PAPELOTE, EL NIÑO Y EL ÁGUILA
Papelote, el niño y el águila ©Román Guédez Colección El libro hecho en casa. Serie Poemas © Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la rana Sistema Nacional de Imprentas Red Nacional de Escritores de Venezuela Depósito Legal: DC2017001377 ISBN: 978-980-14-3778-9 Diagramación Jesús Castillo Impresión Liduar Prada Ilustración Jesús Castillo Consejo Editorial: Asociación de Poetas de Yaritagua Mariela Lugo, Rosa Roa Aurístela Herrera Orlando Mendoza Luisana Zavarse Moraima Almeida, Belkis de Moyetones José Ángel Canadell José Alejo Omaña Jesús Castillo
El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos.
ROMÁN GUÉDEZ
PAPELOTE, EL NIÑO Y EL ÁGUILA
Román Guédes
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Un niño es un cargamento de ideas bien calientes rellenas de aventura. Es un pincel de emociones embarrado de expectativas azules. Un niño es un ramillete de ilusiones con las mejillas sucias y zapatos rotos. Cuando un niño maneja una idea entre ceja y ceja no hay quien pueda persuadirlo de abandonarla. Es posible que entre sus juegos y peripecias llegue a olvidarla temporalmente, pero algo o alguien, una palabra, una mueca o alguna acción, hará encender nuevamente la chispa que lo llevará a una búsqueda incansable llena de inquietudes y hazañas. El niño de ésta historia tiene siete años, vive en una casa humilde, es hijo de unos padres humildes que lo aman. Su madre es costurera, su papá lava autos en un establecimiento. Su sueño, era tener un hermoso papagayo hecho por él mismo, esto lo haría mucho más especial porque sería el resultado de su esfuerzo, situación que lo haría sentirse muy bien.
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Al pedir el apoyo a sus padres, ellos le explicaron que no podrían ayudarlo por tener varias deudas que cancelar antes, y que debía esperar algún tiempo. El niño entendió la respuesta de sus padres aunque lo entristeció un poco, no dejaría que esto impidiera realizar lo que se había propuesto lograr. Resolvió que si no podía comprar los materiales para hacer su papagayo, los conseguiría usando su imaginación e inventiva, pues sentía que era bueno en ello. Entonces se dispuso a buscar los materiales uno a uno, cuando los tuviera todos comenzaría a crear su papagayo. Un día en la tarde, después de regresar de la escuela, decidió comenzar su proyecto y pensando por donde comenzar, se dijo: - Para hacer el esqueleto o estructura de mí papagayo necesito algunas varas livianas pero resistentes que puedan soportar la fuerza del viento y darle forma a mi papagayo. En volviendo su pensamiento en su proyecto,
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recordó que no muy lejos habían sembradíos de caña de azúcar, cuyo vástago de su espiga le serviría para tal fin. Por lo tanto, después de pedir la autorización de sus padres para ir allí y de caminar un buen rato hacia el sitio elegido, descubrió al llegar que la siembra ya estaba quemada debido a la cosecha y mucha de ella ya se la habían llevado. Busco entre las cenizas y encontró solo algunas varas flácidas delgadas; no era lo que él deseaba, pero era más que nada y resignado volvió a su casa con ellas a guardarlas. Este fue su primer logro. Otra tarde, también después de llegar de clases, se dijo: - Ahora necesito algún tipo de cuerda para armar la estructura y crear el cuerpo de mi papagayo, así como para poder hacerlo volar y sujetar mientras vuele – De allí, recordó que cerca de su casa había una fábrica de alpargatas donde podría reunir los pedazos de cordón que sobraran o que cayeran
al suelo, anudarlos extremo con extremo y crear un rollo lo suficientemente largo para todo lo que pensaba hacer con él. Y así lo hizo. Fue a la fábrica, después de hablar con el dueño sobre su idea, le pidió ayuda y comenzó la tarea de anudar y anudar trozos y trozos de hilos de cordón, hasta que después de varios días de trabajo duro logró hacer un gran rollo lo bastante largo, el que guardó junto con las varas de caña. Este fue su segundo logro. Después, algo preocupado, también se dijo: - No tengo un papel bonito para forrar la estructura de mi papagayo y adornarlo con unos hermosos flecos a cada lado ¿Cómo haré? – Poniendo imaginación a su empeño, recordó que su papá tenía guardados muchos periódicos viejos que usaba para secar el agua de los autos al lavarlos, de tal manera que fue hasta donde estaban y tomó varias páginas de estos diarios usados, planeando que en su momento,
