Mariela J. Lugo G.
MOMENTOS DE UNA MEMORIA DELIRANTE
estado Yaracuy
Momentos de una memoria delirante ©Mariela Josefina Lugo García
Colección El libro hecho en casa. Serie Poesía narrativa © Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la rana
Sistema Editoriales Regionales
Red Nacional de Escritores de Venezuela Depósito Legal: DC2018001201 ISBN: 978-980-14-4228-8 Palataforma del Libro y la Lectura, Jairo Brijaldo Diagramación Jesús Castillo
Consejo Editorial: Asociación de Escritores de Yaritagua Mariela Lugo, Rosa Roa Aurístela Herrera Orlando Mendoza Luisana Zavarse Moraima Almeida, Be lkis de Moyetones José Ángel Canadell José Alejo Omaña Jesús Castillo
El Sistema de Imprentas Regionales es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores,
MARIELA JOSEFINA LUGO GARCÍA
MOMENTOS DE UNA MEMORIA DELIRANTE
2018
MOMENTOS DE UNA MEMORIA DELIRANTE
Mariela Josefina Lugo García
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Tomo la pluma, mis manos hacen la señal de la cruz a las letras que a continuación rasgan el papel del tiempo. Solo hago memoria para recordar el calvario padecido por una 2’18 mujer con una dolencia de salud, solo comparada con la nubosidad que cada mañana cubrió con su tela gruesa el pasado, ese ayer, como parte de una vida llena de cotidianidad. El silencio y los chispazos de unos recuerdos lejanos pueden describir una palabra que nubla la remembranza, esa palabra de hoy que cuesta pronunciar, esa palabra triste que al oído suena: “Alzhéimer”. Allí convulsionan los momentos, se combinan los desajustes sociales de los tiempos modernos para hacer el esfuerzo de entender la soledad a que fue sometida por el simple hecho de ser escogida por las circunstancias, para padecer la enfermedad del olvido. Es solo un llamado para tender la mano los olvidados que han olvidado. Solo es eso, un llamado de amor… que se ha guardado en los estantes viejos, en los recuerdos virtuales. Hoy el viento llora el destruido registro de la mente enferma. el viejo archivo ríe al buscar pasados tropieza una y mil veces con los instantes perpetuos siempre vestidos de telas floridas. Las celosías se impregnan de ilusiones transparentes. Vuelan por los aires los anillos marcados con iniciales arrinconadas, se encumbran las hojas caídas desde lo alto del árbol solitario, la risa se desgasta de pensar
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en los silencios compartidos en la casa de habitaciones inclinadas ante los fantasmas azules. El bolso de terciopelo oscuro solo delata el tic-tac del reloj detenido desde las despedidas inútiles, de los festines familiares. El cañaveral sigue bailando en las afueras de la casa, las herbáceas con sus tallos nudosos acumulan con amor la sacarosa que guarda celosa cada rayo de sol radiante para lograr las alturas que dan elegancia a los patios verdes, ellos, que una y otra vez vieron los ojos estáticos de una mujer sosegada. Cruza cada lindero la imagen inventada en una quimera plena en sopor de congojas El quebranto toma cuerpo en la inercia mental de la enferma, las panojas se divisan a los lejos de la vida hecha caos demencial. El vagón feriante se detiene para que bajen los payasos llorosos del circo de la rutina. La pluma yace en el piso, nadie rasga su punta de oro, nadie escribe las órdenes a cumplir, nadie registra las fechas importantes, las hojas blancas también se lamentan por su candor eterno. Laberinto de una mente que pulula en los lugares inventados, pintados con colores
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sin brillo… Solo es un llamado al acompañamiento para aquellas personas que tienen un mundo de soledad y recuerdos huidizos. Los pasos púrpuras invaden la sala ocre, uno tras otros, colman la lentitud del tiempo que transcurre incólume, presto a revivir el ayer tostado en los fogones de la estancia grande, donde los olores y la cotidianidad hacen presa fácil a una memoria abatida de horas, pintarrajeadas de momentos, siempre en un afán perdido de soslayar las risas apagadas como el fuego extinguido en los marrones muros de la casa de veredas interminables. El piso rústico dibuja la permanencia ancestral de aquellas huellas diminutas acolchadas de abriles vividos en la sumisa esperanza de conocer de cerca la felicidad, que no tenía color, ni textura. Los ladrillos color naranja, sin brillo, invadidos en sus pequeñas ranuras por los insectos desemejantes, los cuales temerosos de ser advertidos, duermen la paz del sigilo de la casa taciturna, tenue, siempre solapada de memorias guardadas en los muros deslucidos, húmedos de inviernos amarillos y gotas plúmbeas. Las horas incoloras muestran la penumbra, aun cuando los días se abrazan a la luz de muchos soles radiantes, la opacidad tranquila no revela alegrías, el pasado fue guardado en cofres de llaves extraviadas, las ausencias palpables construyen una nueva forma de vivir, la angustia y el dolor se enlazan en los nudos de los silencios que ni la ciencia ha descifrado aun con los estudios y laboratorios abarrotados de investigaciones. Llueve cerca de la ventana callada, la mujer
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busca en las gotas pesadas algún júbilo perdido, se fusiona con ellas, cree fluir por los estancos húmedos que nadie va a encontrar. Llueve, mira la humedad, con la complicidad de una inocencia nacida en un mundo nuevo que solo recoge momentos y no los entiende, La pausa de su memoria, atrapó la resonancia seca, advierte una silueta blanca, esbelta, de tez rugosa, que se desliza en caminar lento por el umbral de las lágrimas vacías, para indagar el pasado vivido con la tristeza madura, dejada por la calma efímera, otrora apegada a las cuadrículas invisibles de los instantes acertados. Se había marchado la risa, un carruaje morado con los recién casados la transportó a un lugar imaginario de donde no regresó ni a buscar su origen. El sueño espantado parece caminar por el lírico empeño de los versos, La lluvia tiembla en el alero rojo con acústica gris, custodia perpetua de un corazón acelerado. Se atosiga el silencio, abatido de locuras, atraviesa el caballete con el rayo moribundo de las evocaciones. Aun se tejen blondas en las noches sin horas, solo el insomnio semeja el pendón del ensueño. La transparencia de la madrugada dibuja tules envueltos en palabras, el esperar se hizo costumbre en el canto madrugador sin compañía… Ahora veo la luz remota de las neblinas silenciosas. es solo el tiempo de las mudeces, y soledades…
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Eran las palabras, que cual tamboreo, resonaban en la mente de la mujer insomne… Las migajas de agua salada siguen la corriente en las grietas de la ancianidad, esa, vivida y sufrida, sustentada en el ayer brillante de horas ligeras con la esperanza en un mañana que no volverá la mirada, pues se ha perdido en la fosa blanquecina de las frases no pronunciadas. La oquedad de los pensamientos trastoca en delirio, la figura estancada de movimientos torpes, recorre veredas livianas, es su espacio, tibio, sombrío, lleno de fonemas redondos, pleno de labios yertos, encumbrado de miradas, de postergaciones coloreadas de morado claro. Ha seguido su andar, persiste en la búsqueda de las hora muertas, una presencia que voló con el ave de pico largo, no recuerda si tenía plumas ligeras o pesadas, una vez la observó en pose de equilibrista en la rama de hojas lanceoladas, del árbol frondoso plantado por la mano cariñosa del hombre de camisa gris y corbata a rayas; jamás observó con detenimiento que sus alones oscuros borrarían las nubes azules de su horizonte. Esa misma ave siniestra se llevaría consigo los instantes coloreados de crema pastel y la dulzura del caramelo envuelto en papel de seda azul intenso. El volador surcó los aires de la prisa, sus plumas quedaron esparcidas en el patio sin helechos, un techo de cemento blanco rígido cobija la campana silenciosa, donde un elefante de metal no asume la culpa del dolor, sigue allí, estático, sublime, con sus patas levantadas en posición de saludo quieto, al observar la amargura de la evasión compartida, donde perecieron los carcajeos
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deslucidos sobre la lúgubre figura demacrada, disfrazada con la sombra fatídica que se atrevió a cortar la flor violeta. Ahora, en el ir y venir de la memoria trasgredida entendió porque el santo de la cruz no quiso la orquídea de cristal, la marchitó de dolencias, vaticinó la maldad de la alborada hurtada en un camino torcido, el florero decorado la sesgó por su peso falso, la mano insegura no sobrellevó la trivialidad de la delgadez de su tallo, porque las flores son designios de amor y no de légamo, la floración expiró ante las despedidas consecutivas. Lentamente, se plasman los fulgores del pasado como tesoros escondidos en un cerebro deteriorado, que reclama a la sociedad moderna un poco de amor para mitigar la pena de haber borrado sus vivencias. Los sentimientos sutiles de los desiertos familiares, podrían ser señales de advertencia de la inminente presencia de la enfermedad del olvido, la figura de un tipo de fragmento de proteína llamada amiloidea se ha visto asociada con el padecimiento, son pacientes propensos a sentirse solos según investigaciones realizadas en búsqueda de los orígenes del deterioro de la memoria. Los esfuerzos realizados por la ciencia actual, en vista de la triste realidad de los que olvidan, suelen hacer llamados a la familia dispersa de los nuevos tiempos, para disponer un poco de atención y estar pendiente de señales sociales alejadas de la realidad puede ser un alerta para detectar que en el cambio cognitivo, está cocinando lentamente en la mente de algún ser querido el adiós a los recuerdos y el deterioro radical del cerebro.
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La soledad se convirtió en un atenuante para que la mujer de bata blanca se perdiera en el mundo del mutismo. En la mente cansada de la mujer bullen en el tiempo lejano las palabras que una vez fueron enlaces de amor y convivencia, pero siempre solapada se encuentra la resonancia burlona, para confundir los tiempos enredando pasado y presente en un marasmo que jamás logró descifrar. Los caminos seguían andando por la casa cuando la mañana sonreía a las nubes de algodón pesado, siempre dispuesto a colorear de pastel el pequeño paisaje que se divisaba a través de las grandes ramas de los árboles del jardín de la hermosa residencia. Al fondo la pequeña colina, reverdecida de humedad era solo un punto de referencia para tratar de dar conexión a unos recuerdos que solo eran centelleos de unos momentos que jamás creyó haber vivido, su cuerpo anónimo se llena de calma límpida y son las sombras de su retraimiento las que arropan sus instantes, dando paso a un mundo irreal que ni la sapiencia ha podido penetrar para calmar sus arrebatos de vida. Una fuerza irracional pasa por la imaginación de la dama cansada de nubarrones mentales, camina de prisa al espejo cóncavo colgante en la pared tapizada de papel de rosas tenues, siente en su faz una bofetada sonora por la imagen devuelta en instantes, con su mano derecha acaricia su rostro, es solo una caja de huesos guardados en un envoltorio blanco como la espuma del mar. Una leve sonrisa se desvanece en su cara, piensa en segundos en el color café de unos ojos
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grandes de alguien, que un día emprendió un viaje hacia el desván de los juguetes viejos. La mujer siguió caminando, sus recuerdos pálidos, atados al farol de curvas pronunciadas, sostenían la vela amarillenta donde la cera inflamada yace sin fuerzas al igual que sus memorias, los restos de su estructura reposan en el piso callado que aún hace de centinela de alguna palabra dulce de la señora de la casa grande. Un clavo torcido soporta con celos el reloj polvoriento, sin embargo sonó la campanada plateada, la que acompaña los aros comprometidos con ella, ambos entiende su aislamiento, nadie oye el susurro de su voz, que remeda los sonidos de las horas contadas en segundos: - Lan, lan, lan…. - Qué bien, el reloj me dice que llegó la hora de estar callada para ver el cielo, él es mi compañero de caminos por esta casa. - Cada nube tiene un nombre, ellas mismas se nombran, tienen largas conversaciones, el silencio de sus cantos se extingue cuando el rayo cristalino les apaga la alegría. Alguien me dijo que eran nueve nubes, vestidas de celofán, cada una tiene su nombre. Yo las veo transitar paso a paso por el azul de la casa del cielo, yo las veo todos los días. - Anoche cuando todo estaba quieto vino una de ellas pero la oscuridad no me dejó ver su rostro, estaba triste porque las gotas habían mojado su traje de novia, y los cristales estaban hecho pedazos cuando una copa tocó la otra
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en el brindis de la fiesta azul claro. - Que lento pasa el tiempo, estoy casi lista para contar los minutos anaranjados, porque el color lila se lo ha llevado la alfonsina del agua quieta, aquella que una tarde saltó por la roza gris, aquella roca grande que dormía al pie de la ola gigantesca. - Yo estoy segura de haber visto pasar la ola azul en compañía de los enanos del campo, los que hacían su trabajo con los picos filosos y los ojos cerrados….yo los ví el día en que salió la cabalgata con los hombres de sombreros beis, yo los vi subir hacia la colina que ahora es viuda por que el viento se fue al río seco de las ausencias… - ..uno, dos, ocho, cien, tres… - Este conteo me lleva a la calle torcida que dejé camino a casa. - ¿Por qué sigo contando pasos, el camino no tiene ladrillos? No sé… Sigue la voz quebrada rompiendo su propio sigilo. Al dejar de acompasar el reloj de agujas flechadas, emite un gutural ruido que podría descifrase como una carcajada adolorida: - Ha, ja, ja! - ¡Te atrapé tiempo, ahora eres solo mío! Su bata blancuzca de bordados azulinos cuyos bordes lucen con hilos dorados, semejan el oro que una vez creyó tener con el lujo de las telas traídas no sabe de dónde. Sus pies aferrados al piso, acarician los ladrillos dóciles, los encajes de bolillo tejido por las
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hilanderas de las calles de Barcelona, tocan el piso frío, cuando su viaje a Europa fue un sueño hecho realidad, eso la hace saltar de alegría al ver la urdimbre blanca que le trae el olor a hilo, toca sus dedos, siente el punzar de los alfileres, disfruta en su ayer lejano, los palitos donde poco a poco coloca el hilo a enredar. Mira a su izquierda, busca en alguna gaveta el patrón del encaje que una vez fue su ilusión y que su cerebro guardó como un tesoro que ahora no sabe encontrar. Ese el olor a algodón enredado en pedazos de pequeños trozos de madera, cruzados por manos tejedoras, la hacen sonreír con lentitud magistral. Cada encaje represa en su trama las enredaderas en floración, guardan en su evocación aislada, las semillas, las estacas que una y otra vez sembró en la tierra abonada de elementos orgánicos acumulados en la cocina espaciosa de los olores de cada almuerzo. Hoy observa de manera quieta el amplio jardín donde también crecieron los árboles frondosos que sostienen celosos el cuidado de los columpios multicolores, ellos daban rienda suelta a la infancia de los hijos del amor. Como una ráfaga de viento frio pasan por su mente las despedidas, cuando la necesidad de prepararse para la vida los hizo partir de su regazo. La mujer abrió la puerta, con su mano extendida, sus ojos húmedos se perdieron en la nada, su pensamiento ahora viaja cual pasajero extraviado en la gran ciudad. Entonces, extasiada de ayeres se hizo el propósito de mover sus labios y pronunciar las palabras que dieron inicio a su soledad -¡Adiós, que les vaya bien!...
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Aquí los espero, algún día, esta será siempre la casa de ustedes. -Trataré de regar las plantas para verlas crecer y que la humedad de sus hojas verdes cubran de frio húmedo mis días de encierro en la casa grande de mis aromas. - Si algún día regresan no dejen de visitar las veredas cortas, a lo mejor me siento con la lagartija a leer las notas de la cocina, o a oír la música apagada de los faroles entrecruzados, ellos, los faroles siempre han estado pendiente del andar de la lombriz verde, esa, la que está detrás del porrón de concreto que una vez hizo un hombre de andar irregular. - No crean ustedes que no me duele la ausencia de los sapos y las ranas cantarinas… aun duelen. - A ellos les gustaba vivir vestidos de un color oscuro, muchas veces les cambié la ropa y le puse el vestido de alegría, eso me hacía feliz cuando el invierno anegaba la sala de muebles blancos, el agua hacía ruido para hacerse notar en la casa, los haraganes se rompían de dolor, claro que lo recuerdo todo… Gira sus ojos hacia la calle contigua, en su mente perdida vuelve a sentir las frases escritas en el oído que perdió la resonancia en el tumulto gris de la enfermedad. Busca las palabras, quiere reconocerlas en la oscuridad de su mente, salta espacios de tiempo, mueve sus manos congeladas de sudor, abre sus ojos, levanta su mano derecha y aparta su melena de la frente, deja caer las rosas cortadas en las cienegas de su desgano.
