver si te enseña… -Perdón… Me tengo que ir. Para Beto era el colmo. Primero Danilo Ruiz, burlándose de él en los vestidores, mostrándose como un tipo curtido, apabullando a todos con su musculatura y su aparente desenvolvimiento sexual, dándose aires de semental, sabiendo que ninguno de ellos haría un comentario al respecto, porque sería mal visto y levantaría sospechas burlonas. Ahora Bianca Rovira lo hacía blanco de sus burlas con comentarios de doble sentido, usándolo de escenario para sus amigas. Por eso se marchó a toda prisa, sin dar oportunidad a que el juego continuase. Mejor era terminar de llegar a casa, encerrarse en su cuarto, colocarse sus audífonos y escuchar rock heavy metal a todo pulmón. -La vida es una mierda –Musitó- Por eso es que uno no tiene amigos…
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Siempre, Después de la Oscuridad hay Luz (1905) Despertó de nuevo. Desde su incómoda posición, ya no sabía si era de noche o de día, pues la mantenían dormida a cualquier hora con un tratamiento que el doctor estaba estudiando. Trataron de darle otra taza de leche de sabor extraño disuelta en agua (para atacar las neurosis histéricas, según palabras del médico). Comenzó a apretar la boca de nuevo, el único movimiento que podía hacer y a medio ladear el rostro, con un gran esfuerzo de los músculos del cuello. Como otras veces, cuando se resistía, los enfermeros, acompañados de una monja que cuidaba la castidad de una mujer débil, arropada por bajos instintos, la escuchaban gritar hasta quedar agotada, al recibir el chorro de agua a presión, sobre todo en la zona del abdomen y los genitales. Cuando ya no podía gritar más, la dejaban en paz, pero quedaba allí, envuelta entre las gruesas sábanas húmedas, que al secarse, apretaban cada vez más, amenazando con romperle los huesos. En ese momento, aceptaba la bebida y la desataban. Las monjas la secaban, le ponían una bata y la llevaban a su habitación, donde se quedaba horas con la mirada perdida, mientras pasaba el efecto. Según la opinión del médico, en el año que tenía allí, estaba mejorando, pues los tratamientos de baños fríos, azotes y dosis de aquel medicamento eran cada vez menos, pues era más obediente y ya no trataba de escaparse ni de arañar a las monjas o morder a los enfermeros. Ahora se encontraba en el patio, tirada en un rincón, entre una pared y un árbol, pasando las horas, con la mirada en el vacío, entre otras internas que caminaban en círculos, hablando consigo mismas, o en silencio, con un hilo de baba colgando de las comisuras. Todo ocurría bajo la mirada atenta del médico, que aprovechaba estas horas para estar en ese jardín y tomar aire, cansado de la pestilencia de las celdas a excremento y orín, los gritos de las enfermas en sus ataques y alejarse de sus experimentos por un rato, pero sin quitarle la vista de encima a esas internas, pues era las que estaban bajo su “novedoso tratamiento” Una de las internas, con el cabello al rape, pues había contraído un hongo por la humedad, avanzó hasta Renata, que parecía no reaccionar. Llevaba el brazo en una postura extraña, producto de una fractura mal curada por el tratamiento de agua al secarse las sábanas, pues alguien
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se había olvidado de desatarla. Se quedó allí, de pie, a su lado, con una sonrisa que era más una mueca. No tenía más de veinte años, pero parecía de sesenta. Se arremangó la bata y mostró un sexo que apenas se notaba por la enjambre de vello. Sin ningún pudor comenzó a orinar. Parte del líquido caía a un lado de Renata, mojándole los pies. El médico prestó atención. Esta no mostró reacción alguna. El galeno se mostró satisfecho. Ya era obediente, aceptaba las instrucciones y no era agresiva. Solo necesitaba confirmar si seguía enferma y fingía o estaba curada. Parecía esto último. Decidió que le quitaría el tratamiento de leche de amapola para ver su reacción. Al principio tuvo temor de tratarla, por ser quién era. Pero era una reacción instintiva ante el poder… Pero allí, él era quién ejercía el poder. Sin embargo, sentía un poco de pena por la enferma. A pesar de su condición era muy bella, aun con su deterioro. Consideró seguir con el tratamiento un tiempo más y si todo marchaba bien, publicaría el resultado de sus investigaciones. -Doctor… -Dígame Sor Blanca -El director le espera con la visita que le indiqué. El fraile que estuvo en china. Fray Sebastián. -¡Excelente! -¿Le digo que espere? -No. Tráigalo al jardín. Fray Sebastián tenía más de sesenta años. Su labor en Pueblo Real, según él, era la última, su retiro, con el colegio, el dispensario y la casa de beneficencia. El doctor quería saber sobre las experiencias de los jesuitas en china, donde la flor de la amapola se cultivaba con fines médicos y para preparar opio, el cual se fumaba de manera tradicional. -¡Padre, que gusto verlo! ¿Me trajo lo que me prometió? -Por supuesto –Le extendió un libro de anotaciones- Espero que las notas del diario de un hermano en china le sirvan. ¿Qué tal su trabajo? -Bien… -Dijo mientras hojeaba las notas- ¡Así que era de consumo común! -Sí. No solo era en común en los hogares. Existen clubes respetables, como nuestro club social, donde comen, beben, hacen negocios y fuman opio. -¿Entonces esas historias que cuentan de gente echada a morir, consumida por el opio…?
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-Son exageradas… La gente no vive desesperada por ello. -¿Usted sabe si el hermano lo consumió? –Preguntó con una sonrisa¿Opio? -Un par de veces… Sí. No me mire así. Lo hizo. Resulta que él cuenta de una fuerte caída haciendo trabajos en el techo de una escuela, dónde se dislocó el pie. Era en una zona sin médico, aunque le digo que los pobladores eran personas muy sanas, que consumían todo tipo de plantas medicinales. -¿Y qué pasó? -Llamaron a un anciano. Este les dijo que lo llevaran a un camastro. Le colocó varias agujas en el cuerpo. -¿Agujas? -Sí. Agujas. Contó que aunque no se quejaba, el dolor se reflejaba en su cara. Uno de ellos le trajo una pipa con opio. A pesar de sus reservas, aspiró… Cuenta en el diario que se sintió relajado, en calma. Le colocaron un cabestrillo con tiras de tela que apretaron y le llevaron el pie al sitio. Le pusieron el hueso en su lugar y le dejaron dormir. -Le aplicaron una tracción… ¿y durmió? -No era dormir realmente… Cuenta que estaba aletargado. No supo cuánto tiempo estuvo así, horas supongo. Cuando despertó del todo, dice que lo alimentaron para reponer sus fuerzas: Caldo de serpiente, su sangre y pescado. -¿Y qué tal? –La curiosidad del médico estaba a flor de piel- ¿Mejoró con la comida? -No sé si fue la comida, pero dijo que se sintió muy bien después. Al día siguiente ya estaba en pie. Aunque con algo de molestia, gracias a dios muy bien. Y continuó con su trabajo. Tuvo que salir de china 1860 –Sonrió- Era apenas un novicio cuando lo enviaron con un grupo al país. Su salida fue por la segunda guerra del opio entre chinos y británicos, usted sabe, por el comercio del opio. Había sido trasladado a Hong Kong. Al fraile alzó la vista, recorriendo el jardín con la mirada, concentrándose en la joven apoyada al pie del árbol, abstraída. Caminó hasta ella y se detuvo a su lado. Renata alzó la mirada, sin decir palabra. Su mirada perdida cambió. Lo había reconocido. Pero no dijo una palabra. -Doctor… -Dígame Fray Sebastián
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-Esta joven… ¿Tiene mucho tiempo aquí? -Algo… ¿Por qué? -Me recuerda a alguien. ¿Qué padece? -Histeria femenil. Su familia la recluyó acá. No puedo decirle de dónde. Era indócil, agresiva, no cooperaba. Ahora, con mi tratamiento, es casi normal. -Me gustaría llevármela al convento, para ver cómo se comporta allá. Cualquier cambio yo le avisaría de inmediato. -¿Usted cree? -Si no funciona, la traemos de regreso y no ha pasado nada. -¿Y ese interés? -Curiosidad científica… Pero mejor, olvídelo. Son solo las ideas de un viejo senil. -Bueno… No me parece tan mala idea. Pero esto debe quedar entre nosotros. -Hay algo que puedo conseguirle -¿Qué será? -Hay un hermano que tiene unas notas de cómo preparar el opio para fumar. Sería un excelente calmante para sus experimentos. Las dosis líquidas son muy riesgosas. -¿Podría conseguirme eso? -¡Por supuesto!... ¿Cuándo puedo pasar por la joven? -Esta tarde si así lo desea… -Esta misma tarde le enviaré el documento… Gracias. Puede contar con mi discreción. Como si fuera un secreto de confesión. Y fue así como Renata Torregrande salió del manicomio, por la habilidad y piedad de un fraile jesuita agradecido con su madre.
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El Cazador de Oportunidades La mano diestra de Rodrigo Luque movía la copa, girando el rojo vino en su interior como si fuera un conocedor. La pasó brevemente y aspiró con fuerza. Luego asintió satisfecho. Bebió de un trago y con un gesto regañón apuró al mesonero para que llenara su copa de nuevo. -Parece todo un sommelier, señor Luque -Llámame Rodrigo. Después de esta invitación, esta comida y este vino, creo que podemos tratarnos con confianza. -Por supuesto… Me parece que usted en alguna oportunidad vendió esto –Le extendió la foto donde aparecía un juego de ajedrez en miniatura- Son de marfil y ébano, tallados a mano. La firma que represento lo compró en una subasta en Londres y habló con el propietario, quién dijo que se lo compró a usted. Una herencia de familia, según dijo. -Bueno –Rodrigo Luque miró largamente la foto, mientras pensaba a toda velocidad- No sabría decirle. No lo recuerdo. Rodrigo Luque estaba tan acostumbrado a meterse en líos, que por malas experiencias, ahora no reconocía nada a la primera, sin saber que terreno pisaba. -Señor Luque. Nuestra firma está interesada en adquirir un gran lote de antigüedades y por eso hemos venido de Europa. Representamos a un cliente muy importante que desea invertir una suma considerable. Hoy valen mucho dinero, pero más adelante valdrán una fortuna. -Bueno… -Volvió a mirar la foto- Puede ser. Mi familia posee una gran cantidad de antigüedades… y, bueno –Se mostró avergonzadoLa situación de algunos miembro de mi familia no es lo que solía ser. -Tal vez podríamos ayudarnos… ¿Desea algo más fuerte de beber, whisky, tal vez? -¡Claro! ¡Solo lo mejor! Le fue servido en un grueso vaso de cristal macizo tallado. Hizo un gesto de gusto al oír el ruido de los cubos de hielo al golpear al fondo del vaso y le hizo mala cara al mesonero cuando este se detuvo al llenar una cuarta parte del vaso. Continuó hasta la mitad y este bebió su trago, satisfecho. El mesonero hizo el gesto de llenar de nuevo la copa de vino de aquel hombre y este simplemente se limitó a colocar su mano en la boca de la copa, sin dejar de mirar a Rodrigo que tenía al frente, haciéndole señas al mesonero para que dejase la botella.
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Discretamente, este miró a aquel hombre de traje oscuro cortado a la medida, delgado, con una elegancia natural, que simplemente aprobó con la mirada. La botella fue dejada en la mesa. -¿Y cuándo podríamos ver algunas piezas? -¿Perdón? –Rodrigo Luque estaba abstraído, pensando en aquella fabulosa comida y bebida y deseando que se repitiese- ¿Qué decía? -Las antigüedades. ¿Cuándo podríamos comenzar la negociación? -Bueno… Usted sabe cómo son algunas personas, lo del valor sentimental de los objetos y todo eso. Déjeme convencer a mi familia. Le garantizo que usted será al único al que le vendamos. -Me alegra oírle decir eso, señor Luque. Créame cuando le digo que el dinero no es problema. -La gente como nosotros no discute por centavos, señor… - Aristigueta –Le extendió un sobre- Una pequeña muestra de nuestra sinceridad –Este se lo guardó sin revisarlo. Tampoco había que ser descortés- Eso le dirá que vamos en serio… -Llámeme Rodrigo. Total, ya estamos haciendo grandes negocios. -Eso es seguro, señor Luque. Eso es seguro… -Se puso de pie y extendió su mano Rodrigo Luque extendió la suya sin levantarse del asiento- Creo que terminamos por hoy. -Sí, eso creo. -Lo veo muy a gusto. Si desea algo más, solo tiene que pedirlo. Lo dejo como en su casa –Le habló al metre, que venía a despedirse- Lo que el señor desee, corre por mi cuenta. Señor Luque –Hizo una leve inclinación de cabeza- Un placer. -Igual, doctor Aristigueta. Igual Aquel hombre de traje se marchó. Rodrigo Luque sonrió satisfecho. ¡Ahora si había dado con el negocio! Ahora era cuestión de pensar muy bien cómo hacer. De momento, cómo convencer a su cuñado de hacer la venta, con el de intermediario, por supuesto. Este jamás debía saber el precio real de las antigüedades, pues de allí vendría su jugosa comisión. También vería como quedarse con algunas cosas, pues como había dicho aquel abogado, lo que hoy costara mucho dinero, mañana valdría una fortuna. Le iba a demostrar a su padre que él si sabía hacer dinero y que ya era hora de que lo sacase de aquel puesto mediocre a uno de más clase, porque él se consideraba eso, un hombre de clase. Había llevado bien la comida, manejando los cubiertos con elegancia, había escogido una
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buena selección del menú, saboreado el vino, luego el whisky, tanto así, que aquel hombre le había dejado a gusto para que disfrutase a sus anchas. Decidió terminarse la botella, pues tampoco era cuestión de dejársela a otro, pues seguramente estaba paga ya. Recordó que faltaba algo y le hizo un gesto al mesonero. -Dígame señor… -El carro de los postres, por favor. -En seguida. ¿Algo más? -No. Así está bien. Tráigame hielo, soda y algo para picar, como unos tequeños, pero de hojaldre. Los de harina me dan acidez. -Al momento, señor. Bebió otro trago, a gusto. Tenía ya la idea. Su cuñado le iba a rogar que aceptase hacer el negocio. Todo era cuestión de estrategia. Y a él le sobraba. -¡Ay Torregrande! ¡No ves el hueco donde vas a caer! ¡Ja! Y dejó su vaso en la mesa, mientras escogía goloso varios postres del carro, al tiempo que comía un tequeño de hojaldre. -¿Y dónde está la salsa de ajo para mojar esto?
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Purgatorio (1906) Fray Sebastián no era un hombre de mucho comer, pero últimamente había ganado algo de peso. Se decía a sí mismo que la gula era un pecado, pero que luego de tantos años de disciplina y abstinencia de muchas cosas, podía darse el lujo de ser indulgente consigo mismo. Además la alumna había resultado con un don excepcional para la cocina La llegada de Renata Torregrande al convento se había hecho bajo la mayor discreción. Fue recluida en una celda, como cualquier novicia. Se le alimento y se cuidó. Fray Sebastián la ayudó a salir del sopor del opio. Fue su cuidador y tutor, pues entendía que ella necesitaba aferrarse a algo para salir adelante. Aparte de lo aprendido en el internado, le enseño literatura, filosofía y matemáticas. En idiomas aprendió francés y alemán. No había piano en el convento, pero en la capilla había un órgano de viento que ella aprendió a tocar con maestría. Una vez, entre sus delirios, Renata le preguntó si ese era el purgatorio. Fray Sebastián dijo no entender. Ella se lo aclaró: -Salí del infierno. Este no es el cielo y no soy libre, por lo que debe ser el purgatorio… -Considéralo más bien una especie de limbo, mi niña… -“Es irónico –Pensó Fray Sebastián mientras reposaba del desayunoRenata está aquí en secreto y es gracias a su madre que come, se ha curado y está viva. Verdad es que los caminos del señor son insondables” -Buenos días Fray Sebastián. -Buenos días Renata. ¿Cómo estás? -Mejor. Ya no estoy enferma. -Yo no diría eso. -No lo entiendo… -Bueno… He esperado bastante para tener esta conversación contigo. Ya han pasado un año. No puedes quedarte. No eres una novicia, y seamos honestos, no tienes la vocación para esto. -Sigo sin entender –Sonrió curiosa- ¿Estoy enferma o no? -De lo que decía tu familia o el médico, no. Tú única enfermedad es la de las mujeres de este tiempo. Estas enferma de pensar. Como razonas, piensas y contradices, estás enferma. Enferma ante los viejos tiempos, ente la mentalidad retrógrada.
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-Entiendo… ¿Pero qué voy a hacer? -Creo que es tiempo de que regreses a tu casa. A tu familia. -Ese ya no es mi hogar. -Ni este. Pero Dios no me puso en tu camino para liberarte del manicomio para luego dejarte en la calle. Ni para dejarte recluida aquí el resto de tus días… Debes pensar que vas a hacer. Regresa a tu casa. Es tu momento. Ya no eres una niña Renata. Eres una mujer. -Lo pensaré Fray Sebastián… Deme unos días. -Serás como el hijo pródigo que regresa a casa. -Al hijo pródigo le dieron su herencia cuando se fue. Eso no fue lo que yo recibí. Pero, no diga nada. Deme unos días. Tiene razón en una cosa. Este es un buen lugar, pero no es mi lugar… ¿Pero siempre puedo regresar aquí si todo sale mal, verdad? -Sí hija mía. Siempre puedes… -Se puso de pie- Ahora, caminemos y háblame sobre el libro que te encargué que leyeras… -Sí, Fray Sebastián. -¿Kant o Descartes? -Kant. -Entiendo. Dos días después se le presentó en su reclusorio. Ya no vestía el uniforme de las novicias, sino un vestido simple y sencillo de algodón burdo. Al verla comprendió en seguida. -Estoy lista. Roberto Torregrande se preparaba para almorzar en una de las pocas ocasiones que dejaba ya el trabajo. Había llegado en un lujoso Oldsmobile del año, con chofer, un vehículo importado de Estados Unidos. Grato fue encontrar una mesa esplendida, llena de manjares. Si comer en las casas de familia era un signo de distinción, su casa no era la excepción: La vajilla de porcelana francesa, con los cubiertos de plata, decorados con rostros del teatro griego, vinos portugueses (El preferido de este para el almuerzo). La comida, un manjar de dioses: De entrante tortilla de patatas con bacalao y berenjena, muy suave y Gazpacho. El olor del consomé era tan singular que disparó no solo los apetitos de su boca o el estómago, sino los de sus sentidos. De plato fuerte, entrecostilla preparada como roast beef. Tarta de Santiago de postre -¿Y esto? –Preguntó gratamente sorprendido- ¿Qué celebramos? -Tú hija preparó el almuerzo -¿Mi hija? –Dijo extrañado- No sabía que Anastasia cocinase.
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-No fue Anastasia –Intervino la madre, entre nerviosa y contentaFue… tu otra hija -¿Mi otra…? Roberto Torregrande se puso de pie para ver sorprendido a su hija Renata. Se había cambiado de traje, pero como su ropa ya no le quedaba, había escogido uno de los más sencillos de su hermana. Uno que ya hacía años que no usaba. El padre estuvo a punto de no reconocerla. Dio un paso. Ella se puso frente a él y se inclinó, bajando la cabeza. -Bendígame padre. -¿Qué haces aquí? -La trajo Fray Sebastián… -Le pregunté a ella –Interrumpió- Que hable. -Me trajo Fray Sebastián. -¿Y el manicomio? -El Doctor consideró que estaba curada y Fray Sebastián creyó conveniente terminar mi educación. -¿Y qué aprendiste, aparte de ser cocinera? -Cosas del hogar, bordado, costura… -¿Viste? –Preguntó en tono de reproche- ¿Era muy difícil acaso? -Fui una niña desobediente, sin conciencia de mi realidad… Apelo a la autoridad de mi padre para que me permita regresar al hogar. -¿Y si te digo que no te quiero más en esta casa y que te vayas? – La madre dejó escapar un quejido- ¡Calla Aurelia, que mi hija y yo estamos conversando! ¡Contesta Renata! -Si usted me ordena irme, saldré de esta casa en silencio y cumpliré, pagando mi falta. -¿Estás segura? -Un Torregrande cumple siempre su palabra… -Bien… Comamos. Hablaremos luego del almuerzo. Quiero ver que tanto hizo mi hija. Comieron en silencio, cubierto por el ruido de los cubiertos. Nadie decía nada. Roberto se sirvió una copa de oporto, mientras meditaba sobre su decisión. Se puso de pie y caminó en dirección al estudio, mientras le hablaba con voz clara y fuerte: -Te espero en el estudio, Renata. -Sí, padre. Ella entró. Roberto Torregrande se escudaba detrás del enorme
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escritorio de roble, copa en mano. Se paró frente a él, sin pronunciar palabra. -Siéntate. Ambos guardaron silencio. Ella, sentada, con las piernas muy juntas, apretadas las manos la mirada dócil, en espera de cualquier cosa, a la merced de la autoridad paterna. -¿No tienes algo que decir? -…Perdón por mi desobediencia, padre. -Bien –Su actitud se suavizó un poco- Veo que has entendido tu papel… Ya tienes dieciocho años. No eres una niña. De hecho, tu edad casadera está pasando. Ya estudiaste y aprendiste lo que tenías que aprender, ¿no es así? -Así es padre. -Bien… Arreglaré la boda. Hay una familia con la que he estado haciendo negocios, los Santiago. Un matrimonio sería muy conveniente para los intereses de ambas familias… El muchacho es un abogado. Tiene futuro, un poco mayor que tú. Creo que se llevarán bien con el tiempo. Así, que hablaré con su padre. Me habían hablado de un matrimonio con tu hermana. No he respondido, así que es esta una buena oportunidad. Nadie sabe dónde estabas. Si preguntan, les diré que estuviste en Paris. Te casarás… -Un Torregrande siempre cumple su palabra padre. Me casaré. -Bien –Se puso de pié, dando por terminada la conversación- Anda, que tu madre te compre ropa apropiada. Pareces una criada. Afina tus modales. Esto no es un convento, ni otra clase de sitios… No quiero que tu hermana se case, pues está triunfando como concertista y eso le da prestigio a la familia. Además de que pasó ya su edad para esas cosas. -Como usted diga padre. Sacó un portafolio de piel de su escritorio. Lo abrió y sacó un grupo de papeles, todos idénticos, con un sello en relieve, con letras de estilo gótico. Ella reconoció el idioma como alemán. -Estos son bonos al portador. Es el equivalente a lo que corresponde a tu herencia. Se las entregaré a tu esposo una vez te cases, con el fin de que los administre en cuido de tus intereses. Además agregaré algo más por tu dote de bodas. -Es usted muy generoso padre. -Me alegra que me entiendas… Anda, ve con tu madre. Prepararé
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una reunión para celebrar tu regreso de Francia. -Permiso… La fiesta fue por todo lo alto, amenizada por una orquesta, donde la protagonista fue Anastasia, que ya tenía un nombre como pianista. La champan y las bebidas fuertes corrieron a raudales. Renata quiso ayudar en la cocina, pero su madre le suplicó que permaneciese en su habitación, para que no hiciera nada que molestase a su padre. Obedeció sin chistar. En ese agasajo conoció a su pretendiente, Federico de Santiago. Era un hombre de su estatura, pomposo, muy seguro de sí, de grandes ojos negros y nariz aguileña, con una cara redonda que le hacía poco agraciado, flaco, con un pequeño vientre, de con una risa chocante, fiel creyente de la inferioridad femenina. A parte de las relaciones pagadas en las casas de placer, no tenía mayor experiencia en el ámbito femenino. Miró a Renata durante la presentación como lo que era: Un animal de cría algo mayor para su gusto, pero bueno para montar. Sentía que estaba cerrando un buen negocio. Le gustó su atractivo y su porte. Sabía que solo por un arreglo podría conseguir una mujer así. Lo que más le gustó fue su sumisión, su educación y el saber cuál era su lugar. La mujer perfecta para el hogar, los hijos y un buen dinero para su propio peculio. Además los Torregrande eran una familia prestigiosa y contaba con el apoyo incondicional de su futuro suegro. Acordaron no anunciar aún el compromiso, para que no opacara la llegada de Renata al país y para que no se viera como una decisión apresurada que diese pie a malos comentarios. Se darían el tiempo necesario para las visitas de rigor. Todas las visitas fueron de acuerdo al protocolo, con la madre y la hermana de chaperonas. El noviazgo se hizo público cuando la familia los acompaño a la misa del domingo. Luego las familias hablaron de las tres amonestaciones de rigor cada domingo previo a la boda. Una sola súplica le hizo Renata a su padre, apoyada por su madre y su hermana: Que su tío Julio asistiese a la boda en calidad de padrino. Roberto Torregrande aceptó a regañadientes, ante el último comentario de Renata: -Creo que nos veríamos muy bien como familia padre. Además, creo que con mi boda, cualquier diferencia entre mi tío y usted quedaría zanjada. Pero usted tiene la última palabra y se dirá lo que usted diga.
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-Así será –Sonrió- Que venga pues. Que no se diga que Roberto Torregrande es un mezquino. Por su parte los amigos del novio le prepararon una fiesta en uno de los clubes privados de la ciudad. La franchela duró tres días y en ella participó el Roberto Torregrande y los amigos de novio, quien pasado de tragos le murmuraba a sus amigos “que tenía a su suegro, el poderoso Roberto Torregrande en el bolsillo” En algún momento Federico de Santiago y Renata Torregrande quedaron a solas, producto de un “descuido momentáneo” de la madre, que a la postre les servía de chaperona en la casa, pues el padre no se encontraba y la hermana estaba en el ensayo de un recital. Federico trató de abrazar a Renata, tratando de conseguir un poco de lo que consideraba suyo. Renata le colocó la mano en el pecho para frenarlo, mientras musitaba nerviosa: -¡No se atreva, que me moriría de vergüenza si mi madre nos encuentra! -¡Pero vas a ser mi esposa! -Pero no lo soy, aún –Dulcificó la voz- Ten paciencia –Y cambió el tono a confidencia- Que cuando estemos casados, haré todo lo posible para que no tengas que estar en esas horribles casas con esas malas mujeres. Mi esposo será solo para mí. Y este se fue, más ansioso aún, imaginándose los resultados de semejante promesa de aquella mujer. Tres días antes de la boda apareció Julio Torregrande, en un lujoso automóvil Cadillac HP Limousine acompañado de una hermosa mujer muy joven, con el cabello negrísimo y muy corto, cubriendo su blanquísimo rostro con un elegante sombrero con tocado, usando un sencillo, pero elegante vestido de seda en color crema, que dejaba al aire sin temor los brazos descubiertos, un pequeño escote que resaltaba su hermoso busto, con caída vertical y estrecho en la cintura, resaltando un cuerpo de venus, en estilo oriental. Para escándalo de propios y extraños, ella venía manejando. Además iban acompañados por un perro extraordinariamente feo y de aspecto amenazador: De mediano tamaño, de color blanco, musculoso, de ojos rasgados (uno con una especie de anillo color marrón, al igual que la cola. Su boca y la forma triangular de su cabeza, además del ancho del pecho y grosor de su cuello eran sinónimo de fuerza. Julio Torregrande no se hospedó en la casa de su hermano, sino en el
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nuevo hotel que era parte del club social y del que aún era accionista, al igual que su hermano. Los hombres miraban a la mujer de reojo, las señoras murmuraban y las jóvenes se llenaban de admiración. Se veía que era una mujer de mundo, acostumbrada solo a más fino. El recepcionista entendió que no se trataba de gente común y corriente y llamó de inmediato al gerente, quién se desvivió por atenderlos al reconocer al antiguo socio. -¡Señor Julio Torregrande, que sorpresa! -Sorpresa la mía de verte igual después de tantos años Cesar, ¡no has cambiado nada! -Usted se ve muy bien señor. ¿Viene a almorzar? -Y a hospedarme. Permítame presentarle a mi prometida, la señorita Charlotte Thornfield Hall –Ella extendió su mano. Su apretón fue cordial, vigoroso, pero nada masculino. La tomo y respondió con una leve inclinación de cabeza- Viene de Nueva York. -It’s an honor. -My pleasure, sir. -¿Inglesa? -Por parte de mi madre. Muy bueno su acento. -El suyo es muy elegante –Ambos arrancaron a reír, como compartiendo una broma secreta- Nos vemos -Será un honor acompañarlos durante el almuerzo, si me lo permiten. -Por mi encantada. -¿Y su equipaje? -Me lo traen en otro vehículo. Lo estaban bajando del tren. ¿Podrían enviarlos a nuestras habitaciones cuando lleguen? -¡No faltaba más! –El gerente miró extrañado a aquel animal que parecía estar sentado pendiente de su conversación- Señor Torregrande… Me apena decirle que las políticas del club no permiten perros en las habitaciones. -Eso no es un perro, Cesar -¿No, miss Hall? -Es mi guardaespaldas. Mi padre lo encargó de Inglaterra para mí. Está entrenado para protegerme. -Cesar… -Julio Torregrande introdujo un billete en el saco del gerente- No ladra. ¿Lo ha escuchado ladrar? -Viéndolo bien, no me parece un perro, Señor Torregrande. -Titán… -El animal se movió y se colocó al lado de la mujer, en
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espera de la orden- ¡Come on! Y este caminó tranquilamente a su lado. Ambos fueron acompañados por el botones hasta las habitaciones. Julio prefirió las cómodas cabañas ubicadas cerca de los hermosos jardines. Comenzaron a acomodarse. -Voy a darme un baño. ¡Siempre me olvido el calor del trópico! -La cabaña tiene un patio cerrado. Allí podemos estar en privado. -Así me asolearé como te gusta: Desnuda -Eres una desvergonzada –Dijo en tono de falsa seriedad- Como te consiga asoleándote desnuda… -¿Qué? -Tendremos sexo como nunca. Ambos se echaron a reír y ella fue a ducharse. Cuando salió, el equipaje había llegado. Ella comenzó a escoger que ponerse. -Me imagino que quieres algo conservador. -Me asustan tus conceptos sobre ser conservador, querida. -Lu único conservador que quiero en mi vida eres tú –Dijo mientras lo tomaba del rostro y lo besaba en la boca- ¡Te adoro! -¿Dónde me dijiste que prendiste a besar así? -Era muy joven. En la India. -Y allí… -Aprendí otras cosas… Te noto serio. -Cuando salí de este país, no fue en los mejores términos con mi hermano. Me sorprendió recibir una carta de mi sobrina. Hacía años que no sabía de ella… En cierta forma me recuerda a ti. Esa independencia y curiosidad. Su único defecto era mi hermano. Vamos a salir de compromiso. Nos deben estar esperando ya. -Vamos… -Te va a encantar la Tata. -Eso espero. -Cariño, eres impactante. Jamás había visto a Cesar rendido a los pies de una mujer. Hasta te estaba coqueteando –Bromeó- Me voy a poner celoso. -No me coqueteaba a mi cariño… No a mí.
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Tardes Confusas Rosa Torregrande revisaba las cuentas. A veces las habilidades de las mujeres para administrar se ven sobrepasadas por la economía. Simplemente, las cuentas no le daban. Hacía cálculos una y otra vez -Revisa bien la cuenta. -En eso estoy amor. No olvides que siempre hago el presupuesto, Marifé -Yo solo vine porque me trajiste –Dijo aburrida- No tuve de otra. -No sé dónde vamos a llegar. La plata no alcanza. Ni con los sueldos de tú papá y el mío. -Yo contribuyo con mi beca -Lo sé, cariño, lo sé… La conversación se llevaba a cabo entre las verduras y la charcutería. Rosa Torregrande tenía una idea de lo que necesitaba. Pero tenía claro lo que necesitaban y lo que podía comprar. -Mira, esto, aún nos queda en la casa –Le hablaba a una Marifé que estaba en su mundo- Podemos aguantar un poco. Pero esto no. -¿Me puedo ir a la sección de libros? -No hija –Dijo Rosa Torregrande- Recuerda que la última vez nos llamaron la atención por tú pedir libros inapropiados para tu edad. -…El gerente ni siquiera supo explicar por qué eran inapropiados para mí. Tuve que explicárselo. -Mejor quédate Marifé. Dejemos en este carro vacío lo que no podemos llevar. Para la Sorpresa Rosa de Torregrande, su hija comenzó a colocar otros productos dentro del carro de alimentos que pensaban dejar: Panes, frutas, dulces, enlatados, embutidos, carne empaquetada. Como la miraban impávida, solo explicó: -Así no dará tanta pena dejar tan poco, Rosa. Rosa Torregrande se echó a reír. En verdad su hija tenía a veces unas salidas ante las dificultades cotidianas, viendo las cosas con lentes diferentes a los de los demás, haciéndole la vida extraña y fascinante al mismo tiempo. En algún momento la niña se le extravió, pero no se lo tomó a mal. Sabían que su hija era demasiado inteligente para salirse del supermercado y que no era amiga de hablar con extraños y mucho menos de tener contacto físico con ellos. -Eres extraño…
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-¿Te parece? -¿Nos conoces? -No. Bueno, no a ti… -Adiós… La alcanzó en la caja, mientras pagaban y le hacía señas para que se le uniera, mientras la sostenía una conversación con la cajera. -No entiendo a qué se refiere. Yo no pedí todo eso. -Pero todo fue pagado a su nombre. Por lo menos eso me informó el gerente. -Ese es nuestro carro, Rosa. -Si hija, el que dejamos… -Ahora es nuestro. -No pagamos por él. -No. Pero ya está pago. Y a mí me gusta. -Mire señora –Dijo la cajera- Esto está pago a su nombre. Pero si usted no lo quiere, no hay problema. Déjelo y yo me lo llevo. -No –Intervino la niña- Es nuestro. En el camino iba pensativa, mientras conducía. María Fernanda comía uno de los dulces de chocolate sacados de la bolsa, aparentemente sin pensar en nada. -De verdad no sé qué le voy a decir a tú padre… -Piensas decirle la verdad de algo que no sabes Rosa. No contestó. No les iba mal la comida. ¿Sería una broma de su hermano? Este era propenso a esa clase de juegos, bueno, algo como esto sería primera vez. Llegó a la casa. Su hijo la ayudó a bajar las bolsas, cosa que nunca hacía, por el interés de ver que había comprado su mamá, porque hacía tiempo que no se veía esa cantidad de compras. Rosa Torregrande estaba terminando de guardar todo cuando llegó su esposo, entrando por la cocina. Grande fue la sorpresa al abrir el refrigerador para servirse un vaso con agua y ver como estaba surtida. -¿Qué pasó, te saliste del presupuesto? -No exactamente… Creo que fue una broma de Rodrigo. -¿Cómo es eso? -Bueno, hice mis compras y dejé varias cosas y cuando llegué a la caja, esas cosas, más otras más que Marifé había colocado estaban esperándome en caja y ya estaban pagadas a mi nombre. Tiene que haber sido él… Lo voy llamar –Marcó el número en el celular- ¿Aló,
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Rodrigo? -¿Sí hermanita? ¿Cómo está la cosa linda de mamá? -Bien… ¿Oye, tu tuviste que ver con la broma del supermercado? -Depende… ¿Te gustó? –Rodrigo jamás daba nada por sentado- Si no, me dices… -¡No, al contrario, gracias! -Bueno… Tú sabes cómo soy yo… Mira, me tengo que ir… Si algo tenía Rodrigo era sacarle provecho a cualquier situación. Sabes cómo sostener algo como propio, pero evitando dar la mayor cantidad de explicaciones posibles. María Fernanda Torregrande lo volvió a sentir: Una leve presión abajo, migraña, estaba más huraña de lo normal. Sospechaba que en algún momento le pasaría, pero no sabía cuándo. Había leído muchísimo sobre el tema, para estar preparada. Pero ya había aprendido que la teoría a veces se deslindaba de la parte emocional de la realidad, que era su mayor dificultad. La empatía era algo que no se le daba muy bien. Se puso de pie y salió de la cocina sin decir palabra, a toda carrera. Rosa Torregrande tardó un poco en notar la salida de la hija, acostumbrada ya a su manera de proceder, pero su instinto de madre le hizo buscarla a su habitación. Por su condición, María Fernanda poseía baño propio, impecable, brillante, séptico. Lo limpiaba ella misma, aún luego de las clases y los ensayos de música, incluso cuando salía con los pocos amigos que tenía (los tenía porque no hacían preguntas personales, entendían que no le gustaba el contacto físico y solo hablaban de música, literatura, comics y manga). Allí la encontró la madre, lavándose las manos una y otra vez. Había sentido la humedad en la entrepierna ye introdujo su mano. Al sacarla, tenía sangre. Rosa Torregrande se quedó allí, mirando. Mucho tiempo había pasado desde que su hija había experimentado una compulsión. Pasaba cuando algo que sucedía la hacía salir de la seguridad de su cotidianidad, causándole alguna impresión. La respuesta podía ser impulsiva, agresiva o de trastorno obsesivo compulsivo, como era ahora. -Marifé, ya está hija… ¿Qué tienes? -Tranquila Rosa… Es solo mi menarquía… Debí darme cuenta. Me dolían las caderas, el vientre, los senos se me están formando.
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Aunque nosotras en la familia no somos de senos grandes… Tal vez debo revisarme después que me bañe. Quizá ya me salió vello y no lo noté –Hablaba sin dejar de lavarse- Pero no te preocupes Rosa. Ya mi hipotálamo comenzó a liberar las hormonas folículo-estimulantes y luteinizantes, para inducir la actividad ovárica. Aunque comencé a desarrollarme, el sexo no está en mis planes. No hará falta que me compres pastillas… Aunque me ayudarían para el desarrollo. Aparentemente, mis menstruaciones serán dolorosas. -Marifé –Rosa Torregrande tomó las manos de su hija, deteniendo que continuara aseándose- Marifé – Tuvo que alzar la voz para que ella alzara la mirada y se detuviese- ¡María Fernanda!... ya está… Ya están limpias… Se detuvo, alzando la mirada. Asintió. La madre la abrazó. Se quedaron allí, por unos momentos. La hija trató de moverse. -Rosa… Rosa… -¿Sí? -Sabes que me incomodan estos momentos… -Disculpa hija –Dijo soltándola- Es que me emociona que mi niña ya es una mujercita. -Hace años que soy una mujer y lo sabes Rosa. -Tú… Me entiendes. -Sí… -Sonrió- No destruiré tu momento emotivo –La detuvo- Pero sin abrazos. -Bien. -Voy a ducharme. Quiero que me ayudes luego con lo del sangrado. No estoy de humor para leer sobre el tema. -Está bien… -En ese momento tocaron la puerta del baño- ¿Quién? -¡Soy yo! ¿Pasa algo? -¡Nada, todo está bien! -Roberto, tengo mi menarquia y comparto un momento emotivo sentimental con Rosa. Si quieres pasa y conversamos sobre tú punto de vista sobre la menstruación. -… ¡No!… Mejor convérsalo con tu mamá. -Está bien… -Rosa Torregrande no pudo contener la risa- Pero iba a dejar que me abrazaras, pero no mucho
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Encuentros Forzosos (1906) Toda la familia Torregrande salió al portón la casa al escuchar y ruido del claxon del vehículo. Apenas pudieron disimular cuando vieron a Julio Torregrande en el asiento del pasajero, mientras una mujer conducía. El vehículo hizo un amplio círculo, quedando justo al frente de ellos. Roberto Torregrande salió al paso, al tiempo que su hermano salía de este, al igual que su acompañante. Se quedaron frente a frente sin proferir palabra. Renata se interpuso entre su padre y su tío, abrazando a este último. -¡Qué gusto tenerlo aquí, tío! -Es mío el gusto sobrina. Déjame verte. Eres toda una mujer. -Estoy feliz que vengas a mi casamiento. -¿Y cuándo conozco al afortunado? -Ya papá fijó la fecha. Nos reuniremos todos en la cena de mañana. -Tu padre organizó todo… Ella se separó del tío. Los hermanos quedaron allí, en un silencio incómodo, que fue interrumpido por una voz alegre que llamó la atención de todos: -¡Pero que niña más bella tenemos aquí! ¡Estoy segura de que tu esposo debe estar más que deseoso de que se realice el evento! –Le decía así a pesar de que era dos años menor que ella, al tiempo de que la tomaba de las manos- Julio me ha hablado mucho de ti. -Bueno, intervino la madre. Entremos. Creo que es mejor… -Un momento, por favor… ¡Titán! El perro, que hasta ese momento había permanecido escondido dentro del auto bajó rápidamente y se detuvo justo frente a ella. -¿Y eso? -Mi perro. Papá me lo trajo de Inglaterra para mi resguardo. ¿Alguien puede llevarlo a un sitio techado? No ataca si yo no se lo ordeno. Renata se inclinó sobre el animal y extendió la mano sobre la cabeza de este, que inmediatamente apoyó su frente y se quedó así. -Titán… Me gusta. ¿Puedo llevarlo a la cocina? -¿No será problema? -Ninguno. Renata, ¿puedes llevarlo? -Sí mamá. En seguida. -Le gustas –Dijo Charlotte- No es afectuoso con extraños. No le des mucha comida. Es un glotón. Y aléjalo de los dulces. Titán, ¡follow!
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Renata se fue a la parte posterior de la casa, seguida por el can. Los demás entraron, quedando al final solo los hermanos, que aún no se habían dirigido la palabra, mirándose incómodos. -Julio… -Roberto… Se estrecharon las manos y se dieron un abrazo a medias. El mayor hizo el gesto de darle paso al otro, que agradeció con una inclinación de la cabeza. Luego, la tensión se relajó. Charlotte contribuyó con su humor particular a calmar los ánimos. Además causó muy buena impresión en Renata y su hermana, a quien Julio le presentó con mucho placer: -Mi sobrina Anastasia es una concertista de piano con cierta fama, para que sepas. -No dejes que te engañe querida. Tu tío no sabe decir otra cosa que no sea hablar de tus conciertos. ¡Adoro la música! Espero que puedas tocar algo para mí esta noche. -Lo haré con gusto… -¡Llámame Charlotte, sin pena!... creo que casi soy tú tía… Si no cambia de opinión y huye. -Durante muchos años aquí en pueblo real las mujeres me preguntaban que cuando mi cuñado no iba a pensar en otra cosa que no fuese trabajar –Intervino Aurelia Torregrande- Como mi esposo… -Ese es el único defecto en el que se parece a papá. Ambos son esclavos de trabajar. Pero lo adora. Es el hijo varón que siempre quiso. Y yo estoy feliz por eso… Ambos somos felices. Sus hijas son adorables. -Gracias. Ahora vamos a cenar, antes que estos hombres comiencen a gruñir… Charlotte… -¿Sí? -Gracias… -No sé de qué habla –Dijo con una sonrisa pícara- Vamos, tengo hambre. La cena estuvo deliciosa. Por ser Charlotte una mujer de mundo y por estar Julio Torregrande tanto tiempo fuera del país, las conversaciones pasaron por temas mundanos y otros de importancia -¡Muy elegante su vehículo! -¡Y veloz! Alcanza los cuarenta y ocho kilómetros -¡Tanto! –Preguntó Aurelia asombrada- ¿No es un peligro?