las pintaría con los colores de cera que usaba para sus dibujos en la escuela, y también usaría el pegamento de sus trabajos escolares para cubrir con ese papel a su papagayo uniendo todas las partes. Guardó todo esto junto con las varas de caña y el rollo de cuerda. Este fue su tercer logro. Por último, otro día se dijo: - Mi papagayo deberá tener una cola muy grande que lo estabilice y lo haga ver mucho mejor en el cielo. En el ir y venir de su pensamiento, recordó que su mamá, como costurera, siempre le sobraban retazos de tela al cortar; entonces pidió a su madre muchos de esos retazos, y en su momento, los cortaría en tiras, y de igual forma como hizo con los hilos de cordel, los anudaría uno tras de otro. De esta manera construiría una cola de telas anudadas tal vez no muy bonita, pero si lo bastante larga para lo que deseaba. Guardo esto junto con las varas de caña, el rollo
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de cuerdas y las hojas de papel periódico. Este fue su cuarto y último logro. Es así que, una mañana, teniendo todos los materiales a la mano se encerró en su habitación a trabajar en su proyecto y lograr lo que más deseaba. Solo salía de su cuarto para comer, enseguida volvía a entrar y seguía trabajando. A sus padres les preocupaba tanta insistencia de su hijo por hacer un papagayo, pero comprendían que debían dejarlo ser; puesto que lo que para ellos era algo simple y superficial, para él, como niño, podría ser algo muy significativo. Conocían a su hijo y sabían que era obstinado… No debían truncar su sueño. Ya había anochecido cuando el niño terminó su obra. La tomó entre sus manos con mucha dulzura, colgándola en una de las paredes de su habitación, fue retrocediendo poco a poco para poder admirarla, mientras su corazón latía
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de emoción con cada paso que daba. Se sentó en su cama, que quedaba al otro extremo del cuarto, allí, detallándolo fijamente, se dijo: -Estás hecho de papel, entonces voy llamar “Papelote”. Quiero que vueles muy alto para que todos puedan verte y admirar como le pones color al cielo. Perdóname por no haberte hecho más bonito por tener tan poco, pero te hice con mis propias manos y eso me basta. Para mi eres el papagayo más precioso del mundo y desde mucho antes que te construyera ya te amaba. Y allí, junto a lo calentito de sus sabanas, muy exhausto, lentamente se quedó dormido. Más tarde, sus padres llegaron a su habitación. Las manos de su madre lo pusieron más cómodo en su lecho y ordenaron lo que había dejado fuera de lugar. Su padre, sumido en el orgullo al notar el esfuerzo y ver el modesto logro de su hijo, esperaba junto a la puerta para apagar la luz y
decirle en silencio, como si el rapaz lo pudiera escuchar, -¡Muy bien hecho hijo! ¡Buenas noches! Era una de esas noches cálidas y tranquilas. El niño dormía plácidamente. Por la ventana de su habitación; esa que siempre le permitía ver el cielo azul cada nuevo día y el firmamento lleno de estrellas cada noche, se colaba la tenue luz que emanaba de una estrella muy especial; la estrella que lo iluminaba cada vez que él dormía; porque cada niño tiene su propia estrella que lo cuida, lo guía y lo protege en todo momento. La luminosidad penetraba quieta, silenciosa, traslucida, pero de pronto, el rayo de luz fue creciendo, como la luz de un carro que viene con sus faros encendidos en la oscuridad y moviéndose al sitio donde estaba Papelote, lo iluminó de una forma tan intensa, que los colores pintados a creyón en los diferentes segmentos de papel periódico que cubría su cuerpo se hicieron más vivos y reflejaban destellos de
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coloridos por toda la habitación, mientras un viento arremolinado como un tornado empezaba a crecer dentro ella, arrastrando todo aquello que podía moverse de su sitio. El remolino huracanado ya había arrastrado hacia él juguetes, zapatos, ropa y hasta las sabanas que cubrían al niño, cuando de repente descolgó al papagayo de su lugar y lo arropó con su fuerza haciéndolo girar junto con él por cada lado del cuarto. Papelote, de improviso, comenzó a brillar fulgurantemente por todos sus contornos como si quisiera prenderse en llamas. Mientras más fuerte y más rápida era la fuerza del misterioso tornado, más intensa era aquella luminosidad que envolvía a Papelote, de pronto, con un siseo ventiscoso y una silenciosa explosión de color, el enigmático torbellino se consumió en sí mismo, todo quedó en calma y en oscuridad. En la habitación reinaba un silencio tenebroso acompañado de aquella tenue luz callada y tímida penetrando