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Poco a poco, como si guardara un gran secreto se acerca a las ramas de trinitarias fuccia, ellas exiben sus flores aunque sus ramas dan fe de la resequedad de sus raices. Ella salpica cada hoja con una bendicion, pide a Dios que la lluvia temprana las acaricie. El vaivén de su donaire combina los temores, los secretos taciturnos, cuenta sus pasos cortos hacia cada habitación vacía de estaciones; al observar las camas tendidas con sobrecamas de lujosas telas, donde los arabescos y los estampados guardan en cada trama las marañas de fino polvo filtrado por las hendijas de las ventanas blancas de vidrios mates, decorados con flores, siempre cerradas de ausencias. Sus labios finos, secos, pálidos, se atreven una vez más a murmurar cada palabra misteriosa las cuales piensa no volver a pronunciar. La locura de su mente aumenta la plenitud de su presencia, con garbo domina el recinto, su boca ebria de espejismos captura una mueca de triunfo. La sombra mustia la acompaña en el aturdimiento, de pronto oye a lo lejos quizás desde el rincón de la mesa de las fotos llenas de arañas con descendencia, una voz pregunta su nombre, y el eco presuroso, altanero contesta sin titubeos ni temores. -Es ella, sí es ella, ese es su nombre. - ¡Soledad! Su nombre es Soledad… Con sorpresa voltea el rostro y responde con voz recia: - ¿Soledad?... jamás he oído esa palabra, es solo una quimera en mi vida… - Ja ja ja ja que juego lleno de morbo y maldad, que me han tendido como
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trampa para hacerme titubear, claro que sé mi nombre… mi nombre es….. Se queda pensativa hace un esfuerzo en pronunciar algún nombre, al no lograrlo se lleva las manos al rostro, separa los dedos de sus manos, observa por la hendidura de cada separación, cae en un sopor de risa que la hace tambalear: - Ja ja ja ja ja ja - Que risa me das… - Soledad…me das mucha risa. En la estancia, una ventana enyesada de harapos, quieta, silenciosa, vigilante, era la guardiana de la mujer sostenida en sus dolencias compartidas con la rigidez de su rostro. La delgadez de su cuerpo sorprende los destellos pronunciados en secuencias entumecidas de inestabilidad. La luz del sol, abraza los espacios ocupados, no deja de reflejar las ojeras ajustadas en los orificios de unos ojos lánguidos, color café claro, donde las cataratas secas viven silenciosas acompañadas de la nubosidad de una visión complicada de matices. Allí se almacenan las tardes muertas que descansan sin vida en el letargo del pasado. Las manos esqueléticas de la señora, convulsionan con sus huesos dilatados, sus uñas deslucidas revelan el color pastel carcomido en arrebatos nerviosos de incoherencia senil y trastornos neurodegenerativos, que se atan con lazos de dolor, coincidiendo en el divagar de evocaciones galopantes que ciñen la retentiva turbia de colores perdidos, sin risas. sin sueños, sin esperanzas. Ella, no entiende que su memoria fue desvalijada por el tiempo gris y los insomnios diferidos ahora viven al frente del vidrio de la ventana blanca,
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siempre en la espera de que cada madrugada les devuelva la presencia de sus anhelos. Entonces quiso contar los pétalos de la rosa cristalina, único adorno de la lucera. Con mirada curiosa, observó que en su transparencia de cuadricula antigua era celosa del polvillo suave instalado en sus hendijas. La descarnada estructura de su oído, cree oír la música de la danza de los lirios rosados, se atreve a bailar, temerosa de tropezar con sus pasos tambaleantes y los movimientos torpes. Comienza a espaciar sus tiempos en el vaivén del baile imaginario, se lastima con los ásperos contactos de los muebles envueltos con sábanas estampadas, la madera oscura de los enseres se esconde para guarecerse de las partículas de las épocas que recorren la soledad de la casa. Sigue bailando los instantes, su retentiva perdida mengua ante el olor de la caoba gregaria que penetra por las áreas pequeñas de los finos muebles de la sala, cada silla se ha negado a ceder ante el inminente sellado de las hendijas toscas. Vuela en segundo la imaginación de la mujer solitaria vestida de blanco, detiene los instantes que tratan de escapar en huida veloz. Los pasos purpura invaden el salón, uno tras otro, colman la lentitud del tiempo, no se encuentran registros en la incompatibilidad de los pensamientos de la mujer de bata larga. Se detiene un instante, observa el polvo menudo acumulado en la vieja rinconera de madera marrón claro, su dedo delgado, hinchado y pesado de artritis prematura comienza a trazar un nombre perdido en el desfallecimiento de sus recuerdos, eran
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cuatro letras marchitas de horas soñadas. Una leve sonrisa aparece en el rostro anémico al leer uno a uno los signos encorvados, escritos en la puerta del estante elegido como pizarra del ayer. La mente bulle, el pasado se hace vigente, la inquietud de lo vivido considera entrar en la escena de silencio, vive con dolor el instante de la influencia maléfica del sufrimiento por la pérdida que registra su alma. Vuelve la mirada detenida hacia la izquierda, ve como en el anaquel contiguo los arácnidos subsisten sin temor a la penumbra del rincón deprimido, cerca del largo corredor. Camina pesadamente, solo tres pasos vacilantes, los cuenta con rigor exacto, se detiene, mira sus dedos empolvados por la escritura realizada, se lleva la mano a la cabeza, pasa por su desequilibrio mental un invierno amarillo similar al anillo de oro que ya no lleva en su dedo anular de la mano izquierda, como en aquel entonces, alguien lo había colocado, porque de allí había conexión directa con su corazón. Lo llevó allí muchos años como muestra de un amor que no recuerda quien es, observa su mano, allí quedó plasmada una huella blanca de decoloración redonda, que ahora es otro vacío de su vida. Un sonido brusco la sorprende al tropezar la figura del gato de bronce que custodia la puerta principal, la mirada del adorno de cristal la acompaña en sus movimiento confusos, la hace volver sobre sí misma, las alucinaciones se acumulan, las lágrimas resecas se esconden en las arrugas de su cara crispada, enturbian la visión de la placidez que sintió al recordar lo que ya no recuerda.
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El sonido de un carruaje morado la lleva a correr por el largo pasillo bordeado de porrones repletos de trinitarias en floración, la coloración de las flores la hacen apresurar más aun su paso menudo, la prisa recorre su cuerpo como si la llevara a viajar a un ayer gris, oye el sonido de un auto que ha detenido su marcha, con sus ojos muy abiertos, suelta al viento un grito salido de sus entrañas rompe la quietud de la casa sola: - ¡Busquen el anillo dorado! -¡Por favor, el anillo debe estar por allí…! - ¡Recuerdo que mi anillo se ha caído de la almohadilla de los azahares. Por favor busquen mi anillo ¡ - No me iré sin el anillo redondo de instantes, él tiene mis sentimientos, él sabe del latir de mi corazón apurado, creo que le han grabado unas letras, creo yo… En su laberinto, hurga los espacios vacíos en búsqueda de un anillo que solo vive en el pasado borrado por el estrago de su enfermedad. Caen lágrimas secas de angustia al lado del gran porrón de helecho cortina, surge el dolor al no encontrar ni rastros de la prenda extraviada. Sigue buscando, de pronto detiene su urgencia, observa un pedacito de papel de seda que yace en las patas del mueble del jardín, pone su mano lentamente en el piso y lo recoge con vehemencia. Levanta su mano derecha, busca en el aire liviano su anillo dorado, lo imagina intacto, se coloca el papel amarillo en su dedo, lo observa triunfante. Sonríe y aplaude una y otra vez su encuentro con la prenda perdida, su enajenación celebra con su mano levantada la lúgubre respuesta de una memoria trastornada,
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El itinerario brusco de pensamientos sin sentido busca los registros de un pasado oculto en la fosas blanquecinas de las palabras que se negó a pronunciar cuando todavía habían enmiendas que hubiesen interrumpido el sufrimiento. Vuelve a oír la música, oye un vals somnoliento de amor retenido en cada movimiento de la danza que una vez la coloreó de azul celeste. Cual mariposa enamorada se deja llevar por el aire lisonjero atrapado de caricias y besos tibios, tan blandos como la seda bordada de su vestido largo, blanco como la espuma soñada en la playa lejana, se toca la cabeza acomoda, en ella la corona de azahares que le había colocado su madre, desliza sus dedos en el gigantesco velo de tul bordeado de encaje de chantillí; sueña con el día radiante de la fiesta de los tules y la música sacra en el coro de algún templo. Siente en su cintura frágil la mano segura de su amado esposo, la conduce con paso suave hacia una nube de espejismos, que no logra interpretar. Por unos momentos creyó volar por encima de la grama verde del jardín que bordeaba la casa grande de sus sueños. La melodía se fue volviendo eco en su evocación, comenzó a tararearla con voz entrecortada simulando una alegría transformada en tristeza, su canción desmenuzaba las estrofas de una melodía que hacía saltar sus lágrimas. Agitada de desconsuelo, dio un rápido vuelco a su cuerpo, quiso atrapar la mano fuerte que sentía recorrer cada espacio de su talle, arrugó la tela de su vestido viejo, creyendo marchitar las flores cosidas a las gazas blancas de un traje de novia que solo vivía en su utopía, se aferró a los lazos soñados con la
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vehemencia de los años juveniles, tomó la mano suave de su compañero de baile y le habló de un amor diferente con palabras y gestos endulzados de ternura. De pronto una borrasca de aire frio penetró en su pensamiento, abrió los ojos para dejar salir las lágrimas ocultas de la irrealidad. Tarareando la vieja melodía se fue a la ventana de marco redondo y vidrios esmaltados, siguió soñando con recuperar las alucinaciones que la hacían vivir de nuevo. Su cuerpo lucía cansado, el rostro bosquejaba un ángulo corto pleno de cansancio, unos ojos encerrados en el ayer, volvían a divisar el paisaje desabrido que escondía las sombras tras los arbusto ávidos de poda, habían crecido caprichosos, atrapaban el camino para dejar cubierto de ramas los pasadizos naturales con el follaje de arbustos danzarines, de brisas incontables, de tardes nubladas, de soles alegres, de noches turbias, de amaneceres felices, de ausencias dolorosas… La mujer, parece resignarse a no saber quién es, oye voces, risotadas, imagina gestos y canciones lejanas, todo ello enajena sus oídos desconcentrados al escuchar que alguien la llama desde lejos, mueve su cabeza en diversas direcciones, la penumbra del eco quimérico le hace oír nombres que no recuerda: - Sara, Zoila, María…. Con palabras solapadas en el desasosiego de su hastío murmuran un balbuceo traído en el caballito marrón del tiovivo de los primeros años de su niñez, una sonrisa peregrina merodea la comisura de la boca de labios enfermizos de
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resequedad por los soles acumulados en los mediodías de transitar sin rumbo por los parajes solitarios alrededor de la residencia. Sus manos blancas, aprisionan la cadena trenzada del columpio anaranjado, cada eslabón se engancha en la estructura que sostiene el improvisado parque, había sido él, el hombre alto, de cabello negro y expresión ligera, que con mucho esmero y alegría lo había ubicado en el lugar arboleado del gran patio, con la ilusión de ver a los pequeños jugar en el improvisado vergel, oprime con tenacidad el oxidado encadenamiento, sus eslabones hermanados han sido corroídos por los inviernos y el sol inclemente de cada día transcurrido, la pintura escogida con tanto amor ha cedido su color a la brisa tenaz y a las horas de silencio. Volvió su pensamiento al pasado remoto, su abuelo incólume de amor se dibujaba en las penumbras de los árboles frondosos siempre pendientes de la recreación de la pequeña, su alegría salía volando en el regocijo del trozo de madera colgado al árbol de mamón, donde sus manitas sostenían con fuerza el mecate, para hacerla llegar a lo más alto del espacio celeste. Allí muy cerca de sus risotadas se escondía la colina vecina que con el verdor de sus faldas era el celador perpetuo del júbilo que guardó cual fortuna. Sigilosamente la naturaleza custodiaba los nidos entrecruzados elaborados por diminutas ramas secas, donde los pichones inexpertos sentían crecer sus alas para el vuelo que los llevará a conocer las alturas azules. A lo lejos un centenar de mariposas se posan
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sobre las flores que crecen caprichosas a la orilla de la loma, la flor escondida, las margaritas silvestres, el maní rastrero, reciben el beso de las abejas que también se acercan en búsqueda de su dulzor. El viejo árbol de mamón con sus gigantescas ramas acuna el trinar de los miles de pajaritos multicolores enamorados del revoloteo de las hojas secas que cubren de tonalidades marrones el inmenso patio colindante a la casa blanca. El vaivén brusco la lleva una y mil veces a tocar el aire, a conocer de cerca a su amigo invisible, ese soplo que la hace remontar la mirada a la remembranza. El tiempo se atreve una vez más a trazar senderos con pinceles de cerdas embadurnadas de pintura color pastel. El balancín de madera rustica, viajero del viento ilusorio, ríe sorprendido de la mano ajada del anciano abuelo: - ¡ Arriba abuelo! - ¡Más arriba!…que lindo sentir que el aire me besa las mejillas - ¡ Ja ja ja ja ¡ …. Abuelo, mece fuerte el balancín - ¡Dale abuelito! El anciano al oír la voz entusiasmada de la nieta, sonríe, sigue impulsando el columpio que se mece en los tiempos olvidados de la mujer . En ese preciso instante nacen las lágrimas ambiguas, caen en filas exactas al piso agrietado de cemento herrumbroso. Decidida sostiene la aldaba metálica, carcomida de cardenillo, por treguas desveladas de expectativas, nuevamente vuelve a abrir la puerta de madera, cerrada por los abandonos, compañeros de su soledad de mujer triste.
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Allí, detenida frente al postigo, cree divisar a los lejos la senda sembrada de flores exóticas que perdieron su aroma y siguen calladas en la vigilia de los minutos taciturnos. Mira el cielo claro, las nubes se han marchado a lugares remotos para brindar el límpido paisaje celestial a lugares desconocidos, y continuar con sus viajes eternos para dejar brillar el azul de la paz, de la alegría, de la niñez vivida en familia. El abuelo en su afán de que el columpio llegue a las nubes ríe a carcajadas y la niña le señala un papagayo de deambula por los hermosos espacios azules y poco a poco recuerda el verso de la libertad de un barrilete que salta con el aire lejano: Las cuadriculas habían desafiado su peso y el aire se había empeñado en soltar la tarde que sentía atada su piel. Sonaban en la estancia los papeles de seda que ceden ante la suavidad de su estructura leve, los signos estaban trazados en el cajón complicado de los tiempos añejos, la memoria emprendía viajes hacia la niñez y vuelve a registrar la mano pequeña enganchada del ángel de la vida. Allí en el puente metálico desolado por las corrientes humanas, yace el silbato del tranvía azul oloroso al humo fuerte que secó sus lágrimas por el adiós inminente de la persona vestida de traje gris. El pabilo rojo se realegra cuando la libertad lo hace acompañar el volantín de la niña blanca, Desenrolla con rapidez su cuerpo inerte
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se complace en sentir el aire volátil de la tarde azul, cada hebra explora la libertad del sonoro pájaro de papel de seda multicolor dando riendas sueltas a la risa y aplausos de los volantines que revolotean sin destino. Mil retazos siguen volando en el aire de la niñez que se ha borrado de la memoria de la mujer tranquila. Ella, siempre pensativa corre las cortinas del ayer, mueve sus dedos secuestrados en la decoloración sufrida por una enfermedad causante de las manchas blancas de su piel, era la evidencia de la ausencia de melanocitos, destruidos por la angustia sofocada en las noches de velaciones perpetuas. La diestra delgada, muestra extrañas figuras claras que semejan mapas de países lejanos, a su realidad y su delirio. Mueve con lentitud sus dedos, los maltratos caseros han hecho en ellos sinuosas curvas, peladuras lacerantes que dejaron cicatrices para dar evidencia del filoso cuchillo que en otros tiempos usó en su cocina para hacer los guisos y alimentar a la familia. De allí, el fruncir de sus movimientos es frecuente cuando una y otra vez toma el mango de la hoja filosa del cuchillo para comenzar como siempre sus tareas en la cocina espaciosa y tranquila. Al observar sus manos blanqueadas, oye voces lejanas, que aturden sus instantes: - Mujer, debes ir al médico. Es necesario que te indique un tratamiento adecuado para esa dolencia que se traduce en decoloración de tu piel. -Sabes que no me agrada asistir a esas
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consultas, además es algo pasajero. La tristeza invade cada espacio del entorno de la dama sola, en su registro de vida no existía el seguimiento médico requerido para su estado de salud, nadie había invadido su intimidad para mejorar su estadios de olvido quizás dando rienda sueltas a un viejo adagio una vez leído en la prensa local que rezaba verdades muchas veces incomprendidas: “La vida es una historia oculta que siempre tienen un final complicado” El Alzheimer era la corrosión que poco a poco se iba abriendo paso en la mujer de bata blanca, el río de su vida se había desbordado para justificar un trastorno que la sumía en el sopor de recuerdos lejanos e incoherencias dolorosas, unido a ello, la soledad, el abandono por las circunstancias que nadie pudo prever para ayudarla. Había sucedido lo propio en esos casos de ausencia de control médico o desgano de asistir a consultar de atención primaria para chequear alguna irregularidad de salud, el dique mental se desbordó hasta el punto de que la irreversibilidad del padecimiento se hizo presente. El deterioro cognitivo y los trastornos conductuales fueron un alarma, un fenómeno clínico que no fue atendido a tiempo por su familia, quizás de levantarse a las tres de la madrigada para hacer el almuerzo fue tomado como la normalidad de una mujer que pasaba los días haciendo los trabajos del hogar. Su disfunción cerebral deambulaba silenciosa por cada pasillo de aquella vivienda donde un día cobijó su felicidad, ella, en su cotidianidad no se daba cuenta del deterioro neurológico,
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ni su conciencia cognitiva generalizada en incongruencias notorias. El yo de aquella mujer quebrada estaba relegado a comentarios vagos y sin sentido. Lentamente se habían borrados de sus archivos cerebrales los nombres del esposo, de los hijos, y la desorientación era signo relevante de una amenaza que ya era una verdad absoluta en su cerebro. Muchas veces su voz retumbó en la sala del comedor de la casa grande: -Mira, muchacha, ¿Ya hemos comido, o esperamos que alguien traiga el almuerzo o la cena? -…voy a contar las copas, a ver si quedan algunas de cristal, creo que habían algunas plásticas. - A mí, nunca me ha gustado la vajilla blanca, por eso la guardé en los anaqueles fuera de casa, cada pieza me parece ausente, sin color no me gusta vivir sin color, por eso tengo mis zapatillas rojas, con su flor amarilla, ella si es grande y bella. - Mañana cuando me vaya de viaje en el barco de velero voy a comprar una vasija de flores fucsia, que tenga arabescos dorados, así ha de ser… Para esa mujer, el tiempo jugada las piezas claves de la disminución de su funcionamiento cerebral y las búsquedas de familiares fallecidos era motivo de su preocupación diaria: - Sabes, tengo días no que veo a mi mamá.., ¿Dónde estará ? - Tengo que salir buscar a mi mamá, ella salió hace rato al mercado a comprar
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las verduras y aún no ha vuelto, eso me preocupa, mi mamá no se demora en ninguna parte, ella sabe que tiene que cuidarme. - Ya entiendo, a lo mejor mi mamá está rezando el rosario allá lejos, no sé dónde, me parece oir las letanías en la iglesia lejana. - Voy a la puerta a llamarla, a lo mejor me oye y viene rápido. - ¡Mamá, mamá!….¿Dónde estás?, ¿Me oyes?, dime, si has ido a buscar a mi padre. ¡Dímelo!. La voz del amor se dejaba colar por las paredes que acompañaban aquel galope hacia el limbo; - No te preocupes, tú mamá ya vendrá, seguro que anda cerca de la casa y estarás más tranquila… - Si ya entiendo, fue a recoger flores, los lirios están muy hermosos, los guardaré en el closet para que no se dañen tan rápido… Pasó el tiempo, la enfermedad cobijó sus raíces en la humanidad de la mujer, el rechazo se hizo presente, el silencio fue testigo de su angustia, de una demencia que la había privado de seguir realizando sus actividades cotidianas normales, era la invasión agresiva de la razón que cabalgada de forma rápida en la conducta de la mujer. De manera progresiva olvidaba su vida, no se concentraba en ninguna rutina, diaria, estaba bloqueada para resolver problemas sencillos, presentaba confusión en la orientación de sus pasos lentos, borró los nombres de sus seres queridos, los delirios se instalaron en sus conversaciones,
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no reconocía los objetos, sus pensamientos se fueron distorsionando poco a poco. El sueño lentamente se fue alejando de su vida, las noches de insomnio las atribuía al cansancio de su cotidianidad, la dificultad para vestirse siempre requería de la presencia de su familia quienes en esos momentos estaban allí para ayudarla, los gritos y las rabietas se profundizaban sin motivo aparente, desencadenando la irritabilidad y la incomprensión a las situaciones normales de su existencia, los ataque de pánico, el miedo a la oscuridad, el ver siluetas inexistentes en los rincones de la casa, la pronunciación trabada en frases cortas y con demora para pronunciarlas, todo ello era un compendio de características que fue cambiando su personalidad, hasta llegar al extremo de creerse otra persona, sus momentos de indecisión, el alejamiento a la actividad social fue el marco que envolvió la terrible enfermedad de los que olvidan. Camina lentamente por la holgada cocina, viene a su memoria la necesidad de preparar los alimentos para el almuerzo. Igual que ayer quita la piel de los tubérculos, los bulbos ceden ante la precisión de los cortes hechos con la experiencia tomada de los primeros años de matrimonio, corta las hortalizas, pone a sancochar diez papas trazadas en cuadritos exactos, acaricia las ramas de cilantro fresco, se atreve a oler el aroma que la retrae aún más hacia la enajenación de una preparación que solo vive en su letargo, busca en el estante de madera pulida la olla grande con su tapa de cristal, coloca en ella las verduras , divide los pedazos el ave