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-Solo si te estrellas… -¿Y que se dice de las situaciones del mundo? Hay grandes cambios, solo porque algunos advenedizos ambicionan el poder que el orden natural de las cosas que dios nos han dado. Allí está México, por ejemplo, en conflictos desde el setenta y seis, solo porque unos campesinos reclaman lo que otros han trabajado. Hay grandes negocios con minería, petróleo, y quién sabe cuántas cosas más. Pero están esos, los llamados “socialistas”, con aspiraciones a acabar lo que ha sido… el orden natural de las cosas… -Bueno, no sé a qué se refiere con el “orden natural de las cosas”… Es cómo decir que una mujer no puede manejar… ¡Vamos, solo estoy bromeando! –Todos rieron- ¿Qué se yo del mundo masculino? -No pareces, y no lo digo como ofensa, pero eres una mujer muy sensata. -No sé preocupe Don Roberto, mi padre dice que siempre causo esa impresión… Luego se dan cuenta de que soy una mujer común y corriente y que no corren ningún peligro. -¡Ningún peligro! ¡Qué graciosa! Llegaron los postres: Cannolis, rellenos de queso ricota y frutas confitadas. Charlotte probó uno y tomó otro. Hizo una pausa, cerró los ojos y suspiró. -En el Bryant Park en nueva york, está Tony. Es un repostero siciliano. Hace los mejores Cannolis del mundo… Hasta estos. -¿El… Bryant Park? -Es un hotel. El mejor de Nueva York. Lo inauguraron hace tres años. Desde entonces, mi papá tiene una suite allí. ¿Quién hizo estos Cannolis? -Yo… -Están fabulosos… Si algún día vas a Nueva York, los harás para mí. -Lo prometo. -¿Dónde aprendiste a hacerlos? -Estudié en un internado de monjas… -Internado de monjas. Interesante… Luego de cena, todos se sentaron en la sala, alrededor del piano. Anastasia ejecutaba a placer trozos de piezas de Mozart, Bach y Vivaldi. Charlotte Hall se encaminó hasta el bar para servirse un trago de whisky. Roberto Torregrande la alcanzó. Sirvió dos vasos y le pasó
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uno. Ella asintió. -Un trago de hombres para una mujer muy joven. -Usted sabe que soy una mujer cualquiera. -Eso no lo sé… Siempre he creído a mi hermano algo… ingenuo. -Le aseguro que su hermano es cualquier cosa menos eso… Es un hombre maravilloso. Un exitoso hombre de negocios. -Que veo que le gustan las jovencitas… No le conocía esos gustos. -No me subestime por mi edad. -Al contrario… Creo que esa es su mayor arma con Julio. -Si insinúa que estoy con su hermano por su dinero, sepa que mi padre es empresario y accionista mayoritario de la más grande empresa de transporte ferrocarrilero de los Estados Unidos, además de pozos de petróleo, entre otras cosas. Yo, a falta de más hijos que puedan representar a la firma, he sido su asistente y asociada, no solo en Estados Unidos, sino en Inglaterra y la India. Incluso una vez fue Virrey… -Alguien de la nobleza. -Solo por parte de mi madre. -Que se enamoró de un norteamericano. -Sí. Pero también de su fortuna… Los títulos nobiliarios necesitan dinero… Lo diré antes que lo diga usted… -No lo diría tan rudamente… Lo insinuaría, tal vez… -Bueno, como verá, la situación entre Julio y yo nada tiene que ver con el dinero. -Bueno, espero que mi hermano tenga razón y no yo. -Es evidente que no podremos ser amigos, señor Torregrande. -No… -Entonces, en nombre de la educación, la clase y la cortesía, comportémonos como personas civilizadas. No es la idea arruinarle el evento a su hija y mucho menos dejar una impresión peor de la que ya está causando. -Entiendo. Puedo con eso. -Si de mí dependiera, gritaría para que Titán venga… Pero tendrían que decapitarlo para que soltase su cuello… -…Entiendo –Julio Torregrande palideció al ver la seriedad en el rostro de aquella joven, que ahora parecía una persona mayor- Me imagino que luego del matrimonio no tendremos que vernos más… -Exactamente… Ahora, si me disculpa, su hija está tocando como
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los mejores. No voy a perderme esto. Imagino que no tendrá tiempo para acompañarnos cuando su hermano y yo nos casemos… Con permiso… Este inclinó la cabeza y Charlotte Hall se retiró, integrándose al grupo con una sonrisa, como si nada hubiese pasado. Julio Torregrande se sirvió otro trago. Le temblaba la mano. Era una mezcla de miedo, ira y odio. Le parecía mentira que alguien como él, duro negociante, que había estrechado la mano de presidentes, generales dueños de compañías internacionales, y esta mocosa, esta niña insolente y mimada, amancebada con su hermano, una joven evidentemente mal criada por su padre, que solo tenía dinero, quizá porque algún pariente había cavado un agujero muy profundo para hacer sus necesidades y había encontrado petróleo, se atrevía a hablarle de esa forma. Pero, él no iba a ser menos. Si había alguien que sabía guardar las formas era él. Charlotte aprovechó un descuido para salir a fumar. Había sido un mal rato, pero no sería ella quién le demostrara malestar a su futuro cuñado. Había lidiado con personas así en toda su corta vida. Y este no iba a ser diferente. Una mano la tomó del hombro y la hizo girarse. Estuvo a punto de llamar a su Titán, pero se clamó al ver que era la sobrina menor de Julio, que la miraba con ojos suplicantes. -…Hay algo que quiero que haga por mí… Más tarde estaban en las formalidades de retirarse. Charlotte Hall se despidió de todos con sendos besos en ambas mejillas, incluido su cuñado. Ya para irse, ella abrió la puerta del vehículo y llamó en voz alta: -¡Titán! El perro pasó entre todos y subió de un salto, sin hacer ruido. Pero comenzó a hacer toda clase de mugidos para llamar la atención. -Ya, Titán, ya –Regaño Charlotte- Ya vi que te encariñaste con la sobrina. Seguro que te sobornó con Cannolis, ¿no?... ¿Alguien puede enseñarme Pueblo Real mañana?... Julio va a atender algunos negocios y me voy a aburrir a morir… ¿Puedes, Anastasia? -Realmente me gustaría… Pero tengo que prepararme para un concierto… -¡Lástima!... ¿Y tú, Renata? -No sé. Depende de la orden de papá…
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-No creo que Roberto se oponga –Intervino Aurelia- Así la niña verá un poco como ha cambiado todo… -No… Por mi está bien… Julio… -Se despidió- Un placer… -Roberto… Y el vehículo partió a toda velocidad, rumbo al hotel, con la noche ya cerrada de estrellas. Todos marchaban rumbo a sus habitaciones, preparándose para dormir. Ya en su dormitorio, Julio Torregrande miró con ojos de furia controlada a su esposa. Ella se quedó sentada frente a él, en bata de noche, cepillando su largo cabello, donde brillaban algunas canas. -Te voy a agradecer que no vuelvas a tomar decisiones por mí. Que sea la última vez… -Pero Roberto… -Voy a salir. Necesito tomar aire… Y ella quedó allí, en silencio, sabiendo que no regresaría en toda la noche, ni al amanecer, sin hasta el mediodía, si tenía suerte. Comenzó a cepillarse con fuerza, conteniendo el llanto, pensando en aquel hombre que vivía con ella, tan diferente al hombre con el que se casó. Pero nada podía hacer. Para ella, Roberto Torregrande era un hombre de un mundo de hombres, donde ella, lo que pensara o sus opiniones no tenían cabida. Decidió ir a llorar en silencio, mientras rezaba un rosario para dormirse.
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Los Príncipes que llegan tarde Día de domingo familiar. Toda la familia Torregrande estaba disfrutando de un cremoso helado en el único lugar donde María Fernanda Torregrande aceptaba ir a comer helado desde que tenía cuatro años. Con el tiempo supo que era el sitio favorito de su madre desde la adolescencia. El mobiliario no había cambiado mucho con los años: Mesas de vinil en naranja y blanco, posters de los años sesenta, luces blancas, una barras con sillas giratorias. Las mesas para cuatro personas. Al ser cinco, existía la posibilidad de acercar una silla a la mesa, pero María Fernanda prefería sentarse sola, alegando que se sentía “acompañada, pero no incómoda”. Habían aprovechado la clase del sábado para ir a buscarla. Beto Torregrande le hacía bromas, a pesar de que su madre le decía que la dejara en paz. -¡Ay mamá, no es para tanto, solo que ella pone unos ojitos cuando el profesor Gerardo está cerca de ella! -No sé qué ojos ponga… Espero no verme excitado como tú cuando piensas en Bianca Rovira -¡Marifé! -No es motivo de escandalizarse Rosa… En estas noches me levanté a beber agua y Beto había dejado la puerta de su cuarto abierta. Yo me asomé, porque escuché unos gemidos y… -¡Mamá! –Se quejó Beto, rojo como la grana- ¿Puedes callarla? -¡María Fernanda, por favor! -No tiene nada de malo. Según he leído es un acto natural y de desahogo entre los adolescentes… Sobre todo los hombres son los que más lo practican. A mí me parece placentero, pero creo que termina por ser aburrido. -Niños, por favor, guarden silencio -No entiendo de que hablan los jóvenes de ahora –Se quejó Doña Adelaida, que había dejado de hacer su labor de tejido para prestarle atención a la conversación- ¿Qué es lo que más practican los muchachos? -Futbol Abuela… Futbol. -No veo la razón de tanto escándalo. Quiero helado de pistacho. -Yo voy a ordenar… -Dijo Roberto Torregrande, poniéndose de piePor lo menos sé que es lo que quiere Marifé y doña Adelaida- Yo por
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lo menos, quiero mantecado y fresa -La señora va a pedir fresa y chocolate, con leche condensada… Quien lo decía era un hombre vestido en ropa deportiva, con un helado de brownie con mantecado. Para Doña Adelaida era un momento de alegría. Para Rosa Torregrande toda una sorpresa. -¡Vicente Aristigueta! ¡Esto sí que es una verdadera sorpresa! -Yo también me alegro de verla Doña Adelaida. Los años no pasan por usted. -¡Siempre tan caballeroso! -Hola, Rosa… -Vicente… Te presento a mi esposo, Roberto Torregrande. Le extendió la mano respetuosamente y este le correspondió. Solo lo conocía por referencia, pero para él era más que suficiente. El abogado exitoso, el hombre de negocios que llegaba de improviso o por casualidad. -Mucho gusto. Imagino que esta es su familia. -Sí… Este es mi hijo mayor, Beto y aquella que está sentada en esa mesa es la menor, María Fernanda. -Muy linda su familia. Lo felicito. -Gracias… -¿No hay problema si les hago compañía?... El helado sabe mejor en grupo. -No hay problema… Beto, acompaña a tu hermana. -De ninguna manera –Intervino él- No quiero causar molestias. Puedo sentarme con ella. -No sé si ella… -Hola extraño… -Hola… ¿Puedo sentarme contigo? -Solo si brindas los helados. Parece que eso acostumbras… -¡Marifé! –Se escandalizó la madre- ¿Qué va a pensar Vicente? -Me parece bien… -Dijo echándose a reír- Si a ustedes no les molesta… -¡Pero que va a ser molestia Vicentico, si solo es un detalle tuyo, nada más!... No creo que Roberto tenga la descortesía de rechazarte, ¿verdad? -De ninguna manera… -Sonrió- Voy a pedir los helados… ¿Me acompañas Rosa? -Por supuesto… Permiso…
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Ambos caminaron hasta los mostradores, sin decir palabra. Rosa Torregrande comenzó a pedir, mientras su esposo esperaba detrás de ella, en mudo reproche. -¿Qué tienes que decirme Rosa? –Habló por fin- Porque esto es muy raro para ser casualidad -Eso no te lo niego. Pero no sé qué hace aquí… Hace años que no sé de él. -Pero el parece saber, Rosa… Porque hasta Marifé lo conoce. Y sabes que ella no miente. -¡Lo sé, lo sé! –Protestó en voz baja- Pero no sé qué decirte. Sea lo que sea, es algo que está en su mente y no en la mía… Lo sabes, ¿verdad? -… Si, lo sé… ¿Pero qué quieres que te diga? Un novio tuyo del pasado se aparece de la nada y nuestra hija lo conoce… Hasta tu abuela le hace fiesta. -Mi abuela le hace fiesta a cualquiera que tenga dinero, así sea un burro… -Le dio un beso en los labios- Vamos, no echemos a perder el momento de nuestros hijos… Ya veremos a donde llega esto. ¿Te parece? -Está bien… -Estás celoso… -Se burló- reconócelo… -Bueno… Un poco -Estás celoso –Canturreo como niña de colegio- Estas ce-lo-so -Bueno, sí –Roberto Torregrande contuvo la risa- Sí estoy celoso. ¿Qué quieres que te diga? -Que todavía te gusto… -Todavía me gustas… -Y por eso te vas a portar a la altura… -Advirtió- Nada de preguntas incómodas ni posturas agresivas. Se me porta como un caballerito… -Está bien… Vamos, que Doña Adelaida no va a desaprovechar la oportunidad de molestar… Cuando llegaron a la mesa con los helados la más impaciente era Doña Adelaida, que extendió las manos para recibir su helado. -¡Pensé que te estabas tardando para pedir otra cosa mejor Roberto! ¿O fue que te molestó la invitación de Aristigueta? -¡Nada que ver!-Rió de buen humor- Solo que fue lo que pidió… -De todas maneras, Doña Adelaida, si después desea otra cosa, solo tiene que pedirla. No se preocupe.
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-Gracias Vicentico. -¿Y nosotros podemos pedir otra cosa? -¡Marifé! -Déjala Rosa… Claro que sí. Pueden pedir Marifé. -Dime María Fernanda. Aún no te conozco bien… Solo del supermercado, nada más. -¿Del Supermercado? –Preguntó Rosa Torregrande- ¿Estabas allí? -Solo de casualidad y me encontré con María Fernanda y cruzamos palabra. Eso es todo. -Ya puedes llamarme Marifé… Comenzaste a decir la verdad. -¡Marifé…! -Déjala Rosa… Se ve que es todo un personaje. -Soy una persona. Los personajes pertenecen a la historia o al anime… -¿Te gusta el anime? -Sí. -A mí también. -Te creo. -Bueno –Intervino Roberto Torregrande muy cordial- Comamos el helado, que se derrite -Después pediré banana Split - ¡Beto! -Déjalo hija… ¿No ves que Vicentico invita?... El tono de la conversación bajo y cada quien se dedicó a saborear su helado. Vicente Aristigueta estaba en verdad encantada por su acompañante de mesa. Decidió buscarle conversación. -¿Y este es tu sabor favorito? -Sí… -Que es… -Chocolate y ron con pasas –Lo dijo en el tono de quien explicaba algo muy obvio a alguien incapaz de comprenderlo- ¿Qué otra cosa podría ser? -Ya veo… ¿Y por qué te gusta? -Son sabores seguros… -¿Seguros? María Fernanda Torregrande suspiró por debajito. Hizo una pausa y
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puso su helado a un lado para explicar de manera que aquel hombre entendiese. -El chocolate es de saber fuerte, dulce. Se queda un tu memoria. El Ron con pasas es ligeramente amargo, con el dulzor oportuno de las pasas, que no son más que uvas deshidratadas. Pero no opaca el sabor del chocolate ni lo contradice. Juntos son sabores que arrullan. Los consumo desde que tenía cuatro años. Toma… Tomó su copa y tomó una porción exacta de ambos sabores y lo llevó frente al rostro de Julio Aristigueta. Este dudó por unos segundos y probó. Era una buena combinación. Solo que jamás se le había ocurrido verlo o saborearlo desde ese punto de vista. Luego de terminar solo dijo: -Entiendo… Terminaron sus helados. Aristigueta insistió que aceptaran la segunda ronda. Doña Adelaida no se hizo de rogar, apoyada por Beto. -Lo siento Vicente… Pero nosotras las mujeres a mi edad tenemos que cuidar el peso -Estás muy bella aún, Rosa –Le habló a Roberto Torregrande de inmediato- Lo digo con todo respeto. -Lo entiendo. -Mi esposo siempre me lo dice… -Yo nunca lo oigo –Rezongó por lo bajo Doña Adelaida- Simplón -Me lo dice en privado –Le susurró entre dientes- Mejor no hable… -Dime Marifé –Preguntó Vicente tratando de cambiar el tema- ¿Qué pasaría si el sabor del chocolate es más suave o más fuerte? -No hablaríamos de helado, sino de chocolate. Vengo aquí porque este helado es el típico gelato italiano. Rosa sabe que si no me gustara, me quedara en casa, practicando música. -¿Música? -¿No se dio cuenta? –Dijo como si hablara con un idiota- Soy un genio… Ya en casa, Rosa aprovechó para quedarse a solas con Doña Adelaida, quién no dejó de hablar del abogado durante el regreso. -Abuela, quiero decirle algo. -Dime hija.
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-La próxima vez que dejes a Roberto mal parado en público o delante de sus hijos, la dejo en las puertas de la casa de mamá de un patadón en el culo ¿Fui clara?... No me mire así… Conteste… -Sí hija… Es que Vicentico parece un príncipe -Sí, puede ser… Pero es de los príncipes que llegan tarde. Quiero que le quede claro lo que le dije, ¿entendió, sí o no? -Sí hija… Entendí… -Más le vale… Buenas noches.
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La Noche de las Promesas Cumplidas (1906) Julio Torregrande trataba de colocarse las yuntas de plata con brillantes. Ya se había colocado el pisa corbata, pero era un poco torpe para ese tipo de cosas. Charlotte lo ayudó. -¡Listo! -Estás muy hermosa… -Gracias… Siempre tan galante… -¿Qué hiciste todo el día de ayer con mi sobrina? Mira que me dejaste solo -Cosas de mujeres, cosas de mujeres… ¿Cómo te sientes con tu hermano? -Igual… Mi hermano no va a cambiar. Luego de la boda de Tata, tal vez sea la última vez que los vea. -Ella va a casarse obligada. -Es un arreglo normal y lo sabes… -Sí. Pero no me gusta. Más con lo que me contaste de todo lo que pasó. -Con todo eso, pensé que se rebelaría… ¡Pobre Tata! La boda se realizó en la casa de los Torregrande. Solo los más acaudalados de Pueblo Real fueron invitados, pues no solo era cuestión de dinero, sino de clase, alcurnia y posición. Renata se veía hermosa en su traje de novia, educada de poco hablar. Una novia modelo. Federico de Santiago se portaba como si hubiese ganado la carrera en el hipódromo de Pueblo Real. Solo le faltaba la copa y la corona del premio. Sus padres eran corteses con todo el mundo, pero no entablaban una verdadera amistad con nadie. Lo que nadie sabía era que la felicidad de los padres del novio era el negocio hecho con los Torregrande: Estaban en quiebra. El negocio del caucho en el Amazonas en el que había invertido gran capital se había venido abajo por las guerras internas de los grandes terratenientes por el territorio. En contra de lo aconsejado por su consuegro, vendió todo con pérdidas e invirtió en otros negocios que solo le permitieron salir adelante. Luego del evento vino el baile y la bebida. El Champaña corría a raudales. La flamante novia de Julio Torregrande opacó sin querer la boda, despertando las envidias de las solteras, que decían que el menor de los Torregrande no se fijaba en mujeres de su clase, sino en una “advenediza extranjera y desvergonzada”. Ni Anastasia llamó
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tanto la atención, además de que prefirió no tocar el piano. En un momento determinado, Alberto Torregrande fue con su flamante hijo político a su despacho. Allí le mostró la herencia de su esposa, así como la dote acordada, bastante generosa. -Te los entregaré en los próximos días… Esta noche es para celebrar. Ya estaba cerca la media noche. Algunos bailaban, mientras la orquesta continuaba incansable, con la promesa de un ebrio Alberto Torregrande de una jugosa propina. Pero en algún momento alguien en la familia hizo una pregunta: -¿Dónde está la Tata? Sus padres la buscaron en el salón, las habitaciones y la cocina, en silencio, para no levantar suspicacias, pero ya la gente comentaba que era extraño que el flamante esposo no se hubiera marchado con su esposita. Alberto entró en su despacho. Allí no estaba. Iba a salir cuando notó que las gavetas del escritorio estaban mal cerradas. Revisó. La carpeta de cuero con los bonos al portador no estaban, ni el dinero de la dote. Buscó más aún. Faltaban algunos cheques de banco que ya estaban listos para cubrir gastos y documentos de acciones de inversiones de bolsa, documentos, registro de nacimiento, documentos de propiedad, faltaban quién sabe cuántas cosas. Alguien se había aprovechado de la fiesta para robarles. Sacó el estuche donde reposaba su revólver. Allí encontró la carta, húmeda la tinta aún. No conocía la letra. Comenzó a leer su contenido. “Querido padre: No busques culpables más que a mí. Me casé como prometí. Cerraste tu convenio con la familia de mi esposo. Pero me prometí que jamás viviría encierro alguno. Las experiencias vividas en libertad, aunque duras, fueron mejores que los momentos en el internado y el manicomio. Tomo lo que considero que es mío. Lo que no sea, perdóname padre, pero la oportunidad es de quien se le presenta. Tú me lo enseñaste. No volverás a saber de mí, si dios quiere. Espero que nunca reniegues de mí, pero si lo haces, lo entiendo. Dile a mamá que la amo. Por favor, cuida a Anastasia. Espero que no sea víctima de tus decisiones. Ya que la has cuidado tanto, sigue haciéndolo. Espero que algún día me perdones… Recuerda que los Torregrande
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siempre cumplen sus promesas. He cumplido. Todas mis promesas están cumplidas. Renata” Julio Torregrande salió al patio. Allí encontró a Charlotte Hall fumando un cigarro, mientras miraba las estrellas. Titán echado a sus pies, apenas alzó la cabeza al verlo llegar, mientras movía la cola. Se detuvo junto a ella y miró el cielo, claro y diáfano, a pesar de no haber luna. La observó… ¡Cómo amaba a esa mujer! Su rostro reflejaba una sonrisa de satisfacción, mientras exhalaba una bocanada de humo. -… Nos robaron el automóvil… -Bueno –Dijo de buen humor- Si sabe conducir quien se lo robó, llegará lejos… El tanque estaba lleno. -Aprendió en un día… ¿Qué vas a hacer? -Comprarte un Mercedes, naturalmente. En el interior de la casa, todo era un caos. La gente murmuraba, mientras la familia estaba reunida en el estudio. Los padres de Federico de Santiago estaban ofendidísimos. Nuevas rondas de bebidas fueron servidas con canapés, mientras por órdenes de la familia, la orquesta arrancaba de nuevo a interpretar alegres melodías, para distraer a los invitados. -¡Esto es un ultraje! ¡Exijo una solución! -¡Que va a decir la gente de nosotros! –Dijo la madre desesperada¿Qué va a decir dios mío? -No hubo boda –Dijo Federico de Santiago- No se consumó… Además, no somos los únicos que vamos a quedar en entredicho, Torregrande -¿A qué se refiere? –Alberto sentía que el efecto de los tragos había desaparecido con la impresión- ¡Hable! -Cualquiera puede pensar que su hija se fugó con otro hombre… O que no estaba en sus cabales… -¿Qué quiere decir? ¡Hable claro! -…Bueno… Hay rumores sobre el estado mental de su hija, aunque yo la veía normal, es probable que a la gente no le importe. -¿Tu, mocoso imberbe, me estás amenazando? –Se detuvo frente a este, tratando de contener el deseo de estrangularlo- Elige bien lo que vas a decir a continuación… Te puede costar muy caro. Y a mí no me vengas con historias. Todo el mundo sabe que ustedes están al borde, pobres como ratas, viviendo de lo poco que les queda, debido a tus
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geniales inversiones… -¡Mi hijo solo tuvo mala suerte, cualquiera la tiene! –Intervino la madre- Cayó en manos de hombres despiadados como usted. -¡Cómo se atreve! -Entienda Torregrande –Dijo el padre conciliador, apartándolo del grupo por un brazo- Estamos exaltados… La gente está afuera, esperando para destrozarnos a ambos… tenemos que buscar una solución. Y dónde se encuentre su hija en este momento es el menor de nuestros problemas… -Una solución… -Roberto Torregrande pensó por unos segundo. Le habló a Federico de Santiago- Dime abogado, si la boda no se consumió… -No hubo boda… - Pues habrá boda…
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Grandes Cambios en el Paisaje Roberto Torregrande no encontraba explicación. El bendito Plan de Inversiones que tanto trabajo le había costado no aparecía. Lo peor era que su suegro en persona era quien lo estaba solicitando. No estaba en su computadora y el expediente que estaba listo no estaba en su escritorio. Se le solicitó se presentase de inmediato en presidencia. Allí se encontraba su cuñado, sentado en un mueble, hojeando indiferente una revista. -Bueno Torregrande –Dijo su suegro- Como sabrá, ese informe es de gran importancia para cerrar el negocio con el consorcio español. ¿Dónde está? -…Creo que tuve algún tipo de problema con la computadora… Se borró. No encuentro el físico. Pero si me da un poco de tiempo, puedo hacerlo de nuevo. -Tiempo es lo que no tengo Torregrande. Me informan que los chinos están detrás del negocio. Un negocio que supuestamente no conoce nadie, por lo que debemos cerrarlo antes que ellos… -…No sé qué decirle… -Tu trabajo es muy bueno, Torregrande… Pero no el mejor, ¿me entiendes? -No. No le entiendo… -Esto es mi jardín Torregrande. Y ya es hora de hacer cambios en el paisaje. Presénteme su renuncia. -Pero… -Y agradezca que estás casado con mi hija, porque si no, otras fueran mis acciones. Porque tengo información de que tú posiblemente fuiste tú la persona que le informó a los chinos -¡Eso es falso! -Ya habrá tiempo para que seguridad se encargue de eso. -Pasa por recursos humanos para que arreglen tu liquidación… Y agradece que seas el esposo de mi hija… De lo contrario… Roberto Torregrande salió en Shock de la oficina. Su cuñado se puso de pie y se sirvió un trago del minibar a su padre. Este se dejó caer en su asiento. -¿Crees que está bien que lo despidiera? -Es la única forma de obligarlo a darle a mi hermana la vida que se merece. Mientras tenga la comodidad del trabajo, no se atreverá a darle un cambio a la situación.
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-¿Puedes creerlo? ¡Mi yerno vendiéndome a la competencia! -Te lo dije Papá… Se ve muy calladito, muy mansito, pero se las trae… -¡Y ese informe que no aparece! ¿Qué vamos a hacer? -Consigue tiempo… No soy tan bueno como mi cuñado, pero lo haré y te lo entregaré. -¿Podrás hacerlo? -Aunque pase noches sin dormir, lo haré. -Gracias hijo… De verdad que me sorprendes… -Nada, nada… No es nada. Me voy. Si quieres tener ese expediente a tiempo, mejor es que me parta para la casa a trabajar. -Está bien… Me parece muy bien. Cualquier recurso que necesites, comunícate con administración. Te asignaré una partida de gastos. -Gracias papá… Ya camino a casa, Rodrigo Luque tarareaba satisfecho. Contaba con el carácter de su cuñado para llevar adelante la primera parte de su plan y le había salido muy bien. Ahora, se tomaría tres días de merecido descanso y entregaría el expediente que estaba en su poder como suyo. Podría comer lo que quisiera y darse una escapadita nocturna cortesía de la compañía. -Ahora papá estará considerando darme un puesto de importancia –Dijo en voz alta para sí- Lo que a mí me corresponde…Además, lo que me gané con los chinos será nada en comparación con lo que voy a ganar con la subasta… Ya tengo ese dinero en la bolsa. Tal vez busque un adicional proponiéndoles que puedo hacer que sean la única competencia, retrasando a la compañía, si pagan el precio adecuado. Por supuesto que igual le entregaré a tiempo el expediente a papá. Si no logra las reuniones a tiempo, no será mi culpa –SuspiróLa vida se conjuga para darme lo que me corresponde, sí señor. Ahora Roberto Torregrande estaba sentado en la acera al frente de su casa, sin saber qué hacer. Algo dentro de su pecho ardía, concentrado, condesándose cada vez más. No sabía cómo, pero estaba seguro que su cuñado tenía algo que ver. ¿Pero si estaba equivocado? Siempre supo que no era del agrado de su suegro, pero creyó ingenuamente que su empeño en el trabajo le ganaría algo de respeto. -¿Y qué le diré a Rosa? –Se preguntó- ¿Cómo le explico esto? ¿Qué fui víctima de alguna extraña intriga y ahora estoy sin trabajo? Cuando entro por la cocina la encontró tomando un vaso con agua.
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Por lo visto, acababa de llegar de la oficina. Al ver su rostro, entendió que algo estaba pasando. El solo dijo, simple y llanamente: -Me despidieron. No tengo trabajo. Rosa Torregrande se acercó a su esposo. La abrazó y se quedó allí en silencio por momentos, hasta que le dijo el oído: -No te preocupes. Saldremos adelante. Ahora conversaban mientras bebían café. Rosa le hablaba de las posibilidades de buscar otros trabajos. -Veo difícil la situación Rosa… No creo que sea bueno poner como referencia a la compañía de tu papá… -¿Quieres que hable con papá? -¡No! –Alzó ligeramente la voz- Ahora que tiene ese concepto de mí, lo menos que quiero es deberle favores. Bastante ya con lo del trabajo hace años. Mañana mismo comenzaré a buscar trabajo: Enviaré mi currículo a varias empresas y lo publicaré a las páginas de empleos. -Esa es la actitud mi amor. Creo que debemos contarle a los muchachos. -¿Tú crees? -Es lo correcto, lo que yo recomendaría. -Bien. Así haremos. Al día siguiente Roberto Torregrande salió bien temprano. Regresó un poco desanimado, pues cuando le pedían referencias, era muy difícil explicar su salida de la empresa. Estaba en la sala cuando escucho en voz alta la voz que lo hizo sobresaltarse y correr a la cocina: -¡Buenas a todos! -¿Qué carajo haces tú aquí? -Cuñado, no es mi culpa lo que te pasó. No hablé, porque papá estaba muy molesto y hasta yo iba a quedarme sin trabajo, tú sabes cómo está la cosa. Más bien, toma –Le extendió un sobre- Usé mis influencias y conseguí que te apuraran el pago de tu arreglo –Adoptó una postura de suficiencia- El viejo no estaba muy de acuerdo, pero yo me impuse… Lamentablemente no quiso creer mi explicación sobre que tú no tenías nada que ver con lo del proyecto y los chinos… -Sabes que no tengo nada que ver. -Lo sé… Hola hermanita. Le traje al cuñado el dinero del arreglo. Quiero que sepas que fue una decisión de papá. -Todo eso es muy raro Rodrigo. Voy a hablar con papá.
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-No lo hagas. El viejo no va a dar malas referencias de tu esposo, por petición mía. Así que no lo hagas cambiar de opinión. -No lo hagas Rosa. Ya sabes que pienso al respecto. Disculpa Rodrigo. Entiende… -Tranquilo cuñado. Te tengo una propuesta. Pero me gustaría que lo conversáramos a solas, si no te molesta… -Está bien. Conversemos en el salón. Se ubicaron en la pequeña sala con vista al jardín donde Roberto gustaba de sentarse a reposar al llegar del trabajo. Rodrigo Luque hizo la pausa necesaria de aquel que desea transmitir algo importante. Era parte de su técnica: Crear la tensión necesaria, la “atmosfera”, haciendo que su interlocutor recibiese la impresión de que iba a recibir una proposición trascendental. Y le funcionaba. Solo que Rodrigo usaba sus habilidades en función de un interés muy particular, pero era tan hábil como torpe y a la final, terminaba siendo su peor enemigo. -Escucha cuñado: Desde hace tiempo quiero dejar la compañía. El viejo dice que debo aprender más del negocio, que espere a que muera para que tome posesión de sus acciones, que debo dejar de soñar tanto… Y tiene razón. No más negocios tirados por los pelos, ni aventuras comerciales descabelladas. Es hora de ir en serio. -¿Y qué tienes pensado? -Una firma de evaluación de riesgo. Contigo de socio. -¿Y por qué conmigo? -Porque eres el mejor del ramo. Seamos honestos: Jamás ibas a ascender dentro de la compañía. Tienes el conocimiento y yo las relaciones para conseguir los mejores contratos. -Eso suena fabuloso. Pero requiere algo más que habilidades y relaciones. Requiere capital. Y bastante. -Lo tenemos. Bueno, yo tengo un pequeño capital, pero es insuficiente para iniciar. -Yo no tengo. -Sí… Posees un buen capital. Yo puedo ayudarte a conseguirlo. -No. Ya sé por dónde vienes y te digo que no. -Sí. Yo te digo que sí. Verás: Conozco a un tipo que conoce a unas personas que pueden organizar una subasta. No tienes que vender todo, si es lo que te preocupa. Dejaremos una parte para el futuro de los sobrinos. No creas que no me duelen. Beto sabe que aspira a un estilo de vida y una carrera más allá de tu alcance y de sus deseos. María
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Fernanda es una niña increíble. Pero requiere atenciones especiales. Todo el mundo no la entiende como ustedes… -Mira Rodrigo: No te digo que no necesito el dinero para cubrir los gastos. Pero no quisiera usar el patrimonio de Beto y Marifé. Es su futuro. -Y es por su futuro que lo vamos a hacer… ¿Qué te parece? Torregrande y asociados. Análisis de riesgo consultores. ¿No te parece de cuña de televisión? -Rodrigo… está bien. Voy a pensarlo. Te aviso en unos días, ¿te parece? -Está bien… Pero recuerda que es por el bien de los sobrinos… Mi hermana no se merece menos… -Lo sé Rodrigo… Te confirmo la semana que viene -Está bien… No quiero hacerme pesado con el tema. Regresaré en estos días, pero no hablaré del tema… -Gracias cuñado. Tu propuesta me parece tan interesante, que voy a pensarla de verdad. -Me alegro escucharte cuñado… Me alegro escucharte… Una vez fuera de casa de los Torregrande, Rodrigo Luque se reunió con el abogado Vicente Aristigueta. Esta vez el restaurant no era tan lujoso y el ambiente no era como el anterior, ni el abogado no se veía tan cordial. -Mi tiempo es precioso, señor Luque. -Vamos doctor, es como le digo… El negocio está casi listo. Le haré llegar la lista de objetos una vez que hagamos la revisión y data, además del avalúo, para que cerremos el trato. -Señor Luque –Dijo fríamente Aristigueta- Creo que no he sido claro: Usted no pone las condiciones. Nos reuniremos con los dueños del inventario y nuestro experto hará el avalúo. En base a eso cerraremos el trato directamente con el o los dueños… Solo nos interesa saber una cosa. -¿Una cosa? -¿Realmente quieren vender todo? -…Hasta donde yo sé, sí. -Bueno… Arregle una cita –Le extendió un sobre- Este es el resto de lo que se le dio. No requerimos más de sus servicios, señor Luque. -Se equivoca… Soy parte de la familia. Mi opinión es tomada en cuenta.
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-Bueno, arregle la cita. Veremos que estamos equivocados –Extendió la mano hacia la salida- Creo que terminamos, señor Luque… -Sí, ya veo –Dijo con amargura- Ya veo… Buenas tardes. Aristigueta tomó su celular, mientras le servían una taza de café. Esa era su única razón de estar en ese lugar. Era recoger sus recuerdos, sus pasos… ¡Se había ido hace tantos años! Rompió su compromiso sin muchos aspavientos… Fue una amistad profunda más que otra cosa. La gente se había hecho su propio juicio. Todo terminó rápido y en silencio. Con el tiempo fue que la gente notó su marcha sin despedidas. El tiempo, padre de todo, se encargó del olvido. -¿Aló? –Esperó unos momentos- Póngala al habla, por favor… -Esperó un poco más- Sí. Van a vender. Según, todo. ¿No cree que debemos esperar?... Bien. Como usted diga. ¿Se los hago saber?... Bien. Los mantendré ignorantes de todo. Como usted diga.
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Una Nueva Vida (1909) Habían pasado tres años. La situación en Europa estaba cambiando. La guerra tocaba las puertas del mundo. Tan importante y trascendental que recibió el nombre de gran guerra, y luego, de primera guerra mundial. Alberto Torregrande había discutido en la mañana con su Ernest Breüer. Este le hablaba de la conveniencia de reinvertir y aumentar sus negocios en Estados Unidos, dadas las circunstancias. Pero Torregrande se mantuvo inflexible de continuar con sus negocios en Europa. -¡Es un irrespeto al orden establecido! –Se quejó Torregrande al medio día, en el almuerzo del club, mientras agitaba el periódico- ¡El asesinato del archiduque por parte de los nacionalistas serbios no sé quedará así! -Bueno, según tengo entendido, fue un solo hombre –Comentó alguien- Es lo que dicen… -¡Vamos, no seas ingenuo! ¿Crees que esa acción responde al interés de uno? ¡Por favor! ¡Alemania tiene sus intereses, Francia también! ¡Ya la guerra en los Balcanes en el año 12 y 13 fue un presagio de lo que venía! -¿Y qué opina tu socio? ¿Apoya a Alemania? -¿Breüer?... Ernest es más de este país que tú. Primero que nada, para él están los intereses de su familia y de la firma. Por supuesto que no le interesa la guerra. Eso significará pérdidas para todos nosotros Otro punto a discutir era la inversión de los norteamericanos en un proyecto con la instalación de la línea de ferrocarril en el país. Le parecía que el tiempo de espera para recibir beneficios era muy largo. Ernest Breüer se alejó del proyecto por motivos personales: Tenía serias diferencias con los americanos, que no le mostraban mucho aprecio por ser un competidor y ser alemán, además de pensar que podía ser espía de los alemanes. Alberto Torregrande no creía en inversiones riesgosas, por lo que lo dejó pasar. Fue un duro golpe. No los llevó a la ruina. Pero Torregrande pasaba las noches en vela fuera de casa, llegando al rayar el alba, de muy mal humor, resintiendo de lo que había perdido, sobre todo lo que él llamaba “la traición de la sangre”. No era el único infeliz en la familia. Su esposa y su hija Anastasia llevaban su parte. La importadora había sufrido una importante disminución en sus negocios de importación y exportación.