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por la ventana, como al principio, la cual hacía un poco más descifrable la penumbra. El niño aun dormía, como antes, y cada cosa estaba en su lugar, como antes, excepto una, Papelote había desaparecido. El amanecer por fin llegó. El canto de los pájaros en el árbol del patio despertó al niño. Sus ojos resintieron la luz del sol mañanero que entraba por la ventana, luego de cerrarlos bruscamente estiró su cuerpo para acomodarse nuevamente en su cama y seguir durmiendo, al hacer esto sus pies toparon con algo, y cuando entornó sus ojos para ver descubrió que era su papagayo. Se incorporó rápidamente para mirar al sitio donde lo había dejado antes, devolvió la mirada hacia Papelote y le preguntó - ¿Cómo llegaste aquí? ¿Es que acaso volaste?-. Fue en ese momento, observándolo fijamente y detallándolo más afondo, que se dio cuenta que Papelote no era el mismo de antes; era más grande, más fuerte, verdaderamente
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muy hermoso. Sus cañas flácidas y delgadas ahora eran robustas y fuertes. Su papel de periódico pintado a creyón ahora era brillante y transparente de vivos colores verdaderos. Sus flecos eran más colmados e igualmente rebosantes de color. Las cerdas que lo armaban, así como su ovillo de cuerda, ya no tenían nudos ni eran de diferentes tipos; ahora todo era uniforme e idéntico. Su cola también había cambiado; ya no eran solo retazos de telas anudadas, en su lugar estaban dos largas líneas de tela hermosamente trenzadas con muchos lazos atados en toda su extensión. El niño estaba muy sorprendido y turbado. Por su mente transitaban un sinfín de reflexiones y razonamientos para poder comprender lo que había pasado. Su corazón le decía que ese era su papagayo, pero ¿Cómo pudo haber cambiado? ¿Qué había pasado? Y repentinamente escuchó una voz dentro de sí, y con palabras que no se escuchan con los oídos pero que se sienten en
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el fondo del alma, le dijo: - No te alarmes, soy Papelote, la fuerza de tu amor hacia mí y la perseverancia en alcanzar un sueño hizo realidad este milagro. Todo lo bueno que te rodea también me rodea a mí desde ahora, me ha otorgado un alma y la conciencia de saber quién soy y quién eres tú. Fuiste quien me creó, comprendo que soy parte de ti, y tú de mí. Me quieres y te quiero. Ahora te pido que me lleves a volar porque siento que debo hacerlo. Soy parte de tu sueño y solo tú puedes lograr que se siga haciendo realidad. El niño, ahora un poco más tranquilo, comprendió desde el fondo de su ser todo lo que había pasado, con prisa, salió de su habitación a pedir el consentimiento de sus padres para salir y poner en vuelo su nuevo y hermoso papagayo multicolor. Estuvo tentado en contarles todo aquello que había experimentado al despertar,
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pero sintió que solo él y su amigo “Papelote”, eran los únicos que debían saberlo. Era un secreto entre los dos. Sus padres accedieron a su súplica, pero aclarándole que lo dejarían ir por no ser día de escuela, pero que antes debía cumplir con sus deberes. Así que se aseó, desayunó, hizo sus tareas escolares, ayudó a su madre en algunas cosas y a su padre con otras. A pesar de que estaba tan atareado con sus deberes, su mente no dejaba de pensar en su amigo que lo esperaba, cuando al fin concluyó, tomó a Papelote, lo llevó a un campo abierto cerca de su hogar, dispuesto a hacer funcionar su creación. Ató la punta del rollo de cuerda al timón del papagayo y muy paciente esperó el viento que haría continuar su sueño. Así fue. Luego de un largo rato de frustrados intentos, una buena cantidad de brisa, como el soplido de un gigante furioso, llegó súbitamente arrastrando al papagayo