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sacrificada por el hombre en el corral cercano a la casa de paredes muy altas, donde las gallinas, los pollitos, los pavos, las ovejas y los cerdos conviven con la familia en un lugar especialmente acondicionado. Toma el salero mohoso, cuenta los granos de sal gruesa, una, dos, tres… Los deja caer lentamente en el ritual de la ebullición, la olla morena recibe en su burbujeante hervor lo salado de la cocción y en movimientos ligeros anuncia que la preparación está lista de servir. Con su rostro contraído por los momentos obcecados, le quita la piel a cinco dientes de ajos aperlados que exhiben su desnudez con la finalidad de dar sabor al hervido, con la dificultad de su debilidad muscular amasa la harina molida en el viejo molino que la muchacha de ojos negros y cabellera frondosa, compañera de quehacer de la casa grande había dispuesto para que la señora hiciera el manjar de la familia, cada redondel de masa blanca parecía bailar la danza de la vida en las manos de la mujer. Pensativa, va colocando una a una en el budare redondo que acariciado por el fuego enérgico está a punto para dorar las arepas. Embelesada mueve su humanidad para abrir la ventana blancuzca de vidrios incompletos, en ese momento siente un chispazo que pasa por su mente, cree oírse a sí misma en una conversación sin interlocutor, su garganta reseca se ahoga de palabras no procesadas en su cerebro enfermo, cual golpes de martillo oye la voz de su pasado. El silencio sonoro envuelve el cerebro extático, cada palabra se había acurrucado en la antesala
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estropeada por las huellas de las épocas transcurridas entre sombras y matices severos. De pronto, parece asociar alguna situación del ayer , sale muy de prisa, su paso se hace fuerte, el aire mueve con rapidez su bata larga bordada de flores , observa el corral de la casa, corre hacia él, las aves revolotean ante la inesperada presencia de la mujer palidecida , corre al corral de los conejitos, toma en sus brazos el conejo gris, el alimento en demasía había engordado su cuerpo, lo abraza, le susurra al oído cuanto lo ama, el animalito al liberarse de los brazos de la mujer salta con alegría y vuelve a posarse en el extremo de la jaula de alambre torcido. Pasan los segundos, vuelve su mirada al rincón donde las gallinas asustadas, parecen guarecerse en la muralla de hilos de púas que otrora el hombre colocó para resguardarlas de intrusos que una vez quisieron penetrar en los corrales. Encuentra una cesta roída, sus entrelazados de mimbre color mate, habían cedido ante el tiempo y la humedad, va colocando poco a poco los huevos color perla que las aves gentilmente habían puesto en los improvisados nidos. Las cluecas cacaraqueaban para proteger la familia que viene en camino, ella las observa, compara su dedicación, con el ave llena de amor que mueve sus alas para esconder los huevos incubados. Sale rumbo a la cocina, de baldosas blancas donde las cuadrículas juntas demuestras la impecabilidad del trabajo realizado por el albañil de sombrero de ala rota, el que siempre estuvo dispuesto al arreglo de todos los detalles de la casa, allí. en el espacio amplio, dedicado a elaborar los alimentos, las posturas de las aves bambolean
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en el pequeño cesto, ceden ante la mano segura que rompe sus cáscaras para ir colocándolos en la masa extendida salpicada de sal y azúcar morena. La lumbre rojiza del horno, conversa con el aire que le da vida, la hornalla embadurnada de manteca de cerdo y un poco de harina, recibe los bollitos de rosca bañados con las claras de huevo que le han de dar brillantez a los aromáticos bollos, Pasada una hora, la bandeja plateada comprada en el viejo negocio de las ventas de garaje, donde el material usado era traído de otros lugares, para dar oportunidades de bajos precios y productos de calidad a los vecinos. En la mesa vestida con el mantel blanco de encajes de bolillo, ambarino de uso y quehaceres, luce la enorme fuente que recibe con bondad los hermosos panecillos elaborados con el amor proveniente de un corazón dedicado a la familia. Su mente abstracta cuenta con esmero los platos, los cubiertos, uno, dos, tres, cuatro, sirve el agua fresca en los vasos azules de cristal de murano, traídos de la isla de Laguna Veneta del noroeste de Italia, por unos amigos muy queridos de la familia, como regalo el día de su boda guardados con celo en la vitrina de cristales gruesos como presencia de ese hermoso día, La mujer solitaria, eleva su mano derecha, comienza el ritual imaginario, levanta el cucharón de metal plateado que relumbra con los rayos de luz que penetran por la ventana colocada en la pared gris, alza su mano con reverencia, comienza a llamar a los comensales con voz dulce: - La mesa está servida, vengan a comer. El olor atávico del guiso compuesto con los
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vegetales frescos y los aliños caseros, se esparce por el lugar penetrando hasta los últimos rincones de la casa, en el extremo superior de la mesa coloca una fuente metálica de forma rectangular que recibe la flor de la olla, como decía la abuelita cuando le servía la comida al abuelo al llegar de las jornadas de trabajo. Allí en el lugar privilegiado del comedor de sillas altas, el esposo preside la comida en reunión familiar. El aire le toca la cara, voltea para observar el patio quieto revestidos de pequeñas flores de trinitarias blancas y fucsia que juegan con la brisa infantil de todos los tiempos En ese instante, recuerda haber registrado las voces de algunas conversaciones con los miembros de la familia, que ahora no logra saber donde están, su garganta se ahoga por la ausencia de líquido salival producido por el síndrome de Sjögren, trastorno auto inmunitario que fue destruyendo lentamente las lágrimas y la saliva, dejando su boca y sus ojos como los desiertos vividos en la encierro de su vida. Las palabras se desanudan de la prisión del olvido rechazando la mudez de la incomunicación de años de retraimiento, y llegan a sus oídos sus propios llamados: ..! Come rápido hijo, que vas a colegio! - ¿Te sirvo un poco más de sopa, mi bella niña? - Estaba segura que les gustaría esta sabrosa sopa. - En lo que terminen de comer les daré el postre. La insonoridad, se asusta con la voz recia de la mujer que hasta ahora creía muda de secretos, pues solo había conocido la antesala acurrucada
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de las huellas de épocas transcurridas entre sombras y matices severos donde las palabras habían emprendido viaje hacia el mutismo. Allí, en un espacio que no conoce reclama un lugar del que alguna vez formó parte de ella, con decidida entereza da la orden al acompañante imaginario de sus sueños: - ¡Vamos!... llévame de aquí. ¡Vámonos!, a nuestra casa, no es recomendable que este sola tanto tiempo, allí está mi jardín, creo que deberá tener flores color violeta o lirios blancos. -Esta casa no es mía, no se quien decidió traerme a un lugar desconocido, no he comparado esos muebles y ese cuadro de payaso ya no sonríe como el mío. - Quisiera que alguna vez me entendieras, esta no es mi casa, si me acerco a la reja no conozco a nadie, por allí solo transita gente que va y viene, algunos saludan pero no sé a quién. - Al lado vive una señora que se parece a mi vecina, sí, creo que se llama Susana, como la vecina de mi casa, de mi casa bonita, siempre conversábamos por el lateral de la cuadra, ahora no la conozco, es distinta. -¡Vámonos! - El tiempo se acerca al final, la lluvia va a caer y el closet no tiene llaves, voy en camino a las carreteras oscuras de la ciudad, o del campo, no sé dónde voy. La figura delgada, comienza a sentir que aumentan sus palpitaciones, la sudoración, moja su bata de encajes, el vértigo, hace que disminuya su capacidad respiratoria, llenándose
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de horas oscuras, se recuesta sobre el diván de almohadón azul, quiere soñar despierta con una vida que no conoce, que solo divaga en su mente frágil, cierra los ojos. La somnolencia invade su quietud. Son las tres de la tarde según el reloj de manecillas doradas que cuelga en la pared del pasillo continuo a la habitación principal. Pesadamente se van los instantes, cada uno con una presencia diluida de los ayeres; a lo lejos en las afueras de la casa se desliza la luz discreta de tonalidades amarillas, son los rayos dorados, despiden otra tarde donde el crepúsculo es el anfitrión de las horas que han de venir con la ausencia de la claridad. El ocaso indetenible toma de la mano las últimas horas del día, comienza a pintar la tela áspera y rizada del viejo sillón vacío, avizor del sueño perturbador de la mujer. El recinto desierto expresa un ayer traspapelado en soplos de hilaridad y sollozos, de fiestas y velorios, de danzas y relámpagos, de bullicios y sordinas, todo envuelto en un suave pliego transparente que se asimila al rostro de la mujer cansada que despierta sus ojos a un nuevo día que no tiene fecha, ni horas. Al fondo del tragaluz ruginoso, exhibe la aurora sosegada, intensa de verdor prestado, un césped crecido a capricho, donde el coquillo ha tomado espacios para dar belleza a su altura, a sabiendas que nadie ha de perturbar su invasión en las cuadriculas del jardín, donde antiguamente las podadoras de los jardineros trozaban sus minúsculas ramas para aniquilar su existencia. Las veredas encrespadas de hierba rastrera sostienen los caminos graficados de las pisadas
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del ir y venir en la cotidianidad de la mujer taciturna, oyendo quejidos como pidiendo auxilio en lamentaciones de escenarios que no recuerda. El tarareo de una canción mustia acompaña los instantes felices, ella los crea en su confusión, su divagar enlaza las carcajadas, las tristezas, las lágrimas, las sonrisas, los poemas, los insultos, los cantos, las oraciones, las bendiciones, las conjuras, las tinieblas y los chispazos… Vuelve la mirada encartonada hacia el reloj redondo, antiguo como su sopor, zarandea sus manecillas paralíticas y le reclama en alta voz que le devuelve su tiempo: - ¿Relojito amarillo, ¿Qué hiciste con mis horas ? - Acaso te las llevaste al horizonte de aquella playa azul, o las has guardado en el baúl terroso de la sala vacía, - ¡No me respondas!. Sé de tus silencios para no atormentar mi permanencia en esta casa, yo veo como tus manecillas no cesan de andar en búsqueda de nuevos instantes, pero las tardes se te escapan y no han vuelto a llegar, a veces cotorrean por la habitación para que nadie las escuche. - Anoche cuando me acosté sentí el palpitar de tu máquina, de tu tic, tac, siempre lo veo atado a los de números inolvidables. Creías que era la mañana llamada aurora o alba, no sé si es así que se llama, pensabas que ella perturbaría tu prisa, pero no, era mi corazón que ahora le ha dado por correr en veloz espantada para alcanzarte.
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- Ja ja ja ja Ja… - Es que no soporto la risa de verte inerte, siempre con tus manitas abiertas, cuando las juntas me da mucho sueño, eso me lo dijo la lagartija el otro día. - Ja ja ja ja… - Reloj estúpido, eres un inútil, no entiendo porque no me respondes, por tu culpa se fueron ellos, los que alguna vez tomaron agua en el rio, o saltaron en el diván de mi ser, o los que tumbaban los cocos del vergel. - Ja ja ja ja - Mañana temprano buscaré una aguja y pincharé una tus manecillas y así no habrá latidos. ni tardes, ni nada. - Cuenta con eso mañana no serás el mismo de hoy, mañana no contarás los minutos que laceran mis pies,¡ Claro que no ¡ Descuelga el viejo reloj, lo coloca encima de la mesa grande de la sala, allí la araña de abdomen abultado, gris como su presencia, corre ante el invasor, protege su tela tejida con esfuerzo, cual equilibrista de patas largas, han sido muchos sus movimientos toscos, sostenidos en la ajedrezado color castaño, su filamento pegajoso hace columpiar su descendencia pequeña para caer en la urdimbre polvorosa de la consola ahora lugar de los péndulos. La sala deshabitada, cobija en sus lugares los gabinetes repletos de facturas, recibos, papeles, hilos, agujas, y otros enseres que ayer eran parte de la existencia. Los ojos secos de la mujer divisa un estante de patas torneadas recubierto
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de un paño tejido con fino hilo de algodón, posó su mano huesuda, lo acarició lánguidamente hasta encontrar cada detalle, allí estaba la foto envejecida enmarcada en un recuadro trabajado por el artesano vecino a la plaza del pueblo, el cual, recientemente se había marchado en el viaje final. En su trabajo de años, había trasformado los viejos troncos en obras de arte que servían de adornos de gran valor en la casa de sus amores. Las viejas fotografías, siempre incólumes, coincidieron con sus ojos estacionarios, tres siluetas impresas en el papel coloreados de tonos nublados, eran la expresión del bienestar, sus sonrisas de dientes blancos, alineados en hileras de orden estricto, las cabelleras ondeantes, se habían soltados ante los jugueteos del viento invisible del ribera, cercado de acacias perfumadas, la rueda giratoria multicolor había servido de escenario para captar en la cámara del marido el momento del holgorios familiar . La escena había quedado detenida en el amor, plasmada bajo la bendición de la felicidad. Eran ellos, la ternura y el bienestar signados en los brazos de un joven de mediana estatura, cabello rizado, cejas pobladas, labios gruesos dividido por una ligera hendidura, ojos color pardo, encuadrados en unas pestañas rizadas que daban marco a una mirada picaresca. Una camisa de lino blanco, de cuello puntiagudo, con mangas terminadas con unas finas yuntas de ónix, a su lado, una mujer blanca de vestido estampado y un pequeño niño de ojos claros, revelaban en la estática muestra de papel fotográfico, el bienestar de los momentos vividos. Al otro lado de la mesa un florero
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anaranjado, es morada de una rosa disecada de abriles combinados entre humedad y tiempo de sequía, era la evidencia palpable de las ausencias de la vivienda. Los pasos de la mujer se acercaron de manera sigilosa a la maleta roja que yacía muy cerca del sillón, en ella, se había quedado el sueño de un viaje sin retorno, en el bolsillo exterior guardaba una cajita de pañuelos planchados con esmero; en columnas se hallaba la ropa dispuesta con la finalidad de emprender la marcha con el hombre de sus ilusiones. Había preparado la ropa, cada prenda fue lavada con esmero y colocada con rígido doblez en el equipaje, no recuerda a quien pertenecía, solo la toma en sus manos, se pasea con ella hasta la puerta de la casa, sus ojos no responden a la tristeza, se lleva su mano derecha a la cabeza, suelta la valija, al voltear la mirada ve llegar un auto de color azul, de él se baja un hombre elegantemente vestido, su traje color gris plomo contrastan con los rayos del crepúsculo que presencian la escena. Él la saluda le extiende su mano, pero al instante toma con prisa la maleta y se va; ella desconcertada lo despide con un pequeño pañuelo que había rescatado de su maletín. Con pasos muy cesados vuelve a la habitación principal, encuentra un libro de empastado negro sobre la cama, se sienta a ventilar su agotamiento, con lentitud, va pasando las hojas sin entender lo escrito en cada página, encuentra una marca en una de las hojas del libro, mira a su lado izquierdo donde está la enorme almohada vacía y murmura en voz muy baja:
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- Ya casi terminas de leerlo, luego lo voy a revisar, quizás cuando tenga tiempo, o cuando el sueño se haya ido a un lugar lejano. Se había encumbrado en los momentos de mentiras repetidas donde las pantallas la hacían reír de felicidad prestada, pero desde arriba la cumbre tambaleaba de fastidio, la habitación pequeña albergaba los insectos que cuidaban su inercia de mujer, solo pinturas de labios color púrpura, cremas satinadas endurecidas de tiempo inútil, ofrecían la humectación de la piel cansada, el rubor de tubos alargados, los cepillos sin cerdas, el secador sin enchuche, el rizador de pestañas que ahora no encuentra hebras en la cara desencajada, eran los habitantes secos de la habitación solitaria, estaban como siempre, ásperos, en la cómoda que antiguamente había secuestrado el olor de los perfumes traídos del exterior cuando su bolso repleto de carmines hacia juego con su prestancia y su risa sencilla. Tomó un franco de color rojo que aun guardaba el aroma de Armani, el agua de colonia preferida para ser colocada después de una ducha de espumas, sus manos suaves acarician su humanidad con la crema humectante sin fragancia, se la había regalado la madre de su esposo, comienza a buscar los lugares estratégicos de su delgado cuerpo, como las muñecas, y detrás de sus orejas, recuerda el ritual que precedía siempre una noche de cena especial con el marido ausente. Lleva a su rostro las manos perfumadas, no frota la esencia, la disfruta como el momento de éxtasis de otros tiempos, cierra los ojos, vuelve a sentir los brazos cálidos del viento que se
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atreve a devolverle los recuerdos perdidos en la enajenación de su memoria. La brisa toca sus cabellos negros, de rizos descuidados, de textura arisca, hace el intento de diferenciar su degradación. Se viste de gala en el espejismo de su vida en soledad, Los ojos sin pestañas fijan su desnudez en un pasado de llanto ajeno, era la compañía de la maldad vivida entre contracciones sumisas y valoradas en horas de ocio. Sus pasos siempre vuelven a las mismas sombras incongruentes, se apoya en un lecho trajeado de flores color morado, un gran almohadón la oculta entre la suavidad de la esponja, decide descansar de su rutina interminable, suelta al piso cuadriculado sus zapatos ”Salvatore Ferragamo”, de tacón muy bajo, de piel suave, un fino regalo traído de Italia por sus compadres, en ocasión de su aniversario de bodas, siempre en la primera quincena del segundo mes del año, aún conservan su disposición de elegancia, el lazo grueso que bordea la parte superior se sostiene con la goma mate que lo hace lucir a pesar de los años pasados. Su cuerpo quiere descansar las horas de desaliento sólido, el respaldo decolorado del sillón callado, arruga sus terminaciones de fino encaje, para recibir las caricias gráciles de las manos ligeras de la mujer, que en otros tiempos tejían vigorosas el hilo saltarín en la urbe de la urdimbre, hecha con estilo en un crochet clásico aprendido de las “nanas” de vestidos largos y mangas adornabas con encajes finos, en la casa de la abuela. En el rincón de la vieja mansión enredaba sus deditos en el ovillo de pabilo fino e imitando los rápidos movimientos de la improvisada maestra,
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comprendía cada entraba y salida de la aguja de tejer, ya torcida por el tiempo y los trabajos realizados. Las hebras bailaban la danza de los trabajos atávicos aportados de los antepasados cuando las pequeñas de la familia, bajo el cuidado de las niñeras, pasaban sus ratos tejiendo y bordando las finas telas compradas en la ciudad cercana. Eran horas de pasividad donde los silencios solo oían las indicaciones pausadas de cada puntada, al final, las obras de arte se hacían notar en las mesas del recibo, en los tendidos de camas, en la repisas, en la mesita de noche, en fin, constituían la decoración artesanal que daba prestancia al hogar, además de ser el orgullo de la madre al contemplar los trabajos manuales hechos por sus pequeñas hijas. La estática mirada se sintió atraída por el fino tejido, movió sus dedos recordando la agilidad de antes, parecía contarlos lentamente, al unísono, comenzó a tararear la música que sonaba con fuerza en sus oídos, se detuvo a observar la funda del almohadón, rasgó con ímpetu el extremo de la tela, allí estaban las cuatro letras del nombre olvidado, no sabía leer, su preparación académica realizada en la universidad de la capital se había borrado, nota preocupante que llevó a la familia a contactar con el mejor neurólogo de la ciudad quien le realizó un mapeo cognitivo del cerebro, para encontrar un descubriendo precoz del Alzheimer que la alejaba de sus realidades. Aquella mañana, había visto el sol entrar por la ventana, el marido le había manifestado que tenía que arreglarse con rapidez ya que la consulta estaba pautada para las ocho de la mañana, ella
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lo miró con extrañeza y con el rostro contraído le preguntó: - ¿A dónde vamos con tanto calor? Además hay amenaza de una nueva nevada. - ¿O es que acaso quieres que muera de un resfriado para luego traerme a vegetar con las rosas azules o las amarillas? - No sé dónde has sacado la idea de salir de casa, afuera, hay una muchedumbre pidiendo que nadie perturbe la paz de los difuntos, han colgado piñatas en los portales, no entiendo nada, bueno al fin y al cabo yo no vivo por aquí, me mudé a la colina que estaba cerca de la casa de ladrillos, en esa casa tengo guardado un cofre de letras pequeñas, vestidas de brisa marina. - ¿Dime si las estás viendo?... La lluvia ha nublado las aldabas del cofre y las letras están mojadas, el sol ha venido a decirme que las secará cuando las aves marrones vuelen por la calle de mid ensueños. ¿Las puedes ver con claridad…? - Están sentadas en la celisía de la ventana sin cristales - Veo que insistes, siempre he sido comprensiva, espera que me coloques algo más de crema en el rostro, el calor no hace nada bien a la piel ajada, aunque soy joven pienso que afuera pasarán muchos días y podrán estropear mi cabello bien peinado… - Eso sí, antes de irnos, trata de aco-
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modar los vasos en el estante metálico, la brisa puede tumbarlos, los vidrios llenaron los ríos que pasan cerca de la casa de campo, creo que pueden herir los caminos y al pasar las púas se adueñarán de mis tesoros. El monólogo vestido de incoherencias dibujó en el rostro contraído del hombre, una mueca de dolor, frunció sus manos sobre el cobertor rojo de la cama matrimonial. Poco a poco la ayudó a levantarse, la acompañó hasta la sala de baño, donde los azulejos de delfines diminutos, eran los centinelas en una ducha tibia que le hizo enaltecer su belleza aun presente en su rostro. Una vez arreglada y acicalada, salió en compañía del hombre bueno, como tantas veces lo llamó. La consulta estaba planificada. El médico con sus destrezas profesionales empezó el estudio que lo llevaría a entender las incongruencias en el comportamiento de la mujer. Sus primeras palabras del diagnóstico observado, fueron lacerantes: - El hipotálamo está dañado, su atrofia es evidente, esta enfermedad la está afectando de manera notoria, su memoria a largo plazo está envuelta en una situación de deterioro progresivo. Su memoria reciente no está funcionando. - El procedimiento utilizado es el indicado en estos casos. El laberinto virtual evidenciado registra su pérdida de información complementaria para reconocer lugares o nombres de las personas de su entorno.