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La única inversión redituable, a pesar de no querer aceptarlo, por ser idea de su hermano, fue el poseer una pequeña flota de embarcaciones de carga, con los nuevos motores de pistón en vez de velas, que le permitieron mantenerse a flote. Sus haciendas, que era más un lugar para producir para el sustento familiar y como distracción se transformaron en otra fuente de ingresos. Hay lugares donde el mundo es otro universo, donde el día a día nos hace sentir que no hay más allá, lejos de las ciudades, lejos de muchos pueblos, lejos de nuestro mundo conocido, donde el silencio es el mayor de los sonidos, donde el lenguaje más escuchado es el de la naturaleza cambiando, mutada por las manos de los que allí viven, bajo su propia ley, la del animal más fuerte, entre carnívoros, donde todos son presas, depredadores o manadas. Hacía tres años que había huido de su país. Le habían quitado todo. Hombres, sucios, violentos, armados hasta los dientes, algunos a pie, otros a caballo, algunos con silla, otros con un simple apero. Escopeta, revolver y machete a la mano, la valentía de la fuerza destructiva, de la violencia que se impone sin piedad ni muestra de debilidad, entre carcajadas brutales, comentarios soeces de la presa que iban a disfrutar… Solo faltaba establecer el orden, o por la vía de la fuerza o de la sumisión. Entre todos ellos destacaba uno por su violencia, crueldad y fuerza para mantener el liderazgo de hombres así: Juan Barandao. Su amplio pecho estaba cubierto por una canana de cuero llena de cartuchos. De su espalda colgaba la escopeta y en su cintura un machete. Una gruesa y amplia cicatriz cruzaba el mentón. Su mirada era cruel. Era un hombre de acción y no de palabras. Sus hombres cuidaban de no contrariarlo. Desde su caballo observaba como bajaban los objetos del camión. Dos hombres yacían muertos a la vera del camino, descalzos, con calzones apenas, despojados de todo. Un grupo de los hombres de Barandao se jugaban a las cartas unas botas de cuero, otros peleaban por un cuchillo hoja ancha. Entre dos hombres no podían con ella: Arañaba, mordía, gruñía, les decía palabras que no comprendían, pero la ferocidad de sus palabras les hacía entender que era de grueso calibre. Una bofetada la hizo callar, pero no la soltaban, pues seguía forcejeando. Se detuvo apenas cuando uno de sus captores rompió su falta justo a la mitad con un hábil golpe de machete, dejando al descubierto sus blanquísimas
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piernas, lustrosas como muñeca de porcelana, brillando al sol. Ojos codiciosos de deseo la arroparon. -Yo primero –Dijo Juan Barandao. Nadie se atrevió a replicar- Luego los demás… Esperen a que escoja mi parte del botín… Después me voy a comer ese pastelito… Un disparo de escopeta al aire los sobresaltó a todos. El caballo de Juan Barandao lanzó un relincho y corcoveó. De no haber sido tan buen jinete, Barandao hubiera terminado en el suelo, calmando a la bestia con la fuerza de sus piernas y halando las riendas. Por un momento tuvo el impulso de sacar su arma terciada en la espalda, pero se detuvo. Era evidente su desventaja, además de que conocía a aquel hombre armado, que sobre su caballo portaba dos escopetas, una en cada mano. Su tamaño era tal que las armas le quedaban pequeñas. -Buenas tardes, Juan Barandao… -Buenas tardes, coronel… -No voy a preguntar qué está pasando, sino porque está pasando en mis tierras, y además ¿qué hacen con mi mujer? -Coronel, esta es una extranjera que pasaba por aquí, cargada de muchas cosas buenas… Y no creo que la conozca… Además, estas no son sus tierras, es el lindero que da a sus tierras, que es otra cosa. -¿Me estás llamando mentiroso? –Preguntó al tiempo que recargaba la escopeta, mientras sostenía la otra debajo del brazo como si llevase un paraguas, mientras sonreía– Te recomiendo sueltes a mi mujer… -Coronel… -Ahora resulta que un sertanero, un nordestino salteador de caminos va a llevarse a mi mujer, robarse sus cosas y va a poseer lo que es mío… Ahora, suelta a mi mujer o te mueres. Y sabes que yo no acostumbro a amenazar. -Coronel… -¿Sí, Barandao? -Al coronel Da Silva no le va a gustar… -¿Qué mate a un sertanero ladrón?... No lo creo. En ese momento un camión apareció en el camino, lanzando bocinazos, hasta que se detuvo. De ella bajaron dos hombres. Uno de ellos de unos sesenta años, derecho y firme como una roca, vestido de pantalón de dril y botas de montar, saco y camisa abierta, protegiendo su cabellera blanca con un sobrero de piel con remaches de plata. Era un hombre de mirada reposada y cordial, pero el revólver en su
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cintura y la manera en que empuñaba un fuete de montar, revelaban a una persona a la que no convenía jugarle una pasada. -Buenas tardes… -Buenas tardes coronel –murmuraron aquellos hombres. Los que llevaban sombrero se lo quitaron en señal de respeto- Buenas tardes, señor Jorge Este no contestó. Era una versión más joven de aquel anciano. Estaba en los treintas. Vestía como si estuviese en la ciudad y miraba todos aquellos espacios con aburrimiento. Excepto cuando vio a aquella mujer semidesnuda. Ni siquiera el estar sucia ni despeinada menguaba su belleza. Sus ojos la recorrieron. -Buenas tardes, Coronel Matheus -Buenas tardes, Coronel Da Silva. -¿Puedo preguntar qué está pasando por aquí? -¡Cómo no, coronel! –replico cordial, mientras señalaba al hombre con la escopeta como si fuera una regla de colegio, y estuviese regañando al alumno travieso del salón, mientras este aún sujetaba a la mujer por el brazo- que voy a quitarle la vida a ese hombre si no suelta a mi mujer. -Coronel –Intervino Juan Barandao- Encontré a los muchachos divirtiéndose con esta mujer. No estaba sola y parece que sus acompañantes se pusieron rudos y los muchachos se defendieron… Usted sabe cómo son las cosas por aquí, coronel. Uno no puede permitir que la gente lo pisotee… Pero, coronel… Yo me sé dar mi lugar… -También es importante saber darse su lugar, si señor… -Coronel Matheus –Intervino el hijo del coronel, Jorge Da SilvaCon todo respeto… -La vida me ha enseñado –Interrumpió Matheus- Que cuando un hombre te dice “con todo respeto”, es porque tiene intenciones de faltártelo. -Coronel Matheus… -Intervino el anciano- Usted sabe que somos hombres de palabra y que más de una vez, durante las guerras del caucho y por estas tierras, más de una vez sangramos juntos y perdimos familia. Mi hijo no ha tenido intención de faltarle… Es que aún cree que está en la ciudad en su despacho de abogado o seduciendo señoritas… Le falta mucho. -Pero, padre…
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-Silencio muchacho –El fuete cortó el aire con un silbido- ¿No ve que dos hombres estamos hablando de vida y muerte- ¿No es así, coronel Lothar Matheus? -Así es, coronel Ramiro Da Silva… ¿Me puedo llevar a mi mujer? -¡Pero Coronel! –Se quejó el peón que aún la sujetaba del brazo¿Cómo la va a conocer si ni siquiera habla nuestro idioma?... Es una perra que andaba con dos machos que se fueron con dios o con el diablo… La explosión del disparo los sobresaltó a todos. La mujer quedó allí, de pie, mientras su captor moría con un enorme agujero en el pecho. Como pudo y de manera muy torpe Jorge Da Silva desenfundó su revólver y apuntó. -¡Usted es un criminal! -Jorge… Guarda esa arma… Yo no voy a comenzar una guerra con el coronel Matheus por un sertanero que no solo llamó perra a la mujer del coronel aquí presente, además de robarla, sino que lo llamó mentiroso. Eso es un deshonor que se paga caro. -Así es coronel… Y agradezco su comprensión. La mujer reaccionó cuando Lothar Matheus le extendió el brazo con la mano abierta. Sin dudar, corrió hacia él, quien la levantó cual si de una pluma se tratara, sentándola en la grupa del caballo. Esta abrazó su enorme pecho, como si se sujetara al tronco de un árbol que no pudiese abarcar. Le susurró en aquel idioma que ella parecía no entender. -Tranquila…eres libre conmigo. El caballo se encabritó un poco y Lothar Matheus guardó las escopetas en su funda y tomó las riendas. Jorge Da Silva guardó su arma de mala gana. Tampoco le gusto aquellos a Juan Barandao, pero se guardó de expresar sus sentimientos. Como ya había dicho, sabía darse su lugar. -Bueno coronel Matheus –Dijo satisfecho mientras se subía a su camión- Por lo que veo, estamos bien. -Si coronel Da Silva… Estamos bien. El caballo arrancó a todo galope. Los peones recogieron los cuerpos y los pusieron en la parte trasera del camión. Ya en su hacienda, el coronel Ramiro dio orden de que se enterraran los cuerpos y se diera todo por terminado. A Juan Barandao le cayó muy mal la orden de devolver todo lo robado. Y peor disgusto fue para
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el hijo del coronel cuando revisó el contenido y leyó los montos de los bonos al portador, los cheques, además de dos talegas de cuero con monedas de oro y plata. -¿Devolverlo? –Se escandalizó- ¡Pero si es una fortuna! -Uno no le roba al diablo muchacho –Le habló como si le explicara algo tan evidente- Yo sabía que la ciudad y la universidad te iban a enseñar mucho de letras, pero muy poco de hombres. Y a Lothar Matheus es un hombre que no quieres de enemigo. Entrégale todo. -Pero Lothar Matheus mató a uno de nuestros hombres –alegó- Eso es una ofensa… -Y nuestros peones mataron a dos hombres de los suyos, porque si esa joven era su mujer o no, yo no lo voy a discutir. ¿O no sabes sacar cuenta? –Este guardó silencio- Dile al capataz que le lleve todo a la hacienda. No tiene que decir nada. El coronel Lothar Matheus sabe de hombres plantados. -Le tienes mucho respeto al “coronel”… La ironía fue callada con una bofetada. Con toda tranquilidad el anciano se sirvió una copa de ron de la región, bebiéndola de un golpe. -Estas son las bebidas que me gustan… -Dijo paladeando el aguardiente- No como esas bebidas finas, de ciudad, que son para mujeres… En una oportunidad el coronel Matheus me salvó la vida… Esas deudas solo se pagan con sangre. Camino a la hacienda del Coronel Lothar Matheus, Juan Barandao reflexionaba, mientras iba en camión, manejado por otro peón, a entregar las cosas, lo mal que había resultado todo… Así era la vida. Si hubiese llegado durante la guerra del caucho, hubiera hecho mucho dinero, así fuese derramando sangre para otros, habría comprado un pedazo de tierra, hecho hacienda, cultivado caucho, café quizá y la gente lo miraría con respeto y le diría “coronel” y se quitarían el sombrero al verlo llegar. Ser capataz no era malo. Pero ser capataz no era ser amo. Pensó en la mujer, en sus ojos embrujadores y en su piel de alabastro. La deseo, como así deseó una nueva vida. -Algún día me he de comer ese pastelito…
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Renata Torregrande En casa de los Torregrande, Roberto trabajaba en su computadora. Había tenido suerte con varios trabajos a destajo que le habían permitido a la familia seguir adelante. Se preguntó a si mismo si no era mejor eso que un trabajo fijo. Quizá a su cuñado no le faltaba razón. Era una novedad trabajar en casa: Su esposa en la oficina, los muchachos en clases, sin trajes ni corbatas, degustando una taza de café, mientras corregía detalles en los documentos que estaba leyendo en la pantalla de su computador portátil. Alguien tocó el timbre. Sin pensar se puso de pie y caminó hasta la puerta. Al abrir se encontró a la última persona que esperaba. Frente a él, de traje y corbata, se encontraba Julio Aristigueta. -Hola, Roberto… ¿Podemos hablar? -…Vicente… ¿Qué haces aquí? -Pregunté en tú trabajo y me dijeron que habías renunciado. -¿y allí te dieron mi dirección? -En realidad ya la sabía. ¿Puedo pasar? Por un momento, Roberto tuvo dudas. Ya nada del encuentro del abogado y ex novio le parecía casual, mucho menos la llegada a su casa. Se miró de arriba abajo, comparándose con aquel hombre: traje cortado a la medida, zapatos muy costosos (italianos tal vez), un reloj de marca, lentes de sol de última generación. Roberto vestía unas viejas bermudas azules, una franela blanca y estaba descalzo. “¡Pero qué diablos –Pensó- estoy en mi casa!” -Pasa… Cuando le dio paso, este le dio paso a una anciana de edad indeterminada, acompañada de un rubio de más de dos metros de altura, vestido de saco y corbata. Se esmeraba por llevar a la anciana, de lo más solícito. -Disculpe, ¿pero esta señora? -Permítame presentarle a Renata Torregrande, su familiar más antiguo. -¿Disculpe? -Renata Torregrande es su familiar más antiguo… Está próxima a los cien años, creo. -No entiendo…. Nunca oí hablar de ella. -Es que estuvo muchísimos años fuera del país. Pero aquí tiene
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copia de documentos notariados y autenticados que demuestran que esta señora –El abogado la señaló con la mano, mientras el hombre rubio la ayudaba a sentarse- No solo es su pariente más antiguo, sino que, como mayor de la familia, es dueña de esta y de muchas otras propiedades. -¿Dueña de esta casa? ¡Si es una herencia de familia! -¿Y no es ella su familia?... Según estos documentos, sí. Roberto Torregrande hojeó los documentos presentados por el abogado. Aparentemente eran reales. Eso quería decir que sin buscárselo, había llegado otro ser a su casa. Bueno, aparentemente a SU casa, es decir, la de ella. -Realmente no sé cómo manejar esto. -Bueno, primero que nada, proporcionándole techo. Esta casa es lo bastante grande como para que ella viva aquí… Por sus comodidades, no se preocupe. Este caballero es su asistente. Además, la dama posee un fideicomiso que le permite no ser una carga. Incluso, si con el tiempo, usted demuestra capacidad, yo dejaría de ser el responsable y usted pasaría a ser el albacea. ¿Sabe lo que significa? -Bueno, que velaría por sus gastos. No soy un ignorante. Pero en realidad no sé si desee llevar esa responsabilidad. Recuerde que tengo mi familia. -Pero es que ella es su familia, señor Torregrande. -Pero imagínese… Según estos documentos ella tiene… -¡No lo diga! –Interrumpió en voz baja- No le gusta que le hablen de eso. Si ella lo comenta, dirá que va a cumplir cien años… No la contradiga. -Está bien. -Ella es lúcida… Pero a veces… -¿A veces? -Bueno… A veces dice cosas… Pero nada importante. Braulio está aquí para atender todo lo que ella necesite. -¿Braulio? -Su asistente… -Hizo una pausa para cambiar de tema- Tengo entendido por tu cuñado que estás vendiendo una serie de antigüedades que posees. -Lo estoy pensando… -Me imagino que tienes que hacer unos trámites. ¿Ya tienes el evaluador?
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-Mi cuñado dijo que se iba a encargar de eso. ¿Pero qué tiene que ver contigo? -Bueno, yo lo contacté. Represento a una persona muy interesada en antigüedades y con mucho dinero. Desea saber si realmente quieren vender todo y quien es la persona con poder de decisión. -En este caso, soy yo. Pero me gustaría discutirlo con mi esposa. -¿Y crees que tienes el derecho de vender? En ese momento, la anciana que aparentemente dormitaba abrió los ojos y tosió con fuerza. De inmediato apareció el gigante rubio, quien le acercó el oído. Ella musitó algo. Se acercó a Roberto Torregrande y le hablo un español más o menos correcto, pero con un acento marcadamente extranjero: -La señora quiere jugo de naranja. ¿Posee jugo de naranja? -¿Poseo?... Sí. Tengo jugo de naranja. -¿Dónde tiene la cocina? -Acompáñeme. Disculpe un momento, Aristigueta. -No hay problema. Con dos de azúcar para mí. La anciana quedó a solas con el abogado. Este le habló desde el asiento, sin alzar la voz, cerciorándose de que estaban solos: -¿De verdad se quiere quedar aquí?... Hay hoteles excelentes donde estaría más cómoda. -Esta es mi casa… Basta ver si esta es mi familia. -Son Torregrande. -Ser de mi apellido y mi sangre no los hace mi familia. Eso lo sabes. -Sí… ¿Cómo haremos con el cuñado? -Síguele el juego hasta que sepamos las verdaderas intenciones de… vamos a decirle mi… “nieto”, al no tener una palabra mejor… -Entiendo. -Aristigueta… -¿Si? -No te excedas… En la cocina Roberto Torregrande miraba impresionado al hombre, que hacía una evaluación rápida de lo que había en el interior del refrigerador y cada gabinete y gaveta de la cocina. Luego preparó un jugo de naranja natural, sin hielo ni azúcar y otros dos con hielo. Colocó dos vasos en una bandeja y le extendió uno a este, que miraba perplejo. Lo vio irse a la sala y lo siguió. Lo miró atender a los que eran la visita y luego mantenerse a un lado. El abogado se puso de pie.
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-Bueno. Eso es todo. Creo que tengo que irme –Le echó una hojeada a su reloj- ¡Hay tantas cosas que hacer! -Quisiera decir algo… -Dígame, Torregrande… -Usted cree que puede llegar aquí, presentarme a esta señora, decir que es mi pariente y yo tengo que aceptarlo porque sí. -No. Sería una ofensa a su inteligencia –Le extendió un sobre que sacó de su portafolios- Tome. Allí está todo lo que necesita saber. -Quisiera saber cómo vamos a atender a la señora. -Braulio se encargará de ella, ya se lo dije. -Pero, ¿y si tiene una emergencia? -Braulio tiene el entrenamiento adecuado… Y si se refiere a sus gastos, tiene una asignación para eso… Si necesita alguna ayuda, no dude en pedírsela… Aunque no es muy comunicativo. Pero le garantizo su lealtad absoluta con la señora Renata. -No, gracias… ¿Y dónde va a dormir la señora? -Evidentemente, no en los pisos superiores. La casa es bastante grande, Sé que hay varias habitaciones en el piso inferior. Le recomiendo que busque una con baño. Por el mobiliario, no se preocupe. En una hora estará el camión con parte de la mudanza de la Señora Renta. -¿Parte? -Tengo que irme –Sonrió, mientras le estrechaba la mano- Lo llamaré para que me dé su decisión sobre la subasta. Lo acompañó hasta la puerta. Cuando llegó hasta la sala, encontró a la mujer de pie, hablando con su asistente en baja voz. Por los murmullos no reconoció el idioma, pero no era español. -Bueno –Dijo extendiendo la mano- Soy Renata Torregrande. -Roberto Torregrande –Le correspondió- Por lo que me dijo Aristigueta usted quiere vivir aquí. -Así es… Muéstreme dónde puedo ubicarme, por favor. Roberto hizo una pausa por unos momentos, Resignado, les hizo un gesto para que lo siguieran. Los llevo hasta la habitación de María Fernanda. No lo hacía con gusto. Pensó que trataría de razonar con la señora, ella no le haría bien el cambio y no lo aceptaría. Y el no permitiría que ella sufriera bajo ningún concepto. Abrió la puerta de la habitación, cerrada con llave. Renata Torregrande entró: Una habitación con un gran ventanal frente a la cama, con cortinas dobles, para darle oscuridad a voluntad del quien
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allí habitaba. Los libros perfectamente ordenados en la biblioteca, con un orden de tamaño de menor a mayor. Sin televisor. Un equipo estéreo usado, con unos audífonos. En un rincón sobre su soporte reposaba un chelo. Abrió el closet. La ropa estaba minuciosamente ordenada, los zapatos perfectamente acomodados. Revisó las gavetas. Hasta la ropa interior estaba doblada. Entró al baño. Todo limpio, seco, séptico. Aseado a conciencia. Salió del baño. En una mesita reposaba dos retratos: En uno de ellos estaba una niña de trenzas, de no más de ocho años, abrazada a un chelo que le quedaba enorme. Su rostro era severo para su edad y la mirada un tanto inexpresiva. En la otra estaba más grande. Su rostro reflejaba algo de incomodidad ante el abrazo de quien Renata Torregrande supuso que era la madre. -¿Su esposa? -Sí. -Entiendo porque Aristigueta está tan interesado en ella. -¿Está? -Perdón, ¿Qué decía? -No. Usted decía. Roberto Torregrande se sintió algo confundido. Miró al asistente de la anciana. Este le hizo un gesto breve y negó con la cabeza. Prefirió mantener el silencio. Lo llevó hasta la otra habitación con baño. La de Doña Adelaida. Luego de una hojeada, se limitó a decir: -Esta servirá. Lo pensó por un momento. Esto molestaría muchísimo a Doña Adelaida. Le pareció excelente. Abrió los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba. -¿Quiere que la ayude? El asistente de la anciana se quitó el saco, se aflojó la corbata, se arremangó las mangas y se puso a trabajar. Una hora después llegó el camión con varios ayudantes. Solo bastó una hora para que la habitación quedara lista. Renata Torregrande se instaló en su nueva habitación y cerró la puerta. Ya el mobiliario y las cosas de Doña Adelaida estaban en otra habitación. Roberto vio maravillado. Fuera de que no tenía baño, todo estaba exactamente como en la habitación anterior. El asistente se paró frente a él y extendió la mano. Era muy fuerte. En uno de sus manos sostenía un bolso militar de color verde oliva.
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Señaló hacia los pisos superiores. -Braulio. Dormir. Pisos de arriba. Dio media vuelta y busco los pisos superiores. Roberto Torregrande lo miró marcharse, sin decir palabra. -Sí, claro –musitó para sí- Por lo visto esta también es tu casa. En la cocina se sentó a leer los documentos. No eran originales, pero eran copias certificadas. Aparentemente, la anciana no solo era su familia, sino el miembro más antiguo de la familia. Según lo que allí decía, nació a finales de 1800… ¡Por dios! ¿Cuántos años tenía esa mujer?... No calculaba, porque le parecía absurdo e increíble. Tal vez daba muestras de ya no estar en sus cabales, pero para más de cien años, se veía imponente. Cuando llegó Doña Adelaida del club, Roberto no perdió la oportunidad de ponerla al tanto. La mujer no cabía en sí de la rabia. La acompañó hasta su nueva habitación, donde la dejó revisando todo con el temor de “que se le perdieran sus cosas” Cuando llegó María Fernanda, su padre la esperaba en la cocina, con el fin de ponerla al tanto para no causarle una impresión. Ella estaba bebiendo un vaso con agua. Cuando termino su trago miró el ambiente, como si oliese el aire. Miró a su padre que no la había visto así. -Algo cambió padre. Las cosas se sienten diferentes… ¿Quién está aquí? -Marifé… Tenemos familia nueva.
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Fuegos Nuevos (1909) El caballo galopaba firme y veloz. Una buena bestia, guiada por una mano poderosa. Ella iba sujeta a su cintura. Sentía su calor, su olor a sudor, su fuerza, la tensión natural de sus músculos. En su cabeza sentía el retumbar de los cascos del caballo al golpear el barro. Atardecía la luz menguaba suavizando los colores. Su mirada paseo como pudo por el paisaje: Cercas, campos verdes que se perdían de vista, reses pastando de colores del blanco al pardo hasta el negro, con enormes cuernos abiertos de par en par que apuntaban al cielo. A lo lejos, se veían los grandes árboles tan unidos que formaban una barrera que separaba el campo de la selva. El cielo comenzó a encapotarse. Negras nubes se juntaban mientras el crujir lejano de los truenos anunciaba tormenta. Clavó espuelas y el animal lanzó un relincho, mientras la hacía saltar por encima de la cerca, mientras la joven ahogaba un grito. Unos metros después bajó el paso. Encaminó la bestia rumbo a una casa pequeñísima, destartalada, dentro del campo de las reses. Empujó la puerta de un manotazo. La joven pudo ver en la penumbra algunas sogas, pacas de hierba seca, alambres de púas. Entró con ella. El crujir de hace unos momentos se transformó en un diluvio. El frío llenó el lugar. Lothar tomó una lona y la tendió sobre el húmedo suelo. Ella alzó la mirada. Por un momento, el mostró algo de ¿nervios?... No era un hombre de dar muestras de debilidad. Sin decir palabra lo abrazó, lo hizo con fuerza. Olió su cuerpo. Al principio, solo por un momento, se limitó a sujetarla. La respiración de la mujer cambio, se hizo más fuerte. La tomó por los brazos, Ella no lo soltaba, solo se limitaba a respirar con fuerza. ¡Lo olía, como si fuese un animal! Perdió el control. Sus labios buscaron su cuello. Ella clavó sus uñas con fuerza en su espalda, mientras el no dejaba de besarla. No dejaron de forcejear, mientras caían y rodaban sobre la lona, mientras los truenos llenaban el aire y no cesaba de llover. El entendió que la mujer ardía de deseo como él, pero que solo contaban con sus ansias e inexperiencia. Trató de guiarla lo mejor que pudo, con delicadeza y dulzura. Pero ella no fue dócil. A cado paso que daban, ella exigía más. Lo buscaba, lo tocaba, sin pudor, con torpeza, pero con deseo, sorprendiéndolo. En cierta forma, le pareció lo más natural del mundo descubrir que era virgen. A pesar de su
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fuerza y tamaño, que la desgarraban, arañando su espalda, no suplicó ni retrocedió. Volvió a exigirle cuando la soltó luego de un suspiró con los fuertes gemidos de ella que la lluvia no silenció. Un fuerte deseo de tomarla de todas las formas lo asaltó, impulsado por el hecho de que ella lo alentaba y le exigía. No se detuvo en nada y ella no se negó a nada. Fue suya en toda forma. Cuando por fin terminaron, ella aún estaba abrazada a él, respirando su aroma. Había dejado de llover. Salieron y volvió a subirla al caballo. Continuaron la marcha. El animal comenzó a bajar el paso al mando de su dueño. Pudo ver la casa a la que se acercaban: Grande, de dos pisos, con un techo bajo, con largos aleros que protegían los pasillos de la inclemencia del clima, entre sol y lluvia, con amplios ventanales. La bajo de la bestia como si fuese una pluma y ella se quedó allí, mirándolo desmontar. Por segunda vez cruzaron sus miradas. A él le maravillaron sus ojos y sus pies, blancos y delicados, a pesar de su suciedad. Ella le tendió la mano. Lothar Matheus le correspondió. La llevó de la mano. La casa por dentro era una sorpresa: Limpia, con un mobiliario sencillo, muebles de madera. Incluso había flores en jarrones para alegrar el ambiente. Apareció una mujer entrada en años, negra como noche sin estrellas, robusta, vestida con un amplio vestido blanco y una pañoleta del mismo color cubriendo sus cabellos negros con muchas hebras grises. No entendió lo que la mujer discutía con aquel hombre que la dejaba sin aliento. Su olor despertaba en ella algo desconocido. Recordó una sensación parecida aquella vez, hace mucho tiempo, en que la miró el hijo del herrero de aquella familia de gitanos. Parecía mentira La mujer le hablaba, mientras sostenía su rostro entre sus robustas y cálidas manos. Su voz era dulce. Le puso una mano en el hombro, invitándola a que la siguiese. Ella miró a aquel hombre del que no quería separarse. Lothar Matheus le sonrió, encogiéndose de hombros. La anciana le baño a conciencia, mientras le conversaban cientos de cosas que ella no entendía y que respondía con una sonrisa. Cepillo su largo cabello a peinado en dos largas trenzas. Le puso un vestido largo de encaje. Le miró satisfecha. La llevó hasta la sala donde estaba servida la cena. Antes de sentarse, aquel gigante rubio le tendió la mano mientras decía su nombre. -Lothar Matheus. -Renata Torregrande. La anciana les servía en silencio. La comida consistía en plátanos
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asados, carne de capibara, pastel de mandioca rellena con camarones de río y jugo de maracuyá para beber. Lothar Matheus vio que aquella joven no solo era bella, sino que tenía modales y se sabía desenvolver en la mesa, en el manejo de los cubiertos y sus maneras. El robusto anciano llegó con una voz de oso escandaloso, a grandes pasos, mientras tarareaba un aria. Era una versión más adulta de Lothar Matheus. Renata lo miró entrar al comedor reclamando comida, por los gestos que hacía entre risotadas. La miró con curiosidad. Le tendió su mano y la besó con dulzura, mientras expresaba algo a su hijo. En ese momento apareció la mujer con una bandeja que este le arrebató al vuelo, mientras la abrazaba por la cintura y la besaba en la boca, mientras ella fingía resistirse, hasta que terminó por reír. Lo único que Renata entendió era que Lothar le pedía a su padre que la soltara. Este obedeció y se sentó a comer, mientras la mujer lo regañaba. Luego ella les hizo compañía y comenzaron a comer. Se sintió un poco fuera de lugar. Nunca había visto a una mujer de color abrazada a un hombre blanco. Ya no existía la esclavitud, pero las clases sociales no se mezclaban, o al menos eso se suponía que debía suceder. Pero parecía que aquí eso no era la realidad. Recordó que ese hombre no solo le había salvado la vida, sino que hacía un par de horas se habían estado revolcando como un par de animales salvajes, sin pudor y sin preguntas. Pensar en eso le hizo imaginar que saltaba sobre la mesa, tirando cubiertos, jarras con jugo, platos, arrojándose sobre él, abriéndole la camisa, mientras ambos rodaban por el suelo. Una voz la hizo volver en sí. La mujer le estaba ofreciendo pastel de frutas. Tomo una rebanada, esperando que el calor de su rostro y el color de sus mejillas no la delatasen. Luego de la comida, le llevaron a su habitación. Estuvo largo rato en la cama, inquieta. Lothar Matheus dormía en una hamaca, pues le había dejado su habitación a la mujer, bajo insistencia de la anciana, que le decía que una señorita de familia no podía dormir en la misma habitación con un hombre, así este hubiese salvado su vida. Con el sueño ligero, Lothar miró hacia el pasillo. Una luz avanzaba, alargando las figuras, haciéndolas espectrales y misteriosas. Se incorporó para ver mejor, mientras su mano buscaba a tientas su arma… Era Renata, iluminándose con un candelabro. En la mañana
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los encontraron durmiendo juntos, desnudos y rendidos. Era extraño que a esa hora Lothar estuviese durmiendo. La anciana los encontró así. Sonrió, mientras negaba con la cabeza. Los cubrió con una manta y los dejó dormir. Pasaron los meses. Se transformaron en un año, luego dos. Renata aprendió el idioma, con un acento propio que se les hacía tan extraño, pero que la hacía lucir encantadora. Aprendió a montar, a disparar. Acompañaba a Lothar en caminatas por la selva, a cazar, a marcar reses. En más de una ocasión se encontró con los dueños de la hacienda vecina. No había olvidado nada. Solo que ahora había una diferencia: Los entendía y entendía lo sucedido. Era tierra de hombres que imponían su ley, que luchaban por ganarle a la selva y a otros el pedazo de tierra donde vivir, que la palabra lo era todo y quien faltaba a esa, se le cobraba con sangre. Una tierra terrible, hermosa, con aves de canto sonoro y vistosísimos colores, con unos pequeños monos que a veces venían a la cocina, llevándose algo que les llamase la atención, con miedo del perro que allí dormía y que bostezaba aburrido cuando los veía llegar. Amaba a ese hombre con locura. Era un deseo que no se le apagaba y Lothar estaba enloquecido por ella. A veces ella tenía que cubrirse el rostro con una almohada para ahogar sus gritos en el silencio de la habitación, en largas noches de un sexo que no dejaba de disfrutar, de momentos de tranquilidad donde se quedaba observando qué era ser feliz, como si, por un momento, pudiese ser un simple espectador de tanta felicidad. Amaba también al padre de Lothar, ese hombre ruidoso, de aspecto fiero y bullicioso que tenía años viviendo con aquella mujer que era como una madre para Lothar y ahora lo era para ella, confidente de conversaciones sobre la historia de la familia de su marido y fiel consejera de cosas que nunca se había atrevido a preguntar, ni siquiera a su madre. La alegría creció mucho más cuando descubrió que estaba embarazada. Padre y los abuelos se volvieron un torbellino: La casa fue ampliada. Una habitación fue llenada de juguetes por dos hombres que no concebían tanta felicidad. La abuela confeccionaba gran cantidad de ropa “para ese pequeño príncipe de su corazón”. A pesar de su salud excelente, Lothar le suplicó que redujesen las caminatas y nada de cacerías. Se encerró en la cocina, pues quería preparar todo para su
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nueva familia que no dejaba de darle amor. Allí pasaba las tardes, merendando mientras conversaba con Santiaga que era el nombre de aquella señora, la madre de crianza de Lothar. De ella supo que la madre de este murió trayéndolo al mundo y que ella lo crió. El padre de Lothar, Wolfgang, era un hijo de inmigrantes alemanes. Santiaga se volvió su mundo, cosa que era un escándalo. Un día un hermano suyo le dijo en tono irónico: “La tienes para amamantar a tu hijo, no a ti”… Una discusión, que finalizó con “debes salir de la negra sucia esa”, fue cerrada con la pérdida de tres dientes del hermano de Wolfgang. Vendió todo lo que tenía, incluida su parte de la empresa de comercio y se marchó al sur, a las grandes selvas, donde se estaban creando haciendas, siembras de café, cría de ganado. Se llevó consigo a Lothar, dejando a su hermano mayor en el colegio, bajo el cuidado de su hermano. Hombre culto, se encargó de la crianza y educación y crianza de Lothar en esas tierras dejadas por dios. Santiaga le contó de las guerras por la tierra. De hombres que derramaban sangre sin temor por mantener el orden, su orden. Le explicó sobre los “coroneles” y que Lothar era un hombre muy temido y respetado, aún más, pues su “esposa” vino a buscarlo del extranjero, según los cuentos del lugar. Tuvo oportunidad de ser presentada en la “sociedad” cuando su estado de embarazo estaba bastante avanzado. El Coronel Ramiro Da Silva había traído a su esposa a su hacienda y a su hija, para celebrar su cumpleaños. Le hacía compañía su hijo, que había dejado de mala gana su bufete de abogados en la ciudad. A la esposa, Doña Agripina no le gustaba la hacienda, pero era el cumpleaños de su esposo y no quería contrariarlo. Lothar le regaló al Coronel Da Silva un enorme cuchillo de caza, de fino acero, con el mango de madera dura, con grabados de bronce, encargado de la tierra de su padre. Renata le obsequió una bandeja de manjares de repostería, que el anciano aceptó extrañado, pero que probó complacido y bastante sorprendido. La hija del Coronel Da Silva miró con cierta envidia a Renata. En más de una ocasión había venido a la hacienda, encontrándose con Lothar. Al viejo coronel no se le pasaba desapercibido el interés de su hija, pero siempre objetó veladamente “que el Coronel Lothar era muy viejo”. La realidad era que no aceptaba ver a su familia ligada a la de
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un hombre que su padre “trataba a una negra como su mujer” y este como a su madre. Pero se cuidaba de hacer comentarios. Wolfgang Matheus no era hombre que pudiese ofenderse y salir indemne. Las mujeres se reunieron aparte, para alejarse de las “conversaciones aburridas” de los hombres. Hablaron de ropa, de arte, de música. Renata les llevaba el tema. El tono de desagrado de la hija del coronel no se disimulaba. Renata notaba que ella le envidiaba. Podía percibir sus celos de mujer. -¿Está muy avanzado tu embarazo? -Más o menos… -Pero no tienes mucho tiempo de casada… -Si tengo… Perdí la cuenta. -Pero papá comentó que llegaste a casarte con Lothar… -Si llegué a vivir con el Coronel Lothar –Corrigió- Ya estaba casada. Con otro. Solo soy su mujer… Más tarde se asomó al pasillo para mirar el cielo estrellado. Parecía que la gente “de sociedad” no era para ella. La luz de un cigarrillo llamó su atención desde la sombras. -Caramba… –Susurró una voz- Parece que el pastelito se rellenó… -El pastelito entiende lo que dice. Y si me vuelve a llamar así, le diré a mi marido que lo rebane como a un pescado –Dio media vuelta para irse- No se atreva a dirigirme la palabra. No olvido a la gente que mató… Podría desear cobrarme. El tiempo transcurrió. Renata dio a luz un niño. El padre no cabía en sí de la felicidad. Los abuelos estaban fascinados con el niño, con el cabello castaño como la madre, y los ojos azules del padre. Era un gigante. En algún momento durante el parto Lothar temió por su salud, recordando la historia de su madre. Pero, felizmente, ese no fue el caso. Cuando Lothar le preguntó a Renata que nombre le pondría al niño ella le dijo: -Se va a llamar Wolfgang… El niño creció lleno de mimos. Con tres años, rogaba al padre que lo llevase en el caballo. Este no hallaba como negarse, al igual que los abuelos. Solo la madre le ponía un poco de equilibrio a ese loco mundo. Una tarde Lothar regresó con el gesto sombrío, poniendo el niño en los brazos de su madre. Caminó hasta su oficina, seguido de su padre. Últimamente habían tenido una bonanza con el caucho y el café,
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desde la primera guerra. El precio de estos junto con el cacao se había puesto por las nubes. Habían llegado nuevos empleados, y el espacio se hizo pequeño para los cultivos. Varios dueños de hacienda, entre estos el Coronel Da Silva, quien le insistía a Lothar que vendiese el enorme pedazo de tierra sin cultivar, lleno de árboles y donde se habían refugiado los animales y que este usaba como coto de caza. Ese día encontró hombres talando un terreno en los linderos del suyo. Entre ellos reconoció hombres del Coronel Da Silva. Hubo un cruce de palabras y este comprendió que el Coronel no tenía nada que ver, sino que era obra de su hijo. Cabalgó hasta la hacienda del Coronel. Allí se enteró que este acababa de fallecer y su hijo era el nuevo “coronel”. Lo esperaban arma en mano. Sin perder la calma, con su hijo en brazos hablo: -Lamento la muerte de su padre. De haberlo sabido, hubiese venido a presentarle mis respetos. -Ya está muerto, coronel –Dijo Jorge Da Silva- Mi padre era el pasado, yo soy el presente y el futuro. Ese pedazo de selva está en sus linderos, pero no es suyo. Así que lo tomé. -Ya veo… Su padre siempre honró su palabra y nuestras luchas. -El mundo está cambiando… La guerra necesita más caucho, café, carne. Necesito todo espacio. Usted vende a una fábrica de zapatos, que exporta en masa. Posee compradores que compra todo su café. Usted no hace negocios conmigo. -Su padre respetaba eso. -¡Mi padre está muerto!... -Su padre era más hombre de lo que alguna vez será… Me iré, “Coronel”. Creo que no seremos amigos… -No me interesa ser amigo de un hombre cuya madre es una negra andrajosa que vive con un viejo libidinoso. -Agradézcale a mi hijo por su vida, “coronel” –Dijo mientras giraba su caballo- Porque está en mis brazos es que usted verá otro día. Adiós… Ahora hablaba con el anciano, que lo escuchaba detenidamente, mientras saboreaba una copa de coñac, el único que se permitía al día. Pues los tiempos de borracheras habían desaparecido desde el nacimiento de su nieto. -¿Crees que un pedazo de tierra vale la pena? -Me ofendió…
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-No te ofendió… Soy un viejo libidinoso que vive con una negra… No me avergüenzo. Pero Renata y el pequeño Wolfgang lo son todo. Santiaga piensa igual. -¿Dices que debo dejar todo así?... No estoy de acuerdo. -¿Y qué quieres, que salga y decapite hombres, que quede bañado en sangre y que me vuelvan a llamar el monstruo yacaré? –Hacía alusión a un enorme saurio que habitaba en grandes cantidades en los ríos de la región, cazador silencioso y hábil, que cuando sus presas se daban cuenta de su presencia, ya era tarde- ¿Qué inquiete sus noches y amaneceres? -No, no es eso… Es que creo que no se conformaran con eso. -Tal vez nos dejen en paz… -Tal vez… Pero estos son fuegos nuevos que no me gustan.
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Extraña Cotidianidad -¿Qué está pasando con la nevera? -No sé… ¿Qué pasa? -Las cosas amanecen frescas, pero la nevera no está congelando… Reviso todo y nada… Está funcionando bien… Amanecen frías, pero no congeladas. -¿Y llamaron a un técnico?... Yo conozco uno –Dijo Rodrigo Luque, mientras le daba un mordisco a su sándwich, entre tragos de jugo de naranja- No cobra caro, cuñado. Es amigo mío. En ese momento Renata Torregrande entraba a la cocina, acompañada de Braulio, su asistente, Siempre de traje. Le puso un asiento y comenzó a servirle el desayuno. Desde la llegada de Renata Torregrande, todo era cambio. La anciana era inseparable con su asistente, que salvo que ella lo enviase a hacer algo, jamás la dejaba sola. María Fernanda la miraba inexpresiva, pero no decía nada. Roberto hijo, se limitaba a dar los “buenos días” y andar de paso. El padre conversaba ocasionalmente con la anciana, limitándose a responder sus preguntas, porque cuando este comenzaba a preguntarle cosas, esta perdía la concentración y desvariaba. Todo se había vuelto rutina. Pero era una extraña cotidianidad. La anciana era estudiada mucho por Rodrigo Luque, quién no se confiaba. No se atrevía a abordarla por temor a la imponente presencia de aquel gigante rubio, firme y silencioso. -¿Qué sucede Preguntó Rosa Torregrande? -El refrigerador está fallando… -Dijo María Fernanda- Eso dice Roberto. -No –Dijo la anciana, al tiempo que extendía con elegancia la servilleta de tela en su regazo- No está averiado. -Entonces, ¿Qué tiene? -Estaba descansando. -¿Descansado?... No entiendo Desde la llegada de la anciana, este había notado que si bien su conversación (muy poca, era de poco confraternizar) era coherente, a veces decía cosas sin sentido como esta. -Es que trabaja todo el día y yo la apago para que descanse… Rodrigo Luque casi se atraganta con su trozo de pan, que apuro bebiendo jugo a grandes tragos, tratando de no reírse descaradamente. Beto Torregrande, como siempre, era lo que él llamaba “el hombre
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invisible”: Llegaba, descansaba en su cuarto, cenaba, dormía, se levantaba, desayunaba, se iba a clases (evitaba que su madre lo trasladara en el vehículo familiar). Aunque era domingo entró a la cocina a toda carrera, tomó una pieza de pan, la relleno con lo que la prisa le dio y salió a toda carrera. María Fernanda Torregrande miró todo y solo alcanzó a decir: -Lo de la nevera tiene sentido de una manera muy extraña… Madre, ya estoy lista. Voy a practicar arriba. -Está bien hija… Señora Renata… -¿Sí? -Agradezco su preocupación por las cosas de la casa, pero el refrigerador duerme sin que lo apaguen. Por favor, no lo apague más. Le aseguro que funciona muy bien y descansa lo suficiente. -¿Entonces su salud es buena? -¿Perdón? -…Nada… Braulio… Vamos. En la tarde van a traer algunas cosas. No se preocupen. Braulio se encargará de ordenar todo arriba. -Doña Renata –Dijo Rodrigo zalamero- Si quiere, yo ayudo a su amigo. -No –Cortó él- Braulio fuerte y sabe… -¿Sabe? -Braulio sabe… -Suficiente –Cortó Renata Torregrande- Vamos. Se agradece su ayuda, pero no hace falta. Las cosas ponen tristes cuando extraños las tocan… Rodrigo los miró irse, desanimado. Desde la llegada de la anciana, se la pasaba más tiempo en la casa, pero no tenía oportunidad de subir al piso superior. Ahora Braulio iba a llegar con más cosas, pero rechazaron su ofrecimiento de ayudar y no podría ponerle las manos a nada. -Vieja loca –Murmuró molesto- No sé qué vas a hacer con todo eso. Rodrigo Luque había estado estudiando a aquella anciana. Le daba la impresión de que estaba un poco senil. Además, el abogado tenía días sin llamarlo y necesitaba convencer a su cuñado de que hiciera la subasta. Pero la llegada de esa mujer había cambiado todo. Roberto no hablaba del asunto. Parecía no tener problemas de dinero, a pesar
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de que gracias a él, se había quedado sin trabajo. -¡Me voy! –Se levantó de un salto- Hermanita, si tengo tiempo, ¿puedo venir a almorzar? -Si Rodrigo. Está bien… Vente Roberto apareció por fin en la cocina. Se sirvió una taza de café. Se sentó y suspiró agradecido el silencio. Desde la llegada de Renata Torregrande todo era una revolución. Apenas tenía tiempo para conversar con su esposa. Había tenido algunos contratos buenos, pero el dinero ya se había agotado, pero extrañamente, nada faltaba en casa y aparentemente no había deudas pendientes. Su esposa le sirvió el desayuno. -¿Ya se fueron todos? -Sí… -¡Qué días…! Desde que llegó esa señora, esto se ha vuelto una locura. -Cierto… ¿Viste a su asistente?... ¡Habla rarísimo! -Tu “amigo” Vicente Aristigueta me dio unos papeles… -¿Sí?... No me lo habías dicho. Además, Vicente no es mi “amigo”… ¿Qué decían los papeles? -Bueno, prácticamente es la dueña de todo. -¿Hasta de la casa? –Preguntó con temor- ¿Y por qué no me lo habías dicho? -Porque quería verificar todo… Parece que todo es legal. -¿Puso condiciones para que vivamos aquí? -No, pero tampoco habla conmigo. Vive encerrada en su cuarto. Y si no, sale todo el día. -¿Y cuántos años tiene? -Más de cien, aunque no lo creas. -¿Mas de cien? ¿No le has preguntado nada de tú familia? -No. No confía en nosotros. Bueno, yo tampoco confío en ella. No sabemos que desea. Además, está un poco senil, creo. Si no, mira lo de la nevera. También detiene los relojes a las ocho y cuarenta y cinco. Todos los relojes de los pisos superiores están detenidos a esa hora. Los puse a andar dos veces y los volví a encontrar así. Y solo desayuna aquí. Su asistente le lleva el almuerzo y la cena. -Ayer fui al lavandero y ese hombre le estaba lavando la ropa. Para mi sorpresa, también lavó la tuya. Le dije que no hacía falta que hiciera eso. Pero no me entendió o fingió que no entendía. También
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me he dado cuenta de que prácticamente corren con todos los gastos de la casa sin darnos explicaciones. Eso no me gusta. Tienes que hablar con ella. -¿Yo? ¿Yo por qué? -Porque es tu familia, por eso. Me preocupa nuestro futuro. El de los muchachos. Sabes que al no tener gastos de alquiler es que podemos cubrir el colegio de los muchachos. Y lidiar con Marifé desde pequeña no ha sido fácil. Es una niña increíble. A veces su modo de ver las cosas me hace reír, pero no me engaño. Es una niña muy sola. Sabe enfrentarse a las cosas. Pero no sabe expresarlas y eso a veces le duele. Si no hablas con ella, habla con su abogado. Guardaron silencio. De repente Roberto Torregrande había perdido el apetito. Había estado evitando confrontar a aquella mujer. Pero, tenía que hacerlo. -Hablaré con ella.
El Jaguar en la Oscuridad (1915) Faltaba un cuarto para las nueve. Ya la familia había cenado. Wolfgang Matheus fumaba su pipa de palo rosa en su hamaca, mientras miraba la oscuridad del bosque a lo lejos, entre los campos bañados de noche. Los grillos y las ranas era la música que acompañaba el piano que Renata Torregrande ejecutaba en ese momento. En el comedor, Lothar Matheus jugaba con su hijo, que ya daba sus primeros pasos, y más que pasos, corría, hasta que caía de bruces y se paraba riendo a carcajadas, para volver a correr y llegar a los brazos de su padre. -Corre igualito a su padre –Dijo Renata Torregrande sin dejar de ejecutar el piano- Buscando arrollar con todo. -Bueno, tú estás de pie, Tata. Ahora él también la llamaba así. Renata Torregrande le había contado toda su historia. Ella sonrió y siguió ejecutando la pieza. Afuera Wolfgang Matheus apagaba su pipa y la sacudía para limpiarla. Se estiró satisfecho, agradecido con la vida. No se engañaba. Para él, había vivido demasiado. Pero este tiempo que consideraba un regalo. Lo disfrutaba, sin arrebatos, plácidamente. Un caballo relinchó en los corrales. Wolfgang Torregrande se alertó. Las ranas callaron su coro. Pensó por un momento que quizá algún jaguar asechaba desde el corral. El silencio era pesado, dificultaba respirar. Era la respuesta primitiva del hombre al sentirse presa y no el cazador. Wolfgang Matheus vio todo en cámara lenta. El estallido de luz producido por el fogonazo. Pudo escuchar la explosión, pero la sintió como lejana. Algo lo empujó con fuerza, vio el cielo, algunas estrellas y luego el techo del porche. Parpadeó -¿Estoy muerto?- Se preguntó. Se dio cuenta de que estaba vivo. Sonrió, a pesar del dolor que comenzaba a estallarle en el pecho. Escupió un poco de sangre. Cerró los ojos, tratando de calmarse. EL disparo se escuchó por toda la casa. Otros más le siguieron. De un salto, Lothar Matheus, que ya tenía al niño en brazos, tiró a Renata al piso, cubriéndolos con su cuerpo, mientras los proyectiles impactaban en todas las cosas, destrozándola casa, atravesando paredes, rompiendo puertas. El piano recibió gran cantidad de disparos. Santiaga venía entrando al salón cuando se inició el tiroteo. Un proyectil atravesó la
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jarra de cristal con jugo de frutas que llevaba para que se refrescaran. Murió en el acto, sin saber que pasó. Hubo una pausa en los disparos. Regresó el silencio, pero con olor a sangre y muerte. Lothar miró a todos lados, poniéndose de pié, le entregaba el niño, mientras la empujaba hacia la cocina. -¡Corre! Paso por el umbral de la cocina, no sin antes lanzar una mirada de dolor al cuerpo de aquella mujer que había sido una verdadera madre. Corrió por el pasillo y salió al patio posterior. Comenzó a correr. Escuchó los disparos. Algo la golpeó haciéndole tropezar. No sintió dolor alguno y siguió corriendo hasta que llegó a la zona de selva que le era tan familiar. Se detuvo después del claro, refugiándose entre las raíces de un gran árbol. Espero. Los disparos siguieron espaciados. Luego llego el silencio nuevamente. Esperó. Los hombres avanzaron confiados. Habían esperado largo rato, vigilando todo al amparo de las sombras, hasta que se cercioraron de que todo estaba tranquilo. Fue cuando comenzaron a disparar. Entre ellos se encontraba Juan Barandao. Se había cuidado de buscar a los peones más nuevos, más de la confianza de su nuevo jefe que del difunto Coronel Ramiro. Les hizo señas de que avanzaran, mientras el recorría la cerca. Una silueta salía de la parte de atrás de la casa. Apuntó con cuidado y disparó. Alguien cayó, pero se puso de pie y siguió corriendo. Maldijo por lo bajo. Se suponía que no debían quedar sobrevivientes. Avanzó hacía el pedazo de selva, mientras se colgaba el rifle al hombro y sacaba el revólver, contando con que sus hombres terminaran el trabajo en la casa. En el frente cinco hombres avanzaban, mientras otros más revisaban los alrededores, disparando sobre los peones de la casa que corrían o les hacían frente. Se acercaron al cuerpo del anciano tirado en el piso. Sus cabellos rubios, su cara y su pecho estaban llenos de sangre. Parecía un titán caído. -¿Está muerto? –Preguntó uno, al tiempo que lo tocaba con el cañón de su escopeta- Parece que sí. -Revisa bien. Este se inclinó sobre el cuerpo para escuchar su respiración, el anciano murmuró algo tan débil que este acercó más su oído para
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escuchar las últimas palabras de un anciano moribundo. Alcanzó a entender cuando era tarde: -…Te voy a arrancar el corazón… Mientras estaba inclinado, Wolfgang Matheus le había quitado un enorme cuchillo de caza y de un solo golpe lo hundió hasta la empuñadura en la garganta. El corte era tan grande que casi lo decapitó. Uso el cuerpo como escudo para cubrirse de los disparos de revolver. Se levantó de un salto con reflejos impropios para su herida y edad, arrancándole la mano armada a aquel hombre con un golpe de hoja. Este no alcanzó a gritar, pues el cuchillo le fue clavado en la frente. Lothar tomo la escopeta por el cañón, golpeando al que tenía más cerca en la cabeza, destrozando la culata del arma, matándolo en el acto. Un disparo le dio en el hombro y se volteó, guiado por el clic repetido del golpe del martillo del revolver descargado. Sacó el cuchillo del cadáver y caminó hacia el hombre que trataba de recargar el arma. Lo logró y apuntó. Pero Wolfgang Matheus la tomó con fuerza por el tambor. Este trataba de disparar y no podía. -…Si el tambor no gira, no hay disparo. Este murió sin entenderlo, pues habló en alemán, mientras le atravesaba el ojo con el cuchillo. Un disparo pasó sobre su cabeza y otro le dio en la pierna. Pero Wolfgang Matheus no cayó. Respondió los disparos. Dos hombres cayeron y otros se resguardaron de la puntería de aquel hombre que parecía un monstruo salido de lo más profundo del infierno. Avanzó hacia ellos, mientras disparaba, sosteniendo el cuchillo. Hizo una pausa y uno de ellos se asomó. Recibió un disparo en la frente. Un hombre apareció a un costado apuntándole con un rifle. Disparó al mismo tiempo que este le arrojaba el cuchillo. Ambos dieron en el blanco. En el frio suelo Wolfgang musitó en nombre de su mujer. Cerró los ojos y murió. Esta vez, los hombres que habían sobrevivido le dispararon al cuerpo por precaución. En la casa, Lothar Matheus había logrado armarse con un rifle de casa y dos cajas de municiones. Subió al piso superior, avistó a los hombres que estaban por allí y comenzó a disparar, con frialdad y una furia controlada. Estos respondían a tontas y a ciegas, sin saber desde donde provenían los disparos. Comenzaron a gritar para agruparse y retirarse.