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multicolor, empezó a elevarlo del suelo cada vez más, El rollo de cuerda daba trompicones de un lado al otro al desenrollarse, mientras la hebra de hilo que sujetaba a Papelote, pasaba tensa y firme por las manos del niño con mucha rapidez debido al jalón del papagayo al ser arrastrado por el viento, y mientras esto sucedía, el niño daba carreras y tropezones haciendo lo posible por dirigirlo y estabilizarlo, ya que el viento era tan fuerte que su papagayo intentaba volcarse en el aire. El niño miraba a su amigo y sabía que estaba muy asustado. Sentía sus nervios y su temor y “Papelote” se lo hacía saber diciéndole con la voz de su alma: - No sé cómo hacer esto y aunque siento que debo hacerlo, temo no poder lograrlo y caerme. Temo morir y no verte más. No me dejes solo. El niño quería detener todo aquello, pero comprendía que debía dejar que sucediera,
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porque era el destino de ambos. Para eso lo construyó, para eso nació, porque cada cosa viene a este mundo con un objetivo que debe cumplir, una meta que debe alcanzar. Las manos del niño ya estaban calientes de soportar el paso del cordel que sostenía a Papelote y hubo momentos en que pensó que no podría soportar más esa amarra tirante que como un cuchillo le hería sus manos, hasta que por fin, después de tanto luchar y luchar, el soplo de brisa cesó, y el hermoso papagayo quedó tranquilo en el espacio. Volaba serenamente sumergido en el inmenso espacio azul lleno de nubes emigrantes y bañado por un radiante de sol. Imprevistamente y de una forma espontánea, era el día perfecto. Papelote reposaba en las alturas y lucía monumental. Parecía un gran rey que llegaba victorioso de una gran batalla y con sus largos flecos ondulantes al viento que semejaban manos, saludaba a sus súbditos en señal
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de victoria. Sus bonitos colores resaltaban tanto con la luz del sol que parecía que de él surgiría un arcoíris que cruzaría el firmamento en cualquier momento, su larga cola fluctuaba como una serpiente que paseaba muy tranquila en el agua de un inmenso mar azul. Papelote se alzaba imperturbable, luciendo todo aquel encanto divino y milagroso obsequiado la noche anterior, cuando notó mucho más arriba una hermosa águila blanca que surcaba el cielo, quedó encantado por sus elegantes y refinados movimientos aéreos. Papelote sintió en su alma de papel, cordel y caña que quería ser como esa ave; subir hasta las nubes, planear en el aire dejándose llevar por el viento y adornar el espacio con su hermoso vuelo. Sucedió entonces que Papelote, mirando al niño con los ojos de su esencia pura; aquellos que sienten muy dentro del ser, hizo que el niño comprendiera que quería llegar más alto y para ello necesitaba más cuerda, y éste, liberando
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el rollo de cordel que tenía entre sus manos, permitió que el inquieto papagayo retomara altura elevándose cada vez más. No paso mucho tiempo para que el Papelote alcanzara el sitio donde estaba el águila, llegando cerca de las nubes, allí, imitando el vuelo del ave, doblaba su cuerpo de papel, cordel y caña para poder hacer giros y piruetas, luego se dejaba caer en picada para subir repentinamente a las alturas y repetir los adornos y volteretas. El águila, ahora volando en círculos a su alrededor lo observaba con detalle y muy abajo, desde el suelo, el niño trataba de controlar esos tumbos y contoneos de su amigo, pero estaba muy emocionado por lo que estaba logrando en ese momento que se enajenó del todo lo que le rodeaba. El niño rogaba para que su papagayo escuchara las palabras que él le gritaba desde el alma y que lo mirara con los ojos de su espíritu, y notara su preocupación por lo que estaba haciendo. Quería decirle que tuviera cuidado,
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que podría ser peligroso, pero el papagayo multicolor radiante y de enorme cola ya no escuchaba, ya no miraba, ya no hablaba. De pronto, aun absorto, por lo que estaba viviendo, Papelote no se dio cuenta que su gran cola se enredó en la cuerda que lo ataba al suelo, rompiéndola secamente y haciendo que éste comenzara a caer desde tan grande altura. El niño, con la cuerda inerte en las manos, no podía creer lo que estaba sucediendo, impresionado, veía como su amigo se encaminaba hacia el suelo, y tal vez, hacia un final irreparable. Observaba cómo su cuerpo se tambaleaba dando sacudidas de un lado al otro enredándose en una telaraña de hilos a la vez que se sacudía. Sintió en su corazón el miedo que estaba abrigando Papelote en su alma al estar cayendo al suelo, corrió tras de él para poder socorrerlo, mientras el viento lo empujaba más y más en la caída. Papelote, trataba de escapar de aquella cárcel