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El hombre bajo la cabeza, la información seca del galeno le había traspasado sus expectativas, la situación era delicada, el tiempo de su esposa se había ido tras la enfermedad de los silencios. El esposo apesadumbrado toma en su mano el récipe indicativo de las recomendaciones a seguir, el médico, amigo de la familia le explica con voz severa - Algunos estudios realizados para tratar estos casos han revelado que las dosis de tiamina son beneficiosas para los enfermos de Alzheimer, ya que ella trabaja en la producción de ácido hidrocloridrico en el cuerpo del paciente ayudando a la absorción de los minerales y las vitaminas. - De igual manera le remiendo que ingiera alimentos ricos en tiamina, como la levadura de cerveza, germen de trigo, granos enteros, arroz integral, yogur y muchas nueces. También uno de los minerales beneficiosos es el magnesio ya que dilata y relaja los vasos sanguíneos llevando consigo la mejoría a la circulación evitando algunos trombos que podrán presentarse porque la actividad de los enfermos es limitada, este mineral puede ayudar en la elevación del nivel energético a fin de fortalecer la función del corazón. - Es muy necesario llevar al pie de la letra las recomendaciones porque la deficiencia de magnesio puede sobreexcitar las neuronas produciendo mayores incoherencias.
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- Es necesario que su esposa, tenga tratamiento de Ácido Fólico y Vitamina B12, ya que ambas favorecen la recuperación de la salud mental. El hombre cabizbajo apretaba con fuerza el pequeño papel blanco, que contenía el postulado recomendado para aliviar el mal de la mujer; ella sonreía a su lado como alejada de la triste realidad de la cual el galeno hacia galas de su profesión, en una explicación que laceraba el corazón del hombre trajeado de gris. Al llegar a la casa, la mujer, de pasos ocres, recordaba vagamente la voz escuchada en la consulta remota. La sábana turquesa fue testigo del deseo de envolverse en posición fetal como en los primeros años de su infancia, volvió a mirar el nombre bordado en la superficie de lino, lo circundaban tres margaritas muy diminutas, las tocó sintió en su interior una tristeza tácita, ellas no tenían olor ni perfume. Pasaron los instantes imprudentes, indiscretos, sin percatarse la tragedia cerebral de la mujer bonita, que habitaba la casa de ladrillos fríos. Cada segundo fotografiaba las rutinas de cada ventana, unas entreabiertas, otras canceladas de polvo, indagaba por las aldabas de hierro oxidado los ayeres combinados con soledad. La mujer se levantó de su aturdido descanso, miró nuevamente hacia el jardín donde el paisaje solo devolvía las pocas cosas que habían soportado las ausencias. Ella, esperanzada quería oír nuevamente los pasos de hombre vestido de gris, o de la niña rubia de cabellos largos o del pequeño tomado de la mano de su padre al venir de la escuela cercana a su casa.
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Nada volvió a ser igual, ni las hojas de los árboles de abedul, con sus troncos equitativos y sus cortezas finas, sus ramas, cargadas de hojas romboides, ovaladas y dentadas, miraban el cielo nublado, las guisiras grises que volaban bajo, para acompañar las hileras de árboles que circunvalaban el espacio de grama seca, allí se podía divisar la madera blanquecida que alguna vez cortó el hombre para hacer columpios donde los niños tocarían los aires del patio . Abedules y distancias, ninguno respondió a las querencias de la mujer, la quietud invadió su paisaje, las ilusiones se las había llevado el tiempo cetrino de horas. Un ruido sostenido hizo revolotear las aves que se encontraban en el jardín, abrió la puerta, salió al exterior, disfrutó cada gota de lluvia que comenzaba a caer sobre su cuerpo, la refrescante brisa movía con dificultad su cabellera empapada, el panorama se encerraba en un revestimiento plateado de agua, caían mansamente las chispas y la fuerza del líquido cristalino siguió en su afán de humedecer el suelo hambriento de humedad que dejó esparcir el olor a tierra mojada. La mujer sintió en lo hondo de su ser, una voz queda, repetitiva: - De que vale tu esfuerzo y la lucha de seguir adelante si tarde o temprano caerás en la soledad de tu tedio? - ¡Mujer óyeme! - ¿De qué ha de servir tu batalla si es desatinada y absurda?, - Las rosas del jardín ya no brindan belleza al ocaso, se han acabado los tiempos porque han viajado con las
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caracolas que yacían en la playa, ellas jamás se devolvieron a las olas blancas que hacían los viajes de retorno. - ¡Mujer! - Quisiera llamarte por tu nombre de pila que en la iglesia de la santa morena, el sacerdote pronunció para que te llamaran en los senderos caminados por tu vida. - Yo tampoco recuerdo tu nombre. - ¡Oye mi voz!... es tu conciencia la que te habla, tenías tiempo sin conversar conmigo, mientras te he visto divagar entre luces apagadas y celosías cerradas pienso que no merecías esta soledad, pero la vida es la ruleta que da vueltas al revés cuando menos lo pensamos. - Entiendo que no sabes de nombres, ni de apellidos, ni tu edad, ni tú descendencia, tampoco yo la recuerdo. El olvido y los crepúsculos que contamos juntas han lavado nuestra lucidez de recuerdos y de vivencias. - Se han nublado por completo los lazos que nos ataban a las presencias, a las alegrías o a los momentos difíciles, ellos tenían color oscuro y olían a hierba trozada. - Con sinceridad te digo, es mejor así, vivimos un mundo diferente, donde los códigos los desciframos nosotras mismas sin que nadie intervenga o pueda torcer los destinos. ¡Es mejor así!... La mujer se lleva las manos a la cabeza, se tapa los
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oídos con mucha energía, sus uñas largas hieren los lóbulos de sus orejas y grita con vehemencia: - ¡Cállate!… - No eres nadie en mi vida, soy parte de un jardín poblado de arbustos y de una casa que no sé dónde está, ellos son mis compañeros, - ¡Vete, no quiero oírte más! Los instantes corrían sigilosos, nadie observó el parpadeo apurado de la mujer, sus ojos estaban inmóviles, crispados de escenas inconexas, atolondrados de gamas sin brillo. Llegó la tarde rojiza, ceñida al calor húmedo asfixiante. Ocultando las nubes fecundadas de chispas en gestación, dejando correr en el rostro de la mujer las gotas redondas de unas lágrimas que yacían secas en las criptas sinuosas de su faz arrugada en un perfil cadavérico, siempre contraído por las vicisitudes de su existencia sin compañías ni palabras. Las tres de la tarde marcó el contador del tiempo taciturno. La mujer, quiso recordar la oración al Cristo de la Misericordia de la Iglesia grande, veía sus rayos luminosos, pero su mente difusa no coordinó la plegaria, recostó su mano en la vieja máquina de coser, allí en sus gavetas desechas guarda algún hilo negro o blanco, las agujas se perdieron en el piso de ranuras de tierra y jamás las encontró. Encadenó las sombras con el dedal que instaló en su dedo índice, lo observó pero jamás supo cuál era su utilidad. El cansancio de la dama enferma era evidente, su corazón acelerado en pertinaz taquicardia dibujaba la angustia que vivía con cada esfuerzo en saber el porqué de cada situación. Acarició
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los rincones indemnes, se fue enamorando de la noche que la encontró sentada en el porche con un vestido fucsia de botonadura blanca en la parte delantera, su escote pronunciado irradiaba la belleza pasada de un cuerpo escultural, levantó su cabeza, quedamente, fue contando las estrellas amarillas que titilaban con temor ante el oscuro cielo, que anunciaba lluvia para la madrugada. Siente olor a café recién colado, da un salto de alegría porque merodea la presencia del marido que hace un trabajo en la oficina acondicionada muy cerca de la habitación, en la biblioteca guarda con celo miles de libros acomodados en hileras desiguales. Entra en la habitación, saca del viejo estante un libro azul, de gran tamaño, lo quiere revisar pero sus letras no le son comunes, no entiende su esceitura, lo coloca sobre una silla, suelta una carcajada que hace temblar la estancia rígida. .- Ja ja ja ja ja - ¡Cuánta risa me da este libro!. Sus palabras no encajan con la importancia de la obra, nuevamente lo aprieta con fuerza en sus brazos, atrapa su estructura como queriendo ahogar en él su amor perdido en la oscuridad de la demencia, sus lágrimas se atreven a mojar sus ojos, pero el ardor de su resequedad, hace que haga un movimiento brusco rompa una de las páginas sepias del texto y seque sus ojos maltratados con el papel rugoso. Sus sentidos se convulsionan de miedo, sus rodillas se doblan, su tránsito es sosegado, sus esperanzas no tienen tintes, su mañana se detiene, se entrega al desmayo como parte del desaliento que siente en sus entrañas.
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La luna inconclusa, dorada de desvelos y horas subidas de consternación, asoma su luz lánguida, va empujando con suavidad la nube gris que entorpece su paso refulgente. Con la luz viajera de la consorte de las noches, viene el tropel los momentos eternizados del pasado hiriente en el corazón laxo de la mujer. Ella espera de manera sosegada llenar de presencias la monotonía de la morada vacía, con sus paredes altas pintadas de blancos diferentes, con su techo sostenido por la madera pulida de color beis. Todos esos detalles dan donaire a la residencia de corredores largos; afuera el columpio quieto custodia el jardín sin flores, los pasos sin huella, con rostros perdidos en el arrebato de los perfumes agotados, con la mudez de la cajita de música, forrada siempre con el terciopelo rojo traído de la capital, con la ancianidad del libro sin lector, con el mutismo del piano empolvado huérfano de teclas sonoras, con el calor viciado de la reclusión, con la época marchita que le toco vivir. Sola, siempre triste, la mujer sigue caminando en búsqueda de algo que no sabe encontrar, pasa su mano sobre la peinadora de madera caoba de grandes patas torneadas, salpicadas de rastros aromatizados de frascos vacíos y cosméticos endurecidas de desaliento. Toma asiento en un pequeño banco situado en la entrada de la casa donde el césped seco comienza a teñirse de verde, porque el pasado verano ha hecho estragos en verdor de las gramíneas, estira sus piernas disfruta el momento de relajación, una brisa ligera acaricia sus mejillas, bloqueadas
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de pequeñas manchas blancas, toca sus cabellos erizados mientras su mente toma los caminos que su memoria no registra. La luna comienza a bañar su humanidad, evoca un sueño con ser la princesa viajante del carruaje dorado, en búsqueda de la nube especial donde encontraría su amado y a sus pequeños hijos. Mira hacia atrás, encuentra los días vividos con las carcajadas desconocidas de las cuales ignora su procedencia, siente las lágrimas que de tanto andar se secaron en sus ojos sedentarios. Hacía frio, la pashmina tejida color beis cubrió su dorso, pero el alma congelada le revelaba a cada momento la ausencia de las quimeras que las hadas oscuras habían gastado, a pesar de sus gritos para rescatarlas no fue posible, porque el vuelo de la maldad le había ganado terreno a sus ilusiones. Imagina figuras abstractas bajo la luna inacabada, aquella que la había acompañado una noche en la playa lejana. La melancolía llega lentamente, oye en sus oídos perdidos una melodía con ritmo suave, oprime sus manos, coloca sus dedos dentro de su cabellera estira su cuello hacia atrás, se inspira al oír las cuerdas de los mil violines de la canción ancestral, divaga en el tiempo azul de otros instantes, oye el silbato del tren, grita con el tono más alto de su voz: - ¡Detente por favor - ¡Aún falta un pasajero! - ¡Detengan esa máquina, falta él. Allí viene corriendo… viene corriendo!, - ¡Dios! - ¡Señor por favor, él viene corriendo tras el tren, no lo vaya a dejar, solo se
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retrasó un instante!. - ¡Un pasajero que se va conmigo a buscar los lirios que sembramos en la nubes incolora - ¡Detengan el tranvía! - No es su culpa, el tren salió a deshoras y lo dejó con su boleto anaranjado en la mano El silbato se alejó y la locomotora dejó a su paso el humo blanco de la prisa. En uno de sus vagones, ella encarcela su cara con las manos paralizadas, corrían las lágrimas imaginarias del pasado, ahora las grietas de las arrugas de su semblante, se crispan de dolor al ver que nada puede hacer para detener el tren, cree encerrar su rostro en el cristal del pasillo donde viajaba, la ventana rectangular abraza su queja, solo ella conoció la distancia que la alejaba de la hilera de rieles estáticos, la separaba una vez más de la utopía, que alguien le dijo que se llamaba felicidad. Su agitada mente divaga entre sueños celados, las mentiras; las verdades juegan la ronda efímera de las horas encumbradas en estado eufórico. Se levanta del taburete, abre sus brazos, respira la lluvia mansa que comienza a nacer, piensa en la libertad que tuvo en sus manos cuando se columpiaba en el patio grande, no sabe si en realidad existió, cree llamarla, pero sus palabras se agotan en el silencio del baño de luna abrazado a las gotas de agua. Los sueños absurdos continúan su paso, se anuncia tempestad. De pronto un ruido ensordecedor cruza el cielo que piensa despejado, un rayo luminoso atraviesa las sombras, el frio se
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hace perentorio, y escucha el revoloteo de un ave que extraviada había dejado su vuelo para las horas nocturnas, ahora busca guarecer sus plumas en alguna rama de los altos arboles de su casa. Afuera, adyacente al jardín, las enormes paredes bordean la vivienda; el pueblo se levanta en un valle circundado por la colina que acumula la sequedad de tantos días de calor, los sembradíos de maíz esconden sus semillas en espera de la humedad que hará crecer las plantaciones. En el vaivén de su desvarío, la mujer vuelve al banco mojado, se sienta en el extremo izquierdo dejando un lugar para un pensamiento que toma forma de silueta, con el que cree conversar, compartir la suave racha húmeda del primer chubasco. Tiende su brazo por encima del banco de madera, apoya su cabeza en el hombro imaginario del hombre que solo vive en sus soplos de recuerdos, en los lugares escondidos de su mente, surge un beso tibio que registra su memoria sin saber el nombre de la persona que la acompañó aquella tarde en algún lugar perdido de su demencia. Son las siete de la noche, oye las campanas de la iglesia cercana, el llamado a oración viste de blanco su imaginación malgastada, observa sus ropas, se da cuenta de la ausencia de la juventud y la frescura de los tiempos pasados, se estremece de temor, ve venir la ancianidad y le pregunta:- ¿Quién eres? - ¿Por qué me buscas si sabes que no sé defenderme de los días? - ‘¿Quién te hablo de las rosas sin espi-
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nas o de los lirios rosados que encontré en la habitación grande? - No me contestas, pero oigo tu voz, es la misma del soplo de vida que una vez me visitó, si quieres siéntate y charlemos de la calle torcida que siempre está a mi lado. La tristeza invadía su cuerpo, se arrodilló en el suelo húmedo, quiso recordar una plagaría para decirle a Dios donde se encontraba, rogarle que la viniera a buscar en su próximo viaje a la tierra; se enfrentó al miedo, solo balbuceó algunos fonemas. imaginó la lluvia, no sabía si las gotas que mojaban su cuerpo era real o solo vivía en su evocación, sintió un influjo creador que la llenó por unos instantes de energía, quiso correr, haciendo un esfuerzo sus piernas entumecidas saltaron a las veredas del jardín, los gritos de su seca garganta volvieron a invadir los espacios silentes. Extendió sus brazos, como en búsqueda de alguien a quien abrazar para sostener la vida y seguir adelante. Escuchó unos pasos por el camino sembrado de siemprevivas blancas, uno tras otro, cesó de correr y asolapada esperó la presencia que imaginaba muy cercana a ella, ya no le importaba quien fuera, solo quería compartir los silencios tácitos de su vida con alguien que comprendiera sus empeños y sus desatinos Corrió despavorida al encuentro de una presencia que no existía sino en su mente enferma, saltó las piedras que dividen la vereda, el tropiezo de su prisa la hizo caer al pavimento, su cuerpo inerte no se movió, sus manos yacían extendidas en el piso
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rustico, tembló de turbación, estaba realmente asustada, la sudoración de su frente de unió a las gotas de lluvia para empapar sus mejillas, no hizo intento por levantarse, encogió sus piernas abatidas, gateó por la hierba húmeda. Entró a la casa para hundir su rostro en la almohada de iniciales bordadas, no podía llorar, sus cuencas estaban secas, no podía gritar, sus palabras se habían marchado, tomó el cristo de la mesa de noche, apretó el madero elevando a Dios la plegaria que no tenía mensajes. El silencio acompañó el momento oscuro de su caída, las sombras de ver el mundo desde el ángulo inferior bloquearon con pesadez y sus movimientos, solo la divinidad del ser supremo podía ayudar su situación difícil. Su cuerpo contraído titiritaba de un miedo interno que no lograba concebir. Su camisón largo empapado de barro recogido de su gateo improvisado. Era el lodo envuelto en realidad, era su vida escoltada por la ausencia quien carcomía sus etapas. No entendía la importancia que podía dar a las puerilidades que representaba un vestido embadurnado de fango en medio de un destierro revestido de púas negras y afiladas que torturaban cada instante de su existencia. Sentía el encorvamiento de su espalda, el recostarse en el almohadón, aliviaba su dolor, se sintió desamparada, pensó en los motivos inútiles de sus búsquedas, en esa casa solo vivía ella y sus incoherencias, deslizó su mano derecha, abrió la gaveta del desván, encontró una caja de pastillas que registraban en un extremo las fecha del vencimiento, se esforzó por entender los números nucleados de desgaste, al
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no comprender el mensaje escrito, lanzó a la lejos su contenido y con voz recia dijo: - No me sirven de nada… ¡Fuera de mi vida!. - Son ustedes las pastillas estúpidas las que me han hecho caer tantas veces, saben, no las quiero más. - ¡Pastillas!...¡Pastillas! - ¡Adiós pastillas marrones, no son ustedes las que me van hacer llorar, no! Saltaron por los aires las estructuras redondas de medicamento, su cara giró hacia el techo e hizo un esfuerzo para levantarse, fue hasta el cuarto de baño, abrió la puerta, caminó despacio hacia la ducha, vio salir el agua por los pequeños agujeros, que alineados le brindaban el alivio del líquido tibio a su cuerpo extenuado y embadurnado de barro. Su bata banca rodó por el piso mojado, tomó la toalla, envolvió su humanidad para ir al cuarto principal. Entre las paredes incólumes experimenta la pasión vivida la noche feliz del encuentro con el ser que perturbó todos los días de su vida con un amor inconmensurable y perpetuo. Rió con fuerza al ver como la tos de una bronquitis inoportuna había fatigado aún más su respirar en ese día elegido para vestir de azahares y guirnaldas blancas. Todo el recorrido de la iglesia lo hizo pisando pétalos de rosas dispuestas en honor de los contrayentes, su mente desvió los ángulos del ayer y volvió a preguntarse: - ¿Quiénes son los novios que van al altar? - Creo no conocerlos, ella se ve radiante. - En todas las bodas se canta una