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Entre los árboles, Juan Barandao avanzaba con paso calculado, revólver en mano. Muy cerca de él, Renata Torregrande guardaba silencio, tratando de controlar su respiración, mientras sostenía a su hijo en brazos. A Barandao le pareció escuchar algo y amartilló su revólver. Nada. Pero su instinto le decía que alguien estaba allí. Se volteó, alertado por los disparos de un rifle de caza y los gritos de los hombres que se dispersaban. Maldijo por lo bajo y corrió a su encuentro, culpándose a sí mismo de haberse separado de aquellos hombres y hacer de algo tan sencillo y simple un desastre. Disparaban desde la casa. Pudo ver la silueta de Lothar Matheus corriendo entre ventanas y disparando para no ofrecer un blanco fácil. Sus hombres corrían, internándose en la oscuridad. Dos rezagados cayeron de disparos por la espalda. Consciente de que estaba solo y temiendo por su vida, Juan Barandao salió de allí sin ser visto. Lothar Matheus salió arma en mano, apuntando en todas direcciones. Caminó entre los cadáveres frente a la casa y avanzó, hasta que halló el cuerpo inerte de su padre, abaleado y con un tiro de gracia en el cráneo, arma en mano aún. -Moriste peleando papá –Musitó- Era el final que quisiste alguna vez. Regresó a la casa. Alguien gemía en el piso. Sin pensarlo dos veces, Lothar disparó. No necesitaba hacer preguntas. Sabía quién había sido. Atravesó la sala y se agachó sobre el cuerpo de la mujer que había sido su madre. Hizo la señal de la cruz y cerró sus ojos. Alzó la mirada buscando a su esposa. Salió al patio. Avanzó hasta el claro apuntando a todas partes, mientras gritaba, exponiéndose: -¡Renata! No recibía respuesta. Temió lo peor, mientras se quedaba parado allí, tratando de escuchar entre aquel tenso silencio. -¡Renata! Le aterraba la idea de que ni ella ni su hijo estuviesen vivos. Se culpó a sí mismo, por confiado, por creer que los tiempos eran otros y que eso los había llevado a ese momento. -¡Tata! Apareció entre el claro, con el niño en brazos. Caminaron a su
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encuentro. Ella tenía las lágrimas contenidas. Lothar Matheus se quedó allí, petrificado. -¿Están todos…? -Sí…. Renata… Dame al niño. -Está dormido. No lo molestes. -Tata… -Dijo con voz quebrada por el dolor- Dame al niño. -No… -Suplicó- Déjamelo un poco más… ¿No vez que el pobrecito duerme? -Dame el niño Renata… Por favor. -No… No… -Sí… Debes entregármelo… Debe estar con sus abuelos… Tata, por favor. Renata Torregrande cayó de rodillas, mientras estallaba en llanto, abrazando el cuerpo inerte de su hijo, mientras Lothar Matheus lloraba en silencio, sin saber qué hacer para consolarla, porque él también tenía en corazón roto. Al día siguiente llegaron las autoridades. Un teniente de apellido Maciel acompañado de varios soldados venía a advertirles que una banda de salteadores estaba llegando a las haciendas. -Creo que la advertencia llegó tarde, teniente. -Lamento lo ocurrido. Pero veo que los asesinos recibieron su merecido… Lo lamento por los suyos. -No tiene por qué… Ya están muertos. -En fin… -Dijo desconcertado- Yo… -Teniente… -Dígame, coronel Matheus. -Imagino que ya pasó por la hacienda del Coronel Da Silva. -Sí… -Por supuesto… Gracias por las molestias, teniente. Sobre todo por haber dado ese rodeo tan grande para pasar de la hacienda del coronel Da Silva hasta la mía. Hubiese sido más fácil al revés… -Ese hizo un gesto que lo traicionó, pero Lothar Matheus no le dio tiempo de responder, estrechándole la mano- Hasta luego… teniente. Mi mujer y yo tenemos que hacer. Enterrar y llorar nuestros muertos…. Luego veremos. -La venganza es mala coronel. -No hay tal. Ya los asaltantes están muertos. No hay nada más que hacer… ¿No es así?
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-Así es, coronel. Adiós –Y se volteó en dirección a sus hombres, para desahogar sus nervios- ¡Muevan ese trasero! ¡Vamos, que hay que patrullar! Lothar Matheus los miró marcharse por un momento y luego caminó hasta la casa. Renata Estaba dormida después que este la obligó a tomar un poderoso sedante. Cuando ella se puso de pie salió al patio. Lo encontró de pie al borde del bosque, frente a tres tumbas recién hechas. Lo abrazó, mientras las lágrimas recorrían su rostro. -Están juntos… Sé que es lo mejor… Ven conmigo. La llevó a la oficina. Había arreglado esta lo mejor que pudo, tirando lo que no servía por la ventana. Sacó del escritorio una carpeta de piel que Renata reconoció. Era la fortuna en documentos que había tomado de la casa de sus padres cuando huyó. Tomó un portafolio de cuero que llenó con otros documentos, algunos escritos de su puño y letra, además de dinero con la cinta del banco aún. Este lo puso sobre el escritorio. -El oro y la plata que trajiste lo deposité en el banco en mi cuenta –Le extendió un papel- Toma. Es una autorización firmada por mí para que puedas disponer de toda mi fortuna. Estos son los títulos de propiedad de estas tierras. Debes llevártelos –Anotó en un papel y lo agregó en un sobre con una carta- Esta es una dirección en la capital. Es mi hermano mayor. Te ayudará a ir dónde desees. Allí le explico todo. -¿No nos vamos? -No… aquí no hay nada para ti… Yo ya no tengo nada. -Me tienes a mí… -Tú mereces un mundo sin violencia, mi bella Tata. No debes estar aquí –Sonrió con ternura- No te preocupes… Yo cuidaré al pequeño Wolfgang… Vete por favor, esta misma tarde. -Pero no me he despedido de mi hijo. -Vete… Yo lloraré por los dos. Yo sufriré por los dos. Yo moriré por los dos. Renata Torregrande miró su rostro. Lothar Matheus tenía una mirada que ella nunca le había visto. Aquel hombre estaba muerto por dentro. Por eso quería que se fuese. Comprendiendo que nada podía hacer, bajó la mirada, resignada. Caía la tarde cuando ella subía a un vehículo, acompañada de un
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camión, escoltada por los soldados del teniente Maciel, que Lothar lo había mandado a buscar. -Cuídela, teniente. Se lo sabré agradecer. -Es lo menos que puedo hacer, coronel Matheus… Si desea algo más. -¿Quién puso la denuncia de los bandidos? -Un tal Barandao… -Entiendo… Esto es para el camino –Le entregó un paquete pesado que este guardó en su uniforme- Le esperará otro igual al regreso si mi señora me avisa de la capital que llegó con bien. Considere eso para los gastos. -Gracias Coronel… No le quedaré mal. Por mi vida. -Sí… Se acercó a Renata, pálida, cabizbaja. La besó en la frente y la abrazó. Renata Torregrande le musitó en el oído: -Mátalos a todos… Mátalos a todos o yo regresaré por ellos. Y el vehículo con la escolta se alejó con un destino incierto para ella, que miraba ponerse el sol. Recordó que en un atardecer idéntico, hacía unos años, ella había llegado allí y se cubrió el rostro, para que ninguno de aquellos extraños la viera llorar.
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Conociendo a la Gente Muchas cosas pasaban dentro de cada uno de los habitantes de la casa Torregrande. Roberto y Rosa Torregrande no parecían hallarse a gusto. Para Roberto hijo era la excusa perfecta para estar lo menos posible en el hogar. María Fernanda Torregrande se mantenía desde su puesto de observación. Sentía curiosidad por aquello que entendía, pero que no comprendía muy bien: Sabía que estaba pasando, pero no comprendía como sucedía. Aquella anciana parecía incapaz de mostrar emoción. Las murmuraciones en idioma extraño con aquel gigante rubio inexpresivo, comunicándose con monosílabos y frases breves. La casa parecía normal en los pisos inferiores, excepto en la rutina. Arriba era otra cosa: Los muebles ordenados, no como un depósito, sino como un hogar. Uno extraño, con muebles y ornamentos de diferentes épocas. María Fernanda subía de acuerdo a su rutina, pues para su mundo, nada había cambiado. Sí el de los demás, pero no el de ella. Cuando regresaba del colegio, subía al último piso, abría las persianas y se sentaba en el enorme ventanal, a mirar el paisaje (su paisaje), sentir el aire, disfrutar del movimiento de las copas de los árboles mecerse al viento. A veces cruzaba miradas con el asistente de la anciana, que simplemente asentía y la dejaba hacer. Para doña Adelaida, todo era diferente. Aquella mujer la hacía sentir por primera vez en su vida intimidada. Sentía que estaba en presencia de una verdadera aristócrata: Renata Torregrande la miraba con ese toque imperceptible, ligeramente desdeñoso con que un jefe mira a un empleado mediocre o a alguien accesorio o innecesario. Habían coincidido varias veces en el desayuno. Doña Adelaida trataba de iniciar conversación, pero Renata Torregrande solo respondía con monosílabos o soltaba frases sin sentido. -¿No cree usted, Renata, que estos jóvenes de ahora no tienen formas ni modales? -Jovencita, creo que debe guardar las distancias –Se puso de pieBraulio… Busquemos mejores ambientes. Permiso. Desde ese día, doña Adelaida trataba de evitar encontrarse con ella en el desayuno. Cuando pasaba, no cruzaban palabra. Trajeron más muebles. Braulio los acomodó como pudo. María Fernanda Torregrande no pudo subir como lo hacía todas las tardes. Era Domingo. María Fernanda Vestía unos breves short de paño,
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medias y un suéter que las mangas le quedaban largas. No había desayunado, pero no pudo evitar el deseo de subir a mirar el amanecer desde el ventanal. Para ella la rutina era la forma de sentirse segura, de que su mundo marchaba bien. Solo toleraba los cambios que sentía evidentemente positivos. El enorme salón se veía diferente a esa hora por la penumbra. Pasó su mano suavemente por la superficie de madera ricamente labrada de una especie de ropero. Sobre una mesa reposaban unos gruesos libros forrados en cuero. Abrió uno. Eran fotografías, muy antiguas. Personas de otra época, de otro tiempo, desconocido para ella. Una pareja, el rubio, muy alto, ella castaña, sonriente, abrazada a él, con un niño en brazos. En otra aparecía la mujer, ya algo mayor mirando el paisaje de una ciudad desde la terraza de algún edificio. Esta vez tenía el cabello muy corto en flequillo. A pesar de la sonrisa, María Fernanda Torregrande pudo percibir cierto aire de tristeza. Cerró el álbum y se sentó en el ventanal. Le gustó al cambio de luz mientras el sol se asomaba. Cuando bajó, Braulio estaba en la cocina tarareando una melodía en voz baja, mientras preparaba algo. La miró sentarse frente a él, sin dirigirle la mirada, atenta a lo que hacía. Este le sirvió un vaso de jugo de naranja con una taza de azúcar para que se sirviera a gusto. -Gracias… -Braulio… -Le indicó. -Braulio… Lo vio mezclar en un bol leche, vainilla, un chorro de ron directo de la botella, leche condensada, leche evaporada (lo supo por la etiqueta). Exprimió varios limones hasta hacer poco más de una taza. Lo agrego a la mezcla, sin dejar de canturrear algo que ella captó como un jazz o un bossa nova, una samba quizá. En una bolsa trituró tres crujientes paquetes de galletas de vainilla. Remató con una taza de coco rallado. Lo fue mezclando por capas, con la crema, hasta que remató con esta, alternando con trozos de fresa y cambur. Lo guardó en el refrigerador. -Braulio… ¿Es un dulce seguro? -¿Seguro?... -Seguro… Te hace sentir como en casa, que te abriga. Braulio sonrió levemente, tomándose un momento para responder, se servía una taza de café. Se sentó frente a ella y brindó, chocando su taza con el vaso de jugo de naranja.
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-Sí… Es como casa… -Renata sonrió, mientras bebía un trago de jugo- Te hace sentir acompañado de recuerdo bonito. -Buenos días… -Buenos días –Braulio se puso de pie y de inmediato le sirvió una taza de café- ¿Va a desayunar la señora? -Sí la señora va a desayunar, espero que no sola. Buenos días niña… -El tono era social y formal- ¿me acompañas? -Sí –Respondió igual- Lo haré porque tengo hambre señora. -Bien… Me gusta que la gente no ande con poses. Te llamas… -María Fernanda. Pero Rosa y Roberto me dicen Marifé. -Extraño… ¿Y por qué les llamas por sus nombres? -Porque esos son sus nombres, ¿no es así? -Sí… Supongo. ¿Y por qué no usas papá y mamá? -Ese ya lo usaba Beto, mi hermano. Rosa y Roberto es mejor que un formalismo. Ellos me entienden. -¿Y desde cuando les dices así? -Desde que tenía cuatro años, luego de que escuchaba a la gente decir que no entendían porque yo los llamaba por su nombre. Pero así son sus nombres. -Entiendo… -Hizo una pausa, mientras Braulio le servía ensalada de frutas, jugo y café. Había cierta diversión para Renata Torregrande en aquella conversación con aquella niña que le parecía un rompimiento a la rutina- ¿y me llamas señora por…? -Así la llaman Rosa y Roberto. Pero creo que podemos presentarnos más formalmente. -Sí… -¿Somos familia?... No me gustan las incertidumbres, son como el sarcasmo. Me molesta lo que no entiendo. -¿Entonces supongo que la gente torpe y que no entiende lo que es evidente para ti, te molesta. -Mucho. -Entiendo el sarcasmo. Pero me molesta lo que no está claro para mí. Todos hicieron silencio mientras desayunaban. Una vez terminado, esperaron, mientras rápida y eficientemente Braulio aseaba todo. -Marifé –Le extendió la mano- La familia me dice Marifé. Si eres mi familia, debes decirme así. -Renata Torregrande –Le correspondió- La familia me dice Tata. Si eres mi familia, debes decirme así. Este es Braulio.
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-Es familia… -Renata Torregrande asintió- Ya nos conocemos. Sabe de comida segura. Eso me dijo. No parece mentiroso. -Braulio no mentiroso –Intervino- Hablo poco español, pero Braulio habla verdades. -Subes mucho arriba. -Desde que tenía tres años. Veo el paisaje. El movimiento de las copas de los árboles calma mi psiquis. -¡Mi psiquis! –Dijo de buen humor- ¿Cuántos años tienes? -Catorce años, seis meses, una semana y cuatro días. -Bien… ¿Qué más haces arriba? ¿Ves las cosas? -Son bellas… Algunas nunca las había visto. Pero si me pregunta por valor, desde el punto de vista histórico, tienen valor, no sé cuál. No reviso. Las he visto toda la vida, no las nuevas, por supuesto, pues nunca habían estado aquí. No conozco su valor económico. No soy, como dice mi tío, un tasador, sea lo que sea que eso signifique. No lo sé, porque no estoy interesada en su significado. -Entiendo… -Lo único que vi fue un álbum de fotografías muy antiguo. -Vámonos Braulio –Dijo poniéndose de pie, mostrando un ligero cambio de actitud- Tenemos que hacer. Marifé Torregrande vio salir a la señorona y quedó allí, en silencio. Se puso de pie y se fue a practicar. Esa tarde, Braulio tocó la puerta de su habitación. Ella abrió y este le extendió una copa de postre con el dulce y una cucharilla. Esperó. Ella tomó una porción y probó. Esperó unos momentos, mientras paladeaba el dulce. Le dio su opinión: -Paseos descalza sobre una grama húmeda. El olor de la sopa de Rosa. La tierra recién mojada. El helado de ron con pasas. La sonrisa de Braulio fue muy amplia. Ella asintió y cerró la puerta. Se quedó allí, pensando que esa niña era la persona más increíble que había conocido, desde que se encontró con Renata Torregrande.
Final Firmado con Sangre (1915) Jorge Da Silva almorzaba. Estaba solo por dos razones: Su esposa detestaba la vida del campo, al igual que su hija. La otra razón era que Lothar Matheus estaba desaparecido, desde el fallido plan de acabar con todos en la hacienda. La muerte de aquel anciano y su mujer, incluido el niño no le trajo ninguna satisfacción. Debían ser todos, para poder tomar la hacienda con un testaferro y dar el tiempo necesario para ver quién la reclamaba. Luego, todo era tiempo de mover sus influencias políticas y relaciones para tomar aquellas tierras. Aprovecharía todo el caucho, el ganado, las siembras. Barandao le había sido útil, pensaba él. A pesar de su error, tenía aún algo de ventaja. Ya sabía que la mujer de Matheus se había ido a la ciudad y posiblemente saldría de allí. Quizá del país. Carecía de sus conexiones y poder. El resto de la familia de Matheus estaba desligada de este. Sabría cómo encargarse de cualquier citadino haciendo preguntas. -“Le dejaré la casa a Barandao” –Pensó- “Una parte de las tierras quizá. Hay que garantizar la lealtad de los subordinados, mientras sean útiles. Le dejaré un par de empleados que lo atiendan y una peonada que se ocupe del ganado y las tierras. Se sentirá importante y celoso de lo que tenga” Escuchó unos gritos en el frente de la casa. Molesto arrojó la servilleta de tela sobre la mesa, poniéndose de pie, para investigar de qué se trataba. Alguien había dejado un corral abierto y el ganado semisalvaje se había soltado, era un peligro con sus enormes cuernos, capaz de herir a quien se le atravesase. Había algo de humo. En uno de los graneros se podían ver llamas. -¡Hay fuego! –Gritó alguien- ¡Corran a ver! -¡Hagan una cadena desde el pozo para arrojar agua! –Ordenó Juan Barandao, controlando el desorden- Y un grupo que se encargue de las reses. -¿Qué pasa Barandao? –gritó desde la puerta Jorge da Silva- ¿Dónde es el incendio? -¡Es en uno de los graneros! ¡Tenga cuidado, que el ganado está suelto! Barandao empujaba a los hombres, los arengaba a gritos tratando de poner orden, seguro de sí mismo, de su autoridad.
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Los hombres respondían rápidamente. Conocían la ferocidad de Barandao cuando sus órdenes no eran cumplidas. Fijó la mirada en un hombre. No corría como los demás. Avanzaba hacía la casa en línea recta, a paso firme, con el rostro cubierto por el ala de su sombrero de paja. Le pareció curioso que un hombre vestido con ropa de campesino llevase botas de montar. Allí cayó en cuenta. Miró en dirección de Jorge Da Silva, al tiempo que comenzaba a correr, mientras desenfundaba su revólver. El hombre sacó de entre sus ropas una escopeta. Apuntó, sin dejar de caminar. Nadie se había dado cuenta, excepto Barandao. Alguien se atravesó en su camino, tropezándolo. Perdió el sombrero. A través del rostro sucio de barro y la barba se podía ver la mirada inyectada en locura de Lothar Matheus, que apuntaba. -¡Patrón! Jorge Da Silva apenas tuvo tiempo de reaccionar, arrojándose a un lado. Barandao disparó para tratar de detenerlo. El proyectil impactó casi al mismo tiempo que Lothar Matheus disparaba. El disparó no fue mortal, pero casi le arrancó la pierna izquierda de cuajo a Da silva. Lothar Matheus apuntó nuevamente a Da Silva, pero ya varios hombres le habían quitado el arma y trataban de someterlo. Forcejeó con ellos, mientras sacaba su cuchillo. Apuñaló a dos de ellos, quienes le hicieron espacio, al tiempo que sacaban sus cuchillos y machetes. Este hacía fintas y trataba de rebasarlos. Uno de ellos arrojó un tajo con su machete. Matheus resultó ser más hábil. Se oyó el tintinear del metal al chocar, para luego arrojar una estocada en el pecho, que resultó mortal. Barandao se detuvo frente a él. Apuntó y disparó. No una, sino cinco veces. Lothar Matheus cayó. A pesar de sus graves heridas, seguía vivo. Barandao le sonreía, mientras le quitaba el cuchillo de las ensangrentadas manos. Lothar Matheus lo miraba con odio, mientras una burbuja de rosada sangre salía de su boca. Este se inclinó sobre aquel hombre, que a pesar de lo que pasó, no emitió ningún sonido, mientras apretaba los dientes, mientras Juan Barandao le abría el abdomen. -Grita Matheus… Grita Le dejó el cuchillo clavado, porque los gritos de su jefe lo sacaron de su ensimismamiento. Sus hombres lo llevaban a la sala, acostándolo sobre la mesa del comedor, colocándole un torniquete, mientras
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alguien corría en busca del médico más cercano. Para cuando llegó el galeno vio a Matheus tirado en el suelo, sangrante aún, con el cuchillo clavado. No se le permitió acercarse. -Ese no es el herido, doctor –Le dijo Barandao- Ese es asunto mío. Encárguese del patrón. Vamos, camine. No me mire así. El médico muy poco pudo hacer por la pierna de Da Silva. Estaba tan destrozada, sostenida apenas por algunos colgajos que solo pudo amputarla. Barandao tuvo que ayudar a someterlo para el corte, a pesar de la dosis de morfina. Cuando se desocupó salió al frente de la casa, sudoroso. Miró el cuerpo sangrante, lleno de tierra de la brisa de la tarde. Inmóvil, con el rostro al cielo. -¡Lo había olvidado! –Dijo divertido en voz baja- Es hora de arreglar este asunto pendiente. ¡Lotharcito, disculpa! ¡Ya voy por ti! Lothar Matheus jadeaba por la boca, lentamente. Aún estaba vivo, pero con la mirada perdida. Su mente estaba en otro lado. Recordaba a su hijo, sus pasos, su risa. Las veces que paseaba a caballo con él en su grupa. A su madre amamantándolo. La risa de su padre. Su madre de crianza dándole de comer su primer dulce a su nieto, cantándole mientras lo dormía. A aquella mujer, que aún en sus últimos momentos amaba con locura. Su primera noche, donde descubrió que era su primer hombre. Esa pasión que nunca menguó entre los dos. Ya no volvería a acariciar es cuerpo, la sorpresa siempre de verla olerlo, como si fuese un cachorro salvaje. De las tardes acostados en la hamaca de le entrada de la casa, mirando caer la noche, hasta que las estrellas eran toda la luz que compartían. Ya no había dolor. Estaba en paz. Lamentaba no haber matado a Jorge Da Silva. Pero eso era parte de la guerra. Había perdido. Renata seguía viva. Eso era lo más importante. Sonrió satisfecho. Pronto estaría acompañando al resto de su familia. -No te mueras todavía… ¡Mierda! Juan Barandao pateó el cuerpo inerte de Lothar Matheus, que acababa de fallecer, irritado por no haber podido producirle mayor sufrimiento. -Lamento no haberte dado un final con más dolor, Matheus, porque estos son finales firmados con sangre. Tu mujer quizá se salvó. Pero si la veo, le daré saludos de tu parte… Te lo prometo. Jorge Da Silva fue llevado a un vehículo a la cuidad. Aún bajo los
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efectos de la morfina, le giró instrucciones a Juan Barandao para que se encargase de todo hasta su regreso. -Gracias a ti sigo vivo… Barandao. Te daré más de los que pensaba. -Sí patrón… Cumpliré sus órdenes como perro fiel. Para Juan Barandao, se acercaba su sueño de toda la vida. Iba a ser llamado “Coronel”. Iba a tener hacienda, caballos, reses y gente que le sirviera. Tendría un capataz que recibiría sus órdenes. La peonada se quitaría el sombrero respetuoso al verlo pasar. Ya no caminaría en las fiestas como un perro hambriento entre las sombras, esperando que el amo le arrojase un hueso, sino que estaría entre ellos, de tú a tú… Quizá hasta alguna de esas señoritas deseosas de que un verdadero hombre les enseñara como eran las cosas le arrojara una mirada coqueta y lo esperara en el porche, en la oscuridad, mientras se refrescaba. Recordó a Renata Torregrande. “Me voy a comer ese pastelito” –Le dijo- Pero Lothar Matheus le arrebató con su llegada la oportunidad de disfrutarla ese día, cuando faltaba tan poco para desnudarla, mientras ella se revolvía como una serpiente atrapada. Pero ahora, su lealtad era premiada por Jorge Da Silva. -“Si eso fue con una pierna –Pensó jocoso- No me imagino si le hubiesen arrancado un brazo también… A lo mejor hasta me casa con la hija” La oscuridad cayó cuando el cuerpo de Lothar Matheus fue arrojado a un barranco solitario, a merced de las alimañas y la inclemencia del abandono, lejos de cualquier camino. Volverían cuando solo quedase la osamenta para desaparecerla en cualquier termitero de los que por allí abundaban. Y así, ni los huesos serían encontrados. Días después Renata Torregrande estaba sentada frente al hermano de Lothar Matheus. Este hojeaba detenidamente todos los documentos que Renata le había entregado. De tanto en tanto este intercambiaba susurros con un hombre de traje que parecía ser su subordinado. -Lamento lo de su padre –Dijo Renata, mientras dejaba la taza de té en el escritorio de caoba de la oficina comercial de Lorenzo MatheusPara mí fue como un padre. -No puedo decir lo mismo –Contestó secamente- Papá se fue con mi hermano menor a perseguir un sueño loco… Y ya ve usted el resultado. Perdí un padre y a un hermano. Ahora llega usted con la noticia y yo simplemente tengo que aceptar lo que usted dice. -No. No tiene por qué.
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Lorenzo Matheus estudió aquel rostro. Aquella mujer indudablemente no era ninguna advenediza. Vestía con elegancia, poseía modales una postura y manejo que solo puede tener alguien de buena familia. Ya la había investigado cuando esta le solicitó la entrevista dos días antes. Se quedaba en el mejor hotel de la ciudad, con vista a la bahía, decorada con el azul del mar. No era del país. Pero supo que tenía familia muy poderosa, pero que estaba alejada de ellos en circunstancias no muy claras… No se trataba de dinero. En su poder estaba los comprobantes del banco federal, donde constaba que su hermano había depositado una gruesa suma, propiedad de aquella joven en una de sus cuentas y giraba instrucciones para su retorno, intereses incluidos. -¿Qué quiere decir? -Los documentos hablan por sí solos. De todos modos, si usted no quiere entregarme lo que su hermano me dejó en herencia, consérvelo. Solo me interesa lo que está en la caja de seguridad. -Esos son recuerdos de familia… -Qué bien a usted no le sirven. Lothar fue mi marido. Tuve un hijo con él… Pero los perdí a todos… Solo quiero los recuerdos de los que él me habló una vez, nada más. Conserve el dinero si quiere. No me interesa. Lorenzo Matheus miro a su abogado. Este asintió simplemente. Sacó una hoja con membrete y comenzó a escribir. La firmó y selló. Se la entregó. -No quiero que se diga que Lorenzo Matheus es un hombre mezquino. Si bien es mucho dinero, era un dinero que nunca se tocó por ser herencia de mi hermano. Renata Torregrande guardó la carta. De entre sus cosas extrajo una fotografía: Ella, abrazada a Lothar con su hijo en brazos. Se la extendió. Este miró la fotografía, sorprendido. -¿Por qué esperó hasta ahora para entregármela? Era prueba más que suficiente para convencerme. -Porque no quería entregársela como prueba, sino como un recuerdo muy importante para mí. -El único último recuerdo que guardo de mi padre no fue muy grato. No sé porque razón tuvo una fuerte discusión con mi tío. Lo golpeo y se marchó. Se llevó a Lothar, que estaba más pequeño… Yo estaba en el colegio. Mi tío no me dejó irme con… Dijo que era por mi bien. Me
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convertí en su hijo. Hasta el día de hoy, no había hablado con nadie ni de papá ni de Lothar. -Entiendo… -Puede ir al banco cuando quiera. Allí le entregarán los documentos y recuerdos… Lo del dinero, lo arreglará mi abogado. -Gracias… Se puso de pié y de inmediato Lorenzo Matheus le imitó, extendiéndole la mano. Ella correspondió. -Gracias por el retrato… Nos volveremos a ver. -Quizá… Ahora hay cosas que debo hacer. Hasta luego, señor Matheus. -Hasta luego, Señorita Torre Grande. -Señora Matheus –Corrigió- Señora Matheus
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Conociendo más a la Familia Beto Torregrande ya había salido de clases. Ahora parecía que su suerte estaba cambiando. Bianca Rovira estaba conversando con él. Y no tenía idea de cómo había sucedido. Estaba en un parque cercano al colegio, esperando a su mamá que venía a buscar a su hermana para llevarla al conservatorio. No sentía deseos de caminar y prefirió esperar. En ese momento llegó. La joven estaba enfundada en su traje de deportes. Se sentó a su lado sin pronunciar palabra y Beto no supo que decir. -Hola… -Dijo ella por fin- No te había visto… -Las clases… Mucho trabajo La realidad era que había estado evadiéndola desde su último encuentro, donde Beto había sentido que ella se estaba burlando de él. -Le pregunté a tu hermana por ti –Beto Torregrande sonrió. Ella lo miró curiosa- ¿Por qué me miras así? -¿Qué te dijo mi hermana? -No le entendí mucho en verdad –Sonrió- Me dijo que no era buena en lo del refuerzo positivo… Palabras extrañas para una niña de su edad. -Quiere decir que no es muy buena para dar ánimos o apoyar algo bien hecho. Solo lo admite y ya. -Muy curiosa tu hermana. Y no lo digo por mal. Me cae bien, -Y tú debes caerle bien. No trata con nadie que considera medianamente inteligente. -Bueno –Sonrió- Yo lo soy… Aún tengo problemas en álgebra. -Eres muy inteligente. -No. No lo soy. Tu hermana me lo dijo. -¿Qué te dijo exactamente? -Que era buena persona, y aunque era medianamente inteligente yo le agradaba porque era capaz de darte el refuerzo positivo que por tu inseguro carácter masculino adolecente necesitabas -Marifé –Musitó lleno de vergüenza- Voy a matarte Ambos guardaron silencio por unos momentos. Comenzaron a reír, hasta que ya no podían guardar las carcajadas. Se miraron con simpatía y un poco más de confianza. -Tú hermana es muy especial. La he visto tocar.
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-Sí. Pero es especial por muchas cosas… Aunque al principio no me lo parecía. -¿Cómo era eso? -Bueno… Cuando era pequeña, parecía como alguien grande en miniatura… Papá y mamá no hallaban al principio como lidiar con eso. Tal vez a mamá se le hizo un poco más fácil. No así a papá. -¿Cómo era ella? -Nada fácil. A veces repetía las mismas cosas una y otra vez. Agredía cuando algo le molestaba –Sonrió- Yo ingenuamente creía que no me quería. Le molestaban las luces brillantes, o cuando algo en la casa estaba diferente. Algunas comidas. Mis padres invertían todo el tiempo que podían en ella. -Era algo difícil. -Sí… –Volvió a sonreír al recordarlo- Una vez noté que tamborileaba sus dedos en la mesa una y otra vez. Con cierto ritmo. Es verdad que mamá me explicó como conducirme con ella, pero no le entendía… Para mí eran cosas de niña mimada. Pero aun así yo quiero a mi hermana. Sin consultar con nadie, reuní todos mis ahorros y le compré una caja de música. Recordaba ese día como si fuera ayer. Ella estaba sentada en el piso, tamborileando en el suelo con sus dedos. Beto puso la caja en el suelo y suave y lentamente la deslizó hasta ella. María Fernanda se detuvo. Acarició el laqueado de la caja y comenzó a repetir el movimiento, lentamente al principio. Se detuvo otra vez. Sus dedos comenzaron a pasear nuevamente sobre la superficie. Beto no le quitaba los ojos de encima. Llegó al borde de la tapa y la abrió. Los compases de la caja de música le dieron un brillo a sus ojos. Por primera vez, a sus tres años, miró directamente al rostro a su hermano y le sonrió. Beto le correspondió. A partir de ese día, el mundo de Renata Torregrande giró en torno de la música. A los cuatro años, usaba unos enormes audífonos para escucharla. Comenzó a recibir clases particulares de diferentes materias escolares con gran esfuerzo de parte de sus padres. En algún momento la tutora les dijo a mis padres que ya no tenía que enseñarle. De hecho, la niña había consumido todos los libros de la biblioteca familiar y cientos de temas de todo aquello que le generaba curiosidad.
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A la edad en que los niños estaban en mitad del colegio, ella pasó al liceo. Ahora estaba a punto de salir. Beto le explicó que ella era candidata a varias becas universitarias, especialmente en el área de la música. Pero por ser fuera del país su madre no se sentía capaz de dejarla ir a estudiar fuera sola. -¿Y tú que crees? -Creo que mi hermana es capaz de hacer cualquier cosa que desee. No importa su edad. Un Grupo los interrumpió en su conversación. Era Danilo Ruiz, con su corte de aduladores. A Danilo le molestaba la manera tan simple en que Bianca simplemente lo ignoraba. Mientras las demás compañeras del colegio se morían por él, le dejaban cartas de amor, solicitudes atrevidas por las redes sociales, este se complacía en despreciarlas. Se rumoraban muchas cosas de Danilo: Que era amante de una mujer casada, que se dedicaba a vivir de mujeres de la alta sociedad (esto no muy creído, pues se sabía de su solvencia económica), incluso de que una estudiante se había suicidado por su desprecio. Este se limitaba a sonreír irónicamente cuando este tipo de comentarios llegaba a sus oídos. Su silencio solo hacía crecer la ola de rumores que él se cuidaba de alimentar. -¡Betico!… ¿Andas aspirando? -¿Qué pasó, Danilo? –Saludó incómodo- ¿Qué quieres? -Hola –Dijo simplemente ella -¿Cómo que estoy interrumpiendo a la parejita? -¿Y qué si ti digo que estás interrumpiendo? –Intervino Bianca molesta- Sería bueno que tú y tus amigos buscaran algo útil, ¿no? -¡Perdón! –Dijo en tono sarcástico- Si hasta la noviecita tiene que dar la cara por él… Normalmente Beto Torregrande era una persona tranquila, que gustaba de pasar desapercibido. No había reaccionado simplemente porque la respuesta de Bianca lo había sorprendido. Pero ahora algo en su pecho lo ahogaba. Era un calor de rabia, de un deseo de abalanzarse sobre Danilo y partirle la cara, a pesar de que este lo superaba en altura y corpulencia. Se puso de pie y lo encaró. -Ella puede dar la cara por mí se le da la gana. ¿Qué pasó, no te gusta? Este no es el equipo de fútbol, donde tú eres el capitancito. Aquí, yo si te respondo como es. La tensión se podía cortar en el aire. Bianca no quería demostrar
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el nerviosismo que sentía. Se colocó al lado de Beto y lo tomó por un brazo. Las suaves manos de Bianca le erizaron la piel. En ese momento Beto Torregrande se sentía capaz de enfrentarse a todos por ella. -Beto, vámonos. No pierdas tu tiempo con este tipo. -Anda Betico… Hazle caso a tu… Noviecita Beto avanzó un paso al mismo tiempo que Bianca lo halaba por el brazo. Danilo Ruiz sonrió con satisfacción. Sentía la tensión en cada músculo de su cuerpo. La presión de sus brazos, el pecho hinchado, el suave crujir de sus tendones al apretar sus puños. La satisfacción de demostrar su fuerza y sus habilidades de pelea. Un hombre vestido de traje intervino antes de que Danilo se aprovechase de que el muchacho estaba distraído con la joven. Se atravesó sin decir palabra y antes de que este pudiese alzar el puño hizo algo que dejó a todos asombrados: Abrazó a Danilo antes de que pudiese reaccionar. Danilo podía oler su perfume, sentir la barba raza rozando su cuello. La enorme fuerzo de aquellos brazos que lo rodeaban sin dejarle espacio para moverse. Presintió que cualquier reacción violenta le iba a hacer pasar un mal rato. Era evidente que aquel hombre, más corpulento y ligeramente más alto sabía realmente pelear. Una voz con acento le susurró algo al oído que los demás no pudieron escuchar. Aflojó el cuerpo. Danilo presintió que si hacía cualquier resistencia, las cosas iban a terminar muy mal. Aquel hombre al que no conocía lo soltó. Sus miradas se cruzaron unos segundos. La de Danilo, temor. La de aquel hombre, fresca, firme, aparentemente cordial. Braulio le dio unas palmadas en el rostro antes de separarse. Le habló a Beto: -Señor Torregrande –Beto sintió extrañísimo escuchar que alguien le decía “señor”- Su madre tiene el vehículo averiado. La señora me pidió que lo viniese a buscar, al igual que a su hermana. -Ah… -Dijo algo desconcertado- Está bien… -Si la señorita desea que también la lleve –Se dirigió a Bianca- Con mucho gusto la llevaremos. -Me parece bien. -Bueno… -Dijo Danilo Ruiz tratando de recuperar la composturaCreo que dejaremos esto por hoy. No sabía que tenías chofer ahora, Betico. -Beto. Mis amigos me llaman Beto. Y tú no eres amigo mío. -Buenas tardes. Hola Braulio –Era María Fernanda Torregrande- ¿Y Rosa, Beto?