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hecha de cuerda, luchaba para zafarse de sus ataduras pero no lo lograba. En el momento en que se daba por vencido y se entregaba a su destino, sintió un tirón en uno de sus lados, y luego en otro, y en otro; era el águila que lanzándose una y otra vez sobre su cuerpo, con su pico halaba las partes enredadas cortándolas de un solo tajo. El águila lo estaba ayudando. El niño estaba muy lejos y no veía bien lo que estaba sucediendo, angustiado contemplaba como el águila se abalanzaba sobre su papagayo. ¿Será que lo quería destrozar? Y si fuera esa la razón ¿Por qué le quería hacer daño si Papelote no le hizo nada? Después de un rato, ya muy cerca del suelo, un último tirón del águila liberó a Papelote de su prisión, y a punto de tocar el suelo, el ave lo tomó con una de sus garras por un resto de cuerda que aún le quedaba sujeto a su timón, halándolo lo llevó consigo nuevamente a las alturas. El niño suspiro de alivio y comprendió
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que el águila solo quería salvar a su amigo, y lleno de alegría levantó las manos para saludar a la hermosa ave, pero se entristeció nuevamente al ver que sus dos amigos se alejaban cada vez un poco más hasta perderse de vista. Confundido decidió esperar a ver qué ocurría entretanto oteaba el horizonte vigilando el regreso del águila y su papagayo. El águila llevó a pasear a Papelote mucho más alto y más lejos de lo que había llegado antes. Volaron por encima de las nubes y entre ellas. También junto a una bandada de garzas que emigraban a otro sitio para buscar alimento. Después lo llevó cerca del suelo y admiraron paisajes y montañas. Luego, planeando por praderas y valles, disfrutaron del olor de las flores, de los pastos, y la frescura del viento. El alma de Papelote se sentía dichosa por poder experimentar todo aquello. Después de un largo tiempo regresaron al
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lugar donde estaba el niño, que aun vigilaba la lejanía esperando su retorno. El águila muy suavemente colocó a Papelote en el suelo y cuando la hermosa criatura alada por fin tocó la tierra, el niño emocionado la abrazó fuertemente empapando con sus lágrimas de alegría las plumas de su pecho, las cuales inesperadamente se tornaron de un tono dorado resplandeciente. El águila enjugó con una de sus alas las últimas lágrimas de la cara del niño y mirando a ambos amigos les habló desde su alma con las palabras que solo se escuchan con el alma, de esta forma: - No soy una verdadera águila. Soy un ser de luz protector del cielo y proveniente de esa misma luz que le dio conciencia y espíritu a vuestro papagayo. De verdad os digo que existen dos clases de personas: Aquellas que se sientan a esperar que algún día puedan lograr sus metas y las que luchan y se esfuerzan por hacer de
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sus sueños una realidad. -Igualmente os digo que durante la búsqueda de un sueño solo se puede aceptar un cambio de vuestro destino, si es para mejorar vuestras vidas para bien y enriquecer positivamente la vida de todo lo que os rodea. El águila nació para surcar el cielo y engalanarlo con su hermoso vuelo y el destino de un papagayo es estar tomado de la mano de un niño y hacerlo inmensamente feliz cuando vea remontando el azul infinito del cielo. Luego; tomando con su pico una pluma dorada del pecho y entregándosela al niño en sus manos, continuó diciéndoles: - Como premio a vuestra perseverancia por el logro y el amor que han demostrado, tomad esta pluma dorada que solo vuestra felicidad convirtió en oro puro. Entregad la pluma a vuestros padres para que puedan venderla y con el dinero puedan cancelar sus deudas, y vivir mejor durante mucho tiempo. No olvidéis
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amaros siempre y apreciad cada momento de felicidad que llega a vuestras vidas. Yo os seguiré cuidando desde el cielo. Y extendiendo sus inmensas alas volvió a las alturas. Desde aquel día Papelote y el niño son más felices y aman la vida.
Se termió de imprimir en octubre de 2017 en el Sistema Nacional de Imprentas San Felipe estado Yaracuy República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 300 ejemplares.