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canción, pero no recuerdo cual es… - Veo unos niños vestidos de gala, llevan los azahares pero falta un anillo en la almohadilla. - ¡Ja ja ja ja! - El carruaje va lento como el amor que los une, muy lento. La tos impertinente insistió en estar presente en el acto sagrado de la entrega de la vida al ser amado. Un fino pañuelo de lino con letras bordadas en dorado, atrapó el espasmo del sublime momento. Los invitados pasaron por desapercibido el impase de salud de la hermosa novia. Pasaron en tropel los instantes, levantó la mirada hacia el pasillo contiguo al oír un crujir de copas, los vidrios habían caído al pavimento, los aplausos, los augurios aturdieron su mudez, ensordecieron su mutismo. La incoherencia llegó al clímax y gritó con fuerza; - ¡No quiebres las copas ¡ - ¡No! ¡No! - ¡Son mis copas azules ¡ El aeropuerto encendía sus luces, los reflectores iluminaban los pasadizos donde los pasajeros caminaban a prisa, sintió la mano de alguien que la hacía caminar con premura, escuchaba una voz recia, pero no entendía nada de lo le decía casi al oído, Subió, una a una las escalerillas del avión, siempre tomada de la mano de alguien, se sentó en una clase de privilegios, al mirar a su lado sintió el vacío practicado en cada momento de irrealidad, la azafata rígidamente vestida de azul marino, trajo una bandeja con una botella
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de champagne francés Piere Mignon, las copas largas fueron testigos de las miles de burbujas que hicieron de la gala una celebración del comienzo de la luna de miel. La cinta de la bata de baño se fue ciñendo en su cintura cuando escuchó por el altavoz la orientación de la azafata al decir que la colocación del mismo era parte de las normas a seguir en el vuelo, apretó su cinta, se aferró a los brazos de la butaca. Su estómago se frunció cuando siguió al imaginario aterrizaje de un vuelo que no tenía destino. Se abrió la puerta de la habitación porque la brisa del primer invierno se hacía sentir en la residencia, corrió hacia allá abrió los brazos, creyó divisar la ciudad luz, en los días más felices de su vida. Un auto de lujo se detuvo para trasladarlos al hotel Passy Eiffel, situado en el centro de la ciudad de Paris, el confort, las atenciones, los regalos, los paseos, los mimos, son parte de una historia que la mujer no sabe a quién pertenecen. Por ello su aturdimiento se acelera y grita sin cesar, a ver si alguien reconoce su voz: - ¡Quiero irme de aquí! - ¡Sácame de este turbulento instante! - ¡ Esta soledad me atrapa…! - Quiero irme sola a recorrer las calles y buscar a mi gente. -El avión cesó de volar y se llevó la ternura, espero que algún día regrese a casa Sus gritos espantan los pájaros que se habían posado en la hilera de cuerdas de la electricidad, se hallaban en el extremo superior del alero de la casa, el aleteo de las aves, la hace volver la mirada al rincón
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que colinda con la calle vecina, ve allí una cruz rustica sembrada en la tierra recién humedecida, era el símbolo de la redención que cada tres de mayo era vestida con las primeras flores del año, ella misma las escogía en el jardín para cumplir con una de las manifestaciones culturales que le habían enseñado sus padres en el Oriente del país, donde un día vio la vida por vez primera. Oye a lo lejos los cantadores de los galerones, los romances y los tonos, las mujeres pasan las cuentas del rosario, sentadas en grandes bancos de la hacienda de su padre. El cuatro, el tambor cuadrado, las maracas se combinan con los brindis repartidos a los asistentes. Ella en su agotamiento se atreve a decir en voz queda: - Saludo a la santa cruz, saludo a quien la adornó,,, Corre despavorida por la vereda húmeda, sus pies se empapan nuevamente del lodo del espacio libre, se arrodilla, abraza el madero tranquilo, la racha de viento es testigo de su lamento, cree pronunciar un canto ancestral al símbolo de la redención. Nuevamente el silencio la cobija, cae su cuerpo inerte al suelo frio, allí la somnolencia es parte de sus instantes. Pasadas las horas, regresa a la entrada de la casa, vuelve la mirada pero de repente se lleva la mano al cuello y comenta con tristeza: . ¿Dónde está la cruz que me regalaste? - Aquí la tenía, la colgaste de mi cuello aquel día de lluvia, me la compraste en la joyería “Berssé” de
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Paris, cuando el avión plateado allí nos dejó… Su mente no coordinaba lo que sus destellos de memoria traían, no dejaba de tocarse el cuello, sus uñas rasgaron su piel como en protesta de no tener las respuestas que necesitaba para saber el porque de cada escenario. Su mente agitada dibuja imágenes a quien quiere preguntar si alguna vez han escuchado su risa o sus quejas, si en las sombras que habitan detrás del mobiliario de aquel claustro, alguien se ha atrevido a contar mil y una historias, si algún pajarito herido posado en su ventana oyó el ruido del trueno que sobresaltó sus ilusiones. La enfermedad avanza en tropel, sus cabellos alborotados parecen ser la evidencia eminente de una reminiscencia perdida en caminos de diferentes rutas. Todos los días palpa el misterioso mundo de las lágrimas secas, de los amaneceres tardíos, de las fogatas apagadas preñadas de cenizas grises, de danzas de aves que emigran sin saber donde está el lugar que no saben encontrar, de abedules vestidos de otoño o el amante bisoño escondido tantas veces detrás de la chaguarama antigua de la plaza grande. En la ventana inmediata a la habitación sopla una rapsodia de ráfagas aturdidas, la cardialgia del día presiona los instantes, los sollozos frente al cristal alimentado de suspiros y sueños heridos de la mujer, yace con sus ojos estáticos mirando la nada de su paisaje quimérico. Ella, sigilosa entiende vagamente que su soledad no es el silencio, éste, es solo una coincidencia con su vida, es un balance espiritual que todos los días realiza como parte de un mutismo que no
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logra interpretar. Su cuerpo tendido en el piso espera cada aurora para conversar de lo duro que se le hacen las horas sin palabras, su voz ha perdido el rumbo, clama a gritos sentir de nuevo los sentimientos oprimidos que el retraimiento le arrebató cuando su memoria se fue sin rumbo. Hoy y mañana caerá la lluvia, mojará los estratos, cada gota descansará detrás de la sima que su corazón ha cavado añorando a las personas que ya no están, aun se siente la mano virtual del hombre que cree haber visto partir por las veredas del jardín y jamás volvió. Seguirá oyendo las voces de los niños que crecieron e hicieron vida en otros lugares, sintiendo el amor de unos padres que se fueron con la ancianidad. El viento volvió a golpear cada rincón de la casa, las ventanas abiertas lucen la madera descuidada, siguen dando paso al chubasco que no cesaba de gotear. El sol asustado se había marchado temprano, la humedad se apoderó de todos los sitios del cielo, que se viste de gris más intenso cada minuto pasa desapercibido por los ojos de la mujer. El respirar de la helada llovizna hace que su aliento se haga denso, la fatiga invade su tórax, con dificultad se da cuenta que sus costillas repiten espasmos continuos en evidencia de una crisis de asma severa, se hace presente como en otros tiempos, camina a la cocina, cree saber dónde ha guarda el tilo y la manzanilla, revisa los frascos guardados en el estante, encuentra unas hojas, no reconoce que es, las coloca en un vaso de agua, se lo lleva a la boca, de un sorbo se las toma con rapidez, no recuerda para que, no
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entiende si tenía sed o hambre, no sabe porque fue a la cocina, agarra con fuerza el vaso, lo lanza al vacío para no dejar rastros de su arrebato con ella misma. La noche avanza llegan las horas oscuras. Por la ventana central de la casa se divisa una luz taciturna de rayos dorados, el sol moribundo acaba de pintar de sombras el recinto, siempre desierto con los corredores vestidos de helechos colgantes, la agitación del día había sido una experiencia más para cada andanza acontecida en las tapias que atrapan su historia de soledad. Caminó pesadamente hacia el lecho, el sobrecama grueso le pareció incomodo, lo quitó , lo tiró en el piso; buscó en el armario una sábana blanca de algodón, se arropó, como lo hacía en años anteriores, siempre de blanco, siempre con tela muy delicada, aquella noche quería sentir en su cuerpo el frio que suavemente entraba por el ventanal inmediato, el sueño la venció una vez más. Afuera los cohetes invaden el cielo pintado de azul intenso, había amanecido un día despejado de nubes oscuras, las aves salían despavoridas ante el ruido ensordecedor de los que juegos artificiales. Era el anuncio de la fiesta de la virgen patrona, la mujer se empinó en la ventana y vio pasar la banda musical. La melodía le convulsionó la mirada, se aprisionó con mucha fuerza a los barrotes de hierro, de un salto se sentó cerca de la mampara. Las hileras de músicos desfilaban en formación correcta, cada uno de los instrumentos obedecía a la destreza de los ejecutantes, los años felices
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parecían venir envueltos en cada nota musical. La mujer balbució en seis palabras al ritmo de la melodía instrumental: - Morir es nacer muriendo de amor,,,, Selló sus labios agrietados de desecamiento, sus dedos se enterraron en la pared húmeda del ventanal, no sabía el significado de esa letra, no entendía el alboroto de la fiesta callejera, era otra fantasía de su mente viajera, la cual divagaba con instantes prestados de una vida que no recordaba. El bullicio invadió la ciudad, las mujeres vestían sus galas y en la iglesia mayor la oración de los fieles, era el murmullo divino en la plegaria diversa para que la misericordia aliviara los males. Las aceras estaban acordonadas de buhoneros religiosos con sus improvisados exhibidores, allí colgaban medallas, collares, todos con el símbolo de las promesas a pagar por los favores recibidos de la santa de la ciudad. En la plaza las fritangas despedían el olor característico de la manteca usada muchas veces, para dejar salir de los calderos oscuros las tostadas revestidas con huevo batido y pan rallado , en su interior se esconde la deliciosa tajada, como premio para el paladar que probaba tan exquisito manjar hecho tradición de la región. El improvisado tarantín era sostén del cocimiento del maíz que poco a poco se convertía en palomitas saladas para encantar a los niños que pasaban contentos por el lugar, La tapia de la casa colinda con la instalación de la gran rueda multicolor llamada por los pobladores “Viaje a la Luna”, la mujer observa con temor como el circulo coloreado da vueltas cargando
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en sus asientos tapizados de telas floreadas, a las persona que ríen a carcajadas a cada vuelta que da el aparato, en lo alto se divisan los niños jubilosos de la peripecia de montarse en el gran carrusel que a la par de sus giros deja salir por un gran altavoz una melodía infantil que atrajo a la mujer a quedarse largo rato mirando muy cerca de la pared estropeada de su casa. Un pregón la hizo sonreír, saliendo de su asombro, alguien gritaba con voz fuerte, pero a la vez llena de entusiasmo: - ¡Algodón de azúcar!, - Lleve el algodón de azúcar, hay de diversos colores, para los niños y los,viejitos…ja ja ja ja ! - ¡Vendo algodón de azúcar, algodón, algodón…! Se asomó a la puerta de la casa, las bisagras sonaron como lastimadas de tiempo, la mujer llamó al vendedor y con una sonrisa le dijo: - ¡Dame un algodón de azúcar! - Quiero uno azul como el cielo de mi casa grande,,,, El hombre la miró extrañado y con asombro sacó del puñado de palitos cuyo extremo exhibía una gran mota de algodón azul y se la entregó. La mujer con una cara de felicidad le respondió a su entrega: - Ja ja ja Que lindo es, se parece al globo del planeta de mi amiga la marcianita, ella juega conmigo cada tarde, se la daré para que regrese a su estrella. - Sabes, ella me había hablado de lo dulce de los palitos de algodón pero ja-
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más los había visto, a lo mejor tú también eres de ese planeta , el de mi amiga, tú debes conocerla ya que caminas por todas partes,,,,,,ja ja ja ja El hombre frunció el ceño y le dijo: - Mire señora, no sé si usted y su amiga son marcianas o no, pero lo mío es vender, así que me paga y me voy. Una vecina de la mujer solitaria, había oído la conversación que ella sostenía con el vendedor y de inmediato se interpuso entre los dos y le dijo. - Aquí tiene el dinero, déjela en paz, ella vive su mundo y merece el respeto de todos sus vecinos, muchas gracias y adiós. La mujer cerró la puerta, caminó unos pasos lentos, tomó un sorbo de agua fresca de la vieja tinaja heredada de los abuelos, recorrió el pasillo cantando con el algodón en la mano sin percatarse lo que la vecina había hablado con el mercante, era como volver a un mundo de pequeñas cosas que le llevaban a vivir momentos que no sabía si habían existido alguna vez. Abrió su boca, saboreó feliz lo dulce del manojo azul del azúcar de la ilusión. Afuera siguió la fiesta, en la casa de corredores amplios lucían las frondas colgantes, la mujer siguió caminando su demencia. La soledad cimbra su estructura tras la velocidad del tiempo que ayuda a crecer el desvarío de la mujer, el paisaje del patio parece contar las pinceladas tenues del creador de la naturaleza, cada detalle está colocado con el esmero del artista supremo, las tonalidades de verde obedecían a los brochazos naturales para dar vistosidad el jardín,
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los primeros rayos de sol de cada mañana se escondían en el árbol frondoso de la fruta jugosa, los mangos maduros, los nísperos pegajosos de dulzura, las guayabas redondas, los cambures apilados en el vástago joven, caían generosos al pavimento sembrado de grama, crecida con descuido. Los pasos silenciosos se acercan a la vereda que divide el jardín del corredor, sus brazos comienzan a balancearse como péndulos desquiciados, el aire húmedo se instala en el vago recuerdo de la memoria mística de la mujer, divisa a los lejos lugares sembrados de trinitarias en floración donde el rojizo de sus flores hace contraste con el rio de asfalto que soporta el ruido y la velocidad de los autos que transitan por la carretera. Voltea la mirada hacia la izquierda, observa los sembradíos extensos de maíz en florescencia, las panojas se mueven en su cerebro, las enormes hojas ensiformes realizan una danza coreada de barbas ocres que se acurrucan en las formas de mazorcas y granos dorados recién nacidos, estructuradas en hileras derechas y exactas. Es su pensamiento vago, el que la traslada hacia las siembras de su padre en la finca lejana que no sabe donde se encuentra. Vuelve a mover sus brazos y poco a poco pronuncia un pregón que le hace saltar las lágrimas: - ¡Jojotos ¡… ¡jojotos ¡… - Están blandidos, ¡ pa’ las cachapas!, ¡ pa’ la mazamorra ¡ Su voz se hace trueno en el espacio vacío y se pregunta: - ¿Cuáles jojotos? - Aquí no hay nada,,,,ja ja ja ja, no hay
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nada. Camina lentamente hacia la habitación, su cuerpo se balancea hacia la derecha su mano extendida hacia abajo simula llevar un gran peso que la hace tambalear, mirando el vacío de su mano nuevamente balbucea la frase anterior como refirmando lo vivido hacia minutos: - No hay nada, pensé que el saquito de jojotos lo traía en mi mano, pero no hay nada. - Papá, se vendieron los jojotos! - Ja aja ja… Alzó los brazos y en un bostezó de manera profunda creyó relajar su tensa estructura esquelética, se recostó en el extremo de la cama, sus ojos se fueron cerrando con la lentitud de no querer hacerlo, la dominó el sueño y el cansancio que una vez más estaba revestido de la soledad reinante en las cuatro paredes que habían encadenado su humanidad. La mañana cantaba al son de las miles de aves que se posaban en las extensas ramas de los verdes árboles frutales que rodeaban la casa grande, el aire fresco bailaba por cada lugar de la espaciosa vivienda, solo ellos, los petirrojos, las alondras, los cardenalitos, los turpiales, las golondrinas, entraban desapercibidos por los grandes arcos que dividían el jardín del corredor, allí buscaban en las mesas migajas de pan de alguna cena hecha al aire libre. Con pasos precisos pero muy lentos la mujer se acercó al barrizal que sucumbía ante el imponente sol que veía venir, apresurado por la ladera de los techos altos, allí contempló el movimiento rápido de las aves que buscaban la frescura del agua
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detenida, La dama ansiosa, deseaba que sus ojos no siguieran la quietud de aquella estancia, donde los espejismos cada día se extendida más en su lastimada memoria. Soñaba con una mano extraña, quizás invisible vendría de algún lugar remoto para ocuparse de borrar los destellos de las evocaciones que en oportunidades distantes se hacían sentir en el alma acalorada de su delgada estructura. El pasado hería su retraimiento, sus venas acalambradas inventaban la veloz carrera de su sangre gruesa, ello hacía que los latidos de su corazón se sintieran con la fuerza de un ventarrón que solo ella podía sobrellevar. Allí estaban, constantes victoriosos de ganar perpetuamente la batalla de la vertiginosa huida que no tenía final. La taquicardia tomaba sus espacios de manera imprudente, sin embargo estaba harta del sonar en su cerebro maltrecho como si fuese un martilleo o un permanente bajar de escaleras de madera rustica, como muchas veces lo imaginó en sus noches de desvelo. A los lejos, en repetidas oportunidades solía oír gritos, voces, ruidos, ellos tenían la idea de silenciar su conteo cardiovascular, eran susurros incoloros, llenos de desidia y de desgano, ya los conocía de cerca, fueron sus compañeros durante los años del serpentear de la vida. Salió al amplio patio como una y mil veces lo hacía cuando el crepúsculo entraba por la pared alta de su casa, observó con detenimiento como se movía el césped verde, algo turbaba las hojas secas que habían caído del árbol de abedul, allí con su larga cola y su cuerpo alargado estaba