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-Hola Marifé. Su madre tiene el carro averiado. La señora me ordenó que los buscara –Tomó su chelo y lo guardó en la maleta del lujoso vehículo, al tiempo que abría las dos puertas- Suban, por favor. Beto Torregrande iba a ocupar el asiento delantero, pero su hermana se lo impidió, atravesando la mano. -No Beto. Debes ir atrás con Bianca. ¿Cómo piensas establecer una interacción afectiva si mantienes una distancia? Y tú, Danilo Ruiz, debes dejar de jugar al papel del macho alfa para mantener una posición. Se te da muy forzado. -Cállate enana –Dijo en mal tono- No me busques Beto Torregrande se iba a bajar del vehículo para defender a su hermana, pero Braulio colocó el seguro de la puerta, impidiéndoselo. -Marifé sube. Si Braulio se baja del vehículo, se va a divertir. Y no es bueno que las niñas por muy maduras que sean vean actos de violencia. La niña miró a aquel joven que ya no se sentía tan brabucón sin temor, al tiempo que subía al vehículo, consciente de que una pelea le afectaría emocionalmente. El vehículo se alejó lentamente del lugar. Braulio se quedó allí pensativo. Reaccionó al escuchar que ellos conversaban algo, dándole un empujón al que tuvo más cerca: -¿Y ustedes que murmuran? ¡Muévanse! -No sabía que los Torregrande tuviesen chofer –Comentó alguienPensé que eran unos pobretones con apellido. -Pues parece que no. -Cállense y cambien el tema –Cortó Danilo Ruiz- Ya les ajustaremos las cuentas… En el vehículo todos iban en silencio. Marifé iba mirando por la ventana en silencio, mirando a lo lejos. -Braulio… -Dime Marifé. -Los días como hoy madre me lleva a comer helados. ¿Puedes llevarme? Sería desastroso no poder probar helado. Braulio sonrió ampliamente y giró en la avenida en dirección a la heladería. Sabía cuál era, por la investigación del abogado antes de llegar con la señora. -Y tienes… Un sabor seguro, ¿cierto? -Sí. Te recomiendo el ron con pasas… Lo como desde que tenía
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cuatro años de edad, que fue la primera vez que Rosa me llevó a la heladería. -Marifé –Intervino Beto, un poco avergonzado- El señor Braulio no está obligado a llevarte a comer helado. -No es una obligación, señor. Braulio lo hace con gusto. Ya en su casa, Danilo Ruiz trabajaba con pesas, dándose a fondo hasta reventar. Acostado en la banca las elevaba resoplando, debido a que había colocado más peso del habitual. En su mente resonaba la voz con acento de aquel hombre que tan sutilmente lo había sometido: -“Tranquilo mi amor… No te voy a hacer daño”
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New York (1920) Charlotte Hall hizo un gesto coqueto al espejo, luego de prepararse para salir. Se sirvió un trago mientras esperaba a Julio Torregrande. Colocó un disco de pasta en su fonógrafo RCA recién adquirido, para disfrutar sus discos de 78. Al escuchar la interpretación, hizo un gesto. No la convencía el sonido. Amante de la ópera y los conciertos de música clásica y de las grandes orquestas de jazz en sus viajes a Nueva Orleans, el sonido no le agradaba. -1920 y aún esto no me convence. Alguien toco a su puerta. Abrió. Era un botones del hotel con una pequeña caja de cartón liada con un lazo. Tomó la caja y buscó su monedero para darle propina. Lo pensó mejor y tomó el aparato y lo puso en las sorprendidas manos del botones. -Es suyo. Cerró la puerta. Abrió la caja curiosa. Eran cannolis. Hizo un gesto al probarlos. Estos no eran de la pastelería del hotel. Cuando la idea abrió su mente llamó en voz alta: -¡Julio! ¡Julio! Rato después Charlotte disfrutaba de un café en la terraza del hotel con su sobrina política que respondía sus preguntas plácidamente. -Tengo poco tiempo de haber llegado. -¿Y dónde te hospedas sobrina? -Alquilé un departamento cerca de aquí. No me siento a gusto en los hoteles. Me gusta hacer cosas para mí. Supongo que fue por la educación en el convento. -¿En el convento? Sé que lo dijiste una vez, pero no imagino a una mujer como tú en un convento. -Era mejor que el manicomio, te lo aseguro. -¿Manicomio? –Preguntó sorprendida- ¿Y cómo fuiste a parar allí? Renata le contó lo más breve que pudo la historia desde su escape de internado, hasta su reclusión en el manicomio y el rescate de esta por el monje Jesuita. Charlotte juntó todas las piezas. -¿Por eso te escapaste el día de tu boda? -Ya había vivido una vida de reclusión y no pensaba cumplir otra. Me casé porque di mi palabra. -¡Ya sé, ya sé! “Un Torregrande siempre cumple su palabra” –Recitó
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solemne- Tu tío lo dice siempre. -¡Tata! –Gritó Julio Torregrande emocionado, extendiendo los brazos- ¡Ven acá, princesa! Ella lo abrazó en silencio. Se quedaron así un momento. Luego, la invito a sentarse con un gesto, cosa que ella aceptó. -Te informo que la rabieta de mi hermano a tu partida aún no se le pasa –Comentó divertido- Dice que “arruinaste a la familia” -No era mi intención causarle ese disgusto, tío. -Lo sé. Pero también sé por lo que pasaste. Tu hermana me lo contó todo, no hace mucho. -¿Volviste a la casa? -No. Ni de visita. Hablé con ella aquí, en la cuidad. -¿Está aquí? -Sí. En este hotel, por cierto. -Imagino que por un concierto. -No. Está aquí con su esposo. -¿Esposo? -Sí. Este vino a atender unos negocios familiares y está disfrutando de la fortuna familiar de la que, ¡gracias a dios!, ya no formo parte. -¿Y con quién se casó? -Sobrina, quiero que sepas que a pesar de tu partida, la boda siguió su curso. -No entiendo… -Bueno, tú padre aclaró ante los invitados, al igual que el pretendiente con el que no te casaste que “habías sufrido una crisis nerviosa” y ante la expectativa de someter a tu pobre esposo a una vida de sacrificio, al tú sufrir esa condición y no consumarse la boda, esta era nula. -¿Y entonces? -Pues que se efectuó otra boda… -¿Qué boda? -La de tu hermana. -¿La de mi hermana?... ¿Dónde puedo encontrarla? -Vamos a visitarla justo ahora. Renata se puso de pie. Pensó por un momento. Miró la ciudad por la ventana: Hileras de vehículos avanzaban lentamente entre el congestionado tráfico de la gran avenida. Un cielo gris, nublado, un aire frío que calaba sus huesos a pesar del grueso abrigo de piel. Edificios grises con ventanas que reflejaban el cielo, creando un
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sentimiento melancólico. No le gustaba. El otoño estaba terminando. Las pocas hojas que vestían los árboles era rojizas y el suelo estaba cubierto de ellas. A su juicio era algo bello, pero triste. Un ciclo que terminaba. -Vamos… El encuentro se llevó a cabo en un privado del hotel. Julio Torregrande solicitó que se dejaran las bebidas y los canapés servidos para que extraños no presenciaran la reunión. Por petición de este, pidió que solo estuviese la familia. Federico de Santiago le contestó en tono desagradable: -Bueno, creo que si yo no puedo estar, Miss Hall tampoco, ¿verdad? -Sí… Una reunión con solo los Torregrande. Julio se mantuvo abrió la puerta y Anastasia Torregrande hizo su entrada al salón. Renata la recordaba más alta y delgada. Se quedó una frente a la otra en un incómodo silencio. Para tratar de romper el hielo, Julio Torregrande se acercó a la mesa de bebidas y se sirvió un whisky. -¿Algo de beber, sobrinas? -Solo vino –Dijo Renata. -Un whisky –Dijo Anastasia- Doble Un poco sorprendido, accedió y sirvió los tragos. Renata un sorbo, mientras que su hermana lo terminó de golpe. Extendió el vaso a su tío, que volvió a servir, sin saber en realidad que hacer. -Bebes fuerte, Anastasia. -Es un momento fuerte. Además, mi esposo no me permite beber. -Eso es difícil. -Son muchas las cosas difíciles que me han tocado… Algunas por ti. -¿Por mí? –Me duele tu hostilidad hermana- Si eres una víctima no es por mí. -¿Qué no es por ti? –Alzó la voz- ¡Toda mi vida cambió por ti! ¿Crees que tú solo te fuiste y simplemente las cosas siguieron su curso? -No, pero… -¡Pero nada! ¡Nada!... La música, mi vida. Los estudios. Todo desapareció el día que te fuiste. -¿Y por qué? ¿Por qué no quise condenarme a una vida de encierro? ¿A más privaciones? ¿A seguir la voluntad de otros? -Pero yo tuve que hacerlo –Dijo con amargura- Tuve que hacerlo. -No hermana. No tuviste… Siempre lo hiciste. Y yo no había salido
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de un manicomio ni de un convento para casarme y tener que vivir otra clase de yugo. No más. Yo, por lo menos, me atreví a ser feliz… -No sabes por las necesidades que he tenido que pasar… Entregarme a un hombre que descaradamente me trata como a un negocio con sacrificios. Dejar todo. -Déjame decirte lo que es necesidades: Hambre. Que te roe las entrañas. Un frío que hace que tus huesos duelan. Eres de capaz de comer cualquier cosa. Dolor. Que te golpeen y te den medicamentos para sacarte de tu realidad, porque “es por tu bien”. Que te encierren en un lugar tan oscuro que no puedes ver tus manos y el terrible dolor para tus ojos cuando sales de allí. Y eso fue lo menos. Llegar a amar sin freno. Ser verdaderamente feliz… Y que gente mezquina te arrebate todo lo que era realmente importante para ti. Eso te deja una necesidad en el alma que nada llena. -Yo perdí mi felicidad. Me obligaron a casarme con Federico… Me trató como si le hubiesen estafado, solo porque era unos años mayor que tú… Un matrimonio como para salir del paso. No más conciertos, no sentir el cariño del público, la admiración de la gente. -¡Pobre niña rica! Te pasó porque no te negaste. -No… Tal vez me faltó tu valor, eso te lo concedo. Pero fuiste muy egoísta. -No me arrepiento de haber hecho lo que hice. Ya había pagado con creces ser una Torregrande. No reniego de mi apellido, pero me niego y me negué a seguir la guía de mi padre. Es el dueño de la familia, pero no el dueño de mi vida. -Muchachas, por favor… Recuerden que son hermanas. Si algo me hizo feliz toda la vida, fue ver lo mucho que se aman. Anastasia, tu cargaste a tú hermana en tus brazos. Le pusiste Tata, le diste su nombre. Fuiste como una segunda madre para ella. La defendiste de la dureza de tú padre, mi hermano… Renata… Yo mismo fui testigo de todo lo duro que pasaste. Fuiste víctima de las decisiones de mi hermano. Pero tu hermana es una víctima también. No lo olvides. Ambas guardaron silencio, sentándose, sin saber que decir. Julio Torregrande tomó asiento y esperó. Sabía que tenía que darles tiempo para que asimilaran todo ese encuentro. Anastasia inició: -¿Eres feliz?... -Fui muy feliz… Tuve un hombre y un hijo… Ambos están muertos. Pero es un pasado del que no me arrepiento.
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-Lo lamento… -Y yo lamento que ese hombre no te trate como te mereces… -Lo sé… Papá me convenció de que lo hacía por el bien de la familia. -El bien de la familia… -Dijo con amargura- Papá tiene un concepto muy extraño del bien de la familia. Ambas rompieron en llanto y se abrazaron. Julio Torregrande disimuló para limpiar sus lágrimas. No era propio de un hombre mostrar sus emociones así. Pero para él, sus sobrinas eran como sus hijas. -¡Como te extrañe Tata! -¡Y yo a ti!... Ten fe en dios. Seguro que el obrará un milagro para que tu esposo sea un mejor hombre. Hasta tengan hijos. -¡Ni lo quiera dios! –Dijo con un gesto- Mí noche de bodas fue un desastre… Un desastre desagradable y afortunadamente muy, muy breve. Julio Torregrande carraspeó suavemente y ambas mujeres estallaron en carcajadas. La puerta se abrió de golpe e hizo su entrada una Charlotte Hall resplandeciente. -¡Así me gusta ver a mis familia! ¡Yo sé lo que significan para su tío! Ya más animados disfrutaron de la bebida y la comida. Esta vez Anastasia Torregrande solo tomó un pequeño sorbo de vino, mientras le susurraba a Renata: -Bebo mucho cuando estoy deprimida… Y últimamente lo he estado mucho. Pero este es un momento muy feliz que no quiero arruinar. -Hablando de eso… ¿Y Federico? -Está en el otro salón –Dijo Charlotte Hall- muy entretenido con Titán. Federico de Santiago estaba sentado como un colegial, con las manos en las rodillas. Frente a él, el perro estaba echado, aparentemente aburrido, con la enorme cabeza entre las gruesas patas. Muy lentamente comenzó a ponerse de pie, tratando de no hacer ruido. En ese momento el animal levantaba la enorme cabeza, poniendo las orejas en punta, lanzando un breve pero profundo gruñido. Este volvía a sentarse y en can volvía a su postura de aparente indiferencia. Vamos a Contar Mentiras Beto Torregrande entró a los vestidores del gimnasio después de una sesión de futbol. Fuera de lo esperado desde su discusión con Danilo
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Ruiz, nada más pasó. No lo molestó más y continuó su rutina de clases como si nada. Se le había hecho tarde por estar conversando con Bianca Rovira. Eran una especie de novios no oficiales. Compartían muchos momentos juntos, alguno que otro beso, pero ninguno hablaba de qué clase de relación tenían. Decían que eran solo amigos. Bianca resultó ser una gran confidente y amiga. Beto no deseaba que nada pudiese acabar con la relación, por eso no se atrevía a proponerle noviazgo. Ahora había terminado de ducharse y se estaba vistiendo. Se estaba secando el rostro cuando sintió un fuerte empujón que lo hizo deslizarse por el piso hasta las duchas. Se incorporó como pudo hasta que un Danilo Ruiz sudoroso y furibundo se arrojó sobre él. Forcejearon. Danilo era mucho más fuerte, pero Beto se sentía frustrado. Estaba cansado de que alguien como Danilo abusara de él y de todos. Sentía la llave de la regadera clavada en la espalda. El forcejeo hizo que la regadera se activara y comenzaron a mojarse. Sacando fuerzas le dio un fuerte empujón que lo hizo caer sentado. La respuesta de Danilo lo desconcertó: El joven comenzó a llorar. Al principio no lo notó, pues estaba empapado. Un suspiro doloroso, el gesto de su rostro y que tratara de secarse las lágrimas fue lo que lo hizo notarlo. Se quedó allí de pie, sin saber qué hacer. El único ruido que llenaba la habitación era el agua al salir de la ducha. Avanzó un paso. Danilo Ruiz no reaccionaba. Seguía llorando con la mirada puesta en las frías baldosas. El golpe a la puerta de los vestidores lo hizo reaccionar. La puerta estaba cerrada por dentro. ¿Danilo había cerrado la puerta? ¿Por qué? -¿Danilo? ¿Danilo? Este lanzó un débil manotazo al aire. Para Beto estaba irreconocible. Parecía otra persona. No era aquel muchacho jactancioso y soberbio. ¿Dónde estaría el séquito de aduladores que siempre lo rodeaban? -¡Déjame¡ -Dijo sin fuerzas- ¡Quiero estar solo! -¿Tú cerraste la puerta? -¡Sí! Era tan patética la imagen que ofrecía que Beto se agacho y puso una mano en su hombro. Este levantó el rostro. Sus miradas se cruzaron. Para su sorpresa este se arrojó sobre él, abrazándolo con fuerza. Se
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quedó impávido. Danilo Ruiz aumentó el llanto, mientras los golpes en la puerta continuaban, mientras voces gritaban que si alguien se encontraba allí. Beto tenía los ojos muy abiertos. Estaba asustado. Ahora entendía menos. No sabía que pensar. -… Cansado –Musitó Danilo Ruiz a su oído- Estoy tan cansado. -… ¿Cansado? -Sí… Siempre ser otra cosa. Ante mi familia, mis hermanos, la escuela, las mujeres –Gimió y moqueó tratando de detener el llantoEs mucha carga… Me quiero morir… Suavemente palmeó su espalda, mientras trataba que decirle. Danilo Ruiz lo abrazaba con tanta fuerza que le faltaba el aire. Necesitaba que este aflojara la presión -Danilo… Danilo… Deber calmarte. La muerte no resuelve nada… ¿No es mejor que seas sincero, digo yo? Este dejó de abrazarlo, pero lo tomó por lo hombros para mirarlo cara a cara. Jamás pensó Beto Torregrande que vería miedo en aquel rostro generalmente altanero y duro. -¿Estás loco? ¿Te imaginas? ¿Papá me dejaría sin nada, en la calle? ¡Perdería mi oportunidad de jugar para el equipo nacional ¿No es mejor estar muerto? -… No Ambos volvieron a guardar silencio, sordos a los golpes a la puerta. “En algún momento van a buscar al conserje para que abra la puerta” –Pensó Beto- “espero que no se tarden” Quería solucionar aquel momento incómodo. ¿Qué haría su hermana? ¿O su madre? Trató de salir adelante con ello. -¿Deseas llorar? –Este se limitó a asentir- ¡Llora! –Lo zarandeó como a un muñeco- Llora… Danilo Ruiz comenzó a llorar nuevamente. Beto Torregrande se preguntaba por qué tardaban tanto en abrir. En el silencio del vestidor pudieron escuchar que alguien gritaba que ya traían la llave. Danilo Ruiz lo miró asustado. -¿Qué hacemos? ¡No pueden verme así! -¡No sé! Danilo Ruiz lo pensó por unos momentos, recuperando un poco el aplomo de sí mismo. Recordó quién era, o por lo menos, lo que se decía de él. -¡Ya sé! ¡Vamos a contar mentiras! ¡Golpéame! ¡Con fuerza! ¡En la cara!
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-¡Estás loco! ¡Yo no voy a golpearte! -¿Y cómo vas a explicar esto? ¿Te imaginas lo que se va a decir? ¡Te aseguro que van a decir que eres mi perra!... Créeme, es lo mejor. Grande fue el escándalo cuando lograron abrir la puerta, pues la cerradura estaba defectuosa. Encontraron a Beto Torregrande sentado en el piso, con los nudillos sangrantes. Danilo Ruiz estaba tirado en el piso, aparentemente inconsciente. Horas después estaban frente al escritorio del director. Beto estaba lleno de temor. La actitud de Danilo Ruiz era la de siempre: Soberbio, muy pagado de sí. -Bueno, Torregrande… ¿No va a decir nada? No ha abierto la boca desde que los encontramos en los vestidores. Quise oír una explicación antes de avisarles a sus representantes. Pero parece ser, que usted va a permitir que toda esta situación lo abrume –Miró con desagrado a Danilo Ruiz- Estoy claro de que algunos alumnos tienen prácticas intimidatorias, más propias de matones que de estudiantes y que nadie se atreve a hablar. Beto Torregrande no respondió. En realidad no sabía que decir. ¿Cómo explicar lo que había pasado? Además pensaba: ¿Qué explicaciones le iba a dar a su madre cuando llegara? O a su padre, porque, aunque más abierto a apoyar, esto tampoco le iba a hacer gracia. Además, cuando comenzó a golpear a Danilo Ruiz, no supo qué le pasó. No era él. Solo comenzó hasta que en algún momento este sujetó su puño y lo empujó suavemente, dejándolo sentado en el frío piso. Se giró sobre sí mismo y fingió estar inconsciente. -Yo voy a dar una explicación –Dijo Danilo Ruiz, mostrando un brillo malévolo en su ojo sano, siseando en su hablar, pues tenía un labio partido y la nariz rota- Porque yo sí voy a hablar. Beto Torregrande lo miró con temor. ¿Habría sido todo una trampa? ¡En que lío se había metido con todo aquello! ¡Quién sabe con qué barbaridad! El director lo miró resignado. Danilo Ruiz no era precisamente de su agrado. -Hable Ruiz… -Dijo con tono irónico- Supongo que usted me va a dar una buena explicación. -¡Por supuesto! –Se enderezó en su asiento, sacando el pecho- Y sé que va dar este asunto por cerrado. Le diré lo que me hizo Torregrande, cuando estábamos en los vestidores –Beto Torregrande iba a intervenir. Danilo Ruiz pudo ver el miedo en sus ojos- Y agradezco que no me
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interrumpa, pues él ya tuvo su oportunidad y no dijo nada… Si usted lo permite, que se explique después que yo termine. -Es cierto, Torregrande –Dijo el director de mala gana- Usted ya tuvo su oportunidad. Espere que el alumno Ruiz termine. Horas más tarde se encontraba en su habitación descansando. Aún no se lo creía. Sus padres escucharon sus explicaciones, o por lo menos la versión final, pues no se atrevió a contar la verdad. Marifé no le quitó la mirada de encima, sin expresar nada. Cuando dijo que quería irse a su cuarto a descansar, ella lo siguió con la mirada. Beto sabía que ella sabía. Podía engañar a sus padres, pero no a ella. No quería hablar más del tema. Se imaginaba que en la tarde Bianca pasaría por la casa luego de clases. Estaba emocionalmente agotado. En su mente retumbaba la explicación que dio Danilo Ruiz, sin darle oportunidad de hablar, ante la mirada del Director que escuchaba atentamente: -El alumno Torregrande me dio una paliza, aprovechando las circunstancias. -¿Qué circunstancias? -Que estaba solo… Verá: Normalmente molesto a los alumnos en grupo. Está vez vi a Torregrande entrar a los vestidores, fui a molestarlo. Cerré la puerta para que no tuviese oportunidad de escapar. Este, cansado de tanto hostigamiento explotó… Así me dio esta paliza –Lo miró a la cara. Su ojo sano tenía un brillo extrañoEres un hombrecito Torregrande… Tienes mi respeto. -¿Entonces, debo pensar que Torregrande solo se estaba defendiendo? ¿Es así, Torregrande? -Sí… -musitó en baja voz, sorprendido por la respuesta- Eso pasó. -Bueno… Voy a llamar a sus representantes. Este tipo de conductas no pueden seguir repitiéndose. -Por supuesto… -Torregrande, las cosas no se arreglan con los puños. Debería expulsarlo. Pero sería como apoyar el acoso. Lo enviaré tres días a ambos a sus casas, mientras la cosas se arreglan, luego que hable con sus representantes. En el estacionamiento coincidieron ambos cuando salía. Sus miradas se cruzaron. Danilo Ruiz, con su nariz torcida, su ojo cerrado y sus labios rotos le sonrió. El asintió. Cuando regreso a clases, se encontró que los padres de Danilo Ruiz
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lo habían cambiado de colegio. Años después sería una estrella del fútbol nacional, llegando a jugar en la liga europea, como un destacado capitán de equipo, artífice de una copa mundialista para ese equipo… Grande fue el escándalo en el mundo deportivo, y de la farándula cuando se declaró públicamente homosexual y terminó casándose en Ibiza con un compañero del deporte del balón. Su única declaración pública al respecto, mirando a la cámara como si hablara con un viejo conocido fue: -Soy libre… Es todo lo que tengo que decir.
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Recogiendo los Pasos (1920) -Quiero volver… Necesito regresar -¿Estás segura? -¡No puedo dejarlo así! -¡Pero no es tarea que pueda emprender una mujer! -Veremos… -Renata Torregrande, pon los pies en la tierra, por favor… En ese lugar la vida de la gente no vale nada. -No me importa tío. Mi esposo está muerto y voy a vengarlo. Cada uno pagará a su manera. Si no me ayudas, lo haré sola. -No voy a cargar tu muerte en mi conciencia sobrina. Eres como una hija para mí. ¿Qué le diría a tu madre? -¡Bien! Renata abandonó las oficinas de su tío y caminó por las grandes avenidas. Todo le era extraño. El aire, los sonidos, las voces. Los grandes y grises edificios, uno al lado del otro, con diferentes alturas, sin concierto ni orden. El ruido de los vehículos, los campanazos del tranvía entre algunos carruajes que aún rondaban la ciudad. Una ciudad donde la gente miraba diferente, hablaba diferente y parecía sentir diferente. Lo único que llenaba su curiosidad era la gran cantidad de personas que bajaban por las escaleras amontonados para subir al metro, donde no se atrevía a entrar. Hasta su tío estaba influenciado por la “cultura” y la “civilización”. Los conceptos de honor y palabra se reducían a contratos y firmas en un papel. Decidió tomar un taxi y hablar con la única persona en el mundo que parecía entenderla: Su tía política, Charlotte Hall. -To Bryant Park Hotel, please –Dijo en correcto inglés- ¡Fast! Al llegar al hotel, se hizo anunciar. Charlotte la recibió de inmediato en la terraza del hotel, donde le esperó con té, galletas y café. -No están a la altura de tu repostería, pero es lo mejor que te puedo ofrecer –Dijo a modo de saludo, mientras la besaba en ambas mejillasPonte cómoda querida. Renata Torregrande le contó todo y sus deseos de regresar a vengar a su familia. Charlotte Hall no respondió de inmediato. Bebió en silencio su té. Renata comprendió que debía esperar una respuesta, por lo que se sirvió café y esperó, mientras lo disfrutaba. -Estoy recogiendo los pasos tía. En un momento determinado, Charlotte se puso de pie, llamó a su
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fiel perro y simplemente, haciéndole una seña dijo: -Vamos… Esta vez salieron en un lujoso vehículo, manejado por un chofer de uniforme. Se dirigieron al centro de la ciudad, lleno de muchos edificios y oficinas, para luego dar salida a las afueras, con casas esporádicas aquí y allá. Llegaron a una cabaña de dos plantas de sólidos troncos, rodeados de jardines de flores muy coloridas. El automóvil de detuvo y diligente, el chofer abrió la puerta de inmediato. Charlotte solo dio una orden, mientras el perro bajaba de un salto y corría hacia la cabaña. -Puedes irte. Ven a buscarme mañana. -Si madame. -Espera aquí –Le dijo a Renata que veía el vehículo alejarse un tanto curiosa- Tengo que hacer algo antes… La vio adentrarse a la parte posterior de la casa. Esperó unos minutos y no pudo resistir la curiosidad. Buscó a su tía política. Escuchó voces. Cundo pudo ver. Charlotte conversaba con un hombre, que inclinado acariciaba al emocionado can. Este estaba sin camisa. Era muy moreno y se encontraba tatuado. Era musculoso, pero de una forma diferente a Lothar. Era muy delgado. Su cabello era negrísimo, largo hasta los hombros. Hablaban en baja voz. El miró hacia ella y la señaló con la mirada. Charlotte Hall caminó hasta ella, que no se atrevía a moverse. -Ven conmigo. -No. -¿No? -Jamás pensé que me traerías a ver a tu amante -¿Amante? –Rio- ¡Pero si yo me muero por tu tío! Tal vez sea anticuado en muchas formas. Pero me ama y trata de comprenderme y complacerme. Jamás haría nada que lo lastimara. Renata Torregrande seguía sorprendida. Charlotte Hall se echó a reír. La tomó de la mano y la hizo caminar. Ella no se resistió. El joven la miraba con algo de recelo, mientras se ponía su camisa. -Renata Torregrande, este es Amul. Amul, ella es Renata Torregrande. -Un placer. Estoy a las órdenes de las amigas de Meree Mahila. -¿Meree… Mahila? -Mi señora… Así me dice. No consigo que me llame de otra forma. -Si es usted familia de Meree Mahila, estoy a su servicio.
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-Renata es la sobrina de Julio. -Entonces es sobrina de Meree Mahila. -Sí. -Por favor, pasen. Será un placer servirles té. El área de té era una habitación llena de cojines, con una alfombra que los protegía del piso de tablones, con una pequeña mesa de madera, donde reposaba la jarra de bronce y las tazas para servirlo. El resto de la cabaña era muy espartano, con pocos muebles, de tipo oriental. En un rincón, la única muestra occidental era un escritorio lleno de libros y papeles. -Amul tiene una habilidad natural para los números. Lleva las cuentas de muchos negocios de la compañía. Su lealtad es incuestionable. Además, el prefiere trabajar desde aquí. -La gente de la compañía no es afecta a un hombre que no es blanco, menos si es más inteligente que ellos –Dijo como la cosa más natural del mundo. -Amul nació en la India. Pero vivió una época en las colonias inglesas más lejanas, trabajando para la compañía… Allí obtuvo los tatuajes que viste con tanta admiración. -No fue admiración –Dijo un poco azorada- Es que nunca había visto a alguien con marcas así… La cena fue muy simple: Frutas, unas piezas de pan blanco redondas, pollo, sazonado con algo que Renata nunca había probado: Yogurt. Un té al terminar la cena. -Espero disculpen lo frugal de la comida. Pero normalmente Meree Mahila me visita en fechas específicas. -Este es un caso especial Amul. Mi sobrina tiene un problema. Quiero que la ayudes. -No está obligado a aceptar… -Si Meree Mahila lo solicita, lo haré. Simplemente, no puedo negarme a lo que Meree Mahila me solicita. -Amul tiene un concepto muy elevado del deber –Dijo Charlotte Hall- Servirá para tu fin. -¿Y que desea Meree Mahila que haga por ella? -Debes acompañarla a un sitio donde podría correr grandes riesgos. Cuidar de ella. -¿Sabe defenderse? -Se usar armas de fuego. He cazado en la selva. No temo los riesgos.
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-Pero los riesgos implican personas. No fieras. Los animales, en cierto sentido, son más nobles que las personas. -¿Las fieras salvajes? -Si conoce su naturaleza y las respeta, sabrá cuidarse de ellas. No así con los enemigos. Es muy diferente mirar un hombre a la cara cuando le quitas la vida. Lo más personal es el acero. -Entiendo. -Renata necesita alguien que la acompañe y la proteja en todo momento. -Sí esas son las órdenes de Meree Mahila… -Bien. Mañana nos iremos. Luego, el chofer te vendrá a buscar con todo lo que se necesite. -Si Meree Mahila. Esa noche Renata Torregrande y Charlotte Hall compartieron la cama de la única habitación. Amul pudo quedarse en la sala, como se lo solicitó Charlotte, pero prefirió tomar varias frazadas y dormir a la intemperie, acompañado por el perro, que mágicamente se había vuelto incondicional de aquel joven. Ambas conversaron en voz baja. -Es una persona muy curiosa… -¿Amul? –Le respondió u tía política- Ese es todo un personaje. No te preocupes, está más que acostumbrado a dormir en el bosque. Te aseguro que la india es un sitio más peligroso que estos bosques. -¿India? -Mi padre fue una vez virrey de la india, gracias a su matrimonio con mi madre, Lady Charlotte Hampton… Un familiar lejano de alguien emparentado con la corona. -¿Una noble? -Y pobre como rata… Solo la sostenían las apariencias. Ambos iniciaron una relación muy conveniente… Ella necesitaba su dinero y él pulir su imagen, algo de prestigio. No ser, como dirían ellos “solo un colonial con recursos” -¿Colonial? –Renata no tenía idea del término, pero prefirió callar. -Sí… Mamá retomó el nivel de vida al que sus padres la acostumbraron y papá se pulió, adquirió clase. Pero esa “romántica” historia de amor se terminó cuando papá fue virrey en la india. -¿Cómo? -Bueno, déjame explicarte: Yo nací en Londres. Es un lugar nostálgico para mí, no me mal entiendas, pero no es un lugar cosmopolita como
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Nueva York o París… Es más otra cosa –Renata siguió sin entender que era esa “otra cosa”, pero siguió callada- Allí crecí y recibí educación. Pero mi padre soñaba con un hijo que mamá no pudo o no quiso darle. Se quedó solo en la India, conmigo. -¿Contigo? -Mamá decía que yo eta demasiado parecida a papá, y que le costaba lidiar conmigo. Decía que era demasiado “americana” para su gusto. De vez en cuando se quedaba unos meses en el palacio del virrey, pero más como huésped que como esposa y madre. -Allí conociste a Amul. -Sí, se puede decir. Fue por casualidad. Yo tenía una nana. Me dijo la verdad sobre Amul. -¿Verdad? -Que era mi hermano… Mi padre tuvo una concubina a la que quiso mucho. Ella salió embarazada y se lo ocultó. -¿Se lo ocultó? -No quería desprestigiarlo. Murió al dar a luz. Amul creció solo, con unos tíos, que no le querían bien, porque su madre se había amancebado con un extranjero blanco. Cuando supe de él, yo tendría unos diez años y Amul ocho. Estaba muy enfermo –Sonrió- Yo era una niña mimada y consentida y nada se me negaba. ¡Imagínate cuando me enteré que tenía un hermanito y no podía tenerlo conmigo! -¡Qué hiciste? -Me impuse sobre mi padre e incluso mi madre, que estaba en ese entonces en palacio… - Se lamentó- Rompió conmigo a partir de ese día. Se hizo muy distante y fría conmigo. Amul estaba muy enfermo, casi al borde de la muerte. -Y se salvó… -Desde ese día me llama Meree Mahila… Mi señora –Sonrió con ternura- ¡Imagínate a un niño de ocho años llamar así a su hermana, tan solo dos años mayor!... Nunca pude hacer hice que cambiara de opinión. Igual fue con papá. Siempre cortés, siempre respetuoso, pero más como un sirviente leal que como un hijo. Siempre ha dicho que el sable cuál es su lugar. Estudió, ha ayudado mucho a las empresas de la familia, pero, fuera de su sueldo, lo único que ha aceptado es esta cabaña. Vivió supervisando nuestras inversiones en las colonias de los mares del sur. Allí se integró muy bien con los locales… Por eso los tatuajes.
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-Amul… Curioso nombre. -Debe haberlo amado mucho… Fue el nombre que ella escogió para él, agonizando. Su madre, quiero decir… En su dialecto, Amul quiere decir “tesoro”
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Las Reuniones Roberto Torregrande no se sentía a gusto donde se encontraba, ni mucho menos en compañía de quién. Estaba vestido de traje (algo a lo que ya le había perdido la costumbre de usar). Le mostraron la carta de vinos y este negó con la cabeza. -¿No va a pedir algún aperitivo antes de almorzar, Roberto? Miró a Vicente Aristigueta. Se sentía incómodo, disminuido. Traje a la medida, la pose, la clase, los modales. No era que él no los tuviese. Era simplemente que aunque no le gustase admitirlo, se sentía en desventaja. Un hombre de mundo, frente a él, que lo más lejos que había salido era al oriente del país. -No, gracias… El sommelier sirvió otra copa de vino, que Renata Torregrande aceptó con una leve inclinación de la cabeza. La señora lo había citado allí, lejos de la familia. -La razón que trae la señora Torregrande aquí, es por las posesiones de la casa. -¿Posesiones? -Ella entiende que ustedes tienen toda una vida allí. Por eso le trae una propuesta. -¿Qué es? –Preguntó, recuperando un poco el dominio de sí mismoPorque hasta ahora, estoy en terreno desconocido y quiero saber dónde estoy parado. -La señora Torregrande desea que esta conversación se mantenga estrictamente entre usted y ella. -No acostumbro a tomar decisiones sin compartirlo con mi esposa. -Esta vez será así –Murmuró baja, pero claramente Renata Torregrande- Nosotros somos familia. O es lo que se va a probar aquí. -¿Qué es lo que quiere? -La señora Torregrande entiende que hay cierto sentido de posesión en lo que respecto a la casa se refiere. Incluso en algunos objetos de la familia. Tenemos entendido que su cuñado lo está ayudando a preparar una subasta. -Bueno, está interesado. Yo no he decidido nada aún. -Le ahorraremos la molestia. Esta es la propuesta: La señora Torregrande le hará entrega de una fuerte suma de dinero como pago por cierto número de antigüedades que ya estaban en su poder para el momento de su llegada al hogar. Este dinero les servirá para su futuro
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y el de sus hijos, con una condición. -¿Condición? -Su salida inmediata de la casa. Sin dudas. La situación económica que van a vivir les permitirá instalarse donde deseen y como deseen. Pero no allí. -¿Así, sin más? -Obviamente habría un lapso de tiempo para la transición, pero no muy largo. Roberto Torregrande se puso de pie, dejando su servilleta de tela a un lado. Abrió su cartera y sacó parte del poco dinero que tenía y lo dejó sobre la mesa. -Mi propina para el sommelier. No tenemos nada de qué hablar. ¿Quiere los muebles, las obras de arte, todo? ¡Hágalo!... Tal vez mi cuñado pensó que por yo quedarme sin trabajo iba a vender todo. Pero no lo hice, porque pensé en mis hijos. Y si todo es suyo, quédeselo. Pero no sacaré a mi familia de esa casa, por mucho dinero que usted me dé, señora Torregrande… Tal vez a mí me falte algo de carácter, lo reconozco. Tal vez no tenga el mundo que tienen ustedes. Pero el amor por mi familia, ese me sobra. Y agradezco lo que ha pagado en la casa. Lo voy a considerar alquiler, porque por lo visto, tal vez yo, a pesar de mi desconfianza, pensé que si éramos de la misma sangre… Pero veo que me equivoqué. Buenas tardes y váyase al diablo. Renata Torregrande lo vio salir impávida. Hizo un gesto a mesonero y ordenó la comida. Guardo silencio durante todo el almuerzo. Probó de cada uno de los platos, pero no en grandes cantidades. Durante el postre, Vicente Aristigueta inició la conversación: -¿Va a tomar acciones? Creo que ante la negativa del señor Roberto, podemos imponer algún tipo de medida. Usted es la dueña de todo y no creo que tenga los recursos necesarios para sostener una batalla legal. -No vamos a hacer nada… -Pero… No entiendo. -Ya hablé, Aristigueta. Y no entiendo tu mal aversión con el muchacho, porque no me vas a decir que es por la esposa… ¿O sí? ¿O te recuerdo dónde nos encontramos? -Le recuerdo que usted me buscó -Encontré, busqué… es lo mismo para el caso… -Entiendo –Dijo Vicente Aristigueta, recobrando la compostura-
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Entonces, dígame que hacer. -Te diré lo que vas a hacer para mí… Esa noche Renata Torregrande se presentó para la cena. Mantuvo su postura de la reunión de la tarde y se sintió muy satisfecha de ver que Roberto no había dicho nada a su familia. Les pareció extraño que no comiese en su habitación, como de costumbre. Una vez finalizada la cena, llena de conversaciones de rutina, más que todo entre Beto y su madre (Desde que estaba de novio con Bianca, se había vuelto más extrovertido), el silencio aparentemente indiferente de María Fernanda y un callado Roberto Torregrande, ella decidió llamar su atención. -Roberto… (Todos miraron sorprendidos, pues nunca la habían visto tutear a nadie y menos mantener una conversación directa), si es posible, quisiera reunirme con usted y su esposa, por favor. Roberto lo pensó por un momento. Iba a negarse, pero la cortesía y la actitud de aquella señora lo apaciguaron. -Está bien… Muchachos, ¿nos pueden dejar a solas, por favor? –Beto y María Fernanda se retiraron, él lleno de curiosidad, ella indiferente. Cuando caminaban a sus habitaciones, Beto le puso la mano en el hombro para detenerla, ella lo hizo y se le quedó mirando. -¿No tienes curiosidad de escuchar? -No. -¿No? -Igual nos vamos a enterar después. No te arriesgues a un regaño innecesario. Lo que pase allí, sea lo que sea, está fuera de nuestro alcance –Dijo con su lógica inflexible- Me voy a mi habitación. En la cocina, Renata Torregrande les explicaba que era lo que deseaba. No le era fácil. Cuando se está acostumbrado a dar órdenes y a no familiarizarse en mucho tiempo, es muy difícil bajar la guardia. -Hablé con mi abogado. Giré instrucciones para comprarles todas las antigüedades que tenían usted antes de mí llegada… Una forma de agradecimiento. -No tiene porque. Si son suyas, no creo que nos deba nada. -Al contrario. Gran parte de este patrimonio Torregrande se ha mantenido gracias a ustedes… Algunas cosas han sido vendidas en el mercado negro y las hemos podido recuperar. Otras no. Y tenemos idea de que ha sido el proveedor de este mercado. Pero, eso lo dejaremos para después. Ahora, hablemos del dinero. Este les dará
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la tranquilidad económica y no se preocuparan más por el futuro de sus hijos. -¿Y la casa? –Preguntó Roberto Torregrande- ¿Qué va a pasar? -No sé de qué habla. Aquí vivimos, ¿no?... No se va a ir a ningún lado. Nadie, que yo sepa. -No sé qué decir. -No hay mucho que decir… -Se puso de pié, mientras el diligente Braulio le retiraba la silla para ayudarla- Es muy tarde para mí. Creo que me voy a descansar. Les recomiendo hagan lo mismo… Ya es hora de ponerse en orden. Buenas noches. Roberto y Rosa Torregrande se quedaron allí, sin saber que decir. De repente, iban a recibir un dinero que les aliviaría de sus dificultades económicas y ya tenían la certeza de que nadie los sacaría de su casa. Los días se dejaron colar con la cotidianidad. La novedad de una nueva vida económica alentó los deseos de trabajar de Roberto. Tomó la iniciativa y fundó “Torregrande Análisis de Riesgos”, sin el “apoyo” de su cuñado. Este se lo encontró una tarde que se estaba tomando un café en un restaurant del boulevard de la zona de negocios de la ciudad. -¡Caramba, caramba! ¡Dichosos lo ojos que te ven, cuñadito! ¡Ahora no te acuerdas de los pobres! -Hola cuñado. -Veo que robaste mi idea –Dijo en un falso tono amistoso, que no disimulaba su amargura- Ni siquiera me llamaste. ¿Sabes cuantos contactos te he podido proporcionar? ¡Hemos perdido un montón de dinero!
-No. Tú has perdido un montón de dinero. Esto no lo hago por dinero –Sonrió- Sin embargo, ganar dinero haciendo lo que a uno le gusta no es nada malo. -Cuñado, ¡pero no me puedes dejar por fuera! ¡Recuerda todas las veces que te he ayudado! -Las recuerdo: Ninguna –Le señaló el puesto vacío frente a élSiéntate. Rodrigo Luque le hizo caso, presintiendo que este era un Roberto Torregrande muy diferente al que él conocía. Lo vio hacer una seña al mesonero y pedir dos cafés. -Gracias… -No hay por qué… Verás cuñado: He conseguido contratos muy
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interesantes. Entre ellos Luque y asociados. -¿Conseguiste un contrato con papá? -Sí. Y es muy interesante las cosas que uno nota cuando está en otro nivel. La gente te presta más atención. Respetan tus críticas y toman en cuenta tus recomendaciones. Incluso son muy sinceros contigo cuando algo no les gusta. -Bueno, tu sabes cómo es el viejo –Dijo confiado- Si quieres algo de él, tienes que hablar conmigo. -No. Ya tengo lo que él necesita… Verás, ¿recuerdas el informe perdido? -… ¿Informe perdido? -Sí. Ese. El que le entregaste a tu padre. Tuve ocasión de leerlo en estos días, pues necesitaba mi opinión sobre “tú” trabajo. Ya sabe quién fue el autor de ese informe y cerré un contrato para asesorar a la compañía. El departamento de análisis de riesgo va a cerrar. Se llegó a la conclusión de que, aunque más costoso, es más objetivo para la compañía el contrato con un agente externo. -No podrás demostrar que ese informe no es mío. -Cierto. Pero los del departamento de informática sí pudieron hacerlo… Por cierto: Mi firma no es sorpresa para ti. Lo sabías desde hace meses. Muchos de mis nuevos clientes me informaron de tus “referencias”. -Esos son inventos de gente envidiosa. -Como sea –Se puso de pie- Mi suegro va a eliminar el departamento. -Eso quiere decir –Reflexionó temeroso- Que me voy a quedar sin trabajo. -Yo jamás te haría eso, cuñado… Mi suegro me dijo que ya pensará en un trabajo adecuado para tus habilidades. Correo y mensajería, tal vez. -¡Tú no puedes hacerme eso! -No. Pero mi suegro sí. Disfruta los cafés… Y gracias por invitarme. Rodrigo Luque vio las dos tazas frente a él y al mesonero, libreta en mano, esperando cualquier otro pedido. -¿Va a desear otra cosa señor? Hay seres humanos que en la estrechez de sus mentes, todos los demás tienen la culpa de sus acciones y errores, menos ellos. Rodrigo Luque era de esta clase. Le agregó el azúcar a su café, lo revolvió y lo
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probó. La otra taza se la extendió al mesonero. -Deme la cuenta y este me lo da para llevar. Le parecía que la vida era un mundo de reuniones, algunas más deseadas que otras. Esta había sido inesperada y algo desagradable. Y suponía que no iba a ser la última. Si su cuñado y su padre había conversado (algo que jamás pensó que sucedería), su jugarreta sobre las cuentas, incluyendo lo de la fuga de información a los chinos se pondría en evidencia. Quizá e quedara sin trabajo… O algo peor. Como su cuñado le había dejado entrever, tal vez su padre le había guardado algo más perverso para luego. Maldijo su suerte, el no tener eso que envidiaba de Roberto Torregrande: Esas circunstancias, esas oportunidades, el no acertar en sus negocios, porque siempre se topaba con alguien más hábil o que el destino, dios o las cosas que le ocurrían no le eran favorables. Resignado, se encaminó a su casa, esperando que al día siguiente, seguramente su padre se reuniera con él.