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la lagartija verde, sonrió y agachando su cabeza quiso decirle muy suave: - Hola, querida, eres la lagartija de mi huerto, me imagino que tienes un hogar, no sé dónde está; cuando puedas vienes y me lo cuentas, entiendo tu prisa, a la vez te aconsejo que no es bueno andar corriendo en la vida, por eso has largado muchas veces tu colita, quiero que sepas que tú eres mi compañera y también mi familia, de todas maneras eres mi vecina, mi amiga, mi hermana. - Ja, ja. Ja… creerás que he enloquecido, pero me duele mucho que estés allí en ese sitio ennegrecido de humedad. Si quieres puedes entrar a la casa y vivir conmigo. La hierba volvió a oír el sonido de las largas patas de la lagartija, su huida se sintió en el jardín. La mirada de mujer se perdió entre las ramas, su mano se aferró a un extremo del árbol mutilado que yacía cerca del estanque, otrora fue frondoso sus limones jugosos habían servido de medicina a muchos de sus vecinos, había sido un regalo de su padre, juntos eligieron el lugar exacto para que nunca le faltará la humedad, por ello sus raíces estaban muy cerca de la orilla del estanque. Las hojas del árbol comenzaron a decolorarse, la vecina le había dicho que era un virus llamado tristeza, sus ramas se fueron secando lentamente ante el invasor y tras un lánguido proceso de deterioro perdió las fuerzas, sus hojas eran pequeñas, el brillo se había ausentado de las estructuras verdes, los brotes fenecían ante el abrazar de la toxina. En sus ganas de vivir se
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atrevió a dejar salir otro retoño que luego la mujer vio morir abrazado por una enfermedad que ella comparaba con su falta de coherencia. Poco a poco se soltó las sandalias rojas, acarició la flor amarilla que adornaba su parte delantera, allí estaban sus recuerdos, sabía que alguien se las había traído de lejos, a fin de dar espacio holgado a sus pies hinchados por su primer embarazo, no recordaba quien se los trajo, Con unos dedos estremecidos por la delgadez, dio varios pasos, recostó su cabeza en el limonero seco e inmóvil, sintió el olor cítrico que antes dependía el árbol, extendió sus pulmones, y se rio de manera estrepitosa: - Ja ja ja… limonero, tú también te has ido. Que gracia la tuya, morir de tristeza, cuando yo he soportado los fantasmas de esta casa, si quieres vete con tus ramas inútiles, eres solo un árbol marrón, así te coloreó el sufrimiento; yo no tengo espejos pero creo que soy de tu mismo color, el marrón signó mi rostro hace tiempo, el marrón borró mis ilusiones, el marrón, no sé cuál es su color, pero algo me dice que tú y yo estaremos bautizados por la soledad a ser siempre marrones sin valor. - Tú y yo somos marrones, marrones de angustia… La mañana trascurría de manera sombría, los pajaritos entonan sus trinos y se alejan con rapidez de los árboles que posee la propiedad, sus heridas sentimentales se agudizan y la sangre congelada sueña con fluir por sus pensamientos, son las distancias las que continúan haciendo
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surcos lanceolados en la frialdad de un invierno que se despide del verdor de su jardín. Son las dudas las que se revuelcan en su mente, son los pasajes amargos de una vida que no logra entender, es la ceguera de una playa solitaria que creyó ver un día cuando las espumas blancas bañaban sus pies. Siente que de lejos llega una silueta que extiende su mano férrea, que la sostenía para que el oleaje no le hiciera perder el equilibrio, El paisaje seguía bordeado de olas, de niños en veloz carrera por sus orillas. Es el pensar en un cuerpo frágil colgado por el brazo de un hombre trajeado de gris, es el respirar fatigado de un ritmo que no recuerda los motivos por los cuales se instaló en su corazón laxo. En voz muy baja dice: - Han pasado siglos, los años han caminado conmigo en los vergeles de mi casa, los frutos se han podrido en las ramas, no hay nadie quien los baje de allí. - Quiero hablar contigo lagartija, ¿Dónde te has metido? Las horas atiborran la memoria, perece padecer la reacción de un mortal veneno que lentamente se apodera de su ser, no le quita la vida pero le ha arrebatado los sueños, ahora sus palabras son marrones, su caminar no tienen color, sus esencias se esfuman con el arcoíris que solo demoró minutos en lucir su belleza. Las cavernas de sus ojos convulsionan para no registrar ninguna situación que siga hurgando heridas en el corazón apresurado que ya no le cabe en su caja torácica colmada de huesos débiles. De pronto sale del jardín con una prisa inusual, entra en la morada principal de la casa, busca
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en el armario algo que no sabe comprender, al no encontrarlo se muerde con violencia los labios secos, aprieta sus manos con tanta fuerza que cree lastimarse con su uñas entrecortadas irregularmente. Mira a su alrededor y con voz rígida cree oírse ella misma para entender su búsqueda: - Aquí dejé el monedero con el dinero de la comida, habían unas monedas, no sé si eran pocas o muchas, no sé cuántas eran, claro ya entiendo las tomaste tú ¿Dónde las escondiste?, tú siempre me niegas el dinero, lo gastas en la calle o en cosas inútiles. - De una vez dime donde está, han abierto el mercado y debo ir de prisa, los niños van al colegio, hay que hacerles el almuerzo, o la cena, no sé si ya comieron, no sé, no sé nada Entra en pánico, abraza la pared cruda, lame su estructura como buscando aliento en la fría verticalidad de la tapia, esclava de su depresión, rompe las riberas de sus temores grita con fuerza, cae al piso que la recibe en su dureza ancestral. Allí siente sus despojos olvidados por todos, los rencores acumulados, los deseos frustrados, las carencias revestidas de soledad, sus recuerdos confundidos, sus sueños ahogados en el mar sin olas, los olores de perfumes caros, desvanecidos en los lugares gigantescos de una casa que cree ver crecer cada día, siente las fibras punzantes de unos rayos de sol que habían apocado su locura, - Ja ja ja Te encontré, tú lo tenías guardado, lo había visto en tu bolsillo roto del palto de cuadrito gris, al fin lo-
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gré tener lo que buscaba con tanta prisa, déjame tenerlo en mis manos, déjame que lo abrace para no colocarlo en la calle torcida de mi mente. - Déjame llevarlo en el bolso azul que ya no tiene color, déjame soñar, solo eso, quiero soñar con el vuelo de la golondrina herida de los patios de la casa de mi padre o con el estanque lleno de agua en el cual me bañaba cuando tenía el cabello largo, o soñar con la hermana de mi abuela que un día se despidió del hogar y jamás se supo de ella. - Que se perdió en un viaje lejano y no quiso volver al hogar, algo así contaban en los rincones de la casona. - Déjame soñar, vete de mi vida, vete, no quiero ver tu cara de olvido, tú me has contagiado de olvido, vete, fuera de mi jardín…. El cansancio, la fatiga, la inercia de su cuerpo envuelto en la artritis, la hicieron voltear la cabeza para estar segura que en la amplia habitación solo estaba ella, buscaba respuestas a preguntas que jamás formuló, indagaba siluetas que solo vivían en su imaginación. Alguien, en el interior de su convulsionado ser la observaba desde lejos, así lo presentía, se mantuvo de espaldas al espejo biselado que había formado parte de su juego de cuarto, aún conservaba la cama de patas torneadas y de respaldar forrado en gamuza roja, el lugar de la izquierda había perdido la felpa por el recostar de otra persona por largos años, no recordaba quien, solo se limitó a tocar suavemente la tela carcomida de uso, su corazón se agitó de
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nuevo al querer pensar y no poder hacerlo, tomó aire, llenó sus pulmones, estaba allí acartonada con sus signos vacíos, su rostro desencajado tomaban quedamente el color del limonero seco, el cielo parecía soslayar cantos de sordinas para no aumentar el dolor de la mujer de bata blanca. Pensaba en un ayer borrado por el tiempo, venían a su memoria la presencia del hombre de gris y dos pequeños traviesos subiendo al árbol frutal de carga amarilla, busca instantes, no los encuentra peina su cabellera bicolor con los dedos empobrecidos de movimientos ligeros. Piensa despertar de la pesadilla de los adioses, todos subsistidos en esta casa que ahora se ha vuelto la tumba de sus lamentos. En su debilidad, entiende que la hidratación del cuerpo es parte de la vida, camina con lentitud, abre el refrigerador redondo de años tardíos, toma un sorbo de agua, coloca la jarra de cristal en la mesa circular que soporta el mantel con diseños navideños, se abraza al aire tibio, cuenta, una a una sus pequeñeces, casi expuesta a una piel aferrada a la delgadez, comienza a recordar la numeración de tiempos remotos; - Uno, dos, tres, veinticinco… - ¡Veinticinco,,,ja ja ja ja ¿Cumples veinticinco? - Que alegría tengo al verte frente al pastel, sopla las velitas, son veinticinco, está decorado como a ti te agrada, con punticas de chocolate y con crema pastelera, no podía faltar el flan de leche y las galletas de coco, todo un homenaje para ti. - ¿Para quién?
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- ¿Quién ha de comerse este pastel? - ¿Qué le voy a explicar a las niñas pequeñas y los muchachos que vienen del juego grande?- Les diré que es una sorpresa para festejar la navidad, pero la navidad se fue hace rato, ella, vestida de gris pasó delante de mí y no me saludó, iba cargada de bambalinas y una luz encendida hacia intermitencia, el motivo no lo sé. - La navidad pasó por enfrente de mi casa, le ofrecí un té de hierbas y ni siquiera volteó la cara para contestarme, no dio explicaciones, su vestido era verde o gris, no sé, creo que se parecía a las hojas del limonero, llevaba una cara de alegría, tenía música y nieve por dentro, muchos niños la rodeaban y cantaban. No recuerdo la canción. - ¿Nieve? no lo creo, hace calor en el jardín, el sol tostó mi cabello, no sé porque. Las incoherencias vagaban por su mente como un turbión sin control, la respiración se entrecortaba con los momentos de angustia, en unos segundos creyó concertar con la paz que necesitaba para que sus músculos contraídos dejaran la tensión producida por la convulsión de sus recuerdos. La tarde calurosa anunciaba la lluvia fresca para endulzar los espacios tibios que se hacían sofocantes para los pasos cortos de la dama de la casa solitaria, la oscuridad poco a poco da salida a la agonía de un día sostenido en las rutinas por el jardín; suena en el entorno la campana de la torre cercana, se oyen los cinco sonidos secos.
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Ella, pensativa no tiene idea de que la tarde comienza a nacer ya que envuelta en las cuatro paredes altas de la casa no tiene conciencia de cuando empieza el día o la noche. El frio alevoso se escurre por cada rincón de la vivienda, ella parece guarecerse de las pequeñas gotas que comienzan a caer muy cerca de sus pies, corre hacia el jardín perdiendo por un instante la orientación de las áreas secas de la casa, evade los pequeños barrizales que han ido formando entre las hileras de piedras diminutas que otrora eran el adorno artesanal del vergel. Vuelve al corredor, toma en sus manos un viejo abrigo amarillo tostado, de botones de carey, lo había dejado por descuido en uno de los bancos de madera tallada, se abriga y repite sin cesar: -¡Tengo frío! - Este abrigo lo traje de Italia, ja ja ja ja cuando el viaje era corto para mí, ese país estaba dibujado en una hoja grande que trajiste de una agencia no sé de qué… - ¡ ja ja ja ja ! - ¿Recuerdas cuando estuvimos en Venecia?, las góndolas eran multicolores, me hubiera gustado traer una a casa, ahora tengo frío, este trapo inútil de tanto pasar fríos gélidos ya no sirve para nada. - Cae la nieve…tengo frío. Suelta el abrigo arrugado sobre el sillón de la sala, se encoge entre dos poltronas vestidas de satín rosado, toma el decolorado cojín, lo abraza con el fuerza de un amor que no sabe si alguna vez existió. La noche la arropa entre quejidos y ruidos incompatibles, se desata el sopor de una mente que sigue deambulando en búsqueda de
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algún refugio. La estancia grande semeja guardar un luto rígido con deudos llorosos, el silencio duerme el sueño helado de la mujer enferma, se agarra las manos, entre temblores incompasivos cierra sus ojos somnolientos e imagina sus extremidades al pie de una enorme palmera, abre los ojos de manera repentina, observa en la altitud un coco que pende la enorme planta playera. Sorprendida, emocionada, grita al personaje imaginario que signó en su memoria rasgos de un pasado que solo tiene visos de ausencias: - ¡Mira….mira!… - Es un coco maduro, túmbalo y tomaremos agua fresca. - Tenía tiempo sin tener en mis manos este fruto tan delicioso. Arrebuja los instantes, los sostienen como un ramillete de flores secas traídas del lugar más recóndito de su ser, su mirada estática no se crispa ante el bullicioso trueno que dibuja su electricidad en el pedazo del cielo turbio de sus veredas. Los días nuevos resplandecían ante la inevitable soledad existente en la vida de la mujer de bata blanca. Piensa hacer una caminata como las que solía emprender en los espacios arenosos de la playa de palmas crecidas, cuando alguien la esperaba en la orilla que no tenía color, observaba unos niños jugar con las espumas de olas inquietas, por ello, saltó del sillón atascado de secretos y comenzó a caminar alrededor de toda la estructura de la casa. Giraba con paso presuroso en la morada, fueron muchos los recorridos sobre sí misma y sobre los recuerdos que no terminaban de concentrar la
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vida que no entendía si la había vivido o la había soñado, Sintió sobre sobre su rostro el sol ardiente de unos mediodías calurosos, experimentó el frio de una nevada en un país lejano , soltó sus cabellos para que el salitre jugara con sus hebras, movió los dedos de sus pies pero el dolor dejo oír un sonido seco que la hizo buscar la sandalia y guarecerlos del momento cruel. Se detuvo ante la fuente seca del jardín, imaginó el saliente costero que había sido el altar de sus visiones, corrió al cuarto contiguo, buscó sus gafas de sol, estaban opacos, las rayas del tiempo habían ocultado la marca que apenas sobresalía de la montura de pasta fina, los miró, creyó entender las doradas letras incrustadas; lentamente las tocó, deletreó con dificultad la pequeña descripción: - Caroní Collezione - ¡Cómprame esos me gustan mucho!. En el hilo de memoria que pendía como una cascada rabiosa, oyó una solicitud hecha en otro idioma. Era alguien que le acompañaba siempre pero no recordaba su rostro, una voz recia vino de las penumbras dejándola quieta y pensativa, apretó sus lentes y no entendió las palabras: -La signorina prego a mano uno specchio, voglio provare queste lenti. Volvió a la fuente, se colocó sus gafas de sol observó que la oscuridad había invadido su paisaje ligero, colocó sus manos en el borde de los ladrillos, de un impulso se sentó en la orilla del estanque de agua, sus pies colgantes comenzaron a moverse una y otra vez para dar riendas al estrés
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sostenido en el recorrido rápido que había hecho por la casa. Tomó en sus manos algo de agua y gota a gota la dejó caer dentro del estanque, el ruido del goteo violentó el silencio atrapado en sus oídos Miró a su alrededor, observó el florero de cristal de murano anaranjado que había traído un joven que vino en un tren un dá de su cumpleaños, allí dormía silencioso a un costado de la mesa redonda, por años estuvieron los lirios blancos que adornaban la decoración de la expansión de la casa, abrió sus ojos color café, entabló una conversación con él como si su voz reviviera sus lugares coloridos: - Florerito, sigues intacto, una vez viajaste de la ciudad vecina, era un día festivo, no me digas que no lo recuerdas, es cierto, estaba vestida de morado lila, tú llegaste lleno de lirios, con un gran lazo amarillo, había una tarjeta en su cintura, ya no está, se la llevó el viento rosa cuando quise leerla. El viento rosa me ha robado todo, tú lo sabes, no es un secreto, quisiera verle la cara para manifestarle que no he hecho nada malo, solo que perdí los recuerdos, solo eso. - ¿Qué hiciste con los lirios amarillos, o blancos? ¡Búscalos!... si perdieron el color, yo los pintaré con el pincel de cerdas planas, está en el desván, allí donde guardé un papel escrito con unas firmas, allí está guardado… - ¿Dónde los tienes?...¿ También los escondiste como mi monedero azul? - No creo en tu maldad, sé que has
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sido fiel como mi perrito. - ¡Mi perrito! ¿Dónde está?... tú tienes que saber dónde deja sus huellas, esta viejito y debo cuidarlo, dile que vuelva. - Algún día sembraré los lirios de tu esencia, eres el florero naranja de mis lirios de pétalos largos, siempre estaban pintados de blanco. - Jajajaj ¡Qué lindo se oye!… - Jajajaj Dime que no te gustó, el florero blanco de lirios azules,,,ja ja ja hermoso La majestuosidad de la residencia se resiste al desorden habitado en sus áreas, guarda aun un poco de la belleza de otros tiempos, los minutos en sus espaciosos ambientes están unidos a la demencia de la mujer que sueña con salir de sus paredes e irse a recorrer los aires y vivir un poco de su vida pasada. Afuera la gente va y viene, solo comentan que en la casa grande del vecindario habita la mujer sola, que perdió la razón añorando volver a tener entre sus manos el pan caliente recién sacado del horno, cuando las criadas le servían a la ama de la casa o los hijos saltaban en sus rodillas, sin dejar a un lado el amor del hombre trajeado siempre de gris que un día expiró en la sala del hospital vecino al hogar, un evento cardiovascular de manera repentina lo hizo caer en la terraza de la casa, solo hubo tiempo de llevarlo a la emergencia, los galenos hicieron lo posible para suministrarle los auxilios necesarios. A la llegada de un especialista amigo de la familia el hombre dejó de respirar, lo vio partir tras una agonía persistente que sigilaba la falta
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de una oxigenación cerebral quebrantada por la terquedad manifiesta en no asistir a las consultas médicas de rigor, justificando su precaria salud con una juventud que hacía rato había dejado en los caminos de la oficina en la cual trabajaba. Ella, la mujer silenciosa había vivido esa angustia, poco a poco vio decaer al hombre enérgico que hasta entonces había tenido a su lado, unido a ello la perdida de sus padres en el deslave que sufrió la ciudad donde habitaban; la partida de los hijos al exterior en búsqueda de mejores horizontes, para prepararse con estudios superiores a fin de obtener desempeños exitosos en sus vidas de actividad laboral. Todo ello se concatenó en formar un vacío que su mente adolorida no entendió jamás, comenzó por nombrar personas que se habían ido hacia tiempo, sus conversaciones con ella misma se hicieron frecuentes, sus neuronas cedieron ante la presencia del mal del olvido, era el dolor de la pérdidas irremediables o al desgate orgánico por falta de atención a tiempo. Se quedó estática, miró fijamente la pared blanquecina, el descalabro del friso era notorio, la pintura de manera sosegada había perdido su fuerza para adherirse al panel, su deterioro dejó sin color lo que otrora fuese un área blanco ostra, las grietas eran testigos de los viejos muros de la casa, En el interior de su ser, la mujer sentía que sus ojos se habían cansado de ver espejismos, un fuerte ruido en el pasillo contiguo la hizo saltar, no lograba divisar a distancia lo que podría ser, su vista aminorada solo le dejaba observar siluetas borrosas, se asomó a la ventana que colinda con