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El Diablo es una Mujer (1920) Era de noche. Renata había regresado a los antiguos predios de lo que había sido la hacienda de Lothar Matheus. Se detuvo allí, al borde de la cerca, iluminada esta vez por la luz de la luna. El silencio de la noche era solo interrumpido por el canto de los grillos y el croar de las ranas. -Dejaremos los caballos aquí. Sin decir palabra, Amul se apeó del caballo, imitándola. Tomó las riendas y las sujetó contra el travesaño de madera de la larga cerca que rodeaba los terrenos que alguna vez pudo considerar como suyos. Se descalzó y colocó sus botas sobre la silla, mientras tomaba un pesado fardo de la bestia. Amparados en la soledad de la hora caminaron largo rato, en silencio, sin decir palabra. Se detuvieron al encontrar la cabaña donde ella se hizo mujer. Sintió una punzada en su interior al ver el lugar en la distancia. Solo que esta vez una lámpara de queroseno iluminaba el lugar. Se detuvieron, agachándose para no ofrecer una figura definida al amparo de la oscuridad. Un hombre con una escopeta estaba recostado de la puerta. Amul le hizo un gesto para que esperase, al tiempo que sacaba de entre sus ropas dos largos y afilados puñales y colocándose un tercero entre los dientes, al tiempo que desaparecía entre los sembradíos. A Renata le llamaron poderosamente la atención: Eran cortos, del ancho de la palma de la mano, con toda la hoja repujada hasta unas muescas del tamaño de una moneda al final. Con lo que sabía y con lo que le había enseñado Amul, pudo reconocer que eran unas armas magníficas y mortales para quien conociese su uso. Esperó, sin quitarle la vista a la cabaña. El hombre con la escopeta se puso de pie, alerta. Buscaba con la mirada en la oscuridad, apuntando con suavidad. Apuntaba hacía ella. Pero Renata Torregrande no se movió. Había aprendido que los movimientos bruscos eran los que el cazador esperaba para su disparo mortal, y que no le dispararía, pues en realidad no la veía. De golpe, desapareció en la oscuridad, como halado por fuerzas invisibles, sin oportunidad siquiera para hacer un disparo o arrojar una advertencia. Vio a Amul pasar como una sombra sin definición, haciendo un movimiento. Lo vio entrar a la cabaña. Renata lo alcanzó, pistola en mano. No tuvo necesidad de usarla. El hombre de la escopeta estaba degollado detrás de esta y su compañero yacía con los
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dos puñales clavados uno en el pecho y otro en la cabeza. Sus miradas se cruzaron y Amul asintió. Había que seguir. Dieron un rodeo muy largo hasta llegar a los que había sido alguna vez un gran pedazo de selva, ahora bastante reducido. Comenzó a llover. Con fuerza. Renata Torregrande se sentía calada hasta los huesos, pero no le importaba. Se descalzó y comenzó a quitarse la ropa, sin importarle la presencia de Amul. Quedó desnuda. Tomó gran cantidad del barro de fangoso suelo y se restregó con él. Le quitó uno de los cuchillos a Amul y se alejó, internándose en el pequeño pedazo de selva, disolviéndose entre el follaje. Escuchó los truenos y siguió avanzando. Parte del barro se había difuminado, haciéndola más espectral. Podía sentir la humedad penetrando sus poros, el frío intenso que le hacía más pálida la piel y amorataba sus labios, el suave recorrer del fango entre los dedos de sus pies, el vaho del aliento caliente saliendo de su boca. Pasaba junto a los árboles, procurando no rozarlos, para evitar a cualquier serpiente o sanguijuelas que buscasen un mejor lugar, en los destellos de los relámpagos podía ver pequeñas ranas de color naranja con franjas verdes y puntos brillantes. No las tocaba, pero no las evitaba, pues Lothar le había enseñado que las fieras peligrosas evitaban su contacto por ser venenosas. Pudo ver por fin la luz de la casa, iluminada con las lámparas de queroseno. La puerta de la cocina estaba abierta. Se notaba que la casa había conocido mejores días. Un olor a frijoles fritos le hizo recordar las comidas de la madre adoptiva de Lothar. Recordó por qué estaba allí. No había espacio para la nostalgia. Un hombre fumaba inclinado en una silla. No la vio, ni siquiera en el momento que ella arrancó la vida de sus manos, sin que ni siquiera el cigarrillo cayese de sus labios. Sus pisadas no se escuchaban. La mujer estaba inclinada sobre el fogón, revisando que los plátanos asados estuviesen en su punto y que los granos no se quemasen. En la mitad del rostro podía verse con claridad las huellas de su última golpiza. Cuando se enderezaba para poner la bandeja de plátanos sobre la mesa, casi la dejó caer al ver a aquella mujer con el cabello empapado cubriéndole parte del rostro, que con un movimiento hábil le sostuvo la bandeja para evitar el ruido, al tiempo que le colocaba la punta del cuchillo en el borde de los labios. Ello no se atrevió a moverse ni a
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hacer ruido alguno, mientras miraba a aquel espectro que se llevaba el dedo índice a la punta de sus labios. El dedo era frío, húmedo, como el cadáver de un ahogado, señalándole que guardase silencio. Solo asintió, sin moverse. El grito lanzado desde la sala la hizo sobresaltarse: -¡India! –La llamó el grito- ¿Dónde carajo está mi comida? Renata Torregrande supo de inmediato de quien se trataba. Detuvo a la mujer con un gesto, al tiempo que caminaba hacía la sala. Allí Juan Barandao se mecía suavemente en la hamaca, mientras bebía ron directamente de una botella, murmurando algo sobre las mujeres que no sabían cómo hacer gozar a un hombre de verdad. Sonrió complacido cuando las suaves manos femeninas se posaron en sus hombros, acariciándole el pecho, buscando su cintura desde atrás. Las manos se introdujeron dentro de su pantalón, jugando con él. Asintió con gusto, cerrando los ojos ante aquel movimiento hábil, que lo hacía crecer en tamaño y deseo. -¡Que frío! ¿Cómo que te lavaste las manos con la lluvia? –No obtuvo más respuesta que la caricia- Hasta que por fin aprendiste, pedazo de india… La mano hábilmente le abrió el pantalón y continuó con aquel juego rítmico, placentero. Juan Barandao se mostraba contento, entrecerrando los ojos, mientras sentía aquella mano diestra jugando con sus testículos. -No lo vayas a lastimar o te daré otra lección india –Dijo de buen humor- Ahora te lo vas a meter en esa boquita tuya. Todo pasó en segundos. Juan Barandao no tuvo tiempo de gritar, producto de la sorpresa. De un rápido movimiento Renata Torregrande lo había castrado y le había hundido la hoja en la base del estómago. Sus ojos se abrieron desmesurados. Pero era tanto el dolor, la sorpresa, que no podía gritar, sino lanzar un sordo gemido apenas, mientras miraba a aquel fantasma blanco que comenzaba a destriparlo, llevando la afilada hoja de abajo a arriba, mientras las vísceras eran contenidas por el tejido del chinchorro, pero la sangre salía a borbotones. Se llevó las manos, incrédulo al lugar donde se suponía estaba su abdomen o su sexo. Miró sus manos empapadas de sangre y trató de detener a aquel
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fantasma que seguía sujetando la hoja que le quitaba la vida. En los últimos momentos de vida alcanzó a escuchar: -¿Disfrutaste de tu pastelito? Regresó a la cocina, donde la mujer estaba exactamente donde la había dejado, allí de pie, en silencio, pálida, con una mirada espantada. No había visto lo que había sucedido, pero lo imaginó, al verla pasar frente a sus ojos, desnuda, ensangrentada, con aquella arma en su mano, llena de barro, internándose en aquellos rescoldos de selva. Al seguirla al patio y verla marcharse fue cuando vio al centinela, sentado en la silla aún, con el cigarrillo humeante colgando de sus labios, con el cuello cortado de lado a lado, con la mirada gris, vacía. Pasó en silencio junto a Amul, que le entregó sus ropas, húmedas de lluvia, pues esta no había amainado. Aprovechó un pozo de agua en el barro para quitarse la sangre. -Quémalo todo… -Musitó- Quémalo todo. Las lenguas de fuego se alzaban en el cielo a pesar de la lluvia, llenando la oscuridad de luz. Muy poco pudo hacer la peonada por detener el incendio, que parecía nacer de todos lados. Los caballos huían aterrorizados, al igual que las reses. La gente, impotente se conformaba con mirar desde los linderos de la hacienda el muro de llamas que llegaba hasta la mancha de selva detrás de la casa. Muchas historias contradictorias corrieron desde ese día. Más de uno juró ver a la mae de selva, en toda su desnudes, envuelta entre tierra, agua y bosque, con ojos de jaguar desaparecer entre el fuego, desintegrándose en el pedazo de bosque, el único lugar que extrañamente resultó indemne al fuego. Más de uno recordó al Coronel Lothar, muerto de manera terrible, el antiguo dueño de esas tierras y protector de aquel recodo de selva. Al amanecer los peones llamaron a la policía, que muy poco pudo hacer. Asesinos, si los hubo, la tormenta y el fuego borraron sus huellas. La principal sospechosa era la sirvienta, que parecía inocente, pues no tenía ni una gota de sangre encima, pero que era presa de la locura, pues decía que el diablo de la selva había matado a aquellos hombres. El ahora Capitán Maciel escuchaba el relato de la mujer, que con ojos desorbitados repetía la misma historia una y otra vez. Que una mae de selva apareció entre los árboles, hecha de agua y barro, y que asesinó al vigilante, que siguió fumando después de muerto y
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que asesinó a un hombre tan fiero como Juan Barandao. Solo un ser demoníaco podía hacer tal cosa. El Capitán Maciel se hizo más para sí mismo que para sus interlocutores: -¿Ahora resulta que el diablo es una mujer? Mal cayó la noticia en la ciudad, pues el Coronel Jorge Da Silva, ahora Diputado Federal Jorge Da Silva, le contrarió muchísimo la pérdida de las siembras y el ganado. Se consoló pensando que trataría de sacar algo por las tierras. Había pasado tiempo ya y nadie, ni siquiera la poderosa familia Matheus se había pronunciado. No lamentaba mucho la pérdida de Juan Barandao. Sabía que si le había sido fiel y le debía la vida, pero últimamente se estaba creyendo demasiado el papel de “coronel”, cuando no era más que un simple testaferro, que se aprovechaba de la venta del ganado y de las siembras. Pequeños robos que pensaba que no serían evidentes. Da Silva lo dejaba hacer, pues una vez negociada y vendida la hacienda, lo pondría de nuevo en su lugar o le demostraría que sabía de lo robado y simplemente saldría de él, por las buenas o por las malas. -“Mejor él que yo” –pensó para consolarse- “De todos modos, salgo ganando” Suponía que lo de las leyendas no eran más que excusas para justificar toda la pérdida del ganado, quizá alguna jugarreta de alguien que fue más listo que Juan Barandao y aprovechándose de la ignorancia de esos pobres campesinos, dejaba esparcir esas leyendas sobre diablos y demonios, a fin de que no quedara su rastro. -“Pero la venta de ese ganado, tarde o temprano levantará evidencia” –Continuó pensando- “Ya es hora de buscar un sucesor leal que cuidase mi hacienda, mientras yo me doy la vida que merezco en la ciudad y cuide como es debido de mis intereses”… Hacía tiempo que no salía de la ciudad, dedicándose a la política y al derecho de manera disimulada, además de varios negocios que hacía desde el gobierno, más provechosos que la hacienda. Estaba guardando para su vejez. Lo único que lamentaba era una manía de querer rascarse inconscientemente la pierna amputada con el bastón. -“Maldito Lothar Matheus, que me arrancó la pierna” –Dijo para sí, al detectar de nuevo el gesto de rascarse- “Espero que ni tus huesos hayan quedado en los termiteros” Esa semana le tocaba reunirse con un compañero del partido que le tenía, según sus palabras “una mocita tierna” que muy poco le
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importaba que le faltase una pierna. En meses recientes había cambiado mucho. Se había vuelto más cínico, un poco más deslenguado, algo impropio de él. Físicamente estaba más delgado. Había perdido mucho peso. Lo achacó a las jornadas del congreso federal de gobierno, a las lucha de la política y a los negocios, lícitos o no, que requerían una fuerte inversión de su tiempo. Entró a su lujoso despacho, donde una cohorte de abogados trabajaban para él, ya que por su investidura política no podía ejercer su profesión, pero su imagen le garantizaba el triunfo a los abogados que trabajaban para él, asegurándoles prestigio y dinero, a condición de su jugosa comisión. Los clientes ganaban los casos, los abogados prestigio y Jorge Da Silva, el diputado federal, una comisión bastante abultada. Ya la secretaria le extendía su taza de café con coñac, acompañada de los telegramas que ya venían llegando. Los revisó superficialmente, hasta que uno llamó poderosamente su atención: Alguien estaba interesado en las tierras que ahora eran de su propiedad. Sonrió y apuró el café. ¿A qué abogado de su bufete enviaría para tan delicada comisión? ¡Eso era lo de menos! ¡Todos se desvivían por servirle! La reunión sería en tres días. La suerte le era favorable. Comenzaba el período vacacional en el congreso federal. No tendría que ir y podía dedicarle su atención a ese delicado asunto que le generaba una fuerte satisfacción personal: Vender esas tierras era como desaparecer lo último que quedaba del recuerdo de Lothar Matheus sobre la tierra. Según entendía, se trataba de un consorcio norteamericano y el asunto lo llevaría su representante legal y uno de los socios. Parecía importante. Decidió asistir, solo como un formalismo simbólico y como previsión en caso de que su influencia y prestigio fuesen necesarios. -“Diablos” –Pensó- “Diablos no hay en la selva, diablos hay aquí en la ciudad y el más diablo de todos soy yo” Estiró la pierna adolorida, para aliviar la presión de la prótesis, mientras hacía señas para que le trajeran otro café, al tiempo que se encendía un habano, pensando que su padre nada sabía de la vida, creyendo en palabras y apretones de manos. Esos eran otros tiempos. Y lo iba a descubrir muy pronto. Últimamente pensaba en el retiro, disfrutar de los ganado, tal
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vez irse a suiza o Madrid. Alejarse de todo. Pero el poder es una droga que no se deja fácilmente. Lo descubrió la primera vez que lo llamaron “coronel”. Luego, cuando gracias a ciertos pactos se hizo elegir diputado federal. El respeto de las fuerzas del estado, la sumisión solícita de un poderoso cuando requería de su firma, de una recomendación o de simplemente reconocer públicamente a alguien como aliado para que las puertas se le abriesen, cosa que luego el reclamaría… ¿Cómo dejar el poder?, ese bálsamo para su ego, semejante a un papa, a un verdadero militar, capaz de decidir sobre la vida y la muerte de los demás, porque Lothar Matheus no había sido ni el primero ni el último. Cuando las lisonjas, el dinero, las propuestas o los pactos no eran suficientes, no faltaba el chantaje, la difamación, las campañas, los periodistas comprados, las fotografías filtradas, y si todo eso no era suficiente, la traición, la puñalada por la espalda, la muerte a la vera del camino. ¿No era la delincuencia un flagelo que crecía día a día? ¿Qué se llevaba por delante a cualquier persona, sea estudiante, ama de casa, político, policía, diputado o testigo de un caso? ¿No había nada más democrático que una bala perdida que tristemente quitaba la vida de quien no debió estar allí, aparentemente por casualidad? Carecía de la personalidad de su padre, mucho menos de la presencia de un hombre como Lothar Matheus. Pero este estaba muerto y desaparecido, incluso su recuerdo, porque existía solo porque él, Jorge Da Silva, así lo deseaba. El día que dejase de recordarlo, solo sería una sombra borrosa en el tiempo, mientras que él aparecería en los libros de historia, ¡sería parte de la historia de su ciudad, de la historia del estado, de la historia de su país!... Eso era, ser alguien.
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Conociendo a la Familia Marifé había subido al segundo piso, a sentarse a mirar por la ventana, como lo venía haciendo todos los días. Para ella la única novedad fue ver que no se encontraba sola. De vez en cuando Braulio hacía su aparición por allí, pues dormía en ese piso y ella lo saludaba con una simple inclinación de cabeza. En algún momento determinado se encontró con Renata Torregrande allí. Esta estaba sentada sobre un mullido sofá, hojeando unos documentos. Parecía no ver a la joven, por lo que esta no se le acercó. En una de esas tardes se le acercó. Tomó un posa pies y lo uso a manera de asiento, colocándose frente a ella, que alzó la mirada por encima de sus lentes, que en ese momento hojeaba un álbum de fotografías. -Me sorprende verte aquí, Tata. -Al igual que tú, soy capaz de más cosas de lo que la gente cree. ¿Por qué no habías conversado conmigo antes, si ya somos amigas? -Porque respetaba tú espacio y yo necesitaba el mío. Pero ver recuerdos es una manera de tener la gente presente. Es lo que Rosa dice. ¿A quién tienes presente, Tata? Si bien en una oportunidad Renata Torregrande había sido evasiva con la joven, esta vez le hizo asiento a su lado, llevando el álbum al principio. -Esta niña que vez aquí, soy yo –Señaló- Estos son mis padres y esta es mi hermana. -Ya no existen. -No. Al menos están en mis recuerdos… Eso es algo. -¿Ahí comienza su historia? -Sí… -Siguió señalando- Mi tío Julio Torregrande. Un hombre maravilloso. Y esta hermosa joven que está a su lado fue su esposa. Se llamaba Charlotte. Charlotte Hall. Y este era su perro, Titán. Aunque ella era menor que yo, parecía tener muchos años encima… Me recuerda mucho a ti. En cierta forma, mi independencia comenzó gracias a ella. Era lo que llamaban una mujer de mundo. Abrió mis ojos a la vida –Sonrió- Gracias a ella, aprendí a conducir y robé un automóvil. -¿Robó un automóvil? -Sí… El de ella. Pero siempre supo que yo lo haría… Me regaló mi libertad. Ahí comencé a abrir mi círculo. Y luego, gracias a ella, cerré
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otros. Pero, eso es otra historia. -¿Y esta eres tú, Tata? -Sí. Ya era una mujer. Ese fue mi hombre… Lothar Matheus. Un amor salvaje. -¿Cómo es el amor salvaje? ¿Implica algún tipo de violencia? -Aunque sé que eres muy inteligente, no sé si debo contarte ciertas cosas… -Estoy muy clara sobre la sexualidad y su historia. He leído sobre el desarrollo de modelo teórico descriptivo y explicativo de los mecanismos, procesos y fenómenos implicados en la vida anímica humana según Freud. Implica que la sexualidad rodea todo lo que somos, es por esto que la sexualidad no es una “cosa” que aparece de pronto en las personas adolescentes, jóvenes o adultas. La crianza y la educación, así como la edad, la cultura, la región geográfica, la familia y la época histórica inciden directamente en la forma en que cada persona vive su sexualidad. -Pero, aunque tienes muy claro el concepto freudiano del sexo. No es como la vida, como el deseo, no se sí lo entiendes. Y no es mi intención ofenderte. Sé que eres muy inteligente. -Mi coeficiente intelectual es de ciento ochenta. Pero entiendo que se me dificulta el aspecto emocional de las relaciones. Cierto, que no es de dos cientos, que es la genialidad total, como William James Sidis, Emanuel Suizaborg o Da Vinci. Pero domino varios instrumentos musicales. El cello me produce mucha sensibilidad emocional. Es lo que Rosa llama “mi momento con dios”… Aunque nunca he querido conversar con ella sobre la existencia de dios, para no confundirla u ofenderla con conceptos de teología… -Marifé –Interrumpió Renata Torregrande- Te entendí. Lo que no sé es sobre tus afectos. María Fernanda Torregrande miró a aquella señora sentada a su lado. Centenaria y más, vivida, con un mundo de historias. Tal vez ella tuviese aquellas respuestas que su madre no hallaba como explicar ni con toda su preparación, menos su padre, que en temas profanos como la ciencia, la sexología o la siquiatría se hallaba muy, pero que muy lejos de su zona de confort. -Ya sé lo que es el deseo… Y le contó sobre su profesor de música, lo que le hacía a sus sentidos. Lo que la perturbaba sentirlo cerca. Pero también de su conciencia
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sobre el punto de vista que este tenía de ella. -¿Y qué es lo que más te resulta atractivo de él? -Bueno… Físicamente es atractivo. Si deseara tener descendencia en algún momento de mi vida, sería el macho ideal para tener hijos superdotados, como la familia de Bach. Renata Torregrande no pudo reprimir la carcajada. ¡Qué conceptos manejaba aquella niña! Marifé la miró incómoda. -Perdona Marifé. No me burlo de ti. -Pues parece que no me toma en serio. -Al contrario. Me siento muy orgullosa que seas una Torregrande. Eres mi familia. -No le niego que a veces me gustaría ser simple. Normal. Haber jugado con muñecas, reunirme con amigas, contarnos cosas o ir al cine… Soy una persona muy sola. Luego reflexiono sobre lo banal que siento esas cosas. Preferiría que mis hijos fuesen normales, para que no fuesen unos fenómenos y las personas no los tratasen como a mí. -No eres un fenómeno. Eres un genio. La gente teme a quien es diferente. Y hace cosas terribles por miedo. -Lo sé. Es difícil no encajar. -Lo sé bien. Si hay alguien en esta vida que sabe lo que es no encajar, soy yo. Hagamos un pacto. Nos veremos aquí en las tardes, no en todas. Y te contaré todo lo que quieras saber. Ahora dime, que es lo que más te llama la atención de tu profesor de música. -Me excitó su olor. Algo curioso. No lo he analizado. Rosa Torregrande carraspeó antes de comenzar a hablar. Sus instintos le decía lo contrario a su buen juicio y experiencia. -Te voy a contar mi vida desde el principio. Y para eso, usaremos las fotografías que están aquí. Pero será solo entre tú y yo. ¿Qué dices Marifé? -Está bien Tata. Está bien… -Bueno… Este caballero alto y apuesto que vez allí, se llamó Lothar Matheus. Antes de contarte cómo lo conocí, tengo que contarte cómo llegué allí, por lo que tengo que remontar la historia desde mucho antes… Y así Renata Torregrande comenzó a contarle su vida al mejor interlocutor que jamás pensó encontrar… En la cocina Rosa Torregrande veía pasar a la niña, luego de un
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breve saludo, subir a mirar por la ventana. Luego de su ritual, se sentaba a conversar con la anciana. Doña Adelaida Luque no parecía muy a gusto con la situación. -No sé si será bueno para la niña conversar con esa señora –Dijo con disgusto- Uno en realidad no sabe quién es. -Es familia. Eso basta. Además, es lo más cercano a una amiga que ha tenido Marifé, que siempre ha sido muy sola. Las salidas con sus pocos amigos son demasiado ocasionales, casi nunca los ve. Y no tienen las típicas conversaciones de amigas. -¿Y ese tipo, el sirviente de esa señora? -Ayuda en la casa. No es su sirviente. Es su asistente. Y es muy útil en la casa. Cuida de Beto y Marifé. Incluso le sirve de chofer ocasional a Roberto, cuando va a cerrar nuevos contratos –Rosa Torregrande sonrió- Le está yendo muy bien. -Solo es suerte. La señora les dio un dinero que por derecho propio les pertenecía, nada más. Y él está trabajando con él. Y dinero llama dinero. Eso es todo. -Abuela, nunca le quieres dar a Roberto el mérito que se merece. -Debieras convencer a tu esposo de que comience a llevarte al club social. Mis amigas siempre preguntan por ti. -Preguntan por mí desde que tenemos dinero, que es diferente. -Debes ayudar a tú familia… Si bien es cierto que tú papá mantiene la fortuna de la familia estable, no es menos cierto que no es lo que solía ser… Tu esposo tiene que invertir en la compañía. Tú papá te lo va a agradecer. -No olvido que el primer trabajo de Roberto lo dio papá. Pero fue el más bajo dentro del nivel de la empresa. Los ascensos conseguidos por él, se los ganó… No le debemos nada a la compañía. -¡Pero es que esta es una familia de lo mejor, con una gran tradición! –Protestó Doña Adelaida Luque- Y tú eres primero una Luque que una Torregrande. -Eso es discutible –Interrumpió Renata Torregrande, que en ese momento venía entrando en la cocina, seguida del fiel Braulio- Doña Adelaida Luque. -La sangre es la sangre, señora. Pensé que sabía eso. -Sé muchas cosas. Verá: Una vez supe de una Rosángela Luque. -Supe de alguien de mi familia que se llamaba así. -yo la conocí: Era una mujer muy hermosa, casada con un anciano
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que más que padre podía fácilmente ser su abuelo. -Bueno, usted debe saber cómo eran esas bodas… -No. No lo permití. Nunca. Rosángela era la comidilla de la sociedad, a espaldas de su poderoso esposo, por supuesto. -¡Calumnias de gente envidiosa! –Protestó Doña Adelaida Luque¡Calumnias! -Si solo lo hubiese oído, tal vez. Pero tengo buena memoria. -¿A qué se refiere, Renata? –Preguntó Rosa Torregrande, entre curiosa y divertida- ¿Qué era eso? -Bueno, al parecer, El señor de la casa ya no podía cumplir con ciertos deberes. Así que su esposita se escapaba en las noches… -¿A buscar un amante? -¡No, claro que no! –Interrumpió Renata Torregrande- Ella era incapaz de ponerle los cuernos a su esposo con un hombre. -¿Ya ve, como era habladurías? -En las noches ella buscaba trabajo en el burdel más popular de la ciudad, usando una máscara. Era la meretriz más cotizada. Hombres se batieron a duelo por ella, sin conocer su identidad, pero sí sus habilidades, que eran muchas, además de jugar ciertos juegos de moralidad más que escandalosa, incluso para la profesión… La llamaban la Ninon de la ciudad. Doña Adelaida se puso de pie, pálida y descompuesta. Estaba de un estado tal, que Rosa Torregrande temió que le fuese a dar un ataque. Pero ella se compuso como pudo, se puso de pie y habló antes de irse de la cocina. -Es evidente que la señora y yo no podemos vivir bajo el mismo techo. Y como sé que esta es su casa y no puedo exigirte que elijas entre ella y yo, creo que debo regresar a nuestra casa familiar. Seguro que mi hijo me recibirá con los brazos abiertos y no tendré que escuchar ciertas cosas… -Abuela, Renata no te está corriendo –Dijo sonriente- Creo que exageras… -¡Y todavía te atreves a burlarte! ¡Permiso! Ambas mujeres quedaron en la cocina. Y si a Braulio le pareció gracioso, no hizo muestra alguna. Les sirvió café a ambas ante un gesto de su jefa.
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-De verdad perdona –Dijo apenada la anciana- Pero ella me saca de sus casillas con sus aires de señorona. -No se preocupe Renata. Si me pregunta, eso de ir conociendo a la familia me va resultando muy divertido…
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Leones Acorralados o Ratas Atrapadas (1920) Jorge Da Silva abrió los ojos. Lo primero que vio fueron los adornos del mosquitero que protegía la cama. El sol comenzaba a colarse por las rejillas de la ventana, de aquella habitación llena de alfombras, cuadros al óleo, flores y jarrones, todo muy recargado. Llevó su mano como era hábito para rascarse la pierna que no existía. Sentía la boca pastosa y le dolía la cabeza. Era el resultado de una noche de juerga y apuestas. Había perdido una pequeña fortuna. Pero no era mal de morirse ni era la primera vez. Sintió un movimiento a su lado. Negra como la noche. Estaba cubierta con una sábana de lino, dejando al descubierto un pedazo de muslo de macizo basalto. Una nalga que parecía una luna negra, lisa, brillante, sin estrías. La acarició suavemente, desde el muslo hasta la entrepierna. Hacía cuatro años que era su cliente exclusivo, a cambio de una fuerte suma de dinero. La hacía vigilar para ver si cumplía. Era amorosa y solícita, siempre adelantándose a sus deseos. Tenía dieciséis años. Había llegado al más caro burdel de la ciudad desde uno de los poblados de la costa, llena de hambre y mendicidad, escoltada por Patrocinio, ya que una de sus habilidades era la trata de blancas. Este la protegió a toda costa cuando descubrió que era virgen, porque sabía que con esa belleza, ganaría una fortuna, vendiéndosela el coronel, que quedó prendado no más el verla. Lo que enloquecía a los hombres no solo era su belleza, sino la pasión que ponía para el baile, deslizándose sola por el pequeño escenarios del local. Parecía querer hacer el amor con todos. Muchos hombres le ofrecían fortunas de manera discreta. Pero nadie se atrevía a enfrentarse al poderoso coronel Jorge Da Silva, el diputado federal Jorge Da Silva. Ella se estiró para despertarse, llenándolo más aún de admiración. Su espalda se curvó, sus músculos se tensaron y estiró los brazos hacía adelante. Le recordó a una pantera que tuvo la oportunidad de admirar en una visita del circo a la ciudad, dando vueltas alrededor de la jaula, hasta que, aburrida, se estiró antes de echarse. Sintió la tentación de tocarla. Pero tuvo temor del animal. Con ella le ocurría lo mismo: Le daba miedo soltarla, alejarla de él. No podía exhibirla en una jaula para que la admiraran, pero nadie podía tocarla. Solo verla bailar en aquel lugar. De resto, era suya
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incondicionalmente. Tampoco podría sacarla a la calle. Bella y todo, sería un escándalo para su carrera. Alguien como él, prendado de una negra. Alzó la mirada y miro el vaso de agua fresca que ella le servía. Sonrió como pudo. Nadie podía conocerlo mejor. ¿Pero la conocía a ella?... Hablaba muy poco, en realidad. Servía solo para la cama y para atenderlo, como su dios. Le parecía doloroso desprenderse de ella, así como así. Era medio día y estaba pasando la resaca con una sopa de cangrejo y verduras, acompañado de una limonada bien fría. -Lo vi en buena compañía anoche, coronel –Bromeó con él un conocido- Pedazo de mujer. -No me vio –Dijo muy serio, mientras saboreaba su segundo vaso de limonada, terminando la sopa- Porque si me vio, y lo está comentando, podría costarle caro tener tan buena memoria. -No lo tome así, coronel –Respondió temeroso- No hace falta. Que yo también estaba donde no debía estar. -Pero usted no soy yo. Así que cámbieme el saludo, si sabe lo que le conviene. -Tranquilo coronel, no hace falta. Se darme mi puesto. Se presentó un hombre. Tan blanco que parecía albino. Alto. Obeso, de carnes fofas. Su palidez resaltaba por vestir de pies a cabeza de blanco lino. Usaba un sombrero de panamá para protegerse la delicada piel. En sus mofletudas mejillas brillaba el rosa del color del sol. Sus gestos, así como su caminar eran casi afeminados. Pero sus azules ojos tenían el brillo de una serpiente o de una fiera a punto de atacar a una presa, luego de jugar con ella. Era en la ciudad lo que había sido Juan Barandao para el coronel Da Silva en la hacienda. El mejor informante de chismes, intrigas, mandadero y asesino. -¿Qué me cuentas, Patrocinio? -Aquí, coronel, usted sabe. Para lo que usted disponga. A pesar de la coquetería de su conversación, el coronel Da Silva no se engañaba. Sabía que ese hombre era un tipo peligroso, tratante de blancas y asesino por gusto. Lo reclutó al salvarlo del asesinato de otro tratante a quien estranguló con sus propias manos, luego de una discusión por mujeres. A pesar de los testigos (entre ellos un policía), el asunto pasó al olvido: El policía fue ascendido y trasladado, los testigos pagados y aquellos no muy convencidos fueron visitados por
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Patrocinio en persona, “solo para hacerles saber que estaba libre y a la orden” Con el tiempo, el Coronel Da Silva descubrió sus otras habilidades: Buenísimo como informante de la policía, ejecutor rápido con el cuchillo, siempre sabiendo de donde sacar hombres cuando era necesario, discretos y con un precio. Tenía contactos en la prensa amarillista, los barrios bajos y los empleados de los sitios de mala muerte y de lujo sabían que tenían paga segura si le proporcionaban la información que buscaban. -¿Y qué me traes? -Aquí tiene coronel –Le extendió un grueso sobre- Un grupo de amigos quieren saber si usted puede facilitarles los permisos para ver unas embarcaciones que llegan esta noche a puerto. -¿Y cómo saben que este es el pago, si no hemos acordado precio? -Ese no es un pago coronel –Dijo con un mohín coqueto- Es un presente como muestra de respeto. Lo del pago usted me dice que les informo. -Bien –Dijo mientras encendía un habano- Pide lo de costumbre. Tramítales el permiso con quién tú sabes. Y si los agarran, no existimos. -No se preocupe coronel. Saben que las indiscreciones me molestan… mucho. -Ahora vete. Tengo cosas que hacer. Esa tarde a Lorenzo Matheus le era entregada una tarjeta de presentación de parte de un abogado de un grupo de negocios proveniente de los Estados Unidos. -¿Y eso? –Preguntó a su asistente- Tenemos años tratando de entablar negocios con esta gente y de la noche a la mañana, aparecen. ¿Así nada más? -No sé señor. El abogado dice llamarse Amul Nayak. -Extraño nombre… No lo conozco. Dígale que pase. Lorenzo Matheus no supo que pensar cuando aquel hombre bien vestido se presentó ante él, saludándolo con una leve inclinación de la cabeza, para luego corresponder a su mano extendida. -Señor Matheus, es un honor conocerlo. -Bueno, no puedo negarle mi extrañeza. ¿A qué se debe su visita? -Represento los asuntos legales de una persona que usted conoce y que por consejo mío no puede exhibirse libremente justo ahora.
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-¿Y quién es? -La señora Renata Torregrande –Le extendió una carta- Allí le explica todo. Mientras leía, Lorenzo Matheus se puso pálido. Se sirvió un trago, apurándolo de un golpe. Se sentó un momento, mientras aclaraba sus ideas. -¿Esto es cierto? -Cada palabra, señor Matheus. -Si es así, ¡quiero justicia! -¿Qué tipo de justicia quiere? -¿A qué se refiere? -Hice mis investigaciones. Es un político poderoso, con influencias. -¡Mi familia también las tiene! -Pero no es una guerra lo que la señora Torregrande quiere. -Entonces, ¿qué es lo que quiere? -Por favor, escúcheme. -Bien… Disculpe mi descortesía, señor… -Amul Nayak. -¿Un trago? ¿Algo de beber? -Té, por favor. No consumo alcohol –Lorenzo Torregrande le hizo un gesto al asistente- Gracias. -Lo escucho… Al día siguiente a primera hora Jorge Da Silva se encontraba en el restaurant del Gran Hotel, a la espera de sus clientes. Había ordenado el desayuno, pues le parecía una impertinencia que los compradores no estuviesen allí, haciéndolo esperar. -¿Señor Da Silva? -¿Sí? -Disculpe la tardanza. Soy el doctor Amul Nayak. Represento a unas personas interesadas en la compra de unas tierras ofrecidas por un consorcio jurídico. -El consorcio es mío. Decidí que en vez de enviar a un abogado, era mejor arreglar esto en persona, por lo que no perdamos tiempo –Extendió unos documentos- Ya que usted llegó tarde, agradezco que firmemos esto. -Bien… En ese momento un botones trajo la prensa del día. Amul abrió el periódico como si no buscase nada en particular. En la primera plana se veía claramente la foto de Jorge Da Silva con el siguiente titular:
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“Diputado Federal sospechoso de corrupción”. Observó la mesa. Otros artículos de prensa se destacaban de primera plana: Sobornos, chantajes, declaraciones. La que más lo consternó fueron las declaraciones de una menor de edad, una bella mulata encerrada en un prostíbulo bajo amenazas, retenida por el poder y las amenazas de un viejo libidinoso. Lo peor era las declaraciones de sus compañeros de partido y mucho peor aún las declaraciones de la gente de la oposición, que se estaban dando un banquete con el caso. Se hablaba de entrega de pruebas, de declaraciones juradas y la posibilidad de un juicio, con testigos protegidos, debido a la posibilidad de que sus vidas corriesen peligro. Lo peor era que se habían hecho públicos. Tocarlos sería un grave error. Estaba pálido, sin saber que decir. Sintió náuseas. Esto nunca le había pasado. Siempre había atajado los rumores, había desacreditado a sus enemigos a tiempo, pero esto, esto era algo orquestado más allá de su alcance. -Disculpe señor Da Silva, ¿Le pasa algo? -Nada, nada –Dijo tratando de retomar la compostura- Asuntos de la política. -¿Más bien no sería que el ataque lo agarró desprevenido? Cunado alzó la mirada, palideció aún más. Era Renata Torregrande. Maquinalmente tanteó el saco en busca de su revólver, pero Amul ya estaba de pie, colocándole un cuchillo en el cuello. El frío del metal lo hizo detenerse. Amul lo desarmó con calma y le extendió una silla a Renata para que se sentase. -…No sería capaz de matarme aquí. -Sí –Dijo Amul, al tiempo que tomaba los documentos de la mesaPero matarlo sería piadoso. -La razón de nuestra cita, era que nadie pudiese localizarlo, mientras la prensa, su partido y sus opositores políticos recibían toda la información. -Y por la jovencita que le servía de esclava en el prostíbulo, no se preocupe. Luego de declarar ante la prensa y un juez, salió en barco a destino seguro, con un futuro económico asegurado. Cortesía mía y de la familia Matheus, que ya está al tanto de cómo murió Lothar. -Eso no pueden achacármelo. -No nos interesa. Lo sé yo y punto.
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-Y con estas pruebas en nuestras manos, estos documentos donde usted me vende unas tierras que son mías como suyas, es fácil destruirlo. -Y eso sin contar de que el incendio de la hacienda fue orden suya, con el fin de asesinar a su cómplice, Juan Barandao. -Ustedes están locos. Creen que pueden jugar con leones acorralados. -Más que leones, yo solo veo ratas atrapadas. -¡Permiso! Jorge Da Silva se puso de pie con dificultad. Sentía que la prótesis pesaba una tonelada. Se le dificultaba respirar. Se aflojó el nudo de la corbata. Tropezó con un mesonero, tiró un jarrón. Todo le daba vueltas. Luego sintió un golpe sordo, unos gritos de alguien llamando a un doctor y rostros borrosos. Manos que los palpaban. Escuchó un “tiene pulso”. Dijo “¿No estoy muerto?”, o creyó que lo hizo, hasta que lo arropó la inconciencia.
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Veamos qué Hacemos Una nueva satisfacción para Renata Torregrande era oír a la joven Marifé tocar el cello, acompañándola al piano. -No tengo la habilidad de hace unos años, pero es algo que disfrutar. Ahora, en las tardes que se reunían para que ella le contara su historia, Marifé ejecutaba un concierto privado, que la anciana disfrutaba mucho. En algún momento determinado la conversación dejó de ser un monólogo para transformarse en un diálogo. -Luego que salimos de allí, Amul y yo viajamos mucho… Estuvimos casi dos años, hasta que su padre murió. Fue la primera vez que lo escuché referirse a él como su padre. Su devoción hacía su hermana era muy grande, así que regresamos. -¿Y qué pasó? -Decidí que debía irme… Hablemos de otra cosa. Hoy no trajiste el cello. -Lo dejé por un rato. A veces es necesario, cuando hay el preludio a una presentación. Me gusta relajarme un poco. Generalmente leo algo, depende de las curiosidades o necesidades que tenga. Tata, me es más útil para mi mente conversar contigo. Escucharte. La historia de la familia es muy interesante. -Háblame de esa presentación. -Nada del otro mundo. Es un concierto de la orquesta de la escuela. Van a escoger a los becados de la orquesta sinfónica nacional. -¿Y tienes probabilidades? -Altas. En realidad no hay sorpresas. Pero sé que a Rosa le preocupa las giras sin la familia. Sabe que no todos pueden entenderme y que no me gustan los cambios. -Pero podemos hacer que los cambios sean placenteros. ¿Solo es la orquesta? ¿No hay un solo? -Mi profesor me lo preguntó una vez. Pero significa que hay que buscar financiamiento, hacer diligencias, promocionar. Rosa y Roberto no tienen el tiempo ni la capacidad económica para tal cosa. -Hace tiempo que no voy a un concierto. Hace años estuve en uno de los lugares más maravillosos del mundo: Fui invitada a un concierto en el festival de Venecia… También fui testigo del primero concierto de la orquesta filarmónica de Salzburgo luego de la segunda guerra mundial. Un evento maravilloso. Con respecto a tu concierto, creo, si mi memoria no me falla, que el dinero no es un problema para mí.
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-Para mí sería una sorpresa muy agradable que hiciera eso por mí, Tata. -Entonces, eso será. Para eso somos familia ¿Te gustaría darle esa sorpresa a tus padres? -No soy amiga de las sorpresas. Todo evento imprevisto me causa desasosiego. Pero sé que a Rosa y Roberto les gustará muchísimo. -Bien. Entonces, Braulio se encargará de todo. -Braulio es menos comunicativo que yo, que ya es bastante decir. -No te creas. Posee muchas habilidades. Déjalo hacer. Y cuando todo esté listo, lo sabrás. -Tata… -¿Sí? -Gracias… María Fernanda Torregrande se puso de pie y abrazó a la anciana, que al principio quedó desconcertada. Ya sabía que por la condición de la niña, las muestras de afecto le costaban un gran esfuerzo. -No, hija… Gracias a ti. Los días se transformaron en semanas y estas en un mes, luego dos. El concierto de la orquesta le sirvió a Braulio para reclutar al profesor de María Fernanda como director de la orquesta que iba a acompañar a la niña. Los ensayos eran todos los días. María Fernanda se esforzaba, pues era muy importante para ella corresponder a lo que aspiraba Renata Torregrande de ella, además de la sorpresa a la familia. Pero durante los últimos días de ensayos, estaba irritada y todos lo notaban. Su profesor habló con ella: -¿Qué te pasa María Fernanda? ¿Te sientes mal? Últimamente te he notado incómoda. -Tal vez debería tomar un receso, profesor. -Está bien… -Alzó la voz- ¡Receso, diez minutos! -Gracias… -Debes resolver lo que te incomoda. -Me incomoda lo que no puedo controlar. La verdad era que la niña no podía con el desasosiego que le producía la presencia de aquel hombre. Sabía ya lo que era, pero no podía demostrarlo. Era consciente de lo doloroso que sería para ella su trato condescendiente si ella llegaba a revelarle sus sentimientos, además de que sería objeto de la burla de sus compañeros de clase,
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intimidados por sus grandes conocimientos y su corta edad. Pero también entendía que debía resolverlo. Mientras no lo hiciese, no podría estar tranquila, y no quería que un trastorno obsesivo compulsivo la atacase. Estaba en el escenario, detrás de las cortinas, observándolo conversar con algunas compañeras suyas. Las vio más adultas, con más recursos físicos, tratando de que aquel hombre se fijase en una. Se miró a sí misma. Le disgustaba que a pesar de su desarrollo reciente, no estuviera tan dotada, aunque entendía que los convencionalismos no permitirían que jamás aquel hombre la abrazara, porque reconocía que eso deseaba por primera vez, y que mucho menos mostrase el afecto que un hombre la muestra a una mujer. Estaba allí, sentado en el borde del escenario, sonriente, con aquel gesto de apartarse el cabello del rostro. Frente a él había tres jóvenes. Sin pensar mucho en lo que hacía, guiada por un impulso, María Fernanda Torregrande caminó hasta el tablero eléctrico, no sin antes calcular la cantidad de pasos que habían entre este y el lugar donde él se encontraba. Vio los botones de iluminación, debidamente identificados. Sin pensar, bajó el conmutador principal y reinó la oscuridad. Las jóvenes gritaban. Algunos trataban de que reinara la calma, otros gritaban tonterías. Ella contó los pasos, uno a uno, hasta que supo que lo tenía cerca. Su aroma. Puso una mano en su hombro y este giró. Aprovechó que estaba sentado para sujetarle el rostro y besarlo directamente en la boca. Este se quedó congelado, sin saber qué hacer, hasta que ella lo soltó y se alejó. Justo en ese momento, uno de los técnicos supo lo que pasaba y conectó la luz. Varios aplaudieron. Gerardo Díaz, profesor de música se puso de pie y preguntó, mientras miraba en todas direcciones, nervioso: -¿Quién…? -¿Quién qué, profesor? –Preguntó alguien- No sabemos qué pasó con la luz. Al darse cuenta de quien faltaba, se limitó a musitar un “nada” y dijo que por ese día no habría más ensayo.
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Braulio encontró raro que durante el viaje a casa, su amiga no pronunciase palabra, con una sonrisa de oreja a oreja, roja como la grana. Para María Fernanda Torregrande era la primera experiencia emotiva más maravillosa, pues había dado su primer beso.