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la calle, detenidamente observó el paso de las personas, algunas iban de compras, otras solo caminaban en búsqueda de un mañana que no sabían dónde estaba; arrimó el sillón revestido de gamuza verde, su espaldar tenía un gran dragón bordado con hilos dorados, al mirarlo creyó recordar la tienda de Paris cuando alguien lo compró pero eran difusas sus imágenes, lo acarició con sus dedos encalambrados, sonrió suavemente para no dejar de mirarlo, en las puntadas diminutas que bordeaban la figura estaban impresas sus ilusiones de tener una silla elegante para sosegar los días de trajín y descansar la mente del bullicio de los niños al corretear por los espacio tibios de la casa. La mujer silenciosa esta hastiada de la soledad que la acompañó tanto tiempo, algo le decía al oído que su vida trascurrida en años no había sido fácil, el trabajo desde temprana edad habían dejado secuelas en el interior de su cerebro. Escuchó a lo lejos una voz que le pareció conocida: -¿Dónde está la camisa que fue a comprar?, para eso se llevó la niña a la ciudad, ella lo acompañaría, a la vez lo ayudaría a escoger la más bonita, recuerde que tenemos un compromiso social y a Ud. solo le falta la camisa. -ja ja ja ¿La camisa? -Es cierto, nosotros fuimos a la ciudad a comprar una camisa…ja ja ja ¿Recuerdas mi niña a que fuimos?. -Si tu mami no me lo dice, pues, no me pasa por la memoria, no te enojes mujer, no compramos camisa alguna, pasamos por un almacén muy grande, en el exhibidor estaba esperándonos este oso azul de ojos redondos, lo comparamos, la camisa
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quedará para después. Sus grandes ojos se humedecieron de inmediato, corrieron las lágrimas por las arrugas de la piel seca de la mujer, estaba segura que era la voz de su padre que desafiaba el tiempo remoto y saltaba las barrera de su alzhéimer para hacerse presente como una ráfaga de amor para despejar los vacíos que se habían instalado en su malograda memoria. Salió corriendo por el largo pasillo sus pies habían obtenido de pronto la soltura de otros tiempos, su equilibrio no respondió como lo esperaba a su búsqueda imaginaria, cayó al piso, sus uñas quebradizas quisieron rasgar los ladrillos que ella misma había ordenado cuando la casa estaba en construcción, era un pequeño lugar donde el pasado se sembró para hacer revivir los instantes de compañías que ahora no recordaba. - ¡Mamá!... ¡Papá! Tómame una foto con el oso azul, es tan grande, tan hermoso, se llama Pelusso, así me dijo el muchacho que atendió a mi papá en la tienda, se llama Pelusso, es muy obediente, solo como sopa de apio, como yo, hay que acostarlo temprano, tienen pocos meses de nacido, y su mamá no sé dónde está. - Ahora es mi oso, mi oso azul, saltará conmigo en el jardín, sé que lo hará con gusto porque lo voy a cuidar como cuidé el limonero grande. Acarició el oso en la quimera sofocada, le tocó los ojos redondos, su utopía voló a un lugar desconocido. Aun en el piso pensó sentirse cómoda, extendió sus brazos, tomó con fuerza las patas de una rinconera que guardaba recuerditos de cristal, de un solo movimiento la tiró al piso,
vio como rodaban los fragmentos de vidrios de las estructuras cristalinas de cada adorno. Con su mirada a nivel muy bajo dijo muy quedo: -Así quedó mi vida, hecha pedacitos, aquí nadie viene a cantar conmigo el vals de la noche de mariposas elegantes. Tampoco he visto encender las velas del cumpleaños de alguien, los vecinos se fueron de viaje, el adiós fue para siempre, los lirios que sembró el hombre moreno se secaron porque el agua del estanque no alcanzó para regarlos, los pájaros del árbol de abedul estaban allí, pero el hambre los agobió, en sus trinos repetían que no había comida, por eso los vi volar al parque cerca de la plaza grande; el fuego de la cocina duerme apagado, -Aquí venia una muchacha, ¿Dónde estará? la muchacha que cocinaba, si ella, ja ja, se fue con su hijo pequeño en los brazos, él me sonreía pero estoy vieja y enferma solo le doy miedo, ja ja … el niño llora al verme, creo que por eso se fue a un lugar lejano. -A lo mejor se fue al buscar el paisaje, sé que está allá afuera… La enfermedad progresaba en la mujer de vestido largo. Su vida se había convertido en una mentira contada en voz baja, solo la habían oído las paredes escalabradas, la soledad cubrió sus minutos, se paró pesadamente del piso, sus fuerzas no respondían a la necesidad de estar en pie. Sonó el timbre de la casa, su corazón latió con fuerza, era miedo el sentimiento que le causa ese sonido. Salió del pasillo, se encaminó a la enorme puerta de madera caoba, tenía unos arabescos que circundan la rejuela de madera: - ¿Quién es?
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- ¡Señora soy el cartero! -Ja ja ja ja -¡Un cartero! -¿Qué es un cartero? - No sé quién es, dígame o no le abro. Sin embargo a pesar de sus dudas abrió la celosía, vio al hombre parado tras la puerta y éste le extendió un sobre blanco que según era para ella. Lo tomó con temor, inmediatamente lo abrió, pudo ver una tarjeta de grande dimensiones donde le leía un letrero color azul bordeado de rosas rojas: - ¡Feliz cumpleaños mamá! A duras penas deletreo el mensaje, no entendía su significado, dobló la tarjeta, se la devolvió al cartero con el rostro contraído de disgusto, extendió la mano y le dijo con voz recia: - Muchas gracias eso no es para mí, aquí no vive nadie, además nadie sabe leer, ese papel adornado no existe para mí, la vida no tiene fechas, mi historia se acabó hace varios días o minutos, no sé. ¡Váyase!... busque a alguien que tenga fiesta por algún motivo, no tengo hijos, ni plantas, ni adornos, ni gente, ni sueños, no tengo una medicina que haga detener la marcha acelerada de mi corazón viejo. Me ahogo de soledad sin mis libros de poemas. Y ahora usted me trae una cartulina que no me interesa para nada. -¡Váyase!... a un lugar donde encuentre flores para su equipaje de cartero. El hombre extrañado por la respuesta de la mujer, responde a sus requerimientos: - Buenas tardes, mi doña hasta luego. El cartero entendió las debilidades de la mujer, siguió su camino un tanto sorprendido por la actitud tomada al recibir la correspondencia, tomó
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la arrugada cartulina, la guardó en su bolsillo quizás como recuerdo de un impase sostenido con alguien atrapado en la perdida de la memoria. Pasaron los días, el tropel del tiempo se encargaba de minar aún más la salud de la mujer silente, allí en la casa grande sus pasos se fueron aferrando al piso empolvado de años, sus huellas quedaban plasmadas para borrar las de ayer. En la calle, progresan los murmullos, las conversaciones y las coplas de los pasantes por la acera contigua a la casa hacen que la mujer detenga su oído a la alta pared que sostienen con fuerza el pesado tronco del abedul. Atenta a la voz del juglar callejero no se distrae, sino que oye el poema que el viento lleva consigo: Murmura la gente en la plaza desierta, se han secado las hojas pajizas, ha venido el carruaje de la fiesta de blanco a buscar los pasos de la indiferencia. Los papeles siguen sumidos en llanto en el lugar de los sueños está perpetuamente estática la mesa de los papeles que lloran el trabajo callado . La tarde ha querido marchar con la infusión humeante que durante años marcó la hora tercera de la muerte de la manzanilla de las rutinas, testigo de momentos repetidos. La gente murmura en el desierto fabricado con el olvido. Los relámpagos están heridos de un amor escondido, los murmullos se acurrucan en los abedules que han decidido florecer para bajar las fiebre de los campos,
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al hacer fluir las aguas enfermizas de los seres humanos, para cicatrizar los espacios lastimados de grietas oscuras, para encoger las disquinesias de movimientos involuntarios, solo en búsqueda de la quietud del sueño que cree detenerse en algún lugar de la ribera del rio de la vida. Se abren las simas y los terraplenes de tierra húmeda bloquean los senderos que otrora reverdecieron de amor, allí en los huecos profundos se sepultan las palabras, quedan sellados las reuniones, los mensajes, las citas, los regalos, la vestimenta elegante, el pañuelo impregnado de perfume caro, las uñas impecable, el cabello alisado de calor , las bambalinas rojas y verdes del tiempo feliz, los abrazos, los pasos, la vida. El fondo se hace invisible a la mirada corta de la mujer callada, así en continuo grito silencioso de pasos sostenidos por la incoherencia, se escribe la historia de la dama de la casa grande del vecindario. Los pasos débiles quedan registrados cada día, solo salidas sin rumbo cierto, sin embargo el ambiente detiene en su interior el calor de un hogar lleno de detalles, que antes eran manifestaciones de amor y organización familiar. En su memoria secuestrada se hizo presente un fuerte olor a café recién colado, se fue a la cocina, buscó en la vitrina la taza con borde dorados que le habían regalado el día de su boda, la acarició
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como para encontrar en ellas vestigios de algún momento del ayer. Su mente ajena a la realidad, guarda referencias para ubicar fechas o instantes, no recuerda donde se encuentra la jarra blanca de detalles de porcelana, no sabe dónde ha dejado la cafetera plateada que despide el olor del colado de la tarde. De repente su voz rompe el silencio: - Ignacio, querido, el café está preparado, es hora de que vayas al trabajo, como siempre aquí está el coladillo de costumbre. - Hace calor, la calle está ardiendo, así que un café le hará bien para mitigar la temperatura, como lo haces en la ciudad del lago grande. - No sé porque tomas café, no hay maticas en la jardinera, cuesta sembrarlas porque el agua es poca, - Yo algún día me tomaré un mate como lo hacíamos en aquella casa de los amigos de la muchacha de cabello azul, sí, ella era amable, allí me llevó el avión de letras grandes.. - Dime ¿Dónde anda el avión?, lo vi pasar y no esperó… Se aferra con fuerza al picaporte de la puerta de madera oscura, observa el silencio que embarga con mayor intensidad la cocina de su casa, no hay nadie que oiga su mensaje, no existe persona que comparta con ella el café que preparó en su débil imaginación. Suelta la taza de porcelana, caen al piso las particular de vidrio, allí se quedan para guardar el dolor de la soledad de una mujer cuyo delito fue quedar vacía en la casa de su felicidad.
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Su rostro configuró una sonrisa, siguió su conversación de frases cortas y sencillas, movía las manos para recuperar la agilidad de otros tiempos, cruzaba sus dedos enredando pensamientos y recuerdos vacíos de sentido, Abrió la ventana de vidrios rotos, el postigo dejó que la albada bailara la danza de los minutos de libertad, allí la luz moribunda de la tarde la bañó con rayos de un crepúsculo que era vecino al patio de la morada, tomó en su mano quebradiza, una tiza de color azul que encontró en la mesa de la cocina, comenzó a escribir en la pared humedecida de inviernos guardados. El olvido se adueñó de su vida en el transcurrir del tiempo y de cada pincelada de su historia, La enfermedad llamada Alzhéimer era la sentencia dictada en el consultorio médico que un día oyó la conjura del aislamiento. Desde entonces la mujer de bata larga y cuerpo cadavérico, araña los instantes, en su andar lento conduce una y otra vez el rumbo de la indagación de las manecilla góticas del reloj de la pared mohosa, ella anheló siempre volverlas atrás, con una vara larga las movió del lugar ocupado durante años, su intención era que su tiempo volviera atrás y trajera a la casa sus seres queridos y a las referencias de la vida. Era de noche, la enfermedad la había atrapado un día cualquiera cuando camino a casa no recordó donde vivía, su paraguas estaba aferrado a su mano derecha y la lluvia caía sobre sus sienes sin percatarse que al abrirlo guarecería el frio del torrencial, aquel día sus pasos se hicieron lentos y al no llegar a casa las alarmas familiares se habían encendido de angustia.- ¡No contesta! Decía el esposo angustiado. Horas después abrió la puerta de la casa de
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manera normal y empapada de lluvia le dijo en voz queda: - Vaya que si hubiese sabido que el sol pelearía con el agua me habría ido a otro lugar, compré algunas cosas pero las dejé muy lejos, a ver si tu recuerdas donde es, porque los caminos se han anegado de flores, sí, de flores, eran los lirios de siempre, de todos los colores, sus tallos eran grandes, no encontré las tijeras para hacerles unos ojales y colocarlas en el estanque, son tantas cosas que debo hacer y el tiempo es corto, lo sé, las muñecas también fueron a buscar lirios blancos, o rojos, el color se difuminó en el calvario cercano. Allí vi que se fueron con el viento, ese viento que cada tarde me aturde. - Voy a llamar al médico, pero no sé su nombre… Había comenzado el suplicio de perder una memoria plena de momentos de felicidad. La soledad era la compañera eterna de la mujer silente, esa situación difícil le facilitó por años el propiciar el avance acelerado de su demencia relacionada con el Alzheimer, en esas paredes cerradas se incubó el vínculo del aislamiento social y el riesgo de su deterioro cognitivo. Recorrió el recinto, la intermitencia de un bombillo que agonizaba en el pasillo central la hizo construir un pesebre en su lejanos recuerdos, solo veía las grandes figuras al pie de una enorme escalera de madera rústica, allí mil lucecitas de colores titilaban ante la mirada atónica de la dama silenciosa, creyó tomar en sus manos la figura de una niño desnudo, levantó su brazo, la reverencia se hizo presente, oyó su voz tararear estrofas de una canción ausente de su vida:
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- ¡Niño lindo, ante ti me rindo! Las campanas de alguna torre alta como la nubosidad de su pensamiento, comenzaron a tañer la buena nueva de algo que solo ella podía celebrar en sus silencios fríos. La mujer cayó en el mutismo característico de los momentos agotadores de su inercia cerebral, la soledad había sido factor de riesgo puesto que los seres humanos son criaturas sociales y la interacción con la familia, con los amigos, con el entorno, ellos trazan ligaduras de importancia positiva para los casos como el de la mujer solitaria. Sus movimientos dilatados se entregan a la paz que reclamaba su cuerpo inútil, la neuropatía de su edad, la nocividad de ser vulnerable a un ambiente de silencios, la llevan de la mano a miles de emociones negativas de un cerebro cansado y descuidado de la atención requerida para su caso. El estado de ánimo de la mujer, estaba en decadencia, de manera lánguida la repetición de sus frases incoherentes eran una realidad como sus horas, presentaba un deterioro notorio ante el transcurrir de sus días. Se hacían frecuentes sus frases sin sentido, la dificultad para recordar el nombre de los objetos que están dentro y fuera de la casa, no conocía las rutas que hicieron la cotidianidad de la familia, en fin su memoria anclaba sus raíces en el limbo de la existencia. Cada día su cuerpo flaquea ante el desgano para ingerir lo poco que encontraba para comer cuando el joven del abasto cercano le llevaba el mercado indicado por los hijos lejanos, pero lo más triste era su inercia social, a la cual fue sometida al ver partir todos sus seres queridos. Ahora deambula por un lugar que cree no conocer, vive a merced
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de los fantasmas o espejismos que crecen en la soledad de la casa silenciosa. Siente la humedad en sus ojos, con el brazo derecho limpia las pocas lágrimas que corren por su rostro, cree despedir a alguien con el dolor salido del alma y entre frases entrecortadas dice: La tarde te dio el frío que no entendí, el viejo chal tejido de sueños cobijó tu ser, una confusión crispó los momentos, la silla roja quedó vacía, la espera se hizo eterna, saliste de casa, ¿Por qué no has vuelto? Te extraño en los saludos de los caminantes que no te volvió a escuchar. Te extraño madre… El tiempo sepia, había disminuido el conocimiento de sus hechos recientes, su vida se arropó de un olvido tan profundo que no sabía cómo cambiarse la ropa, por ello su larga bata blanca, se había tatuado en su humanidad. Es el canto de las despedidas, el canto del transcurrir del silencio, es el que en ese instante invade su cerebro resquebrajado. Sus alucinaciones, sus respuestas bruscas eran la combinación perfecta para alimentar un síndrome depresivo que daba rienda suelta a la agitación y a la rabia. La utopía de un tratamiento para sus carencias de salud seguía en pie, nadie le alivió su soledad, solo los espectros de su imaginación conocían sus comportamientos y sus insomnios, el apoyo familiar se marchó con el retraso de las manecillas
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del viejo reloj. Los factores psicológicos de la mujer combinaron un sentimiento de soledad dando paso a la depresión severa y a la demencia irreversible, para agudizar su carencia cardiovascular con hipertensión y taquicardia, su deterioro progresivo hizo perder la noción del tiempo y olvidar acontecimientos recientes y pasados; se fueron de su vida los nombres con los detalles vividos, su comportamiento extraño solo fue entendido por los viejos desvanes, los árboles frondosos, las fotos vetustas, la campana callada de aquella casa grande que un día fue reciento de alegrías y amor. De manera extraña la mujer tomó el viejo bastón con extremo torneado, apoyó en él sus pasos tambaleantes, tarareó una canción que solo ella sabía, se sentó en el sillón de felpa oscura, recostó su cabeza en el respaldar inservible, con signos de agotamiento, abrió sus grande ojos café y una lágrima fría rodó por su rostro contraído. La fricción de cada instante perdido, la hizo apretar su mano derecha con tanta fuerza, que sus uñas se cobijaron en cada pliegue de la palma blanca, como los copos de nieve también lejanos de su memoria. Con sigilo abrió los dedos, contempló un redondel amarillo que aprisionaba una piedra de ónix, en uno de los extremos una aldaba pequeña guardaba una llave de auto, que ella una vez llamó la hoja seca del pecado, no sabía a ciencia cierta el significado de aquella expresión, solo atinaba a darle vueltas y vueltas para tratar de encender un tablero que solo archivaba vestigios de un automóvil viejo y destartalado de tiempos. Sus pasos se hacían cada vez más lentos, sus instantes acariciaban la oración como una costumbre venida de la casa de sus padres, los