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Hora de Verdades (1920) Jorge Da Silva estaba envuelto entre sábanas blancas, atendido por manos diligentes. Le costaba moverse y fijar la mirada, especialmente del lado izquierdo. A su lado estaba, vestido de negro cerrado, solícito y preocupado, el fiel Patrocinio. A pesar de las órdenes del médico de que no podía recibir impresiones fuertes, ya que estaba semiparalizado, además de que aún estaban practicándole varios exámenes, le exigió la verdad sin titubeos. Patrocinio no dudó. Le informó que ya tenía una semana en cama. El escándalo lo había hundido políticamente. Y en su estado, sin poderse comunicar con nadie, sumado a las vacaciones en el congreso federal, mal servicio podría recibir. Los pactos fueron apropiadamente olvidados. La gente no apoya en la política a quién está en desgracia. Supo que si Renata Torregrande había podido contra él fue porque desde hacía semanas estaba oculta en la ciudad, usando su dinero y poder, además de las relaciones comerciales y políticas de la familia Matheus, que no era poca cosa. El abogado había resultado ser muy discreto, eficiente y hábil. Patrocinio se sentía sumamente avergonzado, puesto que él era la persona en la ciudad que se enteraba de todo y se informaba de todo. También era cierto, que no estaba sabía de la situación de su jefe con respecto a Renata Torregrande y que nada de esto hubiera pasado si este que lo hubiese mantenido prevenido. Ahora esperaba las nuevas órdenes. Con el rostro retorcido por la rabia y el ataque reciente dio una orden simple y llana: -¡Mátalos a todos! -Entiendo que muerto el perro se acaba la rabia. ¿También a los Matheus? -¡No, idiota! ¡A la perra de la Torregrande y a su abogado! Renata Torregrande caminaban por entre las tiendas, luego del almuerzo. Ya el escándalo había ocurrido, por lo que la mujer decidió no ocultarse, pues le parecía más peligroso ser atrapada en una solitaria habitación de hotel. Desde hacía rato Amul tenía la impresión de que los seguían, por lo que se detuvo en varias tiendas, notando que era más de una persona y que se turnaban para hacerlo. Al pasar frente a un restaurant, con un movimiento hábil empujó a
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Renata Torregrande dentro del establecimiento, al tiempo que él seguía caminando. Renata caminó hasta el fondo del local y pasó como si lo conociera de toda la vida, pasando entre asombrados ayudantes de la cocina, friegaplatos, callando las protestas del chef, entregándole un fajo de billetes. Salió por la parte posterior, pasando junto a un camión de entregas y dos cargadores. Amul no se veía por ningún lado. Maquinalmente jugó con su abanico, tratando de refrescarse del bochorno de la hora. Identificó fácilmente al hombre que los había seguido hace poco, pues estaba justo a la salida del callejón, tratando de encontrarla entre la gente. Se mantuvo allí, para ver qué pasaba. El hombre conversaba con otro. Se le sumó un hombre obeso, vestido de negro cerrado, que resaltaba por su palidez, que se protegía del sol con un sombrero. Por la deferencia del trato se imaginó que se trataba del jefe de los otros. Parecían señalar a Amul y comenzaron a seguirlo. Mantuvo su distancia. Pero no dejó de caminar detrás de estos. Amul cruzó la calle y se internó entre dos edificios. Era un pasillo estrecho. Uno de los negocios era una herrería y el ruido de los metales era ensordecedor. Si se buscaba el sitio para una emboscada, ese era el lugar. Había un pequeño patio por donde se recibía la mercancía. Allí dos hombres fumaban. Se sorprendieron al ver a un hombre bien vestido como Amul en aquel lugar. Su expresión cambió a miedo al ver al hombre de negro y a sus acompañantes. Evidentemente lo conocían. -¡Piérdanse! ¡Recuerden que los muertos no hablan! El hombre de negro y uno de sus acompañantes sacaron sendos cuchillos. El que estaba al fondo sacó un revólver. -Si te mueves, te disparará en el estómago –Dijo Patrocinio- Y créeme, es una forma fea y dolorosa de morir. Solo queremos saber dónde está la perra que te acompaña. -La perra está aquí. El disparo a quemarropa le entró por la nuca y salió por un pómulo. El hombre con el revólver murió en el acto. Renata Torregrande había usado una pistola derringer de dos cañones de calibre pesado, disimulada por su pequeño tamaño, usando el abanico para esconderla. Ahora Amul solo tenía que lidiar con dos hombres. Patrocinio hizo ademán de sacar el arma de fuego. Renata Torregrande lo apuntó. -A esta distancia no puedo fallar. Saca el arma con cuidado y tírala
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al piso. Si no lo haces, dispararé sin hacer preguntas. -Solo te queda un disparo… El otro podría estar armado. -Sí. Pero solo tengo que matar a uno y él se encargará del otro antes de que desenfunde. Patrocinio desenfundó muy despacio, al tiempo que le hacía un gesto a su cómplice, quien no dudó en sacar su arma de fuego, al tiempo que el obeso hombre de negro la dejaba caer como distracción. Pero le sirvió muy poco. Renata disparó, haciendo blanco, al tiempo que Amul clavaba un cuchillo en su garganta. Murió haciendo un sonido extraño mientras la sangre salía. Patrocinio aprovechó sus segundos para arrojar una estocada con su arma a un costado de Amul, hiriéndolo de gravedad. Avanzó hacía Renata, pero Amul lo detuvo con su voz: -¡No te distraigas, que estás peleando conmigo! Ambos hombres se midieron. Amul apretaba su costado al tiempo que protegía su guardia, mientras el otro jugaba con el acero en sus manos, demostrando destreza. -Voy a divertirme rebanándote y luego la tomaré a ella y la llevaré donde le enseñen lo que es un hombre… Le va a pagar con su carne al coronel Da Silva haberlo arruinado. Y va a tener que trabajar muy duro. Patrocinio le hacía fintas con el cuchillo, mientras Amul lo esperaba con calma. De cuando en cuando el obeso hombre le echaba una mirada a la mujer, mientras se relamía los labios. Amul sabía que se estaba desangrando y que no podía esperar mucho. Avanzó un paso al hombre que lo esperaba, arrojando sangre coagulada en su mano en su rostro, mientras cambiaba el acero de manos, usando la mano libre para detener el ataque de Patrocinio, rompiendo su muñeca. Su grito fue callado en seco cuando el cuchillo se le clavó en la garganta. Murió produciendo un gorgojeo, al pasar la sangre por el agujero del cuello. Renata actuó de inmediato. Rompió el fondo de su vestido, para taponar la herida, sosteniendo a Amul como podía. Un llamado a los hombres del taller, quienes vieron sorprendidos a Patrocinio muerto. -¡Por favor, ayúdenme, que nos quisieron robar! –Gritó asustada Renata Torregrande- ¡Si me ayudan, se los recompensaré! Aquellos hombres no se creyeron mucho lo del asalto, pero sabían la fama de Patrocinio en los bajos fondos de la ciudad, además de la
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promesa de una recompensa. Llevaron a Amul al hospital en un vehículo de la policía. Todo se arregló con los movimientos de la familia Matheus. El dinero pasó de manos y el asunto pasó rápidamente al olvido. Ahora Amul terminaba su recuperación en la habitación del hotel. Ya el médico lo había revisado y le daba las últimas instrucciones. -Ese hombre corrió con suerte –Le decía a Renata TorregrandeEspero le convenza de no tener más de esos encuentros. -No sé a qué se refiere doctor. -En su cuerpo hay cicatrices muy viejas de encuentros con arma blanca. Como no tiene aspecto de presidiario, supongo que su sirviente es además su guarda espaldas. -Supongo que sí… Mi tía lo designó para mi seguridad… Gracias doctor. -A su orden. Los días pasaron. Renata se mantuvo al tanto de Amul, mientras pensaba las últimas cosas que le tocaban por hacer. Luego de aquello, ya Amul no tendría razón para continuar con ella. Seguramente regresaría a Nueva York. Fue al hospital donde estaba recluido Jorge Da Silva. Estaba sin Amul, pero no sin protección, proporcionada por la familia Matheus. De todas maneras lo consideraba innecesario, por las condiciones de su enemigo. Un médico salía de su habitación a su llagada. Luego de unas palabras, entró. Jorge Da Silva miraba pensativo por la ventana, con la mirada perdida. Ella guardó silencio. Este Jorge Da Silva no era sino la sombra del hombre que ella había conocido. Parecía haber envejecido veinte años. Demacrado, casi cadavérico. Su pecho era un cascarón que apenas se movía. La mirada apagada. Las manos amarillentas, con manchas, levemente temblorosas. Sus miradas su cruzaron. Este trató de guardar la compostura. Ella avanzó y se sentó en una silla frente a él. Quería parecer indiferente, pero no podía. Su respiración se había acelerado. Ella lo notó por el leve temblor de las aletas de su nariz. -¿Viene a regodearse? -No. Hablé con el médico. Le queda poco tiempo. -Me imagino que eso la satisface. -Lamento que muera en realidad.
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-¡Que noble! –Dijo irónico- Un espíritu lleno de bondad… -No en realidad. Soy cualquier cosa, menos eso. Soy el monstruo que usted creó. -No sé a qué se refiere –dijo hosco y evasivo- Esa es una tierra hostil y no se puede mostrar debilidad. -Tiene razón… Pero Lothar Matheus era cualquier cosa menos débil. Gracias a él estoy aquí frente a usted. Es un asesino. -Usted no puede probar nada… -Masculló despectivo- ¿Qué va a hacer? ¿Meter a un moribundo en la cárcel? ¿Dónde están las pruebas? -No las hay, pero lo sé. Y le voy a hacer una demostración de que el conocimiento sin nada que lo sustente no sirve. -A ver –Dijo burlón- Demuéstreme. -Fui yo quien mató a su capataz, Juan Barandao… Lo destripé como a un pescado luego de castrarlo… Su sangre empapó mis pies, mientras el chinchorro retenía sus vísceras. Yo incendié la antigua hacienda, mi hacienda, la cual usted robo, cosa que puedo demostrar, pero que, en realidad no me interesa. Fui yo quien organizó todo para su caída política, aliada con la familia de Lothar, quienes me reconocieron como familia. -Usted no era más que una amancebada, nada más. -Sí. Y nunca me avergoncé de eso. También fui responsable de la muerte de ese hombre suyo, el tal Patrocinio. -¿Y qué ganaste con eso, desgraciada? -Lo arruiné… Pero usted no lo sabe todo. Jorge Da Silva comenzó a toser, ahogándose. Ella le sirvió un vaso con agua que el agarró y bebió como pudo, mientras el agua se le escurría por las comisuras. Arrojó el vaso a un rincón, haciéndolo añicos. Renata Torregrande ni se inmutó. -El medicucho ese me preguntó si necesitaba un cura –Escupió a un lado- Arrepentirse, ¡bah!... -¿No cree que debe hacerlo, a las puertas de la muerte? -¿Arrepentirme? ¿Sabe de lo que me arrepiento? -No… Ahora Jorge Da Silva se sentó como pudo. La mirada apagada había desaparecido, dando paso a unos ojos febriles, brillantes, con la piel tensa como cuero viejo. El fuego de sus ojos parecía salir de su pecho, que ahora se agitaba con fuerza, cosa contraría a la tranquilidad de sus palabras. Era un poco como el antiguo coronel, dueño de tierras, no
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los restos que ella observaba. -Me arrepiento de no haberlos matados a todos ustedes. Debí convencer a mi padre de asesinar al viejo ese cuando se instaló con una negra en las tierras contiguas a las nuestras. Debí convencerlo o buscar quien matara a Lothar Matheus antes. Debí asegurarme de que una mujerzuela como tú no saliera con vida de aquella hacienda… Y lamento no haber estado allí, cuando los asesinaron a todos –Sonrió con una mueca salvaje- ¡Qué lástima que no estabas cuando murió, con un cuchillo en el estómago, arrojado luego a un nido de termitas, después que los buitres se alimentaron de él!... –Comenzó a toser de nuevo y esta vez le salía sangre de las comisuras de sus labios- ¡Nunca encontrarás su cuerpo! -¿Quiere saber por qué lamento que muera? Porque podrá librarse de muchas cosas. No encontraré a mi Lothar, no… Pero usted ha perdido todo… Le diré lo que su familia le oculta. Usted está aquí, en sus últimos momentos a solas conmigo, gracias a mí. Su familia está en la ruina. Han perdido todo. Sus bienes fueron embargados… Su fortuna desapareció. Su gloriosa familia está reducida a una condición humilde, viviendo en un pequeño departamento con una modesta pensión para ir pasándola… Gracias a mí. Ahora el hombre la miraba con los ojos desorbitados, jadeando. Sus manos apretaban con sus pocas fuerzas las sábanas, deseando que estas se trocaran en garras para saltar sobre el cuello de aquella mujer, que le decía que lo había dejado sin nada. Quiso hablar, decir algo, escupirle el rostro, pero no pudo. -Está condenado a algo peor que la muerte, señor Da Silva. Está condenado al olvido. Y cuando alguien se acuerde de usted, será como un ladrón, un tratante de blancas, un mafioso de baja ralea… un asesino quizá. La prensa ha sido muy generosa conmigo en su caso… Ahora yo me quedaré aquí, esperando sus últimos momentos, viéndolo morir. No me mire así… ¿Qué esperaba?... Asesinó a mi familia, me dejó sin mi hijo. Ahora yo lo veré lanzar su último aliento, sabiendo que nadie lo recordará, que su familia está en la miseria, comiendo a duras penas, con un techo bajo su cabeza, mientras yo no cambie de opinión… Tal vez lo haga. Algún día nos encontraremos en el infierno, estoy convencida de eso. Y allí volveré a reírme en su cara. Jorge Da Silva buscaba aire desesperadamente, con los ojos inyectados en sangre, el cuerpo rígido y la furia en los ojos, hasta que
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el brillo desapareció lentamente, al tiempo que la vida se le iba, hasta que el cuerpo quedó laxo, con los ojos muy abiertos en una expresión de odio. Renata Torregrande se puso de pie y salió de la habitación, para avisarle al doctor. Le informó que este se quedó así, muerto en medio de una conversación. -Le agradezco que haya pasado sus últimos momentos con él –Le dijo la esposa al llegar- Vine tan pronto como pude… Como debe saber, nuestra situación es muy lamentable. -No me agradezca. Hice lo que haría por cualquier viejo conocido. Jamás me hubiera perdido estar aquí con él. -Gracias… -Dijo un poco perturbada por el rostro de aquella mujerQuiero disculparme, si en algún momento la juzgué mal, al igual que mi cuñada. -Eso no tiene importancia ya. -Tengo entendido que perdió a toda su familia. -Ya eso no importa… Todos ellos están en paz… Luego de ese encuentro, se reunió con Lorenzo Matheus, para despedirse y ultimar detalles. La ahora viuda de Jorge Da Silva se quedaría con el departamento y la pensión, pero nada más. Las dos haciendas sería vendidas y Renata se quedaría con ese dinero. Lorenzo Matheus tuvo un poco de remordimientos al entregarle los documentos. Ella, adivinándole los pensamientos, le dijo: -Le aseguro cuñado, que es más de la oportunidad que ellos le dieron a Lothar y a nuestro hijo, tú sobrino. Ahora regresaba al hotel, pensando en Amul y en que no había excusas para seguir allí. Se la había jugado, arriesgando su vida por ella, cometiendo un crimen, cómplice en la venganza, sin dudar. No era solo porque su tía se lo había solicitado. Ahora caía en cuenta, que en cierta manera, Amul era también su familia, pero cínicamente se dijo a sí misma que este a la final era solo el medio hermano de su cuñada y nada más, reducido a un servidumbre basada en una deuda que ella no terminaba de comprender. Lo buscó en su habitación al llegar al hotel. Estaba en cama, retirándose las vendas. Ella quedó allí, mirando aquellos tatuajes que tanto le llamaban la atención. Antes de verlo, se había duchado y cambiado de ropas. Vestía con un salto de cama blanco, que resaltaba la porcelana de su piel, con ese ligero toque de
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durazno. Amul la miró sin decir palabra. Ella se despojó de la bata, mostrándose en toda su desnudez. Amul la recibió en sus brazos. No cruzaron palabra. Amul era muy diferente a Lothar. Era un hombre fuerte de carácter, solo que de otra forma. En su suavidad era profundo, pausado, prolongando el placer. Sostuvo a Renata en sus brazos, sentándola sobre sus piernas, quedando ambos cara a cara. Así la poseyó. Y no fue la única forma. La mañana los encontró haciendo el amor, entre pausas, descansos y comidas breves ordenadas a la habitación. Amul no regresó a Nueva York. Ambos viajaron a Londres, La India, Singapur y Tailandia. Renata conoció un mundo totalmente diferente a lo vivido. Así estuvieron casi dos años, hasta que Amul recibió un telegrama. Luego de leerlo, simplemente le dijo: -Mi padre ha muerto. Regresaron a Nueva York. Ahora todo lo vivido quedaba en el pasado. Ambos lo entendieron sin ni siquiera comentarlo. Renata apoyó a su tía y compartió con la familia lo que pudo. Pero el no poder estar con Amul, dadas las circunstancias, fue demasiado y se marchó. Estuvo una vez en Nueva York, pero no se lo encontró y jamás volvió a verlo o comunicarse con él, pero siempre estuvo pendiente, hasta su temprana muerte en 1944. Para Renata Torregrande, la hora de las verdades en ese capítulo de su vida, habían terminado. Así pasarían veinte años para que Renata Torregrande volviese a saber de su familia, mientras hacía su vida, rodeada de personas, pero en absoluta soledad.
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No Hay Final Sin Sorpresas El concierto fue todo un éxito y bastante inesperado en muchos aspectos. En los ensayos finales, María Fernanda Torregrande había recuperado su aplomo y se conducía con toda normalidad con su profesor, como si nada hubiese pasado, pero cuando este buscaba un momento para hablar con ella sobre lo pasado, simplemente le decía: -Entiendo su perturbación, pero en este momento no es conveniente ni para mí ni para usted tocar el tema. Comprendiendo que no podría hacer nada por sacarle conversación y pensando que era mejor que las cosas quedaran así, hasta que pudiese hablarlo, cedió. Así llegó la fecha de la presentación. Cada pieza fue ejecutada no solo con una técnica impecable, sino con pasión. Hubo tres actos. Para el primero lució un hermoso traje de noche en negro que la hacía lucir más adulta. Ejecutó tres piezas, con la orquesta bajo la batuta del director Gerardo Díaz: Suite nº 1 en sol mayor, Suite nº 2 en re menor, Suite nº 3 en do mayor, Suite nº 4 en mi bemol mayor de Johann Sebastián Bach. Para el segundo acto ejecutó la más complicada, la Suite Nº 6 para violonchelo solo en Re mayor de Bach, que hizo que el público la ovacionara de pie. Vestía un hermoso vestido largo en color marfil que resaltaba su piel. El tercer acto fue el más breve, pero fue el que causó mayor impresión. Ejecutó Sweet Child of mine, una pieza de rock, acompañada de un guitarrista. Esta vez vestía minifalda de cuero, un top y botas militares, maquillada al estilo gótico. Se había maquillado ella misma. Ni su familia sabía de su vestuario. Al ejecutar el cello, daba la impresión de estar desnuda, por quedar prácticamente cubierta por este. Luego, solo se excusaría diciendo: -Me recomendaron que cerrara con algo que causara una tremenda impresión… No sé exactamente a qué se referían, pero creo que lo logré. Las críticas por la prensa en días posteriores fueron muy halagadoras. Se hablaba de su técnica, de su juventud, que era una joven promesa para la música, además de irreverente. Ella no mostró interés alguno a los comentarios de la prensa. -Todos los buenos músicos merecen ser tomados en cuenta. Yo les llevo ventaja por mi condición, es cómo si hiciera trampa. Rosa Torregrande pensaba, mientras revisaba las cuentas y pagaba en
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su laptop. Era una sensación de tranquilidad no tener que preocuparse por el presupuesto o que el dinero alcanzase, como en tiempos anteriores. Ahora su esposo era un exitoso hombre de negocios, orgulloso de sí mismo y con la moral en alto. Se acercaban los quince años de María Fernanda y ella no sabía si celebrárselos o no. Su hija nunca había mostrado interés en esos eventos y siempre le había parecido “un halago a la inmadurez”. Pero para ella era su hija pequeña y eran sus quince años. Decidió consultarlo con Renata Torregrande. -No conozco a la niña tanto como tú, pero ella tiene su manera de ver las cosas. -¡Pero son sus quince años! -Si se lo pides, es posible que acepte, pero si se sentirá cómoda o feliz, me es difícil pensar que sea posible. -¿Qué me sugiere? -Consúltalo con ella –Pensó por un momento antes de proponer- Yo te recomendaría una cena o un almuerzo, una comida familiar, con las personas que ella desee que estén allí, en un lugar amplio, donde todos podamos hacerla sentir a gusto, hacerle cada uno un regalo, quizá. Algo que la haga sentir a feliz. María Fernanda escuchó atentamente, sin dejar de leer el libro que estaba leyendo. Se tomó unos segundos antes de contestar. -Rosa, si lo que deseas es cumplir con tu ilusión de celebrar mi entrada a la adolescencia, acepto. Pero lo haré solamente para que puedas cumplir con el convencionalismo social. Pero estoy segura que solo vendrán por la comida y la bebida, no porque sean mis amigos, mucho menos mis amistades, pues carezco de ambos. -¿Y si hacemos una reunión familiar, acompañado de las personas que tú quieras, además de algunos amigos nuestros? -¿Son necesarios sus amigos? -Bueno… Tú sabes que tu papá tiene sus negocios y es bueno para él establecer relaciones de trabajo. -No creo Rosa. Esos padres traerán jóvenes de mi edad que dirán que soy rara, cuando en realidad me tendrán miedo por ser diferente. Eso no me importa, pero creará roces innecesarios. -Bien… ¿Qué propones? -Déjame pensarlo –Dijo sin dejar de leer- Te daré mi lista de invitados. Tú podrás invitar a cinco personas y Roberto a cinco. Discútelo con él. -Bien. Es tú fiesta y creo que es para tú disfrute.
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-Gracias Rosa… ¿Sabes que tengo un afecto muy grande por ti, verdad? -Si hija… Lo sé. -No solo porque eres mi madre, sino por todos tus esfuerzos para entenderme… -Yo también… siento un gran afecto por ti, hija. -Ahora, déjame terminar este libro y te daré la lista. Solo me falta escribirla. A la final se decidió por un almuerzo. Para ello se utilizó la terraza de la casa. Braulio se encargó de la organización, mesas e invitados. La familia Luque fue invitada. Siguiendo las recomendaciones de Renata Torregrande, les fue designada una mesa familiar con todo lo que pudiesen necesitar y un mesonero designado para atenderlos de forma exclusiva. -Así no tendrán nada que decir de la familia –Dijo Renata Torregrande a Braulio- Que no se diga que los Torregrande somos mezquinos. -Así será, señora. Doña Adelaida Luque con aires de conocedora del lugar tenía acaparada al mesonero para sí. Seguida de su nieto, Rodrigo Luque, que parecía un barril sin fondo, entre las bebidas, los canapés, mientras esperaba el almuerzo. -¡Vamos, chico! –Le decía- ¡No seas pichirre! ¿No hay más tequeños? ¿Por qué no traes la botella en vez del trago? ¡Has un solo viaje! -Y no olvide por favor mi plato de frutas, muchacho… Menos mangos y cambures, más fresas, rápido. El suegro de Roberto Torregrande los observaba de lejos, meneando la cabeza con desaprobación, mientras conversaba con su yerno. -De verdad no sé cómo no me di cuenta Roberto. Te debo una disculpa. -Eso ya no tiene importancia, suegro. -Desde el principio me dejé llevar por Rodrigo, sin tomar en cuenta quién es… Te negué muchas oportunidades y no supe aprovecharte. -Dejemos el pasado atrás suegro. Ahora hay que vivir el presente… Ahí está su hija, voy a hablar con ella. Disfrute de la reunión. En un rato sirven el almuerzo. Se acercó a su esposa, que lo recibió con un beso. Se sentó a su lado, tomando un vaso de whisky de un mesonero al pasar. -¿Qué te parece la fiesta?
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-Un detalle muy bonito de Renata. ¿Todavía no se le pasa el resentimiento a papá? -No –Sonrió- Desde que tenemos dinero, soy una grave pérdida para la compañía… ¿Y Marifé? -Hablando con la organizadora de la fiesta. A pesar de las diferencias, se han hecho muy amigas… Siento un poco de celos. -Para ella eres su madre. La señora Torregrande es como alguien que la llena de curiosidad. Eso es todo. Renata y Marifé conversaban en una mesa, atendidas por el siempre solícito Braulio, que no aceptaba a nadie más que él para eso. -… Y generalmente era mi hermana quien amenizaba las fiestas con el piano. Pero eran otros tiempos y esos eran los entretenimientos que se podían disfrutar, además de aquellos que nunca cambian…Porque no hay finales sin sorpresas. -Como su salida de la fiesta de tu boda. -Sí –Sonrió- También el entretenimiento máximo de todas las fiestas: Hablar mal del prójimo. Es algo que no ha cambiado a través del tiempo. Se hablaba antes de relaciones sociales inapropiadas, infidelidades, personas que vivían de apariencias, pero que en realidad estaban en la ruina, aquellos que eran la “oveja negra” de la familia. -Conozco en término, pero no lo entiendo muy bien… -Son los que van en contra de la norma familiar, causando una mala imagen al buen nombre la familia, por aquello que la sociedad debería esperar de este… -Entonces, según ese concepto, ¿tú eres la oveja negra de la familia? -Ciertamente –Dijo sonriendo- Aunque creo que ya no tengo quien juzgue mi pasado. -Porque ya están muertos. -Exacto… Eso es lo que me gusta de ti, Marifé. No hay que maquillarte las cosas. -¿Por maquillar te refieres a disimular o? -Eres demasiado inteligente para tratar de mentirte. No soy la oveja negra de la familia, porque ya no hay pasado… Durante un tiempo decidí estar sola, sin familia. ¡Había sufrido tanto al perder a los que amaba y ver que seguía aquí! -¿Y el abogado?... El antiguo pretendiente de Rosa. -Lo encontré por casualidad… Bueno, un poco por casualidad. Estaba investigando a la familia y vi que era parte del pasado de tu madre y quise saber que sabía. -¿Y usted sabe? -Sí. Lo sé.
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-Tu regalo te lo daré después. En este momento carece de sentido. Espera el regalo de los muchachos. El almuerzo fue de lo más espléndido: Pollos y carnes, paella, pasticho, bebidas variadas, desde licores hasta jugos de frutas. Los únicos invitados ajenos a la familia fueron el abogado de Renata Torregrande, Vicente Aristigueta, la novia de Beto Torregrande, Bianca Rovira y el Profesor de música de María Fernanda, Gerardo Díaz. Ya en algún momento, este aprovechó para saludarla y desearle un feliz cumpleaños, además de presentarle sus respetos a Renata Torregrande, pues sabía que ella había patrocinado el evento. -¿Es él? –María Fernanda asintió- Bueno, no me parece tan viejo. -Opino lo mismo, Tata. -¿Puedo preguntar de qué hablan? -Preguntó entre divertido e intrigado- Creo que no entiendo. -Le conté a la Tata que usted me gusta profesor. Este se puso rojo como la grana y tomando con suavidad a María Fernanda por un hombro, le sonrió a Renata Torregrande. -¿Me permite un momento? -¡Cómo no! –Dijo tratando de parecer seria- La gente necesita de vez en cuando de su intimidad. La llevó hasta la mesa de los postres. Ella tomó una galleta y comenzó a comerla de a poco, aparentemente indiferente. -¿Marifé, tú me besaste? –Esta asintió- ¿Y por qué lo hiciste? -Para ser un profesor y un hombre ahora trece años mayor que yo, no debería preguntar trivialidades. -No es trivial tal cosa jovencita. ¿Te imaginas que alguien lo hubiese visto? -Nada hubiera pasado en realidad. Yo admitiría públicamente haberlo besado sin su consentimiento. -Pero eres una niña. -Tengo la edad de una niña, que es muy diferente… Si bien es cierto que carezco de experiencia, estoy abierta a nuevas experiencias en su caso. -¿Tú oyes lo que dices? -Por supuesto, no soy sorda. Y esa es una pregunta pueril, por no decir estúpida. -María Fernanda –Dijo llenándose de paciencia- Eres muy linda. Y
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estoy seguro de que si buscas amigos, encontrarás muchachos a los que les llames la atención… Pero, entiende. Soy muy adulto para ti. -No en realidad. Ya estoy en edad reproductiva y usted es un adulto listo. Aunque confieso que no tengo intenciones de quedar embarazada. -No sé si puedo explicarme –Dijo tratando de no perder la pacienciaDéjame ver… -Entonces usted no es tan inteligente como yo creo. Me imagino que esto es lo que Rosa llama “idealizar” -Marifé… Necesitaba conversar esto contigo. En realidad no sé ni porque vine. -Esa respuesta debe buscarla profesor. Mi único interés no es que yo lo besé, sino que usted correspondió. Este se le quedó mirando en silencio, rojo como la grana, hasta que por fin se echó a reír. Ella lo miró extrañada. -De verdad no puedo contigo. Adiós, Marifé. -Adiós profesor. No se sienta mal. En algún momento tendré veinte años y no me llamaran fenómeno. Esas fueron sus palabras. Este le entregó su regalo, en un pequeño estuche. Ella lo abrió. Era un pen drive y una nota. Ella la leyó detenidamente: “Marifé. Feliz cumpleaños. Como no puedo regalarte algo que fácilmente puedes conseguir tu misma, te regalo la música que me gusta. Espero sea de tu agrado. Tu profesor. Gerardo” Cuando ella alzó la mirada, este se había marchado. Ella guardó el objeto junto con la nota en su bolsillo. -Cuando tenga veinte años… Ya atardeciendo, se le cantó el tradicional cumpleaños y se repartió un delicioso pastel, acompañado de helado de ron con pasas, el favorito de la agasajada. Renata agradeció cortésmente los regalos, dando a entender que en el cumpleaños de cada uno estaba comprometida a hacer un regalo equivalente en valor al recibido. El que más disfrutó fue el de su hermano: Una caja de música. -Vas a tener que darme un poco de tiempo para compensarte esto Beto… Voy a tardar un poco para completar para comprarte un automóvil…
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El Mundo Está a Punto de Sacudirse (1940) Aunque Renata Torregrande tenía más de cincuenta años, seguía siendo una mujer muy atractiva y con mucho mundo. En ese momento estaba llegando a Nueva York. Un año antes, la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, tropas alemanas atravesaron el puesto de control polaco, fronterizo entre ambos países, enfrentando un ejército de voluntarios en contra de unidades de oficiales y soldados profesionales, quienes ya habían ocupado Austria y Checoslovaquia, además de que luego, el 17 de ese mes, los rusos tomaron parte en la contienda para tomar su parte de Polonia. En solo 28 días terminó la campaña de Polonia, dando inicio a lo que sería conocido como Segunda Guerra Mundial, con la excusa inicial de Hitler de que cada uno de esos pasos del expansionismo alemán era su «última reivindicación en Europa». Había llegado de Francia, poniéndose a salvo, ante la inminente invasión Alemana allí, bajo el eufemismo de “ocupación”, ocurrida el 5 de junio, llamada luego como la Francia de Vichy, quién colaboraría en todos los órdenes con el Tercer Reich. Encontró a su tío, Julio Torregrande, metido de lleno en los problemas logísticos que significaba el transporte de armas por tren desde las fábricas hasta los lugares de transporte. Charlotte giraba instrucciones a un asistente, mientras conversaba con otro que tomaba notas. -¡Hola querida! –Le dio un abrazo y un beso- ¡Siempre es un placer recibirte! -Me encanta verte tía. Las cosas están muy feas en Europa. Renata había simpatizado con algunos alemanes que conoció en Francia, por la referencia afectiva del socio de su padre, Ernest Breüer y luego Lothar y Wolfgang Matheus. Pero se dio cuenta al conocerlos y escucharlos de que estos hombres eran muy diferentes en acciones y pensamientos a aquellos que habían formado parte de su vida. -…Y será peor. Tu tío está arreglando lo del contrato de armas para Inglaterra, para dotar al ejército Inglés… -¿Pero está todo bien? -Hasta donde cabe –Dijo molesta- ¡Con lo que me costó convencer a tu tío de salir de vacaciones para Italia!... Ahora todo está cancelado. A pesar del comentario superficial de su tía, Renata no se engañaba. Su rostro de preocupación revelaba muchos temores en su interior. -¡Renata, sobrina!
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-¡Hola tío! ¿Han pasado muchas cosas? -Muchas en realidad –Dijo Charlotte- Este jovencito que ves aquí tomando nota se llama Amul- Josep Torregrande Hall. Es mi hijo mayor. -Mucho gusto prima –Dijo el joven de lo más formal, tendiéndole la mano- Un placer. -Mucho gusto. -No te dejes engañar por su barba incipiente. Es más joven de lo que parece… Tienes seis sobrinos en total. -Te llamas así por tu tío… -Sí –Dijo Orgulloso- El tío Amul es el hombre más increíble del mundo… Me llevó a conocer tigres a la India y visitamos Malasia. -Y no sabes Tata, cómo sufrí esas vacaciones como madre. Pero creo que traté de seguir el ejemplo de papá conmigo… Fue hermoso el último gesto de papá. En su testamento reconoció a Amul como su hijo, dándole su apellido. -… ¿Y Amul? –Preguntó, tratando de no mostrar ansiedad. -No está aquí. Debido a sus contactos en Europa, es el responsable de los contratos de la compañía con el gobierno británico y el nuestro… Sabemos que muchos de esos negocios son a largo plazo, y con la incertidumbre de lo que pueda presentarse. -¿Has sabido algo de la familia? -Tu madre está bien –Sonrió- Y tu hermana ha aprendido a llevar su situación de casada… Pero tu padre es otra cosa. -¿Qué pasa con papá? -Está muriendo, Tata. Jamás pensó Renata Torregrande que regresaría a Pueblo Real luego de tantos años. No reconocía nada. Era una ciudad moderna, de muchos edificios, ajena a los vientos de guerra que se avecinaban. Los tres pisos de la casa Torregrande había conocido tiempos mejores. Su madre la recibió en persona. Era una anciana marchita, vestido de negro cerrado. -Pasa hija… -Dijo abrazándola- Pensé que habías muerto. ¡Gracias a dios que estás viva! -Estoy bien madre –Dijo mirando la casa- ¿Pero qué ha pasado aquí? -Muchas cosas… Muchas cosas desde el día que te fuiste. Tu hermana se casó con Federico. -Ya lo sé… Hablé con ella en Nueva York, una vez…
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-Me lo contó. -¿Pero qué ha pasado aquí? -Tu padre enfermó. Está enfermo. Nunca se recuperó de la pérdida de prestigio cuando Julio lo abandonó. Luego, Ernest Breüer también rompió con él. Tuvieron pleito porque este reclamaba su parte en la sociedad y tu padre se negaba, alegando que este había llegado sin nada y que sin nada debía irse… Fueron a juicio. La ley obligó a tu padre a cederle lo que le correspondía. Eso fue otro duro golpe a su imagen. Se dedicó a la bebida… -Contuvo el llanto- Fue desastroso. -Lamento eso… Imagino que si no me hubiese marchado, las cosas hubiesen sido de otra manera. -Nada hubiera cambiado hija. Nada. Tal vez se hubiese atrasado, pero nada más. Irte fue lo mejor que pudiste hacer… Más de una vez he deseado tener tu valor… Pero son muchos años de casada con tu padre… Y eran otros tiempos –Hizo una pausa y trató de recomponerse, sonriéndole- ¿Cómo estás? Cuéntame. Renata pensó que no valía la pena ahondar en su vida, viendo el estado de su antiguo hogar. -Bien. Estoy bien. He hecho negocios importantes. Estuve casada, pero enviudé. No tengo hijos. -¡Lástima! ¿Fuiste feliz? -Mucho… Puedo ayudarte mamá. ¿Cómo se sostienen? -Al principio mi yerno –Dijo esa palabra concierto desdén- Tomó las riendas de la empresa. Casi nos dejó en la calle. Tu hermana se encargó, ayudada por Julito, que dios lo bendiga. No nos ayudan más de lo que lo hacen, porque tú hermana no lo permite. No quiere que papá se entere, pues eso podría matarlo de un disgusto. -¿No pregunta por mí? ¿Papá? -Es muy orgulloso. Mejor vámonos a la cocina, no es bueno que te escuche. Está borracho. Siempre está borracho ahora. Y grita cada cosa… -¿Aurelia? –Renata se sorprendió al oír la voz gangosa de su padre, nada parecida a su antigua voz de cuando era amo y de su casa¿Quién está allí?... ¡Aurelia! -¡Nadie Alberto! -¡Tráeme Whisky Aurelia! ¡Se acabó la botella! -¡No te voy a dar licor Alberto! ¿De dónde sacaste esa botella? -¡Soy Don Alberto Torregrande! ¡A mí no se me niega nada! –Gritó-
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¿Dónde está mi yerno querido? -Estoy seguro que ese desgraciado le ha vuelto a dar licor… No sé qué hacer –Se apretó las manos nerviosa- No quiero decirle a tú hermana. Ya bastante tiene con soportar al marido y trabajar. -¿Trabajar? -Es asistente de Ernest –Dijo en voz baja- Le paga muy bien y la ayuda en lo que queda de la empresa para salir adelante. Para Renata Torregrande era una ironía del destino. Aquellos despreciados por su padre eran los que a la final estaban sosteniendo a la familia. Ahora era su turno. Lamentó haberse alejado tanto y que su hermana no le contó nada en su oportunidad. Ya se suponía cual era el fulano negocio que llevó en su momento su ahora cuñado con su tío. -¡Son todos unos ingratos! –Gritaba desde su cuarto- Van a ver… Julio, Ernest. La ladrona, la loca que hundió a la familia, la mala hija. -¡Alberto, cállate! –Gritó la madre- Perdona hija –Dijo avergonzadaTiene esos episodios luego que bebe. -Olvídalo mamá. Vamos a la cocina. Conversemos allí. La cocina era un lugar muy diferente a cómo ella lo recordaba. Se dijo a sí misma que al igual que la gente, todas las cosas envejecían. Su madre le sirvió café, que preparó ella misma. Le parecía extraño, sino irreal, ver aquella mujer, que había tenido servidumbre, parecer más un ama de llaves que una dueña de casa. -Mamá, ¿puedo ayudarlos?... Yo no sufro de estrecheces económicas. Mi esposo me dejó una herencia. Puedo sacarte de aquí, internar a papá tal vez… -Déjame hablar con tu hermana… Estoy tan cansada. -Tal vez es lo mejor. Pueden irse a Estados Unidos. -¿Y la guerra? -Allí no ha llegado y parece que no va a llegar. Pero si prefieres quedarte aquí, está bien. Igual los ayudaré. Mucho le costó a Renata reconocer a su hermana Anastasia, pues se veía más como hermana de su madre que suya. En contra de lo que esperaba, su trato fue cordial. Era evidente que a pesar de todo, el tener algo de independencia la hacía sentir bien. Conversaron de muchas cosas, incluida la manutención del hogar y la reclusión de su padre en una casa de reposo. -Yo no lo he hecho, porque lo que gano nos da para ir llevando, pero no para tanto.
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-¿Y tu esposo? -Gracias a dios doy por los hijos que tengo, que son tres. Todos trabajan para Ernest. Porque mi cuarto hijo es el bueno para nada de mi marido. ¡Siempre buscando el negocio de oro!... Pero es inofensivo. -Bien. Dejémoslo a un lado. Les ayudaré, pero uno de tus hijos, el más capaz se encargará de la administración de esta casa. -No creo que Ernest lo vaya a dejar ir así como así. Se llama Fernando. -Tendrá que hacerlo. -Buenas… Era el esposo de Anastasia Torregrande, Federico de Santiago. Estaba más delgado y trataba de cubrir su calvicie con el poco cabello que le quedaba. Vestía ropas pasadas de moda que lo hacía lucir ridículo. A Renata le recordó un poco a esos vendedores de pócimas milagrosas que curaban desde un dolor de muelas hasta picaduras de serpientes que había visto en sus viajes. -Buenas cuñado. -Renata, que sorpresa –Dijo con un gesto desdeñoso- ¿Y eso, tú por aquí? -Mi hermana viene a ayudar a la familia… Quiere que Fernando administre las cuentas de la familia. Al oír hablar de dinero, la actitud de aquel hombre cambió, zalamero, con una sonrisa hipócrita a todas luces, se frotó las manos. -Pero cuñadita, ¿para qué molestar al muchacho? Está aprendiendo. Le falta mucho de mi habilidad empresarial y mis relaciones. -Por algo tiene trabajo y tú no, Federico –Intervino Anastasia- No te metas en esto, si quieres seguir viviendo aquí. En ese momento se escucharon los gritos del padre pidiendo más licor. Renata se sobresaltó, pero se calmó al ver la actitud tranquila d su madre y su hermana. -Espera aquí un momento Renata –Dijo la madre- Regresamos enseguida. Así quedaron ambos, solos y en silencio. Federico infló el pecho cual gallito, cosa que lo hacía ver francamente ridículo. Con voz almibarada le habló a su cuñada. -Sigues muy bella a pesar de los años, cuñada. Renata no contestó. Avanzó hacía él y al pasar por la mesa, tomó un afilado cuchillo de cocina. Colocándolo en el cuello de Federico de
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Santiago, que, pálido como el papel, la miraba con ojos desorbitados. -¿Pero qué haces cuñadita? ¿Estás loca? -Y que no se te olvide. Es bueno que lo recuerdes. Si vuelvo a saber que le diste licor a papá, te destripo como a un cerdo… Y no es mi primera vez, te cuento. -Tranquilízate cuñadita… Ten cuidado con eso. No lo volveré a hacer. -¿Cuánto quieres por dejar a esta familia? -¡Estás loca! ¡Yo, dejar a mi amada esposa! ¡Eso no tiene precio! Renata lo liberó del filo de la hoja, colocándola en la mesa. De su bolso sacó una chequera y comenzó a escribir. -Claro que lo tiene… Te daré un millón. -Un millón… -Comenzó a sudar, tratando de parecer digno- Mi familia no vale tan poco… -Dos millones… -Ningún negocio comienza con menos que eso. -Tres millones… -Es un dolor muy grande el que me estas causando –Dijo apoyando su mano en la mesa teatral- ¿Sabes cuánto me va a costar recuperarme? Con un movimiento rápido Renata clavó el cuchillo en la mesa, justo entre los dedos medio y anular de la mano. Federico de Santiago casi se desmaya. -Te va a costar tres millones… O morir en manos de tus deudores… -¿Qué deudores? -Un tipo cómo tú siempre los tiene… Y si alguien por allí suelta el rumor de que tienes tres millones… -Pero no los tengo… -Pero ellos no lo saben… Preferirás que yo te arranque una mano, a que ellos te cojan… Ahora, que si tú tomas el cheque y te marchas de inmediato, sin despedirte, nadie sabrá nada. Este extendió la mano y Renata le extendió el cheque. Miró el documento con codicia y sonrió a todo lo que dio. -¡Como si hubiese muerto! -Si regresas, te prometo que así va a ser. Cuando su hermana y su madre regresaron a la cocina, al encontraron sola, tomándose el café, de lo más tranquila. -¿Y Federico? ¿No te habrá pedido dinero, verdad? -No. Me dijo que tenía el negocio de oro y se marchó.
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-Espero que no se meta el líos –Dijo Aurelia de Torregrande- Ya bastantes problemas tenemos con tu papá. -Eso espero… -Mamá, vamos a vender la casa. Busquemos algo más cómodo, que esté en el centro de la ciudad, esto está muy alejado. Anastasia, vamos a conocer a mis sobrinos y a arreglar lo de la administración de la casa… Creo que me voy a quedar una temporada más aquí. -¡Pero vender la casa!... No Renata. No puedo hacerlo. Toda mi vida está aquí. Su infancia, cuando crecieron. Hay tantas cosas aquí de mucho valor… Recuerdos familiares. -Está bien mamá. Pero esta casa está inhabitable. Hay partes que están muy deterioradas. Es muy grande para que tú la estés aseando. ¿No tienes personal de servicio? -Tu hermana y sobrinos no ganan tanto… Hay una señora que viene. Cocina el almuerzo y lava la ropa, nada más… -No se hable más… Anastasia, cuando tu hijo llegue, tendremos una reunión. Mañana mismo nos vamos para el hotel del club social. Viviremos allí. No más trabajo del hogar… No lo hiciste toda tu vida y no seguirás con eso. -¿Y tu padre? -Le buscaremos un lugar apropiado, con cuidados particulares. ¿Qué te dijo el doctor cuando lo atendió? -Es cuestión de tiempo hija –Dijo resignada- No se puede hacer nada más… Dijo algo sobre el hígado. -Bien… Le daremos los mejores cuidados. Y ustedes necesitan descansar. Hablaré con Ernest Breüer. No trabajarás más. No te hace falta. -No –Dijo con firmeza- No dejaré de trabajar… Por fin puedo hacer algo, ser útil, demostrarme a mí misma que valgo. -Entiendo… Pero vendrás con nosotras. Creo que por lo menos merecen que te mimen. ¿Los sobrinos viven aquí también? -Federico vive en casa de Ernest. No creo que quiera irse de allí – Sonrió- Anda enamoriscado de una hija de él.
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Llenando Los Espacios -Excelente Marifé… Me encanta, cómo siempre. -Ahora me seguirás contando, Tata. -Si… Te seguiré contando. Renata tomó el álbum de fotografías que tenía sobre la mesa y comenzó a mostrarle, mientras le explicaba la historia de cada foto. Cuando no había foto, dejaba el álbum a un lado y empezaba a hablar, llenando los espacios, mientras Braulio solícito les servía te para ella y helado de ron con pasas para la joven. Habían comenzado las vacaciones escolares y Marifé estaba feliz de su rutina. Beto Torregrande se había ido para la playa con Bianca Rovira y su familia, en su propio vehículo. No era el carro deseado, pero Renata Torregrande, con permiso de su madre, le había regalado un Volkswagen. -Es un carro seguro y no podrás decir que anda a toda velocidad. Cuando se marchaban, Marifé se despidió de Bianca y le entregó un pequeño paquete a su hermano. Este la miró un poco confundido. Mientras los padres de Bianca y sus hermanos esperaban en su propio automóvil. -Son preservativos Beto. Imagino que no vas a poder comprarlos delante de sus padres. -¡Marifé! Bianca se los quitó de un manotazo, escondiéndolos en su blusa, mientras le guiñaba el ojo a su cuñada. Esta la miró sin entender, hasta que le habló: -Gracias cuñada. -De nada. Beto, recuerda que si vas a finalizar muy rápido, hay una página que dejé en tu celular para evitar la eyaculación precoz, por aquello de la falta de experiencia. Luego me cuentas cómo es eso de perder la virginidad, para futuras referencias… -¡Marifé! –Beto miró a su novia, que estaba roja como un tomate, aguantando la carcajada- Bianca yo… bueno, yo sí, pero no, cómo te lo digo. -No digas nada… Vamos. Chao Marifé. -Adiós… Ahora compartía sus mañanas con su madre y las tardes con aquella señora. A veces, simplemente tocaban. Ella el cello y Renata el piano, que había llegado entre un nuevo lote de muebles.
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Otras veces, Marifé tocaba para ella y luego la Tata le contaba la historia familiar, justo como lo hacía ahora. -La casa no se vendió, pero fue remodelada. Muchos de sus muebles fueron guardados en otro casa que compre. Cuando Fernando de Santiago, que prefirió usar el Torregrande luego de que su padre abandonara a la familia para darse la gran vida en Estados Unidos, donde quedó arruinado y nunca más se supo de él, se casó con la hija de Ernest Breüer, se vinieron aquí. Cosa curiosa. Todos mis sobrinos usaron el poder legal de la familia para usar solo el Torregrande, como si su padre nunca hubiese existido… -¿Y dónde vivieron? -Aquí. Incluso Ernest, luego que enviudó. Decía que aquí se sentía como en casa, protegido. Muchas cosas no fueron fáciles para él cuando inició la guerra. -¿Sí? -Verás… Si no hubiese sido por su yerno y el apellido Torregrande, hubiera quedado en la miseria. Nadie quería hacer negocios con un alemán, pues era el enemigo. -¿Incluso aquí? -Gente que lo conoció toda la vida se alejó por temor que fuese un espía, lo cual era risible para quienes lo conocíamos… Creo que no exagero si digo que murió de tristeza. -¿Y cuánto tiempo estuviste aquí? -Cinco años. -¿Cinco años? -Muchas cosas pasaron en esos cinco años… Lo que duró toda la guerra. En el año 41 se inició la guerra. En el 42 los japoneses invadieron Singapur, un lugar muy querido para Amul. Se enlistó en el ejército británico y comenzó labores de guerra de guerrillas junto con los locales, los chinos y los ingleses. Amul no vio el final de la guerra. Murió en la selva, cerca de una playa en el 44, luego de una incursión en una prisión militar japonesa, para liberar soldados norteamericanos e ingleses, con éxito. Se ofreció una fortuna por su cabeza… Fue un duro golpe para su sobrino. Amul era su héroe. Recibió condecoraciones de tres naciones por sus acciones: Estados Unidos, Inglaterra y malasia. Nunca pude volverlo a ver… -¿Y qué más pasó? -La familia pasó por algunas estrecheces económicas. También
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murió papá, pero lo esperábamos… Nos fue bien a la final. Luego de la guerra mi tío Julio consiguió muchos contratos en Estados Unidos y Europa para transportar medicinas, equipos comida… Yo por mi parte había comprado luego de mi vista en París, toda la producción que pude de caucho para importar a las grandes fábricas. Fue una fortuna bien ganada. Otro fenómeno interesante fue el cambio en el modo de ser de las cosas… Las mujeres dejaron de ser sumisas. Se hicieron independientes, pues tuvieron que trabajar en fábricas, en aviones, motores, pues sus hombres estaban combatiendo en Europa y en el Pacífico –Sonrió- Hasta Charlotte Hall quiso vivir la experiencia. Trabajó en una fábrica de aviones. Al final de la guerra, consiguió licencia de piloto… Esa mujer supo vivir y trajo mucha felicidad a la familia… Fue muy doloroso ir a su funeral. Era dos años menor que yo… Tenía 60 años. Mi tío no lo resistió… Durante años se dieron amor, compartieron sonrisas. Aún lo recuerdo. En el cementerio me dijo, y aún recuerdo sus palabras: “No creo poder seguir solo Tata”. Murió un mes después. -¿Y cómo llegaste aquí? -Viajé… Viajé mucho. Para las nuevas generaciones, solo era una anciana, alguien extraño, raro, lejano. Decidí que era tiempo de cerrar el círculo. -Comenzaste a llenar los espacios. -Se podría decir así… Como mis facultades mentales y físicas seguían y siguen intactas, decidí que era hora de volver a mi casa. Obviamente que sabía que solo habían Torregrande en este hogar… Hice todas mis investigaciones. Así encontré a Aristigueta, quién podía darme información de todos ustedes… -Y ahora estás aquí… -Ahora estoy aquí… Estoy cansada Marifé. ¿Podrías tocar para mí otra vez mañana? -Eso me encantaría. -Te daré un consejo: Que nadie te diga que no puedes hacer algo. Eres una Torregrande. Ser diferente, necesariamente no es malo. -A veces me molesta la torpeza de la gente para aceptarme. ¿O es soberbia intelectual de mi parte? -Quizá. ¿Pero qué tiene de malo? Eres inteligente y punto. -Soy un genio. A veces la gente no sabe lidiar con eso. Por eso crearon la etiqueta para personas como nosotros: Asperger.
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-Si… Hasta mañana, Marifé. -Hasta mañana, Tata. La mañana pasó muy rápido, con los pendientes de la casa, las compras y las diligencias. Ya Rosa tenía como habitual que Braulio la llevase a ella y a Marifé al supermercado, cosa que este aprovechaba para comprar todo lo que necesitaba su jefa, además de su tratamiento médico. Ya luego del almuerzo y la siesta de la tarde, Marifé fue con su cello a la habitación de la anciana. Ella siguió mostrándole fotografías de sus muchos álbumes, contándole más cosas de la historia de la familia, que era su historia. -Otros que salieron mal parados con la guerra fueron los Matheus. El hermano de Lothar tenía muchas de sus inversiones en bancos alemanes, y en documentos bancarios. No era simpatizante del nacional socialismo. Era que simplemente la economía alemana se había vuelto sólida de la noche a la mañana. Pero todo era ficticio, una imagen vendida de falsa solidez. Lamentablemente, para cuando lo supe, muy poco pude hacer por él. -¿Y qué fue de los Matheus? -Años después viajé allí para saber de ellos… Había muy poca gente de la familia… Así encontré al fiel Braulio. -¿Braulio es un Matheus? -Sí. Les ayude a su madre y a sus hermanas, cuyas condiciones no eran las más aceptables. Me parecía una obscenidad que luego de tanta riqueza, estuviesen en condiciones tan humildes. Hice un fondo para la familia, las hermanas de Braulio estudiaron. Una es médico cirujano y la otra es profesora en una prestigiosa universidad. Así como Charlotte Hall tuvo al fiel Amul, yo conseguí al fiel Braulio. Hizo carrera en el ejército, luego estudió enfermería y se hizo mi guarda espaldas, asistente y enfermero. -¿Y su familia? -Te aseguro que está muy pendientes de ellos. Cuando hizo su carrera, lo único que me pidió fue seguirme, a condición de que su sueldo fuese íntegro para su familia, pues yo cubría sus demás necesidades económicas. Por favor no se lo digas a nadie. Es muy celoso de su privacidad. Y en realidad, no sé por qué te lo estoy contando… La familia de mi tío Julio creció. Así pasaron varias generaciones. Supuse que había pasado al olvido, hasta que recibí una carta de parte
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de un tataranieto de Amul, mi sobrino. -¿Qué decía? -Que su abuelo le contaba historias de un antepasado suyo, Charlotte Hall una mujer que se adelantó a su tiempo en muchas cosas, además de un familiar de su esposo, a quién ella había querido mucho y que él, que era periodista, luego de mucho investigar, deseaba hacerme una entrevista. -¿Qué le contestaste? -Que si bien me sentía honrada, no deseaba ser vista en la prensa como una rareza, y que contestaba su carta solo por el profundo afecto que le tuve a Charlotte Hall y a su hijo Amul, de quién yo suponía que él debía saber el origen de su nombre, por ser un descendiente, ya que allí había una verdadera historia –Le mostró un recorte de prensa de la Gaceta de Nueva York- Aquí puedes leerlo, ¿por qué hablas inglés, no? -Con corrección, al igual que mi francés. También japonés, pero solo lo hago por diversión. “A veces los periodistas o los escritores buscamos la historia o la noticia en los lugares más intrincados, para tratar de compensar nuestra falta de imaginación o la necesidad de llenar un espacio en una página del periódico. Solo nos interesa tratar de llamar la atención del lector y cumplir con el editor, a fin de continuar con nuestra rutina laboral, a la espera de que la suerte nos haga llegar el artículo que nos genere un pulitzer, sin concentrarnos en buscar el tema que cumpla lo que es el deber de un periodista: Hacer pensar, con la verdad y generar un cambio. En algún momento decidí no dormirme en mis laureles y me aboqué a la tarea de buscar aquello, que en nombre de la verdad, despertase en el lector el deseo que su voz se escuche. Busqué en los lugares más intrincados aquella noticia que interesara al lector y recibí una lección de humildad de una persona a la que deseaba entrevistar. En esa búsqueda encontré una persona que pensé que si entrevistaba podría marcar esa diferencia. Pero no corrí con suerte (eso pensé yo). Esa persona, familia de mi tatarabuela, Charlotte Hall, y que asombrosamente para mí y el resto de mi familia está viva, lúcida y en sus cabales, pero se negó a una entrevista. Me dijo que existió una persona con una vida más interesante que la suya y que merecía un reconocimiento.
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Fue allí donde descubrí la existencia de un héroe anónimo que hizo un esfuerzo monumental, solo por su deseo de defender un ideal, defender su país o aquellos que les abrieron sus brazos como si fuera uno más de ellos. La persona de quien quiero hablar lucho en la segunda guerra mundial en la campaña del pacífico, tal vez la más dura, la más larga y la más incomprendida, a juicio de quienes participaron en ella. Había nacido en la India, de padre americano y madre local. Vivió su infancia allí y fue declarado ingles por ser esa una colonia británica. Trabajó en Malasia, China y Filipinas, donde fue un local más, hizo amistades, gente que lo consideraba no un jefe, sino su familia. Regresó a américa y trabajó discretamente y con tesón al inicio de la guerra, hasta que en 1942 fue invadida Malasia. Sin la obligación de estar allí, pero con la convicción de proteger a aquellas personas que le dieron calor y se alistó para luchar en el ejército, detrás de las líneas enemigas, entre los locales, corriendo grandes riesgos y poniendo su vida en peligro a cada paso. Se transformó en un dolor de cabeza para los japoneses. Sacó a muchos pilotos que había tenido la necesidad de saltar de sus aviones, luego de esconderlos en la selva y prácticamente arrastrarlos hasta ponerlos a salvo. En 1944, en una incursión en una prisión militar japonesa, donde logró rescatar pilotos ingleses y americanos, porque los locales capturados simplemente sufrían una ejecución sumaria, a fin de sacarlos a las costas, donde por medio de comunicaciones previas eran embarcados hasta Australia, muriendo en la selva, cerca de la playa, sin posibilidad de escape, pero dando batalla, según descripción de los impotentes testigos. Jamás se pudo encontrar su cuerpo para rendirles los honores que merecía. Su familia recibió un telegrama, además de condecoraciones póstumas, luego de la guerra, por parte del gobierno inglés y el filipino, además del americano. Después de eso, simplemente pasó al olvido. Su nombre era Amul Hall. Era el medio hermano de mi tatarabuela. Hasta el momento que inicie esta investigación, solo sabía de este por leves referencia de historias a las que no les presté mucha atención, pues eran solo retazos. Hoy, me avergüenzo de esa ignorancia de mi parte, no solo como familia, sino como periodista investigador.
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Hubo muchos Amul en esa guerra, héroes cuya obra quedó en el olvido, pero que jamás lo hicieron por dejar una marca en la historia. Espero que el lector busque en sus raíces a aquellos que hicieron su parte en la historia. Con mucho gusto le proporcionaré una voz a aquellos olvidados. Richard Hall” -Muchos respondieron con sus cartas al periódico. Incluso familias filipinas que sobrevivieron a la guerra y que de una manera u otra son descendientes de personas que conocieron a Amul… Sobra decir que Richard Hall recibió muchos reconocimientos, incluso un Pulitzer. María Fernanda Torregrande le entregó el artículo de prensa y esta lo guardó cuidadosamente. Sacó el cello y comenzó a tocar. Era una interpretación sosegada, entregada. Tenía los ojos cerrados. En el silencio solo escuchaba el sonido de la respiración de la anciana. En algún momento, Marifé notó que ya no escuchaba la respiración de Renata. Con los ojos cerrados, continuó interpretando la pieza, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Al finalizar abrió los ojos y la miró. ¡Había tanta paz en su rostro! Con mucho cuidado, como si temiese despertarla, guardó el instrumento en su estuche. Encontró a su madre en la biblioteca, leyendo el periódico. Pasó a su lado y continuó con su búsqueda. Braulio estaba en el estacionamiento, secando la carrocería del automóvil. Rosa Torregrande pudo observar por la ventana a su hija conversando con Braulio y ponerle una mano en el hombro. Caminó hasta la casa, dejándolo allí, con la mirada en la acera, sin moverse. Ahora tenía que decirles a sus padres que aquella señora que se había hecho un miembro muy querido de la familia había muerto. Braulio se encargó diligentemente de todo lo concerniente al sepelio. Mientras el cura daba las últimas palabras en el cementerio, Rosa Torregrande no pudo menos que admirar el papel que había jugado su hija en todo aquello. Ahora si entendía que era realmente una mujer. Le deseó la paz del señor a aquella señora que tanto bien le había producido. Vicente Aristigueta se encargaba de la presentación de aquellas personas, extrañas a la familia. Una vez que era presentado, María Fernanda les hacía de anfitriona, dirigiéndose con corrección incluso a aquellos que hablaban inglés. En el cementerio, alejado, Braulio, vestido de riguroso negro
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guardaba la distancia, mientras las lágrimas surcaban su rostro en silencio a través de sus gafas oscuras. Los familiares más directos eran los más cercanos. Entre los invitados estaba Richard Hall, acompañado de su esposa y un pequeño en los brazos, además de otros familiares. Para extrañeza y curiosidad de estos, fue la joven María Fernanda quien había hecho las presentaciones, informándoles a sus padres y a su hermano, quien era quién. -¿Hay alguien que quiera decir algo? ¿Alguien de la familia? Se hizo silencio por unos momentos y María Fernanda Torregrande dio un paso adelante. Todos la miraron. - Todos los que están aquí conocieron muy poco a Renata Torregrande. Quizá Braulio, quien más tiempo compartió con ella. Para el resto de nosotros era alguien ajeno, de tiempos que no fueron los nuestros, aunque estábamos ligados de una manera u otra a ella. Vivió, sufrió y amo. Dio felicidad, se atrevió a ser diferente… También no dudó en combatir a sus enemigos con mano dura y sin piedad. Se enfrentó a las tradiciones anacrónicas, a ir contracorriente. Regresó a nosotros, a fin de conocernos, saber quiénes éramos, no porque temiese morir sola, sino que deseaba que por lo menos uno de nosotros la recordase. Yo lo haré, porque conozco su historia, porque tengo una memoria que me impide olvidar y por todo lo que compartí con ella… Te quiero Tata. Luego del sepelio, hubo una reunión donde todos se conocieron un poco más. Richard Hall se acercó a María Fernanda Torregrande. -Hermosas palabras jovencita. ¿Pasaste mucho tiempo con Renata? -No tanto. Pero conversamos mucho. -Mira –Le hizo un gesto a su esposa- Te presento a mi esposa y a mi hijo: Richard Amul Hall… Gracias a Renata, conocí muchísimo sobre mi familia. Y si ustedes son mi familia, quiero conocerlos. Ella me dio una lección… Braulio me dijo que eres músico. -Sí. -¿Tan joven? -No es nada extraordinario. Es porque soy un genio. Días después la familia Torregrande, junto con Braulio se reunió en la biblioteca de la casa, por petición de Vicente Aristigueta, a fin de dar lectura al testamento de Renata Torregrande. Incluso Doña
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Adelaida Luque estuvo allí. -Bueno damas y caballeros, voy a dar lectura de la última voluntad de Renata Torregrande. -No sé qué hace el señor aquí –Dijo refiriéndose a Braulio- Solo era su chofer. -El señor Braulio tiene perfecto derecho de estar aquí –Replicó el abogado- Usted no es de la familia, pero fue llamada por voluntad de la señora Renata. -Bien… -Bueno, voy a comenzar a leer el listado de bienes, para dar paso a las últimas instrucciones de la señora Torregrande. El listado incluía la casa, propiedad de la familia desde el año 1800, un apartamento en París, residencias en Nueva York, además de un gran listado de antigüedades que fueron registrados por Braulio en calidad de curador. Dejaba además acciones en diferentes empresas, y una hacienda en Brasil. Residencias en Costa Rica, Aruba y Surinam. -Procedo a leer: “Yo, Renata Torregrande, en pleno uso de mis facultades dejo por escrito mi última voluntad. Llegue a esta casa llena de desconfianza, pues toda cara conocida por mí, toda persona amada por mí ya no era parte de este plano. No sé, luego de los años vividos por mí, si fueron una bendición o una maldición. Pero en estos últimos tiempos me he reconciliado con dios, pues me demostró que valió la pena” “Dejo a Roberto y Rosa Torregrande esta casa, que con justa razón les pertenece. Incluye las antigüedades, excepto aquellas que he dispuesto previamente para la familia Hall, pues fueron un regalo de Charlotte Hall, mi tía, a quién quise mucho y creo que su familia apreciará el gesto” “A Roberto Torregrande hijo, llamado Beto por la familia, le dejo un departamento en Nueva York y un fondo que solo le será entregado si sigue una carrera de su elección y si continúa siendo el buen estudiante que es” “A Braulio Goncalves Matheus, mi amigo, mano derecha y confidente y familia, le dejo la hacienda en Brasil para su familia, que incluye
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la empresa agropecuaria y un fondo para su vejez, que espero que sea larga y feliz. Lamento profundamente haber sido una carga, pero la condición de dejar todos estos bienes para los tuyos, es que le sirvas, por un tiempo más a la familia Torregrande” “Las residencias ya nombradas quedan a disposición de la familia Torregrande y bajo la administración de Roberto Torregrande” “A María Fernanda Torregrande, le tengo un mensaje: Más que familia, fuiste una amiga. Llenaste mis espacios de palabras, música, un oído paciente para escuchar mi historia y una comprensión que en muchísimo tiempo pensé que no encontraría. Donde quiera que me encuentre, siempre me vas a hacer falta. Te quiero Marifé.” “Recuerda mis palabras. Eres más fuerte de lo que la gente cree. No te rindas. Con mucho gusto te dejo una beca para tus estudios superiores, y un fondo del que podrás disponer una vez cumplas los 18 años, además del apartamento en París y un puesto ya solicitado por mí en la École Normale de Musique de Paris. Podrás contar con Braulio para que te sirva de chofer, guarda espaldas y asistente el tiempo que dure la carrera. No me olvides. Eres la única persona que me recordará. Te dejo todo mis álbumes de fotografías, que sé que los mirabas con sana curiosidad y afecto, además de un joyero que es una caja de música, con todo su interior. Con todo el respeto y cariño para tu madre, que demostró ser familia y una gran amiga, te considero la hija que debí tener, luego de haber perdido a mi adorado hijo Wolfgang. Te amo como tal” “A Doña Adelaida Luque, le pido disculpas si le causé alguna molestia, pues sé que por mi culpa usted abandonó la casa Torregrande. Le dejo un pequeño fondo para su vejez a condición de que no regrese a importunar a los míos, el cual dejará de disponer si rompe esta condición. Si siente alguna molestia por esto, cuando muera, puede buscarme en el más allá y besar mi arrugado y viejo culo” “Las condiciones, bienes entregados y derechos por mi cedidos son inapelables, porque un Torregrande siempre, siempre cumple su palabra. Renata Torregrande”
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Epílogo Una fría brisa se colaba por las molduras de los edificios antiguos, bajo un cielo algo nublado, que le daba un aire nostálgico a la ciudad, con sus colores tan particulares. Paris, la ciudad de Simone de Beauvoir, de Sartre, de Camus y de Malraux, pero también de Hemingway, de Beckett, de Picasso y de García Márquez, quienes vivieron y respiraron este aire, en tardes como estas. María Fernanda Torregrande paseaba en automóvil, luego de salir de la École Normale de Musique de Paris, guiada por Braulio, que sonriente y cordial, conversaba con ella, sintiéndose como en su casa. -Tu madre llamó mientras estabas en clase. -Imagino que te atiborró de peguntas sobre mi salud, mis rutinas y mi seguridad. -Un poco… -Sonrió- Le dije que todo estaba bien. ¿Regresaremos a su casa en vacaciones? -Es posible… ¿La información que me diste es correcta? -Sí. Tiene como 20 días aquí, de vacaciones, viviendo en el departamento de una amiga, que posee cierta comodidad económica. Un contacto amigo me dijo que les gustaba ir al Café Les Deux Molins. Está en Montmartre, en el número 15 de la rue Lepic; en la esquina con la rue Cauchois. -Un sitio para turistas… No debe tener una guía muy original. -¿Va a ir esta tarde? -Mañana. Luego de clases, iremos al 40 boulevard Huassmann, Galerías Lafayette. -Me había dicho que deseaba ir al Orsay Museum -Cambié de opinión. Los impresionistas y post impresionistas seguirán allí mañana. -¿Impresionistas? - Monet, Cézanne, Van Gogh y Gauguin seguirán allí mañana. Me gusta pasar el rato observándolas… Es como tocar música o estar frente al ventanal en la casa Torregrande. -Entiendo. Así será. Al día siguiente, luego del almuerzo el vehículo se estacionó frente al café Les Deux Molins y esperó un rato, hasta que los vio entrar. La joven tendría unos veinticinco años. Era alta y delgada. Vestía una falda cortísima que contradecía el clima de la tarde, con un conjunto de camisa muy ajustada para atrapar más que retener sus senos a duras
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penas y una corta chaqueta de cuero. María Fernanda Torregrande vestía jeans, botas de cuero de tacón, una blusa estampada con una bufanda de color verde que resaltaba el color de sus ojos. Para combatir el frío usaba un sobretodo negro, además de unos finos lentes de color suave sin montura. Elegante y sencilla. -Como decía la Tata –Dijo para sí- Debo lidiar con aquello que me molesta. Resolverlo. Entró al café y se sentó en una mesa contigua a la de la pareja. Gerardo Díaz decía algo y aquella mujer la miraba aparentemente embobada del tema de conversación, mientras el garzón les servía café, creme brulée y bellas macarrones, pequeñas lunas de colores de rosa, verde y azul. Aún conservaba ese aire de músico grunge, con aquel gesto para quitarse el cabello del rostro que a ella tanto le gustaba. -Café au lait, si vuplé –Dijo al mesonero- Et croissants. Estudió las actitudes de su antiguo profesor. Era cortés, pero se estaba aburriendo a mares. Ella trataba de pasear su dedo sobre la mano de él, que suavemente la apartaba, tomando se taza de café o probando un macarrón. La mujer erguía la espalda para resaltar el escote y el tamaño de su busto, a fin de mantener al hombre interesado en sus atributos. -Mi tiempo aquí se acaba –Decía Gerardo- Debo regresar a mi país. -¡Ay Gerar! ¿No puedes quedarte un poco más? -No Vera –Respondía persuasivo- Ya no me queda casi dinero y bastante he abusado de tu hospitalidad. -Creo que mi hospitalidad ha sido más que bien pagada –Dijo melosa- Podrías conseguir unos días más, si te lo propones. -Es que somos muy diferentes… Además, acordamos que esto solo era algo ocasional. Sin compromisos, me dijiste tú. -Bueno –Dijo en tono de niña- ¡Perdóname por intentarlo! … Es que eres tan divertido. -Esa es una cualidad que me gustaría averiguar. Al principio, Gerardo Díaz no reconoció a la elegante joven que se había parado de la mesa contigua y estaba frente a él. El sobretodo no permitía detallarla y aquellas gafas de color no le dejaban detallar el rostro. -¿Disculpe? –Preguntó con desagrado la mujer que estaba sentadaCreo que esta es una conversación privada jovencita. -Si desea mantener una conversación privada, debería hablar con un
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tono de voz menos estridente. Agradezca que sea la única comensal por la hora. Dentro de una media hora esto estará lleno de turistas que sentirán muy poca curiosidad por sus proezas sexuales. -¡Marifé! –Gerardo supo de inmediato quien era por la manera de expresarse- ¡Cuánto tiempo! Se levantó de su asiento y trató de abrazarla, pero esta extendió su mano cortésmente. Se detuvo y correspondió. Ella se guardó sus anteojos y él pudo apreciar esos ojos verdes que brillaban de manera extraña. -Tres años, dos meses y quince días. -¿Y esta señorita quién es? -Disculpa Vera. Te presento a la señorita María Fernanda Torregrande. Es una intérprete del cello increíble. -¡Ah!... Es músico, como tú. -Decir que el profesor Gerardo es músico, es como decir que Gustav Eiffel era mecánico. -…No entiendo. -Es natural –Dijo con naturalidad- No podría ser de otra manera, señorita… - Verity Courtney. -Norteamericana supongo. Lo cual hace entendible que viva aquí y que visite sitios para turistas. Nunca he podido entender esa relación amor-odio con Francia de los norteamericanos. -Bueno –Dijo con suficiencia- Estoy aquí en representación de una firma comercial. -Es comprensible. -Marifé, imagino que estás estudiando. -En la École Normale de Musique. -Eres bastante joven para estar allí –Dijo la joven. -De hecho, estoy terminando mi carrera. Dispongo de bastante tiempo para mí. -Imagino que vistas el Louvre, la Torre Eiffel, el arco del triunfo… -No me gustan los sitios turísticos. Hay demasiados turistas tratando de hacer selfies artísticas para impresionar a sus familias demostrando que visitaron Paris. -¿No te gustan los sitios con mucha gente? -No. -¿Y los franceses? Hay muchos.
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-Los acepto porque están en su país. Ellos irrespetan al turista y son groseros con estos, porque saben que aceptan una comida mediocre y cara, solo para decir que fueron atendidos por un metre parisino en un bistró. -Es usted muy dura con los franceses. -Al contrario. Los entiendo. Las personas no vienen a admirar ni su cultura ni su arte, mucho menos su cotidianidad. Solo vienen a estar, nada más. Ellos respetan y valoran a aquel que puede reconocer la calidad cuando la ve y exige y paga de acuerdo a ella. -Creo que me está criticando. -Señoritas –Gerardo sentía que estas de un momento a otro iban a incendiar el restaurant- Creo que deberíamos sentarnos y conversar, tal vez tomando un vino. -Gerardo –Dijo Marifé- Porque ya no es mi profesor ni tengo quince años, no tengo interés en compartir con esta señorita, cuyo coeficiente es bastante ofensivo, por no decir superficial. Imagino que sus habilidades sexuales deben superar a las intelectuales, porque no encuentro otra justificación para su relación. La mujer se puso de pie, arqueando la espalda para retar a María Fernanda Torregrande. Si sentía algo de temor, no dio muestra alguna. -Gerar –Dijo airada sin quitarle la vista de encima a su rival- Creo que me quiero ir. ¿Nos vamos? -Pero Marifé… -Creo que he soportado bastante a la “señorita”… Vámonos. -He aprendido a detectar el sarcasmo y no lo tolero muy bien. Y sí, soy señorita aún. Pero voy a solucionarlo pronto. -¿Es que te gusta mi Gerar? -Sí. Es un hombre que siempre me pareció atractivo y me causa deseo. -¡Y se atreve a decírmelo! -No veo porque ocultarlo. Soy una mujer joven, atractiva, según el canon masculino y dispuesta a entablar intimidad, en su caso en particular. -Marifé –Dijo avergonzado- Creo que no es el lugar para esta conversación. -Gerar… ¡Vámonos ya! Antes que le dé un bofetón a la muchachita esta.
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-Creo que debo advertirle que se usar armas de fuego y no temo usarlas. También se defensa personal, por recomendación de mi guarda espaldas. -Gerar, vámonos. Tú no puedes permitir que esta mujercita me hable así. Así que nos vamos. -No –Dijo poniéndose serio- Creo que soy tu invitado, no tu pertenencia. Y no soy un niño para que me estés dando órdenes. -Si no te vienes –Amenazó- A partir de este momento vas a dormir en la calle… Así que ve a buscar tus cosas. -Recuerda que aún tengo mi habitación del hotel. Así que no me preocupa la calle. Gerardo Díaz miró a ambas mujeres. Verity Courtney, sexi, sensual, molesta, enojada y tratándolo como un objeto de su pertenencia. María Fernanda Torregrande, elegante, con clase y muy calmada. Tomó una decisión. -¿Y bien? -Bien… Esta noche pasaré por mis cosas. -¡Pero Gerar! -Lo siento. -¡Ojalá te congeles en la calle! -Se quedará en mi departamento. Es muy amplio. No se preocupará por la temperatura. .. Ambos salieron a la calle. Ella le hizo señas a Braulio, que abrió la puerta del vehículo para que subiera. Ella le hizo el gesto para que subiese al automóvil en la parte de atrás. -Buenas tardes señor. -Buenas. -¿A dónde señorita? - Chez Gladines, en la 30 rue des 5 diamants. -¿Y eso? –Preguntó Gerardo. -Es un restaurante vasco... Te invito a cenar. Mientras buscaban la avenida que los llevase a la orilla izquierda del Sena, el eficiente Braulio hacía una llamada telefónica. -¿André?... Braulio. Necesito una mesa. No. No me digas que no se puede. ¿Cuánto? ¿Tres botellas de ron? ¡Dos! –Sonrió- Bien. Sin falta
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–Se dirigió a María Fernanda- Listo. Tardaremos una media hora en llegar. Tiempo suficiente para que la reservación esté lista. -Gracias Braulio. -¿Y cómo fue que me encontraste? Porque, francamente, no me parece casualidad. -No lo es. Supe por mi familia que estabas en Europa y Braulio movió sus contactos para mí. Es mi asistente personal. -¿Y cuándo regresas a tu casa? -No lo sé. Lo estoy pensando. Estoy pensando muchas cosas en este momento. -¿Cómo qué? -Tengo unos fuertes deseos de ofenderte, aunque no consigo la causa y de hablar muy mal sobre esa mujer que te hacía compañía, además de unos fuertes deseos atávicos sobre su persona. Francamente la encuentro muy por debajo de tu nivel, o es que mi valor sobre tu persona está sobrevalorado. -¿Estás celosa? -No sabía que estos eran los celos. En tal caso, sí. Lo estoy. Creo que debemos hablarlo para tener una mejor conversación después. -¿Por qué estás celosa? -Quizá porque sigo teniendo deseos sobre ti. Y ya no hay excusas sobre mi edad. Aunque sigo siendo virgen. -Marifé… No sé qué decirte. Para mí no es fácil que me digas esas cosas. -Tengo entendido que para la mayoría de los hombres la virginidad es cómo una especie de trofeo. -Para mí es otra cosa… -Bueno, no debes preocuparte. Creo que compensaré mi falta de experiencia con mucho entusiasmo. Además he leído muchísimo sobre el tema. Leí el kamasutra, y otros libros sobre sexo. Y hago mucho ejercicio para mantenerme flexible, según eso encanta a los hombres. -Marifé, me estás incomodando. -Hay otras cosas para las que me he estado preparando, pues soy consciente que la capacitación teórica mal puede superar la experiencia.
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Según lo que leído sobre los fluidos, he consumido alimentos que por analogía son los más parecidos a los fluidos humanos, a fin de no sentir ningún tipo de incomodidad, por si mi pareja llega a tener algún tipo de parafilia en particular. -Marifé, ¿No crees que vayas muy, pero que muy deprisa? -¿Tienes algún tipo de parafilia en particular? -¡Marifé! -No te preocupes por Braulio. Una de sus mayores cualidades es la discreción. -Marifé… -Dijo en tono de advertencia. -Creo que debo disculparme. Estoy nerviosa y cuando estoy nerviosa, hablo para calmarme. Pero es que aún, a pesar de los años, sigues gustándome mucho. Ambos bajaron del vehículo y entraron al restaurant. Mesas bajas, lámparas antiguas, fotografías. Ya los esperaban. Braulio iba con ellos. Saludó efusivamente a quién parecía ser el dueño, entregándole un paquete. A la pareja se les guió hasta su mesa, donde comerían solos. -Te recomiendo el pato confitado. Es una delicia local. Y el vino no es problema. Siempre me sirven el adecuado. -¿Bebes? -Solo una copa. Me gusta tener mis recursos intelectuales intactos… Pero podría beber dos. Esta vez ella fue una atenta espectadora, interrumpiendo de cuando en cuando con preguntas breves. Ya luego de la deliciosa comida y dos copas de vino más, el ambiente estaba más relajado. -¿Cómo encontraste este lugar? -No me gustan los sitios a dónde van los turíastas. -¿Turíastas? -Quise decir turistas… -Bebió un sorbo de su copa- Creo que debo dejar el vino. Y lanzó una carcajada. Gerardo Díaz la miró maravillado. Jamás la había escuchado reír de esa manera. La encontró hermosa. Pero María Fernanda Torregrande recobró la compostura. Miró la hora. -Es tarde. Mañana en la mañana tengo clases. Normalmente ya
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debería estar durmiendo. -Lo siento. Pero debo reconocer que eres una compañía encantadora. -Creo, que a fin de iniciar esta relación, Braulio te llevará a tu hotel. -Algo que yo agradeceré. -Yo me quedaré en mi departamento a descansar. A soñar. Sueños húmedos quizá. Pero por mi nivel de alcohol en la sangre no los recuerde con claridad. -Deja los nervios. -Tienes razón. Braulio dejó a Marifé en la entrada del edificio, donde un solícito portero le esperaba, contento de que al día siguiente Braulio le daría una jugosa propina luego de esperarlos al recibir su llamada. Ella cruzó unas palabras antes de bajar. -En este momento deberías besarme. Pero no lo hagas. Sería cómo aprovecharse de mí, por estar ebria. -De acuerdo. Hasta mañana Marifé. -Hasta mañana, Gerar… -Dijo en tono burlón. Ella estaba sonriendo y ambos estallaron en carcajadas. Él le extendió la mano y ella correspondió, mientras bajaba del vehículo. -Hasta que aprendiste a bromear. -Estoy tratando de socializar más. Fue una de las condiciones que me dio Rosa para permitirme venir a estudiar. Habían llegado a un modesto hotel para estudiantes. Era pequeño, sencillo, pero estaba en las guías de recomendación de la agencia de viajes contratada por el profesor de música. -Profesor… -Dígame Braulio. -¿Sabía usted que Marifé es mi familia? -No. No lo sabía. -Desde Renata Torregrande, es la persona más increíble que he conocido. Y mi sangre. Siente una gran fascinación por usted. Si siente que le va a hacer daño, aléjese. Sea franco con ella y mantenga la distancia. -No tengo ningún deseo de hacerle daño. -Si lo hace. Yo lo lastimaré. Y mucho. No tengo ningún problema
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con ir a prisión si la situación lo amerita. -Entiendo. -Pero no se preocupe por mí –Sonrió- Parecerá accidente. Buenas noches. Eran las seis y media de la mañana cuando tocaron a la puerta del hotel. Gerardo Díaz abrió. Era Braulio, con un morral. -Buenos días –Se lo entregó- Sus pertenencias. La señorita Courtney le manda a decir que se vaya a la mierda y que espera que se le caiga, amén de otras vulgaridades que no me atrevo a repetir. -Entiendo… Gracias por buscar mis cosas. Pero creo que es algo temprano. -Es que la señorita Torregrande lo invita a desayunar antes de irse a la École de Musique. -Me arreglaré en seguida. Los esperaba en una boulangerie cercana a la École. Le hizo una seña para que se sentara. Esta vez Braulio les hizo compañía. María Fernanda prefirió tartines de pan, con mantequilla dulce, acompañadas con mermelada o miel según su gusto y jugo de naranja. Braulio prefirió pains au chocolat y café. Gerardo escogió croissants y chocolate caliente, además de frutas. Cuando terminaron Braulio fue por el vehículo y a comprar la prensa del día, dejándolos solos. -Estuve pensando. Creo que deberíamos comenzar a vivir juntos desde hoy. -Marifé, las cosas no son tan simples. Si bien lo ves, apenas nos conocemos. -Estabas conviviendo con la señorita Verity Courtney desde hace varios días y no parecía molestarte. -Porque era algo sin compromisos ni ataduras. -Pues parece que te mintió. Tal como la vi ayer, sus intenciones eran de mediano a largo plazo y sin consultarte. -Tú no lo estás haciendo –Suspiró- Marifé, ¿qué sientes por mí? -No puedo definirlo muy bien: Afecto, deseo, atracción. Reconozco que tu inteligencia me seduce, aunque hay ciertas debilidades en tu inteligencia emocional, cosa que te acepto por mis problemas para
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empatizar mis relaciones. -No niego que eres una mujer muy bella y extremadamente inteligente. -Ustedes los hombres les encanta resaltar lo obvio como una manera de halagar. -Cierto. Pero en este caso es verdad… No es que no me gustes. Pero esto es un campo completamente nuevo para mí. -No creo que nunca hayas entablado una relación con una mujer. Ayer me parecía que sí. -Bueno, si te refieres a una relación física, sí. Pero tú estás hablando de una relación duradera. Y eso es algo a lo que siempre me he resistido. Una vez viví con alguien. -¿Y cómo fue? -No funcionó. Soy maniático de orden, rutinario, tranquilo. Aunque no soy un viejo, considero que me gusta vivir con tranquilidad. Pude salir del país a dar clases en cualquier ciudad del mundo y preferí quedarme en mi ciudad, además de las giras con la orquesta sinfónica. Cuando llegaba a casa encontraba todo desordenado, mis espacios invadidos… No sabes lo desagradable que es encontrar ropa interior mojada colgando por todo el baño. -Jamás podrás ser más apegado al orden y a mis espacios que yo. No soy amiga de fiestas ni de reuniones, salvo las familiares. Fuera de mis conciertos, solo regreso al hotel o a mi apartamento si es aquí en París. Creo que nos llevaremos bien. -… No quiero hacerte daño Marifé. -No lo harás. Tengo conciencia de los riesgos de una relación. Tú ventaja al comenzar conmigo es que al ser virgen y sin experiencia, podrás moldearme sexualmente a tu gusto. -No sabes lo tentador que suena. Pero no quiero hacerte daño. -No es una relación formal. No te estoy pidiendo matrimonio. Solo vivamos un tiempo. Si no funciona, seremos solo amigos. -Dame un tiempo para pensarlo y saldremos mientras tanto. -No. Comencemos hoy y saldremos mientras tanto. -Braulio me advirtió de las consecuencias de hacerte sufrir. -Es natural. Me tiene aprecio. Hoy salgo a la una del clases. Paso por
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tu hotel a las dos. -No lo hagas. -Bien. A las dos en punto te recogeré. -Marifé, dame tiempo. -Está bien. A las dos pasaré por ti. -¿Podrías pensarlo un momento? -Me parece bien. Las dos de la tarde es una buena hora. Así comenzó la relación de Gerardo y Marifé. Sin previos ni consultas (de parte de ella) y sin tiempos para pensarlo (de parte de él). Este decidió pedir un sabático y pasar más tiempo con ella. Conoció su rutina, sus espacios. Le gustaba ir a donde ella iba, mostrándole una ciudad que ella parecía dominar muy bien, luego que ella finalizó su tiempo en la École. Gustaban de ir a las Galerias Lafayette, ubicadas en el 40 boulevard Huassman, donde Marifé le mostró con gusto su increíble arquitectura, o el Orsay Museum, ubicado en la 1 Rue de la Légion d’ Honneur, con una increíble colección impresionista. Los domingos por la mañana, buscando un lugar tranquilo y sin bullicio, bien de madrugada para ver por una ventana de la gran sala el despertar de Paris en Ladurée, en el 21 rue Bonaparte, para pasarla juntos, disfrutando deliciosos macarrones de lujo y quedándose a veces hasta el almuerzo. A veces iban por las tardes a pasear hasta el Passage Brady, en el 33 boulevard de Strasbourg, en el Distrito X, a ver las mini tiendas, ver la ropa de la india, hasta comprarse un sari o comer pollo vindaloo, para luego ir a ver películas en el mejor cine de París a juicio de María Fernanda, en el Cine la Pagoda, en Distrito VII de Paris 57 bis rue de Babylone, llegando a veces en transporte público, pues la estación Saint Francoise-Xavier quedaba cerca. Cuando él deseaba cocinar para ella, iban temprano un sábado o domingo al Mercado Le Marche de Belleville, para adquirir especias, pescado, aceites, raíces comestibles o pollo asado. Una vida negada al turista por ser algo alejado del espectacular brillo de otros lugares de la ciudad. Otras veces, iban solo a curiosear: Visitaban el mercado de segunda
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mano de Saint Ouen, ubicado en Le Biron nro. 85 de la rue de Rosiers de San Ouen, quizá comprar comida como sopa o ternera en conserva. La intimidad fue algo que se escapaba de lo esperado por Gerardo. Marifé, tan poco afecta al contacto físico en el día a día, en las noches era agotadora, dulce, exigente, demostrándole lo importante que era ese contacto físico para ella. Luego de las dificultades iniciales, ella demostró querer aprender, además de sorprenderlo con cosas inesperadas, tratando de saber que se sentía por alguna cosa curiosa leída en los libros de sexología o en los tratados como el kamasutra. Algunas cosas no cambiaban, como su propensión a decir lo que pensaba en lugares inesperados o ser muy literal o descriptiva en sus explicaciones, lo que generaba situaciones embarazosas y graciosas. Como le había dicho, era ordenada en exceso, rutinaria en la casa, en las prácticas de cello o la lectura de partituras. Una tarde la encontró escribiendo en su computadora, concentrada, sin interrumpir por nada. Le preparó una taza de té, que le sirvió cuando la vio hacer una pausa. Ella lo miró al rostro y simplemente le dijo: -Creo que estoy enamorada de ti, Gerardo Díaz. El sintió una profunda impresión, pues en todo ese tiempo habían compartido muchas cosas, pero jamás ella había expresado sus sentimientos. Ya a tono con su personalidad la miró con ternura y le sirvió el té. -¿Qué escribes? -Unas memorias. -¿Unas memorias? Ella le mostró: “La Tata Cumple Cien Años. Memorias de Renata Torregrande”. Era evidente que había escrito durante mucho tiempo. -¿Vas a publicarlas? -Fuera de la familia, no creo que a más nadie le interesen. Pero si te parece buena idea, tal vez lo haga. -María Fernanda Torregrande, dándole respuesta a tu demostración de afecto de hace rato, ¿te quieres casar conmigo? Por toda respuesta María Fernanda Torregrande se sentó a su lado,
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abrazándolo, al tiempo que él acariciaba su cabello, entendiendo su respuesta.
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Se termió de imprimir en julio de 2018 en el Sistema de Imprentas Regionales San Felipe estado Yaracuy República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 300 ejemplares.
Colección el Libro Hecho en Casa Serie relatos
La Tata cumple cien años Un relato, que demuestra la sencillez de la vejes y sus síntomas, es lo que el autor en esta oportunidad nos quiere da a saber con mucha naturilidad.
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Jesús Leonardo Castillo Nace en Maracay el 24 de septiembre de 1968, estudió en el liceo “Oswaldo Torres Viña” de Maracay. Egresado en estudios jurídicos de la Misión Sucre. Ha sido productor teatral y conducido dos programas de radio y escribe desde su adolescencia. Actualmente se dedica en el área de seguridad de la aviación civil Un libro (Olegario y Otros Relatos) Jesús vino a cpbrar el alquiler y con otros proyectos en proceso...
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