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cuales la habían criado con el esmero y amor de una niña obediente y buena, sin embargo su matrimonio temprano la hizo vivir alejada de ellos asumiendo así el compromiso oído una y vez en boca de su madre, que una vez casada debería atender y cuidar a su esposo y a sus hijos. Por ello en esos momentos de calma buscó el rosario como refugio religioso para el laberinto gris de su enfermedad. Una calma aparente se iba apoderando lentamente de su cuerpo, sin embargo aún sentía fuerzas para observar el paisaje imaginario de sus sueños ausentes, pensó tener en sus manos el pequeño muñeco azul, de piernas largas y orejas puntiagudas, era como un gran oso de pie, su felpa roída se quedó impregnada en sus manos de seda. La soledad una y otra vez golpeaba con más fuerza, no era solo una simple palabra, sino una situación sentimental que llevaba a la mujer a ser víctima de un destino egoísta lleno de desesperación. En su mutismo sentía aires de reclusión como condena impuesta a un delito que jamás logró saber cuál era, a ella le había tocado ser víctima de ese fenómeno cultural que cada día acrecentaba su deteriorado estado de salud. Pasó como ráfaga fugaz la presencia del jardinero que cada día cortaba las ramas secas de cada planta del hermoso jardín, él, había dejado su regalo en el amplio espacio verde, los arbustos fueron cortados con figuras de grandes elefantes y ahora las ramas caprichosas desdibujaban lentamente el trabajo artístico del hombre de cachucha beis. Debajo de la mesita gris dejaron unas notas que en sus entrañas llevaba guardadas algunas gotas de agua, la mujer cree haberla leído, levanta la
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taza llena de resto de café con leche y balbucea con pausas su contenido: -Señora mañana no puedo venir al trabajo, mi mujer está esperando nuestro hijo y voy a llevarla al hospital para que el médico diga cuándo nacerá, - El jueves podaré el abedul que es el árbol que Ud. mas quiere, él aún le faltan ramas por espigar, -Le dejé en el jardín las rosas amarillas que me dijo, la cocinera le cortó unas a su esposo que se llevó a la oficina, -Le digo todo esto para Ud. sepa. Miró despacio hacia la cocina, percibió el olor a tortillas que la cocinera preparaba para los niños que irían a alguna parte, pero ella no sabe dónde. Corrió las cortinas, dejó que el sol pasará a dar vida a la estancia, la lavadora sonaba con un ruido seco quejándose de la pesada carga de ropa, era el día de lavar los edredones y la máquina se defendía de la agresión del peso. El fregadero acumuló la vajilla usada en la cena anterior, nadie se preocupó por limpiarla, la tristeza deambulaba por cada sitio embadurnado de recuerdos… Una vez más, la ruptura existente entre el pasado y el presente era evidente en la vida de la mujer de bata blanca, su ánimo, la sensación de inercia de su cerebro conllevaba que la tensión de su cuerpo aumentara en cumulos de nostalgias e ilusiones que sabía perdidas en el lontananza oscura de su existencia. Sus pies flaqueaban, los esfuerzos por sostenerse eran cada día mayores, entendía en su vago pensar que un día caería y nadie vendría a levantarla, era el estar sumergida en un pozo oscuro de desesperación. Su cansancio se vistió de gris, cual papel sedoso
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la envolvió en el mudez, las lágrimas se secaron, los ojos solo eran unas cuevas deshabitadas, su rostro una hoja blanca que reflejaba signos de tiempo ajado, solo eso. Dio unos pasos, asomó su mirada hacia la calzada, allí pronunció el precepto de su soledad -¡Claro que estoy sola! - El aire no viene a visitarme, los días, los segundos, los instantes se han convertido en haces de luz purpura, - Mis alegrías siguen en un viaje eterno por un caminos de piedras que construyó el hombre de paltó gris, que una vez estuvo sentado junto a mí, pero el ave picuda se lo llevó al final de los caminos, No sé si volverá, a lo mejor los trenes han dejado de sonar sus silbatos y él llegue a tiempo para regresar en el tranvía de los lamentos, ese mismo que se perdió en la colina cuando él corría para alcanzarlo. - Toco mis manos y siento el agua de la vida que se diluye con la composición azul de las veredas del cuadro pastel. Los años cruzan mi piel para hacer heridas y acortar mis pasos hacia la libertad de pensar sola. - El dolor de las ausencias envejeció mis palabras, no tengo a quien decirle que el árbol es mi compañero, o que la lagartija corre cuando siente mis pasos, que el oso azul, reposa quieto en el desván y tiene fiebre alta, el termómetro de los instantes se quebró en la gaveta marrón que era hermana del limonero. - Quiero que tú me digas la verdad, pero
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no estás, los espejismos han crecido cerca de mi cuarto, la puerta se hizo muy pequeña y no puedo entrar; la cocina es un sitio resbaladizo y siento miedo de andar por allí, las mentiras duermen sobre el tendido de cama que tejió los colores del mundo, las golondrinas baten sus alas cerca de mis ojos, la paz de esta casa duele mucho, - Anoche o ayer tarde, quise mirar atrás, pero había un velo morado colgado de la pared amarilla. siempre divisora del comedor, quería seguir adelante pero no encontré nada, solo el recelo se escondía en las celosías de las ranas, siempre preñadas de tela pegajosa. Recuerdos e incoherencias se dan la mano para hojear el calendario solitario de la mujer de la casa grande…. Las lágrimas se abrían paso en el desahogo. Era la forma de tocar fondo y sentirse un poco tranquila. La hostilidad y los paisajes inhóspitos que su cerebro creaban, eran un conjunto extraño de situaciones, solo le trazaban un final incierto no descifrable, ni siquiera cuando sus arranques de rabia querían apurar la memoria para saber quién era y donde estaba. Su silueta era como un gran trompo giratorio dando vueltas en los caminos pedregosos del olvido, solicitaba a gritos la ayuda de alguien, pero nadie respondía sus requerimientos. Las sombras estaban escondidas en todas aquellas sonrisas sostenidas en el dolor de las ausencias, allí lloraban en los silencios para romper las imágenes de las personas que una vez amó. Las corazas sentían la presión de una piel débil, por ello reían al saber que nada habría de cambiar,
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la afasia del cielo triste que cada minuto arropa la soledad. Allí en las gavetas eternas de ayeres canta el poema escrito en las horas de inspiración tácita, cuando el éxito cultural la revestía de alegrías, su sombra se combinaba con las letras enhebradas en pasajes de amor, de desamor, de presencias, de ausencias. La poesía era como una máscara de desengaño que ella en su tristeza venidera quería guardar para los días que vaticinaba en soledad, a veces atenta al entusiasmo de los hijos en emprender viajes en búsqueda de futuro. Recuerda los soplos del viento gris de una tarde también olvidada, estruja en sus manos el canto rasgado por la pluma en el suave papel de la esperanza: He soplado el viento sobre mi tejado tropieza con el vértigo de la soledad inducida, de la carencia de salud vivida. Su ruido ensordecedor turba a cada instante la mies de la estancia segada de horas secuestradas por la palma sin hojas verdes, por la mirada que no tiene brillo, por la sonrisa que murió de frio con las ramas de mimosas que tenían capullos en flor. La castañuela siente los abandonos sumidos del tiempo sin instantes, ahora reposa los bailes nocturnos. Solo siente el soplar del viento…Solo eso…. Perdida en la afanosa carrera de buscar salud, que imagina extraviada detrás de los arbustos, entiende que no la va a encontrar por ninguna
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parte. Voltea las hojas amarillentas de horas pasadas, transitadas en las noches bajo una luz temblorosa para escribir cada verso, ahora solo sabe que ellos también se perdieron en el caos del olvido, porque no recuerda su nacimiento, ni el motivo de sus mensajes. Allá en un rincón oscuro de la habitación, donde jamás había penetrado el sol, ya que una gran divisoria de madera pulida, comprada otrora en la tienda de objetos de la India, había sido colocada como celosía contigua a la gran cama aun tendida con un edredón azul. Vio el libro de hojas pequeñas, lo tomó, leyó unas líneas: -Si eres valiente, no te devuelvas…. Ja ja ja ja -Y este estúpido libro habla de valentía, y te has quedado años en el rincón de esta habitación. ¿Qué hiciste durante todo este tiempo? -A lo mejor vegetabas como yo, o pensabas en dar consejos a la lagartija que salió despavorida cuando me vio correr en el jardín, - ¡Vaya que libro tonto! -Te invito que vamos a la librería, allí estarán tus hermanos y tus padres esperando que yo te acompañe. Algún día iremos, cuando el abedul florezca y reverdezca, el verano lo ha puesto triste. -No sé si te enteraste que el hombre que vivía aquí, detrás de esta silla, el que te leía se fue, si se fue, un día se lo llevaron lejos, a lo mejor regrese a comer una de estas tardes, mientras tanto tú me acompañas y yo te arrullaré para que sigas durmiendo con tus letras derretidas de fastidio y cansancio. A lo mejor estás cansado de cargar tus
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letras viejas… - Ja ja ja … -Sí, así te dije solo eres un montón de letras viejas ,,,ja ja ja -Tú y yo somos hermanos, ¿No lo sabías? -No me respondas, oigo con claridad tu respirar. - Quédate así en silencio, así seremos dos los que nos oímos en el mutismo de esta casa. - Quiero contar tus hojas, estoy segura que las has soltado en la floristería cuando fuimos a buscar las orquídeas incoloras, Su voz opacada paseó su timbre por los lugares de la casa, ellos fueron testigos del lamento que salía de su pobre corazón acelerado. -Me voy lejos de aquí, donde el aire sople a mi favor. - Donde las golondrinas no tengan alas oscuras y alumbren mis caminos interrumpidos - Donde el ave sin plumas no roce mi piel. - Buscaré gotas de pintura pastel para barnizar los cilindros de la puerta rosa. - Toma mi mano, no sé tu nombre, se lo llevó la distancia de los tiempos. Quiero reír contigo, pero la risa se congeló en el enfriador del rio seco. - ¿Por qué no me buscas mi vestido rosa, aquel de la flor blanca y los encajes sueltos, aquel de la fiesta de esmeraldas verdes,,,,ja ja ja ja - Yo recuerdo las esmeraldas, ellas, todas esbeltas crecían con los lirios del rio. - ¿Cuál río? ¿De qué río me hablas?.i El agua está seca de lágrimas. - No veo la sima que una vez mi pa-
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dre cavó para esconder el licor de frutas dulces, el esperaba la llegada de mi hermano - ¿Mi hermano?. No recuerdo haberlo visto, solo vivió en la memoria de las cestas de flores, mi hermano se lo llevó la esperanza, ella lo tiene… - Sabes perdí la hoja de papel donde un día de sol dibujamos juntos el mapa con todos los pasos para que no se olvidara el sitio para encontrar el tesoro de los dulces envueltos en papel brillante, allí hay muchos chocolates y turrones. - Las notas musicales andan todas divertidas por los pasillos de la casa, una gran piñata cuelga en el lindero cerca de la pared. .- Suelta la cuerda del papagayo, él quiere ir conmigo a la nube preñada, ella me lo dijo cuándo la mañana estaba en el columpio de la ventana cerrada. - Ja, ja, ja - ¡Aurora! …¿Así te llamas? - Camina conmigo, dame tu mano, iremos a recoger caracolas, ellas están agonizando, les llevaremos un poco de paz, la llevo en esta bolsita de lino, que me regalo la mujer de cabellos largos, ella no me ha abandonado, estaba detrás de la puerta ¿Tú la has visto?- No me preguntes su nombre, no lo tiene, es una silueta alta, deambula por los arboles cargados de mangos maduros, ella come conmigo las frutas verdes, no sé si son moradas o negras… no sé - Mira. quédate quieta, vas a despertar el niño de ojos grandes, él está dor-
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mido porque su mamá me lo regaló, no creo en eso, volverá a pasar por el agua crecida buscando las caracolas, o no sé donde pasará. - Estaré pendiente para ayudarla a pasar, no tengo comida para este pequeñito. - No tengo nada, todo se lo llevó el tiempo, a él, creo que lo viste, vino vestido con el traje gris que compró para la boda de aquella muchacha blanca, la que tenía una larga crineja tejida por la niña morena que vivía en su casa.. - Sabes hubo fiesta en el lindero de la casa, la mano recia colocó una guirnalda o una bomba de color, no sé, la sillas eran torcidas, pero los manteles se cayeron por la vereda. - ¡Mira muchacho! Suelta la piñata o las bombas de los coros, ya los niños vienen a cantar, los manteles han sido bordados por la señora aquella ¡Recógelos rápido! ¡Rápido! - Veo venir la señora buena, la que acompañará mi tránsito , me trae un vaso de agua de manzanilla, ella sabe de mi viaje perpetuo, ella se disculpa por no haber venido antes, pero andaba buscando las rosas rojas sin espinas y los lirios rosados, le fue difícil encontrarlas. - Me trajo los trece suspiros que había guardado en los durmientes del tranvía. Los gritos de la incoherencia invaden con fuerza la casa, de pronto volvió el silencio, tendida en el sillón la mujer cerró los ojos, nadie supo de su sueño profundo, nadie calmó su agitación, nadie
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respondió a sus frases demenciales. La calma obligada se turbó por un toque a la puerta de la residencia -.Toc, toc, toc.. Un puño cerrado tocaba con insistencia. -Soy yo señora, el cartero, el que le trae buenas noticias, no sé si se acuerda de mí… - Señora, sé que está allí, abra la puerta, le traigo una carta…. Una y otra vez, el cartero insistió en su llamado. La vecina al oírlo salió a la puerta y le dijo: -Señor, es mejor que venga mañana, a lo mejor está dormida, ella poco sale a ver la calle, tiene un mundo sombrío que la hace andar por su casa sin rumbo, es posible que no oiga su voz, déjela descansar… -Vuelva otro día. La tarde agonizante encoge la luz perpetua de las horas calladas, la mujer sueña con una penumbra que realmente vive dentro de ella, bullen los sentimientos acalorados de soles acumulados en una sala imponente de momentos dejados de lado. Se oyen las campanas tristes que buscan amparo en las ramas lastimeras de un árbol que sigue en su temor de quedar huérfano, ya que su única compañía ha sido el andar de la mujer de bata banca en un jardín que se resiste en reverdecer sus hojas. El reloj de las profecías hace volver el canto de los pajaritos en los nidos secos, el alma de la mujer calca las trovas inmortales, tararea sonidos que no tienen registro en el lenguaje de los olvidos: -Ha, jaa, ta ra ra, len, ta ra ra, lan… El cartero oye los lamentos, voltea la mirada y guarda la encomienda en su bolso roído
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de noticias, corrió el cierre negro y desajustado, allí quedó la noticia que jamás se leyó, a lo mejor era el motivo para que ella sonriera y sintiera en su corazón solitario un poco de afecto, de amor, por los que habían emprendido viaje de futuro. Nadie abrió el portón, la mujer yace en sueño eterno del olvido. El alzhéimer había triunfado nuevamente, los silencios hicieron estragos en la mente acalorada de la mujer de bata blanca. Y así se quedó la noche, plasmada en el cuerpo inerte de la mujer solitaria, los monstruos se habían marchado con la luz taciturna de los alejamientos, las pesadillas se quedaron en los sueños inquietos de las madrugadas de los inviernos insistentes. Los fantasmas también habían quedado solos, y aprovechaban la calma del lugar, se sentaron en los sillones empolvados, para entender que tampoco tenían compañía. Uno de ellos se acercó a la mujer para observar la belleza blanca de sus mejillas, lucían la palidez de la despedida eterna, Tomó su mano helada, la despidió como tantas otras veces lo había hecho. La realidad y la fantasía jugaban otra vez con el silencio resignado de la casa grande, Sonaban las aldabas flojas, el agua corría por la sala de baño ante el grifo mal cerrado, se empapaba la alfombra llena de pelusa roída. La quietud de la morada también tarareó los versos aprendidos de la mujer, el eco se hizo sentir en una voz que nadie conocía. Era la voz de los olvidos: Dos cirios morados de luz vaporosa testigos del vendaval de llanto, reían en la sala mortuoria del recinto. ¡Silenciosos, elegantes, recios! carcomían el espíritu del tiempo yacente
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oloroso a violetas disecadas, con ramas cansadas ávidas de soltarse de un tallo agonizante y seco. Eran las flores golpeadas por la brisa fría del jardín ajeno, transitorias en las veredas cuadriculadas, todas en orden regular, como ejércitos formados en una hilera de cristales vacíos, de noches turbias, de anhelos frustrados, de figuras sin sombras, de ayeres sin mañanas... Era la risa crujiente de una luz opaca que derramaba sobre la bandeja de horas las gotas tibias de los instantes felices. Se consumieron los cirios delgados saqué dos cerillos de un bolsillo roído y volví a encender la perpetuidad de una luz que vive en mi tiempo... El abedul soltó sus hojas en el patio rodeado de árboles frondosos de la casa sola… La gente vio pasar el tiempo, la guardia del pueblo se la llevó al otro lado del olvido final, fue la soledad y el trastorno de la enfermedad del olvido la que registró la historia de la mujer de bata blanca. La señora solitaria de la estancia de un jardín hermoso, la dueña, hermana del abedul en floración, Esta historia solo registra los silencios de una mujer enajenada y sola. .
Se termió de imprimir en junio de 2018 en el Sistema de Imprentas Regionales San Felipe estado Yaracuy República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 300 ejemplares.
Colección el Libro Hecho en Casa Serie Poesía narrativa
Momentos de una memoria delirante La poesía del amor, en una narrativa, donde el olvido y el recuerdo se hace presente en cada frase de este hermoso título, creado con mucho sentimientos por esta grandiosa autora. Sistema de Editoriales Regionales
Yaracuy
Mariela Josefina Lugo García Nació San Felipe estado Yaracuy el 09 Diciembre l948, realizó estudios superiores Instituto Pedagógico Experimental de Barquisimeto estado Lara en el año 1984-1989. Ha realizado curso de adiestramiento para Directores de planteles educativos. (IUMP)También Se ha desempeñado como: Maestra Aula. Colegio Sagrado Corazón. Guanare. Portuguesa.1965-1966 Maestra Aula Esc. Nacional 1790 Boraure. Yaracuyl966-1968. Maestra Aula. Núcleo Rural 2°5 Cumaripa Bruzual. 1969.1972.
Ministerio del Poder Popular para la Cultura